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Lo audaz y revitalizante en la nueva propuesta de Steven Soderbergh es hacer a los espectadores testigos de la crisis en el cine y toda la sociedad de Estados Unidos.
Quizá no haya un director más raro en la atmósfera hollywoodense que Steven Soderbergh. Es tan raro, de hecho, que ya ni siquiera pertenece del todo a aquel entorno: en una temporada puede hacer una película de mediano presupuesto con un estudio grande, y en otra una más barata, concebida para la televisión (cable o streaming). En 2013 se retiró para dirigir teatro y una serie aclamada, The Knick (2014-2015), pero en tres años volvió para hacer películas de ensamble sobre robos y traiciones (La estafa de los Logan [Logan Lucky, 2017], Ni un paso en falso [No Sudden Move, 2021]) o pequeños experimentos, como Unsane (2018), filmada con un teléfono. El hiperactivo Soderbergh me recuerda, en ese sentido, al renegado Nicholas Ray, quien dirigió historias clásicas sobre inadaptados, para luego acabar haciendo películas inclasificables en colaboración con sus estudiantes (Nunca volveremos a casa [We Can’t Go Home Again, 1973]) o con Wim Wenders (Relámpago sobre agua, [Lightning Over Water, 1980]). En el corazón de ambas filmografías parece abrirse siempre —y no cerrarse nunca— la pregunta clásica del crítico André Bazin: ¿Qué es el cine?
Aclaro que Soderbergh aún no alcanza la radicalidad de Ray: por inusuales que sean en cuanto a sus modos de producción, sus películas son narrativas, pero algo de eso se quiebra al fin en Presencia (Presence, 2024). La pequeña desilusión es que su final inyecta el melodrama necesario para llamarla convencional, pero la mayor parte de la película se desenvuelve como una intrusión documental en la vida de una familia, lo cual da para pensarla como mucho más que una ingeniosa historia de fantasmas: una interrogante sobre la naturaleza misma del cine y la cámara.
Presencia se sitúa por completo en una casa suburbana. Desde antes de la pandemia, en Unsane, y después de ella, con Kimi (2022), y ahora Presencia, Soderbergh se ha ido convirtiendo en un autor agorafóbico: se aferra a los espacios cerrados. Ahí observamos cómo una familia —los Payne— explora las habitaciones antes de decidir si es el lugar ideal para mudarse, luego mandan a un equipo de pintores a rediseñar los muros y finalmente cohabitan más de lo que conviven: Rebekah (Lucy Liu), la matriarca, divide a sus hijos al darle una obvia preferencia al patán Tyler (Eddy Maday), quien presume a la familia una broma pesada que acabó en obtener fotos eróticas de una compañera de escuela. En la otra esquina están Chris (Chris Sullivan), el papá tierno y arrepentido de cederle todo el poder a su esposa, y Chloe (Callina Liang), una adolescente deprimida y ansiosa por la muerte de su mejor amiga, Nadia. Falta decir que la película está filmada por completo desde la perspectiva de un fantasma en la casa; sin embargo, es interesante que los personajes no usen esa palabra, “fantasma”, sino “presencia”: lo primero sugeriría algo muy específico —un alma atrapada en la Tierra en su trayecto a otra vida—, pero la idea de una presencia puede contener algo más: podría tratarse de un ser invisible para los personajes, de la cámara misma, o de una sala llena de espectadores que los observa.
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En 1946 apareció una de las películas más formalmente audaces —aunque discutiblemente bien realizadas— de la era clásica: La dama en el lago (Lady in the Lake), del actor y director Robert Montgomery. Se trata de una adaptación de Raymond Chandler protagonizada por el propio Montgomery en el papel del detective legendario Philip Marlowe, pero apenas si vemos su rostro. La película está casi enteramente filmada desde la perspectiva de Marlowe, salvo por algunos interludios en los que Montgomery habla al público para narrar escenas difíciles de filmar, las cuales resuelve de una manera simplona pero al mismo tiempo experimental. Si el estilo clásico es el que busca una ilusión de realidad con tanta devoción que evita técnicas deslumbrantes para no distraer al público de los elementos en el interior del cuadro (personajes, espacios, trama), La dama en el lago constantemente llama la atención al hecho de ser un artificio, ya sea reconociendo la existencia del público o poniéndolo en el lugar del protagonista, lo cual insiste en la presencia de la cámara. Esta técnica tiene resultados extraños pero tal vez influyentes: buena parte del estilo de los videojuegos en primera persona —sobre todo los juegos de rol— proviene de La dama en el lago. Por coincidencia o porque se convirtió en escuela, la película de Montgomery es el fundamento teórico y práctico de un lenguaje distinto del cine que ahora invade las imágenes de Steven Soderbergh.
Presencia, filmada en un mundo donde el metraje en primera persona ya es un aspecto corriente —hay videos grabados así para que sus espectadores sientan lo que es caminar en Nueva York o en París—, no contiene ningún quiebre en la perspectiva, pero sí en la narración. Para no forzar el artificio, Soderbergh evita prolongar las escenas y capta a los personajes en diálogos cotidianos sobre sus relaciones en crisis. Al terminar estos puntos de interés, el montaje se va a negros y nos lleva a otra escena. Sin llegar al minimalismo de Chantal Akerman, Soderbergh sí se propone algo similar en espíritu a Saute ma ville (1968) en el contexto de lo que debería ser una película de género: contemplar la vida suburbana, que termina expresada como una desilusión.

Soderbergh coincide con el experimentador sentimental Robert Zemeckis, que en su más reciente película, Aquí (Here, 2024), narra las vidas de distintas generaciones desde la perspectiva de un mismo sitio en Pensilvania, que pasa de ser un camino en el siglo XVIII al interior de una casa en el XX y XXI. Antes de eso es solamente la naturaleza intacta. El experimento tiene una razón política: Zemeckis resume la vida estadounidense como una de promesas disueltas. La guerra, la inflación, la corrupción —en resumen, la historia— van aplastando las vidas de cada época. Soderbergh aprovecha también a su presencia (el fantasma, la cámara, el público) para observar a la familia nuclear contemporánea.
Aunque se trata de un clan mitad asiático y mitad anglosajón que representa a primera vista el sueño de una nación diversa, integrada, sus distancias lo describen más bien como el símbolo del apocalipsis estadounidense. Los personajes se distraen unos de otros por trabajo, se alejan debido a la norma social de la secundaria y se ven envueltos en escándalos de sexo y drogas que revelan lo que existe bajo una superficie de monotonía fingida. Todo esto lo contemplamos como si estuviéramos ahí presentes a partir de un acto de voyerismo que remite a la naturaleza esencial del cine: mostrar todo aquello que no podemos ver; poner nuestra perspectiva en los lugares donde no podemos entrar. Al mirar hacia la cámara cuando perciben al fantasma, los personajes lucen perturbados por algo más: la intromisión del cine.
Presencia logra más y menos que otra película del reciente año: Nickel Boys (2024); dirigida por RaMell Ross, su meta es darle al público una experiencia sensorial de la opresión étnica en Estados Unidos. La trama cuenta varias décadas en las vidas de un par de personajes antes, durante y después de su encierro en una correccional donde los maestros blancos matan a los alumnos negros que amenazan su discreto sistema de explotación. Estas experiencias se basan en instituciones reales que demuestran la abyección del racismo en Estados Unidos, pero Ross no se concentra solo en denunciar lo que está afuera, sino en que la cámara exprese lo que es llevar la opresión en el interior. Durante la niñez de uno de los protagonistas, la cámara voltea al suelo de un autobús para expresar la sumisión cotidiana, el miedo a ver a una persona blanca a los ojos.
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Nickel Boys utiliza la cámara para denunciar, para dialogar con el público y hacerle sentir una empatía tan escasa en la realidad que ha permitido casos como el que describe. Presencia, en cambio, nos permite tener un lugar en medio de la descomposición suburbana: es un punto medio entre la mirada participante de Ross y el atestiguamiento objetivo en Aquí, de Zemeckis; las tres juntas suman una inquietud en el cine estadounidense actual por confrontar al espectador con la desaparición de lo que nunca existió: America, la bella y la justa, la próspera. Junto con la sociedad y la historia estadounidense se descompone el cine, que adquiere perspectivas dentro del caos para advertir de la caída. Probablemente las imágenes no puedan salvar todo, como pasa en el desenlace melodramático de Presencia, en el que el fantasma intenta detener un crimen, pero al ubicar nuestra mirada en ese lugar de agencia que busca intervenir ante la injusticia, Soderbergh restaura la solidaridad del espectador: su papel no debería limitarse a observar, sino transferirse de la pasividad a la acción.

En 1989, el director se convirtió en el más joven en recibir la Palma de Oro de Cannes por su primer largometraje, Sexo, mentiras y video (Sex, Lies, and Videotape), que también daba un lugar importante a la cámara: reduciéndola mucho, la trama cuenta la historia de un hombre impotente que solo puede excitarse viendo las imágenes de entrevistas que les hace a mujeres sobre sus vidas sexuales. A pesar de ello, casi nunca vemos las grabaciones. Esta ausencia encuentra su antónimo en la película más reciente de Soderbergh desde el título, pero sobre todo en su forma y sus temas, que parecen una objeción: si el espectador en aquella primera película era una figura pasiva; es decir, una que miraba, escuchaba y se gratificaba solo a sí misma, la de esta última es todo lo contrario: es una que encuentra su trascendencia en la intervención. Presencia es, entonces, la culminación de una aventura cinematográfica que va de un extremo en la reflexión sobre hacer y mirar imágenes, al otro. Con todo y sus tropiezos, tal vez sea la película más importante de Steven Soderbergh desde que regresó al cine.
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¿En dóde se puede ver Presencia de Steven Soderbergh?
Presencia puede verse en salas comerciales de todo el país.
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Lo audaz y revitalizante en la nueva propuesta de Steven Soderbergh es hacer a los espectadores testigos de la crisis en el cine y toda la sociedad de Estados Unidos.
Quizá no haya un director más raro en la atmósfera hollywoodense que Steven Soderbergh. Es tan raro, de hecho, que ya ni siquiera pertenece del todo a aquel entorno: en una temporada puede hacer una película de mediano presupuesto con un estudio grande, y en otra una más barata, concebida para la televisión (cable o streaming). En 2013 se retiró para dirigir teatro y una serie aclamada, The Knick (2014-2015), pero en tres años volvió para hacer películas de ensamble sobre robos y traiciones (La estafa de los Logan [Logan Lucky, 2017], Ni un paso en falso [No Sudden Move, 2021]) o pequeños experimentos, como Unsane (2018), filmada con un teléfono. El hiperactivo Soderbergh me recuerda, en ese sentido, al renegado Nicholas Ray, quien dirigió historias clásicas sobre inadaptados, para luego acabar haciendo películas inclasificables en colaboración con sus estudiantes (Nunca volveremos a casa [We Can’t Go Home Again, 1973]) o con Wim Wenders (Relámpago sobre agua, [Lightning Over Water, 1980]). En el corazón de ambas filmografías parece abrirse siempre —y no cerrarse nunca— la pregunta clásica del crítico André Bazin: ¿Qué es el cine?
Aclaro que Soderbergh aún no alcanza la radicalidad de Ray: por inusuales que sean en cuanto a sus modos de producción, sus películas son narrativas, pero algo de eso se quiebra al fin en Presencia (Presence, 2024). La pequeña desilusión es que su final inyecta el melodrama necesario para llamarla convencional, pero la mayor parte de la película se desenvuelve como una intrusión documental en la vida de una familia, lo cual da para pensarla como mucho más que una ingeniosa historia de fantasmas: una interrogante sobre la naturaleza misma del cine y la cámara.
Presencia se sitúa por completo en una casa suburbana. Desde antes de la pandemia, en Unsane, y después de ella, con Kimi (2022), y ahora Presencia, Soderbergh se ha ido convirtiendo en un autor agorafóbico: se aferra a los espacios cerrados. Ahí observamos cómo una familia —los Payne— explora las habitaciones antes de decidir si es el lugar ideal para mudarse, luego mandan a un equipo de pintores a rediseñar los muros y finalmente cohabitan más de lo que conviven: Rebekah (Lucy Liu), la matriarca, divide a sus hijos al darle una obvia preferencia al patán Tyler (Eddy Maday), quien presume a la familia una broma pesada que acabó en obtener fotos eróticas de una compañera de escuela. En la otra esquina están Chris (Chris Sullivan), el papá tierno y arrepentido de cederle todo el poder a su esposa, y Chloe (Callina Liang), una adolescente deprimida y ansiosa por la muerte de su mejor amiga, Nadia. Falta decir que la película está filmada por completo desde la perspectiva de un fantasma en la casa; sin embargo, es interesante que los personajes no usen esa palabra, “fantasma”, sino “presencia”: lo primero sugeriría algo muy específico —un alma atrapada en la Tierra en su trayecto a otra vida—, pero la idea de una presencia puede contener algo más: podría tratarse de un ser invisible para los personajes, de la cámara misma, o de una sala llena de espectadores que los observa.
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En 1946 apareció una de las películas más formalmente audaces —aunque discutiblemente bien realizadas— de la era clásica: La dama en el lago (Lady in the Lake), del actor y director Robert Montgomery. Se trata de una adaptación de Raymond Chandler protagonizada por el propio Montgomery en el papel del detective legendario Philip Marlowe, pero apenas si vemos su rostro. La película está casi enteramente filmada desde la perspectiva de Marlowe, salvo por algunos interludios en los que Montgomery habla al público para narrar escenas difíciles de filmar, las cuales resuelve de una manera simplona pero al mismo tiempo experimental. Si el estilo clásico es el que busca una ilusión de realidad con tanta devoción que evita técnicas deslumbrantes para no distraer al público de los elementos en el interior del cuadro (personajes, espacios, trama), La dama en el lago constantemente llama la atención al hecho de ser un artificio, ya sea reconociendo la existencia del público o poniéndolo en el lugar del protagonista, lo cual insiste en la presencia de la cámara. Esta técnica tiene resultados extraños pero tal vez influyentes: buena parte del estilo de los videojuegos en primera persona —sobre todo los juegos de rol— proviene de La dama en el lago. Por coincidencia o porque se convirtió en escuela, la película de Montgomery es el fundamento teórico y práctico de un lenguaje distinto del cine que ahora invade las imágenes de Steven Soderbergh.
Presencia, filmada en un mundo donde el metraje en primera persona ya es un aspecto corriente —hay videos grabados así para que sus espectadores sientan lo que es caminar en Nueva York o en París—, no contiene ningún quiebre en la perspectiva, pero sí en la narración. Para no forzar el artificio, Soderbergh evita prolongar las escenas y capta a los personajes en diálogos cotidianos sobre sus relaciones en crisis. Al terminar estos puntos de interés, el montaje se va a negros y nos lleva a otra escena. Sin llegar al minimalismo de Chantal Akerman, Soderbergh sí se propone algo similar en espíritu a Saute ma ville (1968) en el contexto de lo que debería ser una película de género: contemplar la vida suburbana, que termina expresada como una desilusión.

Soderbergh coincide con el experimentador sentimental Robert Zemeckis, que en su más reciente película, Aquí (Here, 2024), narra las vidas de distintas generaciones desde la perspectiva de un mismo sitio en Pensilvania, que pasa de ser un camino en el siglo XVIII al interior de una casa en el XX y XXI. Antes de eso es solamente la naturaleza intacta. El experimento tiene una razón política: Zemeckis resume la vida estadounidense como una de promesas disueltas. La guerra, la inflación, la corrupción —en resumen, la historia— van aplastando las vidas de cada época. Soderbergh aprovecha también a su presencia (el fantasma, la cámara, el público) para observar a la familia nuclear contemporánea.
Aunque se trata de un clan mitad asiático y mitad anglosajón que representa a primera vista el sueño de una nación diversa, integrada, sus distancias lo describen más bien como el símbolo del apocalipsis estadounidense. Los personajes se distraen unos de otros por trabajo, se alejan debido a la norma social de la secundaria y se ven envueltos en escándalos de sexo y drogas que revelan lo que existe bajo una superficie de monotonía fingida. Todo esto lo contemplamos como si estuviéramos ahí presentes a partir de un acto de voyerismo que remite a la naturaleza esencial del cine: mostrar todo aquello que no podemos ver; poner nuestra perspectiva en los lugares donde no podemos entrar. Al mirar hacia la cámara cuando perciben al fantasma, los personajes lucen perturbados por algo más: la intromisión del cine.
Presencia logra más y menos que otra película del reciente año: Nickel Boys (2024); dirigida por RaMell Ross, su meta es darle al público una experiencia sensorial de la opresión étnica en Estados Unidos. La trama cuenta varias décadas en las vidas de un par de personajes antes, durante y después de su encierro en una correccional donde los maestros blancos matan a los alumnos negros que amenazan su discreto sistema de explotación. Estas experiencias se basan en instituciones reales que demuestran la abyección del racismo en Estados Unidos, pero Ross no se concentra solo en denunciar lo que está afuera, sino en que la cámara exprese lo que es llevar la opresión en el interior. Durante la niñez de uno de los protagonistas, la cámara voltea al suelo de un autobús para expresar la sumisión cotidiana, el miedo a ver a una persona blanca a los ojos.
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Nickel Boys utiliza la cámara para denunciar, para dialogar con el público y hacerle sentir una empatía tan escasa en la realidad que ha permitido casos como el que describe. Presencia, en cambio, nos permite tener un lugar en medio de la descomposición suburbana: es un punto medio entre la mirada participante de Ross y el atestiguamiento objetivo en Aquí, de Zemeckis; las tres juntas suman una inquietud en el cine estadounidense actual por confrontar al espectador con la desaparición de lo que nunca existió: America, la bella y la justa, la próspera. Junto con la sociedad y la historia estadounidense se descompone el cine, que adquiere perspectivas dentro del caos para advertir de la caída. Probablemente las imágenes no puedan salvar todo, como pasa en el desenlace melodramático de Presencia, en el que el fantasma intenta detener un crimen, pero al ubicar nuestra mirada en ese lugar de agencia que busca intervenir ante la injusticia, Soderbergh restaura la solidaridad del espectador: su papel no debería limitarse a observar, sino transferirse de la pasividad a la acción.

En 1989, el director se convirtió en el más joven en recibir la Palma de Oro de Cannes por su primer largometraje, Sexo, mentiras y video (Sex, Lies, and Videotape), que también daba un lugar importante a la cámara: reduciéndola mucho, la trama cuenta la historia de un hombre impotente que solo puede excitarse viendo las imágenes de entrevistas que les hace a mujeres sobre sus vidas sexuales. A pesar de ello, casi nunca vemos las grabaciones. Esta ausencia encuentra su antónimo en la película más reciente de Soderbergh desde el título, pero sobre todo en su forma y sus temas, que parecen una objeción: si el espectador en aquella primera película era una figura pasiva; es decir, una que miraba, escuchaba y se gratificaba solo a sí misma, la de esta última es todo lo contrario: es una que encuentra su trascendencia en la intervención. Presencia es, entonces, la culminación de una aventura cinematográfica que va de un extremo en la reflexión sobre hacer y mirar imágenes, al otro. Con todo y sus tropiezos, tal vez sea la película más importante de Steven Soderbergh desde que regresó al cine.
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¿En dóde se puede ver Presencia de Steven Soderbergh?
Presencia puede verse en salas comerciales de todo el país.
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Lo audaz y revitalizante en la nueva propuesta de Steven Soderbergh es hacer a los espectadores testigos de la crisis en el cine y toda la sociedad de Estados Unidos.
Quizá no haya un director más raro en la atmósfera hollywoodense que Steven Soderbergh. Es tan raro, de hecho, que ya ni siquiera pertenece del todo a aquel entorno: en una temporada puede hacer una película de mediano presupuesto con un estudio grande, y en otra una más barata, concebida para la televisión (cable o streaming). En 2013 se retiró para dirigir teatro y una serie aclamada, The Knick (2014-2015), pero en tres años volvió para hacer películas de ensamble sobre robos y traiciones (La estafa de los Logan [Logan Lucky, 2017], Ni un paso en falso [No Sudden Move, 2021]) o pequeños experimentos, como Unsane (2018), filmada con un teléfono. El hiperactivo Soderbergh me recuerda, en ese sentido, al renegado Nicholas Ray, quien dirigió historias clásicas sobre inadaptados, para luego acabar haciendo películas inclasificables en colaboración con sus estudiantes (Nunca volveremos a casa [We Can’t Go Home Again, 1973]) o con Wim Wenders (Relámpago sobre agua, [Lightning Over Water, 1980]). En el corazón de ambas filmografías parece abrirse siempre —y no cerrarse nunca— la pregunta clásica del crítico André Bazin: ¿Qué es el cine?
Aclaro que Soderbergh aún no alcanza la radicalidad de Ray: por inusuales que sean en cuanto a sus modos de producción, sus películas son narrativas, pero algo de eso se quiebra al fin en Presencia (Presence, 2024). La pequeña desilusión es que su final inyecta el melodrama necesario para llamarla convencional, pero la mayor parte de la película se desenvuelve como una intrusión documental en la vida de una familia, lo cual da para pensarla como mucho más que una ingeniosa historia de fantasmas: una interrogante sobre la naturaleza misma del cine y la cámara.
Presencia se sitúa por completo en una casa suburbana. Desde antes de la pandemia, en Unsane, y después de ella, con Kimi (2022), y ahora Presencia, Soderbergh se ha ido convirtiendo en un autor agorafóbico: se aferra a los espacios cerrados. Ahí observamos cómo una familia —los Payne— explora las habitaciones antes de decidir si es el lugar ideal para mudarse, luego mandan a un equipo de pintores a rediseñar los muros y finalmente cohabitan más de lo que conviven: Rebekah (Lucy Liu), la matriarca, divide a sus hijos al darle una obvia preferencia al patán Tyler (Eddy Maday), quien presume a la familia una broma pesada que acabó en obtener fotos eróticas de una compañera de escuela. En la otra esquina están Chris (Chris Sullivan), el papá tierno y arrepentido de cederle todo el poder a su esposa, y Chloe (Callina Liang), una adolescente deprimida y ansiosa por la muerte de su mejor amiga, Nadia. Falta decir que la película está filmada por completo desde la perspectiva de un fantasma en la casa; sin embargo, es interesante que los personajes no usen esa palabra, “fantasma”, sino “presencia”: lo primero sugeriría algo muy específico —un alma atrapada en la Tierra en su trayecto a otra vida—, pero la idea de una presencia puede contener algo más: podría tratarse de un ser invisible para los personajes, de la cámara misma, o de una sala llena de espectadores que los observa.
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En 1946 apareció una de las películas más formalmente audaces —aunque discutiblemente bien realizadas— de la era clásica: La dama en el lago (Lady in the Lake), del actor y director Robert Montgomery. Se trata de una adaptación de Raymond Chandler protagonizada por el propio Montgomery en el papel del detective legendario Philip Marlowe, pero apenas si vemos su rostro. La película está casi enteramente filmada desde la perspectiva de Marlowe, salvo por algunos interludios en los que Montgomery habla al público para narrar escenas difíciles de filmar, las cuales resuelve de una manera simplona pero al mismo tiempo experimental. Si el estilo clásico es el que busca una ilusión de realidad con tanta devoción que evita técnicas deslumbrantes para no distraer al público de los elementos en el interior del cuadro (personajes, espacios, trama), La dama en el lago constantemente llama la atención al hecho de ser un artificio, ya sea reconociendo la existencia del público o poniéndolo en el lugar del protagonista, lo cual insiste en la presencia de la cámara. Esta técnica tiene resultados extraños pero tal vez influyentes: buena parte del estilo de los videojuegos en primera persona —sobre todo los juegos de rol— proviene de La dama en el lago. Por coincidencia o porque se convirtió en escuela, la película de Montgomery es el fundamento teórico y práctico de un lenguaje distinto del cine que ahora invade las imágenes de Steven Soderbergh.
Presencia, filmada en un mundo donde el metraje en primera persona ya es un aspecto corriente —hay videos grabados así para que sus espectadores sientan lo que es caminar en Nueva York o en París—, no contiene ningún quiebre en la perspectiva, pero sí en la narración. Para no forzar el artificio, Soderbergh evita prolongar las escenas y capta a los personajes en diálogos cotidianos sobre sus relaciones en crisis. Al terminar estos puntos de interés, el montaje se va a negros y nos lleva a otra escena. Sin llegar al minimalismo de Chantal Akerman, Soderbergh sí se propone algo similar en espíritu a Saute ma ville (1968) en el contexto de lo que debería ser una película de género: contemplar la vida suburbana, que termina expresada como una desilusión.

Soderbergh coincide con el experimentador sentimental Robert Zemeckis, que en su más reciente película, Aquí (Here, 2024), narra las vidas de distintas generaciones desde la perspectiva de un mismo sitio en Pensilvania, que pasa de ser un camino en el siglo XVIII al interior de una casa en el XX y XXI. Antes de eso es solamente la naturaleza intacta. El experimento tiene una razón política: Zemeckis resume la vida estadounidense como una de promesas disueltas. La guerra, la inflación, la corrupción —en resumen, la historia— van aplastando las vidas de cada época. Soderbergh aprovecha también a su presencia (el fantasma, la cámara, el público) para observar a la familia nuclear contemporánea.
Aunque se trata de un clan mitad asiático y mitad anglosajón que representa a primera vista el sueño de una nación diversa, integrada, sus distancias lo describen más bien como el símbolo del apocalipsis estadounidense. Los personajes se distraen unos de otros por trabajo, se alejan debido a la norma social de la secundaria y se ven envueltos en escándalos de sexo y drogas que revelan lo que existe bajo una superficie de monotonía fingida. Todo esto lo contemplamos como si estuviéramos ahí presentes a partir de un acto de voyerismo que remite a la naturaleza esencial del cine: mostrar todo aquello que no podemos ver; poner nuestra perspectiva en los lugares donde no podemos entrar. Al mirar hacia la cámara cuando perciben al fantasma, los personajes lucen perturbados por algo más: la intromisión del cine.
Presencia logra más y menos que otra película del reciente año: Nickel Boys (2024); dirigida por RaMell Ross, su meta es darle al público una experiencia sensorial de la opresión étnica en Estados Unidos. La trama cuenta varias décadas en las vidas de un par de personajes antes, durante y después de su encierro en una correccional donde los maestros blancos matan a los alumnos negros que amenazan su discreto sistema de explotación. Estas experiencias se basan en instituciones reales que demuestran la abyección del racismo en Estados Unidos, pero Ross no se concentra solo en denunciar lo que está afuera, sino en que la cámara exprese lo que es llevar la opresión en el interior. Durante la niñez de uno de los protagonistas, la cámara voltea al suelo de un autobús para expresar la sumisión cotidiana, el miedo a ver a una persona blanca a los ojos.
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Nickel Boys utiliza la cámara para denunciar, para dialogar con el público y hacerle sentir una empatía tan escasa en la realidad que ha permitido casos como el que describe. Presencia, en cambio, nos permite tener un lugar en medio de la descomposición suburbana: es un punto medio entre la mirada participante de Ross y el atestiguamiento objetivo en Aquí, de Zemeckis; las tres juntas suman una inquietud en el cine estadounidense actual por confrontar al espectador con la desaparición de lo que nunca existió: America, la bella y la justa, la próspera. Junto con la sociedad y la historia estadounidense se descompone el cine, que adquiere perspectivas dentro del caos para advertir de la caída. Probablemente las imágenes no puedan salvar todo, como pasa en el desenlace melodramático de Presencia, en el que el fantasma intenta detener un crimen, pero al ubicar nuestra mirada en ese lugar de agencia que busca intervenir ante la injusticia, Soderbergh restaura la solidaridad del espectador: su papel no debería limitarse a observar, sino transferirse de la pasividad a la acción.

En 1989, el director se convirtió en el más joven en recibir la Palma de Oro de Cannes por su primer largometraje, Sexo, mentiras y video (Sex, Lies, and Videotape), que también daba un lugar importante a la cámara: reduciéndola mucho, la trama cuenta la historia de un hombre impotente que solo puede excitarse viendo las imágenes de entrevistas que les hace a mujeres sobre sus vidas sexuales. A pesar de ello, casi nunca vemos las grabaciones. Esta ausencia encuentra su antónimo en la película más reciente de Soderbergh desde el título, pero sobre todo en su forma y sus temas, que parecen una objeción: si el espectador en aquella primera película era una figura pasiva; es decir, una que miraba, escuchaba y se gratificaba solo a sí misma, la de esta última es todo lo contrario: es una que encuentra su trascendencia en la intervención. Presencia es, entonces, la culminación de una aventura cinematográfica que va de un extremo en la reflexión sobre hacer y mirar imágenes, al otro. Con todo y sus tropiezos, tal vez sea la película más importante de Steven Soderbergh desde que regresó al cine.
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¿En dóde se puede ver Presencia de Steven Soderbergh?
Presencia puede verse en salas comerciales de todo el país.
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Lo audaz y revitalizante en la nueva propuesta de Steven Soderbergh es hacer a los espectadores testigos de la crisis en el cine y toda la sociedad de Estados Unidos.
Quizá no haya un director más raro en la atmósfera hollywoodense que Steven Soderbergh. Es tan raro, de hecho, que ya ni siquiera pertenece del todo a aquel entorno: en una temporada puede hacer una película de mediano presupuesto con un estudio grande, y en otra una más barata, concebida para la televisión (cable o streaming). En 2013 se retiró para dirigir teatro y una serie aclamada, The Knick (2014-2015), pero en tres años volvió para hacer películas de ensamble sobre robos y traiciones (La estafa de los Logan [Logan Lucky, 2017], Ni un paso en falso [No Sudden Move, 2021]) o pequeños experimentos, como Unsane (2018), filmada con un teléfono. El hiperactivo Soderbergh me recuerda, en ese sentido, al renegado Nicholas Ray, quien dirigió historias clásicas sobre inadaptados, para luego acabar haciendo películas inclasificables en colaboración con sus estudiantes (Nunca volveremos a casa [We Can’t Go Home Again, 1973]) o con Wim Wenders (Relámpago sobre agua, [Lightning Over Water, 1980]). En el corazón de ambas filmografías parece abrirse siempre —y no cerrarse nunca— la pregunta clásica del crítico André Bazin: ¿Qué es el cine?
Aclaro que Soderbergh aún no alcanza la radicalidad de Ray: por inusuales que sean en cuanto a sus modos de producción, sus películas son narrativas, pero algo de eso se quiebra al fin en Presencia (Presence, 2024). La pequeña desilusión es que su final inyecta el melodrama necesario para llamarla convencional, pero la mayor parte de la película se desenvuelve como una intrusión documental en la vida de una familia, lo cual da para pensarla como mucho más que una ingeniosa historia de fantasmas: una interrogante sobre la naturaleza misma del cine y la cámara.
Presencia se sitúa por completo en una casa suburbana. Desde antes de la pandemia, en Unsane, y después de ella, con Kimi (2022), y ahora Presencia, Soderbergh se ha ido convirtiendo en un autor agorafóbico: se aferra a los espacios cerrados. Ahí observamos cómo una familia —los Payne— explora las habitaciones antes de decidir si es el lugar ideal para mudarse, luego mandan a un equipo de pintores a rediseñar los muros y finalmente cohabitan más de lo que conviven: Rebekah (Lucy Liu), la matriarca, divide a sus hijos al darle una obvia preferencia al patán Tyler (Eddy Maday), quien presume a la familia una broma pesada que acabó en obtener fotos eróticas de una compañera de escuela. En la otra esquina están Chris (Chris Sullivan), el papá tierno y arrepentido de cederle todo el poder a su esposa, y Chloe (Callina Liang), una adolescente deprimida y ansiosa por la muerte de su mejor amiga, Nadia. Falta decir que la película está filmada por completo desde la perspectiva de un fantasma en la casa; sin embargo, es interesante que los personajes no usen esa palabra, “fantasma”, sino “presencia”: lo primero sugeriría algo muy específico —un alma atrapada en la Tierra en su trayecto a otra vida—, pero la idea de una presencia puede contener algo más: podría tratarse de un ser invisible para los personajes, de la cámara misma, o de una sala llena de espectadores que los observa.
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En 1946 apareció una de las películas más formalmente audaces —aunque discutiblemente bien realizadas— de la era clásica: La dama en el lago (Lady in the Lake), del actor y director Robert Montgomery. Se trata de una adaptación de Raymond Chandler protagonizada por el propio Montgomery en el papel del detective legendario Philip Marlowe, pero apenas si vemos su rostro. La película está casi enteramente filmada desde la perspectiva de Marlowe, salvo por algunos interludios en los que Montgomery habla al público para narrar escenas difíciles de filmar, las cuales resuelve de una manera simplona pero al mismo tiempo experimental. Si el estilo clásico es el que busca una ilusión de realidad con tanta devoción que evita técnicas deslumbrantes para no distraer al público de los elementos en el interior del cuadro (personajes, espacios, trama), La dama en el lago constantemente llama la atención al hecho de ser un artificio, ya sea reconociendo la existencia del público o poniéndolo en el lugar del protagonista, lo cual insiste en la presencia de la cámara. Esta técnica tiene resultados extraños pero tal vez influyentes: buena parte del estilo de los videojuegos en primera persona —sobre todo los juegos de rol— proviene de La dama en el lago. Por coincidencia o porque se convirtió en escuela, la película de Montgomery es el fundamento teórico y práctico de un lenguaje distinto del cine que ahora invade las imágenes de Steven Soderbergh.
Presencia, filmada en un mundo donde el metraje en primera persona ya es un aspecto corriente —hay videos grabados así para que sus espectadores sientan lo que es caminar en Nueva York o en París—, no contiene ningún quiebre en la perspectiva, pero sí en la narración. Para no forzar el artificio, Soderbergh evita prolongar las escenas y capta a los personajes en diálogos cotidianos sobre sus relaciones en crisis. Al terminar estos puntos de interés, el montaje se va a negros y nos lleva a otra escena. Sin llegar al minimalismo de Chantal Akerman, Soderbergh sí se propone algo similar en espíritu a Saute ma ville (1968) en el contexto de lo que debería ser una película de género: contemplar la vida suburbana, que termina expresada como una desilusión.

Soderbergh coincide con el experimentador sentimental Robert Zemeckis, que en su más reciente película, Aquí (Here, 2024), narra las vidas de distintas generaciones desde la perspectiva de un mismo sitio en Pensilvania, que pasa de ser un camino en el siglo XVIII al interior de una casa en el XX y XXI. Antes de eso es solamente la naturaleza intacta. El experimento tiene una razón política: Zemeckis resume la vida estadounidense como una de promesas disueltas. La guerra, la inflación, la corrupción —en resumen, la historia— van aplastando las vidas de cada época. Soderbergh aprovecha también a su presencia (el fantasma, la cámara, el público) para observar a la familia nuclear contemporánea.
Aunque se trata de un clan mitad asiático y mitad anglosajón que representa a primera vista el sueño de una nación diversa, integrada, sus distancias lo describen más bien como el símbolo del apocalipsis estadounidense. Los personajes se distraen unos de otros por trabajo, se alejan debido a la norma social de la secundaria y se ven envueltos en escándalos de sexo y drogas que revelan lo que existe bajo una superficie de monotonía fingida. Todo esto lo contemplamos como si estuviéramos ahí presentes a partir de un acto de voyerismo que remite a la naturaleza esencial del cine: mostrar todo aquello que no podemos ver; poner nuestra perspectiva en los lugares donde no podemos entrar. Al mirar hacia la cámara cuando perciben al fantasma, los personajes lucen perturbados por algo más: la intromisión del cine.
Presencia logra más y menos que otra película del reciente año: Nickel Boys (2024); dirigida por RaMell Ross, su meta es darle al público una experiencia sensorial de la opresión étnica en Estados Unidos. La trama cuenta varias décadas en las vidas de un par de personajes antes, durante y después de su encierro en una correccional donde los maestros blancos matan a los alumnos negros que amenazan su discreto sistema de explotación. Estas experiencias se basan en instituciones reales que demuestran la abyección del racismo en Estados Unidos, pero Ross no se concentra solo en denunciar lo que está afuera, sino en que la cámara exprese lo que es llevar la opresión en el interior. Durante la niñez de uno de los protagonistas, la cámara voltea al suelo de un autobús para expresar la sumisión cotidiana, el miedo a ver a una persona blanca a los ojos.
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Nickel Boys utiliza la cámara para denunciar, para dialogar con el público y hacerle sentir una empatía tan escasa en la realidad que ha permitido casos como el que describe. Presencia, en cambio, nos permite tener un lugar en medio de la descomposición suburbana: es un punto medio entre la mirada participante de Ross y el atestiguamiento objetivo en Aquí, de Zemeckis; las tres juntas suman una inquietud en el cine estadounidense actual por confrontar al espectador con la desaparición de lo que nunca existió: America, la bella y la justa, la próspera. Junto con la sociedad y la historia estadounidense se descompone el cine, que adquiere perspectivas dentro del caos para advertir de la caída. Probablemente las imágenes no puedan salvar todo, como pasa en el desenlace melodramático de Presencia, en el que el fantasma intenta detener un crimen, pero al ubicar nuestra mirada en ese lugar de agencia que busca intervenir ante la injusticia, Soderbergh restaura la solidaridad del espectador: su papel no debería limitarse a observar, sino transferirse de la pasividad a la acción.

En 1989, el director se convirtió en el más joven en recibir la Palma de Oro de Cannes por su primer largometraje, Sexo, mentiras y video (Sex, Lies, and Videotape), que también daba un lugar importante a la cámara: reduciéndola mucho, la trama cuenta la historia de un hombre impotente que solo puede excitarse viendo las imágenes de entrevistas que les hace a mujeres sobre sus vidas sexuales. A pesar de ello, casi nunca vemos las grabaciones. Esta ausencia encuentra su antónimo en la película más reciente de Soderbergh desde el título, pero sobre todo en su forma y sus temas, que parecen una objeción: si el espectador en aquella primera película era una figura pasiva; es decir, una que miraba, escuchaba y se gratificaba solo a sí misma, la de esta última es todo lo contrario: es una que encuentra su trascendencia en la intervención. Presencia es, entonces, la culminación de una aventura cinematográfica que va de un extremo en la reflexión sobre hacer y mirar imágenes, al otro. Con todo y sus tropiezos, tal vez sea la película más importante de Steven Soderbergh desde que regresó al cine.
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¿En dóde se puede ver Presencia de Steven Soderbergh?
Presencia puede verse en salas comerciales de todo el país.
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Lo audaz y revitalizante en la nueva propuesta de Steven Soderbergh es hacer a los espectadores testigos de la crisis en el cine y toda la sociedad de Estados Unidos.
Quizá no haya un director más raro en la atmósfera hollywoodense que Steven Soderbergh. Es tan raro, de hecho, que ya ni siquiera pertenece del todo a aquel entorno: en una temporada puede hacer una película de mediano presupuesto con un estudio grande, y en otra una más barata, concebida para la televisión (cable o streaming). En 2013 se retiró para dirigir teatro y una serie aclamada, The Knick (2014-2015), pero en tres años volvió para hacer películas de ensamble sobre robos y traiciones (La estafa de los Logan [Logan Lucky, 2017], Ni un paso en falso [No Sudden Move, 2021]) o pequeños experimentos, como Unsane (2018), filmada con un teléfono. El hiperactivo Soderbergh me recuerda, en ese sentido, al renegado Nicholas Ray, quien dirigió historias clásicas sobre inadaptados, para luego acabar haciendo películas inclasificables en colaboración con sus estudiantes (Nunca volveremos a casa [We Can’t Go Home Again, 1973]) o con Wim Wenders (Relámpago sobre agua, [Lightning Over Water, 1980]). En el corazón de ambas filmografías parece abrirse siempre —y no cerrarse nunca— la pregunta clásica del crítico André Bazin: ¿Qué es el cine?
Aclaro que Soderbergh aún no alcanza la radicalidad de Ray: por inusuales que sean en cuanto a sus modos de producción, sus películas son narrativas, pero algo de eso se quiebra al fin en Presencia (Presence, 2024). La pequeña desilusión es que su final inyecta el melodrama necesario para llamarla convencional, pero la mayor parte de la película se desenvuelve como una intrusión documental en la vida de una familia, lo cual da para pensarla como mucho más que una ingeniosa historia de fantasmas: una interrogante sobre la naturaleza misma del cine y la cámara.
Presencia se sitúa por completo en una casa suburbana. Desde antes de la pandemia, en Unsane, y después de ella, con Kimi (2022), y ahora Presencia, Soderbergh se ha ido convirtiendo en un autor agorafóbico: se aferra a los espacios cerrados. Ahí observamos cómo una familia —los Payne— explora las habitaciones antes de decidir si es el lugar ideal para mudarse, luego mandan a un equipo de pintores a rediseñar los muros y finalmente cohabitan más de lo que conviven: Rebekah (Lucy Liu), la matriarca, divide a sus hijos al darle una obvia preferencia al patán Tyler (Eddy Maday), quien presume a la familia una broma pesada que acabó en obtener fotos eróticas de una compañera de escuela. En la otra esquina están Chris (Chris Sullivan), el papá tierno y arrepentido de cederle todo el poder a su esposa, y Chloe (Callina Liang), una adolescente deprimida y ansiosa por la muerte de su mejor amiga, Nadia. Falta decir que la película está filmada por completo desde la perspectiva de un fantasma en la casa; sin embargo, es interesante que los personajes no usen esa palabra, “fantasma”, sino “presencia”: lo primero sugeriría algo muy específico —un alma atrapada en la Tierra en su trayecto a otra vida—, pero la idea de una presencia puede contener algo más: podría tratarse de un ser invisible para los personajes, de la cámara misma, o de una sala llena de espectadores que los observa.
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En 1946 apareció una de las películas más formalmente audaces —aunque discutiblemente bien realizadas— de la era clásica: La dama en el lago (Lady in the Lake), del actor y director Robert Montgomery. Se trata de una adaptación de Raymond Chandler protagonizada por el propio Montgomery en el papel del detective legendario Philip Marlowe, pero apenas si vemos su rostro. La película está casi enteramente filmada desde la perspectiva de Marlowe, salvo por algunos interludios en los que Montgomery habla al público para narrar escenas difíciles de filmar, las cuales resuelve de una manera simplona pero al mismo tiempo experimental. Si el estilo clásico es el que busca una ilusión de realidad con tanta devoción que evita técnicas deslumbrantes para no distraer al público de los elementos en el interior del cuadro (personajes, espacios, trama), La dama en el lago constantemente llama la atención al hecho de ser un artificio, ya sea reconociendo la existencia del público o poniéndolo en el lugar del protagonista, lo cual insiste en la presencia de la cámara. Esta técnica tiene resultados extraños pero tal vez influyentes: buena parte del estilo de los videojuegos en primera persona —sobre todo los juegos de rol— proviene de La dama en el lago. Por coincidencia o porque se convirtió en escuela, la película de Montgomery es el fundamento teórico y práctico de un lenguaje distinto del cine que ahora invade las imágenes de Steven Soderbergh.
Presencia, filmada en un mundo donde el metraje en primera persona ya es un aspecto corriente —hay videos grabados así para que sus espectadores sientan lo que es caminar en Nueva York o en París—, no contiene ningún quiebre en la perspectiva, pero sí en la narración. Para no forzar el artificio, Soderbergh evita prolongar las escenas y capta a los personajes en diálogos cotidianos sobre sus relaciones en crisis. Al terminar estos puntos de interés, el montaje se va a negros y nos lleva a otra escena. Sin llegar al minimalismo de Chantal Akerman, Soderbergh sí se propone algo similar en espíritu a Saute ma ville (1968) en el contexto de lo que debería ser una película de género: contemplar la vida suburbana, que termina expresada como una desilusión.

Soderbergh coincide con el experimentador sentimental Robert Zemeckis, que en su más reciente película, Aquí (Here, 2024), narra las vidas de distintas generaciones desde la perspectiva de un mismo sitio en Pensilvania, que pasa de ser un camino en el siglo XVIII al interior de una casa en el XX y XXI. Antes de eso es solamente la naturaleza intacta. El experimento tiene una razón política: Zemeckis resume la vida estadounidense como una de promesas disueltas. La guerra, la inflación, la corrupción —en resumen, la historia— van aplastando las vidas de cada época. Soderbergh aprovecha también a su presencia (el fantasma, la cámara, el público) para observar a la familia nuclear contemporánea.
Aunque se trata de un clan mitad asiático y mitad anglosajón que representa a primera vista el sueño de una nación diversa, integrada, sus distancias lo describen más bien como el símbolo del apocalipsis estadounidense. Los personajes se distraen unos de otros por trabajo, se alejan debido a la norma social de la secundaria y se ven envueltos en escándalos de sexo y drogas que revelan lo que existe bajo una superficie de monotonía fingida. Todo esto lo contemplamos como si estuviéramos ahí presentes a partir de un acto de voyerismo que remite a la naturaleza esencial del cine: mostrar todo aquello que no podemos ver; poner nuestra perspectiva en los lugares donde no podemos entrar. Al mirar hacia la cámara cuando perciben al fantasma, los personajes lucen perturbados por algo más: la intromisión del cine.
Presencia logra más y menos que otra película del reciente año: Nickel Boys (2024); dirigida por RaMell Ross, su meta es darle al público una experiencia sensorial de la opresión étnica en Estados Unidos. La trama cuenta varias décadas en las vidas de un par de personajes antes, durante y después de su encierro en una correccional donde los maestros blancos matan a los alumnos negros que amenazan su discreto sistema de explotación. Estas experiencias se basan en instituciones reales que demuestran la abyección del racismo en Estados Unidos, pero Ross no se concentra solo en denunciar lo que está afuera, sino en que la cámara exprese lo que es llevar la opresión en el interior. Durante la niñez de uno de los protagonistas, la cámara voltea al suelo de un autobús para expresar la sumisión cotidiana, el miedo a ver a una persona blanca a los ojos.
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Nickel Boys utiliza la cámara para denunciar, para dialogar con el público y hacerle sentir una empatía tan escasa en la realidad que ha permitido casos como el que describe. Presencia, en cambio, nos permite tener un lugar en medio de la descomposición suburbana: es un punto medio entre la mirada participante de Ross y el atestiguamiento objetivo en Aquí, de Zemeckis; las tres juntas suman una inquietud en el cine estadounidense actual por confrontar al espectador con la desaparición de lo que nunca existió: America, la bella y la justa, la próspera. Junto con la sociedad y la historia estadounidense se descompone el cine, que adquiere perspectivas dentro del caos para advertir de la caída. Probablemente las imágenes no puedan salvar todo, como pasa en el desenlace melodramático de Presencia, en el que el fantasma intenta detener un crimen, pero al ubicar nuestra mirada en ese lugar de agencia que busca intervenir ante la injusticia, Soderbergh restaura la solidaridad del espectador: su papel no debería limitarse a observar, sino transferirse de la pasividad a la acción.

En 1989, el director se convirtió en el más joven en recibir la Palma de Oro de Cannes por su primer largometraje, Sexo, mentiras y video (Sex, Lies, and Videotape), que también daba un lugar importante a la cámara: reduciéndola mucho, la trama cuenta la historia de un hombre impotente que solo puede excitarse viendo las imágenes de entrevistas que les hace a mujeres sobre sus vidas sexuales. A pesar de ello, casi nunca vemos las grabaciones. Esta ausencia encuentra su antónimo en la película más reciente de Soderbergh desde el título, pero sobre todo en su forma y sus temas, que parecen una objeción: si el espectador en aquella primera película era una figura pasiva; es decir, una que miraba, escuchaba y se gratificaba solo a sí misma, la de esta última es todo lo contrario: es una que encuentra su trascendencia en la intervención. Presencia es, entonces, la culminación de una aventura cinematográfica que va de un extremo en la reflexión sobre hacer y mirar imágenes, al otro. Con todo y sus tropiezos, tal vez sea la película más importante de Steven Soderbergh desde que regresó al cine.
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¿En dóde se puede ver Presencia de Steven Soderbergh?
Presencia puede verse en salas comerciales de todo el país.
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