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Una herencia que parecía un sueño, pero que en su interior marcó el destino de dos mujeres, a cambio de una promesa cumplida.
“Mirá, que acá no hay señal”, advierte Alexia esa mañana. Mientras el auto avanza por el sendero de tierra en medio de la inmensa llanura pampeana, la señal desaparece. La tierra seca se transforma en un revuelto de barro imposible de circular cuando llueve. El camino es ancho, está ubicado a unos 20 kilómetros de Antonio Carboni, una localidad de Lobos, en la provincia de Buenos Aires, donde nació Juan Domingo Perón a finales del siglo XIX, a 130 kilómetros de la Capital Federal de la Argentina. Es la pampa ondulada, una región que yace bajo el nivel del Río de la Plata y se inunda con facilidad, especialmente durante las sudestadas, un fenómeno meteorológico típico de esta región, que trae un viento frío proveniente del cuadrante sureste y se abalanza sobre la ciudad, dejando a su paso un paisaje de árboles vencidos y calles anegadas. A los costados se extiende la inmensidad del campo, con un horizonte limpio, donde el verde se intensifica a pesar de la cercanía con la urbe.
El auto avanza lento, sorteando los pozos que el tiempo y el poco mantenimiento han cavado sobre el camino. Una nube de polvo se levanta y ensucia el paisaje; no hay postes con luz eléctrica, ni carteles, ni ruido que nos alteren; vemos un auto que se acerca a toda velocidad, intuimos que es Alexia que viene a nuestro rescate. Paramos nerviosas y vemos una silueta con una gorra roja que pasa de largo y frena al escuchar nuestra bocina. Hace un giro rápido y estaciona a nuestro lado. Alexia baja la ventanilla y se ríe. “¡Síganme que estamos cerca!”, grita desde el otro lado del vidrio. A los lejos se ve su hogar, un castillo que se asoma como una grieta en el paisaje llano. Una estampa que salió de un sueño y que Alexia, 10 años atrás, heredó junto a su madre, bajo una única condición: no venderlo nunca.
Desde afuera se ve una mansión imponente, ubicada en un claro, las paredes están grises por el paso del tiempo, parece tener tres pisos de alto. En uno de los costados hay una estructura circular donde sobresale una cúpula, mientras que en el otro extremo se extiende un balcón alargado. Es un castillo construido sobre un terreno de más de 60 hectáreas, dominado por la naturaleza agreste que parece hacer eco de su aislamiento. Sin embargo, la silueta se impone, como si cayera haciendo un estruendo, convirtiendo todo a su alrededor en un símbolo de poder. Una apariencia que no solo se contradice con su interior, sino que sugiere una anomalía.
Alexia Caminos Olivo, junto a su madre Justina Olivo, fueron protagonistas de un largometraje rodado en su propia casa. Una película titulada El castillo, dirigida por Martín Benchimol, basada en la historia ficcionalizada de una adolescente que planea mudarse a Buenos Aires, y dejar a su madre viviendo en un castillo que se está destartalando. Como el documental Grey Gardens (1976), dirigido por Albert y David Maysles, Muffie Meyer y Ellen Hovde, esta película surgió de una simple curiosidad. Benchimol estaba en su auto recorriendo la zona: “Era el 2015 y en ese momento estaba filmando mi película anterior llamada El espanto, en una zona rural muy cercana al castillo. Yo buscaba curanderos por pueblos y nos habían recomendado hablar con uno que vive cerca. Hasta que pasé de casualidad por ahí y la vi a Justina trabajando en el pasto. Me bajé del auto y le dije: ʻ¿Usted conoce al dueño de este lugar?ʼ, y ella me dijo: ʻPasá, la dueña soy yoʼ. En ese momento me dijo que no se iría jamás a cambio de una promesa y lo primero que pensé fue, “acá hay una película”.
En Grey Gardens, las protagonistas de la historia son Edith “Big Edie” Bouvier Beale y su hija Edith Bouvier "Little Edie" Beale, tía y prima de Jackie Keneddy, respectivamente, y que viven juntas en una enorme mansión que solía ser elegante y lujosa, pero que con el tiempo se vino abajo. Las Bouvier pertenecían a la tradicional aristocracia estadounidense y Grey Gardens era su mansión de veraneo en East Hampton, un vecindario residencial de clase alta ubicado en Los Hamptons, Long Island, en el estado de Nueva York. A pesar de ello, cuando los documentalistas las encuentran, la casa estaba en un estado de abandono total, habitada solo por ellas dos, aisladas del mundo, en condiciones de indigencia y rodeadas de polvo, gatos y mapaches. Sin embargo, en el castillo las historias son diferentes. Mientras que Grey Gardens explora la decadencia de la aristocracia, El castillo narra la historia de una mujer de clase baja que se aferra a algo enorme.
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En El castillo, el director creó un escenario fantástico que narra la convivencia y la relación entre madre e hija ante una posible despedida. Sin embargo, hay una parte de la historia que es pura ficción: Alexia no planeaba mudarse. La otra es la realidad sin artificios: dos mujeres —una madre recién jubilada, de clase trabajadora, nacida en el Chaco paraguayo, de ascendencia indígena, y su hija adolescente— viven en un castillo y lo sostienen sobre sus espaldas. Un paisaje que parece un error del sistema, un cuento de hadas que se torció: Justina y Alexia heredaron una mansión imponente en el corazón de la oligarquía terrateniente argentina de La Pampa.
El castillo, como le llaman ambas, fue construido dentro de un casco de estancia a finales del siglo XIX. En 1891 fue bautizado como Estancia La Hiedra por su propietaria, Dolores Navarro Viola, una mujer que formaba parte de la aristocracia argentina y cuya familia hizo fortuna en el sector financiero. Según los registros que Alexia encontró en los antiguos placares, los Navarro Viola fueron los primeros en habitar este lugar para usarlo como casa de campo. También cuenta que el parque del mismo predio fue diseñado por Carlos Thays, un paisajista francés que, alrededor de 1880, emigró al país y se quedó definitivamente trabajando como director de parques de la ciudad de Buenos Aires, dejando su impronta no solo en el Jardín Botánico, sino también en los jardines de muchas estancias privadas, como esta.
En 1980, Norma Claude y Carlos Meier compraron el castillo para usarlo durante los fines de semana. Carlos era doctor en ciencias económicas y con sus conferencias por el mundo hizo una fortuna con la que no solo compró esta estancia, también un departamento en el Barrio de La Recoleta, una de las zonas más caras de la ciudad de Buenos Aires, una decena de oficinas en la zona del Congreso y un chalet en Lobos. El castillo lo compró para el momento de retirarse de su profesión y vivir ahí su vejez, junto con Norma. Pero en 1983 Carlos se enfermó durante un viaje a París y contrajo una enfermedad extraña tras comer carne contaminada, diagnosticada como Creutzfeldt-Jakob, conocida como la enfermedad de las “vacas locas”, una infección que en esa época había comenzado a resonar por el mundo, pero no tenía explicación. En ese momento Norma se desesperó y decidió vender el castillo para financiar el tratamiento de Carlos. Viajaban médicos desde todas partes del mundo, le hicieron estudios de todo tipo, pero nadie pudo salvarlo. Carlos perdió la vista y dejó de caminar a los pocos meses, más tarde cayó en coma y, en menos de un año, falleció. Norma quedó sola, junto a Justina, su empleada doméstica y la mujer que los había estado acompañando durante toda su vida.
Hoy Justina tiene 63 años y su caminar es lento, provocado por un problema en la rodilla derecha. A primera vista, parece seria, casi distante, especialmente con quienes no conoce. Pero cuando se dirige a su hija, su rostro se dulcifica, y surge una complicidad tácita entre las dos.
Justina nació en 1961 en Resistencia, provincia de Chaco, al norte de la Argentina y la región que hoy es la más pobre del país, dentro de una familia numerosa. A los 5 años, su padre la entregó a la familia de Norma para que trabajara. Justina tenía hermanos varones y para los ojos del entorno familiar eran las mujeres quienes debían comenzar con las tareas de cuidado, aun a cuestas de ser una niña. Justina tuvo 13 hermanos y siendo la única niña la forzaron a trabajar como cuidadora de bebés de familias de clase alta, ese fue su primer trabajo. Años más tarde, cuenta que la llevaron a recolectar algodón. A los 11 años dejó el norte chaqueño porque una prima de Norma, perteneciente a la clase alta de Resistencia, se mudó a Merlo, provincia de Buenos Aires, al sur del río Reconquista, y se la llevó. Justina recuerda que cerca de esa casa había una fábrica donde se elaboraban las gallinitas Plin Plan, un dulce popular en Argentina desde los años setenta. “Era una gallinita de azúcar, ¿Te acordás? Venían en diferentes colores y estaban rellenas de un almíbar con gusto a fruta, la gente decía que tenían licor”, cuenta esto mientras hace un gesto con las manos y explica que su trabajo también fue ese, rellenar las gallinitas de almíbar desde las 4 de la mañana hasta que se ponía el sol. Más tarde, con las manos pegoteadas, salía de la fábrica para volver a dormir y empezar otro día de nuevo, antes del amanecer.
A los 17 años, en 1980, Justina se mudó definitivamente con Norma y Carlos, quienes habían llegado a Buenos Aires en búsqueda de un futuro mejor. Ese año compraron el castillo y años más tarde Justina vio cómo Norma, con mucho dolor, lo vendió y cómo, tras la muerte de Carlos, empezó a juntar el dinero para recuperarlo. “Tenían mucha plata, sí, pero Norma tenía algo más: una obsesión por este lugar. Su única meta era volver a tener el castillo, así que vendió algunas oficinas que tenían entre Congreso y Plaza de Mayo, y lo compró otra vez. Ella necesitaba volver acá”.
La relación entre Justina y Norma siempre fue tensa. Aunque Justina trabajaba como empleada doméstica y acompañaba a Norma en sus actividades, nunca tuvo la libertad que deseaba. Las discusiones eran frecuentes. Cuando Justina quería visitar a su familia en Resistencia, Norma le ponía trabas y le negaba el viaje. Y si al final cedía, le revisaba sus cosas antes de que partiera. “‘Déjame armar tu valija’, me decía, como si sospechara que pudiera robar algo de la casa”. Esa desconfianza le pesaba. Justina lo sabía: su tiempo allí se acabaría después de alguna pelea. “Un día nos gritamos tan fuerte que tomé un micro y regresé sola a Resistencia. Yo tenía 28 años.” Cuatro años después, Norma viajó hasta Resistencia y le rogó que volviera. Justina regresó y retomó su lugar en la casa, en ese espacio donde la libertad siempre estuvo limitada.
Con el tiempo, el trato de Norma hacia Justina no mejoró. Las restricciones eran constantes: no podía salir con frecuencia ni hablar por teléfono ni tener amigas ni disfrutar de su independencia. Una independencia que en realidad prácticamente no tenía porque Norma no le pagaba un salario mensual, a cambio de su trabajo de limpieza y cuidado, le ofrecía alojamiento y comida. Pero el alojamiento no era en el castillo, sino en el chalet de Lobos o en un departamento en la Capital Federal donde Norma vivió durante largos años hasta mudarse al castillo definitivamente. Norma recuperó el castillo en 1999, lo compró a 60 000 pesos argentinos, un monto equivalente a 60 000 dólares de ese entonces.
A los 40 años, Justina se embarazó. Había conocido a un hombre que estaba haciendo un arreglo en el chalet de Lobos, él se dedicaba a la construcción. “Pero a mi quinto mes de embarazo me dejó. En ese momento Norma me ofreció ayuda, me dijo que no me iba a quedar sola y cuando Alexia nació nos quedamos las dos con ella”. Alexia nació en el año 2001, a los pocos meses de su nacimiento, Norma compró una casa pequeña en Lobos y la puso a su nombre, dijo que quería asegurarle su futuro.
Alexia está de pie frente a la puerta, acaricia un perro, mira hacia los costados cerciorándose de que ningún animal esté suelto. Tiene 23 años, lleva una gorra roja puesta al revés, ropa holgada y anteojos para ver. Su sonrisa es contagiosa, muestra una viveza que la hace parecer más grande. “¿Viste mi último video con los corderitos? Me hice viral”, dice apenas cruzamos el umbral, a punto de adentrarnos en un largo pasillo. Saca su teléfono y me lo muestra. En la pantalla, dos cabritas saltan sobre un piso de parqué que reconozco como la entrada. Aunque ella no aparece en el video, su risa resuena de fondo. Mientras lo enseña, se arremanga el buzo, dejando al descubierto algunos tatuajes en sus antebrazos: una palanca de cambios, el contorno de un castillo y, en el otro brazo, la cara de Lady Gaga.
Alexia se fanatizó con los autos de carrera cuando un familiar de Norma le regaló un volante para usar en juegos que simulan estas competencias, como el Grand Prix. “Yo quiero correr, quiero hacer un curso, pero está carísimo. Igual acá tengo mi volante simulador y a veces practico. Además, cuando hay barro afuera puedo hacer mis propios rallies. Quiero empezar a participar en algo, pasa que tenés que tener muy buena suerte o mucha plata para que un sponsor te dé pelota y poder ingresar en una categoría. Encima, siendo mujer es más difícil, solo Michèle Mouton lo logró en el rally, ella compitió en el mundial en los ochenta ¿Pero sabés cómo le hicieron la vida imposible? Ahora quizás la cosa cambió un poco”. No solo le encanta manejar, ella quiere ser piloto profesional y también le apasionan los autos. Sabe armar y desarmar motores, cambiar los filtros de aire, cambiar el aceite, las bujías y las baterías.
Alexia vuelve rápidamente sobre sus pasos, cerrando la puerta con firmeza. No quiere que ningún perro o gato hambriento se cuele en la casa. En ese momento, el mundo se transforma. Aunque afuera el sol encandila, adentro las luces están encendidas porque casi todas las ventanas están cerradas. Algunas están rotas, otras forman parte de una obra que están haciendo; mover algo sería entorpecer el trabajo que los obreros dejaron inconcluso el día anterior.
Una mesa larga y unos sillones arman un living. Son muebles elegantes, pero de otra época, eran de Norma y se quedaron ahí, juntando polvo como parte de la decoración. Alrededor, el caos: los techos originales, altísimos, están siendo bajados con placas de durlock. También se les ve dañados; cuando llueve, el agua se filtra. Además, toda la instalación eléctrica debe reemplazarse; la del castillo es de los años ochenta, y nada de lo que se enchufaba entonces sirve para lo que usamos ahora. Los arreglos comenzaron hace unos meses, pero el contratista los dejó a medias. Alexia lo explica con naturalidad como quien da una lección: “Un contratista es la persona que se encarga de todo: me busca un albañil, un electricista, un gasista, un plomero, me pasa un presupuesto y consigue los materiales. Todo. Bueno, nos dejó”.
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Mientras habla, Alexia dirige nuestras miradas con sus manos. Con un dedo señala una pared resquebrajada, con otro nos indica por dónde caminar. A la izquierda, un baño; a la derecha, la cocina. Al fondo, se abren las puertas de cuatro habitaciones enormes. Una funciona como comedor y sala de estar; las otras tienen camas, valijas, y algo de ropa desparramada. “Como la calefacción no funciona por una pérdida de gas —que también estamos arreglando—, mamá y yo nos mudamos a esta parte de la casa, abajo”. Justina y Alexia se mudan de área en el castillo según el clima, en invierno puede haber de 0 a 5 grados en la planta alta y un poco más en la planta baja si tienen suerte con la calefacción. “También estamos bajando los techos porque si no el calor se pierde, perdón el desorden”, aclara. Alexia continúa el recorrido como si fuera una guía de excursión. “Ahora vamos a subir al segundo piso”, dice, mientras se escucha el sonido de las maderas que crujen en cada escalón.
Al llegar, una puerta abre paso a un largo pasillo, que se estira y se retuerce como un laberinto. Cinco habitaciones conectadas entre sí, cada una con su propio baño, alineadas como estaciones en un camino curvo, casi como el camino de tierra que está a la entrada. Cada objeto de decoración tiene una marca de polvo por la obra que están llevando adentro. Las paredes están decoradas con fotos, algunas recientes, otras claramente más antiguas. Las más cercanas al suelo, casi al nivel del piso, muestran rostros de los familiares de Norma y Carlos, están en portarretratos sobre pequeñas mesas de luz. En el corazón del pasillo, destaca un retrato enmarcado de Norma, la mujer que heredó a Justina su propiedad más preciada. Norma posó para la cámara con una leve sonrisa, tenía los ojos negros y pequeños, el pelo negro lleva un peinado Bouffant, el boom en los años sesenta. Las demás imágenes, algo enigmáticas, parecen pertenecer a la casa. “Siempre estuvieron ahí”, dice Alexia con un gesto, casi como si fuera una explicación suficiente. Todo lo que está dentro debe permanecer como Norma lo dejó, y como en las películas clásicas, su rostro permanece en el centro, la mujer del retrato es la protagonista de un lugar en el que ya no está. Es como una especie de museo de la antigua dueña.
Madre e hija se mudaron al castillo de manera definitiva en 2015 —meses antes de que Martín Benchimol descubriera el lugar—, aunque legalmente heredaron la propiedad en el 2013, cuando Norma falleció. Desde hacía años, Norma tenía su testamento listo. Si bien tenía sobrinos que la visitaban con frecuencia, decidió que ninguno de ellos heredaría el castillo. En Argentina, el testamento permite al testador disponer libremente de sus bienes, sin obligación directa hacia sus familiares de sangre. Norma, sin hijos, padres vivos o hermanos, tenía la libertad de decidir el destino de su legado y hacer con él lo que quisiera.
Justina se enteró de la herencia la noche en la que Norma falleció. Horas antes, Norma le había pedido que no se moviera de su habitación. “Algo intuía —recuerda Justina— porque me pidió que a la mañana siguiente llevara a Alexia al colegio sin falta”. En un gesto final, Norma tomó la mano de Justina y le confió que todo estaba resuelto: le dejaría el castillo para que viviera allí junto a su hija. Justina intentó negarse, consciente de que no podría mantener la propiedad ni afrontar los arreglos que necesitaba. Pero Norma insistió: “Vos, quedate tranquila que vas a poder. Yo te lo dejo bajo la promesa de que no lo vendas. Esto va a ser tu sustento. Vas a tener tus vacas, vas a plantar comida en un huerto, y tenés el río ahí al lado. Si querés, podés alquilar el campo, pero no lo vendas, vas a ver que vas a poder”. Esa promesa fue el último pacto entre las dos, un lazo invisible que no necesitó papel ni firma, solo la gravedad de una mano sobre otra y el peso de la palabra dicha.
En ese momento, Justina no solo recibió la noticia de que heredaría el castillo, sino también de que Norma había abierto una cuenta en dólares en la que, mes a mes, depositaba un salario por el trabajo que ella realizaba dentro de la casa. Además, contaban con una pequeña propiedad en Lobos que Norma había comprado para Alexia al nacer. Y, por último, había puesto el departamento de La Recoleta a nombre de Justina y de dos de sus sobrinos.
La mañana en que Norma murió, toda su familia se reunió en la planta baja del castillo para leer el testamento. Claudio, sobrino de Norma y ahijado de Carlos, estaba presente junto a su hermano mayor y sus primos. Las palabras resonaron en la sala, pero solo una frase se quedó suspendida en el aire: Justina sería la heredera del castillo. “Esa mañana estaba mi hermano mayor, mis primos y mis sobrinas. Apenas escuchamos que el castillo sería para Justina les vi las caras, todos se quedaron pálidos, nadie dijo una palabra”, recuerda Claudio. Efectivamente, durante unos segundos el silencio se rompió con miradas de sorpresa y gestos de desagrado. “Todos me miraron mal, hicieron caras, pero no les quedó más remedio que aceptarlo”, recuerda Justina.
A Claudio le pareció lo más justo. Conocía el carácter de su tía Norma, sabía que para Justina la convivencia había sido difícil. También comprendía que ninguno de sus primos o su hermano mayor tenían suficiente relación con el campo para poder llevarlo adelante. “Justina merece tener un hogar, y el castillo es un lugar que hay que sacarlo adelante”, sostiene con firmeza.
Mientras tanto, en Argentina, la situación habitacional está en crisis. Según el último Censo de Población y Vivienda de 2022, solo el 65% de la población es propietaria, una disminución de 10% en comparación con el censo de 2010. Este porcentaje parece alto, pero la clase media en Argentina conlleva la aspiración a la casa propia como una muestra de identidad y ascenso social que históricamente permanece. Un informe del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y TECHO Argentina revela que uno de cada tres hogares no tiene una vivienda adecuada. Además, más de 2 millones de hogares son inquilinos, una tendencia que ha ido en aumento: entre 2010 y 2022, el porcentaje de hogares inquilinos subió del 16 al 20%.
“En ese momento vivimos épocas difíciles, yo era chica y no trabajaba, llegamos a tener 70 000 pesos de deuda en el almacén del pueblo, hasta que vendíamos una vaca y con eso podríamos saldar la deuda y pagar algunos impuestos, pero no sabíamos cómo organizarnos, alquilábamos el campo a un precio bajo, nos organizábamos muy mal”, cuenta Alexia mientras camina.
Alexia no se detiene. Cruza cada habitación con firmeza. En la suya, cuelga una bandera del orgullo y al fondo se ve una batería. El resto tienen camas y placares de madera; la última es la de su madre, pero todas están conectadas, es un círculo perfecto. Al final del pasillo hay un balcón alargado, no se puede usar porque ahora corre peligro de derrumbe.
Alexia y Justina llevan casi una década viviendo en el castillo, pero sus ingresos no alcanzan para mantenerlo. Actualmente alquilan una parte del terreno a un vecino con vacas y una pequeña casa en Lobos, que está a nombre de Alexia. También reciben una tercera parte del alquiler de un departamento en Recoleta que pertenecía a Norma. Además, Justina percibe el salario mínimo de jubilación, que en Argentina es de 234 540 pesos al mes, actualmente son casi 200 dólares (diciembre de 2024). Desde hace unos meses, Alexia comenzó a trabajar manejando un tractor y con su salario han podido empezar a hacer los arreglos más urgentes.
Actualmente en Argentina, una familia tipo de cuatro personas necesita 986 pesos —unos 900 dólares aproximadamente— para no ser pobre, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Las reparaciones del castillo actualmente están presupuestadas en 12 millones de pesos —unos 12 000 dólares— y el salario de Alexia ronda los 700 000 pesos por mes —unos 700 dólares—.
Por el momento, no tienen estufas para calefaccionar los espacios comunes, pero sí cuentan con agua caliente gracias a un enorme termotanque ubicado en el jardín, imposible de mover. El gas almacenado en él les permitirá tener agua caliente durante los próximos cuatro meses. La electricidad la pagan mediante una cooperativa, lo que les cuesta unos 80 000 pesos al mes, equivalentes a 80 dólares aproximadamente.
Alexia nos prohíbe subir al tercer piso. Está cerrado con una valla de alambre y un palo que se cruza de un lado al otro. No da detalles, solo menciona que es un desastre y que por eso está fuera del recorrido, a veces suben los gatos y dejan todo sucio. Es un altillo, explica, lleno de muebles viejos y con una ventana que da a la cúpula.
Alexia se refiere a Norma como “la abuela”, y Justina se refiere a Norma como “su madre”, pero la relación con sus sobrinos no siempre fue buena. Solo dos de ellos, Mateo y Claudio, se preocuparon genuinamente por el bienestar de ambas y ofrecieron su ayuda para mantener el castillo. Los demás, sin embargo, hicieron un uso constante del lugar sin brindar ningún tipo de apoyo y contención. Muchos fines de semana se presentaban en el castillo, actuando como si la propiedad les perteneciera, y trataban a Justina como si fuera una empleada doméstica, un rol que ella había dejado atrás desde que el castillo pasó a ser legalmente suyo. “Yo era testigo de cómo mi familia decidía pasar días enteros en el castillo y pretendían que Justina los atendiera. No lavaban, no levantaban un plato después de comer, no cambiaban sus sábanas. Había una apropiación del espacio que era impresionante. Seguían una dinámica familiar como si Norma, mi tía, estuviese viva. Hasta pensaron en transformarlo en un Airbnb y que Justina se ocupe”, cuenta Claudio.
Esta dinámica generó tensiones. Justina, que había asumido el desafío de mantener la casa y sus alrededores, se encontró en una situación insostenible. En lugar de disfrutar de su hogar, se veía forzada a lidiar con una actitud despectiva. El castillo, que debía ser un refugio y un símbolo de independencia, se convirtió en el escenario de enfrentamientos y malos momentos, donde era tratada como una empleada en su propio hogar. Como si su pasado como empleada doméstica les hubiera otorgado el derecho de decirle qué hacer en su propia casa.
Frente a los conflictos con los familiares de Norma y los problemas estructurales del lugar, Justina y Alexia, en algún momento, consideraron romper la promesa. “Hubo ocasiones en las que le dije a mamá que vendiera el castillo, esa posibilidad la barajamos varias veces, pero ¿quién lo compraría?, ¿a cuánto?, ¿esa ganancia nos alcanzaría para comprar una casa nueva?”. Alexia hace cuentas con los dedos y desiste. Cree que su salario no es suficiente para sostener otra deuda en caso de pedir un crédito y reponer el faltante para un futuro hogar. Los créditos hipotecarios disponibles no satisfacen la demanda general. Muchos están diseñados para un segmento específico de ingresos, con cuotas desproporcionadas y un capital inicial alto que no cubre el valor total de la vivienda. De hecho, el crédito hipotecario en Argentina representa menos del 0.5% del PIB, mientras que en otros países supera el 15%.
Quizá por estas razones, y por algunas más profundas que no siempre son fáciles de explicar, Justina y Alexia eligen quedarse en el castillo en lugar de mudarse a un lugar más pequeño, donde los gastos serían menores. Mientras otros contemplan ese lugar como una oportunidad para generar ingresos o transformarlo en un hotel, para ellas el predio es mucho más que un simple bien inmueble. Lo ven como un símbolo de pertenencia, un refugio que encarna su identidad y su historia.
Es hora de emprender el regreso, pero es imposible hacerlo antes de que caiga el sol; las tareas de alimentar a los animales les toma más tiempo del estimado. Alexia y Justina se acomodan frente al televisor y hablan sobre lo que verán juntas esa noche. Ambas caminan hasta la puerta y saludan con algo de cansancio. Afuera está oscuro y frío, la señal en el celular vuelve 40 minutos después, casi pisando el asfalto que llega al pueblo más cercano.
Al igual que en Grey Gardens, el castillo atrajo la atención de un director interesado en narrar la historia de una madre y una hija que se aferraban a un paisaje en el que no querían quedarse atrás. Justina y Alexia caminaron por la alfombra roja y se vieron en la pantalla grande en el Festival de San Sebastián. También vieron cómo la película ganó premios en Berlín, Hong Kong y Mar del Plata. Aunque ese pasado de fama todavía resuena en sus cabezas, la realidad cotidiana se impone con dureza.
A Alexia le gusta vivir en el castillo. Rara vez va a Capital Federal. Una vez fue con Justina a la marcha del orgullo, pero se quedaron atrás. Al año siguiente volvió con amigas, pero cuando se adentraron en la multitud, un ataque de pánico la dejó sin aire. No soportó estar rodeada de demasiada gente. A veces, le pasa por la cabeza que mudarse a Lobos no sería mala idea y en un futuro lo hará. “Sería un punto medio; Lobos no es la gran ciudad, pero tampoco es el campo. Sin embargo, el castillo es mi casa y me gusta. Lo único malo son las calles de tierra. Si llueve, quedamos atrapadas”. El campo es bello, pero brutal; cuando la lluvia se prolonga y necesitan provisiones, las cosas se complican. Al pueblo van una vez al mes, cargan comida que almacenan cuidadosamente, y así sobreviven.
Justina no tiene intención de irse. Solo dice que quiere descansar porque trabajó sin parar desde sus 5 años. Para ella, esa mansión es un refugio indispensable que no está dispuesta a abandonar, aunque haya vivido presa de un destino que no fue el que esperaba. Alexia, por su parte, también se aferra al paisaje. Cuenta que los familiares de Norma dejaron de visitar el castillo después de ver en pantalla grande la molestia de sus visitas. “No volvieron porque me atreví a decirles en la cara que no eran bienvenidos”.
Ambas fueron valientes al aceptar aquella promesa que decidieron llevar adelante hasta el final. Asumieron el cuidado de un lugar que todavía tiene historias de otras personas colgadas en las paredes. Se refugian en un microcosmos que, a pesar del deterioro, persiste como testigo de un país en crisis. Sin embargo, resisten, salen con sus reposeras cuando hay sol y revuelven el barro los días de lluvia. Se aferran a lo que conocen, a lo que sienten como suyo. Se esfuerzan para seguir en movimiento, contradiciendo la quietud que las rodea.
Los tatuajes de Alexia Caminos Olivo: en uno se ve el castillo, que se hizo en su viaje a Donostia para el Festival de San Sebastián donde la película ganó un premio. De fondo, el castillo donde vivió toda su vida.
Una herencia que parecía un sueño, pero que en su interior marcó el destino de dos mujeres, a cambio de una promesa cumplida.
“Mirá, que acá no hay señal”, advierte Alexia esa mañana. Mientras el auto avanza por el sendero de tierra en medio de la inmensa llanura pampeana, la señal desaparece. La tierra seca se transforma en un revuelto de barro imposible de circular cuando llueve. El camino es ancho, está ubicado a unos 20 kilómetros de Antonio Carboni, una localidad de Lobos, en la provincia de Buenos Aires, donde nació Juan Domingo Perón a finales del siglo XIX, a 130 kilómetros de la Capital Federal de la Argentina. Es la pampa ondulada, una región que yace bajo el nivel del Río de la Plata y se inunda con facilidad, especialmente durante las sudestadas, un fenómeno meteorológico típico de esta región, que trae un viento frío proveniente del cuadrante sureste y se abalanza sobre la ciudad, dejando a su paso un paisaje de árboles vencidos y calles anegadas. A los costados se extiende la inmensidad del campo, con un horizonte limpio, donde el verde se intensifica a pesar de la cercanía con la urbe.
El auto avanza lento, sorteando los pozos que el tiempo y el poco mantenimiento han cavado sobre el camino. Una nube de polvo se levanta y ensucia el paisaje; no hay postes con luz eléctrica, ni carteles, ni ruido que nos alteren; vemos un auto que se acerca a toda velocidad, intuimos que es Alexia que viene a nuestro rescate. Paramos nerviosas y vemos una silueta con una gorra roja que pasa de largo y frena al escuchar nuestra bocina. Hace un giro rápido y estaciona a nuestro lado. Alexia baja la ventanilla y se ríe. “¡Síganme que estamos cerca!”, grita desde el otro lado del vidrio. A los lejos se ve su hogar, un castillo que se asoma como una grieta en el paisaje llano. Una estampa que salió de un sueño y que Alexia, 10 años atrás, heredó junto a su madre, bajo una única condición: no venderlo nunca.
Desde afuera se ve una mansión imponente, ubicada en un claro, las paredes están grises por el paso del tiempo, parece tener tres pisos de alto. En uno de los costados hay una estructura circular donde sobresale una cúpula, mientras que en el otro extremo se extiende un balcón alargado. Es un castillo construido sobre un terreno de más de 60 hectáreas, dominado por la naturaleza agreste que parece hacer eco de su aislamiento. Sin embargo, la silueta se impone, como si cayera haciendo un estruendo, convirtiendo todo a su alrededor en un símbolo de poder. Una apariencia que no solo se contradice con su interior, sino que sugiere una anomalía.
Alexia Caminos Olivo, junto a su madre Justina Olivo, fueron protagonistas de un largometraje rodado en su propia casa. Una película titulada El castillo, dirigida por Martín Benchimol, basada en la historia ficcionalizada de una adolescente que planea mudarse a Buenos Aires, y dejar a su madre viviendo en un castillo que se está destartalando. Como el documental Grey Gardens (1976), dirigido por Albert y David Maysles, Muffie Meyer y Ellen Hovde, esta película surgió de una simple curiosidad. Benchimol estaba en su auto recorriendo la zona: “Era el 2015 y en ese momento estaba filmando mi película anterior llamada El espanto, en una zona rural muy cercana al castillo. Yo buscaba curanderos por pueblos y nos habían recomendado hablar con uno que vive cerca. Hasta que pasé de casualidad por ahí y la vi a Justina trabajando en el pasto. Me bajé del auto y le dije: ʻ¿Usted conoce al dueño de este lugar?ʼ, y ella me dijo: ʻPasá, la dueña soy yoʼ. En ese momento me dijo que no se iría jamás a cambio de una promesa y lo primero que pensé fue, “acá hay una película”.
En Grey Gardens, las protagonistas de la historia son Edith “Big Edie” Bouvier Beale y su hija Edith Bouvier "Little Edie" Beale, tía y prima de Jackie Keneddy, respectivamente, y que viven juntas en una enorme mansión que solía ser elegante y lujosa, pero que con el tiempo se vino abajo. Las Bouvier pertenecían a la tradicional aristocracia estadounidense y Grey Gardens era su mansión de veraneo en East Hampton, un vecindario residencial de clase alta ubicado en Los Hamptons, Long Island, en el estado de Nueva York. A pesar de ello, cuando los documentalistas las encuentran, la casa estaba en un estado de abandono total, habitada solo por ellas dos, aisladas del mundo, en condiciones de indigencia y rodeadas de polvo, gatos y mapaches. Sin embargo, en el castillo las historias son diferentes. Mientras que Grey Gardens explora la decadencia de la aristocracia, El castillo narra la historia de una mujer de clase baja que se aferra a algo enorme.
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En El castillo, el director creó un escenario fantástico que narra la convivencia y la relación entre madre e hija ante una posible despedida. Sin embargo, hay una parte de la historia que es pura ficción: Alexia no planeaba mudarse. La otra es la realidad sin artificios: dos mujeres —una madre recién jubilada, de clase trabajadora, nacida en el Chaco paraguayo, de ascendencia indígena, y su hija adolescente— viven en un castillo y lo sostienen sobre sus espaldas. Un paisaje que parece un error del sistema, un cuento de hadas que se torció: Justina y Alexia heredaron una mansión imponente en el corazón de la oligarquía terrateniente argentina de La Pampa.
El castillo, como le llaman ambas, fue construido dentro de un casco de estancia a finales del siglo XIX. En 1891 fue bautizado como Estancia La Hiedra por su propietaria, Dolores Navarro Viola, una mujer que formaba parte de la aristocracia argentina y cuya familia hizo fortuna en el sector financiero. Según los registros que Alexia encontró en los antiguos placares, los Navarro Viola fueron los primeros en habitar este lugar para usarlo como casa de campo. También cuenta que el parque del mismo predio fue diseñado por Carlos Thays, un paisajista francés que, alrededor de 1880, emigró al país y se quedó definitivamente trabajando como director de parques de la ciudad de Buenos Aires, dejando su impronta no solo en el Jardín Botánico, sino también en los jardines de muchas estancias privadas, como esta.
En 1980, Norma Claude y Carlos Meier compraron el castillo para usarlo durante los fines de semana. Carlos era doctor en ciencias económicas y con sus conferencias por el mundo hizo una fortuna con la que no solo compró esta estancia, también un departamento en el Barrio de La Recoleta, una de las zonas más caras de la ciudad de Buenos Aires, una decena de oficinas en la zona del Congreso y un chalet en Lobos. El castillo lo compró para el momento de retirarse de su profesión y vivir ahí su vejez, junto con Norma. Pero en 1983 Carlos se enfermó durante un viaje a París y contrajo una enfermedad extraña tras comer carne contaminada, diagnosticada como Creutzfeldt-Jakob, conocida como la enfermedad de las “vacas locas”, una infección que en esa época había comenzado a resonar por el mundo, pero no tenía explicación. En ese momento Norma se desesperó y decidió vender el castillo para financiar el tratamiento de Carlos. Viajaban médicos desde todas partes del mundo, le hicieron estudios de todo tipo, pero nadie pudo salvarlo. Carlos perdió la vista y dejó de caminar a los pocos meses, más tarde cayó en coma y, en menos de un año, falleció. Norma quedó sola, junto a Justina, su empleada doméstica y la mujer que los había estado acompañando durante toda su vida.
Hoy Justina tiene 63 años y su caminar es lento, provocado por un problema en la rodilla derecha. A primera vista, parece seria, casi distante, especialmente con quienes no conoce. Pero cuando se dirige a su hija, su rostro se dulcifica, y surge una complicidad tácita entre las dos.
Justina nació en 1961 en Resistencia, provincia de Chaco, al norte de la Argentina y la región que hoy es la más pobre del país, dentro de una familia numerosa. A los 5 años, su padre la entregó a la familia de Norma para que trabajara. Justina tenía hermanos varones y para los ojos del entorno familiar eran las mujeres quienes debían comenzar con las tareas de cuidado, aun a cuestas de ser una niña. Justina tuvo 13 hermanos y siendo la única niña la forzaron a trabajar como cuidadora de bebés de familias de clase alta, ese fue su primer trabajo. Años más tarde, cuenta que la llevaron a recolectar algodón. A los 11 años dejó el norte chaqueño porque una prima de Norma, perteneciente a la clase alta de Resistencia, se mudó a Merlo, provincia de Buenos Aires, al sur del río Reconquista, y se la llevó. Justina recuerda que cerca de esa casa había una fábrica donde se elaboraban las gallinitas Plin Plan, un dulce popular en Argentina desde los años setenta. “Era una gallinita de azúcar, ¿Te acordás? Venían en diferentes colores y estaban rellenas de un almíbar con gusto a fruta, la gente decía que tenían licor”, cuenta esto mientras hace un gesto con las manos y explica que su trabajo también fue ese, rellenar las gallinitas de almíbar desde las 4 de la mañana hasta que se ponía el sol. Más tarde, con las manos pegoteadas, salía de la fábrica para volver a dormir y empezar otro día de nuevo, antes del amanecer.
A los 17 años, en 1980, Justina se mudó definitivamente con Norma y Carlos, quienes habían llegado a Buenos Aires en búsqueda de un futuro mejor. Ese año compraron el castillo y años más tarde Justina vio cómo Norma, con mucho dolor, lo vendió y cómo, tras la muerte de Carlos, empezó a juntar el dinero para recuperarlo. “Tenían mucha plata, sí, pero Norma tenía algo más: una obsesión por este lugar. Su única meta era volver a tener el castillo, así que vendió algunas oficinas que tenían entre Congreso y Plaza de Mayo, y lo compró otra vez. Ella necesitaba volver acá”.
La relación entre Justina y Norma siempre fue tensa. Aunque Justina trabajaba como empleada doméstica y acompañaba a Norma en sus actividades, nunca tuvo la libertad que deseaba. Las discusiones eran frecuentes. Cuando Justina quería visitar a su familia en Resistencia, Norma le ponía trabas y le negaba el viaje. Y si al final cedía, le revisaba sus cosas antes de que partiera. “‘Déjame armar tu valija’, me decía, como si sospechara que pudiera robar algo de la casa”. Esa desconfianza le pesaba. Justina lo sabía: su tiempo allí se acabaría después de alguna pelea. “Un día nos gritamos tan fuerte que tomé un micro y regresé sola a Resistencia. Yo tenía 28 años.” Cuatro años después, Norma viajó hasta Resistencia y le rogó que volviera. Justina regresó y retomó su lugar en la casa, en ese espacio donde la libertad siempre estuvo limitada.
Con el tiempo, el trato de Norma hacia Justina no mejoró. Las restricciones eran constantes: no podía salir con frecuencia ni hablar por teléfono ni tener amigas ni disfrutar de su independencia. Una independencia que en realidad prácticamente no tenía porque Norma no le pagaba un salario mensual, a cambio de su trabajo de limpieza y cuidado, le ofrecía alojamiento y comida. Pero el alojamiento no era en el castillo, sino en el chalet de Lobos o en un departamento en la Capital Federal donde Norma vivió durante largos años hasta mudarse al castillo definitivamente. Norma recuperó el castillo en 1999, lo compró a 60 000 pesos argentinos, un monto equivalente a 60 000 dólares de ese entonces.
A los 40 años, Justina se embarazó. Había conocido a un hombre que estaba haciendo un arreglo en el chalet de Lobos, él se dedicaba a la construcción. “Pero a mi quinto mes de embarazo me dejó. En ese momento Norma me ofreció ayuda, me dijo que no me iba a quedar sola y cuando Alexia nació nos quedamos las dos con ella”. Alexia nació en el año 2001, a los pocos meses de su nacimiento, Norma compró una casa pequeña en Lobos y la puso a su nombre, dijo que quería asegurarle su futuro.
Alexia está de pie frente a la puerta, acaricia un perro, mira hacia los costados cerciorándose de que ningún animal esté suelto. Tiene 23 años, lleva una gorra roja puesta al revés, ropa holgada y anteojos para ver. Su sonrisa es contagiosa, muestra una viveza que la hace parecer más grande. “¿Viste mi último video con los corderitos? Me hice viral”, dice apenas cruzamos el umbral, a punto de adentrarnos en un largo pasillo. Saca su teléfono y me lo muestra. En la pantalla, dos cabritas saltan sobre un piso de parqué que reconozco como la entrada. Aunque ella no aparece en el video, su risa resuena de fondo. Mientras lo enseña, se arremanga el buzo, dejando al descubierto algunos tatuajes en sus antebrazos: una palanca de cambios, el contorno de un castillo y, en el otro brazo, la cara de Lady Gaga.
Alexia se fanatizó con los autos de carrera cuando un familiar de Norma le regaló un volante para usar en juegos que simulan estas competencias, como el Grand Prix. “Yo quiero correr, quiero hacer un curso, pero está carísimo. Igual acá tengo mi volante simulador y a veces practico. Además, cuando hay barro afuera puedo hacer mis propios rallies. Quiero empezar a participar en algo, pasa que tenés que tener muy buena suerte o mucha plata para que un sponsor te dé pelota y poder ingresar en una categoría. Encima, siendo mujer es más difícil, solo Michèle Mouton lo logró en el rally, ella compitió en el mundial en los ochenta ¿Pero sabés cómo le hicieron la vida imposible? Ahora quizás la cosa cambió un poco”. No solo le encanta manejar, ella quiere ser piloto profesional y también le apasionan los autos. Sabe armar y desarmar motores, cambiar los filtros de aire, cambiar el aceite, las bujías y las baterías.
Alexia vuelve rápidamente sobre sus pasos, cerrando la puerta con firmeza. No quiere que ningún perro o gato hambriento se cuele en la casa. En ese momento, el mundo se transforma. Aunque afuera el sol encandila, adentro las luces están encendidas porque casi todas las ventanas están cerradas. Algunas están rotas, otras forman parte de una obra que están haciendo; mover algo sería entorpecer el trabajo que los obreros dejaron inconcluso el día anterior.
Una mesa larga y unos sillones arman un living. Son muebles elegantes, pero de otra época, eran de Norma y se quedaron ahí, juntando polvo como parte de la decoración. Alrededor, el caos: los techos originales, altísimos, están siendo bajados con placas de durlock. También se les ve dañados; cuando llueve, el agua se filtra. Además, toda la instalación eléctrica debe reemplazarse; la del castillo es de los años ochenta, y nada de lo que se enchufaba entonces sirve para lo que usamos ahora. Los arreglos comenzaron hace unos meses, pero el contratista los dejó a medias. Alexia lo explica con naturalidad como quien da una lección: “Un contratista es la persona que se encarga de todo: me busca un albañil, un electricista, un gasista, un plomero, me pasa un presupuesto y consigue los materiales. Todo. Bueno, nos dejó”.
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Mientras habla, Alexia dirige nuestras miradas con sus manos. Con un dedo señala una pared resquebrajada, con otro nos indica por dónde caminar. A la izquierda, un baño; a la derecha, la cocina. Al fondo, se abren las puertas de cuatro habitaciones enormes. Una funciona como comedor y sala de estar; las otras tienen camas, valijas, y algo de ropa desparramada. “Como la calefacción no funciona por una pérdida de gas —que también estamos arreglando—, mamá y yo nos mudamos a esta parte de la casa, abajo”. Justina y Alexia se mudan de área en el castillo según el clima, en invierno puede haber de 0 a 5 grados en la planta alta y un poco más en la planta baja si tienen suerte con la calefacción. “También estamos bajando los techos porque si no el calor se pierde, perdón el desorden”, aclara. Alexia continúa el recorrido como si fuera una guía de excursión. “Ahora vamos a subir al segundo piso”, dice, mientras se escucha el sonido de las maderas que crujen en cada escalón.
Al llegar, una puerta abre paso a un largo pasillo, que se estira y se retuerce como un laberinto. Cinco habitaciones conectadas entre sí, cada una con su propio baño, alineadas como estaciones en un camino curvo, casi como el camino de tierra que está a la entrada. Cada objeto de decoración tiene una marca de polvo por la obra que están llevando adentro. Las paredes están decoradas con fotos, algunas recientes, otras claramente más antiguas. Las más cercanas al suelo, casi al nivel del piso, muestran rostros de los familiares de Norma y Carlos, están en portarretratos sobre pequeñas mesas de luz. En el corazón del pasillo, destaca un retrato enmarcado de Norma, la mujer que heredó a Justina su propiedad más preciada. Norma posó para la cámara con una leve sonrisa, tenía los ojos negros y pequeños, el pelo negro lleva un peinado Bouffant, el boom en los años sesenta. Las demás imágenes, algo enigmáticas, parecen pertenecer a la casa. “Siempre estuvieron ahí”, dice Alexia con un gesto, casi como si fuera una explicación suficiente. Todo lo que está dentro debe permanecer como Norma lo dejó, y como en las películas clásicas, su rostro permanece en el centro, la mujer del retrato es la protagonista de un lugar en el que ya no está. Es como una especie de museo de la antigua dueña.
Madre e hija se mudaron al castillo de manera definitiva en 2015 —meses antes de que Martín Benchimol descubriera el lugar—, aunque legalmente heredaron la propiedad en el 2013, cuando Norma falleció. Desde hacía años, Norma tenía su testamento listo. Si bien tenía sobrinos que la visitaban con frecuencia, decidió que ninguno de ellos heredaría el castillo. En Argentina, el testamento permite al testador disponer libremente de sus bienes, sin obligación directa hacia sus familiares de sangre. Norma, sin hijos, padres vivos o hermanos, tenía la libertad de decidir el destino de su legado y hacer con él lo que quisiera.
Justina se enteró de la herencia la noche en la que Norma falleció. Horas antes, Norma le había pedido que no se moviera de su habitación. “Algo intuía —recuerda Justina— porque me pidió que a la mañana siguiente llevara a Alexia al colegio sin falta”. En un gesto final, Norma tomó la mano de Justina y le confió que todo estaba resuelto: le dejaría el castillo para que viviera allí junto a su hija. Justina intentó negarse, consciente de que no podría mantener la propiedad ni afrontar los arreglos que necesitaba. Pero Norma insistió: “Vos, quedate tranquila que vas a poder. Yo te lo dejo bajo la promesa de que no lo vendas. Esto va a ser tu sustento. Vas a tener tus vacas, vas a plantar comida en un huerto, y tenés el río ahí al lado. Si querés, podés alquilar el campo, pero no lo vendas, vas a ver que vas a poder”. Esa promesa fue el último pacto entre las dos, un lazo invisible que no necesitó papel ni firma, solo la gravedad de una mano sobre otra y el peso de la palabra dicha.
En ese momento, Justina no solo recibió la noticia de que heredaría el castillo, sino también de que Norma había abierto una cuenta en dólares en la que, mes a mes, depositaba un salario por el trabajo que ella realizaba dentro de la casa. Además, contaban con una pequeña propiedad en Lobos que Norma había comprado para Alexia al nacer. Y, por último, había puesto el departamento de La Recoleta a nombre de Justina y de dos de sus sobrinos.
La mañana en que Norma murió, toda su familia se reunió en la planta baja del castillo para leer el testamento. Claudio, sobrino de Norma y ahijado de Carlos, estaba presente junto a su hermano mayor y sus primos. Las palabras resonaron en la sala, pero solo una frase se quedó suspendida en el aire: Justina sería la heredera del castillo. “Esa mañana estaba mi hermano mayor, mis primos y mis sobrinas. Apenas escuchamos que el castillo sería para Justina les vi las caras, todos se quedaron pálidos, nadie dijo una palabra”, recuerda Claudio. Efectivamente, durante unos segundos el silencio se rompió con miradas de sorpresa y gestos de desagrado. “Todos me miraron mal, hicieron caras, pero no les quedó más remedio que aceptarlo”, recuerda Justina.
A Claudio le pareció lo más justo. Conocía el carácter de su tía Norma, sabía que para Justina la convivencia había sido difícil. También comprendía que ninguno de sus primos o su hermano mayor tenían suficiente relación con el campo para poder llevarlo adelante. “Justina merece tener un hogar, y el castillo es un lugar que hay que sacarlo adelante”, sostiene con firmeza.
Mientras tanto, en Argentina, la situación habitacional está en crisis. Según el último Censo de Población y Vivienda de 2022, solo el 65% de la población es propietaria, una disminución de 10% en comparación con el censo de 2010. Este porcentaje parece alto, pero la clase media en Argentina conlleva la aspiración a la casa propia como una muestra de identidad y ascenso social que históricamente permanece. Un informe del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y TECHO Argentina revela que uno de cada tres hogares no tiene una vivienda adecuada. Además, más de 2 millones de hogares son inquilinos, una tendencia que ha ido en aumento: entre 2010 y 2022, el porcentaje de hogares inquilinos subió del 16 al 20%.
“En ese momento vivimos épocas difíciles, yo era chica y no trabajaba, llegamos a tener 70 000 pesos de deuda en el almacén del pueblo, hasta que vendíamos una vaca y con eso podríamos saldar la deuda y pagar algunos impuestos, pero no sabíamos cómo organizarnos, alquilábamos el campo a un precio bajo, nos organizábamos muy mal”, cuenta Alexia mientras camina.
Alexia no se detiene. Cruza cada habitación con firmeza. En la suya, cuelga una bandera del orgullo y al fondo se ve una batería. El resto tienen camas y placares de madera; la última es la de su madre, pero todas están conectadas, es un círculo perfecto. Al final del pasillo hay un balcón alargado, no se puede usar porque ahora corre peligro de derrumbe.
Alexia y Justina llevan casi una década viviendo en el castillo, pero sus ingresos no alcanzan para mantenerlo. Actualmente alquilan una parte del terreno a un vecino con vacas y una pequeña casa en Lobos, que está a nombre de Alexia. También reciben una tercera parte del alquiler de un departamento en Recoleta que pertenecía a Norma. Además, Justina percibe el salario mínimo de jubilación, que en Argentina es de 234 540 pesos al mes, actualmente son casi 200 dólares (diciembre de 2024). Desde hace unos meses, Alexia comenzó a trabajar manejando un tractor y con su salario han podido empezar a hacer los arreglos más urgentes.
Actualmente en Argentina, una familia tipo de cuatro personas necesita 986 pesos —unos 900 dólares aproximadamente— para no ser pobre, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Las reparaciones del castillo actualmente están presupuestadas en 12 millones de pesos —unos 12 000 dólares— y el salario de Alexia ronda los 700 000 pesos por mes —unos 700 dólares—.
Por el momento, no tienen estufas para calefaccionar los espacios comunes, pero sí cuentan con agua caliente gracias a un enorme termotanque ubicado en el jardín, imposible de mover. El gas almacenado en él les permitirá tener agua caliente durante los próximos cuatro meses. La electricidad la pagan mediante una cooperativa, lo que les cuesta unos 80 000 pesos al mes, equivalentes a 80 dólares aproximadamente.
Alexia nos prohíbe subir al tercer piso. Está cerrado con una valla de alambre y un palo que se cruza de un lado al otro. No da detalles, solo menciona que es un desastre y que por eso está fuera del recorrido, a veces suben los gatos y dejan todo sucio. Es un altillo, explica, lleno de muebles viejos y con una ventana que da a la cúpula.
Alexia se refiere a Norma como “la abuela”, y Justina se refiere a Norma como “su madre”, pero la relación con sus sobrinos no siempre fue buena. Solo dos de ellos, Mateo y Claudio, se preocuparon genuinamente por el bienestar de ambas y ofrecieron su ayuda para mantener el castillo. Los demás, sin embargo, hicieron un uso constante del lugar sin brindar ningún tipo de apoyo y contención. Muchos fines de semana se presentaban en el castillo, actuando como si la propiedad les perteneciera, y trataban a Justina como si fuera una empleada doméstica, un rol que ella había dejado atrás desde que el castillo pasó a ser legalmente suyo. “Yo era testigo de cómo mi familia decidía pasar días enteros en el castillo y pretendían que Justina los atendiera. No lavaban, no levantaban un plato después de comer, no cambiaban sus sábanas. Había una apropiación del espacio que era impresionante. Seguían una dinámica familiar como si Norma, mi tía, estuviese viva. Hasta pensaron en transformarlo en un Airbnb y que Justina se ocupe”, cuenta Claudio.
Esta dinámica generó tensiones. Justina, que había asumido el desafío de mantener la casa y sus alrededores, se encontró en una situación insostenible. En lugar de disfrutar de su hogar, se veía forzada a lidiar con una actitud despectiva. El castillo, que debía ser un refugio y un símbolo de independencia, se convirtió en el escenario de enfrentamientos y malos momentos, donde era tratada como una empleada en su propio hogar. Como si su pasado como empleada doméstica les hubiera otorgado el derecho de decirle qué hacer en su propia casa.
Frente a los conflictos con los familiares de Norma y los problemas estructurales del lugar, Justina y Alexia, en algún momento, consideraron romper la promesa. “Hubo ocasiones en las que le dije a mamá que vendiera el castillo, esa posibilidad la barajamos varias veces, pero ¿quién lo compraría?, ¿a cuánto?, ¿esa ganancia nos alcanzaría para comprar una casa nueva?”. Alexia hace cuentas con los dedos y desiste. Cree que su salario no es suficiente para sostener otra deuda en caso de pedir un crédito y reponer el faltante para un futuro hogar. Los créditos hipotecarios disponibles no satisfacen la demanda general. Muchos están diseñados para un segmento específico de ingresos, con cuotas desproporcionadas y un capital inicial alto que no cubre el valor total de la vivienda. De hecho, el crédito hipotecario en Argentina representa menos del 0.5% del PIB, mientras que en otros países supera el 15%.
Quizá por estas razones, y por algunas más profundas que no siempre son fáciles de explicar, Justina y Alexia eligen quedarse en el castillo en lugar de mudarse a un lugar más pequeño, donde los gastos serían menores. Mientras otros contemplan ese lugar como una oportunidad para generar ingresos o transformarlo en un hotel, para ellas el predio es mucho más que un simple bien inmueble. Lo ven como un símbolo de pertenencia, un refugio que encarna su identidad y su historia.
Es hora de emprender el regreso, pero es imposible hacerlo antes de que caiga el sol; las tareas de alimentar a los animales les toma más tiempo del estimado. Alexia y Justina se acomodan frente al televisor y hablan sobre lo que verán juntas esa noche. Ambas caminan hasta la puerta y saludan con algo de cansancio. Afuera está oscuro y frío, la señal en el celular vuelve 40 minutos después, casi pisando el asfalto que llega al pueblo más cercano.
Al igual que en Grey Gardens, el castillo atrajo la atención de un director interesado en narrar la historia de una madre y una hija que se aferraban a un paisaje en el que no querían quedarse atrás. Justina y Alexia caminaron por la alfombra roja y se vieron en la pantalla grande en el Festival de San Sebastián. También vieron cómo la película ganó premios en Berlín, Hong Kong y Mar del Plata. Aunque ese pasado de fama todavía resuena en sus cabezas, la realidad cotidiana se impone con dureza.
A Alexia le gusta vivir en el castillo. Rara vez va a Capital Federal. Una vez fue con Justina a la marcha del orgullo, pero se quedaron atrás. Al año siguiente volvió con amigas, pero cuando se adentraron en la multitud, un ataque de pánico la dejó sin aire. No soportó estar rodeada de demasiada gente. A veces, le pasa por la cabeza que mudarse a Lobos no sería mala idea y en un futuro lo hará. “Sería un punto medio; Lobos no es la gran ciudad, pero tampoco es el campo. Sin embargo, el castillo es mi casa y me gusta. Lo único malo son las calles de tierra. Si llueve, quedamos atrapadas”. El campo es bello, pero brutal; cuando la lluvia se prolonga y necesitan provisiones, las cosas se complican. Al pueblo van una vez al mes, cargan comida que almacenan cuidadosamente, y así sobreviven.
Justina no tiene intención de irse. Solo dice que quiere descansar porque trabajó sin parar desde sus 5 años. Para ella, esa mansión es un refugio indispensable que no está dispuesta a abandonar, aunque haya vivido presa de un destino que no fue el que esperaba. Alexia, por su parte, también se aferra al paisaje. Cuenta que los familiares de Norma dejaron de visitar el castillo después de ver en pantalla grande la molestia de sus visitas. “No volvieron porque me atreví a decirles en la cara que no eran bienvenidos”.
Ambas fueron valientes al aceptar aquella promesa que decidieron llevar adelante hasta el final. Asumieron el cuidado de un lugar que todavía tiene historias de otras personas colgadas en las paredes. Se refugian en un microcosmos que, a pesar del deterioro, persiste como testigo de un país en crisis. Sin embargo, resisten, salen con sus reposeras cuando hay sol y revuelven el barro los días de lluvia. Se aferran a lo que conocen, a lo que sienten como suyo. Se esfuerzan para seguir en movimiento, contradiciendo la quietud que las rodea.
Una herencia que parecía un sueño, pero que en su interior marcó el destino de dos mujeres, a cambio de una promesa cumplida.
“Mirá, que acá no hay señal”, advierte Alexia esa mañana. Mientras el auto avanza por el sendero de tierra en medio de la inmensa llanura pampeana, la señal desaparece. La tierra seca se transforma en un revuelto de barro imposible de circular cuando llueve. El camino es ancho, está ubicado a unos 20 kilómetros de Antonio Carboni, una localidad de Lobos, en la provincia de Buenos Aires, donde nació Juan Domingo Perón a finales del siglo XIX, a 130 kilómetros de la Capital Federal de la Argentina. Es la pampa ondulada, una región que yace bajo el nivel del Río de la Plata y se inunda con facilidad, especialmente durante las sudestadas, un fenómeno meteorológico típico de esta región, que trae un viento frío proveniente del cuadrante sureste y se abalanza sobre la ciudad, dejando a su paso un paisaje de árboles vencidos y calles anegadas. A los costados se extiende la inmensidad del campo, con un horizonte limpio, donde el verde se intensifica a pesar de la cercanía con la urbe.
El auto avanza lento, sorteando los pozos que el tiempo y el poco mantenimiento han cavado sobre el camino. Una nube de polvo se levanta y ensucia el paisaje; no hay postes con luz eléctrica, ni carteles, ni ruido que nos alteren; vemos un auto que se acerca a toda velocidad, intuimos que es Alexia que viene a nuestro rescate. Paramos nerviosas y vemos una silueta con una gorra roja que pasa de largo y frena al escuchar nuestra bocina. Hace un giro rápido y estaciona a nuestro lado. Alexia baja la ventanilla y se ríe. “¡Síganme que estamos cerca!”, grita desde el otro lado del vidrio. A los lejos se ve su hogar, un castillo que se asoma como una grieta en el paisaje llano. Una estampa que salió de un sueño y que Alexia, 10 años atrás, heredó junto a su madre, bajo una única condición: no venderlo nunca.
Desde afuera se ve una mansión imponente, ubicada en un claro, las paredes están grises por el paso del tiempo, parece tener tres pisos de alto. En uno de los costados hay una estructura circular donde sobresale una cúpula, mientras que en el otro extremo se extiende un balcón alargado. Es un castillo construido sobre un terreno de más de 60 hectáreas, dominado por la naturaleza agreste que parece hacer eco de su aislamiento. Sin embargo, la silueta se impone, como si cayera haciendo un estruendo, convirtiendo todo a su alrededor en un símbolo de poder. Una apariencia que no solo se contradice con su interior, sino que sugiere una anomalía.
Alexia Caminos Olivo, junto a su madre Justina Olivo, fueron protagonistas de un largometraje rodado en su propia casa. Una película titulada El castillo, dirigida por Martín Benchimol, basada en la historia ficcionalizada de una adolescente que planea mudarse a Buenos Aires, y dejar a su madre viviendo en un castillo que se está destartalando. Como el documental Grey Gardens (1976), dirigido por Albert y David Maysles, Muffie Meyer y Ellen Hovde, esta película surgió de una simple curiosidad. Benchimol estaba en su auto recorriendo la zona: “Era el 2015 y en ese momento estaba filmando mi película anterior llamada El espanto, en una zona rural muy cercana al castillo. Yo buscaba curanderos por pueblos y nos habían recomendado hablar con uno que vive cerca. Hasta que pasé de casualidad por ahí y la vi a Justina trabajando en el pasto. Me bajé del auto y le dije: ʻ¿Usted conoce al dueño de este lugar?ʼ, y ella me dijo: ʻPasá, la dueña soy yoʼ. En ese momento me dijo que no se iría jamás a cambio de una promesa y lo primero que pensé fue, “acá hay una película”.
En Grey Gardens, las protagonistas de la historia son Edith “Big Edie” Bouvier Beale y su hija Edith Bouvier "Little Edie" Beale, tía y prima de Jackie Keneddy, respectivamente, y que viven juntas en una enorme mansión que solía ser elegante y lujosa, pero que con el tiempo se vino abajo. Las Bouvier pertenecían a la tradicional aristocracia estadounidense y Grey Gardens era su mansión de veraneo en East Hampton, un vecindario residencial de clase alta ubicado en Los Hamptons, Long Island, en el estado de Nueva York. A pesar de ello, cuando los documentalistas las encuentran, la casa estaba en un estado de abandono total, habitada solo por ellas dos, aisladas del mundo, en condiciones de indigencia y rodeadas de polvo, gatos y mapaches. Sin embargo, en el castillo las historias son diferentes. Mientras que Grey Gardens explora la decadencia de la aristocracia, El castillo narra la historia de una mujer de clase baja que se aferra a algo enorme.
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En El castillo, el director creó un escenario fantástico que narra la convivencia y la relación entre madre e hija ante una posible despedida. Sin embargo, hay una parte de la historia que es pura ficción: Alexia no planeaba mudarse. La otra es la realidad sin artificios: dos mujeres —una madre recién jubilada, de clase trabajadora, nacida en el Chaco paraguayo, de ascendencia indígena, y su hija adolescente— viven en un castillo y lo sostienen sobre sus espaldas. Un paisaje que parece un error del sistema, un cuento de hadas que se torció: Justina y Alexia heredaron una mansión imponente en el corazón de la oligarquía terrateniente argentina de La Pampa.
El castillo, como le llaman ambas, fue construido dentro de un casco de estancia a finales del siglo XIX. En 1891 fue bautizado como Estancia La Hiedra por su propietaria, Dolores Navarro Viola, una mujer que formaba parte de la aristocracia argentina y cuya familia hizo fortuna en el sector financiero. Según los registros que Alexia encontró en los antiguos placares, los Navarro Viola fueron los primeros en habitar este lugar para usarlo como casa de campo. También cuenta que el parque del mismo predio fue diseñado por Carlos Thays, un paisajista francés que, alrededor de 1880, emigró al país y se quedó definitivamente trabajando como director de parques de la ciudad de Buenos Aires, dejando su impronta no solo en el Jardín Botánico, sino también en los jardines de muchas estancias privadas, como esta.
En 1980, Norma Claude y Carlos Meier compraron el castillo para usarlo durante los fines de semana. Carlos era doctor en ciencias económicas y con sus conferencias por el mundo hizo una fortuna con la que no solo compró esta estancia, también un departamento en el Barrio de La Recoleta, una de las zonas más caras de la ciudad de Buenos Aires, una decena de oficinas en la zona del Congreso y un chalet en Lobos. El castillo lo compró para el momento de retirarse de su profesión y vivir ahí su vejez, junto con Norma. Pero en 1983 Carlos se enfermó durante un viaje a París y contrajo una enfermedad extraña tras comer carne contaminada, diagnosticada como Creutzfeldt-Jakob, conocida como la enfermedad de las “vacas locas”, una infección que en esa época había comenzado a resonar por el mundo, pero no tenía explicación. En ese momento Norma se desesperó y decidió vender el castillo para financiar el tratamiento de Carlos. Viajaban médicos desde todas partes del mundo, le hicieron estudios de todo tipo, pero nadie pudo salvarlo. Carlos perdió la vista y dejó de caminar a los pocos meses, más tarde cayó en coma y, en menos de un año, falleció. Norma quedó sola, junto a Justina, su empleada doméstica y la mujer que los había estado acompañando durante toda su vida.
Hoy Justina tiene 63 años y su caminar es lento, provocado por un problema en la rodilla derecha. A primera vista, parece seria, casi distante, especialmente con quienes no conoce. Pero cuando se dirige a su hija, su rostro se dulcifica, y surge una complicidad tácita entre las dos.
Justina nació en 1961 en Resistencia, provincia de Chaco, al norte de la Argentina y la región que hoy es la más pobre del país, dentro de una familia numerosa. A los 5 años, su padre la entregó a la familia de Norma para que trabajara. Justina tenía hermanos varones y para los ojos del entorno familiar eran las mujeres quienes debían comenzar con las tareas de cuidado, aun a cuestas de ser una niña. Justina tuvo 13 hermanos y siendo la única niña la forzaron a trabajar como cuidadora de bebés de familias de clase alta, ese fue su primer trabajo. Años más tarde, cuenta que la llevaron a recolectar algodón. A los 11 años dejó el norte chaqueño porque una prima de Norma, perteneciente a la clase alta de Resistencia, se mudó a Merlo, provincia de Buenos Aires, al sur del río Reconquista, y se la llevó. Justina recuerda que cerca de esa casa había una fábrica donde se elaboraban las gallinitas Plin Plan, un dulce popular en Argentina desde los años setenta. “Era una gallinita de azúcar, ¿Te acordás? Venían en diferentes colores y estaban rellenas de un almíbar con gusto a fruta, la gente decía que tenían licor”, cuenta esto mientras hace un gesto con las manos y explica que su trabajo también fue ese, rellenar las gallinitas de almíbar desde las 4 de la mañana hasta que se ponía el sol. Más tarde, con las manos pegoteadas, salía de la fábrica para volver a dormir y empezar otro día de nuevo, antes del amanecer.
A los 17 años, en 1980, Justina se mudó definitivamente con Norma y Carlos, quienes habían llegado a Buenos Aires en búsqueda de un futuro mejor. Ese año compraron el castillo y años más tarde Justina vio cómo Norma, con mucho dolor, lo vendió y cómo, tras la muerte de Carlos, empezó a juntar el dinero para recuperarlo. “Tenían mucha plata, sí, pero Norma tenía algo más: una obsesión por este lugar. Su única meta era volver a tener el castillo, así que vendió algunas oficinas que tenían entre Congreso y Plaza de Mayo, y lo compró otra vez. Ella necesitaba volver acá”.
La relación entre Justina y Norma siempre fue tensa. Aunque Justina trabajaba como empleada doméstica y acompañaba a Norma en sus actividades, nunca tuvo la libertad que deseaba. Las discusiones eran frecuentes. Cuando Justina quería visitar a su familia en Resistencia, Norma le ponía trabas y le negaba el viaje. Y si al final cedía, le revisaba sus cosas antes de que partiera. “‘Déjame armar tu valija’, me decía, como si sospechara que pudiera robar algo de la casa”. Esa desconfianza le pesaba. Justina lo sabía: su tiempo allí se acabaría después de alguna pelea. “Un día nos gritamos tan fuerte que tomé un micro y regresé sola a Resistencia. Yo tenía 28 años.” Cuatro años después, Norma viajó hasta Resistencia y le rogó que volviera. Justina regresó y retomó su lugar en la casa, en ese espacio donde la libertad siempre estuvo limitada.
Con el tiempo, el trato de Norma hacia Justina no mejoró. Las restricciones eran constantes: no podía salir con frecuencia ni hablar por teléfono ni tener amigas ni disfrutar de su independencia. Una independencia que en realidad prácticamente no tenía porque Norma no le pagaba un salario mensual, a cambio de su trabajo de limpieza y cuidado, le ofrecía alojamiento y comida. Pero el alojamiento no era en el castillo, sino en el chalet de Lobos o en un departamento en la Capital Federal donde Norma vivió durante largos años hasta mudarse al castillo definitivamente. Norma recuperó el castillo en 1999, lo compró a 60 000 pesos argentinos, un monto equivalente a 60 000 dólares de ese entonces.
A los 40 años, Justina se embarazó. Había conocido a un hombre que estaba haciendo un arreglo en el chalet de Lobos, él se dedicaba a la construcción. “Pero a mi quinto mes de embarazo me dejó. En ese momento Norma me ofreció ayuda, me dijo que no me iba a quedar sola y cuando Alexia nació nos quedamos las dos con ella”. Alexia nació en el año 2001, a los pocos meses de su nacimiento, Norma compró una casa pequeña en Lobos y la puso a su nombre, dijo que quería asegurarle su futuro.
Alexia está de pie frente a la puerta, acaricia un perro, mira hacia los costados cerciorándose de que ningún animal esté suelto. Tiene 23 años, lleva una gorra roja puesta al revés, ropa holgada y anteojos para ver. Su sonrisa es contagiosa, muestra una viveza que la hace parecer más grande. “¿Viste mi último video con los corderitos? Me hice viral”, dice apenas cruzamos el umbral, a punto de adentrarnos en un largo pasillo. Saca su teléfono y me lo muestra. En la pantalla, dos cabritas saltan sobre un piso de parqué que reconozco como la entrada. Aunque ella no aparece en el video, su risa resuena de fondo. Mientras lo enseña, se arremanga el buzo, dejando al descubierto algunos tatuajes en sus antebrazos: una palanca de cambios, el contorno de un castillo y, en el otro brazo, la cara de Lady Gaga.
Alexia se fanatizó con los autos de carrera cuando un familiar de Norma le regaló un volante para usar en juegos que simulan estas competencias, como el Grand Prix. “Yo quiero correr, quiero hacer un curso, pero está carísimo. Igual acá tengo mi volante simulador y a veces practico. Además, cuando hay barro afuera puedo hacer mis propios rallies. Quiero empezar a participar en algo, pasa que tenés que tener muy buena suerte o mucha plata para que un sponsor te dé pelota y poder ingresar en una categoría. Encima, siendo mujer es más difícil, solo Michèle Mouton lo logró en el rally, ella compitió en el mundial en los ochenta ¿Pero sabés cómo le hicieron la vida imposible? Ahora quizás la cosa cambió un poco”. No solo le encanta manejar, ella quiere ser piloto profesional y también le apasionan los autos. Sabe armar y desarmar motores, cambiar los filtros de aire, cambiar el aceite, las bujías y las baterías.
Alexia vuelve rápidamente sobre sus pasos, cerrando la puerta con firmeza. No quiere que ningún perro o gato hambriento se cuele en la casa. En ese momento, el mundo se transforma. Aunque afuera el sol encandila, adentro las luces están encendidas porque casi todas las ventanas están cerradas. Algunas están rotas, otras forman parte de una obra que están haciendo; mover algo sería entorpecer el trabajo que los obreros dejaron inconcluso el día anterior.
Una mesa larga y unos sillones arman un living. Son muebles elegantes, pero de otra época, eran de Norma y se quedaron ahí, juntando polvo como parte de la decoración. Alrededor, el caos: los techos originales, altísimos, están siendo bajados con placas de durlock. También se les ve dañados; cuando llueve, el agua se filtra. Además, toda la instalación eléctrica debe reemplazarse; la del castillo es de los años ochenta, y nada de lo que se enchufaba entonces sirve para lo que usamos ahora. Los arreglos comenzaron hace unos meses, pero el contratista los dejó a medias. Alexia lo explica con naturalidad como quien da una lección: “Un contratista es la persona que se encarga de todo: me busca un albañil, un electricista, un gasista, un plomero, me pasa un presupuesto y consigue los materiales. Todo. Bueno, nos dejó”.
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Mientras habla, Alexia dirige nuestras miradas con sus manos. Con un dedo señala una pared resquebrajada, con otro nos indica por dónde caminar. A la izquierda, un baño; a la derecha, la cocina. Al fondo, se abren las puertas de cuatro habitaciones enormes. Una funciona como comedor y sala de estar; las otras tienen camas, valijas, y algo de ropa desparramada. “Como la calefacción no funciona por una pérdida de gas —que también estamos arreglando—, mamá y yo nos mudamos a esta parte de la casa, abajo”. Justina y Alexia se mudan de área en el castillo según el clima, en invierno puede haber de 0 a 5 grados en la planta alta y un poco más en la planta baja si tienen suerte con la calefacción. “También estamos bajando los techos porque si no el calor se pierde, perdón el desorden”, aclara. Alexia continúa el recorrido como si fuera una guía de excursión. “Ahora vamos a subir al segundo piso”, dice, mientras se escucha el sonido de las maderas que crujen en cada escalón.
Al llegar, una puerta abre paso a un largo pasillo, que se estira y se retuerce como un laberinto. Cinco habitaciones conectadas entre sí, cada una con su propio baño, alineadas como estaciones en un camino curvo, casi como el camino de tierra que está a la entrada. Cada objeto de decoración tiene una marca de polvo por la obra que están llevando adentro. Las paredes están decoradas con fotos, algunas recientes, otras claramente más antiguas. Las más cercanas al suelo, casi al nivel del piso, muestran rostros de los familiares de Norma y Carlos, están en portarretratos sobre pequeñas mesas de luz. En el corazón del pasillo, destaca un retrato enmarcado de Norma, la mujer que heredó a Justina su propiedad más preciada. Norma posó para la cámara con una leve sonrisa, tenía los ojos negros y pequeños, el pelo negro lleva un peinado Bouffant, el boom en los años sesenta. Las demás imágenes, algo enigmáticas, parecen pertenecer a la casa. “Siempre estuvieron ahí”, dice Alexia con un gesto, casi como si fuera una explicación suficiente. Todo lo que está dentro debe permanecer como Norma lo dejó, y como en las películas clásicas, su rostro permanece en el centro, la mujer del retrato es la protagonista de un lugar en el que ya no está. Es como una especie de museo de la antigua dueña.
Madre e hija se mudaron al castillo de manera definitiva en 2015 —meses antes de que Martín Benchimol descubriera el lugar—, aunque legalmente heredaron la propiedad en el 2013, cuando Norma falleció. Desde hacía años, Norma tenía su testamento listo. Si bien tenía sobrinos que la visitaban con frecuencia, decidió que ninguno de ellos heredaría el castillo. En Argentina, el testamento permite al testador disponer libremente de sus bienes, sin obligación directa hacia sus familiares de sangre. Norma, sin hijos, padres vivos o hermanos, tenía la libertad de decidir el destino de su legado y hacer con él lo que quisiera.
Justina se enteró de la herencia la noche en la que Norma falleció. Horas antes, Norma le había pedido que no se moviera de su habitación. “Algo intuía —recuerda Justina— porque me pidió que a la mañana siguiente llevara a Alexia al colegio sin falta”. En un gesto final, Norma tomó la mano de Justina y le confió que todo estaba resuelto: le dejaría el castillo para que viviera allí junto a su hija. Justina intentó negarse, consciente de que no podría mantener la propiedad ni afrontar los arreglos que necesitaba. Pero Norma insistió: “Vos, quedate tranquila que vas a poder. Yo te lo dejo bajo la promesa de que no lo vendas. Esto va a ser tu sustento. Vas a tener tus vacas, vas a plantar comida en un huerto, y tenés el río ahí al lado. Si querés, podés alquilar el campo, pero no lo vendas, vas a ver que vas a poder”. Esa promesa fue el último pacto entre las dos, un lazo invisible que no necesitó papel ni firma, solo la gravedad de una mano sobre otra y el peso de la palabra dicha.
En ese momento, Justina no solo recibió la noticia de que heredaría el castillo, sino también de que Norma había abierto una cuenta en dólares en la que, mes a mes, depositaba un salario por el trabajo que ella realizaba dentro de la casa. Además, contaban con una pequeña propiedad en Lobos que Norma había comprado para Alexia al nacer. Y, por último, había puesto el departamento de La Recoleta a nombre de Justina y de dos de sus sobrinos.
La mañana en que Norma murió, toda su familia se reunió en la planta baja del castillo para leer el testamento. Claudio, sobrino de Norma y ahijado de Carlos, estaba presente junto a su hermano mayor y sus primos. Las palabras resonaron en la sala, pero solo una frase se quedó suspendida en el aire: Justina sería la heredera del castillo. “Esa mañana estaba mi hermano mayor, mis primos y mis sobrinas. Apenas escuchamos que el castillo sería para Justina les vi las caras, todos se quedaron pálidos, nadie dijo una palabra”, recuerda Claudio. Efectivamente, durante unos segundos el silencio se rompió con miradas de sorpresa y gestos de desagrado. “Todos me miraron mal, hicieron caras, pero no les quedó más remedio que aceptarlo”, recuerda Justina.
A Claudio le pareció lo más justo. Conocía el carácter de su tía Norma, sabía que para Justina la convivencia había sido difícil. También comprendía que ninguno de sus primos o su hermano mayor tenían suficiente relación con el campo para poder llevarlo adelante. “Justina merece tener un hogar, y el castillo es un lugar que hay que sacarlo adelante”, sostiene con firmeza.
Mientras tanto, en Argentina, la situación habitacional está en crisis. Según el último Censo de Población y Vivienda de 2022, solo el 65% de la población es propietaria, una disminución de 10% en comparación con el censo de 2010. Este porcentaje parece alto, pero la clase media en Argentina conlleva la aspiración a la casa propia como una muestra de identidad y ascenso social que históricamente permanece. Un informe del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y TECHO Argentina revela que uno de cada tres hogares no tiene una vivienda adecuada. Además, más de 2 millones de hogares son inquilinos, una tendencia que ha ido en aumento: entre 2010 y 2022, el porcentaje de hogares inquilinos subió del 16 al 20%.
“En ese momento vivimos épocas difíciles, yo era chica y no trabajaba, llegamos a tener 70 000 pesos de deuda en el almacén del pueblo, hasta que vendíamos una vaca y con eso podríamos saldar la deuda y pagar algunos impuestos, pero no sabíamos cómo organizarnos, alquilábamos el campo a un precio bajo, nos organizábamos muy mal”, cuenta Alexia mientras camina.
Alexia no se detiene. Cruza cada habitación con firmeza. En la suya, cuelga una bandera del orgullo y al fondo se ve una batería. El resto tienen camas y placares de madera; la última es la de su madre, pero todas están conectadas, es un círculo perfecto. Al final del pasillo hay un balcón alargado, no se puede usar porque ahora corre peligro de derrumbe.
Alexia y Justina llevan casi una década viviendo en el castillo, pero sus ingresos no alcanzan para mantenerlo. Actualmente alquilan una parte del terreno a un vecino con vacas y una pequeña casa en Lobos, que está a nombre de Alexia. También reciben una tercera parte del alquiler de un departamento en Recoleta que pertenecía a Norma. Además, Justina percibe el salario mínimo de jubilación, que en Argentina es de 234 540 pesos al mes, actualmente son casi 200 dólares (diciembre de 2024). Desde hace unos meses, Alexia comenzó a trabajar manejando un tractor y con su salario han podido empezar a hacer los arreglos más urgentes.
Actualmente en Argentina, una familia tipo de cuatro personas necesita 986 pesos —unos 900 dólares aproximadamente— para no ser pobre, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Las reparaciones del castillo actualmente están presupuestadas en 12 millones de pesos —unos 12 000 dólares— y el salario de Alexia ronda los 700 000 pesos por mes —unos 700 dólares—.
Por el momento, no tienen estufas para calefaccionar los espacios comunes, pero sí cuentan con agua caliente gracias a un enorme termotanque ubicado en el jardín, imposible de mover. El gas almacenado en él les permitirá tener agua caliente durante los próximos cuatro meses. La electricidad la pagan mediante una cooperativa, lo que les cuesta unos 80 000 pesos al mes, equivalentes a 80 dólares aproximadamente.
Alexia nos prohíbe subir al tercer piso. Está cerrado con una valla de alambre y un palo que se cruza de un lado al otro. No da detalles, solo menciona que es un desastre y que por eso está fuera del recorrido, a veces suben los gatos y dejan todo sucio. Es un altillo, explica, lleno de muebles viejos y con una ventana que da a la cúpula.
Alexia se refiere a Norma como “la abuela”, y Justina se refiere a Norma como “su madre”, pero la relación con sus sobrinos no siempre fue buena. Solo dos de ellos, Mateo y Claudio, se preocuparon genuinamente por el bienestar de ambas y ofrecieron su ayuda para mantener el castillo. Los demás, sin embargo, hicieron un uso constante del lugar sin brindar ningún tipo de apoyo y contención. Muchos fines de semana se presentaban en el castillo, actuando como si la propiedad les perteneciera, y trataban a Justina como si fuera una empleada doméstica, un rol que ella había dejado atrás desde que el castillo pasó a ser legalmente suyo. “Yo era testigo de cómo mi familia decidía pasar días enteros en el castillo y pretendían que Justina los atendiera. No lavaban, no levantaban un plato después de comer, no cambiaban sus sábanas. Había una apropiación del espacio que era impresionante. Seguían una dinámica familiar como si Norma, mi tía, estuviese viva. Hasta pensaron en transformarlo en un Airbnb y que Justina se ocupe”, cuenta Claudio.
Esta dinámica generó tensiones. Justina, que había asumido el desafío de mantener la casa y sus alrededores, se encontró en una situación insostenible. En lugar de disfrutar de su hogar, se veía forzada a lidiar con una actitud despectiva. El castillo, que debía ser un refugio y un símbolo de independencia, se convirtió en el escenario de enfrentamientos y malos momentos, donde era tratada como una empleada en su propio hogar. Como si su pasado como empleada doméstica les hubiera otorgado el derecho de decirle qué hacer en su propia casa.
Frente a los conflictos con los familiares de Norma y los problemas estructurales del lugar, Justina y Alexia, en algún momento, consideraron romper la promesa. “Hubo ocasiones en las que le dije a mamá que vendiera el castillo, esa posibilidad la barajamos varias veces, pero ¿quién lo compraría?, ¿a cuánto?, ¿esa ganancia nos alcanzaría para comprar una casa nueva?”. Alexia hace cuentas con los dedos y desiste. Cree que su salario no es suficiente para sostener otra deuda en caso de pedir un crédito y reponer el faltante para un futuro hogar. Los créditos hipotecarios disponibles no satisfacen la demanda general. Muchos están diseñados para un segmento específico de ingresos, con cuotas desproporcionadas y un capital inicial alto que no cubre el valor total de la vivienda. De hecho, el crédito hipotecario en Argentina representa menos del 0.5% del PIB, mientras que en otros países supera el 15%.
Quizá por estas razones, y por algunas más profundas que no siempre son fáciles de explicar, Justina y Alexia eligen quedarse en el castillo en lugar de mudarse a un lugar más pequeño, donde los gastos serían menores. Mientras otros contemplan ese lugar como una oportunidad para generar ingresos o transformarlo en un hotel, para ellas el predio es mucho más que un simple bien inmueble. Lo ven como un símbolo de pertenencia, un refugio que encarna su identidad y su historia.
Es hora de emprender el regreso, pero es imposible hacerlo antes de que caiga el sol; las tareas de alimentar a los animales les toma más tiempo del estimado. Alexia y Justina se acomodan frente al televisor y hablan sobre lo que verán juntas esa noche. Ambas caminan hasta la puerta y saludan con algo de cansancio. Afuera está oscuro y frío, la señal en el celular vuelve 40 minutos después, casi pisando el asfalto que llega al pueblo más cercano.
Al igual que en Grey Gardens, el castillo atrajo la atención de un director interesado en narrar la historia de una madre y una hija que se aferraban a un paisaje en el que no querían quedarse atrás. Justina y Alexia caminaron por la alfombra roja y se vieron en la pantalla grande en el Festival de San Sebastián. También vieron cómo la película ganó premios en Berlín, Hong Kong y Mar del Plata. Aunque ese pasado de fama todavía resuena en sus cabezas, la realidad cotidiana se impone con dureza.
A Alexia le gusta vivir en el castillo. Rara vez va a Capital Federal. Una vez fue con Justina a la marcha del orgullo, pero se quedaron atrás. Al año siguiente volvió con amigas, pero cuando se adentraron en la multitud, un ataque de pánico la dejó sin aire. No soportó estar rodeada de demasiada gente. A veces, le pasa por la cabeza que mudarse a Lobos no sería mala idea y en un futuro lo hará. “Sería un punto medio; Lobos no es la gran ciudad, pero tampoco es el campo. Sin embargo, el castillo es mi casa y me gusta. Lo único malo son las calles de tierra. Si llueve, quedamos atrapadas”. El campo es bello, pero brutal; cuando la lluvia se prolonga y necesitan provisiones, las cosas se complican. Al pueblo van una vez al mes, cargan comida que almacenan cuidadosamente, y así sobreviven.
Justina no tiene intención de irse. Solo dice que quiere descansar porque trabajó sin parar desde sus 5 años. Para ella, esa mansión es un refugio indispensable que no está dispuesta a abandonar, aunque haya vivido presa de un destino que no fue el que esperaba. Alexia, por su parte, también se aferra al paisaje. Cuenta que los familiares de Norma dejaron de visitar el castillo después de ver en pantalla grande la molestia de sus visitas. “No volvieron porque me atreví a decirles en la cara que no eran bienvenidos”.
Ambas fueron valientes al aceptar aquella promesa que decidieron llevar adelante hasta el final. Asumieron el cuidado de un lugar que todavía tiene historias de otras personas colgadas en las paredes. Se refugian en un microcosmos que, a pesar del deterioro, persiste como testigo de un país en crisis. Sin embargo, resisten, salen con sus reposeras cuando hay sol y revuelven el barro los días de lluvia. Se aferran a lo que conocen, a lo que sienten como suyo. Se esfuerzan para seguir en movimiento, contradiciendo la quietud que las rodea.
Los tatuajes de Alexia Caminos Olivo: en uno se ve el castillo, que se hizo en su viaje a Donostia para el Festival de San Sebastián donde la película ganó un premio. De fondo, el castillo donde vivió toda su vida.
Una herencia que parecía un sueño, pero que en su interior marcó el destino de dos mujeres, a cambio de una promesa cumplida.
“Mirá, que acá no hay señal”, advierte Alexia esa mañana. Mientras el auto avanza por el sendero de tierra en medio de la inmensa llanura pampeana, la señal desaparece. La tierra seca se transforma en un revuelto de barro imposible de circular cuando llueve. El camino es ancho, está ubicado a unos 20 kilómetros de Antonio Carboni, una localidad de Lobos, en la provincia de Buenos Aires, donde nació Juan Domingo Perón a finales del siglo XIX, a 130 kilómetros de la Capital Federal de la Argentina. Es la pampa ondulada, una región que yace bajo el nivel del Río de la Plata y se inunda con facilidad, especialmente durante las sudestadas, un fenómeno meteorológico típico de esta región, que trae un viento frío proveniente del cuadrante sureste y se abalanza sobre la ciudad, dejando a su paso un paisaje de árboles vencidos y calles anegadas. A los costados se extiende la inmensidad del campo, con un horizonte limpio, donde el verde se intensifica a pesar de la cercanía con la urbe.
El auto avanza lento, sorteando los pozos que el tiempo y el poco mantenimiento han cavado sobre el camino. Una nube de polvo se levanta y ensucia el paisaje; no hay postes con luz eléctrica, ni carteles, ni ruido que nos alteren; vemos un auto que se acerca a toda velocidad, intuimos que es Alexia que viene a nuestro rescate. Paramos nerviosas y vemos una silueta con una gorra roja que pasa de largo y frena al escuchar nuestra bocina. Hace un giro rápido y estaciona a nuestro lado. Alexia baja la ventanilla y se ríe. “¡Síganme que estamos cerca!”, grita desde el otro lado del vidrio. A los lejos se ve su hogar, un castillo que se asoma como una grieta en el paisaje llano. Una estampa que salió de un sueño y que Alexia, 10 años atrás, heredó junto a su madre, bajo una única condición: no venderlo nunca.
Desde afuera se ve una mansión imponente, ubicada en un claro, las paredes están grises por el paso del tiempo, parece tener tres pisos de alto. En uno de los costados hay una estructura circular donde sobresale una cúpula, mientras que en el otro extremo se extiende un balcón alargado. Es un castillo construido sobre un terreno de más de 60 hectáreas, dominado por la naturaleza agreste que parece hacer eco de su aislamiento. Sin embargo, la silueta se impone, como si cayera haciendo un estruendo, convirtiendo todo a su alrededor en un símbolo de poder. Una apariencia que no solo se contradice con su interior, sino que sugiere una anomalía.
Alexia Caminos Olivo, junto a su madre Justina Olivo, fueron protagonistas de un largometraje rodado en su propia casa. Una película titulada El castillo, dirigida por Martín Benchimol, basada en la historia ficcionalizada de una adolescente que planea mudarse a Buenos Aires, y dejar a su madre viviendo en un castillo que se está destartalando. Como el documental Grey Gardens (1976), dirigido por Albert y David Maysles, Muffie Meyer y Ellen Hovde, esta película surgió de una simple curiosidad. Benchimol estaba en su auto recorriendo la zona: “Era el 2015 y en ese momento estaba filmando mi película anterior llamada El espanto, en una zona rural muy cercana al castillo. Yo buscaba curanderos por pueblos y nos habían recomendado hablar con uno que vive cerca. Hasta que pasé de casualidad por ahí y la vi a Justina trabajando en el pasto. Me bajé del auto y le dije: ʻ¿Usted conoce al dueño de este lugar?ʼ, y ella me dijo: ʻPasá, la dueña soy yoʼ. En ese momento me dijo que no se iría jamás a cambio de una promesa y lo primero que pensé fue, “acá hay una película”.
En Grey Gardens, las protagonistas de la historia son Edith “Big Edie” Bouvier Beale y su hija Edith Bouvier "Little Edie" Beale, tía y prima de Jackie Keneddy, respectivamente, y que viven juntas en una enorme mansión que solía ser elegante y lujosa, pero que con el tiempo se vino abajo. Las Bouvier pertenecían a la tradicional aristocracia estadounidense y Grey Gardens era su mansión de veraneo en East Hampton, un vecindario residencial de clase alta ubicado en Los Hamptons, Long Island, en el estado de Nueva York. A pesar de ello, cuando los documentalistas las encuentran, la casa estaba en un estado de abandono total, habitada solo por ellas dos, aisladas del mundo, en condiciones de indigencia y rodeadas de polvo, gatos y mapaches. Sin embargo, en el castillo las historias son diferentes. Mientras que Grey Gardens explora la decadencia de la aristocracia, El castillo narra la historia de una mujer de clase baja que se aferra a algo enorme.
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En El castillo, el director creó un escenario fantástico que narra la convivencia y la relación entre madre e hija ante una posible despedida. Sin embargo, hay una parte de la historia que es pura ficción: Alexia no planeaba mudarse. La otra es la realidad sin artificios: dos mujeres —una madre recién jubilada, de clase trabajadora, nacida en el Chaco paraguayo, de ascendencia indígena, y su hija adolescente— viven en un castillo y lo sostienen sobre sus espaldas. Un paisaje que parece un error del sistema, un cuento de hadas que se torció: Justina y Alexia heredaron una mansión imponente en el corazón de la oligarquía terrateniente argentina de La Pampa.
El castillo, como le llaman ambas, fue construido dentro de un casco de estancia a finales del siglo XIX. En 1891 fue bautizado como Estancia La Hiedra por su propietaria, Dolores Navarro Viola, una mujer que formaba parte de la aristocracia argentina y cuya familia hizo fortuna en el sector financiero. Según los registros que Alexia encontró en los antiguos placares, los Navarro Viola fueron los primeros en habitar este lugar para usarlo como casa de campo. También cuenta que el parque del mismo predio fue diseñado por Carlos Thays, un paisajista francés que, alrededor de 1880, emigró al país y se quedó definitivamente trabajando como director de parques de la ciudad de Buenos Aires, dejando su impronta no solo en el Jardín Botánico, sino también en los jardines de muchas estancias privadas, como esta.
En 1980, Norma Claude y Carlos Meier compraron el castillo para usarlo durante los fines de semana. Carlos era doctor en ciencias económicas y con sus conferencias por el mundo hizo una fortuna con la que no solo compró esta estancia, también un departamento en el Barrio de La Recoleta, una de las zonas más caras de la ciudad de Buenos Aires, una decena de oficinas en la zona del Congreso y un chalet en Lobos. El castillo lo compró para el momento de retirarse de su profesión y vivir ahí su vejez, junto con Norma. Pero en 1983 Carlos se enfermó durante un viaje a París y contrajo una enfermedad extraña tras comer carne contaminada, diagnosticada como Creutzfeldt-Jakob, conocida como la enfermedad de las “vacas locas”, una infección que en esa época había comenzado a resonar por el mundo, pero no tenía explicación. En ese momento Norma se desesperó y decidió vender el castillo para financiar el tratamiento de Carlos. Viajaban médicos desde todas partes del mundo, le hicieron estudios de todo tipo, pero nadie pudo salvarlo. Carlos perdió la vista y dejó de caminar a los pocos meses, más tarde cayó en coma y, en menos de un año, falleció. Norma quedó sola, junto a Justina, su empleada doméstica y la mujer que los había estado acompañando durante toda su vida.
Hoy Justina tiene 63 años y su caminar es lento, provocado por un problema en la rodilla derecha. A primera vista, parece seria, casi distante, especialmente con quienes no conoce. Pero cuando se dirige a su hija, su rostro se dulcifica, y surge una complicidad tácita entre las dos.
Justina nació en 1961 en Resistencia, provincia de Chaco, al norte de la Argentina y la región que hoy es la más pobre del país, dentro de una familia numerosa. A los 5 años, su padre la entregó a la familia de Norma para que trabajara. Justina tenía hermanos varones y para los ojos del entorno familiar eran las mujeres quienes debían comenzar con las tareas de cuidado, aun a cuestas de ser una niña. Justina tuvo 13 hermanos y siendo la única niña la forzaron a trabajar como cuidadora de bebés de familias de clase alta, ese fue su primer trabajo. Años más tarde, cuenta que la llevaron a recolectar algodón. A los 11 años dejó el norte chaqueño porque una prima de Norma, perteneciente a la clase alta de Resistencia, se mudó a Merlo, provincia de Buenos Aires, al sur del río Reconquista, y se la llevó. Justina recuerda que cerca de esa casa había una fábrica donde se elaboraban las gallinitas Plin Plan, un dulce popular en Argentina desde los años setenta. “Era una gallinita de azúcar, ¿Te acordás? Venían en diferentes colores y estaban rellenas de un almíbar con gusto a fruta, la gente decía que tenían licor”, cuenta esto mientras hace un gesto con las manos y explica que su trabajo también fue ese, rellenar las gallinitas de almíbar desde las 4 de la mañana hasta que se ponía el sol. Más tarde, con las manos pegoteadas, salía de la fábrica para volver a dormir y empezar otro día de nuevo, antes del amanecer.
A los 17 años, en 1980, Justina se mudó definitivamente con Norma y Carlos, quienes habían llegado a Buenos Aires en búsqueda de un futuro mejor. Ese año compraron el castillo y años más tarde Justina vio cómo Norma, con mucho dolor, lo vendió y cómo, tras la muerte de Carlos, empezó a juntar el dinero para recuperarlo. “Tenían mucha plata, sí, pero Norma tenía algo más: una obsesión por este lugar. Su única meta era volver a tener el castillo, así que vendió algunas oficinas que tenían entre Congreso y Plaza de Mayo, y lo compró otra vez. Ella necesitaba volver acá”.
La relación entre Justina y Norma siempre fue tensa. Aunque Justina trabajaba como empleada doméstica y acompañaba a Norma en sus actividades, nunca tuvo la libertad que deseaba. Las discusiones eran frecuentes. Cuando Justina quería visitar a su familia en Resistencia, Norma le ponía trabas y le negaba el viaje. Y si al final cedía, le revisaba sus cosas antes de que partiera. “‘Déjame armar tu valija’, me decía, como si sospechara que pudiera robar algo de la casa”. Esa desconfianza le pesaba. Justina lo sabía: su tiempo allí se acabaría después de alguna pelea. “Un día nos gritamos tan fuerte que tomé un micro y regresé sola a Resistencia. Yo tenía 28 años.” Cuatro años después, Norma viajó hasta Resistencia y le rogó que volviera. Justina regresó y retomó su lugar en la casa, en ese espacio donde la libertad siempre estuvo limitada.
Con el tiempo, el trato de Norma hacia Justina no mejoró. Las restricciones eran constantes: no podía salir con frecuencia ni hablar por teléfono ni tener amigas ni disfrutar de su independencia. Una independencia que en realidad prácticamente no tenía porque Norma no le pagaba un salario mensual, a cambio de su trabajo de limpieza y cuidado, le ofrecía alojamiento y comida. Pero el alojamiento no era en el castillo, sino en el chalet de Lobos o en un departamento en la Capital Federal donde Norma vivió durante largos años hasta mudarse al castillo definitivamente. Norma recuperó el castillo en 1999, lo compró a 60 000 pesos argentinos, un monto equivalente a 60 000 dólares de ese entonces.
A los 40 años, Justina se embarazó. Había conocido a un hombre que estaba haciendo un arreglo en el chalet de Lobos, él se dedicaba a la construcción. “Pero a mi quinto mes de embarazo me dejó. En ese momento Norma me ofreció ayuda, me dijo que no me iba a quedar sola y cuando Alexia nació nos quedamos las dos con ella”. Alexia nació en el año 2001, a los pocos meses de su nacimiento, Norma compró una casa pequeña en Lobos y la puso a su nombre, dijo que quería asegurarle su futuro.
Alexia está de pie frente a la puerta, acaricia un perro, mira hacia los costados cerciorándose de que ningún animal esté suelto. Tiene 23 años, lleva una gorra roja puesta al revés, ropa holgada y anteojos para ver. Su sonrisa es contagiosa, muestra una viveza que la hace parecer más grande. “¿Viste mi último video con los corderitos? Me hice viral”, dice apenas cruzamos el umbral, a punto de adentrarnos en un largo pasillo. Saca su teléfono y me lo muestra. En la pantalla, dos cabritas saltan sobre un piso de parqué que reconozco como la entrada. Aunque ella no aparece en el video, su risa resuena de fondo. Mientras lo enseña, se arremanga el buzo, dejando al descubierto algunos tatuajes en sus antebrazos: una palanca de cambios, el contorno de un castillo y, en el otro brazo, la cara de Lady Gaga.
Alexia se fanatizó con los autos de carrera cuando un familiar de Norma le regaló un volante para usar en juegos que simulan estas competencias, como el Grand Prix. “Yo quiero correr, quiero hacer un curso, pero está carísimo. Igual acá tengo mi volante simulador y a veces practico. Además, cuando hay barro afuera puedo hacer mis propios rallies. Quiero empezar a participar en algo, pasa que tenés que tener muy buena suerte o mucha plata para que un sponsor te dé pelota y poder ingresar en una categoría. Encima, siendo mujer es más difícil, solo Michèle Mouton lo logró en el rally, ella compitió en el mundial en los ochenta ¿Pero sabés cómo le hicieron la vida imposible? Ahora quizás la cosa cambió un poco”. No solo le encanta manejar, ella quiere ser piloto profesional y también le apasionan los autos. Sabe armar y desarmar motores, cambiar los filtros de aire, cambiar el aceite, las bujías y las baterías.
Alexia vuelve rápidamente sobre sus pasos, cerrando la puerta con firmeza. No quiere que ningún perro o gato hambriento se cuele en la casa. En ese momento, el mundo se transforma. Aunque afuera el sol encandila, adentro las luces están encendidas porque casi todas las ventanas están cerradas. Algunas están rotas, otras forman parte de una obra que están haciendo; mover algo sería entorpecer el trabajo que los obreros dejaron inconcluso el día anterior.
Una mesa larga y unos sillones arman un living. Son muebles elegantes, pero de otra época, eran de Norma y se quedaron ahí, juntando polvo como parte de la decoración. Alrededor, el caos: los techos originales, altísimos, están siendo bajados con placas de durlock. También se les ve dañados; cuando llueve, el agua se filtra. Además, toda la instalación eléctrica debe reemplazarse; la del castillo es de los años ochenta, y nada de lo que se enchufaba entonces sirve para lo que usamos ahora. Los arreglos comenzaron hace unos meses, pero el contratista los dejó a medias. Alexia lo explica con naturalidad como quien da una lección: “Un contratista es la persona que se encarga de todo: me busca un albañil, un electricista, un gasista, un plomero, me pasa un presupuesto y consigue los materiales. Todo. Bueno, nos dejó”.
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Mientras habla, Alexia dirige nuestras miradas con sus manos. Con un dedo señala una pared resquebrajada, con otro nos indica por dónde caminar. A la izquierda, un baño; a la derecha, la cocina. Al fondo, se abren las puertas de cuatro habitaciones enormes. Una funciona como comedor y sala de estar; las otras tienen camas, valijas, y algo de ropa desparramada. “Como la calefacción no funciona por una pérdida de gas —que también estamos arreglando—, mamá y yo nos mudamos a esta parte de la casa, abajo”. Justina y Alexia se mudan de área en el castillo según el clima, en invierno puede haber de 0 a 5 grados en la planta alta y un poco más en la planta baja si tienen suerte con la calefacción. “También estamos bajando los techos porque si no el calor se pierde, perdón el desorden”, aclara. Alexia continúa el recorrido como si fuera una guía de excursión. “Ahora vamos a subir al segundo piso”, dice, mientras se escucha el sonido de las maderas que crujen en cada escalón.
Al llegar, una puerta abre paso a un largo pasillo, que se estira y se retuerce como un laberinto. Cinco habitaciones conectadas entre sí, cada una con su propio baño, alineadas como estaciones en un camino curvo, casi como el camino de tierra que está a la entrada. Cada objeto de decoración tiene una marca de polvo por la obra que están llevando adentro. Las paredes están decoradas con fotos, algunas recientes, otras claramente más antiguas. Las más cercanas al suelo, casi al nivel del piso, muestran rostros de los familiares de Norma y Carlos, están en portarretratos sobre pequeñas mesas de luz. En el corazón del pasillo, destaca un retrato enmarcado de Norma, la mujer que heredó a Justina su propiedad más preciada. Norma posó para la cámara con una leve sonrisa, tenía los ojos negros y pequeños, el pelo negro lleva un peinado Bouffant, el boom en los años sesenta. Las demás imágenes, algo enigmáticas, parecen pertenecer a la casa. “Siempre estuvieron ahí”, dice Alexia con un gesto, casi como si fuera una explicación suficiente. Todo lo que está dentro debe permanecer como Norma lo dejó, y como en las películas clásicas, su rostro permanece en el centro, la mujer del retrato es la protagonista de un lugar en el que ya no está. Es como una especie de museo de la antigua dueña.
Madre e hija se mudaron al castillo de manera definitiva en 2015 —meses antes de que Martín Benchimol descubriera el lugar—, aunque legalmente heredaron la propiedad en el 2013, cuando Norma falleció. Desde hacía años, Norma tenía su testamento listo. Si bien tenía sobrinos que la visitaban con frecuencia, decidió que ninguno de ellos heredaría el castillo. En Argentina, el testamento permite al testador disponer libremente de sus bienes, sin obligación directa hacia sus familiares de sangre. Norma, sin hijos, padres vivos o hermanos, tenía la libertad de decidir el destino de su legado y hacer con él lo que quisiera.
Justina se enteró de la herencia la noche en la que Norma falleció. Horas antes, Norma le había pedido que no se moviera de su habitación. “Algo intuía —recuerda Justina— porque me pidió que a la mañana siguiente llevara a Alexia al colegio sin falta”. En un gesto final, Norma tomó la mano de Justina y le confió que todo estaba resuelto: le dejaría el castillo para que viviera allí junto a su hija. Justina intentó negarse, consciente de que no podría mantener la propiedad ni afrontar los arreglos que necesitaba. Pero Norma insistió: “Vos, quedate tranquila que vas a poder. Yo te lo dejo bajo la promesa de que no lo vendas. Esto va a ser tu sustento. Vas a tener tus vacas, vas a plantar comida en un huerto, y tenés el río ahí al lado. Si querés, podés alquilar el campo, pero no lo vendas, vas a ver que vas a poder”. Esa promesa fue el último pacto entre las dos, un lazo invisible que no necesitó papel ni firma, solo la gravedad de una mano sobre otra y el peso de la palabra dicha.
En ese momento, Justina no solo recibió la noticia de que heredaría el castillo, sino también de que Norma había abierto una cuenta en dólares en la que, mes a mes, depositaba un salario por el trabajo que ella realizaba dentro de la casa. Además, contaban con una pequeña propiedad en Lobos que Norma había comprado para Alexia al nacer. Y, por último, había puesto el departamento de La Recoleta a nombre de Justina y de dos de sus sobrinos.
La mañana en que Norma murió, toda su familia se reunió en la planta baja del castillo para leer el testamento. Claudio, sobrino de Norma y ahijado de Carlos, estaba presente junto a su hermano mayor y sus primos. Las palabras resonaron en la sala, pero solo una frase se quedó suspendida en el aire: Justina sería la heredera del castillo. “Esa mañana estaba mi hermano mayor, mis primos y mis sobrinas. Apenas escuchamos que el castillo sería para Justina les vi las caras, todos se quedaron pálidos, nadie dijo una palabra”, recuerda Claudio. Efectivamente, durante unos segundos el silencio se rompió con miradas de sorpresa y gestos de desagrado. “Todos me miraron mal, hicieron caras, pero no les quedó más remedio que aceptarlo”, recuerda Justina.
A Claudio le pareció lo más justo. Conocía el carácter de su tía Norma, sabía que para Justina la convivencia había sido difícil. También comprendía que ninguno de sus primos o su hermano mayor tenían suficiente relación con el campo para poder llevarlo adelante. “Justina merece tener un hogar, y el castillo es un lugar que hay que sacarlo adelante”, sostiene con firmeza.
Mientras tanto, en Argentina, la situación habitacional está en crisis. Según el último Censo de Población y Vivienda de 2022, solo el 65% de la población es propietaria, una disminución de 10% en comparación con el censo de 2010. Este porcentaje parece alto, pero la clase media en Argentina conlleva la aspiración a la casa propia como una muestra de identidad y ascenso social que históricamente permanece. Un informe del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y TECHO Argentina revela que uno de cada tres hogares no tiene una vivienda adecuada. Además, más de 2 millones de hogares son inquilinos, una tendencia que ha ido en aumento: entre 2010 y 2022, el porcentaje de hogares inquilinos subió del 16 al 20%.
“En ese momento vivimos épocas difíciles, yo era chica y no trabajaba, llegamos a tener 70 000 pesos de deuda en el almacén del pueblo, hasta que vendíamos una vaca y con eso podríamos saldar la deuda y pagar algunos impuestos, pero no sabíamos cómo organizarnos, alquilábamos el campo a un precio bajo, nos organizábamos muy mal”, cuenta Alexia mientras camina.
Alexia no se detiene. Cruza cada habitación con firmeza. En la suya, cuelga una bandera del orgullo y al fondo se ve una batería. El resto tienen camas y placares de madera; la última es la de su madre, pero todas están conectadas, es un círculo perfecto. Al final del pasillo hay un balcón alargado, no se puede usar porque ahora corre peligro de derrumbe.
Alexia y Justina llevan casi una década viviendo en el castillo, pero sus ingresos no alcanzan para mantenerlo. Actualmente alquilan una parte del terreno a un vecino con vacas y una pequeña casa en Lobos, que está a nombre de Alexia. También reciben una tercera parte del alquiler de un departamento en Recoleta que pertenecía a Norma. Además, Justina percibe el salario mínimo de jubilación, que en Argentina es de 234 540 pesos al mes, actualmente son casi 200 dólares (diciembre de 2024). Desde hace unos meses, Alexia comenzó a trabajar manejando un tractor y con su salario han podido empezar a hacer los arreglos más urgentes.
Actualmente en Argentina, una familia tipo de cuatro personas necesita 986 pesos —unos 900 dólares aproximadamente— para no ser pobre, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Las reparaciones del castillo actualmente están presupuestadas en 12 millones de pesos —unos 12 000 dólares— y el salario de Alexia ronda los 700 000 pesos por mes —unos 700 dólares—.
Por el momento, no tienen estufas para calefaccionar los espacios comunes, pero sí cuentan con agua caliente gracias a un enorme termotanque ubicado en el jardín, imposible de mover. El gas almacenado en él les permitirá tener agua caliente durante los próximos cuatro meses. La electricidad la pagan mediante una cooperativa, lo que les cuesta unos 80 000 pesos al mes, equivalentes a 80 dólares aproximadamente.
Alexia nos prohíbe subir al tercer piso. Está cerrado con una valla de alambre y un palo que se cruza de un lado al otro. No da detalles, solo menciona que es un desastre y que por eso está fuera del recorrido, a veces suben los gatos y dejan todo sucio. Es un altillo, explica, lleno de muebles viejos y con una ventana que da a la cúpula.
Alexia se refiere a Norma como “la abuela”, y Justina se refiere a Norma como “su madre”, pero la relación con sus sobrinos no siempre fue buena. Solo dos de ellos, Mateo y Claudio, se preocuparon genuinamente por el bienestar de ambas y ofrecieron su ayuda para mantener el castillo. Los demás, sin embargo, hicieron un uso constante del lugar sin brindar ningún tipo de apoyo y contención. Muchos fines de semana se presentaban en el castillo, actuando como si la propiedad les perteneciera, y trataban a Justina como si fuera una empleada doméstica, un rol que ella había dejado atrás desde que el castillo pasó a ser legalmente suyo. “Yo era testigo de cómo mi familia decidía pasar días enteros en el castillo y pretendían que Justina los atendiera. No lavaban, no levantaban un plato después de comer, no cambiaban sus sábanas. Había una apropiación del espacio que era impresionante. Seguían una dinámica familiar como si Norma, mi tía, estuviese viva. Hasta pensaron en transformarlo en un Airbnb y que Justina se ocupe”, cuenta Claudio.
Esta dinámica generó tensiones. Justina, que había asumido el desafío de mantener la casa y sus alrededores, se encontró en una situación insostenible. En lugar de disfrutar de su hogar, se veía forzada a lidiar con una actitud despectiva. El castillo, que debía ser un refugio y un símbolo de independencia, se convirtió en el escenario de enfrentamientos y malos momentos, donde era tratada como una empleada en su propio hogar. Como si su pasado como empleada doméstica les hubiera otorgado el derecho de decirle qué hacer en su propia casa.
Frente a los conflictos con los familiares de Norma y los problemas estructurales del lugar, Justina y Alexia, en algún momento, consideraron romper la promesa. “Hubo ocasiones en las que le dije a mamá que vendiera el castillo, esa posibilidad la barajamos varias veces, pero ¿quién lo compraría?, ¿a cuánto?, ¿esa ganancia nos alcanzaría para comprar una casa nueva?”. Alexia hace cuentas con los dedos y desiste. Cree que su salario no es suficiente para sostener otra deuda en caso de pedir un crédito y reponer el faltante para un futuro hogar. Los créditos hipotecarios disponibles no satisfacen la demanda general. Muchos están diseñados para un segmento específico de ingresos, con cuotas desproporcionadas y un capital inicial alto que no cubre el valor total de la vivienda. De hecho, el crédito hipotecario en Argentina representa menos del 0.5% del PIB, mientras que en otros países supera el 15%.
Quizá por estas razones, y por algunas más profundas que no siempre son fáciles de explicar, Justina y Alexia eligen quedarse en el castillo en lugar de mudarse a un lugar más pequeño, donde los gastos serían menores. Mientras otros contemplan ese lugar como una oportunidad para generar ingresos o transformarlo en un hotel, para ellas el predio es mucho más que un simple bien inmueble. Lo ven como un símbolo de pertenencia, un refugio que encarna su identidad y su historia.
Es hora de emprender el regreso, pero es imposible hacerlo antes de que caiga el sol; las tareas de alimentar a los animales les toma más tiempo del estimado. Alexia y Justina se acomodan frente al televisor y hablan sobre lo que verán juntas esa noche. Ambas caminan hasta la puerta y saludan con algo de cansancio. Afuera está oscuro y frío, la señal en el celular vuelve 40 minutos después, casi pisando el asfalto que llega al pueblo más cercano.
Al igual que en Grey Gardens, el castillo atrajo la atención de un director interesado en narrar la historia de una madre y una hija que se aferraban a un paisaje en el que no querían quedarse atrás. Justina y Alexia caminaron por la alfombra roja y se vieron en la pantalla grande en el Festival de San Sebastián. También vieron cómo la película ganó premios en Berlín, Hong Kong y Mar del Plata. Aunque ese pasado de fama todavía resuena en sus cabezas, la realidad cotidiana se impone con dureza.
A Alexia le gusta vivir en el castillo. Rara vez va a Capital Federal. Una vez fue con Justina a la marcha del orgullo, pero se quedaron atrás. Al año siguiente volvió con amigas, pero cuando se adentraron en la multitud, un ataque de pánico la dejó sin aire. No soportó estar rodeada de demasiada gente. A veces, le pasa por la cabeza que mudarse a Lobos no sería mala idea y en un futuro lo hará. “Sería un punto medio; Lobos no es la gran ciudad, pero tampoco es el campo. Sin embargo, el castillo es mi casa y me gusta. Lo único malo son las calles de tierra. Si llueve, quedamos atrapadas”. El campo es bello, pero brutal; cuando la lluvia se prolonga y necesitan provisiones, las cosas se complican. Al pueblo van una vez al mes, cargan comida que almacenan cuidadosamente, y así sobreviven.
Justina no tiene intención de irse. Solo dice que quiere descansar porque trabajó sin parar desde sus 5 años. Para ella, esa mansión es un refugio indispensable que no está dispuesta a abandonar, aunque haya vivido presa de un destino que no fue el que esperaba. Alexia, por su parte, también se aferra al paisaje. Cuenta que los familiares de Norma dejaron de visitar el castillo después de ver en pantalla grande la molestia de sus visitas. “No volvieron porque me atreví a decirles en la cara que no eran bienvenidos”.
Ambas fueron valientes al aceptar aquella promesa que decidieron llevar adelante hasta el final. Asumieron el cuidado de un lugar que todavía tiene historias de otras personas colgadas en las paredes. Se refugian en un microcosmos que, a pesar del deterioro, persiste como testigo de un país en crisis. Sin embargo, resisten, salen con sus reposeras cuando hay sol y revuelven el barro los días de lluvia. Se aferran a lo que conocen, a lo que sienten como suyo. Se esfuerzan para seguir en movimiento, contradiciendo la quietud que las rodea.
Una herencia que parecía un sueño, pero que en su interior marcó el destino de dos mujeres, a cambio de una promesa cumplida.
“Mirá, que acá no hay señal”, advierte Alexia esa mañana. Mientras el auto avanza por el sendero de tierra en medio de la inmensa llanura pampeana, la señal desaparece. La tierra seca se transforma en un revuelto de barro imposible de circular cuando llueve. El camino es ancho, está ubicado a unos 20 kilómetros de Antonio Carboni, una localidad de Lobos, en la provincia de Buenos Aires, donde nació Juan Domingo Perón a finales del siglo XIX, a 130 kilómetros de la Capital Federal de la Argentina. Es la pampa ondulada, una región que yace bajo el nivel del Río de la Plata y se inunda con facilidad, especialmente durante las sudestadas, un fenómeno meteorológico típico de esta región, que trae un viento frío proveniente del cuadrante sureste y se abalanza sobre la ciudad, dejando a su paso un paisaje de árboles vencidos y calles anegadas. A los costados se extiende la inmensidad del campo, con un horizonte limpio, donde el verde se intensifica a pesar de la cercanía con la urbe.
El auto avanza lento, sorteando los pozos que el tiempo y el poco mantenimiento han cavado sobre el camino. Una nube de polvo se levanta y ensucia el paisaje; no hay postes con luz eléctrica, ni carteles, ni ruido que nos alteren; vemos un auto que se acerca a toda velocidad, intuimos que es Alexia que viene a nuestro rescate. Paramos nerviosas y vemos una silueta con una gorra roja que pasa de largo y frena al escuchar nuestra bocina. Hace un giro rápido y estaciona a nuestro lado. Alexia baja la ventanilla y se ríe. “¡Síganme que estamos cerca!”, grita desde el otro lado del vidrio. A los lejos se ve su hogar, un castillo que se asoma como una grieta en el paisaje llano. Una estampa que salió de un sueño y que Alexia, 10 años atrás, heredó junto a su madre, bajo una única condición: no venderlo nunca.
Desde afuera se ve una mansión imponente, ubicada en un claro, las paredes están grises por el paso del tiempo, parece tener tres pisos de alto. En uno de los costados hay una estructura circular donde sobresale una cúpula, mientras que en el otro extremo se extiende un balcón alargado. Es un castillo construido sobre un terreno de más de 60 hectáreas, dominado por la naturaleza agreste que parece hacer eco de su aislamiento. Sin embargo, la silueta se impone, como si cayera haciendo un estruendo, convirtiendo todo a su alrededor en un símbolo de poder. Una apariencia que no solo se contradice con su interior, sino que sugiere una anomalía.
Alexia Caminos Olivo, junto a su madre Justina Olivo, fueron protagonistas de un largometraje rodado en su propia casa. Una película titulada El castillo, dirigida por Martín Benchimol, basada en la historia ficcionalizada de una adolescente que planea mudarse a Buenos Aires, y dejar a su madre viviendo en un castillo que se está destartalando. Como el documental Grey Gardens (1976), dirigido por Albert y David Maysles, Muffie Meyer y Ellen Hovde, esta película surgió de una simple curiosidad. Benchimol estaba en su auto recorriendo la zona: “Era el 2015 y en ese momento estaba filmando mi película anterior llamada El espanto, en una zona rural muy cercana al castillo. Yo buscaba curanderos por pueblos y nos habían recomendado hablar con uno que vive cerca. Hasta que pasé de casualidad por ahí y la vi a Justina trabajando en el pasto. Me bajé del auto y le dije: ʻ¿Usted conoce al dueño de este lugar?ʼ, y ella me dijo: ʻPasá, la dueña soy yoʼ. En ese momento me dijo que no se iría jamás a cambio de una promesa y lo primero que pensé fue, “acá hay una película”.
En Grey Gardens, las protagonistas de la historia son Edith “Big Edie” Bouvier Beale y su hija Edith Bouvier "Little Edie" Beale, tía y prima de Jackie Keneddy, respectivamente, y que viven juntas en una enorme mansión que solía ser elegante y lujosa, pero que con el tiempo se vino abajo. Las Bouvier pertenecían a la tradicional aristocracia estadounidense y Grey Gardens era su mansión de veraneo en East Hampton, un vecindario residencial de clase alta ubicado en Los Hamptons, Long Island, en el estado de Nueva York. A pesar de ello, cuando los documentalistas las encuentran, la casa estaba en un estado de abandono total, habitada solo por ellas dos, aisladas del mundo, en condiciones de indigencia y rodeadas de polvo, gatos y mapaches. Sin embargo, en el castillo las historias son diferentes. Mientras que Grey Gardens explora la decadencia de la aristocracia, El castillo narra la historia de una mujer de clase baja que se aferra a algo enorme.
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En El castillo, el director creó un escenario fantástico que narra la convivencia y la relación entre madre e hija ante una posible despedida. Sin embargo, hay una parte de la historia que es pura ficción: Alexia no planeaba mudarse. La otra es la realidad sin artificios: dos mujeres —una madre recién jubilada, de clase trabajadora, nacida en el Chaco paraguayo, de ascendencia indígena, y su hija adolescente— viven en un castillo y lo sostienen sobre sus espaldas. Un paisaje que parece un error del sistema, un cuento de hadas que se torció: Justina y Alexia heredaron una mansión imponente en el corazón de la oligarquía terrateniente argentina de La Pampa.
El castillo, como le llaman ambas, fue construido dentro de un casco de estancia a finales del siglo XIX. En 1891 fue bautizado como Estancia La Hiedra por su propietaria, Dolores Navarro Viola, una mujer que formaba parte de la aristocracia argentina y cuya familia hizo fortuna en el sector financiero. Según los registros que Alexia encontró en los antiguos placares, los Navarro Viola fueron los primeros en habitar este lugar para usarlo como casa de campo. También cuenta que el parque del mismo predio fue diseñado por Carlos Thays, un paisajista francés que, alrededor de 1880, emigró al país y se quedó definitivamente trabajando como director de parques de la ciudad de Buenos Aires, dejando su impronta no solo en el Jardín Botánico, sino también en los jardines de muchas estancias privadas, como esta.
En 1980, Norma Claude y Carlos Meier compraron el castillo para usarlo durante los fines de semana. Carlos era doctor en ciencias económicas y con sus conferencias por el mundo hizo una fortuna con la que no solo compró esta estancia, también un departamento en el Barrio de La Recoleta, una de las zonas más caras de la ciudad de Buenos Aires, una decena de oficinas en la zona del Congreso y un chalet en Lobos. El castillo lo compró para el momento de retirarse de su profesión y vivir ahí su vejez, junto con Norma. Pero en 1983 Carlos se enfermó durante un viaje a París y contrajo una enfermedad extraña tras comer carne contaminada, diagnosticada como Creutzfeldt-Jakob, conocida como la enfermedad de las “vacas locas”, una infección que en esa época había comenzado a resonar por el mundo, pero no tenía explicación. En ese momento Norma se desesperó y decidió vender el castillo para financiar el tratamiento de Carlos. Viajaban médicos desde todas partes del mundo, le hicieron estudios de todo tipo, pero nadie pudo salvarlo. Carlos perdió la vista y dejó de caminar a los pocos meses, más tarde cayó en coma y, en menos de un año, falleció. Norma quedó sola, junto a Justina, su empleada doméstica y la mujer que los había estado acompañando durante toda su vida.
Hoy Justina tiene 63 años y su caminar es lento, provocado por un problema en la rodilla derecha. A primera vista, parece seria, casi distante, especialmente con quienes no conoce. Pero cuando se dirige a su hija, su rostro se dulcifica, y surge una complicidad tácita entre las dos.
Justina nació en 1961 en Resistencia, provincia de Chaco, al norte de la Argentina y la región que hoy es la más pobre del país, dentro de una familia numerosa. A los 5 años, su padre la entregó a la familia de Norma para que trabajara. Justina tenía hermanos varones y para los ojos del entorno familiar eran las mujeres quienes debían comenzar con las tareas de cuidado, aun a cuestas de ser una niña. Justina tuvo 13 hermanos y siendo la única niña la forzaron a trabajar como cuidadora de bebés de familias de clase alta, ese fue su primer trabajo. Años más tarde, cuenta que la llevaron a recolectar algodón. A los 11 años dejó el norte chaqueño porque una prima de Norma, perteneciente a la clase alta de Resistencia, se mudó a Merlo, provincia de Buenos Aires, al sur del río Reconquista, y se la llevó. Justina recuerda que cerca de esa casa había una fábrica donde se elaboraban las gallinitas Plin Plan, un dulce popular en Argentina desde los años setenta. “Era una gallinita de azúcar, ¿Te acordás? Venían en diferentes colores y estaban rellenas de un almíbar con gusto a fruta, la gente decía que tenían licor”, cuenta esto mientras hace un gesto con las manos y explica que su trabajo también fue ese, rellenar las gallinitas de almíbar desde las 4 de la mañana hasta que se ponía el sol. Más tarde, con las manos pegoteadas, salía de la fábrica para volver a dormir y empezar otro día de nuevo, antes del amanecer.
A los 17 años, en 1980, Justina se mudó definitivamente con Norma y Carlos, quienes habían llegado a Buenos Aires en búsqueda de un futuro mejor. Ese año compraron el castillo y años más tarde Justina vio cómo Norma, con mucho dolor, lo vendió y cómo, tras la muerte de Carlos, empezó a juntar el dinero para recuperarlo. “Tenían mucha plata, sí, pero Norma tenía algo más: una obsesión por este lugar. Su única meta era volver a tener el castillo, así que vendió algunas oficinas que tenían entre Congreso y Plaza de Mayo, y lo compró otra vez. Ella necesitaba volver acá”.
La relación entre Justina y Norma siempre fue tensa. Aunque Justina trabajaba como empleada doméstica y acompañaba a Norma en sus actividades, nunca tuvo la libertad que deseaba. Las discusiones eran frecuentes. Cuando Justina quería visitar a su familia en Resistencia, Norma le ponía trabas y le negaba el viaje. Y si al final cedía, le revisaba sus cosas antes de que partiera. “‘Déjame armar tu valija’, me decía, como si sospechara que pudiera robar algo de la casa”. Esa desconfianza le pesaba. Justina lo sabía: su tiempo allí se acabaría después de alguna pelea. “Un día nos gritamos tan fuerte que tomé un micro y regresé sola a Resistencia. Yo tenía 28 años.” Cuatro años después, Norma viajó hasta Resistencia y le rogó que volviera. Justina regresó y retomó su lugar en la casa, en ese espacio donde la libertad siempre estuvo limitada.
Con el tiempo, el trato de Norma hacia Justina no mejoró. Las restricciones eran constantes: no podía salir con frecuencia ni hablar por teléfono ni tener amigas ni disfrutar de su independencia. Una independencia que en realidad prácticamente no tenía porque Norma no le pagaba un salario mensual, a cambio de su trabajo de limpieza y cuidado, le ofrecía alojamiento y comida. Pero el alojamiento no era en el castillo, sino en el chalet de Lobos o en un departamento en la Capital Federal donde Norma vivió durante largos años hasta mudarse al castillo definitivamente. Norma recuperó el castillo en 1999, lo compró a 60 000 pesos argentinos, un monto equivalente a 60 000 dólares de ese entonces.
A los 40 años, Justina se embarazó. Había conocido a un hombre que estaba haciendo un arreglo en el chalet de Lobos, él se dedicaba a la construcción. “Pero a mi quinto mes de embarazo me dejó. En ese momento Norma me ofreció ayuda, me dijo que no me iba a quedar sola y cuando Alexia nació nos quedamos las dos con ella”. Alexia nació en el año 2001, a los pocos meses de su nacimiento, Norma compró una casa pequeña en Lobos y la puso a su nombre, dijo que quería asegurarle su futuro.
Alexia está de pie frente a la puerta, acaricia un perro, mira hacia los costados cerciorándose de que ningún animal esté suelto. Tiene 23 años, lleva una gorra roja puesta al revés, ropa holgada y anteojos para ver. Su sonrisa es contagiosa, muestra una viveza que la hace parecer más grande. “¿Viste mi último video con los corderitos? Me hice viral”, dice apenas cruzamos el umbral, a punto de adentrarnos en un largo pasillo. Saca su teléfono y me lo muestra. En la pantalla, dos cabritas saltan sobre un piso de parqué que reconozco como la entrada. Aunque ella no aparece en el video, su risa resuena de fondo. Mientras lo enseña, se arremanga el buzo, dejando al descubierto algunos tatuajes en sus antebrazos: una palanca de cambios, el contorno de un castillo y, en el otro brazo, la cara de Lady Gaga.
Alexia se fanatizó con los autos de carrera cuando un familiar de Norma le regaló un volante para usar en juegos que simulan estas competencias, como el Grand Prix. “Yo quiero correr, quiero hacer un curso, pero está carísimo. Igual acá tengo mi volante simulador y a veces practico. Además, cuando hay barro afuera puedo hacer mis propios rallies. Quiero empezar a participar en algo, pasa que tenés que tener muy buena suerte o mucha plata para que un sponsor te dé pelota y poder ingresar en una categoría. Encima, siendo mujer es más difícil, solo Michèle Mouton lo logró en el rally, ella compitió en el mundial en los ochenta ¿Pero sabés cómo le hicieron la vida imposible? Ahora quizás la cosa cambió un poco”. No solo le encanta manejar, ella quiere ser piloto profesional y también le apasionan los autos. Sabe armar y desarmar motores, cambiar los filtros de aire, cambiar el aceite, las bujías y las baterías.
Alexia vuelve rápidamente sobre sus pasos, cerrando la puerta con firmeza. No quiere que ningún perro o gato hambriento se cuele en la casa. En ese momento, el mundo se transforma. Aunque afuera el sol encandila, adentro las luces están encendidas porque casi todas las ventanas están cerradas. Algunas están rotas, otras forman parte de una obra que están haciendo; mover algo sería entorpecer el trabajo que los obreros dejaron inconcluso el día anterior.
Una mesa larga y unos sillones arman un living. Son muebles elegantes, pero de otra época, eran de Norma y se quedaron ahí, juntando polvo como parte de la decoración. Alrededor, el caos: los techos originales, altísimos, están siendo bajados con placas de durlock. También se les ve dañados; cuando llueve, el agua se filtra. Además, toda la instalación eléctrica debe reemplazarse; la del castillo es de los años ochenta, y nada de lo que se enchufaba entonces sirve para lo que usamos ahora. Los arreglos comenzaron hace unos meses, pero el contratista los dejó a medias. Alexia lo explica con naturalidad como quien da una lección: “Un contratista es la persona que se encarga de todo: me busca un albañil, un electricista, un gasista, un plomero, me pasa un presupuesto y consigue los materiales. Todo. Bueno, nos dejó”.
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Mientras habla, Alexia dirige nuestras miradas con sus manos. Con un dedo señala una pared resquebrajada, con otro nos indica por dónde caminar. A la izquierda, un baño; a la derecha, la cocina. Al fondo, se abren las puertas de cuatro habitaciones enormes. Una funciona como comedor y sala de estar; las otras tienen camas, valijas, y algo de ropa desparramada. “Como la calefacción no funciona por una pérdida de gas —que también estamos arreglando—, mamá y yo nos mudamos a esta parte de la casa, abajo”. Justina y Alexia se mudan de área en el castillo según el clima, en invierno puede haber de 0 a 5 grados en la planta alta y un poco más en la planta baja si tienen suerte con la calefacción. “También estamos bajando los techos porque si no el calor se pierde, perdón el desorden”, aclara. Alexia continúa el recorrido como si fuera una guía de excursión. “Ahora vamos a subir al segundo piso”, dice, mientras se escucha el sonido de las maderas que crujen en cada escalón.
Al llegar, una puerta abre paso a un largo pasillo, que se estira y se retuerce como un laberinto. Cinco habitaciones conectadas entre sí, cada una con su propio baño, alineadas como estaciones en un camino curvo, casi como el camino de tierra que está a la entrada. Cada objeto de decoración tiene una marca de polvo por la obra que están llevando adentro. Las paredes están decoradas con fotos, algunas recientes, otras claramente más antiguas. Las más cercanas al suelo, casi al nivel del piso, muestran rostros de los familiares de Norma y Carlos, están en portarretratos sobre pequeñas mesas de luz. En el corazón del pasillo, destaca un retrato enmarcado de Norma, la mujer que heredó a Justina su propiedad más preciada. Norma posó para la cámara con una leve sonrisa, tenía los ojos negros y pequeños, el pelo negro lleva un peinado Bouffant, el boom en los años sesenta. Las demás imágenes, algo enigmáticas, parecen pertenecer a la casa. “Siempre estuvieron ahí”, dice Alexia con un gesto, casi como si fuera una explicación suficiente. Todo lo que está dentro debe permanecer como Norma lo dejó, y como en las películas clásicas, su rostro permanece en el centro, la mujer del retrato es la protagonista de un lugar en el que ya no está. Es como una especie de museo de la antigua dueña.
Madre e hija se mudaron al castillo de manera definitiva en 2015 —meses antes de que Martín Benchimol descubriera el lugar—, aunque legalmente heredaron la propiedad en el 2013, cuando Norma falleció. Desde hacía años, Norma tenía su testamento listo. Si bien tenía sobrinos que la visitaban con frecuencia, decidió que ninguno de ellos heredaría el castillo. En Argentina, el testamento permite al testador disponer libremente de sus bienes, sin obligación directa hacia sus familiares de sangre. Norma, sin hijos, padres vivos o hermanos, tenía la libertad de decidir el destino de su legado y hacer con él lo que quisiera.
Justina se enteró de la herencia la noche en la que Norma falleció. Horas antes, Norma le había pedido que no se moviera de su habitación. “Algo intuía —recuerda Justina— porque me pidió que a la mañana siguiente llevara a Alexia al colegio sin falta”. En un gesto final, Norma tomó la mano de Justina y le confió que todo estaba resuelto: le dejaría el castillo para que viviera allí junto a su hija. Justina intentó negarse, consciente de que no podría mantener la propiedad ni afrontar los arreglos que necesitaba. Pero Norma insistió: “Vos, quedate tranquila que vas a poder. Yo te lo dejo bajo la promesa de que no lo vendas. Esto va a ser tu sustento. Vas a tener tus vacas, vas a plantar comida en un huerto, y tenés el río ahí al lado. Si querés, podés alquilar el campo, pero no lo vendas, vas a ver que vas a poder”. Esa promesa fue el último pacto entre las dos, un lazo invisible que no necesitó papel ni firma, solo la gravedad de una mano sobre otra y el peso de la palabra dicha.
En ese momento, Justina no solo recibió la noticia de que heredaría el castillo, sino también de que Norma había abierto una cuenta en dólares en la que, mes a mes, depositaba un salario por el trabajo que ella realizaba dentro de la casa. Además, contaban con una pequeña propiedad en Lobos que Norma había comprado para Alexia al nacer. Y, por último, había puesto el departamento de La Recoleta a nombre de Justina y de dos de sus sobrinos.
La mañana en que Norma murió, toda su familia se reunió en la planta baja del castillo para leer el testamento. Claudio, sobrino de Norma y ahijado de Carlos, estaba presente junto a su hermano mayor y sus primos. Las palabras resonaron en la sala, pero solo una frase se quedó suspendida en el aire: Justina sería la heredera del castillo. “Esa mañana estaba mi hermano mayor, mis primos y mis sobrinas. Apenas escuchamos que el castillo sería para Justina les vi las caras, todos se quedaron pálidos, nadie dijo una palabra”, recuerda Claudio. Efectivamente, durante unos segundos el silencio se rompió con miradas de sorpresa y gestos de desagrado. “Todos me miraron mal, hicieron caras, pero no les quedó más remedio que aceptarlo”, recuerda Justina.
A Claudio le pareció lo más justo. Conocía el carácter de su tía Norma, sabía que para Justina la convivencia había sido difícil. También comprendía que ninguno de sus primos o su hermano mayor tenían suficiente relación con el campo para poder llevarlo adelante. “Justina merece tener un hogar, y el castillo es un lugar que hay que sacarlo adelante”, sostiene con firmeza.
Mientras tanto, en Argentina, la situación habitacional está en crisis. Según el último Censo de Población y Vivienda de 2022, solo el 65% de la población es propietaria, una disminución de 10% en comparación con el censo de 2010. Este porcentaje parece alto, pero la clase media en Argentina conlleva la aspiración a la casa propia como una muestra de identidad y ascenso social que históricamente permanece. Un informe del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y TECHO Argentina revela que uno de cada tres hogares no tiene una vivienda adecuada. Además, más de 2 millones de hogares son inquilinos, una tendencia que ha ido en aumento: entre 2010 y 2022, el porcentaje de hogares inquilinos subió del 16 al 20%.
“En ese momento vivimos épocas difíciles, yo era chica y no trabajaba, llegamos a tener 70 000 pesos de deuda en el almacén del pueblo, hasta que vendíamos una vaca y con eso podríamos saldar la deuda y pagar algunos impuestos, pero no sabíamos cómo organizarnos, alquilábamos el campo a un precio bajo, nos organizábamos muy mal”, cuenta Alexia mientras camina.
Alexia no se detiene. Cruza cada habitación con firmeza. En la suya, cuelga una bandera del orgullo y al fondo se ve una batería. El resto tienen camas y placares de madera; la última es la de su madre, pero todas están conectadas, es un círculo perfecto. Al final del pasillo hay un balcón alargado, no se puede usar porque ahora corre peligro de derrumbe.
Alexia y Justina llevan casi una década viviendo en el castillo, pero sus ingresos no alcanzan para mantenerlo. Actualmente alquilan una parte del terreno a un vecino con vacas y una pequeña casa en Lobos, que está a nombre de Alexia. También reciben una tercera parte del alquiler de un departamento en Recoleta que pertenecía a Norma. Además, Justina percibe el salario mínimo de jubilación, que en Argentina es de 234 540 pesos al mes, actualmente son casi 200 dólares (diciembre de 2024). Desde hace unos meses, Alexia comenzó a trabajar manejando un tractor y con su salario han podido empezar a hacer los arreglos más urgentes.
Actualmente en Argentina, una familia tipo de cuatro personas necesita 986 pesos —unos 900 dólares aproximadamente— para no ser pobre, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Las reparaciones del castillo actualmente están presupuestadas en 12 millones de pesos —unos 12 000 dólares— y el salario de Alexia ronda los 700 000 pesos por mes —unos 700 dólares—.
Por el momento, no tienen estufas para calefaccionar los espacios comunes, pero sí cuentan con agua caliente gracias a un enorme termotanque ubicado en el jardín, imposible de mover. El gas almacenado en él les permitirá tener agua caliente durante los próximos cuatro meses. La electricidad la pagan mediante una cooperativa, lo que les cuesta unos 80 000 pesos al mes, equivalentes a 80 dólares aproximadamente.
Alexia nos prohíbe subir al tercer piso. Está cerrado con una valla de alambre y un palo que se cruza de un lado al otro. No da detalles, solo menciona que es un desastre y que por eso está fuera del recorrido, a veces suben los gatos y dejan todo sucio. Es un altillo, explica, lleno de muebles viejos y con una ventana que da a la cúpula.
Alexia se refiere a Norma como “la abuela”, y Justina se refiere a Norma como “su madre”, pero la relación con sus sobrinos no siempre fue buena. Solo dos de ellos, Mateo y Claudio, se preocuparon genuinamente por el bienestar de ambas y ofrecieron su ayuda para mantener el castillo. Los demás, sin embargo, hicieron un uso constante del lugar sin brindar ningún tipo de apoyo y contención. Muchos fines de semana se presentaban en el castillo, actuando como si la propiedad les perteneciera, y trataban a Justina como si fuera una empleada doméstica, un rol que ella había dejado atrás desde que el castillo pasó a ser legalmente suyo. “Yo era testigo de cómo mi familia decidía pasar días enteros en el castillo y pretendían que Justina los atendiera. No lavaban, no levantaban un plato después de comer, no cambiaban sus sábanas. Había una apropiación del espacio que era impresionante. Seguían una dinámica familiar como si Norma, mi tía, estuviese viva. Hasta pensaron en transformarlo en un Airbnb y que Justina se ocupe”, cuenta Claudio.
Esta dinámica generó tensiones. Justina, que había asumido el desafío de mantener la casa y sus alrededores, se encontró en una situación insostenible. En lugar de disfrutar de su hogar, se veía forzada a lidiar con una actitud despectiva. El castillo, que debía ser un refugio y un símbolo de independencia, se convirtió en el escenario de enfrentamientos y malos momentos, donde era tratada como una empleada en su propio hogar. Como si su pasado como empleada doméstica les hubiera otorgado el derecho de decirle qué hacer en su propia casa.
Frente a los conflictos con los familiares de Norma y los problemas estructurales del lugar, Justina y Alexia, en algún momento, consideraron romper la promesa. “Hubo ocasiones en las que le dije a mamá que vendiera el castillo, esa posibilidad la barajamos varias veces, pero ¿quién lo compraría?, ¿a cuánto?, ¿esa ganancia nos alcanzaría para comprar una casa nueva?”. Alexia hace cuentas con los dedos y desiste. Cree que su salario no es suficiente para sostener otra deuda en caso de pedir un crédito y reponer el faltante para un futuro hogar. Los créditos hipotecarios disponibles no satisfacen la demanda general. Muchos están diseñados para un segmento específico de ingresos, con cuotas desproporcionadas y un capital inicial alto que no cubre el valor total de la vivienda. De hecho, el crédito hipotecario en Argentina representa menos del 0.5% del PIB, mientras que en otros países supera el 15%.
Quizá por estas razones, y por algunas más profundas que no siempre son fáciles de explicar, Justina y Alexia eligen quedarse en el castillo en lugar de mudarse a un lugar más pequeño, donde los gastos serían menores. Mientras otros contemplan ese lugar como una oportunidad para generar ingresos o transformarlo en un hotel, para ellas el predio es mucho más que un simple bien inmueble. Lo ven como un símbolo de pertenencia, un refugio que encarna su identidad y su historia.
Es hora de emprender el regreso, pero es imposible hacerlo antes de que caiga el sol; las tareas de alimentar a los animales les toma más tiempo del estimado. Alexia y Justina se acomodan frente al televisor y hablan sobre lo que verán juntas esa noche. Ambas caminan hasta la puerta y saludan con algo de cansancio. Afuera está oscuro y frío, la señal en el celular vuelve 40 minutos después, casi pisando el asfalto que llega al pueblo más cercano.
Al igual que en Grey Gardens, el castillo atrajo la atención de un director interesado en narrar la historia de una madre y una hija que se aferraban a un paisaje en el que no querían quedarse atrás. Justina y Alexia caminaron por la alfombra roja y se vieron en la pantalla grande en el Festival de San Sebastián. También vieron cómo la película ganó premios en Berlín, Hong Kong y Mar del Plata. Aunque ese pasado de fama todavía resuena en sus cabezas, la realidad cotidiana se impone con dureza.
A Alexia le gusta vivir en el castillo. Rara vez va a Capital Federal. Una vez fue con Justina a la marcha del orgullo, pero se quedaron atrás. Al año siguiente volvió con amigas, pero cuando se adentraron en la multitud, un ataque de pánico la dejó sin aire. No soportó estar rodeada de demasiada gente. A veces, le pasa por la cabeza que mudarse a Lobos no sería mala idea y en un futuro lo hará. “Sería un punto medio; Lobos no es la gran ciudad, pero tampoco es el campo. Sin embargo, el castillo es mi casa y me gusta. Lo único malo son las calles de tierra. Si llueve, quedamos atrapadas”. El campo es bello, pero brutal; cuando la lluvia se prolonga y necesitan provisiones, las cosas se complican. Al pueblo van una vez al mes, cargan comida que almacenan cuidadosamente, y así sobreviven.
Justina no tiene intención de irse. Solo dice que quiere descansar porque trabajó sin parar desde sus 5 años. Para ella, esa mansión es un refugio indispensable que no está dispuesta a abandonar, aunque haya vivido presa de un destino que no fue el que esperaba. Alexia, por su parte, también se aferra al paisaje. Cuenta que los familiares de Norma dejaron de visitar el castillo después de ver en pantalla grande la molestia de sus visitas. “No volvieron porque me atreví a decirles en la cara que no eran bienvenidos”.
Ambas fueron valientes al aceptar aquella promesa que decidieron llevar adelante hasta el final. Asumieron el cuidado de un lugar que todavía tiene historias de otras personas colgadas en las paredes. Se refugian en un microcosmos que, a pesar del deterioro, persiste como testigo de un país en crisis. Sin embargo, resisten, salen con sus reposeras cuando hay sol y revuelven el barro los días de lluvia. Se aferran a lo que conocen, a lo que sienten como suyo. Se esfuerzan para seguir en movimiento, contradiciendo la quietud que las rodea.
Los tatuajes de Alexia Caminos Olivo: en uno se ve el castillo, que se hizo en su viaje a Donostia para el Festival de San Sebastián donde la película ganó un premio. De fondo, el castillo donde vivió toda su vida.
“Mirá, que acá no hay señal”, advierte Alexia esa mañana. Mientras el auto avanza por el sendero de tierra en medio de la inmensa llanura pampeana, la señal desaparece. La tierra seca se transforma en un revuelto de barro imposible de circular cuando llueve. El camino es ancho, está ubicado a unos 20 kilómetros de Antonio Carboni, una localidad de Lobos, en la provincia de Buenos Aires, donde nació Juan Domingo Perón a finales del siglo XIX, a 130 kilómetros de la Capital Federal de la Argentina. Es la pampa ondulada, una región que yace bajo el nivel del Río de la Plata y se inunda con facilidad, especialmente durante las sudestadas, un fenómeno meteorológico típico de esta región, que trae un viento frío proveniente del cuadrante sureste y se abalanza sobre la ciudad, dejando a su paso un paisaje de árboles vencidos y calles anegadas. A los costados se extiende la inmensidad del campo, con un horizonte limpio, donde el verde se intensifica a pesar de la cercanía con la urbe.
El auto avanza lento, sorteando los pozos que el tiempo y el poco mantenimiento han cavado sobre el camino. Una nube de polvo se levanta y ensucia el paisaje; no hay postes con luz eléctrica, ni carteles, ni ruido que nos alteren; vemos un auto que se acerca a toda velocidad, intuimos que es Alexia que viene a nuestro rescate. Paramos nerviosas y vemos una silueta con una gorra roja que pasa de largo y frena al escuchar nuestra bocina. Hace un giro rápido y estaciona a nuestro lado. Alexia baja la ventanilla y se ríe. “¡Síganme que estamos cerca!”, grita desde el otro lado del vidrio. A los lejos se ve su hogar, un castillo que se asoma como una grieta en el paisaje llano. Una estampa que salió de un sueño y que Alexia, 10 años atrás, heredó junto a su madre, bajo una única condición: no venderlo nunca.
Desde afuera se ve una mansión imponente, ubicada en un claro, las paredes están grises por el paso del tiempo, parece tener tres pisos de alto. En uno de los costados hay una estructura circular donde sobresale una cúpula, mientras que en el otro extremo se extiende un balcón alargado. Es un castillo construido sobre un terreno de más de 60 hectáreas, dominado por la naturaleza agreste que parece hacer eco de su aislamiento. Sin embargo, la silueta se impone, como si cayera haciendo un estruendo, convirtiendo todo a su alrededor en un símbolo de poder. Una apariencia que no solo se contradice con su interior, sino que sugiere una anomalía.
Alexia Caminos Olivo, junto a su madre Justina Olivo, fueron protagonistas de un largometraje rodado en su propia casa. Una película titulada El castillo, dirigida por Martín Benchimol, basada en la historia ficcionalizada de una adolescente que planea mudarse a Buenos Aires, y dejar a su madre viviendo en un castillo que se está destartalando. Como el documental Grey Gardens (1976), dirigido por Albert y David Maysles, Muffie Meyer y Ellen Hovde, esta película surgió de una simple curiosidad. Benchimol estaba en su auto recorriendo la zona: “Era el 2015 y en ese momento estaba filmando mi película anterior llamada El espanto, en una zona rural muy cercana al castillo. Yo buscaba curanderos por pueblos y nos habían recomendado hablar con uno que vive cerca. Hasta que pasé de casualidad por ahí y la vi a Justina trabajando en el pasto. Me bajé del auto y le dije: ʻ¿Usted conoce al dueño de este lugar?ʼ, y ella me dijo: ʻPasá, la dueña soy yoʼ. En ese momento me dijo que no se iría jamás a cambio de una promesa y lo primero que pensé fue, “acá hay una película”.
En Grey Gardens, las protagonistas de la historia son Edith “Big Edie” Bouvier Beale y su hija Edith Bouvier "Little Edie" Beale, tía y prima de Jackie Keneddy, respectivamente, y que viven juntas en una enorme mansión que solía ser elegante y lujosa, pero que con el tiempo se vino abajo. Las Bouvier pertenecían a la tradicional aristocracia estadounidense y Grey Gardens era su mansión de veraneo en East Hampton, un vecindario residencial de clase alta ubicado en Los Hamptons, Long Island, en el estado de Nueva York. A pesar de ello, cuando los documentalistas las encuentran, la casa estaba en un estado de abandono total, habitada solo por ellas dos, aisladas del mundo, en condiciones de indigencia y rodeadas de polvo, gatos y mapaches. Sin embargo, en el castillo las historias son diferentes. Mientras que Grey Gardens explora la decadencia de la aristocracia, El castillo narra la historia de una mujer de clase baja que se aferra a algo enorme.
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En El castillo, el director creó un escenario fantástico que narra la convivencia y la relación entre madre e hija ante una posible despedida. Sin embargo, hay una parte de la historia que es pura ficción: Alexia no planeaba mudarse. La otra es la realidad sin artificios: dos mujeres —una madre recién jubilada, de clase trabajadora, nacida en el Chaco paraguayo, de ascendencia indígena, y su hija adolescente— viven en un castillo y lo sostienen sobre sus espaldas. Un paisaje que parece un error del sistema, un cuento de hadas que se torció: Justina y Alexia heredaron una mansión imponente en el corazón de la oligarquía terrateniente argentina de La Pampa.
El castillo, como le llaman ambas, fue construido dentro de un casco de estancia a finales del siglo XIX. En 1891 fue bautizado como Estancia La Hiedra por su propietaria, Dolores Navarro Viola, una mujer que formaba parte de la aristocracia argentina y cuya familia hizo fortuna en el sector financiero. Según los registros que Alexia encontró en los antiguos placares, los Navarro Viola fueron los primeros en habitar este lugar para usarlo como casa de campo. También cuenta que el parque del mismo predio fue diseñado por Carlos Thays, un paisajista francés que, alrededor de 1880, emigró al país y se quedó definitivamente trabajando como director de parques de la ciudad de Buenos Aires, dejando su impronta no solo en el Jardín Botánico, sino también en los jardines de muchas estancias privadas, como esta.
En 1980, Norma Claude y Carlos Meier compraron el castillo para usarlo durante los fines de semana. Carlos era doctor en ciencias económicas y con sus conferencias por el mundo hizo una fortuna con la que no solo compró esta estancia, también un departamento en el Barrio de La Recoleta, una de las zonas más caras de la ciudad de Buenos Aires, una decena de oficinas en la zona del Congreso y un chalet en Lobos. El castillo lo compró para el momento de retirarse de su profesión y vivir ahí su vejez, junto con Norma. Pero en 1983 Carlos se enfermó durante un viaje a París y contrajo una enfermedad extraña tras comer carne contaminada, diagnosticada como Creutzfeldt-Jakob, conocida como la enfermedad de las “vacas locas”, una infección que en esa época había comenzado a resonar por el mundo, pero no tenía explicación. En ese momento Norma se desesperó y decidió vender el castillo para financiar el tratamiento de Carlos. Viajaban médicos desde todas partes del mundo, le hicieron estudios de todo tipo, pero nadie pudo salvarlo. Carlos perdió la vista y dejó de caminar a los pocos meses, más tarde cayó en coma y, en menos de un año, falleció. Norma quedó sola, junto a Justina, su empleada doméstica y la mujer que los había estado acompañando durante toda su vida.
Hoy Justina tiene 63 años y su caminar es lento, provocado por un problema en la rodilla derecha. A primera vista, parece seria, casi distante, especialmente con quienes no conoce. Pero cuando se dirige a su hija, su rostro se dulcifica, y surge una complicidad tácita entre las dos.
Justina nació en 1961 en Resistencia, provincia de Chaco, al norte de la Argentina y la región que hoy es la más pobre del país, dentro de una familia numerosa. A los 5 años, su padre la entregó a la familia de Norma para que trabajara. Justina tenía hermanos varones y para los ojos del entorno familiar eran las mujeres quienes debían comenzar con las tareas de cuidado, aun a cuestas de ser una niña. Justina tuvo 13 hermanos y siendo la única niña la forzaron a trabajar como cuidadora de bebés de familias de clase alta, ese fue su primer trabajo. Años más tarde, cuenta que la llevaron a recolectar algodón. A los 11 años dejó el norte chaqueño porque una prima de Norma, perteneciente a la clase alta de Resistencia, se mudó a Merlo, provincia de Buenos Aires, al sur del río Reconquista, y se la llevó. Justina recuerda que cerca de esa casa había una fábrica donde se elaboraban las gallinitas Plin Plan, un dulce popular en Argentina desde los años setenta. “Era una gallinita de azúcar, ¿Te acordás? Venían en diferentes colores y estaban rellenas de un almíbar con gusto a fruta, la gente decía que tenían licor”, cuenta esto mientras hace un gesto con las manos y explica que su trabajo también fue ese, rellenar las gallinitas de almíbar desde las 4 de la mañana hasta que se ponía el sol. Más tarde, con las manos pegoteadas, salía de la fábrica para volver a dormir y empezar otro día de nuevo, antes del amanecer.
A los 17 años, en 1980, Justina se mudó definitivamente con Norma y Carlos, quienes habían llegado a Buenos Aires en búsqueda de un futuro mejor. Ese año compraron el castillo y años más tarde Justina vio cómo Norma, con mucho dolor, lo vendió y cómo, tras la muerte de Carlos, empezó a juntar el dinero para recuperarlo. “Tenían mucha plata, sí, pero Norma tenía algo más: una obsesión por este lugar. Su única meta era volver a tener el castillo, así que vendió algunas oficinas que tenían entre Congreso y Plaza de Mayo, y lo compró otra vez. Ella necesitaba volver acá”.
La relación entre Justina y Norma siempre fue tensa. Aunque Justina trabajaba como empleada doméstica y acompañaba a Norma en sus actividades, nunca tuvo la libertad que deseaba. Las discusiones eran frecuentes. Cuando Justina quería visitar a su familia en Resistencia, Norma le ponía trabas y le negaba el viaje. Y si al final cedía, le revisaba sus cosas antes de que partiera. “‘Déjame armar tu valija’, me decía, como si sospechara que pudiera robar algo de la casa”. Esa desconfianza le pesaba. Justina lo sabía: su tiempo allí se acabaría después de alguna pelea. “Un día nos gritamos tan fuerte que tomé un micro y regresé sola a Resistencia. Yo tenía 28 años.” Cuatro años después, Norma viajó hasta Resistencia y le rogó que volviera. Justina regresó y retomó su lugar en la casa, en ese espacio donde la libertad siempre estuvo limitada.
Con el tiempo, el trato de Norma hacia Justina no mejoró. Las restricciones eran constantes: no podía salir con frecuencia ni hablar por teléfono ni tener amigas ni disfrutar de su independencia. Una independencia que en realidad prácticamente no tenía porque Norma no le pagaba un salario mensual, a cambio de su trabajo de limpieza y cuidado, le ofrecía alojamiento y comida. Pero el alojamiento no era en el castillo, sino en el chalet de Lobos o en un departamento en la Capital Federal donde Norma vivió durante largos años hasta mudarse al castillo definitivamente. Norma recuperó el castillo en 1999, lo compró a 60 000 pesos argentinos, un monto equivalente a 60 000 dólares de ese entonces.
A los 40 años, Justina se embarazó. Había conocido a un hombre que estaba haciendo un arreglo en el chalet de Lobos, él se dedicaba a la construcción. “Pero a mi quinto mes de embarazo me dejó. En ese momento Norma me ofreció ayuda, me dijo que no me iba a quedar sola y cuando Alexia nació nos quedamos las dos con ella”. Alexia nació en el año 2001, a los pocos meses de su nacimiento, Norma compró una casa pequeña en Lobos y la puso a su nombre, dijo que quería asegurarle su futuro.
Alexia está de pie frente a la puerta, acaricia un perro, mira hacia los costados cerciorándose de que ningún animal esté suelto. Tiene 23 años, lleva una gorra roja puesta al revés, ropa holgada y anteojos para ver. Su sonrisa es contagiosa, muestra una viveza que la hace parecer más grande. “¿Viste mi último video con los corderitos? Me hice viral”, dice apenas cruzamos el umbral, a punto de adentrarnos en un largo pasillo. Saca su teléfono y me lo muestra. En la pantalla, dos cabritas saltan sobre un piso de parqué que reconozco como la entrada. Aunque ella no aparece en el video, su risa resuena de fondo. Mientras lo enseña, se arremanga el buzo, dejando al descubierto algunos tatuajes en sus antebrazos: una palanca de cambios, el contorno de un castillo y, en el otro brazo, la cara de Lady Gaga.
Alexia se fanatizó con los autos de carrera cuando un familiar de Norma le regaló un volante para usar en juegos que simulan estas competencias, como el Grand Prix. “Yo quiero correr, quiero hacer un curso, pero está carísimo. Igual acá tengo mi volante simulador y a veces practico. Además, cuando hay barro afuera puedo hacer mis propios rallies. Quiero empezar a participar en algo, pasa que tenés que tener muy buena suerte o mucha plata para que un sponsor te dé pelota y poder ingresar en una categoría. Encima, siendo mujer es más difícil, solo Michèle Mouton lo logró en el rally, ella compitió en el mundial en los ochenta ¿Pero sabés cómo le hicieron la vida imposible? Ahora quizás la cosa cambió un poco”. No solo le encanta manejar, ella quiere ser piloto profesional y también le apasionan los autos. Sabe armar y desarmar motores, cambiar los filtros de aire, cambiar el aceite, las bujías y las baterías.
Alexia vuelve rápidamente sobre sus pasos, cerrando la puerta con firmeza. No quiere que ningún perro o gato hambriento se cuele en la casa. En ese momento, el mundo se transforma. Aunque afuera el sol encandila, adentro las luces están encendidas porque casi todas las ventanas están cerradas. Algunas están rotas, otras forman parte de una obra que están haciendo; mover algo sería entorpecer el trabajo que los obreros dejaron inconcluso el día anterior.
Una mesa larga y unos sillones arman un living. Son muebles elegantes, pero de otra época, eran de Norma y se quedaron ahí, juntando polvo como parte de la decoración. Alrededor, el caos: los techos originales, altísimos, están siendo bajados con placas de durlock. También se les ve dañados; cuando llueve, el agua se filtra. Además, toda la instalación eléctrica debe reemplazarse; la del castillo es de los años ochenta, y nada de lo que se enchufaba entonces sirve para lo que usamos ahora. Los arreglos comenzaron hace unos meses, pero el contratista los dejó a medias. Alexia lo explica con naturalidad como quien da una lección: “Un contratista es la persona que se encarga de todo: me busca un albañil, un electricista, un gasista, un plomero, me pasa un presupuesto y consigue los materiales. Todo. Bueno, nos dejó”.
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Al llegar, una puerta abre paso a un largo pasillo, que se estira y se retuerce como un laberinto. Cinco habitaciones conectadas entre sí, cada una con su propio baño, alineadas como estaciones en un camino curvo, casi como el camino de tierra que está a la entrada. Cada objeto de decoración tiene una marca de polvo por la obra que están llevando adentro. Las paredes están decoradas con fotos, algunas recientes, otras claramente más antiguas. Las más cercanas al suelo, casi al nivel del piso, muestran rostros de los familiares de Norma y Carlos, están en portarretratos sobre pequeñas mesas de luz. En el corazón del pasillo, destaca un retrato enmarcado de Norma, la mujer que heredó a Justina su propiedad más preciada. Norma posó para la cámara con una leve sonrisa, tenía los ojos negros y pequeños, el pelo negro lleva un peinado Bouffant, el boom en los años sesenta. Las demás imágenes, algo enigmáticas, parecen pertenecer a la casa. “Siempre estuvieron ahí”, dice Alexia con un gesto, casi como si fuera una explicación suficiente. Todo lo que está dentro debe permanecer como Norma lo dejó, y como en las películas clásicas, su rostro permanece en el centro, la mujer del retrato es la protagonista de un lugar en el que ya no está. Es como una especie de museo de la antigua dueña.
Madre e hija se mudaron al castillo de manera definitiva en 2015 —meses antes de que Martín Benchimol descubriera el lugar—, aunque legalmente heredaron la propiedad en el 2013, cuando Norma falleció. Desde hacía años, Norma tenía su testamento listo. Si bien tenía sobrinos que la visitaban con frecuencia, decidió que ninguno de ellos heredaría el castillo. En Argentina, el testamento permite al testador disponer libremente de sus bienes, sin obligación directa hacia sus familiares de sangre. Norma, sin hijos, padres vivos o hermanos, tenía la libertad de decidir el destino de su legado y hacer con él lo que quisiera.
Justina se enteró de la herencia la noche en la que Norma falleció. Horas antes, Norma le había pedido que no se moviera de su habitación. “Algo intuía —recuerda Justina— porque me pidió que a la mañana siguiente llevara a Alexia al colegio sin falta”. En un gesto final, Norma tomó la mano de Justina y le confió que todo estaba resuelto: le dejaría el castillo para que viviera allí junto a su hija. Justina intentó negarse, consciente de que no podría mantener la propiedad ni afrontar los arreglos que necesitaba. Pero Norma insistió: “Vos, quedate tranquila que vas a poder. Yo te lo dejo bajo la promesa de que no lo vendas. Esto va a ser tu sustento. Vas a tener tus vacas, vas a plantar comida en un huerto, y tenés el río ahí al lado. Si querés, podés alquilar el campo, pero no lo vendas, vas a ver que vas a poder”. Esa promesa fue el último pacto entre las dos, un lazo invisible que no necesitó papel ni firma, solo la gravedad de una mano sobre otra y el peso de la palabra dicha.
En ese momento, Justina no solo recibió la noticia de que heredaría el castillo, sino también de que Norma había abierto una cuenta en dólares en la que, mes a mes, depositaba un salario por el trabajo que ella realizaba dentro de la casa. Además, contaban con una pequeña propiedad en Lobos que Norma había comprado para Alexia al nacer. Y, por último, había puesto el departamento de La Recoleta a nombre de Justina y de dos de sus sobrinos.
La mañana en que Norma murió, toda su familia se reunió en la planta baja del castillo para leer el testamento. Claudio, sobrino de Norma y ahijado de Carlos, estaba presente junto a su hermano mayor y sus primos. Las palabras resonaron en la sala, pero solo una frase se quedó suspendida en el aire: Justina sería la heredera del castillo. “Esa mañana estaba mi hermano mayor, mis primos y mis sobrinas. Apenas escuchamos que el castillo sería para Justina les vi las caras, todos se quedaron pálidos, nadie dijo una palabra”, recuerda Claudio. Efectivamente, durante unos segundos el silencio se rompió con miradas de sorpresa y gestos de desagrado. “Todos me miraron mal, hicieron caras, pero no les quedó más remedio que aceptarlo”, recuerda Justina.
A Claudio le pareció lo más justo. Conocía el carácter de su tía Norma, sabía que para Justina la convivencia había sido difícil. También comprendía que ninguno de sus primos o su hermano mayor tenían suficiente relación con el campo para poder llevarlo adelante. “Justina merece tener un hogar, y el castillo es un lugar que hay que sacarlo adelante”, sostiene con firmeza.
Mientras tanto, en Argentina, la situación habitacional está en crisis. Según el último Censo de Población y Vivienda de 2022, solo el 65% de la población es propietaria, una disminución de 10% en comparación con el censo de 2010. Este porcentaje parece alto, pero la clase media en Argentina conlleva la aspiración a la casa propia como una muestra de identidad y ascenso social que históricamente permanece. Un informe del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y TECHO Argentina revela que uno de cada tres hogares no tiene una vivienda adecuada. Además, más de 2 millones de hogares son inquilinos, una tendencia que ha ido en aumento: entre 2010 y 2022, el porcentaje de hogares inquilinos subió del 16 al 20%.
“En ese momento vivimos épocas difíciles, yo era chica y no trabajaba, llegamos a tener 70 000 pesos de deuda en el almacén del pueblo, hasta que vendíamos una vaca y con eso podríamos saldar la deuda y pagar algunos impuestos, pero no sabíamos cómo organizarnos, alquilábamos el campo a un precio bajo, nos organizábamos muy mal”, cuenta Alexia mientras camina.
Alexia no se detiene. Cruza cada habitación con firmeza. En la suya, cuelga una bandera del orgullo y al fondo se ve una batería. El resto tienen camas y placares de madera; la última es la de su madre, pero todas están conectadas, es un círculo perfecto. Al final del pasillo hay un balcón alargado, no se puede usar porque ahora corre peligro de derrumbe.
Alexia y Justina llevan casi una década viviendo en el castillo, pero sus ingresos no alcanzan para mantenerlo. Actualmente alquilan una parte del terreno a un vecino con vacas y una pequeña casa en Lobos, que está a nombre de Alexia. También reciben una tercera parte del alquiler de un departamento en Recoleta que pertenecía a Norma. Además, Justina percibe el salario mínimo de jubilación, que en Argentina es de 234 540 pesos al mes, actualmente son casi 200 dólares (diciembre de 2024). Desde hace unos meses, Alexia comenzó a trabajar manejando un tractor y con su salario han podido empezar a hacer los arreglos más urgentes.
Actualmente en Argentina, una familia tipo de cuatro personas necesita 986 pesos —unos 900 dólares aproximadamente— para no ser pobre, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Las reparaciones del castillo actualmente están presupuestadas en 12 millones de pesos —unos 12 000 dólares— y el salario de Alexia ronda los 700 000 pesos por mes —unos 700 dólares—.
Por el momento, no tienen estufas para calefaccionar los espacios comunes, pero sí cuentan con agua caliente gracias a un enorme termotanque ubicado en el jardín, imposible de mover. El gas almacenado en él les permitirá tener agua caliente durante los próximos cuatro meses. La electricidad la pagan mediante una cooperativa, lo que les cuesta unos 80 000 pesos al mes, equivalentes a 80 dólares aproximadamente.
Alexia nos prohíbe subir al tercer piso. Está cerrado con una valla de alambre y un palo que se cruza de un lado al otro. No da detalles, solo menciona que es un desastre y que por eso está fuera del recorrido, a veces suben los gatos y dejan todo sucio. Es un altillo, explica, lleno de muebles viejos y con una ventana que da a la cúpula.
Alexia se refiere a Norma como “la abuela”, y Justina se refiere a Norma como “su madre”, pero la relación con sus sobrinos no siempre fue buena. Solo dos de ellos, Mateo y Claudio, se preocuparon genuinamente por el bienestar de ambas y ofrecieron su ayuda para mantener el castillo. Los demás, sin embargo, hicieron un uso constante del lugar sin brindar ningún tipo de apoyo y contención. Muchos fines de semana se presentaban en el castillo, actuando como si la propiedad les perteneciera, y trataban a Justina como si fuera una empleada doméstica, un rol que ella había dejado atrás desde que el castillo pasó a ser legalmente suyo. “Yo era testigo de cómo mi familia decidía pasar días enteros en el castillo y pretendían que Justina los atendiera. No lavaban, no levantaban un plato después de comer, no cambiaban sus sábanas. Había una apropiación del espacio que era impresionante. Seguían una dinámica familiar como si Norma, mi tía, estuviese viva. Hasta pensaron en transformarlo en un Airbnb y que Justina se ocupe”, cuenta Claudio.
Esta dinámica generó tensiones. Justina, que había asumido el desafío de mantener la casa y sus alrededores, se encontró en una situación insostenible. En lugar de disfrutar de su hogar, se veía forzada a lidiar con una actitud despectiva. El castillo, que debía ser un refugio y un símbolo de independencia, se convirtió en el escenario de enfrentamientos y malos momentos, donde era tratada como una empleada en su propio hogar. Como si su pasado como empleada doméstica les hubiera otorgado el derecho de decirle qué hacer en su propia casa.
Frente a los conflictos con los familiares de Norma y los problemas estructurales del lugar, Justina y Alexia, en algún momento, consideraron romper la promesa. “Hubo ocasiones en las que le dije a mamá que vendiera el castillo, esa posibilidad la barajamos varias veces, pero ¿quién lo compraría?, ¿a cuánto?, ¿esa ganancia nos alcanzaría para comprar una casa nueva?”. Alexia hace cuentas con los dedos y desiste. Cree que su salario no es suficiente para sostener otra deuda en caso de pedir un crédito y reponer el faltante para un futuro hogar. Los créditos hipotecarios disponibles no satisfacen la demanda general. Muchos están diseñados para un segmento específico de ingresos, con cuotas desproporcionadas y un capital inicial alto que no cubre el valor total de la vivienda. De hecho, el crédito hipotecario en Argentina representa menos del 0.5% del PIB, mientras que en otros países supera el 15%.
Quizá por estas razones, y por algunas más profundas que no siempre son fáciles de explicar, Justina y Alexia eligen quedarse en el castillo en lugar de mudarse a un lugar más pequeño, donde los gastos serían menores. Mientras otros contemplan ese lugar como una oportunidad para generar ingresos o transformarlo en un hotel, para ellas el predio es mucho más que un simple bien inmueble. Lo ven como un símbolo de pertenencia, un refugio que encarna su identidad y su historia.
Es hora de emprender el regreso, pero es imposible hacerlo antes de que caiga el sol; las tareas de alimentar a los animales les toma más tiempo del estimado. Alexia y Justina se acomodan frente al televisor y hablan sobre lo que verán juntas esa noche. Ambas caminan hasta la puerta y saludan con algo de cansancio. Afuera está oscuro y frío, la señal en el celular vuelve 40 minutos después, casi pisando el asfalto que llega al pueblo más cercano.
Al igual que en Grey Gardens, el castillo atrajo la atención de un director interesado en narrar la historia de una madre y una hija que se aferraban a un paisaje en el que no querían quedarse atrás. Justina y Alexia caminaron por la alfombra roja y se vieron en la pantalla grande en el Festival de San Sebastián. También vieron cómo la película ganó premios en Berlín, Hong Kong y Mar del Plata. Aunque ese pasado de fama todavía resuena en sus cabezas, la realidad cotidiana se impone con dureza.
A Alexia le gusta vivir en el castillo. Rara vez va a Capital Federal. Una vez fue con Justina a la marcha del orgullo, pero se quedaron atrás. Al año siguiente volvió con amigas, pero cuando se adentraron en la multitud, un ataque de pánico la dejó sin aire. No soportó estar rodeada de demasiada gente. A veces, le pasa por la cabeza que mudarse a Lobos no sería mala idea y en un futuro lo hará. “Sería un punto medio; Lobos no es la gran ciudad, pero tampoco es el campo. Sin embargo, el castillo es mi casa y me gusta. Lo único malo son las calles de tierra. Si llueve, quedamos atrapadas”. El campo es bello, pero brutal; cuando la lluvia se prolonga y necesitan provisiones, las cosas se complican. Al pueblo van una vez al mes, cargan comida que almacenan cuidadosamente, y así sobreviven.
Justina no tiene intención de irse. Solo dice que quiere descansar porque trabajó sin parar desde sus 5 años. Para ella, esa mansión es un refugio indispensable que no está dispuesta a abandonar, aunque haya vivido presa de un destino que no fue el que esperaba. Alexia, por su parte, también se aferra al paisaje. Cuenta que los familiares de Norma dejaron de visitar el castillo después de ver en pantalla grande la molestia de sus visitas. “No volvieron porque me atreví a decirles en la cara que no eran bienvenidos”.
Ambas fueron valientes al aceptar aquella promesa que decidieron llevar adelante hasta el final. Asumieron el cuidado de un lugar que todavía tiene historias de otras personas colgadas en las paredes. Se refugian en un microcosmos que, a pesar del deterioro, persiste como testigo de un país en crisis. Sin embargo, resisten, salen con sus reposeras cuando hay sol y revuelven el barro los días de lluvia. Se aferran a lo que conocen, a lo que sienten como suyo. Se esfuerzan para seguir en movimiento, contradiciendo la quietud que las rodea.
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