No items found.
No items found.
No items found.
No items found.

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
<i>El brutalista</i> es el estreno más inoportuno de la actual temporada del Oscar.
07
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La propuesta de Brady Corbet junto a Adrien Brody está habitada por un remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna.

Sin querer serlo, El brutalista (The Brutalist, 2024) es una de las películas más contemporáneas que se han estrenado recientemente. No me refiero con esto a que sea moderna; es decir, no es una expresión de una perspectiva nueva ni busca el futuro del cine. Más bien es sintomática de las enfermedades en la producción cinematográfica industrial y en los imaginarios de nuestra época de genocidio y nostalgia individualista. Lo podemos observar desde sus primeros instantes, cuando se anuncia que está filmada en el viejo formato VistaVision, que producía un efecto de pantalla ancha al filmar las películas en horizontal. La técnica no se usaba en un largometraje desde principios de los años sesenta, pero el director Brady Corbet la revive para distinguirse, aprovechando que la trama de El brutalista se ubica durante el auge del formato. Otros centenares de películas se sitúan en los años cincuenta, pero sus directores —aunque pertenecen a una especie naturalmente vanidosa— no sintieron una obsesión tan incontrolable de manifestar su diferencia creativa.

El brutalista, además, dura tres horas y media y trata sobre un genio. Es ya innegable la mentalidad individualista de Corbet, pero ¿qué tan único puede ser un director que recurre a las maniobras de quienes se asumen igualmente —paradójicamente— autónomos de todo? Christopher Nolan apenas realizó Oppenheimer (2023) en el inusual formato ancho de 65 milímetros, y Francis Ford Coppola recién estrenó Megalópolis (Megalopolis, 2024), que incluye un momento de interacción entre la pantalla y un actor en la sala de cine. Ambas son películas sobre genios cuyo trabajo marca un hito para la humanidad y que por ello merecen una libertad absoluta. El mecenazgo del gobierno estadounidense y de una alcaldía imperial del futuro se imponen sobre los protagonistas en ambas películas, con resultados que van de lo catastrófico al desastre remediable. Pasa lo mismo en la irrepetible El brutalista

László Tóth (Adrien Brody), un inmigrante judío-húngaro y sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald, llega a los Estados Unidos al terminar la Segunda Guerra Mundial. También es un arquitecto visionario —al igual que el protagonista de Coppola—, y en su nuevo hogar deberá sortear a millonarios, nacionalistas y a los opioides para guiar hacia un ideal de modernidad al país más poderoso de la posguerra. Corbet puebla las imágenes con cuestionables signos del nuevo mundo (los jazzistas, las drogas, la pornografía y la arquitectura minimalista ya existían), y la película acaba insinuándose, más bien, como una expresión del pasado cinematográfico —el statu quo— queriéndose mostrar a sí mismo como algo insólito.

A lo largo de la trama vemos a László Tóth (Adrien Brody) interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta

Corbet lleva ejerciendo esta técnica desde su primer largometraje, La niñez de un líder (The Childhood of a Leader, 2015), que ya tenía un ojo puesto en los grandes temas y los grandes individuos. La película trata de un niño que crece en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial y, debido al maltrato y su posición privilegiada, termina convertido en un líder fascista en lo que parecen los años treinta. El segundo largometraje de Corbet, Vox Lux: El precio de la fama (Vox Lux, 2018), abarca los tiroteos en las escuelas de Estados Unidos, la manipulación en masa que supone la industria del entretenimiento, y los delirios de la fama. Ambas son películas sobrecargadas de ideas que no se exploran del todo (los temas son más un contexto que una discusión resuelta por las acciones de los personajes), salvo por la difunta idea de que los grandes hombres y mujeres mueven la historia. Sus extrañas composiciones visuales buscan distinguirlas del resto del cine de Hollywood (podrán asumirse como independientes pero cuentan con estrellas y presupuestos a los que un verdadero marginal como Ted Fendt no aspiraría jamás; tampoco Gregg Araki, para quien actuó Corbet hace un par de décadas), y a pesar de todo no logran mucho más que una distancia superficial de la norma.

Corbet es parte de una generación de cineastas inspirados por Christopher Nolan que, a partir de excentricidades mínimas, se han asumido como los nuevos maestros de Hollywood, pero no hacen más que un cine reaccionario. Una de las imágenes más inusuales de El brutalista aparece al principio y nos muestra la Estatua de la Libertad filmada de cabeza y luego de lado; el plano es prometedor, ya que la vanguardia parte justamente del error y lo mal hecho. El miembro más querido del cine experimental estadounidense de los sesenta, Jonas Mekas, nunca enfatizó las composiciones tradicionalmente bellas; es decir, alineadas a los estándares clásicos de puntos de fuga y proporción áurea. Su cámara era torpe porque su estilo era casero, y su montaje, amateur; a Mekas le importaba poco o nada la continuidad o la claridad, pero a Corbet sí, a pesar de lo que sugiere esta primera imagen de El brutalista. Inmediatamente después de estos planos desordenados que muestran la llegada de László a la tierra prometida, aparece la Isla Ellis, donde eran registrados —o rechazados— los nuevos estadounidenses. Ya para ese momento el plano es fijo y clásico en su composición. Así se comportará el resto del metraje, salvo en breves momentos de música disonante, borrachera y jeringas en las que László aliviará su soledad americana.

La enajenación en El brutalista se alimenta de la compañía, primero, de Attila (Alessandro Nivola), un primo de László tan aculturado que apenas si tiene acento húngaro y se ha cambiado el apellido a Miller para serle más familiar a sus clientes anglosajones. Más adelante el protagonista padece por culpa del multimillonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), su mecenas, que parece guardarle un resentimiento expresado en forma de humillaciones. Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda. Corbet necesita liberar a su genio del clasismo, la aculturación, el antisemitismo y la suspicacia estadounidense en medio del Temor rojo, pero también de la masculinidad, que es quizá el tópico más discreto de El brutalista, y el más interesante.

A lo largo de la trama vemos a László interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta: se acerca a su primo Attila como a punto de besarlo, y baila con él; luego trata con cariño a su amigo negro Gordon (Isaach de Bankolé) en una era racista, y hacia el desenlace se abraza, se toquetea, con un amigo italiano, Orazio (Salvatore Sansone). ¿Es acaso un hombre nuevo, a la manera de nuestro tiempo? ¿O es que László sublima la homosexualidad mediante el tacto que le suele negar a su esposa? Harrison es el único amigo con el que László mantiene siempre la distancia. La conversación más importante entre ambos personajes se da en una serie de monólogos filmados en plano-contraplano para resaltar la distancia entre los dos: László y Harrison se encuentran en planos separados porque vienen de mundos distantes, y su relación ambivalente se mantendrá así hasta una imagen en la que aparecen dolorosamente juntos cerca del desenlace. Esto terminará por poner a László en camino a un último exilio.

La desilusión aleja al genio de su gran proyecto con Harrison: un centro comunitario cristiano que tendrá capilla, gimnasio y biblioteca, pero que se complica a lo largo de los años hasta que termina representando —sin que nadie lo sepa, más que László— los campos de concentración del nazismo. Es una idea interesante, pero apenas tocada: Corbet coincide con los pensadores franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari, que vieron al fascismo alojarse en las democracias liberales al terminar la guerra; sin embargo, la expresión de Corbet es limitada. Gordon no padece del racismo bien documentado de la época, y László es condenado solo una vez por su consumo de heroína; su masculinidad suelta jamás produce comentarios en una época dominada por la imagen de John Wayne y Gary Cooper. Los fascistoides años cincuenta de la película carecen de historicidad; es decir, se parecen más a nuestro tiempo, salvo cuando se trata del antisemitismo, y en ello se detecta un sesgo inquietante.

La última frase en El brutalista es la más significativa: un personaje cita a László diciendo que lo importante, a diferencia de cierto lugar común, “es el destino, no el viaje”. La travesía destroza a László, pero el punto final, Israel, significa un refugio absoluto. Esto se corresponde con una imagen idealizada del protagonista construyendo una silla moderna, al estilo Bauhaus, mientras se oye en la radio a David Ben-Gurion celebrando la fundación de Israel: El brutalista es el estreno más inoportuno de la actual temporada del Oscar. Las limitantes de Corbet, o sus afiliaciones, se vierten en una visión incompleta —por no decir fantasiosa—, sobre todo al considerar las similitudes entre Estados Unidos e Israel: ambos son proyectos de nación basados en el despojo a manos de pioneros europeos, pero solo el primero merece los cuestionamientos de El brutalista. El otro, que culminó recientemente en la masacre de 62 000 personas, es un hogar merecido, inocente: el destino de hombres y mujeres como László y Erzsébet, perseguidos y puros. 

Se ha caído el disfraz: Corbet no es una joven promesa, sino el remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna. El Oppenheimer de Nolan es siquiera un hombre tan vanidoso que participa en un crimen imperdonable, pero László es una especie de Moisés contemporáneo que solo busca la tierra prometida. Tres horas y media no fueron suficientes para que Corbet explorara las consecuencias de esta búsqueda porque El brutalista es sobre todo una justificación y un recordatorio de que el cine no solo es arte o entretenimiento; también es arma como las bombas que incendiaron el campo de refugiados de Jabalia. El silencio de El brutalista sobre lo que significa para los palestinos el refugio de László y su familia no es un signo de ambigüedad, sino de ocultamiento que rebasa el sonido de cualquier explosión. 

Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
07
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La propuesta de Brady Corbet junto a Adrien Brody está habitada por un remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna.

Sin querer serlo, El brutalista (The Brutalist, 2024) es una de las películas más contemporáneas que se han estrenado recientemente. No me refiero con esto a que sea moderna; es decir, no es una expresión de una perspectiva nueva ni busca el futuro del cine. Más bien es sintomática de las enfermedades en la producción cinematográfica industrial y en los imaginarios de nuestra época de genocidio y nostalgia individualista. Lo podemos observar desde sus primeros instantes, cuando se anuncia que está filmada en el viejo formato VistaVision, que producía un efecto de pantalla ancha al filmar las películas en horizontal. La técnica no se usaba en un largometraje desde principios de los años sesenta, pero el director Brady Corbet la revive para distinguirse, aprovechando que la trama de El brutalista se ubica durante el auge del formato. Otros centenares de películas se sitúan en los años cincuenta, pero sus directores —aunque pertenecen a una especie naturalmente vanidosa— no sintieron una obsesión tan incontrolable de manifestar su diferencia creativa.

El brutalista, además, dura tres horas y media y trata sobre un genio. Es ya innegable la mentalidad individualista de Corbet, pero ¿qué tan único puede ser un director que recurre a las maniobras de quienes se asumen igualmente —paradójicamente— autónomos de todo? Christopher Nolan apenas realizó Oppenheimer (2023) en el inusual formato ancho de 65 milímetros, y Francis Ford Coppola recién estrenó Megalópolis (Megalopolis, 2024), que incluye un momento de interacción entre la pantalla y un actor en la sala de cine. Ambas son películas sobre genios cuyo trabajo marca un hito para la humanidad y que por ello merecen una libertad absoluta. El mecenazgo del gobierno estadounidense y de una alcaldía imperial del futuro se imponen sobre los protagonistas en ambas películas, con resultados que van de lo catastrófico al desastre remediable. Pasa lo mismo en la irrepetible El brutalista

László Tóth (Adrien Brody), un inmigrante judío-húngaro y sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald, llega a los Estados Unidos al terminar la Segunda Guerra Mundial. También es un arquitecto visionario —al igual que el protagonista de Coppola—, y en su nuevo hogar deberá sortear a millonarios, nacionalistas y a los opioides para guiar hacia un ideal de modernidad al país más poderoso de la posguerra. Corbet puebla las imágenes con cuestionables signos del nuevo mundo (los jazzistas, las drogas, la pornografía y la arquitectura minimalista ya existían), y la película acaba insinuándose, más bien, como una expresión del pasado cinematográfico —el statu quo— queriéndose mostrar a sí mismo como algo insólito.

A lo largo de la trama vemos a László Tóth (Adrien Brody) interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta

Corbet lleva ejerciendo esta técnica desde su primer largometraje, La niñez de un líder (The Childhood of a Leader, 2015), que ya tenía un ojo puesto en los grandes temas y los grandes individuos. La película trata de un niño que crece en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial y, debido al maltrato y su posición privilegiada, termina convertido en un líder fascista en lo que parecen los años treinta. El segundo largometraje de Corbet, Vox Lux: El precio de la fama (Vox Lux, 2018), abarca los tiroteos en las escuelas de Estados Unidos, la manipulación en masa que supone la industria del entretenimiento, y los delirios de la fama. Ambas son películas sobrecargadas de ideas que no se exploran del todo (los temas son más un contexto que una discusión resuelta por las acciones de los personajes), salvo por la difunta idea de que los grandes hombres y mujeres mueven la historia. Sus extrañas composiciones visuales buscan distinguirlas del resto del cine de Hollywood (podrán asumirse como independientes pero cuentan con estrellas y presupuestos a los que un verdadero marginal como Ted Fendt no aspiraría jamás; tampoco Gregg Araki, para quien actuó Corbet hace un par de décadas), y a pesar de todo no logran mucho más que una distancia superficial de la norma.

Corbet es parte de una generación de cineastas inspirados por Christopher Nolan que, a partir de excentricidades mínimas, se han asumido como los nuevos maestros de Hollywood, pero no hacen más que un cine reaccionario. Una de las imágenes más inusuales de El brutalista aparece al principio y nos muestra la Estatua de la Libertad filmada de cabeza y luego de lado; el plano es prometedor, ya que la vanguardia parte justamente del error y lo mal hecho. El miembro más querido del cine experimental estadounidense de los sesenta, Jonas Mekas, nunca enfatizó las composiciones tradicionalmente bellas; es decir, alineadas a los estándares clásicos de puntos de fuga y proporción áurea. Su cámara era torpe porque su estilo era casero, y su montaje, amateur; a Mekas le importaba poco o nada la continuidad o la claridad, pero a Corbet sí, a pesar de lo que sugiere esta primera imagen de El brutalista. Inmediatamente después de estos planos desordenados que muestran la llegada de László a la tierra prometida, aparece la Isla Ellis, donde eran registrados —o rechazados— los nuevos estadounidenses. Ya para ese momento el plano es fijo y clásico en su composición. Así se comportará el resto del metraje, salvo en breves momentos de música disonante, borrachera y jeringas en las que László aliviará su soledad americana.

La enajenación en El brutalista se alimenta de la compañía, primero, de Attila (Alessandro Nivola), un primo de László tan aculturado que apenas si tiene acento húngaro y se ha cambiado el apellido a Miller para serle más familiar a sus clientes anglosajones. Más adelante el protagonista padece por culpa del multimillonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), su mecenas, que parece guardarle un resentimiento expresado en forma de humillaciones. Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda. Corbet necesita liberar a su genio del clasismo, la aculturación, el antisemitismo y la suspicacia estadounidense en medio del Temor rojo, pero también de la masculinidad, que es quizá el tópico más discreto de El brutalista, y el más interesante.

A lo largo de la trama vemos a László interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta: se acerca a su primo Attila como a punto de besarlo, y baila con él; luego trata con cariño a su amigo negro Gordon (Isaach de Bankolé) en una era racista, y hacia el desenlace se abraza, se toquetea, con un amigo italiano, Orazio (Salvatore Sansone). ¿Es acaso un hombre nuevo, a la manera de nuestro tiempo? ¿O es que László sublima la homosexualidad mediante el tacto que le suele negar a su esposa? Harrison es el único amigo con el que László mantiene siempre la distancia. La conversación más importante entre ambos personajes se da en una serie de monólogos filmados en plano-contraplano para resaltar la distancia entre los dos: László y Harrison se encuentran en planos separados porque vienen de mundos distantes, y su relación ambivalente se mantendrá así hasta una imagen en la que aparecen dolorosamente juntos cerca del desenlace. Esto terminará por poner a László en camino a un último exilio.

La desilusión aleja al genio de su gran proyecto con Harrison: un centro comunitario cristiano que tendrá capilla, gimnasio y biblioteca, pero que se complica a lo largo de los años hasta que termina representando —sin que nadie lo sepa, más que László— los campos de concentración del nazismo. Es una idea interesante, pero apenas tocada: Corbet coincide con los pensadores franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari, que vieron al fascismo alojarse en las democracias liberales al terminar la guerra; sin embargo, la expresión de Corbet es limitada. Gordon no padece del racismo bien documentado de la época, y László es condenado solo una vez por su consumo de heroína; su masculinidad suelta jamás produce comentarios en una época dominada por la imagen de John Wayne y Gary Cooper. Los fascistoides años cincuenta de la película carecen de historicidad; es decir, se parecen más a nuestro tiempo, salvo cuando se trata del antisemitismo, y en ello se detecta un sesgo inquietante.

La última frase en El brutalista es la más significativa: un personaje cita a László diciendo que lo importante, a diferencia de cierto lugar común, “es el destino, no el viaje”. La travesía destroza a László, pero el punto final, Israel, significa un refugio absoluto. Esto se corresponde con una imagen idealizada del protagonista construyendo una silla moderna, al estilo Bauhaus, mientras se oye en la radio a David Ben-Gurion celebrando la fundación de Israel: El brutalista es el estreno más inoportuno de la actual temporada del Oscar. Las limitantes de Corbet, o sus afiliaciones, se vierten en una visión incompleta —por no decir fantasiosa—, sobre todo al considerar las similitudes entre Estados Unidos e Israel: ambos son proyectos de nación basados en el despojo a manos de pioneros europeos, pero solo el primero merece los cuestionamientos de El brutalista. El otro, que culminó recientemente en la masacre de 62 000 personas, es un hogar merecido, inocente: el destino de hombres y mujeres como László y Erzsébet, perseguidos y puros. 

Se ha caído el disfraz: Corbet no es una joven promesa, sino el remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna. El Oppenheimer de Nolan es siquiera un hombre tan vanidoso que participa en un crimen imperdonable, pero László es una especie de Moisés contemporáneo que solo busca la tierra prometida. Tres horas y media no fueron suficientes para que Corbet explorara las consecuencias de esta búsqueda porque El brutalista es sobre todo una justificación y un recordatorio de que el cine no solo es arte o entretenimiento; también es arma como las bombas que incendiaron el campo de refugiados de Jabalia. El silencio de El brutalista sobre lo que significa para los palestinos el refugio de László y su familia no es un signo de ambigüedad, sino de ocultamiento que rebasa el sonido de cualquier explosión. 

Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
<i>El brutalista</i> es el estreno más inoportuno de la actual temporada del Oscar.
07
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La propuesta de Brady Corbet junto a Adrien Brody está habitada por un remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna.

Sin querer serlo, El brutalista (The Brutalist, 2024) es una de las películas más contemporáneas que se han estrenado recientemente. No me refiero con esto a que sea moderna; es decir, no es una expresión de una perspectiva nueva ni busca el futuro del cine. Más bien es sintomática de las enfermedades en la producción cinematográfica industrial y en los imaginarios de nuestra época de genocidio y nostalgia individualista. Lo podemos observar desde sus primeros instantes, cuando se anuncia que está filmada en el viejo formato VistaVision, que producía un efecto de pantalla ancha al filmar las películas en horizontal. La técnica no se usaba en un largometraje desde principios de los años sesenta, pero el director Brady Corbet la revive para distinguirse, aprovechando que la trama de El brutalista se ubica durante el auge del formato. Otros centenares de películas se sitúan en los años cincuenta, pero sus directores —aunque pertenecen a una especie naturalmente vanidosa— no sintieron una obsesión tan incontrolable de manifestar su diferencia creativa.

El brutalista, además, dura tres horas y media y trata sobre un genio. Es ya innegable la mentalidad individualista de Corbet, pero ¿qué tan único puede ser un director que recurre a las maniobras de quienes se asumen igualmente —paradójicamente— autónomos de todo? Christopher Nolan apenas realizó Oppenheimer (2023) en el inusual formato ancho de 65 milímetros, y Francis Ford Coppola recién estrenó Megalópolis (Megalopolis, 2024), que incluye un momento de interacción entre la pantalla y un actor en la sala de cine. Ambas son películas sobre genios cuyo trabajo marca un hito para la humanidad y que por ello merecen una libertad absoluta. El mecenazgo del gobierno estadounidense y de una alcaldía imperial del futuro se imponen sobre los protagonistas en ambas películas, con resultados que van de lo catastrófico al desastre remediable. Pasa lo mismo en la irrepetible El brutalista

László Tóth (Adrien Brody), un inmigrante judío-húngaro y sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald, llega a los Estados Unidos al terminar la Segunda Guerra Mundial. También es un arquitecto visionario —al igual que el protagonista de Coppola—, y en su nuevo hogar deberá sortear a millonarios, nacionalistas y a los opioides para guiar hacia un ideal de modernidad al país más poderoso de la posguerra. Corbet puebla las imágenes con cuestionables signos del nuevo mundo (los jazzistas, las drogas, la pornografía y la arquitectura minimalista ya existían), y la película acaba insinuándose, más bien, como una expresión del pasado cinematográfico —el statu quo— queriéndose mostrar a sí mismo como algo insólito.

A lo largo de la trama vemos a László Tóth (Adrien Brody) interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta

Corbet lleva ejerciendo esta técnica desde su primer largometraje, La niñez de un líder (The Childhood of a Leader, 2015), que ya tenía un ojo puesto en los grandes temas y los grandes individuos. La película trata de un niño que crece en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial y, debido al maltrato y su posición privilegiada, termina convertido en un líder fascista en lo que parecen los años treinta. El segundo largometraje de Corbet, Vox Lux: El precio de la fama (Vox Lux, 2018), abarca los tiroteos en las escuelas de Estados Unidos, la manipulación en masa que supone la industria del entretenimiento, y los delirios de la fama. Ambas son películas sobrecargadas de ideas que no se exploran del todo (los temas son más un contexto que una discusión resuelta por las acciones de los personajes), salvo por la difunta idea de que los grandes hombres y mujeres mueven la historia. Sus extrañas composiciones visuales buscan distinguirlas del resto del cine de Hollywood (podrán asumirse como independientes pero cuentan con estrellas y presupuestos a los que un verdadero marginal como Ted Fendt no aspiraría jamás; tampoco Gregg Araki, para quien actuó Corbet hace un par de décadas), y a pesar de todo no logran mucho más que una distancia superficial de la norma.

Corbet es parte de una generación de cineastas inspirados por Christopher Nolan que, a partir de excentricidades mínimas, se han asumido como los nuevos maestros de Hollywood, pero no hacen más que un cine reaccionario. Una de las imágenes más inusuales de El brutalista aparece al principio y nos muestra la Estatua de la Libertad filmada de cabeza y luego de lado; el plano es prometedor, ya que la vanguardia parte justamente del error y lo mal hecho. El miembro más querido del cine experimental estadounidense de los sesenta, Jonas Mekas, nunca enfatizó las composiciones tradicionalmente bellas; es decir, alineadas a los estándares clásicos de puntos de fuga y proporción áurea. Su cámara era torpe porque su estilo era casero, y su montaje, amateur; a Mekas le importaba poco o nada la continuidad o la claridad, pero a Corbet sí, a pesar de lo que sugiere esta primera imagen de El brutalista. Inmediatamente después de estos planos desordenados que muestran la llegada de László a la tierra prometida, aparece la Isla Ellis, donde eran registrados —o rechazados— los nuevos estadounidenses. Ya para ese momento el plano es fijo y clásico en su composición. Así se comportará el resto del metraje, salvo en breves momentos de música disonante, borrachera y jeringas en las que László aliviará su soledad americana.

La enajenación en El brutalista se alimenta de la compañía, primero, de Attila (Alessandro Nivola), un primo de László tan aculturado que apenas si tiene acento húngaro y se ha cambiado el apellido a Miller para serle más familiar a sus clientes anglosajones. Más adelante el protagonista padece por culpa del multimillonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), su mecenas, que parece guardarle un resentimiento expresado en forma de humillaciones. Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda. Corbet necesita liberar a su genio del clasismo, la aculturación, el antisemitismo y la suspicacia estadounidense en medio del Temor rojo, pero también de la masculinidad, que es quizá el tópico más discreto de El brutalista, y el más interesante.

A lo largo de la trama vemos a László interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta: se acerca a su primo Attila como a punto de besarlo, y baila con él; luego trata con cariño a su amigo negro Gordon (Isaach de Bankolé) en una era racista, y hacia el desenlace se abraza, se toquetea, con un amigo italiano, Orazio (Salvatore Sansone). ¿Es acaso un hombre nuevo, a la manera de nuestro tiempo? ¿O es que László sublima la homosexualidad mediante el tacto que le suele negar a su esposa? Harrison es el único amigo con el que László mantiene siempre la distancia. La conversación más importante entre ambos personajes se da en una serie de monólogos filmados en plano-contraplano para resaltar la distancia entre los dos: László y Harrison se encuentran en planos separados porque vienen de mundos distantes, y su relación ambivalente se mantendrá así hasta una imagen en la que aparecen dolorosamente juntos cerca del desenlace. Esto terminará por poner a László en camino a un último exilio.

La desilusión aleja al genio de su gran proyecto con Harrison: un centro comunitario cristiano que tendrá capilla, gimnasio y biblioteca, pero que se complica a lo largo de los años hasta que termina representando —sin que nadie lo sepa, más que László— los campos de concentración del nazismo. Es una idea interesante, pero apenas tocada: Corbet coincide con los pensadores franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari, que vieron al fascismo alojarse en las democracias liberales al terminar la guerra; sin embargo, la expresión de Corbet es limitada. Gordon no padece del racismo bien documentado de la época, y László es condenado solo una vez por su consumo de heroína; su masculinidad suelta jamás produce comentarios en una época dominada por la imagen de John Wayne y Gary Cooper. Los fascistoides años cincuenta de la película carecen de historicidad; es decir, se parecen más a nuestro tiempo, salvo cuando se trata del antisemitismo, y en ello se detecta un sesgo inquietante.

La última frase en El brutalista es la más significativa: un personaje cita a László diciendo que lo importante, a diferencia de cierto lugar común, “es el destino, no el viaje”. La travesía destroza a László, pero el punto final, Israel, significa un refugio absoluto. Esto se corresponde con una imagen idealizada del protagonista construyendo una silla moderna, al estilo Bauhaus, mientras se oye en la radio a David Ben-Gurion celebrando la fundación de Israel: El brutalista es el estreno más inoportuno de la actual temporada del Oscar. Las limitantes de Corbet, o sus afiliaciones, se vierten en una visión incompleta —por no decir fantasiosa—, sobre todo al considerar las similitudes entre Estados Unidos e Israel: ambos son proyectos de nación basados en el despojo a manos de pioneros europeos, pero solo el primero merece los cuestionamientos de El brutalista. El otro, que culminó recientemente en la masacre de 62 000 personas, es un hogar merecido, inocente: el destino de hombres y mujeres como László y Erzsébet, perseguidos y puros. 

Se ha caído el disfraz: Corbet no es una joven promesa, sino el remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna. El Oppenheimer de Nolan es siquiera un hombre tan vanidoso que participa en un crimen imperdonable, pero László es una especie de Moisés contemporáneo que solo busca la tierra prometida. Tres horas y media no fueron suficientes para que Corbet explorara las consecuencias de esta búsqueda porque El brutalista es sobre todo una justificación y un recordatorio de que el cine no solo es arte o entretenimiento; también es arma como las bombas que incendiaron el campo de refugiados de Jabalia. El silencio de El brutalista sobre lo que significa para los palestinos el refugio de László y su familia no es un signo de ambigüedad, sino de ocultamiento que rebasa el sonido de cualquier explosión. 

Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

07
.
02
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ver Videos

La propuesta de Brady Corbet junto a Adrien Brody está habitada por un remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna.

Sin querer serlo, El brutalista (The Brutalist, 2024) es una de las películas más contemporáneas que se han estrenado recientemente. No me refiero con esto a que sea moderna; es decir, no es una expresión de una perspectiva nueva ni busca el futuro del cine. Más bien es sintomática de las enfermedades en la producción cinematográfica industrial y en los imaginarios de nuestra época de genocidio y nostalgia individualista. Lo podemos observar desde sus primeros instantes, cuando se anuncia que está filmada en el viejo formato VistaVision, que producía un efecto de pantalla ancha al filmar las películas en horizontal. La técnica no se usaba en un largometraje desde principios de los años sesenta, pero el director Brady Corbet la revive para distinguirse, aprovechando que la trama de El brutalista se ubica durante el auge del formato. Otros centenares de películas se sitúan en los años cincuenta, pero sus directores —aunque pertenecen a una especie naturalmente vanidosa— no sintieron una obsesión tan incontrolable de manifestar su diferencia creativa.

El brutalista, además, dura tres horas y media y trata sobre un genio. Es ya innegable la mentalidad individualista de Corbet, pero ¿qué tan único puede ser un director que recurre a las maniobras de quienes se asumen igualmente —paradójicamente— autónomos de todo? Christopher Nolan apenas realizó Oppenheimer (2023) en el inusual formato ancho de 65 milímetros, y Francis Ford Coppola recién estrenó Megalópolis (Megalopolis, 2024), que incluye un momento de interacción entre la pantalla y un actor en la sala de cine. Ambas son películas sobre genios cuyo trabajo marca un hito para la humanidad y que por ello merecen una libertad absoluta. El mecenazgo del gobierno estadounidense y de una alcaldía imperial del futuro se imponen sobre los protagonistas en ambas películas, con resultados que van de lo catastrófico al desastre remediable. Pasa lo mismo en la irrepetible El brutalista

László Tóth (Adrien Brody), un inmigrante judío-húngaro y sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald, llega a los Estados Unidos al terminar la Segunda Guerra Mundial. También es un arquitecto visionario —al igual que el protagonista de Coppola—, y en su nuevo hogar deberá sortear a millonarios, nacionalistas y a los opioides para guiar hacia un ideal de modernidad al país más poderoso de la posguerra. Corbet puebla las imágenes con cuestionables signos del nuevo mundo (los jazzistas, las drogas, la pornografía y la arquitectura minimalista ya existían), y la película acaba insinuándose, más bien, como una expresión del pasado cinematográfico —el statu quo— queriéndose mostrar a sí mismo como algo insólito.

A lo largo de la trama vemos a László Tóth (Adrien Brody) interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta

Corbet lleva ejerciendo esta técnica desde su primer largometraje, La niñez de un líder (The Childhood of a Leader, 2015), que ya tenía un ojo puesto en los grandes temas y los grandes individuos. La película trata de un niño que crece en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial y, debido al maltrato y su posición privilegiada, termina convertido en un líder fascista en lo que parecen los años treinta. El segundo largometraje de Corbet, Vox Lux: El precio de la fama (Vox Lux, 2018), abarca los tiroteos en las escuelas de Estados Unidos, la manipulación en masa que supone la industria del entretenimiento, y los delirios de la fama. Ambas son películas sobrecargadas de ideas que no se exploran del todo (los temas son más un contexto que una discusión resuelta por las acciones de los personajes), salvo por la difunta idea de que los grandes hombres y mujeres mueven la historia. Sus extrañas composiciones visuales buscan distinguirlas del resto del cine de Hollywood (podrán asumirse como independientes pero cuentan con estrellas y presupuestos a los que un verdadero marginal como Ted Fendt no aspiraría jamás; tampoco Gregg Araki, para quien actuó Corbet hace un par de décadas), y a pesar de todo no logran mucho más que una distancia superficial de la norma.

Corbet es parte de una generación de cineastas inspirados por Christopher Nolan que, a partir de excentricidades mínimas, se han asumido como los nuevos maestros de Hollywood, pero no hacen más que un cine reaccionario. Una de las imágenes más inusuales de El brutalista aparece al principio y nos muestra la Estatua de la Libertad filmada de cabeza y luego de lado; el plano es prometedor, ya que la vanguardia parte justamente del error y lo mal hecho. El miembro más querido del cine experimental estadounidense de los sesenta, Jonas Mekas, nunca enfatizó las composiciones tradicionalmente bellas; es decir, alineadas a los estándares clásicos de puntos de fuga y proporción áurea. Su cámara era torpe porque su estilo era casero, y su montaje, amateur; a Mekas le importaba poco o nada la continuidad o la claridad, pero a Corbet sí, a pesar de lo que sugiere esta primera imagen de El brutalista. Inmediatamente después de estos planos desordenados que muestran la llegada de László a la tierra prometida, aparece la Isla Ellis, donde eran registrados —o rechazados— los nuevos estadounidenses. Ya para ese momento el plano es fijo y clásico en su composición. Así se comportará el resto del metraje, salvo en breves momentos de música disonante, borrachera y jeringas en las que László aliviará su soledad americana.

La enajenación en El brutalista se alimenta de la compañía, primero, de Attila (Alessandro Nivola), un primo de László tan aculturado que apenas si tiene acento húngaro y se ha cambiado el apellido a Miller para serle más familiar a sus clientes anglosajones. Más adelante el protagonista padece por culpa del multimillonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), su mecenas, que parece guardarle un resentimiento expresado en forma de humillaciones. Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda. Corbet necesita liberar a su genio del clasismo, la aculturación, el antisemitismo y la suspicacia estadounidense en medio del Temor rojo, pero también de la masculinidad, que es quizá el tópico más discreto de El brutalista, y el más interesante.

A lo largo de la trama vemos a László interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta: se acerca a su primo Attila como a punto de besarlo, y baila con él; luego trata con cariño a su amigo negro Gordon (Isaach de Bankolé) en una era racista, y hacia el desenlace se abraza, se toquetea, con un amigo italiano, Orazio (Salvatore Sansone). ¿Es acaso un hombre nuevo, a la manera de nuestro tiempo? ¿O es que László sublima la homosexualidad mediante el tacto que le suele negar a su esposa? Harrison es el único amigo con el que László mantiene siempre la distancia. La conversación más importante entre ambos personajes se da en una serie de monólogos filmados en plano-contraplano para resaltar la distancia entre los dos: László y Harrison se encuentran en planos separados porque vienen de mundos distantes, y su relación ambivalente se mantendrá así hasta una imagen en la que aparecen dolorosamente juntos cerca del desenlace. Esto terminará por poner a László en camino a un último exilio.

La desilusión aleja al genio de su gran proyecto con Harrison: un centro comunitario cristiano que tendrá capilla, gimnasio y biblioteca, pero que se complica a lo largo de los años hasta que termina representando —sin que nadie lo sepa, más que László— los campos de concentración del nazismo. Es una idea interesante, pero apenas tocada: Corbet coincide con los pensadores franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari, que vieron al fascismo alojarse en las democracias liberales al terminar la guerra; sin embargo, la expresión de Corbet es limitada. Gordon no padece del racismo bien documentado de la época, y László es condenado solo una vez por su consumo de heroína; su masculinidad suelta jamás produce comentarios en una época dominada por la imagen de John Wayne y Gary Cooper. Los fascistoides años cincuenta de la película carecen de historicidad; es decir, se parecen más a nuestro tiempo, salvo cuando se trata del antisemitismo, y en ello se detecta un sesgo inquietante.

La última frase en El brutalista es la más significativa: un personaje cita a László diciendo que lo importante, a diferencia de cierto lugar común, “es el destino, no el viaje”. La travesía destroza a László, pero el punto final, Israel, significa un refugio absoluto. Esto se corresponde con una imagen idealizada del protagonista construyendo una silla moderna, al estilo Bauhaus, mientras se oye en la radio a David Ben-Gurion celebrando la fundación de Israel: El brutalista es el estreno más inoportuno de la actual temporada del Oscar. Las limitantes de Corbet, o sus afiliaciones, se vierten en una visión incompleta —por no decir fantasiosa—, sobre todo al considerar las similitudes entre Estados Unidos e Israel: ambos son proyectos de nación basados en el despojo a manos de pioneros europeos, pero solo el primero merece los cuestionamientos de El brutalista. El otro, que culminó recientemente en la masacre de 62 000 personas, es un hogar merecido, inocente: el destino de hombres y mujeres como László y Erzsébet, perseguidos y puros. 

Se ha caído el disfraz: Corbet no es una joven promesa, sino el remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna. El Oppenheimer de Nolan es siquiera un hombre tan vanidoso que participa en un crimen imperdonable, pero László es una especie de Moisés contemporáneo que solo busca la tierra prometida. Tres horas y media no fueron suficientes para que Corbet explorara las consecuencias de esta búsqueda porque El brutalista es sobre todo una justificación y un recordatorio de que el cine no solo es arte o entretenimiento; también es arma como las bombas que incendiaron el campo de refugiados de Jabalia. El silencio de El brutalista sobre lo que significa para los palestinos el refugio de László y su familia no es un signo de ambigüedad, sino de ocultamiento que rebasa el sonido de cualquier explosión. 

Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
<i>El brutalista</i> es el estreno más inoportuno de la actual temporada del Oscar.

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

<i>El brutalista</i>: propaganda y rancia melancolía

07
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La propuesta de Brady Corbet junto a Adrien Brody está habitada por un remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Sin querer serlo, El brutalista (The Brutalist, 2024) es una de las películas más contemporáneas que se han estrenado recientemente. No me refiero con esto a que sea moderna; es decir, no es una expresión de una perspectiva nueva ni busca el futuro del cine. Más bien es sintomática de las enfermedades en la producción cinematográfica industrial y en los imaginarios de nuestra época de genocidio y nostalgia individualista. Lo podemos observar desde sus primeros instantes, cuando se anuncia que está filmada en el viejo formato VistaVision, que producía un efecto de pantalla ancha al filmar las películas en horizontal. La técnica no se usaba en un largometraje desde principios de los años sesenta, pero el director Brady Corbet la revive para distinguirse, aprovechando que la trama de El brutalista se ubica durante el auge del formato. Otros centenares de películas se sitúan en los años cincuenta, pero sus directores —aunque pertenecen a una especie naturalmente vanidosa— no sintieron una obsesión tan incontrolable de manifestar su diferencia creativa.

El brutalista, además, dura tres horas y media y trata sobre un genio. Es ya innegable la mentalidad individualista de Corbet, pero ¿qué tan único puede ser un director que recurre a las maniobras de quienes se asumen igualmente —paradójicamente— autónomos de todo? Christopher Nolan apenas realizó Oppenheimer (2023) en el inusual formato ancho de 65 milímetros, y Francis Ford Coppola recién estrenó Megalópolis (Megalopolis, 2024), que incluye un momento de interacción entre la pantalla y un actor en la sala de cine. Ambas son películas sobre genios cuyo trabajo marca un hito para la humanidad y que por ello merecen una libertad absoluta. El mecenazgo del gobierno estadounidense y de una alcaldía imperial del futuro se imponen sobre los protagonistas en ambas películas, con resultados que van de lo catastrófico al desastre remediable. Pasa lo mismo en la irrepetible El brutalista

László Tóth (Adrien Brody), un inmigrante judío-húngaro y sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald, llega a los Estados Unidos al terminar la Segunda Guerra Mundial. También es un arquitecto visionario —al igual que el protagonista de Coppola—, y en su nuevo hogar deberá sortear a millonarios, nacionalistas y a los opioides para guiar hacia un ideal de modernidad al país más poderoso de la posguerra. Corbet puebla las imágenes con cuestionables signos del nuevo mundo (los jazzistas, las drogas, la pornografía y la arquitectura minimalista ya existían), y la película acaba insinuándose, más bien, como una expresión del pasado cinematográfico —el statu quo— queriéndose mostrar a sí mismo como algo insólito.

A lo largo de la trama vemos a László Tóth (Adrien Brody) interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta

Corbet lleva ejerciendo esta técnica desde su primer largometraje, La niñez de un líder (The Childhood of a Leader, 2015), que ya tenía un ojo puesto en los grandes temas y los grandes individuos. La película trata de un niño que crece en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial y, debido al maltrato y su posición privilegiada, termina convertido en un líder fascista en lo que parecen los años treinta. El segundo largometraje de Corbet, Vox Lux: El precio de la fama (Vox Lux, 2018), abarca los tiroteos en las escuelas de Estados Unidos, la manipulación en masa que supone la industria del entretenimiento, y los delirios de la fama. Ambas son películas sobrecargadas de ideas que no se exploran del todo (los temas son más un contexto que una discusión resuelta por las acciones de los personajes), salvo por la difunta idea de que los grandes hombres y mujeres mueven la historia. Sus extrañas composiciones visuales buscan distinguirlas del resto del cine de Hollywood (podrán asumirse como independientes pero cuentan con estrellas y presupuestos a los que un verdadero marginal como Ted Fendt no aspiraría jamás; tampoco Gregg Araki, para quien actuó Corbet hace un par de décadas), y a pesar de todo no logran mucho más que una distancia superficial de la norma.

Corbet es parte de una generación de cineastas inspirados por Christopher Nolan que, a partir de excentricidades mínimas, se han asumido como los nuevos maestros de Hollywood, pero no hacen más que un cine reaccionario. Una de las imágenes más inusuales de El brutalista aparece al principio y nos muestra la Estatua de la Libertad filmada de cabeza y luego de lado; el plano es prometedor, ya que la vanguardia parte justamente del error y lo mal hecho. El miembro más querido del cine experimental estadounidense de los sesenta, Jonas Mekas, nunca enfatizó las composiciones tradicionalmente bellas; es decir, alineadas a los estándares clásicos de puntos de fuga y proporción áurea. Su cámara era torpe porque su estilo era casero, y su montaje, amateur; a Mekas le importaba poco o nada la continuidad o la claridad, pero a Corbet sí, a pesar de lo que sugiere esta primera imagen de El brutalista. Inmediatamente después de estos planos desordenados que muestran la llegada de László a la tierra prometida, aparece la Isla Ellis, donde eran registrados —o rechazados— los nuevos estadounidenses. Ya para ese momento el plano es fijo y clásico en su composición. Así se comportará el resto del metraje, salvo en breves momentos de música disonante, borrachera y jeringas en las que László aliviará su soledad americana.

La enajenación en El brutalista se alimenta de la compañía, primero, de Attila (Alessandro Nivola), un primo de László tan aculturado que apenas si tiene acento húngaro y se ha cambiado el apellido a Miller para serle más familiar a sus clientes anglosajones. Más adelante el protagonista padece por culpa del multimillonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), su mecenas, que parece guardarle un resentimiento expresado en forma de humillaciones. Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda. Corbet necesita liberar a su genio del clasismo, la aculturación, el antisemitismo y la suspicacia estadounidense en medio del Temor rojo, pero también de la masculinidad, que es quizá el tópico más discreto de El brutalista, y el más interesante.

A lo largo de la trama vemos a László interactuando con otros hombres de manera inusual para un habitante de los años cincuenta: se acerca a su primo Attila como a punto de besarlo, y baila con él; luego trata con cariño a su amigo negro Gordon (Isaach de Bankolé) en una era racista, y hacia el desenlace se abraza, se toquetea, con un amigo italiano, Orazio (Salvatore Sansone). ¿Es acaso un hombre nuevo, a la manera de nuestro tiempo? ¿O es que László sublima la homosexualidad mediante el tacto que le suele negar a su esposa? Harrison es el único amigo con el que László mantiene siempre la distancia. La conversación más importante entre ambos personajes se da en una serie de monólogos filmados en plano-contraplano para resaltar la distancia entre los dos: László y Harrison se encuentran en planos separados porque vienen de mundos distantes, y su relación ambivalente se mantendrá así hasta una imagen en la que aparecen dolorosamente juntos cerca del desenlace. Esto terminará por poner a László en camino a un último exilio.

La desilusión aleja al genio de su gran proyecto con Harrison: un centro comunitario cristiano que tendrá capilla, gimnasio y biblioteca, pero que se complica a lo largo de los años hasta que termina representando —sin que nadie lo sepa, más que László— los campos de concentración del nazismo. Es una idea interesante, pero apenas tocada: Corbet coincide con los pensadores franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari, que vieron al fascismo alojarse en las democracias liberales al terminar la guerra; sin embargo, la expresión de Corbet es limitada. Gordon no padece del racismo bien documentado de la época, y László es condenado solo una vez por su consumo de heroína; su masculinidad suelta jamás produce comentarios en una época dominada por la imagen de John Wayne y Gary Cooper. Los fascistoides años cincuenta de la película carecen de historicidad; es decir, se parecen más a nuestro tiempo, salvo cuando se trata del antisemitismo, y en ello se detecta un sesgo inquietante.

La última frase en El brutalista es la más significativa: un personaje cita a László diciendo que lo importante, a diferencia de cierto lugar común, “es el destino, no el viaje”. La travesía destroza a László, pero el punto final, Israel, significa un refugio absoluto. Esto se corresponde con una imagen idealizada del protagonista construyendo una silla moderna, al estilo Bauhaus, mientras se oye en la radio a David Ben-Gurion celebrando la fundación de Israel: El brutalista es el estreno más inoportuno de la actual temporada del Oscar. Las limitantes de Corbet, o sus afiliaciones, se vierten en una visión incompleta —por no decir fantasiosa—, sobre todo al considerar las similitudes entre Estados Unidos e Israel: ambos son proyectos de nación basados en el despojo a manos de pioneros europeos, pero solo el primero merece los cuestionamientos de El brutalista. El otro, que culminó recientemente en la masacre de 62 000 personas, es un hogar merecido, inocente: el destino de hombres y mujeres como László y Erzsébet, perseguidos y puros. 

Se ha caído el disfraz: Corbet no es una joven promesa, sino el remedo de estilos y narrativas tan rancias que se acercan a la propaganda y se alejan de toda utopía moderna. El Oppenheimer de Nolan es siquiera un hombre tan vanidoso que participa en un crimen imperdonable, pero László es una especie de Moisés contemporáneo que solo busca la tierra prometida. Tres horas y media no fueron suficientes para que Corbet explorara las consecuencias de esta búsqueda porque El brutalista es sobre todo una justificación y un recordatorio de que el cine no solo es arte o entretenimiento; también es arma como las bombas que incendiaron el campo de refugiados de Jabalia. El silencio de El brutalista sobre lo que significa para los palestinos el refugio de László y su familia no es un signo de ambigüedad, sino de ocultamiento que rebasa el sonido de cualquier explosión. 

Cuando la familia Van Buren hace una cena para Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de László que se había quedado varada en Europa, Harrison hace una broma miserable sobre cómo el inglés de László aparenta el de un bolero y le avienta una moneda.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
No items found.

Suscríbete a nuestro Newsletter

¡Bienvenido! Ya eres parte de nuestra comunidad.
Hay un error, por favor intenta nuevamente.