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El escritor Juan Pablo Villalobos en su estudio y taller de escritura en el barrio de Gràcia, en la ciudad de Barcelona, donde trabaja y vive.
El espacio de libertad que ha creado para sí el escritor mexicano, su vida diaria, sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia, además de la escritura y los talleres.
La inestabilidad es el cimiento mismo del pensamiento literario de este hombre que nos ha dado un puñado de libros salvajemente divertidos —instrumentos de virtuosismo que combaten el horror con humor—. Pero la posición que ocupa hoy, tras un viaje sideral que va de Lagos de Moreno, Jalisco, a un rincón del norte de Barcelona, España, es firme, lúcida, segura y tan expuesta, como siempre, a los efectos de intuición.
La de Villalobos es una historia de tensiones. Acá y allá. Ustedes y nosotros. Tensiones entre el pueblo y la ciudad, entre México y el extranjero, entre lo dado y lo posible, lo previsible y lo imprevisible. Un espacio incierto que, para él, es el meollo de la literatura.
Un vaso de leche se derramaba, alguien rompía un plato, otro traía a casa una víbora que había capturado en el cerro: el caos imponía su ley y hacía tangible que el Universo estaba en expansión, desintegrándose lentamente y difuminando los contornos de la realidad (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Juan Pablo nació en 1973 en Guadalajara, Jalisco, y creció en la ciudad alteña Lagos de Moreno, cabecera del municipio homónimo a dos horas y media en auto desde Guadalajara, al noreste del estado, en la región conocida como Altos Norte. Los Altos de Jalisco se llaman así porque son municipios en el Eje Neovolcánico, a 2 000 metros de altitud. Lagos queda más próximo a León, Guanajuato, que a Guadalajara, la capital de Jalisco, pero no lo suficientemente cerca como para quitarle lo alteña, lo ranchera, lo ganadera, lo lechera, lo maquila. Eso mismo cuenta Juan Pablo en sus historias. Eso dicen, de mil maneras, sus personajes: que Lagos es su propia cosa. Un lugar removido de todo, conservador, reaccionario, religioso y donde la regla social es la hipocresía. Algunas de sus historias nacen ahí o vuelven, como magnetizadas por el origen. Juan Pablo ha hecho de Lagos de Moreno su laboratorio. De un modo u otro, el personaje —que suele ser un desdoblamiento del propio Juan Pablo— no sale de Lagos o sale para volver. No es que no quiera o no pueda, es simplemente que, aunque lo haga, no lo hace. Es un estar paradójico, que incluye no estar o no estar del todo. Es casi una condición.
Es el segundo de cinco; tres hermanos y una hermana. Una tribu de la que, durante la infancia, no tenía sentido distinguirse. Ni se les ocurría. Hacían las cosas que estaban dadas sin pensar en las consecuencias o en el resto de la vida en el planeta. Una infancia tipo, en un pueblo de los Altos de Jalisco, en la segunda mitad del siglo xx. Quesadillas, futbol, bichos del cerro. Niños pretecnología, previolencia sistemática, sin el estrés de las ciudades. “Bien pudo haber sido el siglo xix”. Niños que veían tele y andaban en la calle gastando el tiempo, tocando a la puerta del vecino para ir a patear un balón o al monte a matar pájaros con resorteras: “Algo que a los niños actuales les horroriza, pero que para nosotros era normal”, me dice Juan Pablo en nuestra primera conversación.
Los hermanos crecieron en la feliz ignorancia de los males del mundo, más allá de las cosas de cada día en lo que entonces era un pueblo alteño. Esa infancia semibucólica, en apariencia ordinaria, sin referentes culturales, sin mayores aspiraciones, es justamente lo que provee toda esa tela de donde cortar. Juan Pablo usa Lagos de Moreno como metáfora para hablar de las cosas que le interesan: la identidad, la rebeldía, la pertenencia, la familia —sin abusar de la parte enfadosa de los valores familiares—, la infancia, los cambios sociales, la amistad, el fracaso, el sinsentido. Lagos es la flecha que atraviesa los temas y, de algún modo, los sangra para nosotros.
“Había mucha espontaneidad en esa vida”, dice en uno de los encuentros que llevamos a cabo. Nos vemos por videoconferencia y, a pesar de no ser lo ideal, se siente como si estuviéramos sentados a la mesa de su estudio en el norte de Barcelona, desde donde toma la llamada. En mi pantalla puedo ver el librero detrás de él, un ángulo de la puerta de vidrio que da a la calle y un espejo en cuyo reflejo se aprecia otra parte del estudio. He estado en ese estudio ya dos veces. Hace algunos años me recibió y salimos a pasear a Pirata, su perro, a Park Güell. Recientemente lo visité de nuevo, en compañía de la gran Cristina Rivera Garza, que pasaba por Barcelona en capacidad profesional, y dedicamos toda la tarde a hablar sobre política mexicana y a hacer chistes al respecto. Juan Pablo conoce bien los temas políticos de México, y la noche anterior había tenido lugar el debate presidencial entre la ahora presidenta, Claudia Sheinbaum, y la candidata Xóchitl Gálvez.
Nos habló también sobre cómo le incomodan los juicios categóricos que suelen hacerse cuando uno vive fuera de México. “Tú puedes decir eso porque no estás aquí, no sabes cómo son las cosas”. Usó esa frase como ejemplo de un clásico comentario dirigido a él. Señaló que ese tipo de prejuicios le hace cuestionarse el lugar desde el que se mira el mundo, el punto de vista desde el que se cuentan las historias. En esa visita me regaló un ejemplar de su novela más reciente, El pasado anda detrás de nosotros, y a los pocos días me topé con el pasaje exacto:
Si no sabías es porque no vives aquí, no te enteras de nada.
El reproche me molestó muchísimo, era una de las cosas que más me hacía enojar, que la gente me echara en cara que ya no sabía cómo eran las cosas en México, esa superioridad moral con la que me castigaban por haberme ido. Sin embargo, aunque viviera fuera hacía tanto tiempo, yo sí sabía cómo eran las cosas no solo en México sino incluso en Lagos, me mantenía informado, estaba al día (El pasado anda detrás de nosotros)*.
Por esa visita reciente, sé que, de la pared, al lado del escritorio en el que toma la videollamada, cuelgan una pieza de macramé hecha por su hermana Luz Elena y una pintura de su hermano Luis, que, por cierto, está en la portada de ese libro. Los veo de nuevo, ahora reflejados en el espejo. Me cuenta que, del mismo clavo del que ahora cuelga la pintura de Luis, colgaba otra de un amigo de Guadalajara. Me dice que se ha llevado aquella a su casa y que se ve muy bien ahí. Se queda pensando un momento y aprovecho para observarlo. Desde hace tiempo se rasura la barba, pero no siempre fue así. Antes usaba patillas de chuleta, bigote y una barba rala y más o menos corta. Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad, o como si existiera, pero pudiera esquivarse, sin que el que observa sea capaz de advertir exactamente cómo.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible.
Unos segundos después volvemos al tema del Lagos pueblerino de su niñez, de crecer sin vigilancia, sin estrés. Sobre lo distintas que son las cosas ahora. “Así me atropellaron a los siete años”, me dice sin sonreír, tirando de su cabellera en lo que analiza las actividades de Pirata, que detrás de la puerta de vidrio les ladra a otros perros en la calle. Juan Pablo vuelve la mirada a la pantalla y, ahora sí sonriendo, me cuenta que era un día normal cuando lo atropellaron. Su hermano Ángel estaba a cargo.
La relación que tenía con Ángel era siempre interrumpida por un gol en la televisión. Incluso aquel mediodía de domingo en que me había atropellado una camioneta lechera cuando todavía vivíamos en el centro, lo único que le había importado era que acababa de ver un gol de chilena. Un gol muy bonito, la verdad (El pasado anda detrás de nosotros)*.
En la primera casa en la que vivió su familia, en el centro de Lagos, había un patio en el que jugaban futbol con otros niños, amigos suyos o de sus hermanos, o vecinos, primos, o quien estuviera en la casa, que siempre tenía visitas. En esos juegos improvisados, muy seguido se rompían vidrios de la sala y había que llamarle al vidriero para que repusiera el vidrio roto antes de que regresara su padre del trabajo, que se ponía furioso si se enteraba. Para esos fines, su madre tenía un presupuesto especial. “Éramos los clientes número uno de la vidriería”.
Juan Pablo le ha ido al Atlas Guadalajara desde siempre, pero las razones que ofrece para su afición no tienen nada que ver con la procedencia del equipo, sino con que “juega de manera muy sorprendente”. Sobre todo en la época dorada, a finales de los años noventa, cuando todo podía pasar en la cancha. “El juego podía ir mal y de repente algo sucedía, un defensa se resbalaba, cometía un penalti, lo expulsaban, y el otro equipo empezaba a ganar uno a cero. Era un equipo que, aunque perdía, jugaba increíble”. En los partidos había un grado de incertidumbre, la posibilidad latente todo el tiempo, y eso le interesa. Que suceda algo inesperado. Reconoce que, en ese sentido, para él hay un paralelismo entre la literatura y el futbol, y es precisamente la posibilidad de que no sucedan las cosas como se supone que tienen que pasar. Equipos como el Real Madrid dan un buen espectáculo técnico, juegos muy precisos, pero queda poco margen para la espontaneidad. Lo mismo sucede con la literatura. “Hay narradores muy competentes. Claramente habilidosos, claramente conocedores de los temas y las atmósferas sobre las que están escribiendo y, sin embargo, no logran interesarme lo suficiente, porque me da la impresión de que están escribiendo para confirmar algo”.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible, la insubordinación frente a la regla, lo de afuera, lo otro, lo inesperado. Una cierta inestabilidad que permanece, en mayor o menor medida y según las circunstancias, en los cimientos del pensamiento literario de Juan Pablo. Una tensión que hace de subtexto en sus historias. Una cualidad que se va revelando conforme uno lo va conociendo en las páginas.
Todo escritor crea su mito de origen y Juan Pablo identifica dos momentos en el suyo. El primero es en la adolescencia. “A esa edad se vuelve importante singularizarse”. En esa búsqueda leyó los libros que su papá tenía en el consultorio de la casa nueva. El padre de Juan Pablo es médico, ahora retirado, pero entonces atendía pacientes en la casa fuera de horario. Juan Pablo encontró, por ejemplo, La náusea, de Jean-Paul Sartre. “Asumí una onda de angustia existencial que, si bien era una sobreactuación, en el fondo también me estaba dando cuenta de que Lagos no era para mí”. Fue quizá la primera manifestación de su singularidad. Aunque aún no sabía por dónde iba, a su nueva identidad atormentada se le hacía cada vez más incómodo el contexto de pueblo religioso y rural.
“En esa época empecé a escribir en automático lo que supuestamente eran poemas, que en realidad eran más bien canciones. Circulaban cd entre los amigos, y descubrí todo un universo de música que me gustaba mucho. Empezaba a establecerse el rock mexicano: Caifanes, Café Tacvba, Santa Sabina. Íbamos a conciertos en León o en Guadalajara. También empecé a escribir algunos cuentos bastante trágicos”.
Juan Pablo recuerda que su primer cuento fue sobre un niño. Se detiene un momento y hace la observación de que, curiosamente, también en Fiesta en la madriguera, su primera novela, el protagonista es un niño. “El cuento era de un niño que se suicida en Navidad. Un drama total”, dice sonriendo y me platica que con ese cuento viene una anécdota horrible y graciosa: en la Navidad de 1987, o tal vez 1988, después de la cena, que había sido en su casa, su madre y su abuela estaban recogiendo el caos que había quedado. “Ni medio hombre se había dignado a recoger un vaso. Se habían ido a dormir. Recordemos que era el siglo xx”. Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron. Juan Pablo ahora se pregunta qué habrá esperado que le dijeran su madre y su abuela, a quien, por cierto, adoraba; se pregunta qué reacción le hubiera hecho feliz y no da con ese recuerdo, pero otra cosa, una certeza propia, le hace sonreír: fue la primera vez que compartió con alguien lo que escribía.
Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad
“Luego pasaron dos cosas”, me explica. Por un lado, uno de sus amigos empezó a tocar la guitarra y formó un grupo de rock en Lagos en la misma época en que estaba la movida del rock mexicano. El grupo se llamaba Mentes Invertidas y Juan Pablo les escribía las letras. La banda hacía conciertos con las canciones que Juan Pablo había escrito como letrista y él se sentaba en un rincón a escuchar. Era el intelectual del grupo, cosa que ahora le resulta muy graciosa. “Mi amigo Rolando, que era el guitarrista de Mentes Invertidas, se peleó con los demás y se salió del grupo. Hubo una escisión y el grupo pasó a llamarse Calvario Púrpura. Eran dos hermanos que también eran mis amigos y nos peleamos. Entonces yo les prohibí tajantemente tocar mis letras”.
Este acto de protoescritura —escribir canciones para Mentes Invertidas— incluye una de sus anécdotas favoritas, que, bien vista, también es graciosa y horrible. “No sabes —me dice al borde de la carcajada—. Fue genial”. La anécdota es como sigue: en un momento posterior a la escisión de la banda —Juan Pablo se había ido a estudiar la preparatoria a Guadalajara, pero pasaba los fines de semana en Lagos—, un día cualquiera, dando vueltas en el coche con Rolando, su mejor amigo, el exguitarrista de Mentes Invertidas, se enteraron de que en Calvario Púrpura seguían tocando un par de canciones suyas. Rolando y Juan Pablo se enfurecieron y decidieron ir a buscar al otro bando y los encontraron en un puesto de tacos en la calle. “Me bajé del coche a armarles un pancho ahí en la calle. El taquero nos miró como diciendo: ‘¿Estos mocosos qué?’. Yo estaba ofendido y me puse en plan: somos amigos. No puedes hacerme esto”.
Lo segundo que pasó fue que Juan Pablo tenía una carpeta con sus escritos y un amigo suyo en Guadalajara, que también escribía, le dijo que le prestara la carpeta para “armar algo chingón”. Un performance, una lectura dramatizada, una colección de rolas. El amigo perdió la carpeta y para Juan Pablo el extravío fue bastante traumático. “Lloré metafóricamente, porque lo sentí como una gran pérdida”. Su escritura era una expresión adolescente que atendía a “esa cosa que te quema por dentro”; una expresión de rebeldía contra la religión y el deseo de escapar de la realidad. No era para nada una antesala consciente de su vocación, que llegaría mucho después. Ni siquiera se le ocurría la posibilidad de ser escritor o de que su carpeta pudiera más adelante convertirse en un proyecto literario. La escritura era una pulsión, un espacio de libertad que tenía que ver con los conciertos de sus amigos, sus tormentos y su manera de canalizar lo que sentía. “No tenía conciencia del establishment literario mexicano ni mi escritura tenía que ver con ser escritor. Cuando tuve que decidir qué estudiar, no se me pasó por la cabeza la escritura como profesión”.
La realidad es así y ya está. Ni modo. Hay que ser realista es la frase favorita de los realistas (Fiesta en la madriguera)*.
Juan Pablo estudió Mercadotecnia en Guadalajara, Literatura Española en Xalapa y un doctorado en Teoría Literaria y Literatura Comparada con una beca de la Unión Europea en Barcelona, aunque no se tituló del doctorado. En Guadalajara, Juan Pablo se juntaba con amigos en un taller literario bastante ingenuo en el que los participantes no tenían conocimientos sólidos sobre literatura. Por esos años se planteó por primera vez ser escritor y, al terminar su carrera en Guadalajara, decidió estudiar Literatura en la Universidad de Xalapa.
Ahí reafirmó de manera incontestable que, para él, “no hay lugar para una escritura ingenua y —dice— sigo pensando así”. Había que conocer profundamente la historia de la literatura y tener conocimientos de teoría literaria y de crítica para convertirse en la clase de escritor que él quería ser. En Xalapa leyó muchísimo. Al principio de manera muy intuitiva, guiándose por las cosas que le gustaban, sin una conciencia clara de la historia de la literatura, pero más tarde —y fue deliberado— obtuvo el conjunto de elementos necesarios para formarse en literatura, aprendió a leer ordenadamente, adquirió conocimientos sobre técnica y teoría literarias y se formó también en la crítica. En Xalapa leyó libros que de otro modo no habría leído. El Quijote, por ejemplo, con mucho detenimiento. Los clásicos griegos, los latinos. Los franceses. Diderot y Voltaire, por ejemplo. Toda la literatura mexicana. Se hizo su propio canon de escritores, descubrió lo que le gustaba y a quiénes le gustaba leer. Se hizo de manías y afinidades. Armó su primera biblioteca. “Los trucos de la metanarración y la conciencia del acto de narrar —que podemos encontrar en algunas de sus novelas—, son mecanismos que aprendí de la teoría literaria y en mis lecturas de esos años”. También formó parte de un grupo de personas con quienes podía hablar, con bases teóricas sólidas, sobre libros.
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Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras).
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras)*.
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final (Peluquería y letras)*.
Ahora piensa en su vida en oposición a las de otros escritores con vocaciones nutridas por referentes, una naturalidad para dedicarse a actividades intelectuales, un apellido, una biblioteca, una herencia familiar, un linaje, influencias: cosas que él no tuvo ni de lejos. En su casa, en Lagos, entre sus amigos y familiares no existían los escritores ni la escritura. Mucho menos publicar. Lo sensato era dedicarse a cosas prácticas. “Mi padre nos dijo que la familia nos daría educación y nada más”. No tener referentes le daba libertad al momento de escribir. No había una figura a quién seguir, en todo caso, una orfandad. “Yo soy un huérfano desde el punto de vista de la escritura. No tengo un padre y creo que esto me da mucha libertad para explorar. Por otro lado, esa no pertenencia, esa orfandad hace que sepa lo que no quiero hacer y lo que no quiero hacer es aquello que yo identifico como esa tradición a la que yo no pertenecí por origen o por linaje, y que tampoco quiero en lo personal”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido. Nada de eso. No conoció caminos transitables más allá de lo que intuitivamente fue concibiendo, hasta que la balanza se inclinó en esa dirección. Esa libertad es el único camino que en algún momento se hizo visible. Escribir porque le daba la gana, acerca de lo que le diera la gana, sin apego al establishment. Estas siguen siendo sus máximas como escritor.
Sin embargo, esa ausencia de referentes en términos de la escritura es totalmente opuesta en términos de su vida personal. “Yo no soy huérfano ni de lejos. Mi padre y mi madre son muy importantes. Me cuesta mucho hacer algo que sé que les molestaría, que les asustaría o que les preocuparía. Mis hermanos, el lugar del que vengo, no desaparecen. Lo más que he conseguido es ser consciente de eso para darme cuenta de, por lo menos, por qué hago lo que hago”.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro. Lo que no le deja ser y donde sí puede ejercer. Territorios que se prestan para la ficción y, sobre todo, para la autoficción. Por el tono en que me lo dice, queda claro que es algo en lo que ha pensado, algo que valora, que no pierde de vista y que, en efecto, teme perder por aburguesamiento, por confort, por encontrarse en una situación personal y profesional que ya no presenta mayores dificultades, como confirma una y otra vez en su susodicho libro de autodeterminación, Peluquería y letras:
Empezamos a repasar nuestra historia como si, de alguna manera, ya hubiera llegado a su final. O, cuando menos, al final de la parte importante, una vez superados los obstáculos*.
— La parte aburrida —decía la brasileira.
— Más bien es la parte que no tiene tensión narrativa —le contestaba yo—, porque no hay conflicto (Peluquería y letras).
A la hora de escribir, Juan Pablo suele poner al centro del problema el día a día de una persona común que, conforme avanza, deja de serlo, no porque el personaje sea o se vuelva excepcional y se conduzca con heroísmo y villanía singulares. Tiene que ver con que su situación, que va de una supuesta normalidad a lo ridículo, lo letal o lo directamente caótico, lo va llevando por caminos que se vuelven cada vez más insólitos. Como protagonistas de situaciones absurdas, lo van librando a punta de suerte, eventos paranormales, coincidencias y milagros, por decir algunos. Decir que “la libran”, es equivocarse. De hecho, fracasan. Eso sí, siempre aparejados de pensamiento analítico por parte del susodicho. Para construir estas tramas entre el cliffhanger y la novela de situación, Juan Pablo abreva de su infancia y su juventud con bastante textualidad, usando pasajes que, vistos con otra lente, no tienen muchos ángulos de análisis, pero que él, sublimando lo cómico, lo violento y lo peculiar, convierte en episodios medio bíblicos, pero en versión sátira, sin dejar de ser, más o menos, de la vida diaria.
Era como que te cortaran la pierna derecha por una gangrena y un día se te cayera un vaso de las manos y se hiciera añicos en el suelo, justo en el lugar donde debería estar tu pie derecho, y tú dijeras: uf, qué bueno que me cortaron la pierna (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Hablamos un poco sobre el aspecto reflexivo de lo que podemos llamar las novelas de ficción y las de autoficción. Juan Pablo me explica cómo en sus primeras novelas (Fiesta en la madriguera, Si viviéramos en un lugar normal, Te vendo un perro), que podrían considerarse de “ficción pura” —y aclara que lo dice así por simplificar—, el narrador traslada es aspecto reflexivo al lector, porque los narradores no son suficientemente confiables. En dos de los casos se trata de niños. En otro, de un viejo que se pasa media vida buscando su siguiente cerveza. Son narradores que no pueden darse cuenta de lo que el lector sí, de tal modo que son los lectores quienes hacen la reflexión. En cambio, sus narradores en las siguientes tres novelas, que considera una saga (No voy a pedirle a nadie que me crea, Peluquería y letras y El pasado anda detrás de nosotros), el personaje hace las reflexiones, pero no de manera autoritaria, sino que invita al lector a hacerlas juntos. “Creo que mis narradores no son muy autoritarios en el sentido de cómo funcionan a veces esos grandes narradores de la literatura, que desde la primera página te hacen sentir: guau, este es un genio. Mis narradores más bien dudan, se equivocan, tienen accidentes o incluso puede suceder que no se dan cuenta”.
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En su apreciación de la escritura, es esencial no juzgar a los personajes. “El exceso de juicios y certezas no es bueno para una novela porque puede parecer que le estás diciendo al lector cómo tiene que interpretar lo que está leyendo. Entonces sobreactúas a nivel narrativo y dejas poco espacio para que el lector pueda hacer su interpretación, y entre más juicioso, más determinado, menos espacio hay para el lector y menos literario es. Para mí es así. Un bestseller no deja espacio para la interpretación: todo mundo entiende lo mismo; en cambio, en una novela tendrían que caber múltiples interpretaciones. Puede haber ambigüedad y posibles contradicciones”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido.
Por lo menos en parte, la forma en la que hoy Juan Pablo piensa y se expresa en relación con la literatura, se debe a la conversación que se originó en Xalapa; ese espacio que ha cuidado tanto para hablar sobre escritura y literatura. Después de Xalapa vino el doctorado con nuevos temas, nuevos compañeros, profesores, lecturas. Ideas nuevas. Con las publicaciones vinieron otras charlas con colegas y escritores, y más tarde una comunidad más extensa, representada en los talleres que imparte. “Los talleres son espacios de reflexión donde cada uno encuentra su propia manera de escribir”.
Juan Pablo comenzó a dar talleres hace ocho años, después de ganar el Premio Herralde de Novela por No voy a pedirle a nadie que me crea. El premio lo colocó en un sitio más visible, y la gente que lo conocía le sugería con mucha frecuencia que diera algún taller o alguna clase y él mismo tenía la inquietud. Empezó con ocho personas y poco a poco fue creciendo. Ahora tiene varios grupos, una o varias veces por semana o cada dos semanas. Tiene también talleres online y da algunos en México los veranos cada par de años. Es probable que, en un año normal, Juan Pablo dialogue con 100 alumnos, de los cuales quizá 50 sean alumnos directos.
El taller es un espacio importantísimo para su desarrollo como escritor porque va modificando sus propias ideas sobre la literatura y porque es una forma de ganarse la vida que le permite pensar y hablar sobre lo que más le interesa.
Además de la escritura y los talleres, su vida diaria sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia. “Creo que mis dedicatorias en mis novelas son muy genuinas y dicen algo sobre cómo veo las cosas”. Fiesta en la madriguera se la dedicó a su hijo Mateo, y es una novela sobre la paternidad y también sobre el miedo a ser padre. Si viviéramos en un lugar normal se la dedicó a su hija Sofía, y se trata sobre irse de casa y romper con la familia, sobre el sarcasmo y el cinismo cuando se crece en una realidad opresiva “y no es casualidad que se lo haya dedicado a mi hija y no a mi hijo”, dice. Te vendo un perro se la dedicó a Andreia, su pareja, y es una historia situada en la Ciudad de México que propone una manera de compartir con ella su México o “ese México que yo quise representar ahí”. El pasado anda detrás de nosotros, se la dedicó a sus padres y hermanos porque claramente, afirma, es una novela sobre ellos. La invasión del pueblo del espíritu que sucede entre el pasado y el futuro, está dedicada a sus padres y a sus hijos. Me explica que sentimentalmente imagina a unos lectores que están en el presente y no en la nostalgia. A sus hijos, a su pareja y a su familia.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro.
Sobre la vida y obra de Juan Pablo aún hay muchísimo que decir. Parafraseando lo que dicen otros, sus libros son “salvajemente divertidos”, Juan Pablo posee “virtuosismo narrativo”, su trabajo es de “comicidad desbordante” y “combate el horror con humor”; que “sus novelas son hilarantes porque tratan los asuntos más terribles”; que “hace reír con el absurdo y, al hacerlo, muestra el sinsentido del mundo”; que “se expresa con la lucidez del que sabe que nos mienten”, etcétera. Todos coinciden en que aprovecha la tensión entre comicidad y horror. Yo agregaría que sus novelas hacen también otra cosa: muestran el cambio de siglo. Es un autor entre siglos. Su obra es un referente para que las generaciones venideras logren desentrañar —ojalá con el mismo humor— al menos aspectos de cómo fue que llegamos al delirio en el que vivimos.
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*Todas las citas son de Juan Pablo Villalobos. Las obras de las que se extrajeron los fragmentos citados son Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010), Si viviéramos en un lugar normal (Anagrama, 2012), Peluquería y letras (Anagrama, edición en formato digital, 2022) y El pasado anda detrás de nosotros (Anagrama, 2024).
Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.
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El espacio de libertad que ha creado para sí el escritor mexicano, su vida diaria, sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia, además de la escritura y los talleres.
La inestabilidad es el cimiento mismo del pensamiento literario de este hombre que nos ha dado un puñado de libros salvajemente divertidos —instrumentos de virtuosismo que combaten el horror con humor—. Pero la posición que ocupa hoy, tras un viaje sideral que va de Lagos de Moreno, Jalisco, a un rincón del norte de Barcelona, España, es firme, lúcida, segura y tan expuesta, como siempre, a los efectos de intuición.
La de Villalobos es una historia de tensiones. Acá y allá. Ustedes y nosotros. Tensiones entre el pueblo y la ciudad, entre México y el extranjero, entre lo dado y lo posible, lo previsible y lo imprevisible. Un espacio incierto que, para él, es el meollo de la literatura.
Un vaso de leche se derramaba, alguien rompía un plato, otro traía a casa una víbora que había capturado en el cerro: el caos imponía su ley y hacía tangible que el Universo estaba en expansión, desintegrándose lentamente y difuminando los contornos de la realidad (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Juan Pablo nació en 1973 en Guadalajara, Jalisco, y creció en la ciudad alteña Lagos de Moreno, cabecera del municipio homónimo a dos horas y media en auto desde Guadalajara, al noreste del estado, en la región conocida como Altos Norte. Los Altos de Jalisco se llaman así porque son municipios en el Eje Neovolcánico, a 2 000 metros de altitud. Lagos queda más próximo a León, Guanajuato, que a Guadalajara, la capital de Jalisco, pero no lo suficientemente cerca como para quitarle lo alteña, lo ranchera, lo ganadera, lo lechera, lo maquila. Eso mismo cuenta Juan Pablo en sus historias. Eso dicen, de mil maneras, sus personajes: que Lagos es su propia cosa. Un lugar removido de todo, conservador, reaccionario, religioso y donde la regla social es la hipocresía. Algunas de sus historias nacen ahí o vuelven, como magnetizadas por el origen. Juan Pablo ha hecho de Lagos de Moreno su laboratorio. De un modo u otro, el personaje —que suele ser un desdoblamiento del propio Juan Pablo— no sale de Lagos o sale para volver. No es que no quiera o no pueda, es simplemente que, aunque lo haga, no lo hace. Es un estar paradójico, que incluye no estar o no estar del todo. Es casi una condición.
Es el segundo de cinco; tres hermanos y una hermana. Una tribu de la que, durante la infancia, no tenía sentido distinguirse. Ni se les ocurría. Hacían las cosas que estaban dadas sin pensar en las consecuencias o en el resto de la vida en el planeta. Una infancia tipo, en un pueblo de los Altos de Jalisco, en la segunda mitad del siglo xx. Quesadillas, futbol, bichos del cerro. Niños pretecnología, previolencia sistemática, sin el estrés de las ciudades. “Bien pudo haber sido el siglo xix”. Niños que veían tele y andaban en la calle gastando el tiempo, tocando a la puerta del vecino para ir a patear un balón o al monte a matar pájaros con resorteras: “Algo que a los niños actuales les horroriza, pero que para nosotros era normal”, me dice Juan Pablo en nuestra primera conversación.
Los hermanos crecieron en la feliz ignorancia de los males del mundo, más allá de las cosas de cada día en lo que entonces era un pueblo alteño. Esa infancia semibucólica, en apariencia ordinaria, sin referentes culturales, sin mayores aspiraciones, es justamente lo que provee toda esa tela de donde cortar. Juan Pablo usa Lagos de Moreno como metáfora para hablar de las cosas que le interesan: la identidad, la rebeldía, la pertenencia, la familia —sin abusar de la parte enfadosa de los valores familiares—, la infancia, los cambios sociales, la amistad, el fracaso, el sinsentido. Lagos es la flecha que atraviesa los temas y, de algún modo, los sangra para nosotros.
“Había mucha espontaneidad en esa vida”, dice en uno de los encuentros que llevamos a cabo. Nos vemos por videoconferencia y, a pesar de no ser lo ideal, se siente como si estuviéramos sentados a la mesa de su estudio en el norte de Barcelona, desde donde toma la llamada. En mi pantalla puedo ver el librero detrás de él, un ángulo de la puerta de vidrio que da a la calle y un espejo en cuyo reflejo se aprecia otra parte del estudio. He estado en ese estudio ya dos veces. Hace algunos años me recibió y salimos a pasear a Pirata, su perro, a Park Güell. Recientemente lo visité de nuevo, en compañía de la gran Cristina Rivera Garza, que pasaba por Barcelona en capacidad profesional, y dedicamos toda la tarde a hablar sobre política mexicana y a hacer chistes al respecto. Juan Pablo conoce bien los temas políticos de México, y la noche anterior había tenido lugar el debate presidencial entre la ahora presidenta, Claudia Sheinbaum, y la candidata Xóchitl Gálvez.
Nos habló también sobre cómo le incomodan los juicios categóricos que suelen hacerse cuando uno vive fuera de México. “Tú puedes decir eso porque no estás aquí, no sabes cómo son las cosas”. Usó esa frase como ejemplo de un clásico comentario dirigido a él. Señaló que ese tipo de prejuicios le hace cuestionarse el lugar desde el que se mira el mundo, el punto de vista desde el que se cuentan las historias. En esa visita me regaló un ejemplar de su novela más reciente, El pasado anda detrás de nosotros, y a los pocos días me topé con el pasaje exacto:
Si no sabías es porque no vives aquí, no te enteras de nada.
El reproche me molestó muchísimo, era una de las cosas que más me hacía enojar, que la gente me echara en cara que ya no sabía cómo eran las cosas en México, esa superioridad moral con la que me castigaban por haberme ido. Sin embargo, aunque viviera fuera hacía tanto tiempo, yo sí sabía cómo eran las cosas no solo en México sino incluso en Lagos, me mantenía informado, estaba al día (El pasado anda detrás de nosotros)*.
Por esa visita reciente, sé que, de la pared, al lado del escritorio en el que toma la videollamada, cuelgan una pieza de macramé hecha por su hermana Luz Elena y una pintura de su hermano Luis, que, por cierto, está en la portada de ese libro. Los veo de nuevo, ahora reflejados en el espejo. Me cuenta que, del mismo clavo del que ahora cuelga la pintura de Luis, colgaba otra de un amigo de Guadalajara. Me dice que se ha llevado aquella a su casa y que se ve muy bien ahí. Se queda pensando un momento y aprovecho para observarlo. Desde hace tiempo se rasura la barba, pero no siempre fue así. Antes usaba patillas de chuleta, bigote y una barba rala y más o menos corta. Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad, o como si existiera, pero pudiera esquivarse, sin que el que observa sea capaz de advertir exactamente cómo.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible.
Unos segundos después volvemos al tema del Lagos pueblerino de su niñez, de crecer sin vigilancia, sin estrés. Sobre lo distintas que son las cosas ahora. “Así me atropellaron a los siete años”, me dice sin sonreír, tirando de su cabellera en lo que analiza las actividades de Pirata, que detrás de la puerta de vidrio les ladra a otros perros en la calle. Juan Pablo vuelve la mirada a la pantalla y, ahora sí sonriendo, me cuenta que era un día normal cuando lo atropellaron. Su hermano Ángel estaba a cargo.
La relación que tenía con Ángel era siempre interrumpida por un gol en la televisión. Incluso aquel mediodía de domingo en que me había atropellado una camioneta lechera cuando todavía vivíamos en el centro, lo único que le había importado era que acababa de ver un gol de chilena. Un gol muy bonito, la verdad (El pasado anda detrás de nosotros)*.
En la primera casa en la que vivió su familia, en el centro de Lagos, había un patio en el que jugaban futbol con otros niños, amigos suyos o de sus hermanos, o vecinos, primos, o quien estuviera en la casa, que siempre tenía visitas. En esos juegos improvisados, muy seguido se rompían vidrios de la sala y había que llamarle al vidriero para que repusiera el vidrio roto antes de que regresara su padre del trabajo, que se ponía furioso si se enteraba. Para esos fines, su madre tenía un presupuesto especial. “Éramos los clientes número uno de la vidriería”.
Juan Pablo le ha ido al Atlas Guadalajara desde siempre, pero las razones que ofrece para su afición no tienen nada que ver con la procedencia del equipo, sino con que “juega de manera muy sorprendente”. Sobre todo en la época dorada, a finales de los años noventa, cuando todo podía pasar en la cancha. “El juego podía ir mal y de repente algo sucedía, un defensa se resbalaba, cometía un penalti, lo expulsaban, y el otro equipo empezaba a ganar uno a cero. Era un equipo que, aunque perdía, jugaba increíble”. En los partidos había un grado de incertidumbre, la posibilidad latente todo el tiempo, y eso le interesa. Que suceda algo inesperado. Reconoce que, en ese sentido, para él hay un paralelismo entre la literatura y el futbol, y es precisamente la posibilidad de que no sucedan las cosas como se supone que tienen que pasar. Equipos como el Real Madrid dan un buen espectáculo técnico, juegos muy precisos, pero queda poco margen para la espontaneidad. Lo mismo sucede con la literatura. “Hay narradores muy competentes. Claramente habilidosos, claramente conocedores de los temas y las atmósferas sobre las que están escribiendo y, sin embargo, no logran interesarme lo suficiente, porque me da la impresión de que están escribiendo para confirmar algo”.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible, la insubordinación frente a la regla, lo de afuera, lo otro, lo inesperado. Una cierta inestabilidad que permanece, en mayor o menor medida y según las circunstancias, en los cimientos del pensamiento literario de Juan Pablo. Una tensión que hace de subtexto en sus historias. Una cualidad que se va revelando conforme uno lo va conociendo en las páginas.
Todo escritor crea su mito de origen y Juan Pablo identifica dos momentos en el suyo. El primero es en la adolescencia. “A esa edad se vuelve importante singularizarse”. En esa búsqueda leyó los libros que su papá tenía en el consultorio de la casa nueva. El padre de Juan Pablo es médico, ahora retirado, pero entonces atendía pacientes en la casa fuera de horario. Juan Pablo encontró, por ejemplo, La náusea, de Jean-Paul Sartre. “Asumí una onda de angustia existencial que, si bien era una sobreactuación, en el fondo también me estaba dando cuenta de que Lagos no era para mí”. Fue quizá la primera manifestación de su singularidad. Aunque aún no sabía por dónde iba, a su nueva identidad atormentada se le hacía cada vez más incómodo el contexto de pueblo religioso y rural.
“En esa época empecé a escribir en automático lo que supuestamente eran poemas, que en realidad eran más bien canciones. Circulaban cd entre los amigos, y descubrí todo un universo de música que me gustaba mucho. Empezaba a establecerse el rock mexicano: Caifanes, Café Tacvba, Santa Sabina. Íbamos a conciertos en León o en Guadalajara. También empecé a escribir algunos cuentos bastante trágicos”.
Juan Pablo recuerda que su primer cuento fue sobre un niño. Se detiene un momento y hace la observación de que, curiosamente, también en Fiesta en la madriguera, su primera novela, el protagonista es un niño. “El cuento era de un niño que se suicida en Navidad. Un drama total”, dice sonriendo y me platica que con ese cuento viene una anécdota horrible y graciosa: en la Navidad de 1987, o tal vez 1988, después de la cena, que había sido en su casa, su madre y su abuela estaban recogiendo el caos que había quedado. “Ni medio hombre se había dignado a recoger un vaso. Se habían ido a dormir. Recordemos que era el siglo xx”. Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron. Juan Pablo ahora se pregunta qué habrá esperado que le dijeran su madre y su abuela, a quien, por cierto, adoraba; se pregunta qué reacción le hubiera hecho feliz y no da con ese recuerdo, pero otra cosa, una certeza propia, le hace sonreír: fue la primera vez que compartió con alguien lo que escribía.
Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad
“Luego pasaron dos cosas”, me explica. Por un lado, uno de sus amigos empezó a tocar la guitarra y formó un grupo de rock en Lagos en la misma época en que estaba la movida del rock mexicano. El grupo se llamaba Mentes Invertidas y Juan Pablo les escribía las letras. La banda hacía conciertos con las canciones que Juan Pablo había escrito como letrista y él se sentaba en un rincón a escuchar. Era el intelectual del grupo, cosa que ahora le resulta muy graciosa. “Mi amigo Rolando, que era el guitarrista de Mentes Invertidas, se peleó con los demás y se salió del grupo. Hubo una escisión y el grupo pasó a llamarse Calvario Púrpura. Eran dos hermanos que también eran mis amigos y nos peleamos. Entonces yo les prohibí tajantemente tocar mis letras”.
Este acto de protoescritura —escribir canciones para Mentes Invertidas— incluye una de sus anécdotas favoritas, que, bien vista, también es graciosa y horrible. “No sabes —me dice al borde de la carcajada—. Fue genial”. La anécdota es como sigue: en un momento posterior a la escisión de la banda —Juan Pablo se había ido a estudiar la preparatoria a Guadalajara, pero pasaba los fines de semana en Lagos—, un día cualquiera, dando vueltas en el coche con Rolando, su mejor amigo, el exguitarrista de Mentes Invertidas, se enteraron de que en Calvario Púrpura seguían tocando un par de canciones suyas. Rolando y Juan Pablo se enfurecieron y decidieron ir a buscar al otro bando y los encontraron en un puesto de tacos en la calle. “Me bajé del coche a armarles un pancho ahí en la calle. El taquero nos miró como diciendo: ‘¿Estos mocosos qué?’. Yo estaba ofendido y me puse en plan: somos amigos. No puedes hacerme esto”.
Lo segundo que pasó fue que Juan Pablo tenía una carpeta con sus escritos y un amigo suyo en Guadalajara, que también escribía, le dijo que le prestara la carpeta para “armar algo chingón”. Un performance, una lectura dramatizada, una colección de rolas. El amigo perdió la carpeta y para Juan Pablo el extravío fue bastante traumático. “Lloré metafóricamente, porque lo sentí como una gran pérdida”. Su escritura era una expresión adolescente que atendía a “esa cosa que te quema por dentro”; una expresión de rebeldía contra la religión y el deseo de escapar de la realidad. No era para nada una antesala consciente de su vocación, que llegaría mucho después. Ni siquiera se le ocurría la posibilidad de ser escritor o de que su carpeta pudiera más adelante convertirse en un proyecto literario. La escritura era una pulsión, un espacio de libertad que tenía que ver con los conciertos de sus amigos, sus tormentos y su manera de canalizar lo que sentía. “No tenía conciencia del establishment literario mexicano ni mi escritura tenía que ver con ser escritor. Cuando tuve que decidir qué estudiar, no se me pasó por la cabeza la escritura como profesión”.
La realidad es así y ya está. Ni modo. Hay que ser realista es la frase favorita de los realistas (Fiesta en la madriguera)*.
Juan Pablo estudió Mercadotecnia en Guadalajara, Literatura Española en Xalapa y un doctorado en Teoría Literaria y Literatura Comparada con una beca de la Unión Europea en Barcelona, aunque no se tituló del doctorado. En Guadalajara, Juan Pablo se juntaba con amigos en un taller literario bastante ingenuo en el que los participantes no tenían conocimientos sólidos sobre literatura. Por esos años se planteó por primera vez ser escritor y, al terminar su carrera en Guadalajara, decidió estudiar Literatura en la Universidad de Xalapa.
Ahí reafirmó de manera incontestable que, para él, “no hay lugar para una escritura ingenua y —dice— sigo pensando así”. Había que conocer profundamente la historia de la literatura y tener conocimientos de teoría literaria y de crítica para convertirse en la clase de escritor que él quería ser. En Xalapa leyó muchísimo. Al principio de manera muy intuitiva, guiándose por las cosas que le gustaban, sin una conciencia clara de la historia de la literatura, pero más tarde —y fue deliberado— obtuvo el conjunto de elementos necesarios para formarse en literatura, aprendió a leer ordenadamente, adquirió conocimientos sobre técnica y teoría literarias y se formó también en la crítica. En Xalapa leyó libros que de otro modo no habría leído. El Quijote, por ejemplo, con mucho detenimiento. Los clásicos griegos, los latinos. Los franceses. Diderot y Voltaire, por ejemplo. Toda la literatura mexicana. Se hizo su propio canon de escritores, descubrió lo que le gustaba y a quiénes le gustaba leer. Se hizo de manías y afinidades. Armó su primera biblioteca. “Los trucos de la metanarración y la conciencia del acto de narrar —que podemos encontrar en algunas de sus novelas—, son mecanismos que aprendí de la teoría literaria y en mis lecturas de esos años”. También formó parte de un grupo de personas con quienes podía hablar, con bases teóricas sólidas, sobre libros.
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Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras).
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras)*.
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final (Peluquería y letras)*.
Ahora piensa en su vida en oposición a las de otros escritores con vocaciones nutridas por referentes, una naturalidad para dedicarse a actividades intelectuales, un apellido, una biblioteca, una herencia familiar, un linaje, influencias: cosas que él no tuvo ni de lejos. En su casa, en Lagos, entre sus amigos y familiares no existían los escritores ni la escritura. Mucho menos publicar. Lo sensato era dedicarse a cosas prácticas. “Mi padre nos dijo que la familia nos daría educación y nada más”. No tener referentes le daba libertad al momento de escribir. No había una figura a quién seguir, en todo caso, una orfandad. “Yo soy un huérfano desde el punto de vista de la escritura. No tengo un padre y creo que esto me da mucha libertad para explorar. Por otro lado, esa no pertenencia, esa orfandad hace que sepa lo que no quiero hacer y lo que no quiero hacer es aquello que yo identifico como esa tradición a la que yo no pertenecí por origen o por linaje, y que tampoco quiero en lo personal”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido. Nada de eso. No conoció caminos transitables más allá de lo que intuitivamente fue concibiendo, hasta que la balanza se inclinó en esa dirección. Esa libertad es el único camino que en algún momento se hizo visible. Escribir porque le daba la gana, acerca de lo que le diera la gana, sin apego al establishment. Estas siguen siendo sus máximas como escritor.
Sin embargo, esa ausencia de referentes en términos de la escritura es totalmente opuesta en términos de su vida personal. “Yo no soy huérfano ni de lejos. Mi padre y mi madre son muy importantes. Me cuesta mucho hacer algo que sé que les molestaría, que les asustaría o que les preocuparía. Mis hermanos, el lugar del que vengo, no desaparecen. Lo más que he conseguido es ser consciente de eso para darme cuenta de, por lo menos, por qué hago lo que hago”.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro. Lo que no le deja ser y donde sí puede ejercer. Territorios que se prestan para la ficción y, sobre todo, para la autoficción. Por el tono en que me lo dice, queda claro que es algo en lo que ha pensado, algo que valora, que no pierde de vista y que, en efecto, teme perder por aburguesamiento, por confort, por encontrarse en una situación personal y profesional que ya no presenta mayores dificultades, como confirma una y otra vez en su susodicho libro de autodeterminación, Peluquería y letras:
Empezamos a repasar nuestra historia como si, de alguna manera, ya hubiera llegado a su final. O, cuando menos, al final de la parte importante, una vez superados los obstáculos*.
— La parte aburrida —decía la brasileira.
— Más bien es la parte que no tiene tensión narrativa —le contestaba yo—, porque no hay conflicto (Peluquería y letras).
A la hora de escribir, Juan Pablo suele poner al centro del problema el día a día de una persona común que, conforme avanza, deja de serlo, no porque el personaje sea o se vuelva excepcional y se conduzca con heroísmo y villanía singulares. Tiene que ver con que su situación, que va de una supuesta normalidad a lo ridículo, lo letal o lo directamente caótico, lo va llevando por caminos que se vuelven cada vez más insólitos. Como protagonistas de situaciones absurdas, lo van librando a punta de suerte, eventos paranormales, coincidencias y milagros, por decir algunos. Decir que “la libran”, es equivocarse. De hecho, fracasan. Eso sí, siempre aparejados de pensamiento analítico por parte del susodicho. Para construir estas tramas entre el cliffhanger y la novela de situación, Juan Pablo abreva de su infancia y su juventud con bastante textualidad, usando pasajes que, vistos con otra lente, no tienen muchos ángulos de análisis, pero que él, sublimando lo cómico, lo violento y lo peculiar, convierte en episodios medio bíblicos, pero en versión sátira, sin dejar de ser, más o menos, de la vida diaria.
Era como que te cortaran la pierna derecha por una gangrena y un día se te cayera un vaso de las manos y se hiciera añicos en el suelo, justo en el lugar donde debería estar tu pie derecho, y tú dijeras: uf, qué bueno que me cortaron la pierna (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Hablamos un poco sobre el aspecto reflexivo de lo que podemos llamar las novelas de ficción y las de autoficción. Juan Pablo me explica cómo en sus primeras novelas (Fiesta en la madriguera, Si viviéramos en un lugar normal, Te vendo un perro), que podrían considerarse de “ficción pura” —y aclara que lo dice así por simplificar—, el narrador traslada es aspecto reflexivo al lector, porque los narradores no son suficientemente confiables. En dos de los casos se trata de niños. En otro, de un viejo que se pasa media vida buscando su siguiente cerveza. Son narradores que no pueden darse cuenta de lo que el lector sí, de tal modo que son los lectores quienes hacen la reflexión. En cambio, sus narradores en las siguientes tres novelas, que considera una saga (No voy a pedirle a nadie que me crea, Peluquería y letras y El pasado anda detrás de nosotros), el personaje hace las reflexiones, pero no de manera autoritaria, sino que invita al lector a hacerlas juntos. “Creo que mis narradores no son muy autoritarios en el sentido de cómo funcionan a veces esos grandes narradores de la literatura, que desde la primera página te hacen sentir: guau, este es un genio. Mis narradores más bien dudan, se equivocan, tienen accidentes o incluso puede suceder que no se dan cuenta”.
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En su apreciación de la escritura, es esencial no juzgar a los personajes. “El exceso de juicios y certezas no es bueno para una novela porque puede parecer que le estás diciendo al lector cómo tiene que interpretar lo que está leyendo. Entonces sobreactúas a nivel narrativo y dejas poco espacio para que el lector pueda hacer su interpretación, y entre más juicioso, más determinado, menos espacio hay para el lector y menos literario es. Para mí es así. Un bestseller no deja espacio para la interpretación: todo mundo entiende lo mismo; en cambio, en una novela tendrían que caber múltiples interpretaciones. Puede haber ambigüedad y posibles contradicciones”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido.
Por lo menos en parte, la forma en la que hoy Juan Pablo piensa y se expresa en relación con la literatura, se debe a la conversación que se originó en Xalapa; ese espacio que ha cuidado tanto para hablar sobre escritura y literatura. Después de Xalapa vino el doctorado con nuevos temas, nuevos compañeros, profesores, lecturas. Ideas nuevas. Con las publicaciones vinieron otras charlas con colegas y escritores, y más tarde una comunidad más extensa, representada en los talleres que imparte. “Los talleres son espacios de reflexión donde cada uno encuentra su propia manera de escribir”.
Juan Pablo comenzó a dar talleres hace ocho años, después de ganar el Premio Herralde de Novela por No voy a pedirle a nadie que me crea. El premio lo colocó en un sitio más visible, y la gente que lo conocía le sugería con mucha frecuencia que diera algún taller o alguna clase y él mismo tenía la inquietud. Empezó con ocho personas y poco a poco fue creciendo. Ahora tiene varios grupos, una o varias veces por semana o cada dos semanas. Tiene también talleres online y da algunos en México los veranos cada par de años. Es probable que, en un año normal, Juan Pablo dialogue con 100 alumnos, de los cuales quizá 50 sean alumnos directos.
El taller es un espacio importantísimo para su desarrollo como escritor porque va modificando sus propias ideas sobre la literatura y porque es una forma de ganarse la vida que le permite pensar y hablar sobre lo que más le interesa.
Además de la escritura y los talleres, su vida diaria sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia. “Creo que mis dedicatorias en mis novelas son muy genuinas y dicen algo sobre cómo veo las cosas”. Fiesta en la madriguera se la dedicó a su hijo Mateo, y es una novela sobre la paternidad y también sobre el miedo a ser padre. Si viviéramos en un lugar normal se la dedicó a su hija Sofía, y se trata sobre irse de casa y romper con la familia, sobre el sarcasmo y el cinismo cuando se crece en una realidad opresiva “y no es casualidad que se lo haya dedicado a mi hija y no a mi hijo”, dice. Te vendo un perro se la dedicó a Andreia, su pareja, y es una historia situada en la Ciudad de México que propone una manera de compartir con ella su México o “ese México que yo quise representar ahí”. El pasado anda detrás de nosotros, se la dedicó a sus padres y hermanos porque claramente, afirma, es una novela sobre ellos. La invasión del pueblo del espíritu que sucede entre el pasado y el futuro, está dedicada a sus padres y a sus hijos. Me explica que sentimentalmente imagina a unos lectores que están en el presente y no en la nostalgia. A sus hijos, a su pareja y a su familia.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro.
Sobre la vida y obra de Juan Pablo aún hay muchísimo que decir. Parafraseando lo que dicen otros, sus libros son “salvajemente divertidos”, Juan Pablo posee “virtuosismo narrativo”, su trabajo es de “comicidad desbordante” y “combate el horror con humor”; que “sus novelas son hilarantes porque tratan los asuntos más terribles”; que “hace reír con el absurdo y, al hacerlo, muestra el sinsentido del mundo”; que “se expresa con la lucidez del que sabe que nos mienten”, etcétera. Todos coinciden en que aprovecha la tensión entre comicidad y horror. Yo agregaría que sus novelas hacen también otra cosa: muestran el cambio de siglo. Es un autor entre siglos. Su obra es un referente para que las generaciones venideras logren desentrañar —ojalá con el mismo humor— al menos aspectos de cómo fue que llegamos al delirio en el que vivimos.
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*Todas las citas son de Juan Pablo Villalobos. Las obras de las que se extrajeron los fragmentos citados son Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010), Si viviéramos en un lugar normal (Anagrama, 2012), Peluquería y letras (Anagrama, edición en formato digital, 2022) y El pasado anda detrás de nosotros (Anagrama, 2024).
Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.
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El escritor Juan Pablo Villalobos en su estudio y taller de escritura en el barrio de Gràcia, en la ciudad de Barcelona, donde trabaja y vive.
El espacio de libertad que ha creado para sí el escritor mexicano, su vida diaria, sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia, además de la escritura y los talleres.
La inestabilidad es el cimiento mismo del pensamiento literario de este hombre que nos ha dado un puñado de libros salvajemente divertidos —instrumentos de virtuosismo que combaten el horror con humor—. Pero la posición que ocupa hoy, tras un viaje sideral que va de Lagos de Moreno, Jalisco, a un rincón del norte de Barcelona, España, es firme, lúcida, segura y tan expuesta, como siempre, a los efectos de intuición.
La de Villalobos es una historia de tensiones. Acá y allá. Ustedes y nosotros. Tensiones entre el pueblo y la ciudad, entre México y el extranjero, entre lo dado y lo posible, lo previsible y lo imprevisible. Un espacio incierto que, para él, es el meollo de la literatura.
Un vaso de leche se derramaba, alguien rompía un plato, otro traía a casa una víbora que había capturado en el cerro: el caos imponía su ley y hacía tangible que el Universo estaba en expansión, desintegrándose lentamente y difuminando los contornos de la realidad (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Juan Pablo nació en 1973 en Guadalajara, Jalisco, y creció en la ciudad alteña Lagos de Moreno, cabecera del municipio homónimo a dos horas y media en auto desde Guadalajara, al noreste del estado, en la región conocida como Altos Norte. Los Altos de Jalisco se llaman así porque son municipios en el Eje Neovolcánico, a 2 000 metros de altitud. Lagos queda más próximo a León, Guanajuato, que a Guadalajara, la capital de Jalisco, pero no lo suficientemente cerca como para quitarle lo alteña, lo ranchera, lo ganadera, lo lechera, lo maquila. Eso mismo cuenta Juan Pablo en sus historias. Eso dicen, de mil maneras, sus personajes: que Lagos es su propia cosa. Un lugar removido de todo, conservador, reaccionario, religioso y donde la regla social es la hipocresía. Algunas de sus historias nacen ahí o vuelven, como magnetizadas por el origen. Juan Pablo ha hecho de Lagos de Moreno su laboratorio. De un modo u otro, el personaje —que suele ser un desdoblamiento del propio Juan Pablo— no sale de Lagos o sale para volver. No es que no quiera o no pueda, es simplemente que, aunque lo haga, no lo hace. Es un estar paradójico, que incluye no estar o no estar del todo. Es casi una condición.
Es el segundo de cinco; tres hermanos y una hermana. Una tribu de la que, durante la infancia, no tenía sentido distinguirse. Ni se les ocurría. Hacían las cosas que estaban dadas sin pensar en las consecuencias o en el resto de la vida en el planeta. Una infancia tipo, en un pueblo de los Altos de Jalisco, en la segunda mitad del siglo xx. Quesadillas, futbol, bichos del cerro. Niños pretecnología, previolencia sistemática, sin el estrés de las ciudades. “Bien pudo haber sido el siglo xix”. Niños que veían tele y andaban en la calle gastando el tiempo, tocando a la puerta del vecino para ir a patear un balón o al monte a matar pájaros con resorteras: “Algo que a los niños actuales les horroriza, pero que para nosotros era normal”, me dice Juan Pablo en nuestra primera conversación.
Los hermanos crecieron en la feliz ignorancia de los males del mundo, más allá de las cosas de cada día en lo que entonces era un pueblo alteño. Esa infancia semibucólica, en apariencia ordinaria, sin referentes culturales, sin mayores aspiraciones, es justamente lo que provee toda esa tela de donde cortar. Juan Pablo usa Lagos de Moreno como metáfora para hablar de las cosas que le interesan: la identidad, la rebeldía, la pertenencia, la familia —sin abusar de la parte enfadosa de los valores familiares—, la infancia, los cambios sociales, la amistad, el fracaso, el sinsentido. Lagos es la flecha que atraviesa los temas y, de algún modo, los sangra para nosotros.
“Había mucha espontaneidad en esa vida”, dice en uno de los encuentros que llevamos a cabo. Nos vemos por videoconferencia y, a pesar de no ser lo ideal, se siente como si estuviéramos sentados a la mesa de su estudio en el norte de Barcelona, desde donde toma la llamada. En mi pantalla puedo ver el librero detrás de él, un ángulo de la puerta de vidrio que da a la calle y un espejo en cuyo reflejo se aprecia otra parte del estudio. He estado en ese estudio ya dos veces. Hace algunos años me recibió y salimos a pasear a Pirata, su perro, a Park Güell. Recientemente lo visité de nuevo, en compañía de la gran Cristina Rivera Garza, que pasaba por Barcelona en capacidad profesional, y dedicamos toda la tarde a hablar sobre política mexicana y a hacer chistes al respecto. Juan Pablo conoce bien los temas políticos de México, y la noche anterior había tenido lugar el debate presidencial entre la ahora presidenta, Claudia Sheinbaum, y la candidata Xóchitl Gálvez.
Nos habló también sobre cómo le incomodan los juicios categóricos que suelen hacerse cuando uno vive fuera de México. “Tú puedes decir eso porque no estás aquí, no sabes cómo son las cosas”. Usó esa frase como ejemplo de un clásico comentario dirigido a él. Señaló que ese tipo de prejuicios le hace cuestionarse el lugar desde el que se mira el mundo, el punto de vista desde el que se cuentan las historias. En esa visita me regaló un ejemplar de su novela más reciente, El pasado anda detrás de nosotros, y a los pocos días me topé con el pasaje exacto:
Si no sabías es porque no vives aquí, no te enteras de nada.
El reproche me molestó muchísimo, era una de las cosas que más me hacía enojar, que la gente me echara en cara que ya no sabía cómo eran las cosas en México, esa superioridad moral con la que me castigaban por haberme ido. Sin embargo, aunque viviera fuera hacía tanto tiempo, yo sí sabía cómo eran las cosas no solo en México sino incluso en Lagos, me mantenía informado, estaba al día (El pasado anda detrás de nosotros)*.
Por esa visita reciente, sé que, de la pared, al lado del escritorio en el que toma la videollamada, cuelgan una pieza de macramé hecha por su hermana Luz Elena y una pintura de su hermano Luis, que, por cierto, está en la portada de ese libro. Los veo de nuevo, ahora reflejados en el espejo. Me cuenta que, del mismo clavo del que ahora cuelga la pintura de Luis, colgaba otra de un amigo de Guadalajara. Me dice que se ha llevado aquella a su casa y que se ve muy bien ahí. Se queda pensando un momento y aprovecho para observarlo. Desde hace tiempo se rasura la barba, pero no siempre fue así. Antes usaba patillas de chuleta, bigote y una barba rala y más o menos corta. Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad, o como si existiera, pero pudiera esquivarse, sin que el que observa sea capaz de advertir exactamente cómo.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible.
Unos segundos después volvemos al tema del Lagos pueblerino de su niñez, de crecer sin vigilancia, sin estrés. Sobre lo distintas que son las cosas ahora. “Así me atropellaron a los siete años”, me dice sin sonreír, tirando de su cabellera en lo que analiza las actividades de Pirata, que detrás de la puerta de vidrio les ladra a otros perros en la calle. Juan Pablo vuelve la mirada a la pantalla y, ahora sí sonriendo, me cuenta que era un día normal cuando lo atropellaron. Su hermano Ángel estaba a cargo.
La relación que tenía con Ángel era siempre interrumpida por un gol en la televisión. Incluso aquel mediodía de domingo en que me había atropellado una camioneta lechera cuando todavía vivíamos en el centro, lo único que le había importado era que acababa de ver un gol de chilena. Un gol muy bonito, la verdad (El pasado anda detrás de nosotros)*.
En la primera casa en la que vivió su familia, en el centro de Lagos, había un patio en el que jugaban futbol con otros niños, amigos suyos o de sus hermanos, o vecinos, primos, o quien estuviera en la casa, que siempre tenía visitas. En esos juegos improvisados, muy seguido se rompían vidrios de la sala y había que llamarle al vidriero para que repusiera el vidrio roto antes de que regresara su padre del trabajo, que se ponía furioso si se enteraba. Para esos fines, su madre tenía un presupuesto especial. “Éramos los clientes número uno de la vidriería”.
Juan Pablo le ha ido al Atlas Guadalajara desde siempre, pero las razones que ofrece para su afición no tienen nada que ver con la procedencia del equipo, sino con que “juega de manera muy sorprendente”. Sobre todo en la época dorada, a finales de los años noventa, cuando todo podía pasar en la cancha. “El juego podía ir mal y de repente algo sucedía, un defensa se resbalaba, cometía un penalti, lo expulsaban, y el otro equipo empezaba a ganar uno a cero. Era un equipo que, aunque perdía, jugaba increíble”. En los partidos había un grado de incertidumbre, la posibilidad latente todo el tiempo, y eso le interesa. Que suceda algo inesperado. Reconoce que, en ese sentido, para él hay un paralelismo entre la literatura y el futbol, y es precisamente la posibilidad de que no sucedan las cosas como se supone que tienen que pasar. Equipos como el Real Madrid dan un buen espectáculo técnico, juegos muy precisos, pero queda poco margen para la espontaneidad. Lo mismo sucede con la literatura. “Hay narradores muy competentes. Claramente habilidosos, claramente conocedores de los temas y las atmósferas sobre las que están escribiendo y, sin embargo, no logran interesarme lo suficiente, porque me da la impresión de que están escribiendo para confirmar algo”.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible, la insubordinación frente a la regla, lo de afuera, lo otro, lo inesperado. Una cierta inestabilidad que permanece, en mayor o menor medida y según las circunstancias, en los cimientos del pensamiento literario de Juan Pablo. Una tensión que hace de subtexto en sus historias. Una cualidad que se va revelando conforme uno lo va conociendo en las páginas.
Todo escritor crea su mito de origen y Juan Pablo identifica dos momentos en el suyo. El primero es en la adolescencia. “A esa edad se vuelve importante singularizarse”. En esa búsqueda leyó los libros que su papá tenía en el consultorio de la casa nueva. El padre de Juan Pablo es médico, ahora retirado, pero entonces atendía pacientes en la casa fuera de horario. Juan Pablo encontró, por ejemplo, La náusea, de Jean-Paul Sartre. “Asumí una onda de angustia existencial que, si bien era una sobreactuación, en el fondo también me estaba dando cuenta de que Lagos no era para mí”. Fue quizá la primera manifestación de su singularidad. Aunque aún no sabía por dónde iba, a su nueva identidad atormentada se le hacía cada vez más incómodo el contexto de pueblo religioso y rural.
“En esa época empecé a escribir en automático lo que supuestamente eran poemas, que en realidad eran más bien canciones. Circulaban cd entre los amigos, y descubrí todo un universo de música que me gustaba mucho. Empezaba a establecerse el rock mexicano: Caifanes, Café Tacvba, Santa Sabina. Íbamos a conciertos en León o en Guadalajara. También empecé a escribir algunos cuentos bastante trágicos”.
Juan Pablo recuerda que su primer cuento fue sobre un niño. Se detiene un momento y hace la observación de que, curiosamente, también en Fiesta en la madriguera, su primera novela, el protagonista es un niño. “El cuento era de un niño que se suicida en Navidad. Un drama total”, dice sonriendo y me platica que con ese cuento viene una anécdota horrible y graciosa: en la Navidad de 1987, o tal vez 1988, después de la cena, que había sido en su casa, su madre y su abuela estaban recogiendo el caos que había quedado. “Ni medio hombre se había dignado a recoger un vaso. Se habían ido a dormir. Recordemos que era el siglo xx”. Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron. Juan Pablo ahora se pregunta qué habrá esperado que le dijeran su madre y su abuela, a quien, por cierto, adoraba; se pregunta qué reacción le hubiera hecho feliz y no da con ese recuerdo, pero otra cosa, una certeza propia, le hace sonreír: fue la primera vez que compartió con alguien lo que escribía.
Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad
“Luego pasaron dos cosas”, me explica. Por un lado, uno de sus amigos empezó a tocar la guitarra y formó un grupo de rock en Lagos en la misma época en que estaba la movida del rock mexicano. El grupo se llamaba Mentes Invertidas y Juan Pablo les escribía las letras. La banda hacía conciertos con las canciones que Juan Pablo había escrito como letrista y él se sentaba en un rincón a escuchar. Era el intelectual del grupo, cosa que ahora le resulta muy graciosa. “Mi amigo Rolando, que era el guitarrista de Mentes Invertidas, se peleó con los demás y se salió del grupo. Hubo una escisión y el grupo pasó a llamarse Calvario Púrpura. Eran dos hermanos que también eran mis amigos y nos peleamos. Entonces yo les prohibí tajantemente tocar mis letras”.
Este acto de protoescritura —escribir canciones para Mentes Invertidas— incluye una de sus anécdotas favoritas, que, bien vista, también es graciosa y horrible. “No sabes —me dice al borde de la carcajada—. Fue genial”. La anécdota es como sigue: en un momento posterior a la escisión de la banda —Juan Pablo se había ido a estudiar la preparatoria a Guadalajara, pero pasaba los fines de semana en Lagos—, un día cualquiera, dando vueltas en el coche con Rolando, su mejor amigo, el exguitarrista de Mentes Invertidas, se enteraron de que en Calvario Púrpura seguían tocando un par de canciones suyas. Rolando y Juan Pablo se enfurecieron y decidieron ir a buscar al otro bando y los encontraron en un puesto de tacos en la calle. “Me bajé del coche a armarles un pancho ahí en la calle. El taquero nos miró como diciendo: ‘¿Estos mocosos qué?’. Yo estaba ofendido y me puse en plan: somos amigos. No puedes hacerme esto”.
Lo segundo que pasó fue que Juan Pablo tenía una carpeta con sus escritos y un amigo suyo en Guadalajara, que también escribía, le dijo que le prestara la carpeta para “armar algo chingón”. Un performance, una lectura dramatizada, una colección de rolas. El amigo perdió la carpeta y para Juan Pablo el extravío fue bastante traumático. “Lloré metafóricamente, porque lo sentí como una gran pérdida”. Su escritura era una expresión adolescente que atendía a “esa cosa que te quema por dentro”; una expresión de rebeldía contra la religión y el deseo de escapar de la realidad. No era para nada una antesala consciente de su vocación, que llegaría mucho después. Ni siquiera se le ocurría la posibilidad de ser escritor o de que su carpeta pudiera más adelante convertirse en un proyecto literario. La escritura era una pulsión, un espacio de libertad que tenía que ver con los conciertos de sus amigos, sus tormentos y su manera de canalizar lo que sentía. “No tenía conciencia del establishment literario mexicano ni mi escritura tenía que ver con ser escritor. Cuando tuve que decidir qué estudiar, no se me pasó por la cabeza la escritura como profesión”.
La realidad es así y ya está. Ni modo. Hay que ser realista es la frase favorita de los realistas (Fiesta en la madriguera)*.
Juan Pablo estudió Mercadotecnia en Guadalajara, Literatura Española en Xalapa y un doctorado en Teoría Literaria y Literatura Comparada con una beca de la Unión Europea en Barcelona, aunque no se tituló del doctorado. En Guadalajara, Juan Pablo se juntaba con amigos en un taller literario bastante ingenuo en el que los participantes no tenían conocimientos sólidos sobre literatura. Por esos años se planteó por primera vez ser escritor y, al terminar su carrera en Guadalajara, decidió estudiar Literatura en la Universidad de Xalapa.
Ahí reafirmó de manera incontestable que, para él, “no hay lugar para una escritura ingenua y —dice— sigo pensando así”. Había que conocer profundamente la historia de la literatura y tener conocimientos de teoría literaria y de crítica para convertirse en la clase de escritor que él quería ser. En Xalapa leyó muchísimo. Al principio de manera muy intuitiva, guiándose por las cosas que le gustaban, sin una conciencia clara de la historia de la literatura, pero más tarde —y fue deliberado— obtuvo el conjunto de elementos necesarios para formarse en literatura, aprendió a leer ordenadamente, adquirió conocimientos sobre técnica y teoría literarias y se formó también en la crítica. En Xalapa leyó libros que de otro modo no habría leído. El Quijote, por ejemplo, con mucho detenimiento. Los clásicos griegos, los latinos. Los franceses. Diderot y Voltaire, por ejemplo. Toda la literatura mexicana. Se hizo su propio canon de escritores, descubrió lo que le gustaba y a quiénes le gustaba leer. Se hizo de manías y afinidades. Armó su primera biblioteca. “Los trucos de la metanarración y la conciencia del acto de narrar —que podemos encontrar en algunas de sus novelas—, son mecanismos que aprendí de la teoría literaria y en mis lecturas de esos años”. También formó parte de un grupo de personas con quienes podía hablar, con bases teóricas sólidas, sobre libros.
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Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras).
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras)*.
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final (Peluquería y letras)*.
Ahora piensa en su vida en oposición a las de otros escritores con vocaciones nutridas por referentes, una naturalidad para dedicarse a actividades intelectuales, un apellido, una biblioteca, una herencia familiar, un linaje, influencias: cosas que él no tuvo ni de lejos. En su casa, en Lagos, entre sus amigos y familiares no existían los escritores ni la escritura. Mucho menos publicar. Lo sensato era dedicarse a cosas prácticas. “Mi padre nos dijo que la familia nos daría educación y nada más”. No tener referentes le daba libertad al momento de escribir. No había una figura a quién seguir, en todo caso, una orfandad. “Yo soy un huérfano desde el punto de vista de la escritura. No tengo un padre y creo que esto me da mucha libertad para explorar. Por otro lado, esa no pertenencia, esa orfandad hace que sepa lo que no quiero hacer y lo que no quiero hacer es aquello que yo identifico como esa tradición a la que yo no pertenecí por origen o por linaje, y que tampoco quiero en lo personal”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido. Nada de eso. No conoció caminos transitables más allá de lo que intuitivamente fue concibiendo, hasta que la balanza se inclinó en esa dirección. Esa libertad es el único camino que en algún momento se hizo visible. Escribir porque le daba la gana, acerca de lo que le diera la gana, sin apego al establishment. Estas siguen siendo sus máximas como escritor.
Sin embargo, esa ausencia de referentes en términos de la escritura es totalmente opuesta en términos de su vida personal. “Yo no soy huérfano ni de lejos. Mi padre y mi madre son muy importantes. Me cuesta mucho hacer algo que sé que les molestaría, que les asustaría o que les preocuparía. Mis hermanos, el lugar del que vengo, no desaparecen. Lo más que he conseguido es ser consciente de eso para darme cuenta de, por lo menos, por qué hago lo que hago”.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro. Lo que no le deja ser y donde sí puede ejercer. Territorios que se prestan para la ficción y, sobre todo, para la autoficción. Por el tono en que me lo dice, queda claro que es algo en lo que ha pensado, algo que valora, que no pierde de vista y que, en efecto, teme perder por aburguesamiento, por confort, por encontrarse en una situación personal y profesional que ya no presenta mayores dificultades, como confirma una y otra vez en su susodicho libro de autodeterminación, Peluquería y letras:
Empezamos a repasar nuestra historia como si, de alguna manera, ya hubiera llegado a su final. O, cuando menos, al final de la parte importante, una vez superados los obstáculos*.
— La parte aburrida —decía la brasileira.
— Más bien es la parte que no tiene tensión narrativa —le contestaba yo—, porque no hay conflicto (Peluquería y letras).
A la hora de escribir, Juan Pablo suele poner al centro del problema el día a día de una persona común que, conforme avanza, deja de serlo, no porque el personaje sea o se vuelva excepcional y se conduzca con heroísmo y villanía singulares. Tiene que ver con que su situación, que va de una supuesta normalidad a lo ridículo, lo letal o lo directamente caótico, lo va llevando por caminos que se vuelven cada vez más insólitos. Como protagonistas de situaciones absurdas, lo van librando a punta de suerte, eventos paranormales, coincidencias y milagros, por decir algunos. Decir que “la libran”, es equivocarse. De hecho, fracasan. Eso sí, siempre aparejados de pensamiento analítico por parte del susodicho. Para construir estas tramas entre el cliffhanger y la novela de situación, Juan Pablo abreva de su infancia y su juventud con bastante textualidad, usando pasajes que, vistos con otra lente, no tienen muchos ángulos de análisis, pero que él, sublimando lo cómico, lo violento y lo peculiar, convierte en episodios medio bíblicos, pero en versión sátira, sin dejar de ser, más o menos, de la vida diaria.
Era como que te cortaran la pierna derecha por una gangrena y un día se te cayera un vaso de las manos y se hiciera añicos en el suelo, justo en el lugar donde debería estar tu pie derecho, y tú dijeras: uf, qué bueno que me cortaron la pierna (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Hablamos un poco sobre el aspecto reflexivo de lo que podemos llamar las novelas de ficción y las de autoficción. Juan Pablo me explica cómo en sus primeras novelas (Fiesta en la madriguera, Si viviéramos en un lugar normal, Te vendo un perro), que podrían considerarse de “ficción pura” —y aclara que lo dice así por simplificar—, el narrador traslada es aspecto reflexivo al lector, porque los narradores no son suficientemente confiables. En dos de los casos se trata de niños. En otro, de un viejo que se pasa media vida buscando su siguiente cerveza. Son narradores que no pueden darse cuenta de lo que el lector sí, de tal modo que son los lectores quienes hacen la reflexión. En cambio, sus narradores en las siguientes tres novelas, que considera una saga (No voy a pedirle a nadie que me crea, Peluquería y letras y El pasado anda detrás de nosotros), el personaje hace las reflexiones, pero no de manera autoritaria, sino que invita al lector a hacerlas juntos. “Creo que mis narradores no son muy autoritarios en el sentido de cómo funcionan a veces esos grandes narradores de la literatura, que desde la primera página te hacen sentir: guau, este es un genio. Mis narradores más bien dudan, se equivocan, tienen accidentes o incluso puede suceder que no se dan cuenta”.
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En su apreciación de la escritura, es esencial no juzgar a los personajes. “El exceso de juicios y certezas no es bueno para una novela porque puede parecer que le estás diciendo al lector cómo tiene que interpretar lo que está leyendo. Entonces sobreactúas a nivel narrativo y dejas poco espacio para que el lector pueda hacer su interpretación, y entre más juicioso, más determinado, menos espacio hay para el lector y menos literario es. Para mí es así. Un bestseller no deja espacio para la interpretación: todo mundo entiende lo mismo; en cambio, en una novela tendrían que caber múltiples interpretaciones. Puede haber ambigüedad y posibles contradicciones”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido.
Por lo menos en parte, la forma en la que hoy Juan Pablo piensa y se expresa en relación con la literatura, se debe a la conversación que se originó en Xalapa; ese espacio que ha cuidado tanto para hablar sobre escritura y literatura. Después de Xalapa vino el doctorado con nuevos temas, nuevos compañeros, profesores, lecturas. Ideas nuevas. Con las publicaciones vinieron otras charlas con colegas y escritores, y más tarde una comunidad más extensa, representada en los talleres que imparte. “Los talleres son espacios de reflexión donde cada uno encuentra su propia manera de escribir”.
Juan Pablo comenzó a dar talleres hace ocho años, después de ganar el Premio Herralde de Novela por No voy a pedirle a nadie que me crea. El premio lo colocó en un sitio más visible, y la gente que lo conocía le sugería con mucha frecuencia que diera algún taller o alguna clase y él mismo tenía la inquietud. Empezó con ocho personas y poco a poco fue creciendo. Ahora tiene varios grupos, una o varias veces por semana o cada dos semanas. Tiene también talleres online y da algunos en México los veranos cada par de años. Es probable que, en un año normal, Juan Pablo dialogue con 100 alumnos, de los cuales quizá 50 sean alumnos directos.
El taller es un espacio importantísimo para su desarrollo como escritor porque va modificando sus propias ideas sobre la literatura y porque es una forma de ganarse la vida que le permite pensar y hablar sobre lo que más le interesa.
Además de la escritura y los talleres, su vida diaria sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia. “Creo que mis dedicatorias en mis novelas son muy genuinas y dicen algo sobre cómo veo las cosas”. Fiesta en la madriguera se la dedicó a su hijo Mateo, y es una novela sobre la paternidad y también sobre el miedo a ser padre. Si viviéramos en un lugar normal se la dedicó a su hija Sofía, y se trata sobre irse de casa y romper con la familia, sobre el sarcasmo y el cinismo cuando se crece en una realidad opresiva “y no es casualidad que se lo haya dedicado a mi hija y no a mi hijo”, dice. Te vendo un perro se la dedicó a Andreia, su pareja, y es una historia situada en la Ciudad de México que propone una manera de compartir con ella su México o “ese México que yo quise representar ahí”. El pasado anda detrás de nosotros, se la dedicó a sus padres y hermanos porque claramente, afirma, es una novela sobre ellos. La invasión del pueblo del espíritu que sucede entre el pasado y el futuro, está dedicada a sus padres y a sus hijos. Me explica que sentimentalmente imagina a unos lectores que están en el presente y no en la nostalgia. A sus hijos, a su pareja y a su familia.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro.
Sobre la vida y obra de Juan Pablo aún hay muchísimo que decir. Parafraseando lo que dicen otros, sus libros son “salvajemente divertidos”, Juan Pablo posee “virtuosismo narrativo”, su trabajo es de “comicidad desbordante” y “combate el horror con humor”; que “sus novelas son hilarantes porque tratan los asuntos más terribles”; que “hace reír con el absurdo y, al hacerlo, muestra el sinsentido del mundo”; que “se expresa con la lucidez del que sabe que nos mienten”, etcétera. Todos coinciden en que aprovecha la tensión entre comicidad y horror. Yo agregaría que sus novelas hacen también otra cosa: muestran el cambio de siglo. Es un autor entre siglos. Su obra es un referente para que las generaciones venideras logren desentrañar —ojalá con el mismo humor— al menos aspectos de cómo fue que llegamos al delirio en el que vivimos.
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*Todas las citas son de Juan Pablo Villalobos. Las obras de las que se extrajeron los fragmentos citados son Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010), Si viviéramos en un lugar normal (Anagrama, 2012), Peluquería y letras (Anagrama, edición en formato digital, 2022) y El pasado anda detrás de nosotros (Anagrama, 2024).
Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.
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El espacio de libertad que ha creado para sí el escritor mexicano, su vida diaria, sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia, además de la escritura y los talleres.
La inestabilidad es el cimiento mismo del pensamiento literario de este hombre que nos ha dado un puñado de libros salvajemente divertidos —instrumentos de virtuosismo que combaten el horror con humor—. Pero la posición que ocupa hoy, tras un viaje sideral que va de Lagos de Moreno, Jalisco, a un rincón del norte de Barcelona, España, es firme, lúcida, segura y tan expuesta, como siempre, a los efectos de intuición.
La de Villalobos es una historia de tensiones. Acá y allá. Ustedes y nosotros. Tensiones entre el pueblo y la ciudad, entre México y el extranjero, entre lo dado y lo posible, lo previsible y lo imprevisible. Un espacio incierto que, para él, es el meollo de la literatura.
Un vaso de leche se derramaba, alguien rompía un plato, otro traía a casa una víbora que había capturado en el cerro: el caos imponía su ley y hacía tangible que el Universo estaba en expansión, desintegrándose lentamente y difuminando los contornos de la realidad (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Juan Pablo nació en 1973 en Guadalajara, Jalisco, y creció en la ciudad alteña Lagos de Moreno, cabecera del municipio homónimo a dos horas y media en auto desde Guadalajara, al noreste del estado, en la región conocida como Altos Norte. Los Altos de Jalisco se llaman así porque son municipios en el Eje Neovolcánico, a 2 000 metros de altitud. Lagos queda más próximo a León, Guanajuato, que a Guadalajara, la capital de Jalisco, pero no lo suficientemente cerca como para quitarle lo alteña, lo ranchera, lo ganadera, lo lechera, lo maquila. Eso mismo cuenta Juan Pablo en sus historias. Eso dicen, de mil maneras, sus personajes: que Lagos es su propia cosa. Un lugar removido de todo, conservador, reaccionario, religioso y donde la regla social es la hipocresía. Algunas de sus historias nacen ahí o vuelven, como magnetizadas por el origen. Juan Pablo ha hecho de Lagos de Moreno su laboratorio. De un modo u otro, el personaje —que suele ser un desdoblamiento del propio Juan Pablo— no sale de Lagos o sale para volver. No es que no quiera o no pueda, es simplemente que, aunque lo haga, no lo hace. Es un estar paradójico, que incluye no estar o no estar del todo. Es casi una condición.
Es el segundo de cinco; tres hermanos y una hermana. Una tribu de la que, durante la infancia, no tenía sentido distinguirse. Ni se les ocurría. Hacían las cosas que estaban dadas sin pensar en las consecuencias o en el resto de la vida en el planeta. Una infancia tipo, en un pueblo de los Altos de Jalisco, en la segunda mitad del siglo xx. Quesadillas, futbol, bichos del cerro. Niños pretecnología, previolencia sistemática, sin el estrés de las ciudades. “Bien pudo haber sido el siglo xix”. Niños que veían tele y andaban en la calle gastando el tiempo, tocando a la puerta del vecino para ir a patear un balón o al monte a matar pájaros con resorteras: “Algo que a los niños actuales les horroriza, pero que para nosotros era normal”, me dice Juan Pablo en nuestra primera conversación.
Los hermanos crecieron en la feliz ignorancia de los males del mundo, más allá de las cosas de cada día en lo que entonces era un pueblo alteño. Esa infancia semibucólica, en apariencia ordinaria, sin referentes culturales, sin mayores aspiraciones, es justamente lo que provee toda esa tela de donde cortar. Juan Pablo usa Lagos de Moreno como metáfora para hablar de las cosas que le interesan: la identidad, la rebeldía, la pertenencia, la familia —sin abusar de la parte enfadosa de los valores familiares—, la infancia, los cambios sociales, la amistad, el fracaso, el sinsentido. Lagos es la flecha que atraviesa los temas y, de algún modo, los sangra para nosotros.
“Había mucha espontaneidad en esa vida”, dice en uno de los encuentros que llevamos a cabo. Nos vemos por videoconferencia y, a pesar de no ser lo ideal, se siente como si estuviéramos sentados a la mesa de su estudio en el norte de Barcelona, desde donde toma la llamada. En mi pantalla puedo ver el librero detrás de él, un ángulo de la puerta de vidrio que da a la calle y un espejo en cuyo reflejo se aprecia otra parte del estudio. He estado en ese estudio ya dos veces. Hace algunos años me recibió y salimos a pasear a Pirata, su perro, a Park Güell. Recientemente lo visité de nuevo, en compañía de la gran Cristina Rivera Garza, que pasaba por Barcelona en capacidad profesional, y dedicamos toda la tarde a hablar sobre política mexicana y a hacer chistes al respecto. Juan Pablo conoce bien los temas políticos de México, y la noche anterior había tenido lugar el debate presidencial entre la ahora presidenta, Claudia Sheinbaum, y la candidata Xóchitl Gálvez.
Nos habló también sobre cómo le incomodan los juicios categóricos que suelen hacerse cuando uno vive fuera de México. “Tú puedes decir eso porque no estás aquí, no sabes cómo son las cosas”. Usó esa frase como ejemplo de un clásico comentario dirigido a él. Señaló que ese tipo de prejuicios le hace cuestionarse el lugar desde el que se mira el mundo, el punto de vista desde el que se cuentan las historias. En esa visita me regaló un ejemplar de su novela más reciente, El pasado anda detrás de nosotros, y a los pocos días me topé con el pasaje exacto:
Si no sabías es porque no vives aquí, no te enteras de nada.
El reproche me molestó muchísimo, era una de las cosas que más me hacía enojar, que la gente me echara en cara que ya no sabía cómo eran las cosas en México, esa superioridad moral con la que me castigaban por haberme ido. Sin embargo, aunque viviera fuera hacía tanto tiempo, yo sí sabía cómo eran las cosas no solo en México sino incluso en Lagos, me mantenía informado, estaba al día (El pasado anda detrás de nosotros)*.
Por esa visita reciente, sé que, de la pared, al lado del escritorio en el que toma la videollamada, cuelgan una pieza de macramé hecha por su hermana Luz Elena y una pintura de su hermano Luis, que, por cierto, está en la portada de ese libro. Los veo de nuevo, ahora reflejados en el espejo. Me cuenta que, del mismo clavo del que ahora cuelga la pintura de Luis, colgaba otra de un amigo de Guadalajara. Me dice que se ha llevado aquella a su casa y que se ve muy bien ahí. Se queda pensando un momento y aprovecho para observarlo. Desde hace tiempo se rasura la barba, pero no siempre fue así. Antes usaba patillas de chuleta, bigote y una barba rala y más o menos corta. Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad, o como si existiera, pero pudiera esquivarse, sin que el que observa sea capaz de advertir exactamente cómo.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible.
Unos segundos después volvemos al tema del Lagos pueblerino de su niñez, de crecer sin vigilancia, sin estrés. Sobre lo distintas que son las cosas ahora. “Así me atropellaron a los siete años”, me dice sin sonreír, tirando de su cabellera en lo que analiza las actividades de Pirata, que detrás de la puerta de vidrio les ladra a otros perros en la calle. Juan Pablo vuelve la mirada a la pantalla y, ahora sí sonriendo, me cuenta que era un día normal cuando lo atropellaron. Su hermano Ángel estaba a cargo.
La relación que tenía con Ángel era siempre interrumpida por un gol en la televisión. Incluso aquel mediodía de domingo en que me había atropellado una camioneta lechera cuando todavía vivíamos en el centro, lo único que le había importado era que acababa de ver un gol de chilena. Un gol muy bonito, la verdad (El pasado anda detrás de nosotros)*.
En la primera casa en la que vivió su familia, en el centro de Lagos, había un patio en el que jugaban futbol con otros niños, amigos suyos o de sus hermanos, o vecinos, primos, o quien estuviera en la casa, que siempre tenía visitas. En esos juegos improvisados, muy seguido se rompían vidrios de la sala y había que llamarle al vidriero para que repusiera el vidrio roto antes de que regresara su padre del trabajo, que se ponía furioso si se enteraba. Para esos fines, su madre tenía un presupuesto especial. “Éramos los clientes número uno de la vidriería”.
Juan Pablo le ha ido al Atlas Guadalajara desde siempre, pero las razones que ofrece para su afición no tienen nada que ver con la procedencia del equipo, sino con que “juega de manera muy sorprendente”. Sobre todo en la época dorada, a finales de los años noventa, cuando todo podía pasar en la cancha. “El juego podía ir mal y de repente algo sucedía, un defensa se resbalaba, cometía un penalti, lo expulsaban, y el otro equipo empezaba a ganar uno a cero. Era un equipo que, aunque perdía, jugaba increíble”. En los partidos había un grado de incertidumbre, la posibilidad latente todo el tiempo, y eso le interesa. Que suceda algo inesperado. Reconoce que, en ese sentido, para él hay un paralelismo entre la literatura y el futbol, y es precisamente la posibilidad de que no sucedan las cosas como se supone que tienen que pasar. Equipos como el Real Madrid dan un buen espectáculo técnico, juegos muy precisos, pero queda poco margen para la espontaneidad. Lo mismo sucede con la literatura. “Hay narradores muy competentes. Claramente habilidosos, claramente conocedores de los temas y las atmósferas sobre las que están escribiendo y, sin embargo, no logran interesarme lo suficiente, porque me da la impresión de que están escribiendo para confirmar algo”.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible, la insubordinación frente a la regla, lo de afuera, lo otro, lo inesperado. Una cierta inestabilidad que permanece, en mayor o menor medida y según las circunstancias, en los cimientos del pensamiento literario de Juan Pablo. Una tensión que hace de subtexto en sus historias. Una cualidad que se va revelando conforme uno lo va conociendo en las páginas.
Todo escritor crea su mito de origen y Juan Pablo identifica dos momentos en el suyo. El primero es en la adolescencia. “A esa edad se vuelve importante singularizarse”. En esa búsqueda leyó los libros que su papá tenía en el consultorio de la casa nueva. El padre de Juan Pablo es médico, ahora retirado, pero entonces atendía pacientes en la casa fuera de horario. Juan Pablo encontró, por ejemplo, La náusea, de Jean-Paul Sartre. “Asumí una onda de angustia existencial que, si bien era una sobreactuación, en el fondo también me estaba dando cuenta de que Lagos no era para mí”. Fue quizá la primera manifestación de su singularidad. Aunque aún no sabía por dónde iba, a su nueva identidad atormentada se le hacía cada vez más incómodo el contexto de pueblo religioso y rural.
“En esa época empecé a escribir en automático lo que supuestamente eran poemas, que en realidad eran más bien canciones. Circulaban cd entre los amigos, y descubrí todo un universo de música que me gustaba mucho. Empezaba a establecerse el rock mexicano: Caifanes, Café Tacvba, Santa Sabina. Íbamos a conciertos en León o en Guadalajara. También empecé a escribir algunos cuentos bastante trágicos”.
Juan Pablo recuerda que su primer cuento fue sobre un niño. Se detiene un momento y hace la observación de que, curiosamente, también en Fiesta en la madriguera, su primera novela, el protagonista es un niño. “El cuento era de un niño que se suicida en Navidad. Un drama total”, dice sonriendo y me platica que con ese cuento viene una anécdota horrible y graciosa: en la Navidad de 1987, o tal vez 1988, después de la cena, que había sido en su casa, su madre y su abuela estaban recogiendo el caos que había quedado. “Ni medio hombre se había dignado a recoger un vaso. Se habían ido a dormir. Recordemos que era el siglo xx”. Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron. Juan Pablo ahora se pregunta qué habrá esperado que le dijeran su madre y su abuela, a quien, por cierto, adoraba; se pregunta qué reacción le hubiera hecho feliz y no da con ese recuerdo, pero otra cosa, una certeza propia, le hace sonreír: fue la primera vez que compartió con alguien lo que escribía.
Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad
“Luego pasaron dos cosas”, me explica. Por un lado, uno de sus amigos empezó a tocar la guitarra y formó un grupo de rock en Lagos en la misma época en que estaba la movida del rock mexicano. El grupo se llamaba Mentes Invertidas y Juan Pablo les escribía las letras. La banda hacía conciertos con las canciones que Juan Pablo había escrito como letrista y él se sentaba en un rincón a escuchar. Era el intelectual del grupo, cosa que ahora le resulta muy graciosa. “Mi amigo Rolando, que era el guitarrista de Mentes Invertidas, se peleó con los demás y se salió del grupo. Hubo una escisión y el grupo pasó a llamarse Calvario Púrpura. Eran dos hermanos que también eran mis amigos y nos peleamos. Entonces yo les prohibí tajantemente tocar mis letras”.
Este acto de protoescritura —escribir canciones para Mentes Invertidas— incluye una de sus anécdotas favoritas, que, bien vista, también es graciosa y horrible. “No sabes —me dice al borde de la carcajada—. Fue genial”. La anécdota es como sigue: en un momento posterior a la escisión de la banda —Juan Pablo se había ido a estudiar la preparatoria a Guadalajara, pero pasaba los fines de semana en Lagos—, un día cualquiera, dando vueltas en el coche con Rolando, su mejor amigo, el exguitarrista de Mentes Invertidas, se enteraron de que en Calvario Púrpura seguían tocando un par de canciones suyas. Rolando y Juan Pablo se enfurecieron y decidieron ir a buscar al otro bando y los encontraron en un puesto de tacos en la calle. “Me bajé del coche a armarles un pancho ahí en la calle. El taquero nos miró como diciendo: ‘¿Estos mocosos qué?’. Yo estaba ofendido y me puse en plan: somos amigos. No puedes hacerme esto”.
Lo segundo que pasó fue que Juan Pablo tenía una carpeta con sus escritos y un amigo suyo en Guadalajara, que también escribía, le dijo que le prestara la carpeta para “armar algo chingón”. Un performance, una lectura dramatizada, una colección de rolas. El amigo perdió la carpeta y para Juan Pablo el extravío fue bastante traumático. “Lloré metafóricamente, porque lo sentí como una gran pérdida”. Su escritura era una expresión adolescente que atendía a “esa cosa que te quema por dentro”; una expresión de rebeldía contra la religión y el deseo de escapar de la realidad. No era para nada una antesala consciente de su vocación, que llegaría mucho después. Ni siquiera se le ocurría la posibilidad de ser escritor o de que su carpeta pudiera más adelante convertirse en un proyecto literario. La escritura era una pulsión, un espacio de libertad que tenía que ver con los conciertos de sus amigos, sus tormentos y su manera de canalizar lo que sentía. “No tenía conciencia del establishment literario mexicano ni mi escritura tenía que ver con ser escritor. Cuando tuve que decidir qué estudiar, no se me pasó por la cabeza la escritura como profesión”.
La realidad es así y ya está. Ni modo. Hay que ser realista es la frase favorita de los realistas (Fiesta en la madriguera)*.
Juan Pablo estudió Mercadotecnia en Guadalajara, Literatura Española en Xalapa y un doctorado en Teoría Literaria y Literatura Comparada con una beca de la Unión Europea en Barcelona, aunque no se tituló del doctorado. En Guadalajara, Juan Pablo se juntaba con amigos en un taller literario bastante ingenuo en el que los participantes no tenían conocimientos sólidos sobre literatura. Por esos años se planteó por primera vez ser escritor y, al terminar su carrera en Guadalajara, decidió estudiar Literatura en la Universidad de Xalapa.
Ahí reafirmó de manera incontestable que, para él, “no hay lugar para una escritura ingenua y —dice— sigo pensando así”. Había que conocer profundamente la historia de la literatura y tener conocimientos de teoría literaria y de crítica para convertirse en la clase de escritor que él quería ser. En Xalapa leyó muchísimo. Al principio de manera muy intuitiva, guiándose por las cosas que le gustaban, sin una conciencia clara de la historia de la literatura, pero más tarde —y fue deliberado— obtuvo el conjunto de elementos necesarios para formarse en literatura, aprendió a leer ordenadamente, adquirió conocimientos sobre técnica y teoría literarias y se formó también en la crítica. En Xalapa leyó libros que de otro modo no habría leído. El Quijote, por ejemplo, con mucho detenimiento. Los clásicos griegos, los latinos. Los franceses. Diderot y Voltaire, por ejemplo. Toda la literatura mexicana. Se hizo su propio canon de escritores, descubrió lo que le gustaba y a quiénes le gustaba leer. Se hizo de manías y afinidades. Armó su primera biblioteca. “Los trucos de la metanarración y la conciencia del acto de narrar —que podemos encontrar en algunas de sus novelas—, son mecanismos que aprendí de la teoría literaria y en mis lecturas de esos años”. También formó parte de un grupo de personas con quienes podía hablar, con bases teóricas sólidas, sobre libros.
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Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras).
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras)*.
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final (Peluquería y letras)*.
Ahora piensa en su vida en oposición a las de otros escritores con vocaciones nutridas por referentes, una naturalidad para dedicarse a actividades intelectuales, un apellido, una biblioteca, una herencia familiar, un linaje, influencias: cosas que él no tuvo ni de lejos. En su casa, en Lagos, entre sus amigos y familiares no existían los escritores ni la escritura. Mucho menos publicar. Lo sensato era dedicarse a cosas prácticas. “Mi padre nos dijo que la familia nos daría educación y nada más”. No tener referentes le daba libertad al momento de escribir. No había una figura a quién seguir, en todo caso, una orfandad. “Yo soy un huérfano desde el punto de vista de la escritura. No tengo un padre y creo que esto me da mucha libertad para explorar. Por otro lado, esa no pertenencia, esa orfandad hace que sepa lo que no quiero hacer y lo que no quiero hacer es aquello que yo identifico como esa tradición a la que yo no pertenecí por origen o por linaje, y que tampoco quiero en lo personal”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido. Nada de eso. No conoció caminos transitables más allá de lo que intuitivamente fue concibiendo, hasta que la balanza se inclinó en esa dirección. Esa libertad es el único camino que en algún momento se hizo visible. Escribir porque le daba la gana, acerca de lo que le diera la gana, sin apego al establishment. Estas siguen siendo sus máximas como escritor.
Sin embargo, esa ausencia de referentes en términos de la escritura es totalmente opuesta en términos de su vida personal. “Yo no soy huérfano ni de lejos. Mi padre y mi madre son muy importantes. Me cuesta mucho hacer algo que sé que les molestaría, que les asustaría o que les preocuparía. Mis hermanos, el lugar del que vengo, no desaparecen. Lo más que he conseguido es ser consciente de eso para darme cuenta de, por lo menos, por qué hago lo que hago”.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro. Lo que no le deja ser y donde sí puede ejercer. Territorios que se prestan para la ficción y, sobre todo, para la autoficción. Por el tono en que me lo dice, queda claro que es algo en lo que ha pensado, algo que valora, que no pierde de vista y que, en efecto, teme perder por aburguesamiento, por confort, por encontrarse en una situación personal y profesional que ya no presenta mayores dificultades, como confirma una y otra vez en su susodicho libro de autodeterminación, Peluquería y letras:
Empezamos a repasar nuestra historia como si, de alguna manera, ya hubiera llegado a su final. O, cuando menos, al final de la parte importante, una vez superados los obstáculos*.
— La parte aburrida —decía la brasileira.
— Más bien es la parte que no tiene tensión narrativa —le contestaba yo—, porque no hay conflicto (Peluquería y letras).
A la hora de escribir, Juan Pablo suele poner al centro del problema el día a día de una persona común que, conforme avanza, deja de serlo, no porque el personaje sea o se vuelva excepcional y se conduzca con heroísmo y villanía singulares. Tiene que ver con que su situación, que va de una supuesta normalidad a lo ridículo, lo letal o lo directamente caótico, lo va llevando por caminos que se vuelven cada vez más insólitos. Como protagonistas de situaciones absurdas, lo van librando a punta de suerte, eventos paranormales, coincidencias y milagros, por decir algunos. Decir que “la libran”, es equivocarse. De hecho, fracasan. Eso sí, siempre aparejados de pensamiento analítico por parte del susodicho. Para construir estas tramas entre el cliffhanger y la novela de situación, Juan Pablo abreva de su infancia y su juventud con bastante textualidad, usando pasajes que, vistos con otra lente, no tienen muchos ángulos de análisis, pero que él, sublimando lo cómico, lo violento y lo peculiar, convierte en episodios medio bíblicos, pero en versión sátira, sin dejar de ser, más o menos, de la vida diaria.
Era como que te cortaran la pierna derecha por una gangrena y un día se te cayera un vaso de las manos y se hiciera añicos en el suelo, justo en el lugar donde debería estar tu pie derecho, y tú dijeras: uf, qué bueno que me cortaron la pierna (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Hablamos un poco sobre el aspecto reflexivo de lo que podemos llamar las novelas de ficción y las de autoficción. Juan Pablo me explica cómo en sus primeras novelas (Fiesta en la madriguera, Si viviéramos en un lugar normal, Te vendo un perro), que podrían considerarse de “ficción pura” —y aclara que lo dice así por simplificar—, el narrador traslada es aspecto reflexivo al lector, porque los narradores no son suficientemente confiables. En dos de los casos se trata de niños. En otro, de un viejo que se pasa media vida buscando su siguiente cerveza. Son narradores que no pueden darse cuenta de lo que el lector sí, de tal modo que son los lectores quienes hacen la reflexión. En cambio, sus narradores en las siguientes tres novelas, que considera una saga (No voy a pedirle a nadie que me crea, Peluquería y letras y El pasado anda detrás de nosotros), el personaje hace las reflexiones, pero no de manera autoritaria, sino que invita al lector a hacerlas juntos. “Creo que mis narradores no son muy autoritarios en el sentido de cómo funcionan a veces esos grandes narradores de la literatura, que desde la primera página te hacen sentir: guau, este es un genio. Mis narradores más bien dudan, se equivocan, tienen accidentes o incluso puede suceder que no se dan cuenta”.
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En su apreciación de la escritura, es esencial no juzgar a los personajes. “El exceso de juicios y certezas no es bueno para una novela porque puede parecer que le estás diciendo al lector cómo tiene que interpretar lo que está leyendo. Entonces sobreactúas a nivel narrativo y dejas poco espacio para que el lector pueda hacer su interpretación, y entre más juicioso, más determinado, menos espacio hay para el lector y menos literario es. Para mí es así. Un bestseller no deja espacio para la interpretación: todo mundo entiende lo mismo; en cambio, en una novela tendrían que caber múltiples interpretaciones. Puede haber ambigüedad y posibles contradicciones”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido.
Por lo menos en parte, la forma en la que hoy Juan Pablo piensa y se expresa en relación con la literatura, se debe a la conversación que se originó en Xalapa; ese espacio que ha cuidado tanto para hablar sobre escritura y literatura. Después de Xalapa vino el doctorado con nuevos temas, nuevos compañeros, profesores, lecturas. Ideas nuevas. Con las publicaciones vinieron otras charlas con colegas y escritores, y más tarde una comunidad más extensa, representada en los talleres que imparte. “Los talleres son espacios de reflexión donde cada uno encuentra su propia manera de escribir”.
Juan Pablo comenzó a dar talleres hace ocho años, después de ganar el Premio Herralde de Novela por No voy a pedirle a nadie que me crea. El premio lo colocó en un sitio más visible, y la gente que lo conocía le sugería con mucha frecuencia que diera algún taller o alguna clase y él mismo tenía la inquietud. Empezó con ocho personas y poco a poco fue creciendo. Ahora tiene varios grupos, una o varias veces por semana o cada dos semanas. Tiene también talleres online y da algunos en México los veranos cada par de años. Es probable que, en un año normal, Juan Pablo dialogue con 100 alumnos, de los cuales quizá 50 sean alumnos directos.
El taller es un espacio importantísimo para su desarrollo como escritor porque va modificando sus propias ideas sobre la literatura y porque es una forma de ganarse la vida que le permite pensar y hablar sobre lo que más le interesa.
Además de la escritura y los talleres, su vida diaria sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia. “Creo que mis dedicatorias en mis novelas son muy genuinas y dicen algo sobre cómo veo las cosas”. Fiesta en la madriguera se la dedicó a su hijo Mateo, y es una novela sobre la paternidad y también sobre el miedo a ser padre. Si viviéramos en un lugar normal se la dedicó a su hija Sofía, y se trata sobre irse de casa y romper con la familia, sobre el sarcasmo y el cinismo cuando se crece en una realidad opresiva “y no es casualidad que se lo haya dedicado a mi hija y no a mi hijo”, dice. Te vendo un perro se la dedicó a Andreia, su pareja, y es una historia situada en la Ciudad de México que propone una manera de compartir con ella su México o “ese México que yo quise representar ahí”. El pasado anda detrás de nosotros, se la dedicó a sus padres y hermanos porque claramente, afirma, es una novela sobre ellos. La invasión del pueblo del espíritu que sucede entre el pasado y el futuro, está dedicada a sus padres y a sus hijos. Me explica que sentimentalmente imagina a unos lectores que están en el presente y no en la nostalgia. A sus hijos, a su pareja y a su familia.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro.
Sobre la vida y obra de Juan Pablo aún hay muchísimo que decir. Parafraseando lo que dicen otros, sus libros son “salvajemente divertidos”, Juan Pablo posee “virtuosismo narrativo”, su trabajo es de “comicidad desbordante” y “combate el horror con humor”; que “sus novelas son hilarantes porque tratan los asuntos más terribles”; que “hace reír con el absurdo y, al hacerlo, muestra el sinsentido del mundo”; que “se expresa con la lucidez del que sabe que nos mienten”, etcétera. Todos coinciden en que aprovecha la tensión entre comicidad y horror. Yo agregaría que sus novelas hacen también otra cosa: muestran el cambio de siglo. Es un autor entre siglos. Su obra es un referente para que las generaciones venideras logren desentrañar —ojalá con el mismo humor— al menos aspectos de cómo fue que llegamos al delirio en el que vivimos.
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*Todas las citas son de Juan Pablo Villalobos. Las obras de las que se extrajeron los fragmentos citados son Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010), Si viviéramos en un lugar normal (Anagrama, 2012), Peluquería y letras (Anagrama, edición en formato digital, 2022) y El pasado anda detrás de nosotros (Anagrama, 2024).
Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.
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El escritor Juan Pablo Villalobos en su estudio y taller de escritura en el barrio de Gràcia, en la ciudad de Barcelona, donde trabaja y vive.
El espacio de libertad que ha creado para sí el escritor mexicano, su vida diaria, sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia, además de la escritura y los talleres.
La inestabilidad es el cimiento mismo del pensamiento literario de este hombre que nos ha dado un puñado de libros salvajemente divertidos —instrumentos de virtuosismo que combaten el horror con humor—. Pero la posición que ocupa hoy, tras un viaje sideral que va de Lagos de Moreno, Jalisco, a un rincón del norte de Barcelona, España, es firme, lúcida, segura y tan expuesta, como siempre, a los efectos de intuición.
La de Villalobos es una historia de tensiones. Acá y allá. Ustedes y nosotros. Tensiones entre el pueblo y la ciudad, entre México y el extranjero, entre lo dado y lo posible, lo previsible y lo imprevisible. Un espacio incierto que, para él, es el meollo de la literatura.
Un vaso de leche se derramaba, alguien rompía un plato, otro traía a casa una víbora que había capturado en el cerro: el caos imponía su ley y hacía tangible que el Universo estaba en expansión, desintegrándose lentamente y difuminando los contornos de la realidad (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Juan Pablo nació en 1973 en Guadalajara, Jalisco, y creció en la ciudad alteña Lagos de Moreno, cabecera del municipio homónimo a dos horas y media en auto desde Guadalajara, al noreste del estado, en la región conocida como Altos Norte. Los Altos de Jalisco se llaman así porque son municipios en el Eje Neovolcánico, a 2 000 metros de altitud. Lagos queda más próximo a León, Guanajuato, que a Guadalajara, la capital de Jalisco, pero no lo suficientemente cerca como para quitarle lo alteña, lo ranchera, lo ganadera, lo lechera, lo maquila. Eso mismo cuenta Juan Pablo en sus historias. Eso dicen, de mil maneras, sus personajes: que Lagos es su propia cosa. Un lugar removido de todo, conservador, reaccionario, religioso y donde la regla social es la hipocresía. Algunas de sus historias nacen ahí o vuelven, como magnetizadas por el origen. Juan Pablo ha hecho de Lagos de Moreno su laboratorio. De un modo u otro, el personaje —que suele ser un desdoblamiento del propio Juan Pablo— no sale de Lagos o sale para volver. No es que no quiera o no pueda, es simplemente que, aunque lo haga, no lo hace. Es un estar paradójico, que incluye no estar o no estar del todo. Es casi una condición.
Es el segundo de cinco; tres hermanos y una hermana. Una tribu de la que, durante la infancia, no tenía sentido distinguirse. Ni se les ocurría. Hacían las cosas que estaban dadas sin pensar en las consecuencias o en el resto de la vida en el planeta. Una infancia tipo, en un pueblo de los Altos de Jalisco, en la segunda mitad del siglo xx. Quesadillas, futbol, bichos del cerro. Niños pretecnología, previolencia sistemática, sin el estrés de las ciudades. “Bien pudo haber sido el siglo xix”. Niños que veían tele y andaban en la calle gastando el tiempo, tocando a la puerta del vecino para ir a patear un balón o al monte a matar pájaros con resorteras: “Algo que a los niños actuales les horroriza, pero que para nosotros era normal”, me dice Juan Pablo en nuestra primera conversación.
Los hermanos crecieron en la feliz ignorancia de los males del mundo, más allá de las cosas de cada día en lo que entonces era un pueblo alteño. Esa infancia semibucólica, en apariencia ordinaria, sin referentes culturales, sin mayores aspiraciones, es justamente lo que provee toda esa tela de donde cortar. Juan Pablo usa Lagos de Moreno como metáfora para hablar de las cosas que le interesan: la identidad, la rebeldía, la pertenencia, la familia —sin abusar de la parte enfadosa de los valores familiares—, la infancia, los cambios sociales, la amistad, el fracaso, el sinsentido. Lagos es la flecha que atraviesa los temas y, de algún modo, los sangra para nosotros.
“Había mucha espontaneidad en esa vida”, dice en uno de los encuentros que llevamos a cabo. Nos vemos por videoconferencia y, a pesar de no ser lo ideal, se siente como si estuviéramos sentados a la mesa de su estudio en el norte de Barcelona, desde donde toma la llamada. En mi pantalla puedo ver el librero detrás de él, un ángulo de la puerta de vidrio que da a la calle y un espejo en cuyo reflejo se aprecia otra parte del estudio. He estado en ese estudio ya dos veces. Hace algunos años me recibió y salimos a pasear a Pirata, su perro, a Park Güell. Recientemente lo visité de nuevo, en compañía de la gran Cristina Rivera Garza, que pasaba por Barcelona en capacidad profesional, y dedicamos toda la tarde a hablar sobre política mexicana y a hacer chistes al respecto. Juan Pablo conoce bien los temas políticos de México, y la noche anterior había tenido lugar el debate presidencial entre la ahora presidenta, Claudia Sheinbaum, y la candidata Xóchitl Gálvez.
Nos habló también sobre cómo le incomodan los juicios categóricos que suelen hacerse cuando uno vive fuera de México. “Tú puedes decir eso porque no estás aquí, no sabes cómo son las cosas”. Usó esa frase como ejemplo de un clásico comentario dirigido a él. Señaló que ese tipo de prejuicios le hace cuestionarse el lugar desde el que se mira el mundo, el punto de vista desde el que se cuentan las historias. En esa visita me regaló un ejemplar de su novela más reciente, El pasado anda detrás de nosotros, y a los pocos días me topé con el pasaje exacto:
Si no sabías es porque no vives aquí, no te enteras de nada.
El reproche me molestó muchísimo, era una de las cosas que más me hacía enojar, que la gente me echara en cara que ya no sabía cómo eran las cosas en México, esa superioridad moral con la que me castigaban por haberme ido. Sin embargo, aunque viviera fuera hacía tanto tiempo, yo sí sabía cómo eran las cosas no solo en México sino incluso en Lagos, me mantenía informado, estaba al día (El pasado anda detrás de nosotros)*.
Por esa visita reciente, sé que, de la pared, al lado del escritorio en el que toma la videollamada, cuelgan una pieza de macramé hecha por su hermana Luz Elena y una pintura de su hermano Luis, que, por cierto, está en la portada de ese libro. Los veo de nuevo, ahora reflejados en el espejo. Me cuenta que, del mismo clavo del que ahora cuelga la pintura de Luis, colgaba otra de un amigo de Guadalajara. Me dice que se ha llevado aquella a su casa y que se ve muy bien ahí. Se queda pensando un momento y aprovecho para observarlo. Desde hace tiempo se rasura la barba, pero no siempre fue así. Antes usaba patillas de chuleta, bigote y una barba rala y más o menos corta. Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad, o como si existiera, pero pudiera esquivarse, sin que el que observa sea capaz de advertir exactamente cómo.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible.
Unos segundos después volvemos al tema del Lagos pueblerino de su niñez, de crecer sin vigilancia, sin estrés. Sobre lo distintas que son las cosas ahora. “Así me atropellaron a los siete años”, me dice sin sonreír, tirando de su cabellera en lo que analiza las actividades de Pirata, que detrás de la puerta de vidrio les ladra a otros perros en la calle. Juan Pablo vuelve la mirada a la pantalla y, ahora sí sonriendo, me cuenta que era un día normal cuando lo atropellaron. Su hermano Ángel estaba a cargo.
La relación que tenía con Ángel era siempre interrumpida por un gol en la televisión. Incluso aquel mediodía de domingo en que me había atropellado una camioneta lechera cuando todavía vivíamos en el centro, lo único que le había importado era que acababa de ver un gol de chilena. Un gol muy bonito, la verdad (El pasado anda detrás de nosotros)*.
En la primera casa en la que vivió su familia, en el centro de Lagos, había un patio en el que jugaban futbol con otros niños, amigos suyos o de sus hermanos, o vecinos, primos, o quien estuviera en la casa, que siempre tenía visitas. En esos juegos improvisados, muy seguido se rompían vidrios de la sala y había que llamarle al vidriero para que repusiera el vidrio roto antes de que regresara su padre del trabajo, que se ponía furioso si se enteraba. Para esos fines, su madre tenía un presupuesto especial. “Éramos los clientes número uno de la vidriería”.
Juan Pablo le ha ido al Atlas Guadalajara desde siempre, pero las razones que ofrece para su afición no tienen nada que ver con la procedencia del equipo, sino con que “juega de manera muy sorprendente”. Sobre todo en la época dorada, a finales de los años noventa, cuando todo podía pasar en la cancha. “El juego podía ir mal y de repente algo sucedía, un defensa se resbalaba, cometía un penalti, lo expulsaban, y el otro equipo empezaba a ganar uno a cero. Era un equipo que, aunque perdía, jugaba increíble”. En los partidos había un grado de incertidumbre, la posibilidad latente todo el tiempo, y eso le interesa. Que suceda algo inesperado. Reconoce que, en ese sentido, para él hay un paralelismo entre la literatura y el futbol, y es precisamente la posibilidad de que no sucedan las cosas como se supone que tienen que pasar. Equipos como el Real Madrid dan un buen espectáculo técnico, juegos muy precisos, pero queda poco margen para la espontaneidad. Lo mismo sucede con la literatura. “Hay narradores muy competentes. Claramente habilidosos, claramente conocedores de los temas y las atmósferas sobre las que están escribiendo y, sin embargo, no logran interesarme lo suficiente, porque me da la impresión de que están escribiendo para confirmar algo”.
Puede decirse que el mundo en el que creció, cómo fue criado, sus experiencias, la información que consumió de niño —astronómicamente distante de cualquier cosa considerada “literaria” o “intelectual”—, junto con otros elementos de su vida en Lagos, configuran una parte de su pensamiento como escritor. Un pensamiento formado por lo dado, en contraste con lo posible, la insubordinación frente a la regla, lo de afuera, lo otro, lo inesperado. Una cierta inestabilidad que permanece, en mayor o menor medida y según las circunstancias, en los cimientos del pensamiento literario de Juan Pablo. Una tensión que hace de subtexto en sus historias. Una cualidad que se va revelando conforme uno lo va conociendo en las páginas.
Todo escritor crea su mito de origen y Juan Pablo identifica dos momentos en el suyo. El primero es en la adolescencia. “A esa edad se vuelve importante singularizarse”. En esa búsqueda leyó los libros que su papá tenía en el consultorio de la casa nueva. El padre de Juan Pablo es médico, ahora retirado, pero entonces atendía pacientes en la casa fuera de horario. Juan Pablo encontró, por ejemplo, La náusea, de Jean-Paul Sartre. “Asumí una onda de angustia existencial que, si bien era una sobreactuación, en el fondo también me estaba dando cuenta de que Lagos no era para mí”. Fue quizá la primera manifestación de su singularidad. Aunque aún no sabía por dónde iba, a su nueva identidad atormentada se le hacía cada vez más incómodo el contexto de pueblo religioso y rural.
“En esa época empecé a escribir en automático lo que supuestamente eran poemas, que en realidad eran más bien canciones. Circulaban cd entre los amigos, y descubrí todo un universo de música que me gustaba mucho. Empezaba a establecerse el rock mexicano: Caifanes, Café Tacvba, Santa Sabina. Íbamos a conciertos en León o en Guadalajara. También empecé a escribir algunos cuentos bastante trágicos”.
Juan Pablo recuerda que su primer cuento fue sobre un niño. Se detiene un momento y hace la observación de que, curiosamente, también en Fiesta en la madriguera, su primera novela, el protagonista es un niño. “El cuento era de un niño que se suicida en Navidad. Un drama total”, dice sonriendo y me platica que con ese cuento viene una anécdota horrible y graciosa: en la Navidad de 1987, o tal vez 1988, después de la cena, que había sido en su casa, su madre y su abuela estaban recogiendo el caos que había quedado. “Ni medio hombre se había dignado a recoger un vaso. Se habían ido a dormir. Recordemos que era el siglo xx”. Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron. Juan Pablo ahora se pregunta qué habrá esperado que le dijeran su madre y su abuela, a quien, por cierto, adoraba; se pregunta qué reacción le hubiera hecho feliz y no da con ese recuerdo, pero otra cosa, una certeza propia, le hace sonreír: fue la primera vez que compartió con alguien lo que escribía.
Ahora lo que lo distingue es la cabellera, que puede calificarse de delirante. Hace unos años no nos habríamos detenido a hablar de esto, pero ahora es imposible ignorarlo. Se trata de un pelaje que crece hacia arriba unos quince centímetros, como si no existiera la gravedad
“Luego pasaron dos cosas”, me explica. Por un lado, uno de sus amigos empezó a tocar la guitarra y formó un grupo de rock en Lagos en la misma época en que estaba la movida del rock mexicano. El grupo se llamaba Mentes Invertidas y Juan Pablo les escribía las letras. La banda hacía conciertos con las canciones que Juan Pablo había escrito como letrista y él se sentaba en un rincón a escuchar. Era el intelectual del grupo, cosa que ahora le resulta muy graciosa. “Mi amigo Rolando, que era el guitarrista de Mentes Invertidas, se peleó con los demás y se salió del grupo. Hubo una escisión y el grupo pasó a llamarse Calvario Púrpura. Eran dos hermanos que también eran mis amigos y nos peleamos. Entonces yo les prohibí tajantemente tocar mis letras”.
Este acto de protoescritura —escribir canciones para Mentes Invertidas— incluye una de sus anécdotas favoritas, que, bien vista, también es graciosa y horrible. “No sabes —me dice al borde de la carcajada—. Fue genial”. La anécdota es como sigue: en un momento posterior a la escisión de la banda —Juan Pablo se había ido a estudiar la preparatoria a Guadalajara, pero pasaba los fines de semana en Lagos—, un día cualquiera, dando vueltas en el coche con Rolando, su mejor amigo, el exguitarrista de Mentes Invertidas, se enteraron de que en Calvario Púrpura seguían tocando un par de canciones suyas. Rolando y Juan Pablo se enfurecieron y decidieron ir a buscar al otro bando y los encontraron en un puesto de tacos en la calle. “Me bajé del coche a armarles un pancho ahí en la calle. El taquero nos miró como diciendo: ‘¿Estos mocosos qué?’. Yo estaba ofendido y me puse en plan: somos amigos. No puedes hacerme esto”.
Lo segundo que pasó fue que Juan Pablo tenía una carpeta con sus escritos y un amigo suyo en Guadalajara, que también escribía, le dijo que le prestara la carpeta para “armar algo chingón”. Un performance, una lectura dramatizada, una colección de rolas. El amigo perdió la carpeta y para Juan Pablo el extravío fue bastante traumático. “Lloré metafóricamente, porque lo sentí como una gran pérdida”. Su escritura era una expresión adolescente que atendía a “esa cosa que te quema por dentro”; una expresión de rebeldía contra la religión y el deseo de escapar de la realidad. No era para nada una antesala consciente de su vocación, que llegaría mucho después. Ni siquiera se le ocurría la posibilidad de ser escritor o de que su carpeta pudiera más adelante convertirse en un proyecto literario. La escritura era una pulsión, un espacio de libertad que tenía que ver con los conciertos de sus amigos, sus tormentos y su manera de canalizar lo que sentía. “No tenía conciencia del establishment literario mexicano ni mi escritura tenía que ver con ser escritor. Cuando tuve que decidir qué estudiar, no se me pasó por la cabeza la escritura como profesión”.
La realidad es así y ya está. Ni modo. Hay que ser realista es la frase favorita de los realistas (Fiesta en la madriguera)*.
Juan Pablo estudió Mercadotecnia en Guadalajara, Literatura Española en Xalapa y un doctorado en Teoría Literaria y Literatura Comparada con una beca de la Unión Europea en Barcelona, aunque no se tituló del doctorado. En Guadalajara, Juan Pablo se juntaba con amigos en un taller literario bastante ingenuo en el que los participantes no tenían conocimientos sólidos sobre literatura. Por esos años se planteó por primera vez ser escritor y, al terminar su carrera en Guadalajara, decidió estudiar Literatura en la Universidad de Xalapa.
Ahí reafirmó de manera incontestable que, para él, “no hay lugar para una escritura ingenua y —dice— sigo pensando así”. Había que conocer profundamente la historia de la literatura y tener conocimientos de teoría literaria y de crítica para convertirse en la clase de escritor que él quería ser. En Xalapa leyó muchísimo. Al principio de manera muy intuitiva, guiándose por las cosas que le gustaban, sin una conciencia clara de la historia de la literatura, pero más tarde —y fue deliberado— obtuvo el conjunto de elementos necesarios para formarse en literatura, aprendió a leer ordenadamente, adquirió conocimientos sobre técnica y teoría literarias y se formó también en la crítica. En Xalapa leyó libros que de otro modo no habría leído. El Quijote, por ejemplo, con mucho detenimiento. Los clásicos griegos, los latinos. Los franceses. Diderot y Voltaire, por ejemplo. Toda la literatura mexicana. Se hizo su propio canon de escritores, descubrió lo que le gustaba y a quiénes le gustaba leer. Se hizo de manías y afinidades. Armó su primera biblioteca. “Los trucos de la metanarración y la conciencia del acto de narrar —que podemos encontrar en algunas de sus novelas—, son mecanismos que aprendí de la teoría literaria y en mis lecturas de esos años”. También formó parte de un grupo de personas con quienes podía hablar, con bases teóricas sólidas, sobre libros.
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Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras).
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
Me cuenta que esa Navidad, mientras las señoras recogían, él irrumpió en la escena para decir que quería leerles un cuento y de inmediato se puso a leer. Las dos señoras lo escucharon, pero no lo elogiaron ni lo castigaron. Más bien lo ignoraron
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Al terminar la carrera en Xalapa, tenía claro lo que no quería: trabajar en mercadotecnia y en una oficina. Eso lo decidió en 1998, pero solo lo pudo ejecutar en 2011, cuando se le terminó la beca en Barcelona. Ya había decidido quedarse a vivir en esa ciudad y no tuvo más opción que dedicarse a trabajar como mercadólogo, haciendo encuestas y estudios de mercado. “No reniego —afirma sin miramientos—. La mercadotecnia me dio de qué vivir, me permitió en algunos momentos tener tiempo y espacio para escribir. Cuando publiqué Fiesta en la madriguera, en 2010, seguía trabajando en una empresa en Barcelona de comercio electrónico. A los 37 años realmente dejé el tema del marketing y me dediqué a los libros”.
Hacía más de 30 años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar Letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles (Peluquería y letras)*.
En el doctorado, Juan Pablo conoció a una compañera brasileña con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Vivieron una época en Brasil y volvieron a Barcelona, donde está su hogar desde entonces. Ese lugar y esa familia representan un espacio estable, una constante en la vida de Juan Pablo, una seguridad que, si bien lo protege, también lo atormenta desde el punto de vista de la escritura. La seguridad que sentía lo motivó a escribir su penúltimo libro, en el cual queda explícita la tensión de la que hemos hablado tanto.
“Siempre he escrito sobre nosotros”, es una declaración que aparece muy temprano en Peluquería y letras. La trama sucede en Barcelona y, según él, explica todo: su mundo, su manera de entender la literatura, su manera de construir un personaje de autoficción. Por qué escribir. Es justamente un libro en el que el personaje sospecha que la estabilidad lo va a matar.
Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final (Peluquería y letras)*.
Ahora piensa en su vida en oposición a las de otros escritores con vocaciones nutridas por referentes, una naturalidad para dedicarse a actividades intelectuales, un apellido, una biblioteca, una herencia familiar, un linaje, influencias: cosas que él no tuvo ni de lejos. En su casa, en Lagos, entre sus amigos y familiares no existían los escritores ni la escritura. Mucho menos publicar. Lo sensato era dedicarse a cosas prácticas. “Mi padre nos dijo que la familia nos daría educación y nada más”. No tener referentes le daba libertad al momento de escribir. No había una figura a quién seguir, en todo caso, una orfandad. “Yo soy un huérfano desde el punto de vista de la escritura. No tengo un padre y creo que esto me da mucha libertad para explorar. Por otro lado, esa no pertenencia, esa orfandad hace que sepa lo que no quiero hacer y lo que no quiero hacer es aquello que yo identifico como esa tradición a la que yo no pertenecí por origen o por linaje, y que tampoco quiero en lo personal”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido. Nada de eso. No conoció caminos transitables más allá de lo que intuitivamente fue concibiendo, hasta que la balanza se inclinó en esa dirección. Esa libertad es el único camino que en algún momento se hizo visible. Escribir porque le daba la gana, acerca de lo que le diera la gana, sin apego al establishment. Estas siguen siendo sus máximas como escritor.
Sin embargo, esa ausencia de referentes en términos de la escritura es totalmente opuesta en términos de su vida personal. “Yo no soy huérfano ni de lejos. Mi padre y mi madre son muy importantes. Me cuesta mucho hacer algo que sé que les molestaría, que les asustaría o que les preocuparía. Mis hermanos, el lugar del que vengo, no desaparecen. Lo más que he conseguido es ser consciente de eso para darme cuenta de, por lo menos, por qué hago lo que hago”.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro. Lo que no le deja ser y donde sí puede ejercer. Territorios que se prestan para la ficción y, sobre todo, para la autoficción. Por el tono en que me lo dice, queda claro que es algo en lo que ha pensado, algo que valora, que no pierde de vista y que, en efecto, teme perder por aburguesamiento, por confort, por encontrarse en una situación personal y profesional que ya no presenta mayores dificultades, como confirma una y otra vez en su susodicho libro de autodeterminación, Peluquería y letras:
Empezamos a repasar nuestra historia como si, de alguna manera, ya hubiera llegado a su final. O, cuando menos, al final de la parte importante, una vez superados los obstáculos*.
— La parte aburrida —decía la brasileira.
— Más bien es la parte que no tiene tensión narrativa —le contestaba yo—, porque no hay conflicto (Peluquería y letras).
A la hora de escribir, Juan Pablo suele poner al centro del problema el día a día de una persona común que, conforme avanza, deja de serlo, no porque el personaje sea o se vuelva excepcional y se conduzca con heroísmo y villanía singulares. Tiene que ver con que su situación, que va de una supuesta normalidad a lo ridículo, lo letal o lo directamente caótico, lo va llevando por caminos que se vuelven cada vez más insólitos. Como protagonistas de situaciones absurdas, lo van librando a punta de suerte, eventos paranormales, coincidencias y milagros, por decir algunos. Decir que “la libran”, es equivocarse. De hecho, fracasan. Eso sí, siempre aparejados de pensamiento analítico por parte del susodicho. Para construir estas tramas entre el cliffhanger y la novela de situación, Juan Pablo abreva de su infancia y su juventud con bastante textualidad, usando pasajes que, vistos con otra lente, no tienen muchos ángulos de análisis, pero que él, sublimando lo cómico, lo violento y lo peculiar, convierte en episodios medio bíblicos, pero en versión sátira, sin dejar de ser, más o menos, de la vida diaria.
Era como que te cortaran la pierna derecha por una gangrena y un día se te cayera un vaso de las manos y se hiciera añicos en el suelo, justo en el lugar donde debería estar tu pie derecho, y tú dijeras: uf, qué bueno que me cortaron la pierna (Si viviéramos en un lugar normal)*.
Hablamos un poco sobre el aspecto reflexivo de lo que podemos llamar las novelas de ficción y las de autoficción. Juan Pablo me explica cómo en sus primeras novelas (Fiesta en la madriguera, Si viviéramos en un lugar normal, Te vendo un perro), que podrían considerarse de “ficción pura” —y aclara que lo dice así por simplificar—, el narrador traslada es aspecto reflexivo al lector, porque los narradores no son suficientemente confiables. En dos de los casos se trata de niños. En otro, de un viejo que se pasa media vida buscando su siguiente cerveza. Son narradores que no pueden darse cuenta de lo que el lector sí, de tal modo que son los lectores quienes hacen la reflexión. En cambio, sus narradores en las siguientes tres novelas, que considera una saga (No voy a pedirle a nadie que me crea, Peluquería y letras y El pasado anda detrás de nosotros), el personaje hace las reflexiones, pero no de manera autoritaria, sino que invita al lector a hacerlas juntos. “Creo que mis narradores no son muy autoritarios en el sentido de cómo funcionan a veces esos grandes narradores de la literatura, que desde la primera página te hacen sentir: guau, este es un genio. Mis narradores más bien dudan, se equivocan, tienen accidentes o incluso puede suceder que no se dan cuenta”.
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En su apreciación de la escritura, es esencial no juzgar a los personajes. “El exceso de juicios y certezas no es bueno para una novela porque puede parecer que le estás diciendo al lector cómo tiene que interpretar lo que está leyendo. Entonces sobreactúas a nivel narrativo y dejas poco espacio para que el lector pueda hacer su interpretación, y entre más juicioso, más determinado, menos espacio hay para el lector y menos literario es. Para mí es así. Un bestseller no deja espacio para la interpretación: todo mundo entiende lo mismo; en cambio, en una novela tendrían que caber múltiples interpretaciones. Puede haber ambigüedad y posibles contradicciones”.
“Hay una frase muy linda de Miranda July —me dice mientras sonríe, y puedo ver que teclea en su computadora para encontrarla—. Ahí te va: ‘En un mundo ideal, seríamos huérfanas’”. La declaración no deja lugar a dudas. Juan Pablo es un autor que no cumplió al volverse escritor, no satisfizo una aspiración, no buscó conservar una tradición o darle brillo a un honor familiar o a un apellido.
Por lo menos en parte, la forma en la que hoy Juan Pablo piensa y se expresa en relación con la literatura, se debe a la conversación que se originó en Xalapa; ese espacio que ha cuidado tanto para hablar sobre escritura y literatura. Después de Xalapa vino el doctorado con nuevos temas, nuevos compañeros, profesores, lecturas. Ideas nuevas. Con las publicaciones vinieron otras charlas con colegas y escritores, y más tarde una comunidad más extensa, representada en los talleres que imparte. “Los talleres son espacios de reflexión donde cada uno encuentra su propia manera de escribir”.
Juan Pablo comenzó a dar talleres hace ocho años, después de ganar el Premio Herralde de Novela por No voy a pedirle a nadie que me crea. El premio lo colocó en un sitio más visible, y la gente que lo conocía le sugería con mucha frecuencia que diera algún taller o alguna clase y él mismo tenía la inquietud. Empezó con ocho personas y poco a poco fue creciendo. Ahora tiene varios grupos, una o varias veces por semana o cada dos semanas. Tiene también talleres online y da algunos en México los veranos cada par de años. Es probable que, en un año normal, Juan Pablo dialogue con 100 alumnos, de los cuales quizá 50 sean alumnos directos.
El taller es un espacio importantísimo para su desarrollo como escritor porque va modificando sus propias ideas sobre la literatura y porque es una forma de ganarse la vida que le permite pensar y hablar sobre lo que más le interesa.
Además de la escritura y los talleres, su vida diaria sucede en Barcelona. Su universo personal presente está ahí, en esa ciudad y con su familia. “Creo que mis dedicatorias en mis novelas son muy genuinas y dicen algo sobre cómo veo las cosas”. Fiesta en la madriguera se la dedicó a su hijo Mateo, y es una novela sobre la paternidad y también sobre el miedo a ser padre. Si viviéramos en un lugar normal se la dedicó a su hija Sofía, y se trata sobre irse de casa y romper con la familia, sobre el sarcasmo y el cinismo cuando se crece en una realidad opresiva “y no es casualidad que se lo haya dedicado a mi hija y no a mi hijo”, dice. Te vendo un perro se la dedicó a Andreia, su pareja, y es una historia situada en la Ciudad de México que propone una manera de compartir con ella su México o “ese México que yo quise representar ahí”. El pasado anda detrás de nosotros, se la dedicó a sus padres y hermanos porque claramente, afirma, es una novela sobre ellos. La invasión del pueblo del espíritu que sucede entre el pasado y el futuro, está dedicada a sus padres y a sus hijos. Me explica que sentimentalmente imagina a unos lectores que están en el presente y no en la nostalgia. A sus hijos, a su pareja y a su familia.
Volvemos a las dicotomías de siempre: Lagos y Guadalajara, México y el extranjero, la incomodidad de querer escribir y trabajar como mercadólogo, la tensión entre ser huérfano en el ámbito de la escritura y destacadamente no huérfano en el personal. La batalla entre la estabilidad y lo otro.
Sobre la vida y obra de Juan Pablo aún hay muchísimo que decir. Parafraseando lo que dicen otros, sus libros son “salvajemente divertidos”, Juan Pablo posee “virtuosismo narrativo”, su trabajo es de “comicidad desbordante” y “combate el horror con humor”; que “sus novelas son hilarantes porque tratan los asuntos más terribles”; que “hace reír con el absurdo y, al hacerlo, muestra el sinsentido del mundo”; que “se expresa con la lucidez del que sabe que nos mienten”, etcétera. Todos coinciden en que aprovecha la tensión entre comicidad y horror. Yo agregaría que sus novelas hacen también otra cosa: muestran el cambio de siglo. Es un autor entre siglos. Su obra es un referente para que las generaciones venideras logren desentrañar —ojalá con el mismo humor— al menos aspectos de cómo fue que llegamos al delirio en el que vivimos.
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*Todas las citas son de Juan Pablo Villalobos. Las obras de las que se extrajeron los fragmentos citados son Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010), Si viviéramos en un lugar normal (Anagrama, 2012), Peluquería y letras (Anagrama, edición en formato digital, 2022) y El pasado anda detrás de nosotros (Anagrama, 2024).
Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.
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