La carrera hacia las elecciones presidenciales de Estados Unidos ha dado cuatro giros inesperados este 2020. El candidato demócrata, la crisis económica por la pandemia y las protestas por la brutalidad policiaca han saturado la agenda.
Apenas estamos en junio y la elección presidencial en Estados Unidos, que se llevará a cabo el próximo martes 3 de noviembre, ha dado ya tres vuelcos sorprendentes. El primero ocurrió en febrero, cuando el desempeño sobresaliente de Bernie Sanders (senador por Vermont) en las elecciones primarias del Partido Demócrata en Iowa, New Hampshire y Nevada lo catapultó al frente de las preferencias nacionales para dicho partido, que hasta entonces habían favorecido sistemáticamente a Joe Biden (exvicepresidente con Obama). No es que Sanders haya arrasado, salvo en Nevada donde logró hacerse de dos terceras partes de los delegados en disputa; más bien consiguió terminar siempre puntero, en primer o segundo lugar, y esa ventaja le bastó para apoderarse del codiciado momentum de arranque. Habiendo ganado 45 de 101 delegados en disputa durante esas tres jornadas, su precampaña daba la impresión de volverse “imparable”. Con todo, en la primaria de Carolina del Sur, el último día de febrero, Biden demostró que su aspiración aún tenía vida, al agregar 39 de 54 delegados posibles a su causa. Al terminar el mes, el balance entre los precandidatos era el siguiente: Sanders 60, Biden 54, Pete Buttgieg (alcalde South Bend, Indiana) 26, Elizabeth Warren (senadora por Massachusetts) 8 y Amy Klobuchar (senadora por Minnesota) 7. El segundo vuelco ocurrió a principios de marzo, cuando en el célebre “supermartes” se llevaron a cabo elecciones primarias simultáneas en 14 estados (Alabama, Arkansas, California, Colorado, Maine, Massachusetts, Minnesota, Carolina del Norte, Oklahoma, Tennessee, Texas, Utah, Vermont y Virginia) y un territorio (Samoa) de la Unión Americana. En esa jornada se designó a cerca del 30% de la totalidad de los delegados para la Convención Demócrata. En la víspera, Buttgieg y Klobuchar suspendieron sus precampañas para apuntalar la de Biden; y Beto O’Rourke (exrepresentante por Texas), quien abandonó la carrera en noviembre, también se pronunció por él. Esos repentinos lances enviaron una señal de que los liderazgos del partido operaban para cerrar filas con Biden. Buena parte de los votantes demócratas captó la señal y respondió a ella, trasladándole su apoyo. El saldo del “súper martes” fue un indudable cambio de trayectoria: Biden 709, Sanders 619, Warren 81, y Michael Bloomberg (exalcalde de Nueva York) 54 . En las siguientes horas, Bloomberg, a pesar de gastar cerca de 500 millones de dólares de su propia fortuna, tuvo un resultado muy por debajo de lo que se esperaba y suspendió su precampaña en favor de la de Biden. Warren hizo lo mismo, aunque sin darle en ese momento su respaldo a ningún otro contendiente. De ahí en adelante, Biden no hizo más que consolidar su ascenso ganando prácticamente todas las primarias restantes, y poco a poco obtuvo espaldarazos de la plana mayor del partido —hasta de Sanders, quien a principios de abril detuvo su precampaña y convocó a sus adeptos a unir sus fuerzas—. El pasado 5 de junio, en un hecho que pasó un poco desapercibido en las noticias, Biden consiguió los 1991 delegados necesarios para asegurar la candidatura. El primer vuelco (protagonizado por Sanders) fue resultado de un movimiento de bases bien organizadas, compuestas sobre todo por jóvenes, con un discurso consistente y combativo cuyo horizonte no era solo ganar una candidatura sino promover una “revolución política”. En ese sentido, Sanders y sus aliados mostraron una tremenda capacidad inicial para encender la imaginación de la izquierda, apelando al descontento no solo contra el gobierno de Trump sino contra toda la clase política (incluyendo la del partido demócrata). Lejos de resignarse a ser solo una precampaña de protesta, la de Sanders supo plantearse como una ambiciosa alternativa progresista. La fragmentación de la competencia, entre varias precandidaturas que pugnaban por el voto de un electorado cada vez más diverso, impidió el surgimiento de una fuerza mayoritaria pero le permitió a Sanders ponerse a la cabeza de la contienda con la apoyo de una minoría muy entusiasta y de avanzada. Sin embargo, conforme avanzó el tiempo esa minoría no logró persuadir a otros sectores más amplios y moderados. La vehemencia con la que Sanders y sus simpatizantes llegaron a abogar por la necesidad de un cambio radical resultó más divisiva que convincente, y generó muchas dudas sobre la viabilidad de su candidatura en el contexto de la elección general. Los dirigentes demócratas, a su vez, comenzaron a resentir que el sanderismo creciera a costa de antagonizar de manera directa con ellos, casi conforme al guion que siguió la precampaña republicana en 2016, cuando el entonces precandidato Trump encabezó una “rebelión contra las cúpulas”, aprovechando la pulverización de la competencia entre muchos aspirantes, el desempeño mediocre de sus rivales y el surgimiento de un poderoso sentimiento antiélites. El segundo vuelco (protagonizado no tanto por Biden sino por el establisment demócrata) fue producto de una exitosa estrategia de coordinación política para evitar que Sanders siguiera esa ruta y, en su lugar, impulsar a una abanderado más convencional y menos polémico en torno a la cual unificar al partido. El tercer vuelco llegó tras la pandemia. El primer contagio en Estados Unidos se registró el 20 de enero. Pero no fue sino hasta principios de marzo que Trump, a pesar de reiteradas advertencias, se tomó en serio la gravedad de la amenaza. Durante cerca de cuarenta largos días hizo cualquier cosa menos darle prioridad a la salud pública: desde negar la amenaza o minimizarla, decir que su gobierno estaba haciendo todo bien, burlarse de los “alarmistas”, regañar a los que promovían el “pánico”, culpar a Obama o a los demócratas o a los migrantes, antagonizar con quien le llevara la contraria, hasta pretextar que la última etapa del juicio político en su contra (del que al final lo absolvió la mayoría republicana en el Senado) había distraído su atención. Lo cierto es que durante las semanas cruciales para contener la expansión de la pandemia, su gobierno no tuvo una estrategia concreta ni emprendió acciones contundentes para hacer pruebas masivas que permitieran aislar a los enfermos y rastrear las cadenas de contagio, para promover medidas de confinamiento y distancia social, para aumentar la capacidad hospitalaria y la producción de insumos médicos, ni para flexibilizar regulaciones o reorientar suficientes recursos con el fin de mitigar la crisis. Trump desestimó la situación por varios factores. Por arrogancia. Por el desprecio que le inspiran los expertos y las burocracias. Por rencillas y falta de coordinación al interior de su gabinete. Porque las tensiones acumuladas con China, conforme a los vaivenes de la “guerra comercial” que ambos países sostienen desde 2018, lo hicieron titubear sobre qué curso de acción adoptar. No obstante, quizás el factor más importante haya sido el electoral. Porque, hasta ese momento, la economía marchaba razonablemente bien y parecía constituirse como uno de los argumentos más benévolos para su ambición de reelegirse. Sus niveles de popularidad permanecían no altos pero sí estables (entre 42 y 46%) y todavía le permitían proyectarse como un candidato más o menos competitivo. Además, el impacto sanitario de la pandemia era mayor en los distritos más poblados, que tienden a ser bastiones demócratas, y menor en los distritos con menos densidad demográfica, donde se concentran las bases electorales del trumpismo. En suma, tal vez Trump se confió, estimó que con el viento que tenía a favor le bastaba y se entregó a la negación del problema. Un cálculo, si es que se le puede llamar así, pésimo. El impacto económico de la pandemia será, ahora, uno de los principales factores contra su reelección. Un probable cuarto vuelco ha comenzado con un ola de protestas sin precedentes contra la brutalidad policiaca y la injusticia racial, provocada por el asesinato de George Floyd en Minneapolis el pasado 26 de mayo. La mayor parte de las movilizaciones ha sido pacífica, y si bien en varias ciudades se han presentado saqueos y violencia, en algunos casos la policía ha hostigado a los manifestantes e incurrido en reiterados abusos. La reacción de Trump ha sido aprovechar la coyuntura para relanzar su campaña, al declarar una suerte de contrarrevolución y presentándose como el representante de un Estados Unidos bajo acecho no solo desde el exterior sino desde sus propias entrañas. Su apuesta electoral ha quedado ya configurada en cuanto a tono (dominación, ley y orden) y temas (crimen, migración y China) como una apuesta por explotar el miedo y provocar una reacción conservadora. En el flanco republicano, múltiples voces se están deslindando de él o criticándolo públicamente. Las encuestas indican que su aprobación flaquea en estados clave del colegio electoral. La Reserva Federal pronostica una contracción del PIB de 6.5% para 2020. De momento, el escenario luce muy poco propicio para su reelección. Pero aún falta mucho tiempo, ocupa el cargo más poderoso en el mundo y es Donald Trump. Por las buenas, y de buen modo, no se va a ir.