No items found.
No items found.
No items found.
No items found.
México ha cambiado su vida vecinal. Para la socióloga Lucía Álvarez, hace décadas los conflictos entre vecinos eran raros porque la interacción se daba en la calle. Ahí se jugaba, platicaba y gritaba. Ilustración: Mara Hernández.
Los conflictos entre vecinos han inspirado divertidas películas y series televisivas, pero en la realidad, las historias que vive la gente tienen graves y peligrosas consecuencias.
Con nueve millones de habitantes, la Ciudad de México es un impresionante laboratorio humano con riñas furiosas a cada minuto. En un departamento una persona vive con 35 animales. Una capitalina exige a su vecina cortar las cuerdas vocales de su perro. Un vecino construye un cuarto colgante que amenaza con inclinar el edificio, y en una unidad habitacional una residente enreja el jardín común para disfrutarlo en exclusiva. La Procuraduría Social de la Ciudad de México (Prosoc), el órgano que desde hace 35 años recibe acusaciones vecinales como esas, aunque intenta conciliar, arde.
En las siguientes cuatro historias de mujeres y hombres, cuyas vecinas y vecinos les destruyeron la vida o al menos se las volvieron un desconsuelo, guardamos su anonimato porque no quieren agravar el conflicto y sufrir venganza. Entre cada historia, narrada en primera persona, la titular de la Prosoc, Claudia Galaviz y Lucía Álvarez, socióloga especialista en relaciones vecinales, nos dejan tomar aire para poder pasar a la siguiente narración.
Sean bienvenidas, vecinas y vecinos.
Gritos en casa de los Fleming
Adán, 35 años
Fotógrafo
Hace 13 años vine [a vivir] a este barrio entre avenidas: Monterrey, Baja California y Viaducto, una tranquila isla de callecitas. Llegué con mi mejor amigo de roomie, a mis veintipocos años: el edificio era de 1949 con una renta barata, 5 000 pesos. Me instalé en el 303. En esos días me pasó algo premonitorio: fuimos al Cine Tonalá a ver la película Shut Up, Little Man! En un edificio de California, dos veinteañeros se mudan a un depa y en el escuchan ruidos del de al lado. Dos viejos alcohólicos que pelean y se repiten una frase: “Shut up, little man! (¡Cállate, hombrecito!)”. Los jóvenes sacan una caña, un micrófono y graban las peleas que se vuelven cómics muy exitosos.
En el departamento abajo del mío vivía una doctora y se metieron a robar. En su paranoia dejó el departamento a su hermano, quien junto con su esposa se convertirían en los protagonistas de esta historia que empezó hace siete años.
Mi cama está arriba de su departamento. Una noche, la esposa gritaba con su voz rara, chillante y ranchera. Desde ese día para todo gritaba, sobre todo de las once de la noche a las cuatro de la madrugada. Gritaba por cualquier cosa, incluso en la noche profunda: “¡Puse 20 pesos para la leche, devuélvemelos!”. Su tono era penetrante y el marido —de unos 50 años— nunca respondía. Sus discusiones escalaban: azotaban puertas, sillas. Era una batalla con dos menores de por medio, el niño de unos 8 años y una adolescente. Reinaba la voz de la señora y el señor tenía, al parecer, tos neuropática: desde las siete tosía hasta la madrugada, como queriendo sacar algo que nunca sacaba, quizá flemas. La tos era tan fuerte que se escuchaba hasta tres pisos abajo. En broma, en el edificio lo identificábamos como el “señor Fleming”.
Sus cortinas y ventanas, aunque hubiera 30 grados, nunca se abrían: eran enemigos de la luz.
Nadia, la vecina del 202, iba quejarse con ellos. Un día discutían y tuve que salir a apoyarla en bata de baño. El señor Fleming apenas abrió la puerta y detrás suyo estaba su esposa: cabello recogido, morena.
Nos miraba en silencio, un silencio que dominaba todo. Por la puerta entreabierta se alcanzaba a ver que el pequeño depa, con cuatro habitantes y gatos, atiborrado de muebles. “Esto no es un hospital, ¿cuánto silencio quiere?”, me respondió la primera vez el señor Fleming. Nadia le rogaba que nos dejara descansar. El señor daba miedo por su presencia, su altura y su encorvamiento. Ese día me inventó adicciones: “Te denunciaré, te las truenas con mariguana”, me dijo.
Los Fleming fueron subiendo el tono cada vez más. Cerraban la puerta y reiniciaba el circo. Me quejé con el administrador, quien, incrédulo, me preguntó: “¿Cuánto ruido puede haber?”.
El administrador es un abogánster con viejas mañas. Cobra la renta y el edificio le importa un carajo. Los vecinos le comentamos el problema y nos dijo: “Yo he matado. En mi rancho en Michoacán tengo mi fusca y una vez se metieron unos y les di unos balazos”. Nos prometió: “¡Voy a sacar a esos hijos de la chingada!”. Tocó a su puerta y les dijo: “Por favor, llévenla en paz”. Les tuvo miedo.
El señor Fleming vestía camisa y pantalones grandes, oversize. Un flaco de 1.90 metros con panza superpronunciada y el pelo desaliñado. Un ser extraño de mirada baja. No saludaba, no hablaba. Entre vecinos, un “hola” simboliza respeto y reconocimiento: “Sé que vivimos juntos”. Su silencio nos tensaba.
Los vecinos nos dimos cuenta de que Kaleb, el niño, tampoco hablaba. Si iba a la tienda, no intercambiaba miradas. Y la hija, de 19 o 20 años, con una belleza de canon: rubia y delgada.
Te recomendamos leer: "La tercera edad de Tlatelolco"
Nunca se veía al matrimonio junto; salía uno, se quedaba el otro. Cero conducta de pareja. Algunas noches ponían a todo volumen música screaming, basada en gritos, aunque una vez que puse “Cucurrucucú paloma” con Caetano Veloso escuché a la señora tararear.
Desde las siete de la noche prendía la tele, era mi defensa para tratar de disimular los gritos con documentales y tutoriales. Los ruidos, peleas y la tos a tres metros debajo de mi cama ya eran terribles. No dormía y estaba angustiado, ya arrastraba un malestar emocional. Me estaba dañando la salud y comenzaba a trastornarme la vida.
Mi novia María llegó a vivir conmigo. Al oír que la mamá le gritaba muy feo a su hijo, se compadecía de él: “Pobre de ese niño”, decía. Hasta que una vez se cansó. A las cuatro de la mañana, mientras dormíamos, escuchamos gritos y desde la ventana mi novia no se aguantó y les gritó de todo. “¡Cállate tú, pinche vieja loca!”, le respondieron.
Lo más inquietante llegó una madrugada de diciembre 2022, cuando percibí el arrastre de algo pesado por los pasillos, pero no quise averiguar de qué se trataba. Cuando se dejó de escuchar el ruido, abrí la puerta; apestaba horrible, como a muerto, y las escaleras estaban embarradas de un líquido pestilente. En el chat, los vecinos se quejaron. Llamé al administrador: “Licenciado, arrastraron algo fétido por las escaleras”. Me contestó: “Ojalá no se hayan matado entre ellos. Checa, por favor. Gracias”.
Los vecinos citamos a la dueña del departamento, la hermana del señor Fleming, a una junta vecinal. Mientras estabamos reunidos entró Kaleb al edificio. La dueña lo saludó, “Hola, Kaleb”, le dijo. Él pasó sin reaccionar. “La situación es insostenible. Quizá necesiten tratamiento psiquiátrico”, le dijimos a la dueña
Las cosas siguieron muy mal, y la vecina Nadia llamó a la Policía. No hicieron nada, no había delito comprobable. “Denuncien en el DIF por maltrato infantil”, sugirieron. Justo días antes de entregar una carta firmada por los vecinos, vimos un camión de mudanza en la calle. Los Fleming sacaban montones de muebles horribles. Ese camión de mudanzas fue un alivio: en noviembre de 2023, los Fleming se fueron.
Aunque volví a soñar, aún no me quito el hábito de encender la tele aunque haya paz. Necesito ruido blanco para descansar. Ya sin ellos, hoy con mi novia pensamos en el niño. Por siete años sentimos compasión por Kaleb, a quien jamás le escuchamos su voz. ¿Quién los estará sufriendo ahora?
Deberíamos tener una serie de TV
Miles de denuncias engendran luchas entre vecinos que a veces derivan en violencia física. “Deberíamos tener una serie de televisión”, dice Claudia Galaviz, titular de la Prosoc.
Si vives en un edificio te rige la Ley de Propiedad en Condominio, “La Biblia” de la Prosoc, que nadie jamás lee. En esta ciudad, 4.5 millones de habitantes —la mitad de la población— habitan edificios bajo el mandato de esa institución. Solo en 2023, la procuraduría recibió un volumen delirante de quejas: 39 465, que desahogan en ocho oficinas 300 trabajadores. “Necesitamos más personal”, ruega Galaviz. Están rebasados, así como también “la emoción rebasa” a los pobladores. “En las asambleas vecinales se llega a los golpes”. Por eso, en las conciliaciones hay policías y la Prosoc deriva a la Fiscalía General de Justicia los casos bajo sospecha de ser delitos. “¿El vecino me cae mal? —explica Galaviz—. Le rayo el carro, le poncho su llanta”, o bien lo acoso legalmente hasta trastornarle la vida durante 13 años, como en la siguiente historia que le ocurrió a Alberto.
La guerra desde el balcón
Alberto, 53 años
Empresario y músico
Tengo una regla. Antes de instalar un negocio, aviso a los vecinos. Eso hice hace 13 años al comprar un local en la [colonia] Del Valle, les expliqué que pondría un restaurante bar. La familia de madre, padre e hija cuyo balcón está arriba de mi fachada me negó su “autorización”. Les argumenté que la licencia (Permiso de Establecimiento Mercantil) me amparaba y me fui.
Abrí el negocio y el papá colgó una manta en su balcón con la leyenda: “Clausura del Bar Ziete. ¡Delegado [Jorge] Romero, pare la corrupción!”. Respondí con otra manta: “Los de arriba mienten”. El señor me exigió quitar mi manta y le reviré que primero quitara la suya.
Yo había pagado el permiso de enseres en la Secretaría de Administración y Finanzas (cuesta 4 000 pesos el m2) para poder poner mesas en la banqueta donde la familia estacionaba sus autos en batería. En México la gente cree que su casa se extiende a la calle.
Tracé el área, coloqué macetas, llegó la Policía y empezó a quitarlas. Mostré el permiso y las pude recolocar, pero empezó una guerra que ha durado 13 años. Aunque el papá murió, su esposa e hija tomaron el mando. Sin tregua, me llegaban notificaciones de la Prosoc, el Instituto de Verificación Administrativa (INVEA), la Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) y la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT), acusándome de que mis permisos eran falsos.
Mi local de 120 m2 está bajo un edificio de los años cincuenta con uso de suelo habitacional y comercial, según consta en escrituras. Al lado hay una fonda, una casa de cambio y una agencia de viajes. Mi restaurante no es para chavitos. Hay tapas y rock de los ochenta a un volumen adecuado para gente de hasta 60 años. No es un antro. Es un bar para tomar una chela y a dormir. No me causa expectativas ni lo abrí por placer; con el bar sostengo a mi hijo. No es un bar de moda que cause mil problemas y ni siquiera necesito un vigilante.
Las quejas ante las autoridades tenían el mismo argumento: “Sus papeles son falsos”, me abrumaban. Acudía a un juicio tras otro. Extenuante. Cada autoridad me repetía: “Su vecina dice que sus papeles son falsos”. “Mentira, mírelos”. Así, una vez y otra y otra. A su estrategia le añadió robar mi correspondencia: recibos del predial, agua, cuentas de banco. Vaciaba mi buzón. Y luego vino el insulto. Su hija, de unos 40 años, cada que me veía me pintaba dedo. Hasta que un día, le pregunté: “¿Qué te hice?”. “Tus papeles son falsos”, me respondió. “Vamos a revisarlos”, le pedí y me respondió: “Haré todo lo posible para que te cierren”.
Como mis papeles son verdaderos, gano los juicios. Desde luego, a ellas no les importa la resolución judicial, sino el acoso legal. Verbalmente me hacen una acusación: “Pagas [sobornas] a las instituciones”. No soy millonario, no pagaría mentiras, y un local de 20 mesas ni siquiera da económicamente para eso. No es un table dance.
Pasaron a meterse con los clientes. La hija bajaba y les decía: “¡No vengan, no tiene permisos!”. Yo explicaba a los clientes: “Están a la vista en la pared, léanlos, con la firma del director responsable de Obra que me supervisa. Y cumplo con las nuevas reglas del temblor (de 2017): mesas con 1.5 m de distancia y uso máximo de 40 personas”.
Un día llamaron a la policía y le dijeron que lavaba dinero. Absurdo.
Como hablar a los clientes no funcionó, les aventaron agua desde su balcón. Llamé a la patrulla: “Para actuar debemos verlas aventando el agua. Grábelas”. ¿Me quedaba con el celular frente a su balcón todo el día para cuando lo hicieran?
A los clientes que han mojado les explico que “esas personas están mal, les cambio la mesa”, pero algunos nunca regresan. A otros los engancha la violencia. Cuando los mojan, les piden que bajen. A unas chavas las insultaron y les respondieron. Tuve que separarlas.
Alguna vez no pude más y fui a demandarlas al Ministerio Público (MP): “Me molestan desde hace años, y la respuesta fue: ʻ¿Tus pruebas?ʼ”. La ley en México protege las mentiras. Si denuncian como falsos mis papeles y luego la autoridad me verifica y las desmiente, sus mentiras no se sancionan. Su falsa denuncia no tiene ninguna consecuencia.
Decenas de veces me han verificado por lo mismo. La ley admite las verificaciones que sean. Jamás la autoridad les ha dicho: “Oigan, ya revisamos 40 veces y todo es verdadero”.
No me falta nada. Cada semana muestro papeles, constancias, uso de suelo e incluso la Licencia Ambiental Única de Sedema que me obliga a pagar laboratorios (gubernamentales) que miden el ruido, descargas de agua, basura, decibeles.
Ya llegamos a las malas palabras. Esto me lastima en lo emocional. El acoso legal me violenta y he pensado vender, pero son muchos años de sufrimiento para ahora darles la razón desistiendo.
Siento que he sido juzgado por mi apariencia (aretes, pelo largo, barba y dos metros de altura) y contraté a un abogado de pelo corto para que desahogara juicio tras juicio; es decir, normalicé algo que no debería. Pero nada cambió. Un día la señora se metió por la puerta trasera. “¡Señora, ¿qué hace en la cocina?!”. Empezó a gritar. La vecina administra el edificio y suspendí el pago de mantenimiento. Los vecinos me reclaman. Como ya no me alcanza para pagar mantenimiento y abogado permanente, les rogué que la tranquilizaran; pero es imposible.
¿El futuro? Ni idea. No puedo hacer nada porque están enfermas. Desde su balcón todo el día observan el negocio. Terrible. Sociológico.
En la CDMX nadie tolera imposiciones
La socióloga Lucía Álvarez estudia los infinitos conflictos entre las personas que pasan su vida uno junto a otro, aunque ni se conozcan. Desde hace 30 años, la autora de Distrito Federal. Sociedad, economía, política y cultura investiga en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM la participación ciudadana; además, elabora leyes y contribuye a programas de gobierno para mejorar colonias y unidades.
—Las peleas vecinales tienen como gran factor el ruido. ¿Por qué?
—En Yucatán y Veracruz, por ejemplo, la vida es a puertas abiertas, con gente sentada en la vereda y calles cerradas para fiestas. Eso es impensable en esta ciudad, aquí la gente no tolera imposiciones: “¿Por qué los corridos de mi vecino van a irrumpir en mi vida?”.
Los capitalinos sufren tres grandes tormentos en cerca del 80% de las quejas: invasión de áreas comunes, administraciones irregulares y ruido (taladros, martillos, peleas, música, mascotas, obras). Aquí podría haber hipersensibilidad. La procuradora Galaviz lo ilustra con una queja contra ella misma. “A mi vecina le molestaban los pasos de mis dos niños. Por miedo, ellos empezaron a usar siempre zapatos que amortiguaban el ruido, y ella me presentó hasta las dimensiones del tapete donde debían jugar. Existen dos derechos, el tuyo y el mío. Ahí [está] lo complejo de conciliar: no tienes por qué oír ruidos molestos del vecino, pero el vecino tiene derecho a vivir. La frontera de lo permisible es subjetiva, y lo que para un vecino es su derecho, para otro es un abuso.
—¿Los chilangos pretendemos demasiado silencio? —pregunto a la procuradora.
—Sí. Recibí a una vecina peleada con su vecino por un perro. Denunciado, presionado, él se mudó. Al tiempo la vecina regresó: “¡Llegó otro vecino con un gato!”. Le dije: “¿Cuál es el problema? Tiene derecho a su animal de compañía”. La gente ignora la ley (de Propiedad en Condominio) y cuándo es válido un procedimiento.
Cierto que hay hipersensibles, pero a Bernabé le tocó un vecino cuya vivienda sirvió por años para delirantes reventones que pulverizaron su cabeza y su noviazgo.
El karaoke del mirrey
Bernabé, 47 años
Artista multimedia
Me cuesta retomar estos pasajes, pero lo haré. Me cambié a este depa propiedad de mi mamá en 2010. Pasó el tiempo y al departamento arriba del mío lo compró un personaje unos cinco años más chico. Su sala estaba arriba de mi cuarto. El güey iba y venía, y de inmediato lo agarró para fiestas los fines. Era de un perfilito particular: aspiracional, mirrey, trajeadito, con camisa planchadita y pelo engominado. Viajaba en BMW. Era un soltero con muchos amigos. Abogado. Llegaba con sus amigos con botellas de “Bacacho” y Torres a ponerse la peda sábado y domingo. Se las aventaba largas. No me importaba, pero empezó a hacer sus fiestas más duro. Ya le pegaba al alcoholismo jueves, viernes, sábado, domingo, y como su sala estaba arriba de mi cuarto, oía absolutamente todo: banda, Valentín Elizalde; Luis Miguel, ídolo de los mirreyes; José José, ídolo de los alcohólicos, y —paradójicamente— la canción “Enjoy the Silence” de Depeche Mode. Todo en karaoke desde la madrugada al mediodía.
Los primeros tres años sentía un peso al caer la noche, y los vecinos lo sufríamos. Aftereaba con hasta 10 personas. Brincaban, bailaban, le subían a la música cabrón, se les caían botellas. Un after aderezado con drogas, o eso creo.
Los vecinos llamamos a la policía: “Les damos 300 pesos. Entren y pídanle que le baje”. Nos dijeron: “No podemos hacer nada”. El tipo se ponía más bravo. A los seis meses del conflicto, ni siquiera vivía en el edificio. Su depa era la sede de sus pedas.
De repente, una madrugada de karaoke muy fuerte, mi novia se desesperó. Nos destruía el sueño. Esperamos a las 11 de la mañana del sábado —la fiesta seguía— y acordamos pedirle que le bajara. Mi novia grababa con el celular cuando les tocamos. Él abrió. Nos recibió en bata: detrás estaba su novia, gorda y fuerte, que enloqueció al ver a mi chava grabando: “¡No me grabes!”. Se le fue a los golpes y la ahorcó. Mi novia era atlética porque hacía este deporte de patines en que se avientan (roller derby) y estaba habituada al contacto. Pero no se la podía sacar de encima. Le lastimaba el cuello, la sacudía. El sujeto se me vino encima: “¿Por qué vienes a mi departamento?”. “Tranquilo, güey, es para pedirte que le bajes”. “Hago lo que quiero, es mi casa”, y zas, emputado se me va a los golpes hacia los ojos y la boca. Me la partió. Intuyo que estaban en drogas porque se les veía muy “trabucles”. Me estresaba que alguien cayera de las escaleras: muy empinadas con barandales bajitos. Bajamos a casa, sus golpes habían estado cabrones.
En el IMSS a mi novia le diagnosticaron esguince de segundo grado en cervicales. Le habían dado machín. Estaba muy mal. Usó collarín por semanas y pagó médico privado.
Gugleé al tipo. Era un abogado corporativo que seguro pertenecía a un mundo lacroso. Sentí miedo por mi vida: temía alguna acción violenta. Empecé a ir al psicólogo y a la vez contraté a un abogado que me pidió 70 000 pesos para levantar la denuncia en el MP de Parque Delta (Fiscalía de Investigación Territorial BJ-3). Como al paso de los meses no había novedades, fui a ese MP y me aclararon que mi abogado ni siquiera había iniciado el caso. Le hablé: “Te di varo y no hiciste nada. ¿Qué pedo?”. “He estado con mucha chamba”. Finalmente levantamos la denuncia en el MP por lesiones que tardan más de 15 días en sanar (según ese delito, si tardan más de 15 días en sanar se imponen hasta dos años de prisión y 260 días de multa). En el MP la denuncia se tipificó como delito grave. No sabía en lo que me metía.
Para entonces el güey hacía más fiestas, llevaba más gente y ya de ley, desde el martes, estaba metido ahí con varias personas. A mi chava le había dado su papá un departamento por Eje Central. Me dijo: “No vuelvo a entrar a tu departamento”.
El abogado me dio un protocolo: “Cuando entren al edifico, llamen a una patrulla. Tienen derecho”. Lo hice tres veces, pero era absurdo vivir así: ¿cada vez que entrara y saliera llamaría una patrulla? Decidí abandonar mi depa y me fui al de mi chava.
A los dos meses llamé al abogado; no le habían puesto al vecino ni un citatorio. Le reclamé y dijo “Es un caso muy difícil”, se justificó esa lacra que me bajó 70 000 pesos. Otro abogado retomó el caso y al fin un policía de investigación puso en su puerta un citatorio. El vecino enloqueció y me contrademandó con una estrategia de abogánsters. En el MP me informaron: “Estás demandado por robo a casa-habitación”. Mi novia se puso muy mal y me advirtió: “Ya no quiero tener nada que ver con esto, no declaro más”. Todo esto nos había dañado. La relación se salió de control y nos separamos.
Estaba inmerso en un universo kafkiano, con todo fuera de mis manos. Aunque pagara por justicia, no pasaría nada, y además estaba perdiendo un bien raíz. El proceso legal era un cuento sin fin. ¿Iba a pagar 300 000 pesos más para intentar algo tan incierto como que nos compensaran las lesiones? Abandoné el caso y me mudé con un primo.
El vecino siguió haciendo fiestas y envalentonándose, y yo me preguntaba: ¿nunca regresaré a mi casa? Diluidas mis esperanzas viví cuatro años en otros lugares.
Ya resignado, en mis visitas esporádicas para buscar alguna cosa me di cuenta de que el vecino ya solo venía por temporadas: seis meses sí y seis no. Las fiestas las hacía de vez en cuando y este año rentó [el departamento] a otra persona. El mirrey debe vivir en otro lugar más acorde a su estatus, uno de esos depas tipo Hong Kong del Eje 8 y el Cártel Inmobiliario.
Ciudad sin comunidad
En las unidades se comparten muros. Los sonidos tienen el poder de la intangibilidad, atraviesan paredes. Nuestro universo sonoro se filtra al del vecino y viceversa. No vivimos bajo su mismo techo, pero sí con sus sonidos.
En 2023, la Prosoc registró 35% más quejas que el año previo, logró 1 500 acuerdos en audiencia pública y obtuvo una recaudación récord por sanciones económicas. El aumento de las quejas y la marca en las multas son señales de que abundan los conflictos. “La primera comunidad es la familia y la segunda es tu vecino”, añade la procuradora Galaviz. “Pero en esta ciudad hay poca comunidad”.
La vida vecinal suele ser fuego cruzado. Hay una doble razón, sostiene la socióloga Álvarez: “El hacinamiento y la vida en masa. Transitas, habitas y trabajas con mucha gente disputando recursos y espacio, y aunque hay regulaciones, las desborda la realidad”. Y en esa disputa del espacio pueden surgir ataques al vecino. Patricia, testigo de nuestra cuarta historia, lo sabe.
El indigente clavó el puñal
Patricia, 37 años
Psicóloga
Vivo en un edificio frente al parque Mariscal Sucre. En abril, a las tres de la madrugada, me despertaron unos gritos en la calle. Me asomé por la ventana y estaba un vecino llamado Ernesto con sus tres perros.
Ya lo había visto: treintañero, alto, delgado, pelón y barbón. Serio y modernón. Trabajaba en el extranjero y hacía un año había vuelto a México, donde era un profesionista con buen empleo.
Discutía a gritos porque otro chavo acarició a uno de sus perros. Ernesto se alteró. “¡No lo toques!”, gritaba. El otro respondió: “¿Para qué los traes sueltos?”. Pasó una patrulla y Ernesto gritó: “¡Me asaltan. Auxiliooo!”. Como Ernesto estaba haciendo un desmadre, un policía se lo quería llevar. Mentó la madre a todos y se fue.
Pasaron meses. Todos los días paseo a mis perros en el parque, y una vez me llamó la atención una persona en situación de calle de unos 35 años que llegó a vivir ahí. Estaba con dos perros negros, grandes, y un garrafón. No estaba sucio, sino peinado y limpio. No dejaba basura. Todo lo tenía en una bolsa bajo el techo de la fonda La Fuente y cuando la fonda abría él se movía.
Los vecinos lo fueron reconociendo y decían cosas como: “Qué tranquilo, me dio las buenas noches”. Como no era incómodo, no nos daba miedo y jamás se drogaba ni tomaba, la gente adoptó a este chico llamado David. Alguna vez hice contacto visual y me dieron ganas de hablarle. Pronto empezó a limpiar parabrisas. Los perros se quedaban en un camellón protegidos del sol con un paraguas. Les daba agua y croquetas. Los tenía con buena correa, no un mecate. Si hacía frío les ponía su suéter; si llovía, su gabardina de perros. Los cuidaba tanto…
David tenía cara triste. Agarraba tres-cuatro ladrillos, improvisaba una hornalla y cocinaba. Acariciaba a sus perros y era llamativa su limpieza. Los indigentes hacen sus necesidades en el parque y él no. Hay una gasolinera cerca, quizá ahí se bañaba.
También te podría interesar: "Gentrificación en Oaxaca: desencuentros y rabia social"
Vestía jeans, playera, botas y chamarra de cuero. Recostado en un tapete, se acurrucaba con una cobija. Se dormía entre 10 y 11 de la noche. Si te acercabas, los perros te ladraban.
Cuando arrancaba el sábado 3 de agosto, a eso de las 12:30 de la noche, llegué a mi casa y vi muchos policías pidiendo la grabación de cámaras a vecinos y negocios. Dije, “algo pasó”. Mi novio me avisó: “Mataron al chavo de los perros”. Caí en shock. Primero pensé: “¿Y sus perros?” Bajé, vi una ambulancia, 10 patrullas, y al cuerpo en un área con listón amarillo. Unos vecinos tomaban fotos y vi las bolsas en las que David guardaba sus cosas.
Un vecino me aclaró: “El chavo de los perros, David, mató a otro”. Mi novio se había confundido. Vi tres perros amarrados a un arbusto. Eran los del vecino asesinado, Ernesto, el mismo de los gritos. Tras el homicidio, David se fugó.
Mi novio tiene un restaurante a metros de donde fue el asesinato. Revisamos las cámaras. Con ese video que da a la calle, otros videos y testimonios reconstruimos la historia: Ernesto sacó a pasear a sus perros sueltos y alguno se acercó a los de David, que le ladraron. Ernesto fue a amarrar a sus perros y regresó a pelear con David. Se hicieron de palabras.
Fin de la historia: Ernesto tirado allá, sus perros amarrados acá. El vendedor de flores del parque —vende donde David limpiaba parabrisas— me contó que siempre traía una navaja. En División del Norte y avenida Colonia del Valle hay una fuente. Al lado, David mató a Ernesto de una puñalada en el pecho. Los perros de Ernesto se quedaron amarrados toda la madrugada, hasta que al día siguiente su roomie fue por ellos.
Me buscaron de Canal 6 para entrevistarme. Me molestó el enfoque de los medios, redujeron todo a: “Como vecino vas tranquilo paseando a tus perros y un indigente te mata”. Y dieron versiones falsas: “El indigente tenía a sus perros sueltos”, “Mataba de hambre a sus animales”, “Era agresivo”, “Los vecinos se quejaban”. El estigma del indigente: persona peligrosa. Los indigentes tienen una historia, pero nadie la investiga.
Formé un lazo empático con David y me enorgullecían sus ganas de salir adelante. Hoy me conmociona saber que mató a alguien.
Su prioridad eran sus perros. Eran su mundo, su compañía, su vida. Y por ellos está en la cárcel. La Policía lo atrapó por el Panteón Francés. Ahora que salgo al parque y ya no está, me duele.
Una extensión espiritual
En el vínculo entre vecinos, el sentido de la propiedad es un argumento para la defensa de los intereses particulares, pero también puede volverse un arma; es decir, haces en tu espacio lo que desees, siempre y cuando no perturbes la vida del prójimo. Ese equilibrio entre derechos y límites suena simple, pero es complejo de establecer.
¿Por qué el sentido de propiedad nos importa tanto? Porque la propiedad es un asunto profundo que oscila entre lo arquitectónico y lo psicológico. Defiendo lo mío porque estás invadiendo mi propiedad física —con tu coche ocupando mi estacionamiento, por ejemplo—, pero al invadir mi espacio con tus gritos también irrumpes en mi propiedad emocional: mi casa no son solo techos y muros, sino una extensión espiritual de mí mismo. Y ahí no quiero que te metas.
En contraparte, el vecino puede justificar sus ruidos porque cualquier acción cotidiana implica generar sonidos. No podemos vivir en cámaras aisladas y silenciosas.
O sea, las fronteras de la propiedad son difusas, y ahí es clave el criterio. Ser propietario o alquilar una vivienda me otorga derechos, pero tampoco me atribuye el control en la cotidianidad del otro. Entonces, interviene el concepto de vida comunitaria que domina a mi entorno. en una colonia puede representar algo ordinario que a nadie molesta, mientras que para los vecinos de una torre de lujo poner cumbia a un volúmen alto para amanecer es algo intolerable. Aunque una sola ley rige a todos, el rompimiento del contexto hace al conflicto.
México ha cambiado su vida vecinal. Para la socióloga Lucía Álvarez, hace décadas los conflictos entre vecinos eran raros porque la interacción se daba en la calle. Ahí se jugaba, platicaba y gritaba. Por el desarrollo furioso de las vialidades y el aumento de la inseguridad, la gente pasa demasiado tiempo dentro de casa, y eso causa molestias al vecino. “Soy una chilanga de 66 años y crecí en la Nueva Santa María —relata—. Al acabar de comer, con mis hermanos, vivíamos en la calle: patinar, bici, futbol, parque. Volvíamos a las nueve de la noche. Había menos tensión vecinal por la menor intromisión [en la vida del vecino]”.
En otros países, la normativa de la vida comunitaria es estricta, con severos castigos económicos si alguien se pasa de la raya. Los conflictos nunca van a desaparecer, pero sí se pueden mitigar. En Alemania, por citar un caso, aplican periodos denominados Ruhezeit (horas de silencio) que obligan a los residentes a moderar sus ruidos por las noches a partir de las 10 p.m. y hasta las 7 a.m., y los sábados y domingos durante todo el día. El ruido que haga en mi casa no debe llegar a los oídos del vecino. Mi ruido es solo mío. Entre los alemanes, el Ruzeheit es casi un undécimo mandamiento.
En ese país y algunos otros con reglamentos vecinales muy estrictos, como Japón y España, las sanciones empiezan con advertencias de la autoridad, hasta llegar a las multas, finalización de contratos de arrendamiento e intervención policial. En México, como las tres primeras medidas se suelen incumplir, la intervención policial es frecuente. El odio es aún demasiado habitual.
{{ linea }}
Los conflictos entre vecinos han inspirado divertidas películas y series televisivas, pero en la realidad, las historias que vive la gente tienen graves y peligrosas consecuencias.
Con nueve millones de habitantes, la Ciudad de México es un impresionante laboratorio humano con riñas furiosas a cada minuto. En un departamento una persona vive con 35 animales. Una capitalina exige a su vecina cortar las cuerdas vocales de su perro. Un vecino construye un cuarto colgante que amenaza con inclinar el edificio, y en una unidad habitacional una residente enreja el jardín común para disfrutarlo en exclusiva. La Procuraduría Social de la Ciudad de México (Prosoc), el órgano que desde hace 35 años recibe acusaciones vecinales como esas, aunque intenta conciliar, arde.
En las siguientes cuatro historias de mujeres y hombres, cuyas vecinas y vecinos les destruyeron la vida o al menos se las volvieron un desconsuelo, guardamos su anonimato porque no quieren agravar el conflicto y sufrir venganza. Entre cada historia, narrada en primera persona, la titular de la Prosoc, Claudia Galaviz y Lucía Álvarez, socióloga especialista en relaciones vecinales, nos dejan tomar aire para poder pasar a la siguiente narración.
Sean bienvenidas, vecinas y vecinos.
Gritos en casa de los Fleming
Adán, 35 años
Fotógrafo
Hace 13 años vine [a vivir] a este barrio entre avenidas: Monterrey, Baja California y Viaducto, una tranquila isla de callecitas. Llegué con mi mejor amigo de roomie, a mis veintipocos años: el edificio era de 1949 con una renta barata, 5 000 pesos. Me instalé en el 303. En esos días me pasó algo premonitorio: fuimos al Cine Tonalá a ver la película Shut Up, Little Man! En un edificio de California, dos veinteañeros se mudan a un depa y en el escuchan ruidos del de al lado. Dos viejos alcohólicos que pelean y se repiten una frase: “Shut up, little man! (¡Cállate, hombrecito!)”. Los jóvenes sacan una caña, un micrófono y graban las peleas que se vuelven cómics muy exitosos.
En el departamento abajo del mío vivía una doctora y se metieron a robar. En su paranoia dejó el departamento a su hermano, quien junto con su esposa se convertirían en los protagonistas de esta historia que empezó hace siete años.
Mi cama está arriba de su departamento. Una noche, la esposa gritaba con su voz rara, chillante y ranchera. Desde ese día para todo gritaba, sobre todo de las once de la noche a las cuatro de la madrugada. Gritaba por cualquier cosa, incluso en la noche profunda: “¡Puse 20 pesos para la leche, devuélvemelos!”. Su tono era penetrante y el marido —de unos 50 años— nunca respondía. Sus discusiones escalaban: azotaban puertas, sillas. Era una batalla con dos menores de por medio, el niño de unos 8 años y una adolescente. Reinaba la voz de la señora y el señor tenía, al parecer, tos neuropática: desde las siete tosía hasta la madrugada, como queriendo sacar algo que nunca sacaba, quizá flemas. La tos era tan fuerte que se escuchaba hasta tres pisos abajo. En broma, en el edificio lo identificábamos como el “señor Fleming”.
Sus cortinas y ventanas, aunque hubiera 30 grados, nunca se abrían: eran enemigos de la luz.
Nadia, la vecina del 202, iba quejarse con ellos. Un día discutían y tuve que salir a apoyarla en bata de baño. El señor Fleming apenas abrió la puerta y detrás suyo estaba su esposa: cabello recogido, morena.
Nos miraba en silencio, un silencio que dominaba todo. Por la puerta entreabierta se alcanzaba a ver que el pequeño depa, con cuatro habitantes y gatos, atiborrado de muebles. “Esto no es un hospital, ¿cuánto silencio quiere?”, me respondió la primera vez el señor Fleming. Nadia le rogaba que nos dejara descansar. El señor daba miedo por su presencia, su altura y su encorvamiento. Ese día me inventó adicciones: “Te denunciaré, te las truenas con mariguana”, me dijo.
Los Fleming fueron subiendo el tono cada vez más. Cerraban la puerta y reiniciaba el circo. Me quejé con el administrador, quien, incrédulo, me preguntó: “¿Cuánto ruido puede haber?”.
El administrador es un abogánster con viejas mañas. Cobra la renta y el edificio le importa un carajo. Los vecinos le comentamos el problema y nos dijo: “Yo he matado. En mi rancho en Michoacán tengo mi fusca y una vez se metieron unos y les di unos balazos”. Nos prometió: “¡Voy a sacar a esos hijos de la chingada!”. Tocó a su puerta y les dijo: “Por favor, llévenla en paz”. Les tuvo miedo.
El señor Fleming vestía camisa y pantalones grandes, oversize. Un flaco de 1.90 metros con panza superpronunciada y el pelo desaliñado. Un ser extraño de mirada baja. No saludaba, no hablaba. Entre vecinos, un “hola” simboliza respeto y reconocimiento: “Sé que vivimos juntos”. Su silencio nos tensaba.
Los vecinos nos dimos cuenta de que Kaleb, el niño, tampoco hablaba. Si iba a la tienda, no intercambiaba miradas. Y la hija, de 19 o 20 años, con una belleza de canon: rubia y delgada.
Te recomendamos leer: "La tercera edad de Tlatelolco"
Nunca se veía al matrimonio junto; salía uno, se quedaba el otro. Cero conducta de pareja. Algunas noches ponían a todo volumen música screaming, basada en gritos, aunque una vez que puse “Cucurrucucú paloma” con Caetano Veloso escuché a la señora tararear.
Desde las siete de la noche prendía la tele, era mi defensa para tratar de disimular los gritos con documentales y tutoriales. Los ruidos, peleas y la tos a tres metros debajo de mi cama ya eran terribles. No dormía y estaba angustiado, ya arrastraba un malestar emocional. Me estaba dañando la salud y comenzaba a trastornarme la vida.
Mi novia María llegó a vivir conmigo. Al oír que la mamá le gritaba muy feo a su hijo, se compadecía de él: “Pobre de ese niño”, decía. Hasta que una vez se cansó. A las cuatro de la mañana, mientras dormíamos, escuchamos gritos y desde la ventana mi novia no se aguantó y les gritó de todo. “¡Cállate tú, pinche vieja loca!”, le respondieron.
Lo más inquietante llegó una madrugada de diciembre 2022, cuando percibí el arrastre de algo pesado por los pasillos, pero no quise averiguar de qué se trataba. Cuando se dejó de escuchar el ruido, abrí la puerta; apestaba horrible, como a muerto, y las escaleras estaban embarradas de un líquido pestilente. En el chat, los vecinos se quejaron. Llamé al administrador: “Licenciado, arrastraron algo fétido por las escaleras”. Me contestó: “Ojalá no se hayan matado entre ellos. Checa, por favor. Gracias”.
Los vecinos citamos a la dueña del departamento, la hermana del señor Fleming, a una junta vecinal. Mientras estabamos reunidos entró Kaleb al edificio. La dueña lo saludó, “Hola, Kaleb”, le dijo. Él pasó sin reaccionar. “La situación es insostenible. Quizá necesiten tratamiento psiquiátrico”, le dijimos a la dueña
Las cosas siguieron muy mal, y la vecina Nadia llamó a la Policía. No hicieron nada, no había delito comprobable. “Denuncien en el DIF por maltrato infantil”, sugirieron. Justo días antes de entregar una carta firmada por los vecinos, vimos un camión de mudanza en la calle. Los Fleming sacaban montones de muebles horribles. Ese camión de mudanzas fue un alivio: en noviembre de 2023, los Fleming se fueron.
Aunque volví a soñar, aún no me quito el hábito de encender la tele aunque haya paz. Necesito ruido blanco para descansar. Ya sin ellos, hoy con mi novia pensamos en el niño. Por siete años sentimos compasión por Kaleb, a quien jamás le escuchamos su voz. ¿Quién los estará sufriendo ahora?
Deberíamos tener una serie de TV
Miles de denuncias engendran luchas entre vecinos que a veces derivan en violencia física. “Deberíamos tener una serie de televisión”, dice Claudia Galaviz, titular de la Prosoc.
Si vives en un edificio te rige la Ley de Propiedad en Condominio, “La Biblia” de la Prosoc, que nadie jamás lee. En esta ciudad, 4.5 millones de habitantes —la mitad de la población— habitan edificios bajo el mandato de esa institución. Solo en 2023, la procuraduría recibió un volumen delirante de quejas: 39 465, que desahogan en ocho oficinas 300 trabajadores. “Necesitamos más personal”, ruega Galaviz. Están rebasados, así como también “la emoción rebasa” a los pobladores. “En las asambleas vecinales se llega a los golpes”. Por eso, en las conciliaciones hay policías y la Prosoc deriva a la Fiscalía General de Justicia los casos bajo sospecha de ser delitos. “¿El vecino me cae mal? —explica Galaviz—. Le rayo el carro, le poncho su llanta”, o bien lo acoso legalmente hasta trastornarle la vida durante 13 años, como en la siguiente historia que le ocurrió a Alberto.
La guerra desde el balcón
Alberto, 53 años
Empresario y músico
Tengo una regla. Antes de instalar un negocio, aviso a los vecinos. Eso hice hace 13 años al comprar un local en la [colonia] Del Valle, les expliqué que pondría un restaurante bar. La familia de madre, padre e hija cuyo balcón está arriba de mi fachada me negó su “autorización”. Les argumenté que la licencia (Permiso de Establecimiento Mercantil) me amparaba y me fui.
Abrí el negocio y el papá colgó una manta en su balcón con la leyenda: “Clausura del Bar Ziete. ¡Delegado [Jorge] Romero, pare la corrupción!”. Respondí con otra manta: “Los de arriba mienten”. El señor me exigió quitar mi manta y le reviré que primero quitara la suya.
Yo había pagado el permiso de enseres en la Secretaría de Administración y Finanzas (cuesta 4 000 pesos el m2) para poder poner mesas en la banqueta donde la familia estacionaba sus autos en batería. En México la gente cree que su casa se extiende a la calle.
Tracé el área, coloqué macetas, llegó la Policía y empezó a quitarlas. Mostré el permiso y las pude recolocar, pero empezó una guerra que ha durado 13 años. Aunque el papá murió, su esposa e hija tomaron el mando. Sin tregua, me llegaban notificaciones de la Prosoc, el Instituto de Verificación Administrativa (INVEA), la Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) y la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT), acusándome de que mis permisos eran falsos.
Mi local de 120 m2 está bajo un edificio de los años cincuenta con uso de suelo habitacional y comercial, según consta en escrituras. Al lado hay una fonda, una casa de cambio y una agencia de viajes. Mi restaurante no es para chavitos. Hay tapas y rock de los ochenta a un volumen adecuado para gente de hasta 60 años. No es un antro. Es un bar para tomar una chela y a dormir. No me causa expectativas ni lo abrí por placer; con el bar sostengo a mi hijo. No es un bar de moda que cause mil problemas y ni siquiera necesito un vigilante.
Las quejas ante las autoridades tenían el mismo argumento: “Sus papeles son falsos”, me abrumaban. Acudía a un juicio tras otro. Extenuante. Cada autoridad me repetía: “Su vecina dice que sus papeles son falsos”. “Mentira, mírelos”. Así, una vez y otra y otra. A su estrategia le añadió robar mi correspondencia: recibos del predial, agua, cuentas de banco. Vaciaba mi buzón. Y luego vino el insulto. Su hija, de unos 40 años, cada que me veía me pintaba dedo. Hasta que un día, le pregunté: “¿Qué te hice?”. “Tus papeles son falsos”, me respondió. “Vamos a revisarlos”, le pedí y me respondió: “Haré todo lo posible para que te cierren”.
Como mis papeles son verdaderos, gano los juicios. Desde luego, a ellas no les importa la resolución judicial, sino el acoso legal. Verbalmente me hacen una acusación: “Pagas [sobornas] a las instituciones”. No soy millonario, no pagaría mentiras, y un local de 20 mesas ni siquiera da económicamente para eso. No es un table dance.
Pasaron a meterse con los clientes. La hija bajaba y les decía: “¡No vengan, no tiene permisos!”. Yo explicaba a los clientes: “Están a la vista en la pared, léanlos, con la firma del director responsable de Obra que me supervisa. Y cumplo con las nuevas reglas del temblor (de 2017): mesas con 1.5 m de distancia y uso máximo de 40 personas”.
Un día llamaron a la policía y le dijeron que lavaba dinero. Absurdo.
Como hablar a los clientes no funcionó, les aventaron agua desde su balcón. Llamé a la patrulla: “Para actuar debemos verlas aventando el agua. Grábelas”. ¿Me quedaba con el celular frente a su balcón todo el día para cuando lo hicieran?
A los clientes que han mojado les explico que “esas personas están mal, les cambio la mesa”, pero algunos nunca regresan. A otros los engancha la violencia. Cuando los mojan, les piden que bajen. A unas chavas las insultaron y les respondieron. Tuve que separarlas.
Alguna vez no pude más y fui a demandarlas al Ministerio Público (MP): “Me molestan desde hace años, y la respuesta fue: ʻ¿Tus pruebas?ʼ”. La ley en México protege las mentiras. Si denuncian como falsos mis papeles y luego la autoridad me verifica y las desmiente, sus mentiras no se sancionan. Su falsa denuncia no tiene ninguna consecuencia.
Decenas de veces me han verificado por lo mismo. La ley admite las verificaciones que sean. Jamás la autoridad les ha dicho: “Oigan, ya revisamos 40 veces y todo es verdadero”.
No me falta nada. Cada semana muestro papeles, constancias, uso de suelo e incluso la Licencia Ambiental Única de Sedema que me obliga a pagar laboratorios (gubernamentales) que miden el ruido, descargas de agua, basura, decibeles.
Ya llegamos a las malas palabras. Esto me lastima en lo emocional. El acoso legal me violenta y he pensado vender, pero son muchos años de sufrimiento para ahora darles la razón desistiendo.
Siento que he sido juzgado por mi apariencia (aretes, pelo largo, barba y dos metros de altura) y contraté a un abogado de pelo corto para que desahogara juicio tras juicio; es decir, normalicé algo que no debería. Pero nada cambió. Un día la señora se metió por la puerta trasera. “¡Señora, ¿qué hace en la cocina?!”. Empezó a gritar. La vecina administra el edificio y suspendí el pago de mantenimiento. Los vecinos me reclaman. Como ya no me alcanza para pagar mantenimiento y abogado permanente, les rogué que la tranquilizaran; pero es imposible.
¿El futuro? Ni idea. No puedo hacer nada porque están enfermas. Desde su balcón todo el día observan el negocio. Terrible. Sociológico.
En la CDMX nadie tolera imposiciones
La socióloga Lucía Álvarez estudia los infinitos conflictos entre las personas que pasan su vida uno junto a otro, aunque ni se conozcan. Desde hace 30 años, la autora de Distrito Federal. Sociedad, economía, política y cultura investiga en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM la participación ciudadana; además, elabora leyes y contribuye a programas de gobierno para mejorar colonias y unidades.
—Las peleas vecinales tienen como gran factor el ruido. ¿Por qué?
—En Yucatán y Veracruz, por ejemplo, la vida es a puertas abiertas, con gente sentada en la vereda y calles cerradas para fiestas. Eso es impensable en esta ciudad, aquí la gente no tolera imposiciones: “¿Por qué los corridos de mi vecino van a irrumpir en mi vida?”.
Los capitalinos sufren tres grandes tormentos en cerca del 80% de las quejas: invasión de áreas comunes, administraciones irregulares y ruido (taladros, martillos, peleas, música, mascotas, obras). Aquí podría haber hipersensibilidad. La procuradora Galaviz lo ilustra con una queja contra ella misma. “A mi vecina le molestaban los pasos de mis dos niños. Por miedo, ellos empezaron a usar siempre zapatos que amortiguaban el ruido, y ella me presentó hasta las dimensiones del tapete donde debían jugar. Existen dos derechos, el tuyo y el mío. Ahí [está] lo complejo de conciliar: no tienes por qué oír ruidos molestos del vecino, pero el vecino tiene derecho a vivir. La frontera de lo permisible es subjetiva, y lo que para un vecino es su derecho, para otro es un abuso.
—¿Los chilangos pretendemos demasiado silencio? —pregunto a la procuradora.
—Sí. Recibí a una vecina peleada con su vecino por un perro. Denunciado, presionado, él se mudó. Al tiempo la vecina regresó: “¡Llegó otro vecino con un gato!”. Le dije: “¿Cuál es el problema? Tiene derecho a su animal de compañía”. La gente ignora la ley (de Propiedad en Condominio) y cuándo es válido un procedimiento.
Cierto que hay hipersensibles, pero a Bernabé le tocó un vecino cuya vivienda sirvió por años para delirantes reventones que pulverizaron su cabeza y su noviazgo.
El karaoke del mirrey
Bernabé, 47 años
Artista multimedia
Me cuesta retomar estos pasajes, pero lo haré. Me cambié a este depa propiedad de mi mamá en 2010. Pasó el tiempo y al departamento arriba del mío lo compró un personaje unos cinco años más chico. Su sala estaba arriba de mi cuarto. El güey iba y venía, y de inmediato lo agarró para fiestas los fines. Era de un perfilito particular: aspiracional, mirrey, trajeadito, con camisa planchadita y pelo engominado. Viajaba en BMW. Era un soltero con muchos amigos. Abogado. Llegaba con sus amigos con botellas de “Bacacho” y Torres a ponerse la peda sábado y domingo. Se las aventaba largas. No me importaba, pero empezó a hacer sus fiestas más duro. Ya le pegaba al alcoholismo jueves, viernes, sábado, domingo, y como su sala estaba arriba de mi cuarto, oía absolutamente todo: banda, Valentín Elizalde; Luis Miguel, ídolo de los mirreyes; José José, ídolo de los alcohólicos, y —paradójicamente— la canción “Enjoy the Silence” de Depeche Mode. Todo en karaoke desde la madrugada al mediodía.
Los primeros tres años sentía un peso al caer la noche, y los vecinos lo sufríamos. Aftereaba con hasta 10 personas. Brincaban, bailaban, le subían a la música cabrón, se les caían botellas. Un after aderezado con drogas, o eso creo.
Los vecinos llamamos a la policía: “Les damos 300 pesos. Entren y pídanle que le baje”. Nos dijeron: “No podemos hacer nada”. El tipo se ponía más bravo. A los seis meses del conflicto, ni siquiera vivía en el edificio. Su depa era la sede de sus pedas.
De repente, una madrugada de karaoke muy fuerte, mi novia se desesperó. Nos destruía el sueño. Esperamos a las 11 de la mañana del sábado —la fiesta seguía— y acordamos pedirle que le bajara. Mi novia grababa con el celular cuando les tocamos. Él abrió. Nos recibió en bata: detrás estaba su novia, gorda y fuerte, que enloqueció al ver a mi chava grabando: “¡No me grabes!”. Se le fue a los golpes y la ahorcó. Mi novia era atlética porque hacía este deporte de patines en que se avientan (roller derby) y estaba habituada al contacto. Pero no se la podía sacar de encima. Le lastimaba el cuello, la sacudía. El sujeto se me vino encima: “¿Por qué vienes a mi departamento?”. “Tranquilo, güey, es para pedirte que le bajes”. “Hago lo que quiero, es mi casa”, y zas, emputado se me va a los golpes hacia los ojos y la boca. Me la partió. Intuyo que estaban en drogas porque se les veía muy “trabucles”. Me estresaba que alguien cayera de las escaleras: muy empinadas con barandales bajitos. Bajamos a casa, sus golpes habían estado cabrones.
En el IMSS a mi novia le diagnosticaron esguince de segundo grado en cervicales. Le habían dado machín. Estaba muy mal. Usó collarín por semanas y pagó médico privado.
Gugleé al tipo. Era un abogado corporativo que seguro pertenecía a un mundo lacroso. Sentí miedo por mi vida: temía alguna acción violenta. Empecé a ir al psicólogo y a la vez contraté a un abogado que me pidió 70 000 pesos para levantar la denuncia en el MP de Parque Delta (Fiscalía de Investigación Territorial BJ-3). Como al paso de los meses no había novedades, fui a ese MP y me aclararon que mi abogado ni siquiera había iniciado el caso. Le hablé: “Te di varo y no hiciste nada. ¿Qué pedo?”. “He estado con mucha chamba”. Finalmente levantamos la denuncia en el MP por lesiones que tardan más de 15 días en sanar (según ese delito, si tardan más de 15 días en sanar se imponen hasta dos años de prisión y 260 días de multa). En el MP la denuncia se tipificó como delito grave. No sabía en lo que me metía.
Para entonces el güey hacía más fiestas, llevaba más gente y ya de ley, desde el martes, estaba metido ahí con varias personas. A mi chava le había dado su papá un departamento por Eje Central. Me dijo: “No vuelvo a entrar a tu departamento”.
El abogado me dio un protocolo: “Cuando entren al edifico, llamen a una patrulla. Tienen derecho”. Lo hice tres veces, pero era absurdo vivir así: ¿cada vez que entrara y saliera llamaría una patrulla? Decidí abandonar mi depa y me fui al de mi chava.
A los dos meses llamé al abogado; no le habían puesto al vecino ni un citatorio. Le reclamé y dijo “Es un caso muy difícil”, se justificó esa lacra que me bajó 70 000 pesos. Otro abogado retomó el caso y al fin un policía de investigación puso en su puerta un citatorio. El vecino enloqueció y me contrademandó con una estrategia de abogánsters. En el MP me informaron: “Estás demandado por robo a casa-habitación”. Mi novia se puso muy mal y me advirtió: “Ya no quiero tener nada que ver con esto, no declaro más”. Todo esto nos había dañado. La relación se salió de control y nos separamos.
Estaba inmerso en un universo kafkiano, con todo fuera de mis manos. Aunque pagara por justicia, no pasaría nada, y además estaba perdiendo un bien raíz. El proceso legal era un cuento sin fin. ¿Iba a pagar 300 000 pesos más para intentar algo tan incierto como que nos compensaran las lesiones? Abandoné el caso y me mudé con un primo.
El vecino siguió haciendo fiestas y envalentonándose, y yo me preguntaba: ¿nunca regresaré a mi casa? Diluidas mis esperanzas viví cuatro años en otros lugares.
Ya resignado, en mis visitas esporádicas para buscar alguna cosa me di cuenta de que el vecino ya solo venía por temporadas: seis meses sí y seis no. Las fiestas las hacía de vez en cuando y este año rentó [el departamento] a otra persona. El mirrey debe vivir en otro lugar más acorde a su estatus, uno de esos depas tipo Hong Kong del Eje 8 y el Cártel Inmobiliario.
Ciudad sin comunidad
En las unidades se comparten muros. Los sonidos tienen el poder de la intangibilidad, atraviesan paredes. Nuestro universo sonoro se filtra al del vecino y viceversa. No vivimos bajo su mismo techo, pero sí con sus sonidos.
En 2023, la Prosoc registró 35% más quejas que el año previo, logró 1 500 acuerdos en audiencia pública y obtuvo una recaudación récord por sanciones económicas. El aumento de las quejas y la marca en las multas son señales de que abundan los conflictos. “La primera comunidad es la familia y la segunda es tu vecino”, añade la procuradora Galaviz. “Pero en esta ciudad hay poca comunidad”.
La vida vecinal suele ser fuego cruzado. Hay una doble razón, sostiene la socióloga Álvarez: “El hacinamiento y la vida en masa. Transitas, habitas y trabajas con mucha gente disputando recursos y espacio, y aunque hay regulaciones, las desborda la realidad”. Y en esa disputa del espacio pueden surgir ataques al vecino. Patricia, testigo de nuestra cuarta historia, lo sabe.
El indigente clavó el puñal
Patricia, 37 años
Psicóloga
Vivo en un edificio frente al parque Mariscal Sucre. En abril, a las tres de la madrugada, me despertaron unos gritos en la calle. Me asomé por la ventana y estaba un vecino llamado Ernesto con sus tres perros.
Ya lo había visto: treintañero, alto, delgado, pelón y barbón. Serio y modernón. Trabajaba en el extranjero y hacía un año había vuelto a México, donde era un profesionista con buen empleo.
Discutía a gritos porque otro chavo acarició a uno de sus perros. Ernesto se alteró. “¡No lo toques!”, gritaba. El otro respondió: “¿Para qué los traes sueltos?”. Pasó una patrulla y Ernesto gritó: “¡Me asaltan. Auxiliooo!”. Como Ernesto estaba haciendo un desmadre, un policía se lo quería llevar. Mentó la madre a todos y se fue.
Pasaron meses. Todos los días paseo a mis perros en el parque, y una vez me llamó la atención una persona en situación de calle de unos 35 años que llegó a vivir ahí. Estaba con dos perros negros, grandes, y un garrafón. No estaba sucio, sino peinado y limpio. No dejaba basura. Todo lo tenía en una bolsa bajo el techo de la fonda La Fuente y cuando la fonda abría él se movía.
Los vecinos lo fueron reconociendo y decían cosas como: “Qué tranquilo, me dio las buenas noches”. Como no era incómodo, no nos daba miedo y jamás se drogaba ni tomaba, la gente adoptó a este chico llamado David. Alguna vez hice contacto visual y me dieron ganas de hablarle. Pronto empezó a limpiar parabrisas. Los perros se quedaban en un camellón protegidos del sol con un paraguas. Les daba agua y croquetas. Los tenía con buena correa, no un mecate. Si hacía frío les ponía su suéter; si llovía, su gabardina de perros. Los cuidaba tanto…
David tenía cara triste. Agarraba tres-cuatro ladrillos, improvisaba una hornalla y cocinaba. Acariciaba a sus perros y era llamativa su limpieza. Los indigentes hacen sus necesidades en el parque y él no. Hay una gasolinera cerca, quizá ahí se bañaba.
También te podría interesar: "Gentrificación en Oaxaca: desencuentros y rabia social"
Vestía jeans, playera, botas y chamarra de cuero. Recostado en un tapete, se acurrucaba con una cobija. Se dormía entre 10 y 11 de la noche. Si te acercabas, los perros te ladraban.
Cuando arrancaba el sábado 3 de agosto, a eso de las 12:30 de la noche, llegué a mi casa y vi muchos policías pidiendo la grabación de cámaras a vecinos y negocios. Dije, “algo pasó”. Mi novio me avisó: “Mataron al chavo de los perros”. Caí en shock. Primero pensé: “¿Y sus perros?” Bajé, vi una ambulancia, 10 patrullas, y al cuerpo en un área con listón amarillo. Unos vecinos tomaban fotos y vi las bolsas en las que David guardaba sus cosas.
Un vecino me aclaró: “El chavo de los perros, David, mató a otro”. Mi novio se había confundido. Vi tres perros amarrados a un arbusto. Eran los del vecino asesinado, Ernesto, el mismo de los gritos. Tras el homicidio, David se fugó.
Mi novio tiene un restaurante a metros de donde fue el asesinato. Revisamos las cámaras. Con ese video que da a la calle, otros videos y testimonios reconstruimos la historia: Ernesto sacó a pasear a sus perros sueltos y alguno se acercó a los de David, que le ladraron. Ernesto fue a amarrar a sus perros y regresó a pelear con David. Se hicieron de palabras.
Fin de la historia: Ernesto tirado allá, sus perros amarrados acá. El vendedor de flores del parque —vende donde David limpiaba parabrisas— me contó que siempre traía una navaja. En División del Norte y avenida Colonia del Valle hay una fuente. Al lado, David mató a Ernesto de una puñalada en el pecho. Los perros de Ernesto se quedaron amarrados toda la madrugada, hasta que al día siguiente su roomie fue por ellos.
Me buscaron de Canal 6 para entrevistarme. Me molestó el enfoque de los medios, redujeron todo a: “Como vecino vas tranquilo paseando a tus perros y un indigente te mata”. Y dieron versiones falsas: “El indigente tenía a sus perros sueltos”, “Mataba de hambre a sus animales”, “Era agresivo”, “Los vecinos se quejaban”. El estigma del indigente: persona peligrosa. Los indigentes tienen una historia, pero nadie la investiga.
Formé un lazo empático con David y me enorgullecían sus ganas de salir adelante. Hoy me conmociona saber que mató a alguien.
Su prioridad eran sus perros. Eran su mundo, su compañía, su vida. Y por ellos está en la cárcel. La Policía lo atrapó por el Panteón Francés. Ahora que salgo al parque y ya no está, me duele.
Una extensión espiritual
En el vínculo entre vecinos, el sentido de la propiedad es un argumento para la defensa de los intereses particulares, pero también puede volverse un arma; es decir, haces en tu espacio lo que desees, siempre y cuando no perturbes la vida del prójimo. Ese equilibrio entre derechos y límites suena simple, pero es complejo de establecer.
¿Por qué el sentido de propiedad nos importa tanto? Porque la propiedad es un asunto profundo que oscila entre lo arquitectónico y lo psicológico. Defiendo lo mío porque estás invadiendo mi propiedad física —con tu coche ocupando mi estacionamiento, por ejemplo—, pero al invadir mi espacio con tus gritos también irrumpes en mi propiedad emocional: mi casa no son solo techos y muros, sino una extensión espiritual de mí mismo. Y ahí no quiero que te metas.
En contraparte, el vecino puede justificar sus ruidos porque cualquier acción cotidiana implica generar sonidos. No podemos vivir en cámaras aisladas y silenciosas.
O sea, las fronteras de la propiedad son difusas, y ahí es clave el criterio. Ser propietario o alquilar una vivienda me otorga derechos, pero tampoco me atribuye el control en la cotidianidad del otro. Entonces, interviene el concepto de vida comunitaria que domina a mi entorno. en una colonia puede representar algo ordinario que a nadie molesta, mientras que para los vecinos de una torre de lujo poner cumbia a un volúmen alto para amanecer es algo intolerable. Aunque una sola ley rige a todos, el rompimiento del contexto hace al conflicto.
México ha cambiado su vida vecinal. Para la socióloga Lucía Álvarez, hace décadas los conflictos entre vecinos eran raros porque la interacción se daba en la calle. Ahí se jugaba, platicaba y gritaba. Por el desarrollo furioso de las vialidades y el aumento de la inseguridad, la gente pasa demasiado tiempo dentro de casa, y eso causa molestias al vecino. “Soy una chilanga de 66 años y crecí en la Nueva Santa María —relata—. Al acabar de comer, con mis hermanos, vivíamos en la calle: patinar, bici, futbol, parque. Volvíamos a las nueve de la noche. Había menos tensión vecinal por la menor intromisión [en la vida del vecino]”.
En otros países, la normativa de la vida comunitaria es estricta, con severos castigos económicos si alguien se pasa de la raya. Los conflictos nunca van a desaparecer, pero sí se pueden mitigar. En Alemania, por citar un caso, aplican periodos denominados Ruhezeit (horas de silencio) que obligan a los residentes a moderar sus ruidos por las noches a partir de las 10 p.m. y hasta las 7 a.m., y los sábados y domingos durante todo el día. El ruido que haga en mi casa no debe llegar a los oídos del vecino. Mi ruido es solo mío. Entre los alemanes, el Ruzeheit es casi un undécimo mandamiento.
En ese país y algunos otros con reglamentos vecinales muy estrictos, como Japón y España, las sanciones empiezan con advertencias de la autoridad, hasta llegar a las multas, finalización de contratos de arrendamiento e intervención policial. En México, como las tres primeras medidas se suelen incumplir, la intervención policial es frecuente. El odio es aún demasiado habitual.
{{ linea }}
México ha cambiado su vida vecinal. Para la socióloga Lucía Álvarez, hace décadas los conflictos entre vecinos eran raros porque la interacción se daba en la calle. Ahí se jugaba, platicaba y gritaba. Ilustración: Mara Hernández.
Los conflictos entre vecinos han inspirado divertidas películas y series televisivas, pero en la realidad, las historias que vive la gente tienen graves y peligrosas consecuencias.
Con nueve millones de habitantes, la Ciudad de México es un impresionante laboratorio humano con riñas furiosas a cada minuto. En un departamento una persona vive con 35 animales. Una capitalina exige a su vecina cortar las cuerdas vocales de su perro. Un vecino construye un cuarto colgante que amenaza con inclinar el edificio, y en una unidad habitacional una residente enreja el jardín común para disfrutarlo en exclusiva. La Procuraduría Social de la Ciudad de México (Prosoc), el órgano que desde hace 35 años recibe acusaciones vecinales como esas, aunque intenta conciliar, arde.
En las siguientes cuatro historias de mujeres y hombres, cuyas vecinas y vecinos les destruyeron la vida o al menos se las volvieron un desconsuelo, guardamos su anonimato porque no quieren agravar el conflicto y sufrir venganza. Entre cada historia, narrada en primera persona, la titular de la Prosoc, Claudia Galaviz y Lucía Álvarez, socióloga especialista en relaciones vecinales, nos dejan tomar aire para poder pasar a la siguiente narración.
Sean bienvenidas, vecinas y vecinos.
Gritos en casa de los Fleming
Adán, 35 años
Fotógrafo
Hace 13 años vine [a vivir] a este barrio entre avenidas: Monterrey, Baja California y Viaducto, una tranquila isla de callecitas. Llegué con mi mejor amigo de roomie, a mis veintipocos años: el edificio era de 1949 con una renta barata, 5 000 pesos. Me instalé en el 303. En esos días me pasó algo premonitorio: fuimos al Cine Tonalá a ver la película Shut Up, Little Man! En un edificio de California, dos veinteañeros se mudan a un depa y en el escuchan ruidos del de al lado. Dos viejos alcohólicos que pelean y se repiten una frase: “Shut up, little man! (¡Cállate, hombrecito!)”. Los jóvenes sacan una caña, un micrófono y graban las peleas que se vuelven cómics muy exitosos.
En el departamento abajo del mío vivía una doctora y se metieron a robar. En su paranoia dejó el departamento a su hermano, quien junto con su esposa se convertirían en los protagonistas de esta historia que empezó hace siete años.
Mi cama está arriba de su departamento. Una noche, la esposa gritaba con su voz rara, chillante y ranchera. Desde ese día para todo gritaba, sobre todo de las once de la noche a las cuatro de la madrugada. Gritaba por cualquier cosa, incluso en la noche profunda: “¡Puse 20 pesos para la leche, devuélvemelos!”. Su tono era penetrante y el marido —de unos 50 años— nunca respondía. Sus discusiones escalaban: azotaban puertas, sillas. Era una batalla con dos menores de por medio, el niño de unos 8 años y una adolescente. Reinaba la voz de la señora y el señor tenía, al parecer, tos neuropática: desde las siete tosía hasta la madrugada, como queriendo sacar algo que nunca sacaba, quizá flemas. La tos era tan fuerte que se escuchaba hasta tres pisos abajo. En broma, en el edificio lo identificábamos como el “señor Fleming”.
Sus cortinas y ventanas, aunque hubiera 30 grados, nunca se abrían: eran enemigos de la luz.
Nadia, la vecina del 202, iba quejarse con ellos. Un día discutían y tuve que salir a apoyarla en bata de baño. El señor Fleming apenas abrió la puerta y detrás suyo estaba su esposa: cabello recogido, morena.
Nos miraba en silencio, un silencio que dominaba todo. Por la puerta entreabierta se alcanzaba a ver que el pequeño depa, con cuatro habitantes y gatos, atiborrado de muebles. “Esto no es un hospital, ¿cuánto silencio quiere?”, me respondió la primera vez el señor Fleming. Nadia le rogaba que nos dejara descansar. El señor daba miedo por su presencia, su altura y su encorvamiento. Ese día me inventó adicciones: “Te denunciaré, te las truenas con mariguana”, me dijo.
Los Fleming fueron subiendo el tono cada vez más. Cerraban la puerta y reiniciaba el circo. Me quejé con el administrador, quien, incrédulo, me preguntó: “¿Cuánto ruido puede haber?”.
El administrador es un abogánster con viejas mañas. Cobra la renta y el edificio le importa un carajo. Los vecinos le comentamos el problema y nos dijo: “Yo he matado. En mi rancho en Michoacán tengo mi fusca y una vez se metieron unos y les di unos balazos”. Nos prometió: “¡Voy a sacar a esos hijos de la chingada!”. Tocó a su puerta y les dijo: “Por favor, llévenla en paz”. Les tuvo miedo.
El señor Fleming vestía camisa y pantalones grandes, oversize. Un flaco de 1.90 metros con panza superpronunciada y el pelo desaliñado. Un ser extraño de mirada baja. No saludaba, no hablaba. Entre vecinos, un “hola” simboliza respeto y reconocimiento: “Sé que vivimos juntos”. Su silencio nos tensaba.
Los vecinos nos dimos cuenta de que Kaleb, el niño, tampoco hablaba. Si iba a la tienda, no intercambiaba miradas. Y la hija, de 19 o 20 años, con una belleza de canon: rubia y delgada.
Te recomendamos leer: "La tercera edad de Tlatelolco"
Nunca se veía al matrimonio junto; salía uno, se quedaba el otro. Cero conducta de pareja. Algunas noches ponían a todo volumen música screaming, basada en gritos, aunque una vez que puse “Cucurrucucú paloma” con Caetano Veloso escuché a la señora tararear.
Desde las siete de la noche prendía la tele, era mi defensa para tratar de disimular los gritos con documentales y tutoriales. Los ruidos, peleas y la tos a tres metros debajo de mi cama ya eran terribles. No dormía y estaba angustiado, ya arrastraba un malestar emocional. Me estaba dañando la salud y comenzaba a trastornarme la vida.
Mi novia María llegó a vivir conmigo. Al oír que la mamá le gritaba muy feo a su hijo, se compadecía de él: “Pobre de ese niño”, decía. Hasta que una vez se cansó. A las cuatro de la mañana, mientras dormíamos, escuchamos gritos y desde la ventana mi novia no se aguantó y les gritó de todo. “¡Cállate tú, pinche vieja loca!”, le respondieron.
Lo más inquietante llegó una madrugada de diciembre 2022, cuando percibí el arrastre de algo pesado por los pasillos, pero no quise averiguar de qué se trataba. Cuando se dejó de escuchar el ruido, abrí la puerta; apestaba horrible, como a muerto, y las escaleras estaban embarradas de un líquido pestilente. En el chat, los vecinos se quejaron. Llamé al administrador: “Licenciado, arrastraron algo fétido por las escaleras”. Me contestó: “Ojalá no se hayan matado entre ellos. Checa, por favor. Gracias”.
Los vecinos citamos a la dueña del departamento, la hermana del señor Fleming, a una junta vecinal. Mientras estabamos reunidos entró Kaleb al edificio. La dueña lo saludó, “Hola, Kaleb”, le dijo. Él pasó sin reaccionar. “La situación es insostenible. Quizá necesiten tratamiento psiquiátrico”, le dijimos a la dueña
Las cosas siguieron muy mal, y la vecina Nadia llamó a la Policía. No hicieron nada, no había delito comprobable. “Denuncien en el DIF por maltrato infantil”, sugirieron. Justo días antes de entregar una carta firmada por los vecinos, vimos un camión de mudanza en la calle. Los Fleming sacaban montones de muebles horribles. Ese camión de mudanzas fue un alivio: en noviembre de 2023, los Fleming se fueron.
Aunque volví a soñar, aún no me quito el hábito de encender la tele aunque haya paz. Necesito ruido blanco para descansar. Ya sin ellos, hoy con mi novia pensamos en el niño. Por siete años sentimos compasión por Kaleb, a quien jamás le escuchamos su voz. ¿Quién los estará sufriendo ahora?
Deberíamos tener una serie de TV
Miles de denuncias engendran luchas entre vecinos que a veces derivan en violencia física. “Deberíamos tener una serie de televisión”, dice Claudia Galaviz, titular de la Prosoc.
Si vives en un edificio te rige la Ley de Propiedad en Condominio, “La Biblia” de la Prosoc, que nadie jamás lee. En esta ciudad, 4.5 millones de habitantes —la mitad de la población— habitan edificios bajo el mandato de esa institución. Solo en 2023, la procuraduría recibió un volumen delirante de quejas: 39 465, que desahogan en ocho oficinas 300 trabajadores. “Necesitamos más personal”, ruega Galaviz. Están rebasados, así como también “la emoción rebasa” a los pobladores. “En las asambleas vecinales se llega a los golpes”. Por eso, en las conciliaciones hay policías y la Prosoc deriva a la Fiscalía General de Justicia los casos bajo sospecha de ser delitos. “¿El vecino me cae mal? —explica Galaviz—. Le rayo el carro, le poncho su llanta”, o bien lo acoso legalmente hasta trastornarle la vida durante 13 años, como en la siguiente historia que le ocurrió a Alberto.
La guerra desde el balcón
Alberto, 53 años
Empresario y músico
Tengo una regla. Antes de instalar un negocio, aviso a los vecinos. Eso hice hace 13 años al comprar un local en la [colonia] Del Valle, les expliqué que pondría un restaurante bar. La familia de madre, padre e hija cuyo balcón está arriba de mi fachada me negó su “autorización”. Les argumenté que la licencia (Permiso de Establecimiento Mercantil) me amparaba y me fui.
Abrí el negocio y el papá colgó una manta en su balcón con la leyenda: “Clausura del Bar Ziete. ¡Delegado [Jorge] Romero, pare la corrupción!”. Respondí con otra manta: “Los de arriba mienten”. El señor me exigió quitar mi manta y le reviré que primero quitara la suya.
Yo había pagado el permiso de enseres en la Secretaría de Administración y Finanzas (cuesta 4 000 pesos el m2) para poder poner mesas en la banqueta donde la familia estacionaba sus autos en batería. En México la gente cree que su casa se extiende a la calle.
Tracé el área, coloqué macetas, llegó la Policía y empezó a quitarlas. Mostré el permiso y las pude recolocar, pero empezó una guerra que ha durado 13 años. Aunque el papá murió, su esposa e hija tomaron el mando. Sin tregua, me llegaban notificaciones de la Prosoc, el Instituto de Verificación Administrativa (INVEA), la Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) y la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT), acusándome de que mis permisos eran falsos.
Mi local de 120 m2 está bajo un edificio de los años cincuenta con uso de suelo habitacional y comercial, según consta en escrituras. Al lado hay una fonda, una casa de cambio y una agencia de viajes. Mi restaurante no es para chavitos. Hay tapas y rock de los ochenta a un volumen adecuado para gente de hasta 60 años. No es un antro. Es un bar para tomar una chela y a dormir. No me causa expectativas ni lo abrí por placer; con el bar sostengo a mi hijo. No es un bar de moda que cause mil problemas y ni siquiera necesito un vigilante.
Las quejas ante las autoridades tenían el mismo argumento: “Sus papeles son falsos”, me abrumaban. Acudía a un juicio tras otro. Extenuante. Cada autoridad me repetía: “Su vecina dice que sus papeles son falsos”. “Mentira, mírelos”. Así, una vez y otra y otra. A su estrategia le añadió robar mi correspondencia: recibos del predial, agua, cuentas de banco. Vaciaba mi buzón. Y luego vino el insulto. Su hija, de unos 40 años, cada que me veía me pintaba dedo. Hasta que un día, le pregunté: “¿Qué te hice?”. “Tus papeles son falsos”, me respondió. “Vamos a revisarlos”, le pedí y me respondió: “Haré todo lo posible para que te cierren”.
Como mis papeles son verdaderos, gano los juicios. Desde luego, a ellas no les importa la resolución judicial, sino el acoso legal. Verbalmente me hacen una acusación: “Pagas [sobornas] a las instituciones”. No soy millonario, no pagaría mentiras, y un local de 20 mesas ni siquiera da económicamente para eso. No es un table dance.
Pasaron a meterse con los clientes. La hija bajaba y les decía: “¡No vengan, no tiene permisos!”. Yo explicaba a los clientes: “Están a la vista en la pared, léanlos, con la firma del director responsable de Obra que me supervisa. Y cumplo con las nuevas reglas del temblor (de 2017): mesas con 1.5 m de distancia y uso máximo de 40 personas”.
Un día llamaron a la policía y le dijeron que lavaba dinero. Absurdo.
Como hablar a los clientes no funcionó, les aventaron agua desde su balcón. Llamé a la patrulla: “Para actuar debemos verlas aventando el agua. Grábelas”. ¿Me quedaba con el celular frente a su balcón todo el día para cuando lo hicieran?
A los clientes que han mojado les explico que “esas personas están mal, les cambio la mesa”, pero algunos nunca regresan. A otros los engancha la violencia. Cuando los mojan, les piden que bajen. A unas chavas las insultaron y les respondieron. Tuve que separarlas.
Alguna vez no pude más y fui a demandarlas al Ministerio Público (MP): “Me molestan desde hace años, y la respuesta fue: ʻ¿Tus pruebas?ʼ”. La ley en México protege las mentiras. Si denuncian como falsos mis papeles y luego la autoridad me verifica y las desmiente, sus mentiras no se sancionan. Su falsa denuncia no tiene ninguna consecuencia.
Decenas de veces me han verificado por lo mismo. La ley admite las verificaciones que sean. Jamás la autoridad les ha dicho: “Oigan, ya revisamos 40 veces y todo es verdadero”.
No me falta nada. Cada semana muestro papeles, constancias, uso de suelo e incluso la Licencia Ambiental Única de Sedema que me obliga a pagar laboratorios (gubernamentales) que miden el ruido, descargas de agua, basura, decibeles.
Ya llegamos a las malas palabras. Esto me lastima en lo emocional. El acoso legal me violenta y he pensado vender, pero son muchos años de sufrimiento para ahora darles la razón desistiendo.
Siento que he sido juzgado por mi apariencia (aretes, pelo largo, barba y dos metros de altura) y contraté a un abogado de pelo corto para que desahogara juicio tras juicio; es decir, normalicé algo que no debería. Pero nada cambió. Un día la señora se metió por la puerta trasera. “¡Señora, ¿qué hace en la cocina?!”. Empezó a gritar. La vecina administra el edificio y suspendí el pago de mantenimiento. Los vecinos me reclaman. Como ya no me alcanza para pagar mantenimiento y abogado permanente, les rogué que la tranquilizaran; pero es imposible.
¿El futuro? Ni idea. No puedo hacer nada porque están enfermas. Desde su balcón todo el día observan el negocio. Terrible. Sociológico.
En la CDMX nadie tolera imposiciones
La socióloga Lucía Álvarez estudia los infinitos conflictos entre las personas que pasan su vida uno junto a otro, aunque ni se conozcan. Desde hace 30 años, la autora de Distrito Federal. Sociedad, economía, política y cultura investiga en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM la participación ciudadana; además, elabora leyes y contribuye a programas de gobierno para mejorar colonias y unidades.
—Las peleas vecinales tienen como gran factor el ruido. ¿Por qué?
—En Yucatán y Veracruz, por ejemplo, la vida es a puertas abiertas, con gente sentada en la vereda y calles cerradas para fiestas. Eso es impensable en esta ciudad, aquí la gente no tolera imposiciones: “¿Por qué los corridos de mi vecino van a irrumpir en mi vida?”.
Los capitalinos sufren tres grandes tormentos en cerca del 80% de las quejas: invasión de áreas comunes, administraciones irregulares y ruido (taladros, martillos, peleas, música, mascotas, obras). Aquí podría haber hipersensibilidad. La procuradora Galaviz lo ilustra con una queja contra ella misma. “A mi vecina le molestaban los pasos de mis dos niños. Por miedo, ellos empezaron a usar siempre zapatos que amortiguaban el ruido, y ella me presentó hasta las dimensiones del tapete donde debían jugar. Existen dos derechos, el tuyo y el mío. Ahí [está] lo complejo de conciliar: no tienes por qué oír ruidos molestos del vecino, pero el vecino tiene derecho a vivir. La frontera de lo permisible es subjetiva, y lo que para un vecino es su derecho, para otro es un abuso.
—¿Los chilangos pretendemos demasiado silencio? —pregunto a la procuradora.
—Sí. Recibí a una vecina peleada con su vecino por un perro. Denunciado, presionado, él se mudó. Al tiempo la vecina regresó: “¡Llegó otro vecino con un gato!”. Le dije: “¿Cuál es el problema? Tiene derecho a su animal de compañía”. La gente ignora la ley (de Propiedad en Condominio) y cuándo es válido un procedimiento.
Cierto que hay hipersensibles, pero a Bernabé le tocó un vecino cuya vivienda sirvió por años para delirantes reventones que pulverizaron su cabeza y su noviazgo.
El karaoke del mirrey
Bernabé, 47 años
Artista multimedia
Me cuesta retomar estos pasajes, pero lo haré. Me cambié a este depa propiedad de mi mamá en 2010. Pasó el tiempo y al departamento arriba del mío lo compró un personaje unos cinco años más chico. Su sala estaba arriba de mi cuarto. El güey iba y venía, y de inmediato lo agarró para fiestas los fines. Era de un perfilito particular: aspiracional, mirrey, trajeadito, con camisa planchadita y pelo engominado. Viajaba en BMW. Era un soltero con muchos amigos. Abogado. Llegaba con sus amigos con botellas de “Bacacho” y Torres a ponerse la peda sábado y domingo. Se las aventaba largas. No me importaba, pero empezó a hacer sus fiestas más duro. Ya le pegaba al alcoholismo jueves, viernes, sábado, domingo, y como su sala estaba arriba de mi cuarto, oía absolutamente todo: banda, Valentín Elizalde; Luis Miguel, ídolo de los mirreyes; José José, ídolo de los alcohólicos, y —paradójicamente— la canción “Enjoy the Silence” de Depeche Mode. Todo en karaoke desde la madrugada al mediodía.
Los primeros tres años sentía un peso al caer la noche, y los vecinos lo sufríamos. Aftereaba con hasta 10 personas. Brincaban, bailaban, le subían a la música cabrón, se les caían botellas. Un after aderezado con drogas, o eso creo.
Los vecinos llamamos a la policía: “Les damos 300 pesos. Entren y pídanle que le baje”. Nos dijeron: “No podemos hacer nada”. El tipo se ponía más bravo. A los seis meses del conflicto, ni siquiera vivía en el edificio. Su depa era la sede de sus pedas.
De repente, una madrugada de karaoke muy fuerte, mi novia se desesperó. Nos destruía el sueño. Esperamos a las 11 de la mañana del sábado —la fiesta seguía— y acordamos pedirle que le bajara. Mi novia grababa con el celular cuando les tocamos. Él abrió. Nos recibió en bata: detrás estaba su novia, gorda y fuerte, que enloqueció al ver a mi chava grabando: “¡No me grabes!”. Se le fue a los golpes y la ahorcó. Mi novia era atlética porque hacía este deporte de patines en que se avientan (roller derby) y estaba habituada al contacto. Pero no se la podía sacar de encima. Le lastimaba el cuello, la sacudía. El sujeto se me vino encima: “¿Por qué vienes a mi departamento?”. “Tranquilo, güey, es para pedirte que le bajes”. “Hago lo que quiero, es mi casa”, y zas, emputado se me va a los golpes hacia los ojos y la boca. Me la partió. Intuyo que estaban en drogas porque se les veía muy “trabucles”. Me estresaba que alguien cayera de las escaleras: muy empinadas con barandales bajitos. Bajamos a casa, sus golpes habían estado cabrones.
En el IMSS a mi novia le diagnosticaron esguince de segundo grado en cervicales. Le habían dado machín. Estaba muy mal. Usó collarín por semanas y pagó médico privado.
Gugleé al tipo. Era un abogado corporativo que seguro pertenecía a un mundo lacroso. Sentí miedo por mi vida: temía alguna acción violenta. Empecé a ir al psicólogo y a la vez contraté a un abogado que me pidió 70 000 pesos para levantar la denuncia en el MP de Parque Delta (Fiscalía de Investigación Territorial BJ-3). Como al paso de los meses no había novedades, fui a ese MP y me aclararon que mi abogado ni siquiera había iniciado el caso. Le hablé: “Te di varo y no hiciste nada. ¿Qué pedo?”. “He estado con mucha chamba”. Finalmente levantamos la denuncia en el MP por lesiones que tardan más de 15 días en sanar (según ese delito, si tardan más de 15 días en sanar se imponen hasta dos años de prisión y 260 días de multa). En el MP la denuncia se tipificó como delito grave. No sabía en lo que me metía.
Para entonces el güey hacía más fiestas, llevaba más gente y ya de ley, desde el martes, estaba metido ahí con varias personas. A mi chava le había dado su papá un departamento por Eje Central. Me dijo: “No vuelvo a entrar a tu departamento”.
El abogado me dio un protocolo: “Cuando entren al edifico, llamen a una patrulla. Tienen derecho”. Lo hice tres veces, pero era absurdo vivir así: ¿cada vez que entrara y saliera llamaría una patrulla? Decidí abandonar mi depa y me fui al de mi chava.
A los dos meses llamé al abogado; no le habían puesto al vecino ni un citatorio. Le reclamé y dijo “Es un caso muy difícil”, se justificó esa lacra que me bajó 70 000 pesos. Otro abogado retomó el caso y al fin un policía de investigación puso en su puerta un citatorio. El vecino enloqueció y me contrademandó con una estrategia de abogánsters. En el MP me informaron: “Estás demandado por robo a casa-habitación”. Mi novia se puso muy mal y me advirtió: “Ya no quiero tener nada que ver con esto, no declaro más”. Todo esto nos había dañado. La relación se salió de control y nos separamos.
Estaba inmerso en un universo kafkiano, con todo fuera de mis manos. Aunque pagara por justicia, no pasaría nada, y además estaba perdiendo un bien raíz. El proceso legal era un cuento sin fin. ¿Iba a pagar 300 000 pesos más para intentar algo tan incierto como que nos compensaran las lesiones? Abandoné el caso y me mudé con un primo.
El vecino siguió haciendo fiestas y envalentonándose, y yo me preguntaba: ¿nunca regresaré a mi casa? Diluidas mis esperanzas viví cuatro años en otros lugares.
Ya resignado, en mis visitas esporádicas para buscar alguna cosa me di cuenta de que el vecino ya solo venía por temporadas: seis meses sí y seis no. Las fiestas las hacía de vez en cuando y este año rentó [el departamento] a otra persona. El mirrey debe vivir en otro lugar más acorde a su estatus, uno de esos depas tipo Hong Kong del Eje 8 y el Cártel Inmobiliario.
Ciudad sin comunidad
En las unidades se comparten muros. Los sonidos tienen el poder de la intangibilidad, atraviesan paredes. Nuestro universo sonoro se filtra al del vecino y viceversa. No vivimos bajo su mismo techo, pero sí con sus sonidos.
En 2023, la Prosoc registró 35% más quejas que el año previo, logró 1 500 acuerdos en audiencia pública y obtuvo una recaudación récord por sanciones económicas. El aumento de las quejas y la marca en las multas son señales de que abundan los conflictos. “La primera comunidad es la familia y la segunda es tu vecino”, añade la procuradora Galaviz. “Pero en esta ciudad hay poca comunidad”.
La vida vecinal suele ser fuego cruzado. Hay una doble razón, sostiene la socióloga Álvarez: “El hacinamiento y la vida en masa. Transitas, habitas y trabajas con mucha gente disputando recursos y espacio, y aunque hay regulaciones, las desborda la realidad”. Y en esa disputa del espacio pueden surgir ataques al vecino. Patricia, testigo de nuestra cuarta historia, lo sabe.
El indigente clavó el puñal
Patricia, 37 años
Psicóloga
Vivo en un edificio frente al parque Mariscal Sucre. En abril, a las tres de la madrugada, me despertaron unos gritos en la calle. Me asomé por la ventana y estaba un vecino llamado Ernesto con sus tres perros.
Ya lo había visto: treintañero, alto, delgado, pelón y barbón. Serio y modernón. Trabajaba en el extranjero y hacía un año había vuelto a México, donde era un profesionista con buen empleo.
Discutía a gritos porque otro chavo acarició a uno de sus perros. Ernesto se alteró. “¡No lo toques!”, gritaba. El otro respondió: “¿Para qué los traes sueltos?”. Pasó una patrulla y Ernesto gritó: “¡Me asaltan. Auxiliooo!”. Como Ernesto estaba haciendo un desmadre, un policía se lo quería llevar. Mentó la madre a todos y se fue.
Pasaron meses. Todos los días paseo a mis perros en el parque, y una vez me llamó la atención una persona en situación de calle de unos 35 años que llegó a vivir ahí. Estaba con dos perros negros, grandes, y un garrafón. No estaba sucio, sino peinado y limpio. No dejaba basura. Todo lo tenía en una bolsa bajo el techo de la fonda La Fuente y cuando la fonda abría él se movía.
Los vecinos lo fueron reconociendo y decían cosas como: “Qué tranquilo, me dio las buenas noches”. Como no era incómodo, no nos daba miedo y jamás se drogaba ni tomaba, la gente adoptó a este chico llamado David. Alguna vez hice contacto visual y me dieron ganas de hablarle. Pronto empezó a limpiar parabrisas. Los perros se quedaban en un camellón protegidos del sol con un paraguas. Les daba agua y croquetas. Los tenía con buena correa, no un mecate. Si hacía frío les ponía su suéter; si llovía, su gabardina de perros. Los cuidaba tanto…
David tenía cara triste. Agarraba tres-cuatro ladrillos, improvisaba una hornalla y cocinaba. Acariciaba a sus perros y era llamativa su limpieza. Los indigentes hacen sus necesidades en el parque y él no. Hay una gasolinera cerca, quizá ahí se bañaba.
También te podría interesar: "Gentrificación en Oaxaca: desencuentros y rabia social"
Vestía jeans, playera, botas y chamarra de cuero. Recostado en un tapete, se acurrucaba con una cobija. Se dormía entre 10 y 11 de la noche. Si te acercabas, los perros te ladraban.
Cuando arrancaba el sábado 3 de agosto, a eso de las 12:30 de la noche, llegué a mi casa y vi muchos policías pidiendo la grabación de cámaras a vecinos y negocios. Dije, “algo pasó”. Mi novio me avisó: “Mataron al chavo de los perros”. Caí en shock. Primero pensé: “¿Y sus perros?” Bajé, vi una ambulancia, 10 patrullas, y al cuerpo en un área con listón amarillo. Unos vecinos tomaban fotos y vi las bolsas en las que David guardaba sus cosas.
Un vecino me aclaró: “El chavo de los perros, David, mató a otro”. Mi novio se había confundido. Vi tres perros amarrados a un arbusto. Eran los del vecino asesinado, Ernesto, el mismo de los gritos. Tras el homicidio, David se fugó.
Mi novio tiene un restaurante a metros de donde fue el asesinato. Revisamos las cámaras. Con ese video que da a la calle, otros videos y testimonios reconstruimos la historia: Ernesto sacó a pasear a sus perros sueltos y alguno se acercó a los de David, que le ladraron. Ernesto fue a amarrar a sus perros y regresó a pelear con David. Se hicieron de palabras.
Fin de la historia: Ernesto tirado allá, sus perros amarrados acá. El vendedor de flores del parque —vende donde David limpiaba parabrisas— me contó que siempre traía una navaja. En División del Norte y avenida Colonia del Valle hay una fuente. Al lado, David mató a Ernesto de una puñalada en el pecho. Los perros de Ernesto se quedaron amarrados toda la madrugada, hasta que al día siguiente su roomie fue por ellos.
Me buscaron de Canal 6 para entrevistarme. Me molestó el enfoque de los medios, redujeron todo a: “Como vecino vas tranquilo paseando a tus perros y un indigente te mata”. Y dieron versiones falsas: “El indigente tenía a sus perros sueltos”, “Mataba de hambre a sus animales”, “Era agresivo”, “Los vecinos se quejaban”. El estigma del indigente: persona peligrosa. Los indigentes tienen una historia, pero nadie la investiga.
Formé un lazo empático con David y me enorgullecían sus ganas de salir adelante. Hoy me conmociona saber que mató a alguien.
Su prioridad eran sus perros. Eran su mundo, su compañía, su vida. Y por ellos está en la cárcel. La Policía lo atrapó por el Panteón Francés. Ahora que salgo al parque y ya no está, me duele.
Una extensión espiritual
En el vínculo entre vecinos, el sentido de la propiedad es un argumento para la defensa de los intereses particulares, pero también puede volverse un arma; es decir, haces en tu espacio lo que desees, siempre y cuando no perturbes la vida del prójimo. Ese equilibrio entre derechos y límites suena simple, pero es complejo de establecer.
¿Por qué el sentido de propiedad nos importa tanto? Porque la propiedad es un asunto profundo que oscila entre lo arquitectónico y lo psicológico. Defiendo lo mío porque estás invadiendo mi propiedad física —con tu coche ocupando mi estacionamiento, por ejemplo—, pero al invadir mi espacio con tus gritos también irrumpes en mi propiedad emocional: mi casa no son solo techos y muros, sino una extensión espiritual de mí mismo. Y ahí no quiero que te metas.
En contraparte, el vecino puede justificar sus ruidos porque cualquier acción cotidiana implica generar sonidos. No podemos vivir en cámaras aisladas y silenciosas.
O sea, las fronteras de la propiedad son difusas, y ahí es clave el criterio. Ser propietario o alquilar una vivienda me otorga derechos, pero tampoco me atribuye el control en la cotidianidad del otro. Entonces, interviene el concepto de vida comunitaria que domina a mi entorno. en una colonia puede representar algo ordinario que a nadie molesta, mientras que para los vecinos de una torre de lujo poner cumbia a un volúmen alto para amanecer es algo intolerable. Aunque una sola ley rige a todos, el rompimiento del contexto hace al conflicto.
México ha cambiado su vida vecinal. Para la socióloga Lucía Álvarez, hace décadas los conflictos entre vecinos eran raros porque la interacción se daba en la calle. Ahí se jugaba, platicaba y gritaba. Por el desarrollo furioso de las vialidades y el aumento de la inseguridad, la gente pasa demasiado tiempo dentro de casa, y eso causa molestias al vecino. “Soy una chilanga de 66 años y crecí en la Nueva Santa María —relata—. Al acabar de comer, con mis hermanos, vivíamos en la calle: patinar, bici, futbol, parque. Volvíamos a las nueve de la noche. Había menos tensión vecinal por la menor intromisión [en la vida del vecino]”.
En otros países, la normativa de la vida comunitaria es estricta, con severos castigos económicos si alguien se pasa de la raya. Los conflictos nunca van a desaparecer, pero sí se pueden mitigar. En Alemania, por citar un caso, aplican periodos denominados Ruhezeit (horas de silencio) que obligan a los residentes a moderar sus ruidos por las noches a partir de las 10 p.m. y hasta las 7 a.m., y los sábados y domingos durante todo el día. El ruido que haga en mi casa no debe llegar a los oídos del vecino. Mi ruido es solo mío. Entre los alemanes, el Ruzeheit es casi un undécimo mandamiento.
En ese país y algunos otros con reglamentos vecinales muy estrictos, como Japón y España, las sanciones empiezan con advertencias de la autoridad, hasta llegar a las multas, finalización de contratos de arrendamiento e intervención policial. En México, como las tres primeras medidas se suelen incumplir, la intervención policial es frecuente. El odio es aún demasiado habitual.
{{ linea }}
Los conflictos entre vecinos han inspirado divertidas películas y series televisivas, pero en la realidad, las historias que vive la gente tienen graves y peligrosas consecuencias.
Con nueve millones de habitantes, la Ciudad de México es un impresionante laboratorio humano con riñas furiosas a cada minuto. En un departamento una persona vive con 35 animales. Una capitalina exige a su vecina cortar las cuerdas vocales de su perro. Un vecino construye un cuarto colgante que amenaza con inclinar el edificio, y en una unidad habitacional una residente enreja el jardín común para disfrutarlo en exclusiva. La Procuraduría Social de la Ciudad de México (Prosoc), el órgano que desde hace 35 años recibe acusaciones vecinales como esas, aunque intenta conciliar, arde.
En las siguientes cuatro historias de mujeres y hombres, cuyas vecinas y vecinos les destruyeron la vida o al menos se las volvieron un desconsuelo, guardamos su anonimato porque no quieren agravar el conflicto y sufrir venganza. Entre cada historia, narrada en primera persona, la titular de la Prosoc, Claudia Galaviz y Lucía Álvarez, socióloga especialista en relaciones vecinales, nos dejan tomar aire para poder pasar a la siguiente narración.
Sean bienvenidas, vecinas y vecinos.
Gritos en casa de los Fleming
Adán, 35 años
Fotógrafo
Hace 13 años vine [a vivir] a este barrio entre avenidas: Monterrey, Baja California y Viaducto, una tranquila isla de callecitas. Llegué con mi mejor amigo de roomie, a mis veintipocos años: el edificio era de 1949 con una renta barata, 5 000 pesos. Me instalé en el 303. En esos días me pasó algo premonitorio: fuimos al Cine Tonalá a ver la película Shut Up, Little Man! En un edificio de California, dos veinteañeros se mudan a un depa y en el escuchan ruidos del de al lado. Dos viejos alcohólicos que pelean y se repiten una frase: “Shut up, little man! (¡Cállate, hombrecito!)”. Los jóvenes sacan una caña, un micrófono y graban las peleas que se vuelven cómics muy exitosos.
En el departamento abajo del mío vivía una doctora y se metieron a robar. En su paranoia dejó el departamento a su hermano, quien junto con su esposa se convertirían en los protagonistas de esta historia que empezó hace siete años.
Mi cama está arriba de su departamento. Una noche, la esposa gritaba con su voz rara, chillante y ranchera. Desde ese día para todo gritaba, sobre todo de las once de la noche a las cuatro de la madrugada. Gritaba por cualquier cosa, incluso en la noche profunda: “¡Puse 20 pesos para la leche, devuélvemelos!”. Su tono era penetrante y el marido —de unos 50 años— nunca respondía. Sus discusiones escalaban: azotaban puertas, sillas. Era una batalla con dos menores de por medio, el niño de unos 8 años y una adolescente. Reinaba la voz de la señora y el señor tenía, al parecer, tos neuropática: desde las siete tosía hasta la madrugada, como queriendo sacar algo que nunca sacaba, quizá flemas. La tos era tan fuerte que se escuchaba hasta tres pisos abajo. En broma, en el edificio lo identificábamos como el “señor Fleming”.
Sus cortinas y ventanas, aunque hubiera 30 grados, nunca se abrían: eran enemigos de la luz.
Nadia, la vecina del 202, iba quejarse con ellos. Un día discutían y tuve que salir a apoyarla en bata de baño. El señor Fleming apenas abrió la puerta y detrás suyo estaba su esposa: cabello recogido, morena.
Nos miraba en silencio, un silencio que dominaba todo. Por la puerta entreabierta se alcanzaba a ver que el pequeño depa, con cuatro habitantes y gatos, atiborrado de muebles. “Esto no es un hospital, ¿cuánto silencio quiere?”, me respondió la primera vez el señor Fleming. Nadia le rogaba que nos dejara descansar. El señor daba miedo por su presencia, su altura y su encorvamiento. Ese día me inventó adicciones: “Te denunciaré, te las truenas con mariguana”, me dijo.
Los Fleming fueron subiendo el tono cada vez más. Cerraban la puerta y reiniciaba el circo. Me quejé con el administrador, quien, incrédulo, me preguntó: “¿Cuánto ruido puede haber?”.
El administrador es un abogánster con viejas mañas. Cobra la renta y el edificio le importa un carajo. Los vecinos le comentamos el problema y nos dijo: “Yo he matado. En mi rancho en Michoacán tengo mi fusca y una vez se metieron unos y les di unos balazos”. Nos prometió: “¡Voy a sacar a esos hijos de la chingada!”. Tocó a su puerta y les dijo: “Por favor, llévenla en paz”. Les tuvo miedo.
El señor Fleming vestía camisa y pantalones grandes, oversize. Un flaco de 1.90 metros con panza superpronunciada y el pelo desaliñado. Un ser extraño de mirada baja. No saludaba, no hablaba. Entre vecinos, un “hola” simboliza respeto y reconocimiento: “Sé que vivimos juntos”. Su silencio nos tensaba.
Los vecinos nos dimos cuenta de que Kaleb, el niño, tampoco hablaba. Si iba a la tienda, no intercambiaba miradas. Y la hija, de 19 o 20 años, con una belleza de canon: rubia y delgada.
Te recomendamos leer: "La tercera edad de Tlatelolco"
Nunca se veía al matrimonio junto; salía uno, se quedaba el otro. Cero conducta de pareja. Algunas noches ponían a todo volumen música screaming, basada en gritos, aunque una vez que puse “Cucurrucucú paloma” con Caetano Veloso escuché a la señora tararear.
Desde las siete de la noche prendía la tele, era mi defensa para tratar de disimular los gritos con documentales y tutoriales. Los ruidos, peleas y la tos a tres metros debajo de mi cama ya eran terribles. No dormía y estaba angustiado, ya arrastraba un malestar emocional. Me estaba dañando la salud y comenzaba a trastornarme la vida.
Mi novia María llegó a vivir conmigo. Al oír que la mamá le gritaba muy feo a su hijo, se compadecía de él: “Pobre de ese niño”, decía. Hasta que una vez se cansó. A las cuatro de la mañana, mientras dormíamos, escuchamos gritos y desde la ventana mi novia no se aguantó y les gritó de todo. “¡Cállate tú, pinche vieja loca!”, le respondieron.
Lo más inquietante llegó una madrugada de diciembre 2022, cuando percibí el arrastre de algo pesado por los pasillos, pero no quise averiguar de qué se trataba. Cuando se dejó de escuchar el ruido, abrí la puerta; apestaba horrible, como a muerto, y las escaleras estaban embarradas de un líquido pestilente. En el chat, los vecinos se quejaron. Llamé al administrador: “Licenciado, arrastraron algo fétido por las escaleras”. Me contestó: “Ojalá no se hayan matado entre ellos. Checa, por favor. Gracias”.
Los vecinos citamos a la dueña del departamento, la hermana del señor Fleming, a una junta vecinal. Mientras estabamos reunidos entró Kaleb al edificio. La dueña lo saludó, “Hola, Kaleb”, le dijo. Él pasó sin reaccionar. “La situación es insostenible. Quizá necesiten tratamiento psiquiátrico”, le dijimos a la dueña
Las cosas siguieron muy mal, y la vecina Nadia llamó a la Policía. No hicieron nada, no había delito comprobable. “Denuncien en el DIF por maltrato infantil”, sugirieron. Justo días antes de entregar una carta firmada por los vecinos, vimos un camión de mudanza en la calle. Los Fleming sacaban montones de muebles horribles. Ese camión de mudanzas fue un alivio: en noviembre de 2023, los Fleming se fueron.
Aunque volví a soñar, aún no me quito el hábito de encender la tele aunque haya paz. Necesito ruido blanco para descansar. Ya sin ellos, hoy con mi novia pensamos en el niño. Por siete años sentimos compasión por Kaleb, a quien jamás le escuchamos su voz. ¿Quién los estará sufriendo ahora?
Deberíamos tener una serie de TV
Miles de denuncias engendran luchas entre vecinos que a veces derivan en violencia física. “Deberíamos tener una serie de televisión”, dice Claudia Galaviz, titular de la Prosoc.
Si vives en un edificio te rige la Ley de Propiedad en Condominio, “La Biblia” de la Prosoc, que nadie jamás lee. En esta ciudad, 4.5 millones de habitantes —la mitad de la población— habitan edificios bajo el mandato de esa institución. Solo en 2023, la procuraduría recibió un volumen delirante de quejas: 39 465, que desahogan en ocho oficinas 300 trabajadores. “Necesitamos más personal”, ruega Galaviz. Están rebasados, así como también “la emoción rebasa” a los pobladores. “En las asambleas vecinales se llega a los golpes”. Por eso, en las conciliaciones hay policías y la Prosoc deriva a la Fiscalía General de Justicia los casos bajo sospecha de ser delitos. “¿El vecino me cae mal? —explica Galaviz—. Le rayo el carro, le poncho su llanta”, o bien lo acoso legalmente hasta trastornarle la vida durante 13 años, como en la siguiente historia que le ocurrió a Alberto.
La guerra desde el balcón
Alberto, 53 años
Empresario y músico
Tengo una regla. Antes de instalar un negocio, aviso a los vecinos. Eso hice hace 13 años al comprar un local en la [colonia] Del Valle, les expliqué que pondría un restaurante bar. La familia de madre, padre e hija cuyo balcón está arriba de mi fachada me negó su “autorización”. Les argumenté que la licencia (Permiso de Establecimiento Mercantil) me amparaba y me fui.
Abrí el negocio y el papá colgó una manta en su balcón con la leyenda: “Clausura del Bar Ziete. ¡Delegado [Jorge] Romero, pare la corrupción!”. Respondí con otra manta: “Los de arriba mienten”. El señor me exigió quitar mi manta y le reviré que primero quitara la suya.
Yo había pagado el permiso de enseres en la Secretaría de Administración y Finanzas (cuesta 4 000 pesos el m2) para poder poner mesas en la banqueta donde la familia estacionaba sus autos en batería. En México la gente cree que su casa se extiende a la calle.
Tracé el área, coloqué macetas, llegó la Policía y empezó a quitarlas. Mostré el permiso y las pude recolocar, pero empezó una guerra que ha durado 13 años. Aunque el papá murió, su esposa e hija tomaron el mando. Sin tregua, me llegaban notificaciones de la Prosoc, el Instituto de Verificación Administrativa (INVEA), la Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) y la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT), acusándome de que mis permisos eran falsos.
Mi local de 120 m2 está bajo un edificio de los años cincuenta con uso de suelo habitacional y comercial, según consta en escrituras. Al lado hay una fonda, una casa de cambio y una agencia de viajes. Mi restaurante no es para chavitos. Hay tapas y rock de los ochenta a un volumen adecuado para gente de hasta 60 años. No es un antro. Es un bar para tomar una chela y a dormir. No me causa expectativas ni lo abrí por placer; con el bar sostengo a mi hijo. No es un bar de moda que cause mil problemas y ni siquiera necesito un vigilante.
Las quejas ante las autoridades tenían el mismo argumento: “Sus papeles son falsos”, me abrumaban. Acudía a un juicio tras otro. Extenuante. Cada autoridad me repetía: “Su vecina dice que sus papeles son falsos”. “Mentira, mírelos”. Así, una vez y otra y otra. A su estrategia le añadió robar mi correspondencia: recibos del predial, agua, cuentas de banco. Vaciaba mi buzón. Y luego vino el insulto. Su hija, de unos 40 años, cada que me veía me pintaba dedo. Hasta que un día, le pregunté: “¿Qué te hice?”. “Tus papeles son falsos”, me respondió. “Vamos a revisarlos”, le pedí y me respondió: “Haré todo lo posible para que te cierren”.
Como mis papeles son verdaderos, gano los juicios. Desde luego, a ellas no les importa la resolución judicial, sino el acoso legal. Verbalmente me hacen una acusación: “Pagas [sobornas] a las instituciones”. No soy millonario, no pagaría mentiras, y un local de 20 mesas ni siquiera da económicamente para eso. No es un table dance.
Pasaron a meterse con los clientes. La hija bajaba y les decía: “¡No vengan, no tiene permisos!”. Yo explicaba a los clientes: “Están a la vista en la pared, léanlos, con la firma del director responsable de Obra que me supervisa. Y cumplo con las nuevas reglas del temblor (de 2017): mesas con 1.5 m de distancia y uso máximo de 40 personas”.
Un día llamaron a la policía y le dijeron que lavaba dinero. Absurdo.
Como hablar a los clientes no funcionó, les aventaron agua desde su balcón. Llamé a la patrulla: “Para actuar debemos verlas aventando el agua. Grábelas”. ¿Me quedaba con el celular frente a su balcón todo el día para cuando lo hicieran?
A los clientes que han mojado les explico que “esas personas están mal, les cambio la mesa”, pero algunos nunca regresan. A otros los engancha la violencia. Cuando los mojan, les piden que bajen. A unas chavas las insultaron y les respondieron. Tuve que separarlas.
Alguna vez no pude más y fui a demandarlas al Ministerio Público (MP): “Me molestan desde hace años, y la respuesta fue: ʻ¿Tus pruebas?ʼ”. La ley en México protege las mentiras. Si denuncian como falsos mis papeles y luego la autoridad me verifica y las desmiente, sus mentiras no se sancionan. Su falsa denuncia no tiene ninguna consecuencia.
Decenas de veces me han verificado por lo mismo. La ley admite las verificaciones que sean. Jamás la autoridad les ha dicho: “Oigan, ya revisamos 40 veces y todo es verdadero”.
No me falta nada. Cada semana muestro papeles, constancias, uso de suelo e incluso la Licencia Ambiental Única de Sedema que me obliga a pagar laboratorios (gubernamentales) que miden el ruido, descargas de agua, basura, decibeles.
Ya llegamos a las malas palabras. Esto me lastima en lo emocional. El acoso legal me violenta y he pensado vender, pero son muchos años de sufrimiento para ahora darles la razón desistiendo.
Siento que he sido juzgado por mi apariencia (aretes, pelo largo, barba y dos metros de altura) y contraté a un abogado de pelo corto para que desahogara juicio tras juicio; es decir, normalicé algo que no debería. Pero nada cambió. Un día la señora se metió por la puerta trasera. “¡Señora, ¿qué hace en la cocina?!”. Empezó a gritar. La vecina administra el edificio y suspendí el pago de mantenimiento. Los vecinos me reclaman. Como ya no me alcanza para pagar mantenimiento y abogado permanente, les rogué que la tranquilizaran; pero es imposible.
¿El futuro? Ni idea. No puedo hacer nada porque están enfermas. Desde su balcón todo el día observan el negocio. Terrible. Sociológico.
En la CDMX nadie tolera imposiciones
La socióloga Lucía Álvarez estudia los infinitos conflictos entre las personas que pasan su vida uno junto a otro, aunque ni se conozcan. Desde hace 30 años, la autora de Distrito Federal. Sociedad, economía, política y cultura investiga en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM la participación ciudadana; además, elabora leyes y contribuye a programas de gobierno para mejorar colonias y unidades.
—Las peleas vecinales tienen como gran factor el ruido. ¿Por qué?
—En Yucatán y Veracruz, por ejemplo, la vida es a puertas abiertas, con gente sentada en la vereda y calles cerradas para fiestas. Eso es impensable en esta ciudad, aquí la gente no tolera imposiciones: “¿Por qué los corridos de mi vecino van a irrumpir en mi vida?”.
Los capitalinos sufren tres grandes tormentos en cerca del 80% de las quejas: invasión de áreas comunes, administraciones irregulares y ruido (taladros, martillos, peleas, música, mascotas, obras). Aquí podría haber hipersensibilidad. La procuradora Galaviz lo ilustra con una queja contra ella misma. “A mi vecina le molestaban los pasos de mis dos niños. Por miedo, ellos empezaron a usar siempre zapatos que amortiguaban el ruido, y ella me presentó hasta las dimensiones del tapete donde debían jugar. Existen dos derechos, el tuyo y el mío. Ahí [está] lo complejo de conciliar: no tienes por qué oír ruidos molestos del vecino, pero el vecino tiene derecho a vivir. La frontera de lo permisible es subjetiva, y lo que para un vecino es su derecho, para otro es un abuso.
—¿Los chilangos pretendemos demasiado silencio? —pregunto a la procuradora.
—Sí. Recibí a una vecina peleada con su vecino por un perro. Denunciado, presionado, él se mudó. Al tiempo la vecina regresó: “¡Llegó otro vecino con un gato!”. Le dije: “¿Cuál es el problema? Tiene derecho a su animal de compañía”. La gente ignora la ley (de Propiedad en Condominio) y cuándo es válido un procedimiento.
Cierto que hay hipersensibles, pero a Bernabé le tocó un vecino cuya vivienda sirvió por años para delirantes reventones que pulverizaron su cabeza y su noviazgo.
El karaoke del mirrey
Bernabé, 47 años
Artista multimedia
Me cuesta retomar estos pasajes, pero lo haré. Me cambié a este depa propiedad de mi mamá en 2010. Pasó el tiempo y al departamento arriba del mío lo compró un personaje unos cinco años más chico. Su sala estaba arriba de mi cuarto. El güey iba y venía, y de inmediato lo agarró para fiestas los fines. Era de un perfilito particular: aspiracional, mirrey, trajeadito, con camisa planchadita y pelo engominado. Viajaba en BMW. Era un soltero con muchos amigos. Abogado. Llegaba con sus amigos con botellas de “Bacacho” y Torres a ponerse la peda sábado y domingo. Se las aventaba largas. No me importaba, pero empezó a hacer sus fiestas más duro. Ya le pegaba al alcoholismo jueves, viernes, sábado, domingo, y como su sala estaba arriba de mi cuarto, oía absolutamente todo: banda, Valentín Elizalde; Luis Miguel, ídolo de los mirreyes; José José, ídolo de los alcohólicos, y —paradójicamente— la canción “Enjoy the Silence” de Depeche Mode. Todo en karaoke desde la madrugada al mediodía.
Los primeros tres años sentía un peso al caer la noche, y los vecinos lo sufríamos. Aftereaba con hasta 10 personas. Brincaban, bailaban, le subían a la música cabrón, se les caían botellas. Un after aderezado con drogas, o eso creo.
Los vecinos llamamos a la policía: “Les damos 300 pesos. Entren y pídanle que le baje”. Nos dijeron: “No podemos hacer nada”. El tipo se ponía más bravo. A los seis meses del conflicto, ni siquiera vivía en el edificio. Su depa era la sede de sus pedas.
De repente, una madrugada de karaoke muy fuerte, mi novia se desesperó. Nos destruía el sueño. Esperamos a las 11 de la mañana del sábado —la fiesta seguía— y acordamos pedirle que le bajara. Mi novia grababa con el celular cuando les tocamos. Él abrió. Nos recibió en bata: detrás estaba su novia, gorda y fuerte, que enloqueció al ver a mi chava grabando: “¡No me grabes!”. Se le fue a los golpes y la ahorcó. Mi novia era atlética porque hacía este deporte de patines en que se avientan (roller derby) y estaba habituada al contacto. Pero no se la podía sacar de encima. Le lastimaba el cuello, la sacudía. El sujeto se me vino encima: “¿Por qué vienes a mi departamento?”. “Tranquilo, güey, es para pedirte que le bajes”. “Hago lo que quiero, es mi casa”, y zas, emputado se me va a los golpes hacia los ojos y la boca. Me la partió. Intuyo que estaban en drogas porque se les veía muy “trabucles”. Me estresaba que alguien cayera de las escaleras: muy empinadas con barandales bajitos. Bajamos a casa, sus golpes habían estado cabrones.
En el IMSS a mi novia le diagnosticaron esguince de segundo grado en cervicales. Le habían dado machín. Estaba muy mal. Usó collarín por semanas y pagó médico privado.
Gugleé al tipo. Era un abogado corporativo que seguro pertenecía a un mundo lacroso. Sentí miedo por mi vida: temía alguna acción violenta. Empecé a ir al psicólogo y a la vez contraté a un abogado que me pidió 70 000 pesos para levantar la denuncia en el MP de Parque Delta (Fiscalía de Investigación Territorial BJ-3). Como al paso de los meses no había novedades, fui a ese MP y me aclararon que mi abogado ni siquiera había iniciado el caso. Le hablé: “Te di varo y no hiciste nada. ¿Qué pedo?”. “He estado con mucha chamba”. Finalmente levantamos la denuncia en el MP por lesiones que tardan más de 15 días en sanar (según ese delito, si tardan más de 15 días en sanar se imponen hasta dos años de prisión y 260 días de multa). En el MP la denuncia se tipificó como delito grave. No sabía en lo que me metía.
Para entonces el güey hacía más fiestas, llevaba más gente y ya de ley, desde el martes, estaba metido ahí con varias personas. A mi chava le había dado su papá un departamento por Eje Central. Me dijo: “No vuelvo a entrar a tu departamento”.
El abogado me dio un protocolo: “Cuando entren al edifico, llamen a una patrulla. Tienen derecho”. Lo hice tres veces, pero era absurdo vivir así: ¿cada vez que entrara y saliera llamaría una patrulla? Decidí abandonar mi depa y me fui al de mi chava.
A los dos meses llamé al abogado; no le habían puesto al vecino ni un citatorio. Le reclamé y dijo “Es un caso muy difícil”, se justificó esa lacra que me bajó 70 000 pesos. Otro abogado retomó el caso y al fin un policía de investigación puso en su puerta un citatorio. El vecino enloqueció y me contrademandó con una estrategia de abogánsters. En el MP me informaron: “Estás demandado por robo a casa-habitación”. Mi novia se puso muy mal y me advirtió: “Ya no quiero tener nada que ver con esto, no declaro más”. Todo esto nos había dañado. La relación se salió de control y nos separamos.
Estaba inmerso en un universo kafkiano, con todo fuera de mis manos. Aunque pagara por justicia, no pasaría nada, y además estaba perdiendo un bien raíz. El proceso legal era un cuento sin fin. ¿Iba a pagar 300 000 pesos más para intentar algo tan incierto como que nos compensaran las lesiones? Abandoné el caso y me mudé con un primo.
El vecino siguió haciendo fiestas y envalentonándose, y yo me preguntaba: ¿nunca regresaré a mi casa? Diluidas mis esperanzas viví cuatro años en otros lugares.
Ya resignado, en mis visitas esporádicas para buscar alguna cosa me di cuenta de que el vecino ya solo venía por temporadas: seis meses sí y seis no. Las fiestas las hacía de vez en cuando y este año rentó [el departamento] a otra persona. El mirrey debe vivir en otro lugar más acorde a su estatus, uno de esos depas tipo Hong Kong del Eje 8 y el Cártel Inmobiliario.
Ciudad sin comunidad
En las unidades se comparten muros. Los sonidos tienen el poder de la intangibilidad, atraviesan paredes. Nuestro universo sonoro se filtra al del vecino y viceversa. No vivimos bajo su mismo techo, pero sí con sus sonidos.
En 2023, la Prosoc registró 35% más quejas que el año previo, logró 1 500 acuerdos en audiencia pública y obtuvo una recaudación récord por sanciones económicas. El aumento de las quejas y la marca en las multas son señales de que abundan los conflictos. “La primera comunidad es la familia y la segunda es tu vecino”, añade la procuradora Galaviz. “Pero en esta ciudad hay poca comunidad”.
La vida vecinal suele ser fuego cruzado. Hay una doble razón, sostiene la socióloga Álvarez: “El hacinamiento y la vida en masa. Transitas, habitas y trabajas con mucha gente disputando recursos y espacio, y aunque hay regulaciones, las desborda la realidad”. Y en esa disputa del espacio pueden surgir ataques al vecino. Patricia, testigo de nuestra cuarta historia, lo sabe.
El indigente clavó el puñal
Patricia, 37 años
Psicóloga
Vivo en un edificio frente al parque Mariscal Sucre. En abril, a las tres de la madrugada, me despertaron unos gritos en la calle. Me asomé por la ventana y estaba un vecino llamado Ernesto con sus tres perros.
Ya lo había visto: treintañero, alto, delgado, pelón y barbón. Serio y modernón. Trabajaba en el extranjero y hacía un año había vuelto a México, donde era un profesionista con buen empleo.
Discutía a gritos porque otro chavo acarició a uno de sus perros. Ernesto se alteró. “¡No lo toques!”, gritaba. El otro respondió: “¿Para qué los traes sueltos?”. Pasó una patrulla y Ernesto gritó: “¡Me asaltan. Auxiliooo!”. Como Ernesto estaba haciendo un desmadre, un policía se lo quería llevar. Mentó la madre a todos y se fue.
Pasaron meses. Todos los días paseo a mis perros en el parque, y una vez me llamó la atención una persona en situación de calle de unos 35 años que llegó a vivir ahí. Estaba con dos perros negros, grandes, y un garrafón. No estaba sucio, sino peinado y limpio. No dejaba basura. Todo lo tenía en una bolsa bajo el techo de la fonda La Fuente y cuando la fonda abría él se movía.
Los vecinos lo fueron reconociendo y decían cosas como: “Qué tranquilo, me dio las buenas noches”. Como no era incómodo, no nos daba miedo y jamás se drogaba ni tomaba, la gente adoptó a este chico llamado David. Alguna vez hice contacto visual y me dieron ganas de hablarle. Pronto empezó a limpiar parabrisas. Los perros se quedaban en un camellón protegidos del sol con un paraguas. Les daba agua y croquetas. Los tenía con buena correa, no un mecate. Si hacía frío les ponía su suéter; si llovía, su gabardina de perros. Los cuidaba tanto…
David tenía cara triste. Agarraba tres-cuatro ladrillos, improvisaba una hornalla y cocinaba. Acariciaba a sus perros y era llamativa su limpieza. Los indigentes hacen sus necesidades en el parque y él no. Hay una gasolinera cerca, quizá ahí se bañaba.
También te podría interesar: "Gentrificación en Oaxaca: desencuentros y rabia social"
Vestía jeans, playera, botas y chamarra de cuero. Recostado en un tapete, se acurrucaba con una cobija. Se dormía entre 10 y 11 de la noche. Si te acercabas, los perros te ladraban.
Cuando arrancaba el sábado 3 de agosto, a eso de las 12:30 de la noche, llegué a mi casa y vi muchos policías pidiendo la grabación de cámaras a vecinos y negocios. Dije, “algo pasó”. Mi novio me avisó: “Mataron al chavo de los perros”. Caí en shock. Primero pensé: “¿Y sus perros?” Bajé, vi una ambulancia, 10 patrullas, y al cuerpo en un área con listón amarillo. Unos vecinos tomaban fotos y vi las bolsas en las que David guardaba sus cosas.
Un vecino me aclaró: “El chavo de los perros, David, mató a otro”. Mi novio se había confundido. Vi tres perros amarrados a un arbusto. Eran los del vecino asesinado, Ernesto, el mismo de los gritos. Tras el homicidio, David se fugó.
Mi novio tiene un restaurante a metros de donde fue el asesinato. Revisamos las cámaras. Con ese video que da a la calle, otros videos y testimonios reconstruimos la historia: Ernesto sacó a pasear a sus perros sueltos y alguno se acercó a los de David, que le ladraron. Ernesto fue a amarrar a sus perros y regresó a pelear con David. Se hicieron de palabras.
Fin de la historia: Ernesto tirado allá, sus perros amarrados acá. El vendedor de flores del parque —vende donde David limpiaba parabrisas— me contó que siempre traía una navaja. En División del Norte y avenida Colonia del Valle hay una fuente. Al lado, David mató a Ernesto de una puñalada en el pecho. Los perros de Ernesto se quedaron amarrados toda la madrugada, hasta que al día siguiente su roomie fue por ellos.
Me buscaron de Canal 6 para entrevistarme. Me molestó el enfoque de los medios, redujeron todo a: “Como vecino vas tranquilo paseando a tus perros y un indigente te mata”. Y dieron versiones falsas: “El indigente tenía a sus perros sueltos”, “Mataba de hambre a sus animales”, “Era agresivo”, “Los vecinos se quejaban”. El estigma del indigente: persona peligrosa. Los indigentes tienen una historia, pero nadie la investiga.
Formé un lazo empático con David y me enorgullecían sus ganas de salir adelante. Hoy me conmociona saber que mató a alguien.
Su prioridad eran sus perros. Eran su mundo, su compañía, su vida. Y por ellos está en la cárcel. La Policía lo atrapó por el Panteón Francés. Ahora que salgo al parque y ya no está, me duele.
Una extensión espiritual
En el vínculo entre vecinos, el sentido de la propiedad es un argumento para la defensa de los intereses particulares, pero también puede volverse un arma; es decir, haces en tu espacio lo que desees, siempre y cuando no perturbes la vida del prójimo. Ese equilibrio entre derechos y límites suena simple, pero es complejo de establecer.
¿Por qué el sentido de propiedad nos importa tanto? Porque la propiedad es un asunto profundo que oscila entre lo arquitectónico y lo psicológico. Defiendo lo mío porque estás invadiendo mi propiedad física —con tu coche ocupando mi estacionamiento, por ejemplo—, pero al invadir mi espacio con tus gritos también irrumpes en mi propiedad emocional: mi casa no son solo techos y muros, sino una extensión espiritual de mí mismo. Y ahí no quiero que te metas.
En contraparte, el vecino puede justificar sus ruidos porque cualquier acción cotidiana implica generar sonidos. No podemos vivir en cámaras aisladas y silenciosas.
O sea, las fronteras de la propiedad son difusas, y ahí es clave el criterio. Ser propietario o alquilar una vivienda me otorga derechos, pero tampoco me atribuye el control en la cotidianidad del otro. Entonces, interviene el concepto de vida comunitaria que domina a mi entorno. en una colonia puede representar algo ordinario que a nadie molesta, mientras que para los vecinos de una torre de lujo poner cumbia a un volúmen alto para amanecer es algo intolerable. Aunque una sola ley rige a todos, el rompimiento del contexto hace al conflicto.
México ha cambiado su vida vecinal. Para la socióloga Lucía Álvarez, hace décadas los conflictos entre vecinos eran raros porque la interacción se daba en la calle. Ahí se jugaba, platicaba y gritaba. Por el desarrollo furioso de las vialidades y el aumento de la inseguridad, la gente pasa demasiado tiempo dentro de casa, y eso causa molestias al vecino. “Soy una chilanga de 66 años y crecí en la Nueva Santa María —relata—. Al acabar de comer, con mis hermanos, vivíamos en la calle: patinar, bici, futbol, parque. Volvíamos a las nueve de la noche. Había menos tensión vecinal por la menor intromisión [en la vida del vecino]”.
En otros países, la normativa de la vida comunitaria es estricta, con severos castigos económicos si alguien se pasa de la raya. Los conflictos nunca van a desaparecer, pero sí se pueden mitigar. En Alemania, por citar un caso, aplican periodos denominados Ruhezeit (horas de silencio) que obligan a los residentes a moderar sus ruidos por las noches a partir de las 10 p.m. y hasta las 7 a.m., y los sábados y domingos durante todo el día. El ruido que haga en mi casa no debe llegar a los oídos del vecino. Mi ruido es solo mío. Entre los alemanes, el Ruzeheit es casi un undécimo mandamiento.
En ese país y algunos otros con reglamentos vecinales muy estrictos, como Japón y España, las sanciones empiezan con advertencias de la autoridad, hasta llegar a las multas, finalización de contratos de arrendamiento e intervención policial. En México, como las tres primeras medidas se suelen incumplir, la intervención policial es frecuente. El odio es aún demasiado habitual.
{{ linea }}
México ha cambiado su vida vecinal. Para la socióloga Lucía Álvarez, hace décadas los conflictos entre vecinos eran raros porque la interacción se daba en la calle. Ahí se jugaba, platicaba y gritaba. Ilustración: Mara Hernández.
Con nueve millones de habitantes, la Ciudad de México es un impresionante laboratorio humano con riñas furiosas a cada minuto. En un departamento una persona vive con 35 animales. Una capitalina exige a su vecina cortar las cuerdas vocales de su perro. Un vecino construye un cuarto colgante que amenaza con inclinar el edificio, y en una unidad habitacional una residente enreja el jardín común para disfrutarlo en exclusiva. La Procuraduría Social de la Ciudad de México (Prosoc), el órgano que desde hace 35 años recibe acusaciones vecinales como esas, aunque intenta conciliar, arde.
En las siguientes cuatro historias de mujeres y hombres, cuyas vecinas y vecinos les destruyeron la vida o al menos se las volvieron un desconsuelo, guardamos su anonimato porque no quieren agravar el conflicto y sufrir venganza. Entre cada historia, narrada en primera persona, la titular de la Prosoc, Claudia Galaviz y Lucía Álvarez, socióloga especialista en relaciones vecinales, nos dejan tomar aire para poder pasar a la siguiente narración.
Sean bienvenidas, vecinas y vecinos.
Gritos en casa de los Fleming
Adán, 35 años
Fotógrafo
Hace 13 años vine [a vivir] a este barrio entre avenidas: Monterrey, Baja California y Viaducto, una tranquila isla de callecitas. Llegué con mi mejor amigo de roomie, a mis veintipocos años: el edificio era de 1949 con una renta barata, 5 000 pesos. Me instalé en el 303. En esos días me pasó algo premonitorio: fuimos al Cine Tonalá a ver la película Shut Up, Little Man! En un edificio de California, dos veinteañeros se mudan a un depa y en el escuchan ruidos del de al lado. Dos viejos alcohólicos que pelean y se repiten una frase: “Shut up, little man! (¡Cállate, hombrecito!)”. Los jóvenes sacan una caña, un micrófono y graban las peleas que se vuelven cómics muy exitosos.
En el departamento abajo del mío vivía una doctora y se metieron a robar. En su paranoia dejó el departamento a su hermano, quien junto con su esposa se convertirían en los protagonistas de esta historia que empezó hace siete años.
Mi cama está arriba de su departamento. Una noche, la esposa gritaba con su voz rara, chillante y ranchera. Desde ese día para todo gritaba, sobre todo de las once de la noche a las cuatro de la madrugada. Gritaba por cualquier cosa, incluso en la noche profunda: “¡Puse 20 pesos para la leche, devuélvemelos!”. Su tono era penetrante y el marido —de unos 50 años— nunca respondía. Sus discusiones escalaban: azotaban puertas, sillas. Era una batalla con dos menores de por medio, el niño de unos 8 años y una adolescente. Reinaba la voz de la señora y el señor tenía, al parecer, tos neuropática: desde las siete tosía hasta la madrugada, como queriendo sacar algo que nunca sacaba, quizá flemas. La tos era tan fuerte que se escuchaba hasta tres pisos abajo. En broma, en el edificio lo identificábamos como el “señor Fleming”.
Sus cortinas y ventanas, aunque hubiera 30 grados, nunca se abrían: eran enemigos de la luz.
Nadia, la vecina del 202, iba quejarse con ellos. Un día discutían y tuve que salir a apoyarla en bata de baño. El señor Fleming apenas abrió la puerta y detrás suyo estaba su esposa: cabello recogido, morena.
Nos miraba en silencio, un silencio que dominaba todo. Por la puerta entreabierta se alcanzaba a ver que el pequeño depa, con cuatro habitantes y gatos, atiborrado de muebles. “Esto no es un hospital, ¿cuánto silencio quiere?”, me respondió la primera vez el señor Fleming. Nadia le rogaba que nos dejara descansar. El señor daba miedo por su presencia, su altura y su encorvamiento. Ese día me inventó adicciones: “Te denunciaré, te las truenas con mariguana”, me dijo.
Los Fleming fueron subiendo el tono cada vez más. Cerraban la puerta y reiniciaba el circo. Me quejé con el administrador, quien, incrédulo, me preguntó: “¿Cuánto ruido puede haber?”.
El administrador es un abogánster con viejas mañas. Cobra la renta y el edificio le importa un carajo. Los vecinos le comentamos el problema y nos dijo: “Yo he matado. En mi rancho en Michoacán tengo mi fusca y una vez se metieron unos y les di unos balazos”. Nos prometió: “¡Voy a sacar a esos hijos de la chingada!”. Tocó a su puerta y les dijo: “Por favor, llévenla en paz”. Les tuvo miedo.
El señor Fleming vestía camisa y pantalones grandes, oversize. Un flaco de 1.90 metros con panza superpronunciada y el pelo desaliñado. Un ser extraño de mirada baja. No saludaba, no hablaba. Entre vecinos, un “hola” simboliza respeto y reconocimiento: “Sé que vivimos juntos”. Su silencio nos tensaba.
Los vecinos nos dimos cuenta de que Kaleb, el niño, tampoco hablaba. Si iba a la tienda, no intercambiaba miradas. Y la hija, de 19 o 20 años, con una belleza de canon: rubia y delgada.
Te recomendamos leer: "La tercera edad de Tlatelolco"
Nunca se veía al matrimonio junto; salía uno, se quedaba el otro. Cero conducta de pareja. Algunas noches ponían a todo volumen música screaming, basada en gritos, aunque una vez que puse “Cucurrucucú paloma” con Caetano Veloso escuché a la señora tararear.
Desde las siete de la noche prendía la tele, era mi defensa para tratar de disimular los gritos con documentales y tutoriales. Los ruidos, peleas y la tos a tres metros debajo de mi cama ya eran terribles. No dormía y estaba angustiado, ya arrastraba un malestar emocional. Me estaba dañando la salud y comenzaba a trastornarme la vida.
Mi novia María llegó a vivir conmigo. Al oír que la mamá le gritaba muy feo a su hijo, se compadecía de él: “Pobre de ese niño”, decía. Hasta que una vez se cansó. A las cuatro de la mañana, mientras dormíamos, escuchamos gritos y desde la ventana mi novia no se aguantó y les gritó de todo. “¡Cállate tú, pinche vieja loca!”, le respondieron.
Lo más inquietante llegó una madrugada de diciembre 2022, cuando percibí el arrastre de algo pesado por los pasillos, pero no quise averiguar de qué se trataba. Cuando se dejó de escuchar el ruido, abrí la puerta; apestaba horrible, como a muerto, y las escaleras estaban embarradas de un líquido pestilente. En el chat, los vecinos se quejaron. Llamé al administrador: “Licenciado, arrastraron algo fétido por las escaleras”. Me contestó: “Ojalá no se hayan matado entre ellos. Checa, por favor. Gracias”.
Los vecinos citamos a la dueña del departamento, la hermana del señor Fleming, a una junta vecinal. Mientras estabamos reunidos entró Kaleb al edificio. La dueña lo saludó, “Hola, Kaleb”, le dijo. Él pasó sin reaccionar. “La situación es insostenible. Quizá necesiten tratamiento psiquiátrico”, le dijimos a la dueña
Las cosas siguieron muy mal, y la vecina Nadia llamó a la Policía. No hicieron nada, no había delito comprobable. “Denuncien en el DIF por maltrato infantil”, sugirieron. Justo días antes de entregar una carta firmada por los vecinos, vimos un camión de mudanza en la calle. Los Fleming sacaban montones de muebles horribles. Ese camión de mudanzas fue un alivio: en noviembre de 2023, los Fleming se fueron.
Aunque volví a soñar, aún no me quito el hábito de encender la tele aunque haya paz. Necesito ruido blanco para descansar. Ya sin ellos, hoy con mi novia pensamos en el niño. Por siete años sentimos compasión por Kaleb, a quien jamás le escuchamos su voz. ¿Quién los estará sufriendo ahora?
Deberíamos tener una serie de TV
Miles de denuncias engendran luchas entre vecinos que a veces derivan en violencia física. “Deberíamos tener una serie de televisión”, dice Claudia Galaviz, titular de la Prosoc.
Si vives en un edificio te rige la Ley de Propiedad en Condominio, “La Biblia” de la Prosoc, que nadie jamás lee. En esta ciudad, 4.5 millones de habitantes —la mitad de la población— habitan edificios bajo el mandato de esa institución. Solo en 2023, la procuraduría recibió un volumen delirante de quejas: 39 465, que desahogan en ocho oficinas 300 trabajadores. “Necesitamos más personal”, ruega Galaviz. Están rebasados, así como también “la emoción rebasa” a los pobladores. “En las asambleas vecinales se llega a los golpes”. Por eso, en las conciliaciones hay policías y la Prosoc deriva a la Fiscalía General de Justicia los casos bajo sospecha de ser delitos. “¿El vecino me cae mal? —explica Galaviz—. Le rayo el carro, le poncho su llanta”, o bien lo acoso legalmente hasta trastornarle la vida durante 13 años, como en la siguiente historia que le ocurrió a Alberto.
La guerra desde el balcón
Alberto, 53 años
Empresario y músico
Tengo una regla. Antes de instalar un negocio, aviso a los vecinos. Eso hice hace 13 años al comprar un local en la [colonia] Del Valle, les expliqué que pondría un restaurante bar. La familia de madre, padre e hija cuyo balcón está arriba de mi fachada me negó su “autorización”. Les argumenté que la licencia (Permiso de Establecimiento Mercantil) me amparaba y me fui.
Abrí el negocio y el papá colgó una manta en su balcón con la leyenda: “Clausura del Bar Ziete. ¡Delegado [Jorge] Romero, pare la corrupción!”. Respondí con otra manta: “Los de arriba mienten”. El señor me exigió quitar mi manta y le reviré que primero quitara la suya.
Yo había pagado el permiso de enseres en la Secretaría de Administración y Finanzas (cuesta 4 000 pesos el m2) para poder poner mesas en la banqueta donde la familia estacionaba sus autos en batería. En México la gente cree que su casa se extiende a la calle.
Tracé el área, coloqué macetas, llegó la Policía y empezó a quitarlas. Mostré el permiso y las pude recolocar, pero empezó una guerra que ha durado 13 años. Aunque el papá murió, su esposa e hija tomaron el mando. Sin tregua, me llegaban notificaciones de la Prosoc, el Instituto de Verificación Administrativa (INVEA), la Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) y la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT), acusándome de que mis permisos eran falsos.
Mi local de 120 m2 está bajo un edificio de los años cincuenta con uso de suelo habitacional y comercial, según consta en escrituras. Al lado hay una fonda, una casa de cambio y una agencia de viajes. Mi restaurante no es para chavitos. Hay tapas y rock de los ochenta a un volumen adecuado para gente de hasta 60 años. No es un antro. Es un bar para tomar una chela y a dormir. No me causa expectativas ni lo abrí por placer; con el bar sostengo a mi hijo. No es un bar de moda que cause mil problemas y ni siquiera necesito un vigilante.
Las quejas ante las autoridades tenían el mismo argumento: “Sus papeles son falsos”, me abrumaban. Acudía a un juicio tras otro. Extenuante. Cada autoridad me repetía: “Su vecina dice que sus papeles son falsos”. “Mentira, mírelos”. Así, una vez y otra y otra. A su estrategia le añadió robar mi correspondencia: recibos del predial, agua, cuentas de banco. Vaciaba mi buzón. Y luego vino el insulto. Su hija, de unos 40 años, cada que me veía me pintaba dedo. Hasta que un día, le pregunté: “¿Qué te hice?”. “Tus papeles son falsos”, me respondió. “Vamos a revisarlos”, le pedí y me respondió: “Haré todo lo posible para que te cierren”.
Como mis papeles son verdaderos, gano los juicios. Desde luego, a ellas no les importa la resolución judicial, sino el acoso legal. Verbalmente me hacen una acusación: “Pagas [sobornas] a las instituciones”. No soy millonario, no pagaría mentiras, y un local de 20 mesas ni siquiera da económicamente para eso. No es un table dance.
Pasaron a meterse con los clientes. La hija bajaba y les decía: “¡No vengan, no tiene permisos!”. Yo explicaba a los clientes: “Están a la vista en la pared, léanlos, con la firma del director responsable de Obra que me supervisa. Y cumplo con las nuevas reglas del temblor (de 2017): mesas con 1.5 m de distancia y uso máximo de 40 personas”.
Un día llamaron a la policía y le dijeron que lavaba dinero. Absurdo.
Como hablar a los clientes no funcionó, les aventaron agua desde su balcón. Llamé a la patrulla: “Para actuar debemos verlas aventando el agua. Grábelas”. ¿Me quedaba con el celular frente a su balcón todo el día para cuando lo hicieran?
A los clientes que han mojado les explico que “esas personas están mal, les cambio la mesa”, pero algunos nunca regresan. A otros los engancha la violencia. Cuando los mojan, les piden que bajen. A unas chavas las insultaron y les respondieron. Tuve que separarlas.
Alguna vez no pude más y fui a demandarlas al Ministerio Público (MP): “Me molestan desde hace años, y la respuesta fue: ʻ¿Tus pruebas?ʼ”. La ley en México protege las mentiras. Si denuncian como falsos mis papeles y luego la autoridad me verifica y las desmiente, sus mentiras no se sancionan. Su falsa denuncia no tiene ninguna consecuencia.
Decenas de veces me han verificado por lo mismo. La ley admite las verificaciones que sean. Jamás la autoridad les ha dicho: “Oigan, ya revisamos 40 veces y todo es verdadero”.
No me falta nada. Cada semana muestro papeles, constancias, uso de suelo e incluso la Licencia Ambiental Única de Sedema que me obliga a pagar laboratorios (gubernamentales) que miden el ruido, descargas de agua, basura, decibeles.
Ya llegamos a las malas palabras. Esto me lastima en lo emocional. El acoso legal me violenta y he pensado vender, pero son muchos años de sufrimiento para ahora darles la razón desistiendo.
Siento que he sido juzgado por mi apariencia (aretes, pelo largo, barba y dos metros de altura) y contraté a un abogado de pelo corto para que desahogara juicio tras juicio; es decir, normalicé algo que no debería. Pero nada cambió. Un día la señora se metió por la puerta trasera. “¡Señora, ¿qué hace en la cocina?!”. Empezó a gritar. La vecina administra el edificio y suspendí el pago de mantenimiento. Los vecinos me reclaman. Como ya no me alcanza para pagar mantenimiento y abogado permanente, les rogué que la tranquilizaran; pero es imposible.
¿El futuro? Ni idea. No puedo hacer nada porque están enfermas. Desde su balcón todo el día observan el negocio. Terrible. Sociológico.
En la CDMX nadie tolera imposiciones
La socióloga Lucía Álvarez estudia los infinitos conflictos entre las personas que pasan su vida uno junto a otro, aunque ni se conozcan. Desde hace 30 años, la autora de Distrito Federal. Sociedad, economía, política y cultura investiga en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM la participación ciudadana; además, elabora leyes y contribuye a programas de gobierno para mejorar colonias y unidades.
—Las peleas vecinales tienen como gran factor el ruido. ¿Por qué?
—En Yucatán y Veracruz, por ejemplo, la vida es a puertas abiertas, con gente sentada en la vereda y calles cerradas para fiestas. Eso es impensable en esta ciudad, aquí la gente no tolera imposiciones: “¿Por qué los corridos de mi vecino van a irrumpir en mi vida?”.
Los capitalinos sufren tres grandes tormentos en cerca del 80% de las quejas: invasión de áreas comunes, administraciones irregulares y ruido (taladros, martillos, peleas, música, mascotas, obras). Aquí podría haber hipersensibilidad. La procuradora Galaviz lo ilustra con una queja contra ella misma. “A mi vecina le molestaban los pasos de mis dos niños. Por miedo, ellos empezaron a usar siempre zapatos que amortiguaban el ruido, y ella me presentó hasta las dimensiones del tapete donde debían jugar. Existen dos derechos, el tuyo y el mío. Ahí [está] lo complejo de conciliar: no tienes por qué oír ruidos molestos del vecino, pero el vecino tiene derecho a vivir. La frontera de lo permisible es subjetiva, y lo que para un vecino es su derecho, para otro es un abuso.
—¿Los chilangos pretendemos demasiado silencio? —pregunto a la procuradora.
—Sí. Recibí a una vecina peleada con su vecino por un perro. Denunciado, presionado, él se mudó. Al tiempo la vecina regresó: “¡Llegó otro vecino con un gato!”. Le dije: “¿Cuál es el problema? Tiene derecho a su animal de compañía”. La gente ignora la ley (de Propiedad en Condominio) y cuándo es válido un procedimiento.
Cierto que hay hipersensibles, pero a Bernabé le tocó un vecino cuya vivienda sirvió por años para delirantes reventones que pulverizaron su cabeza y su noviazgo.
El karaoke del mirrey
Bernabé, 47 años
Artista multimedia
Me cuesta retomar estos pasajes, pero lo haré. Me cambié a este depa propiedad de mi mamá en 2010. Pasó el tiempo y al departamento arriba del mío lo compró un personaje unos cinco años más chico. Su sala estaba arriba de mi cuarto. El güey iba y venía, y de inmediato lo agarró para fiestas los fines. Era de un perfilito particular: aspiracional, mirrey, trajeadito, con camisa planchadita y pelo engominado. Viajaba en BMW. Era un soltero con muchos amigos. Abogado. Llegaba con sus amigos con botellas de “Bacacho” y Torres a ponerse la peda sábado y domingo. Se las aventaba largas. No me importaba, pero empezó a hacer sus fiestas más duro. Ya le pegaba al alcoholismo jueves, viernes, sábado, domingo, y como su sala estaba arriba de mi cuarto, oía absolutamente todo: banda, Valentín Elizalde; Luis Miguel, ídolo de los mirreyes; José José, ídolo de los alcohólicos, y —paradójicamente— la canción “Enjoy the Silence” de Depeche Mode. Todo en karaoke desde la madrugada al mediodía.
Los primeros tres años sentía un peso al caer la noche, y los vecinos lo sufríamos. Aftereaba con hasta 10 personas. Brincaban, bailaban, le subían a la música cabrón, se les caían botellas. Un after aderezado con drogas, o eso creo.
Los vecinos llamamos a la policía: “Les damos 300 pesos. Entren y pídanle que le baje”. Nos dijeron: “No podemos hacer nada”. El tipo se ponía más bravo. A los seis meses del conflicto, ni siquiera vivía en el edificio. Su depa era la sede de sus pedas.
De repente, una madrugada de karaoke muy fuerte, mi novia se desesperó. Nos destruía el sueño. Esperamos a las 11 de la mañana del sábado —la fiesta seguía— y acordamos pedirle que le bajara. Mi novia grababa con el celular cuando les tocamos. Él abrió. Nos recibió en bata: detrás estaba su novia, gorda y fuerte, que enloqueció al ver a mi chava grabando: “¡No me grabes!”. Se le fue a los golpes y la ahorcó. Mi novia era atlética porque hacía este deporte de patines en que se avientan (roller derby) y estaba habituada al contacto. Pero no se la podía sacar de encima. Le lastimaba el cuello, la sacudía. El sujeto se me vino encima: “¿Por qué vienes a mi departamento?”. “Tranquilo, güey, es para pedirte que le bajes”. “Hago lo que quiero, es mi casa”, y zas, emputado se me va a los golpes hacia los ojos y la boca. Me la partió. Intuyo que estaban en drogas porque se les veía muy “trabucles”. Me estresaba que alguien cayera de las escaleras: muy empinadas con barandales bajitos. Bajamos a casa, sus golpes habían estado cabrones.
En el IMSS a mi novia le diagnosticaron esguince de segundo grado en cervicales. Le habían dado machín. Estaba muy mal. Usó collarín por semanas y pagó médico privado.
Gugleé al tipo. Era un abogado corporativo que seguro pertenecía a un mundo lacroso. Sentí miedo por mi vida: temía alguna acción violenta. Empecé a ir al psicólogo y a la vez contraté a un abogado que me pidió 70 000 pesos para levantar la denuncia en el MP de Parque Delta (Fiscalía de Investigación Territorial BJ-3). Como al paso de los meses no había novedades, fui a ese MP y me aclararon que mi abogado ni siquiera había iniciado el caso. Le hablé: “Te di varo y no hiciste nada. ¿Qué pedo?”. “He estado con mucha chamba”. Finalmente levantamos la denuncia en el MP por lesiones que tardan más de 15 días en sanar (según ese delito, si tardan más de 15 días en sanar se imponen hasta dos años de prisión y 260 días de multa). En el MP la denuncia se tipificó como delito grave. No sabía en lo que me metía.
Para entonces el güey hacía más fiestas, llevaba más gente y ya de ley, desde el martes, estaba metido ahí con varias personas. A mi chava le había dado su papá un departamento por Eje Central. Me dijo: “No vuelvo a entrar a tu departamento”.
El abogado me dio un protocolo: “Cuando entren al edifico, llamen a una patrulla. Tienen derecho”. Lo hice tres veces, pero era absurdo vivir así: ¿cada vez que entrara y saliera llamaría una patrulla? Decidí abandonar mi depa y me fui al de mi chava.
A los dos meses llamé al abogado; no le habían puesto al vecino ni un citatorio. Le reclamé y dijo “Es un caso muy difícil”, se justificó esa lacra que me bajó 70 000 pesos. Otro abogado retomó el caso y al fin un policía de investigación puso en su puerta un citatorio. El vecino enloqueció y me contrademandó con una estrategia de abogánsters. En el MP me informaron: “Estás demandado por robo a casa-habitación”. Mi novia se puso muy mal y me advirtió: “Ya no quiero tener nada que ver con esto, no declaro más”. Todo esto nos había dañado. La relación se salió de control y nos separamos.
Estaba inmerso en un universo kafkiano, con todo fuera de mis manos. Aunque pagara por justicia, no pasaría nada, y además estaba perdiendo un bien raíz. El proceso legal era un cuento sin fin. ¿Iba a pagar 300 000 pesos más para intentar algo tan incierto como que nos compensaran las lesiones? Abandoné el caso y me mudé con un primo.
El vecino siguió haciendo fiestas y envalentonándose, y yo me preguntaba: ¿nunca regresaré a mi casa? Diluidas mis esperanzas viví cuatro años en otros lugares.
Ya resignado, en mis visitas esporádicas para buscar alguna cosa me di cuenta de que el vecino ya solo venía por temporadas: seis meses sí y seis no. Las fiestas las hacía de vez en cuando y este año rentó [el departamento] a otra persona. El mirrey debe vivir en otro lugar más acorde a su estatus, uno de esos depas tipo Hong Kong del Eje 8 y el Cártel Inmobiliario.
Ciudad sin comunidad
En las unidades se comparten muros. Los sonidos tienen el poder de la intangibilidad, atraviesan paredes. Nuestro universo sonoro se filtra al del vecino y viceversa. No vivimos bajo su mismo techo, pero sí con sus sonidos.
En 2023, la Prosoc registró 35% más quejas que el año previo, logró 1 500 acuerdos en audiencia pública y obtuvo una recaudación récord por sanciones económicas. El aumento de las quejas y la marca en las multas son señales de que abundan los conflictos. “La primera comunidad es la familia y la segunda es tu vecino”, añade la procuradora Galaviz. “Pero en esta ciudad hay poca comunidad”.
La vida vecinal suele ser fuego cruzado. Hay una doble razón, sostiene la socióloga Álvarez: “El hacinamiento y la vida en masa. Transitas, habitas y trabajas con mucha gente disputando recursos y espacio, y aunque hay regulaciones, las desborda la realidad”. Y en esa disputa del espacio pueden surgir ataques al vecino. Patricia, testigo de nuestra cuarta historia, lo sabe.
El indigente clavó el puñal
Patricia, 37 años
Psicóloga
Vivo en un edificio frente al parque Mariscal Sucre. En abril, a las tres de la madrugada, me despertaron unos gritos en la calle. Me asomé por la ventana y estaba un vecino llamado Ernesto con sus tres perros.
Ya lo había visto: treintañero, alto, delgado, pelón y barbón. Serio y modernón. Trabajaba en el extranjero y hacía un año había vuelto a México, donde era un profesionista con buen empleo.
Discutía a gritos porque otro chavo acarició a uno de sus perros. Ernesto se alteró. “¡No lo toques!”, gritaba. El otro respondió: “¿Para qué los traes sueltos?”. Pasó una patrulla y Ernesto gritó: “¡Me asaltan. Auxiliooo!”. Como Ernesto estaba haciendo un desmadre, un policía se lo quería llevar. Mentó la madre a todos y se fue.
Pasaron meses. Todos los días paseo a mis perros en el parque, y una vez me llamó la atención una persona en situación de calle de unos 35 años que llegó a vivir ahí. Estaba con dos perros negros, grandes, y un garrafón. No estaba sucio, sino peinado y limpio. No dejaba basura. Todo lo tenía en una bolsa bajo el techo de la fonda La Fuente y cuando la fonda abría él se movía.
Los vecinos lo fueron reconociendo y decían cosas como: “Qué tranquilo, me dio las buenas noches”. Como no era incómodo, no nos daba miedo y jamás se drogaba ni tomaba, la gente adoptó a este chico llamado David. Alguna vez hice contacto visual y me dieron ganas de hablarle. Pronto empezó a limpiar parabrisas. Los perros se quedaban en un camellón protegidos del sol con un paraguas. Les daba agua y croquetas. Los tenía con buena correa, no un mecate. Si hacía frío les ponía su suéter; si llovía, su gabardina de perros. Los cuidaba tanto…
David tenía cara triste. Agarraba tres-cuatro ladrillos, improvisaba una hornalla y cocinaba. Acariciaba a sus perros y era llamativa su limpieza. Los indigentes hacen sus necesidades en el parque y él no. Hay una gasolinera cerca, quizá ahí se bañaba.
También te podría interesar: "Gentrificación en Oaxaca: desencuentros y rabia social"
Vestía jeans, playera, botas y chamarra de cuero. Recostado en un tapete, se acurrucaba con una cobija. Se dormía entre 10 y 11 de la noche. Si te acercabas, los perros te ladraban.
Cuando arrancaba el sábado 3 de agosto, a eso de las 12:30 de la noche, llegué a mi casa y vi muchos policías pidiendo la grabación de cámaras a vecinos y negocios. Dije, “algo pasó”. Mi novio me avisó: “Mataron al chavo de los perros”. Caí en shock. Primero pensé: “¿Y sus perros?” Bajé, vi una ambulancia, 10 patrullas, y al cuerpo en un área con listón amarillo. Unos vecinos tomaban fotos y vi las bolsas en las que David guardaba sus cosas.
Un vecino me aclaró: “El chavo de los perros, David, mató a otro”. Mi novio se había confundido. Vi tres perros amarrados a un arbusto. Eran los del vecino asesinado, Ernesto, el mismo de los gritos. Tras el homicidio, David se fugó.
Mi novio tiene un restaurante a metros de donde fue el asesinato. Revisamos las cámaras. Con ese video que da a la calle, otros videos y testimonios reconstruimos la historia: Ernesto sacó a pasear a sus perros sueltos y alguno se acercó a los de David, que le ladraron. Ernesto fue a amarrar a sus perros y regresó a pelear con David. Se hicieron de palabras.
Fin de la historia: Ernesto tirado allá, sus perros amarrados acá. El vendedor de flores del parque —vende donde David limpiaba parabrisas— me contó que siempre traía una navaja. En División del Norte y avenida Colonia del Valle hay una fuente. Al lado, David mató a Ernesto de una puñalada en el pecho. Los perros de Ernesto se quedaron amarrados toda la madrugada, hasta que al día siguiente su roomie fue por ellos.
Me buscaron de Canal 6 para entrevistarme. Me molestó el enfoque de los medios, redujeron todo a: “Como vecino vas tranquilo paseando a tus perros y un indigente te mata”. Y dieron versiones falsas: “El indigente tenía a sus perros sueltos”, “Mataba de hambre a sus animales”, “Era agresivo”, “Los vecinos se quejaban”. El estigma del indigente: persona peligrosa. Los indigentes tienen una historia, pero nadie la investiga.
Formé un lazo empático con David y me enorgullecían sus ganas de salir adelante. Hoy me conmociona saber que mató a alguien.
Su prioridad eran sus perros. Eran su mundo, su compañía, su vida. Y por ellos está en la cárcel. La Policía lo atrapó por el Panteón Francés. Ahora que salgo al parque y ya no está, me duele.
Una extensión espiritual
En el vínculo entre vecinos, el sentido de la propiedad es un argumento para la defensa de los intereses particulares, pero también puede volverse un arma; es decir, haces en tu espacio lo que desees, siempre y cuando no perturbes la vida del prójimo. Ese equilibrio entre derechos y límites suena simple, pero es complejo de establecer.
¿Por qué el sentido de propiedad nos importa tanto? Porque la propiedad es un asunto profundo que oscila entre lo arquitectónico y lo psicológico. Defiendo lo mío porque estás invadiendo mi propiedad física —con tu coche ocupando mi estacionamiento, por ejemplo—, pero al invadir mi espacio con tus gritos también irrumpes en mi propiedad emocional: mi casa no son solo techos y muros, sino una extensión espiritual de mí mismo. Y ahí no quiero que te metas.
En contraparte, el vecino puede justificar sus ruidos porque cualquier acción cotidiana implica generar sonidos. No podemos vivir en cámaras aisladas y silenciosas.
O sea, las fronteras de la propiedad son difusas, y ahí es clave el criterio. Ser propietario o alquilar una vivienda me otorga derechos, pero tampoco me atribuye el control en la cotidianidad del otro. Entonces, interviene el concepto de vida comunitaria que domina a mi entorno. en una colonia puede representar algo ordinario que a nadie molesta, mientras que para los vecinos de una torre de lujo poner cumbia a un volúmen alto para amanecer es algo intolerable. Aunque una sola ley rige a todos, el rompimiento del contexto hace al conflicto.
México ha cambiado su vida vecinal. Para la socióloga Lucía Álvarez, hace décadas los conflictos entre vecinos eran raros porque la interacción se daba en la calle. Ahí se jugaba, platicaba y gritaba. Por el desarrollo furioso de las vialidades y el aumento de la inseguridad, la gente pasa demasiado tiempo dentro de casa, y eso causa molestias al vecino. “Soy una chilanga de 66 años y crecí en la Nueva Santa María —relata—. Al acabar de comer, con mis hermanos, vivíamos en la calle: patinar, bici, futbol, parque. Volvíamos a las nueve de la noche. Había menos tensión vecinal por la menor intromisión [en la vida del vecino]”.
En otros países, la normativa de la vida comunitaria es estricta, con severos castigos económicos si alguien se pasa de la raya. Los conflictos nunca van a desaparecer, pero sí se pueden mitigar. En Alemania, por citar un caso, aplican periodos denominados Ruhezeit (horas de silencio) que obligan a los residentes a moderar sus ruidos por las noches a partir de las 10 p.m. y hasta las 7 a.m., y los sábados y domingos durante todo el día. El ruido que haga en mi casa no debe llegar a los oídos del vecino. Mi ruido es solo mío. Entre los alemanes, el Ruzeheit es casi un undécimo mandamiento.
En ese país y algunos otros con reglamentos vecinales muy estrictos, como Japón y España, las sanciones empiezan con advertencias de la autoridad, hasta llegar a las multas, finalización de contratos de arrendamiento e intervención policial. En México, como las tres primeras medidas se suelen incumplir, la intervención policial es frecuente. El odio es aún demasiado habitual.
{{ linea }}
No items found.