Fem: crónica de la primera revista feminista de América Latina

Las pioneras de Fem

Patricia Vega
Ilustraciones de Yazmín Huerta

En los años setenta, cuando lo revolucionario era saberse feminista y compartirlo, la unión de un grupo de mujeres intelectuales detonó la fundación de la primera revista feminista de América Latina. Esta es una oportunidad histórica para hablar de quienes antecedieron los movimientos en la región.

Tiempo de lectura: 19 minutos

Fem por feminismo, Fem por feminista, Fem por feministas. Fui lectora de Fem desde que ingresé a trabajar a la radio, en 1980, con el deseo de convertirme en una periodista cultural de tiempo completo. En la Fonoteca de Radio UNAM encontraba y escuchaba las series de corte feminista, ya legendarias, realizadas por Alaíde Foppa —desaparecida y asesinada ese mismo año por el Gobierno de Guatemala— y Margarita García Flores, en sus respectivos espacios radiofónicos. Sin embargo, fueron las páginas de Fem las que impulsaron mi paulatina transformación en una feminista silvestre que ejerce sin ningún título: ni activista ni académica, pero sí una periodista aliada. En el número 33 (abril mayo de 1984), dedicado a la mujer en el arte, se incluyó un fragmento precoz de mi primer poema publicado: “Parodias de guerra”. Nunca más volví a escribir ahí, pero continué siendo su ávida lectora.

Esta es la historia que no aparece de manera explícita en sus páginas. Pero la revisión de algunos de sus 261 números y las entrevistas a sus fundadoras me permiten reconstruir la forma en la que surgió un equipo de mujeres intelectuales y cómo se organizó para darle vida a la publicación, hasta llegar a los motivos que, años después, la llevaron a una lenta extinción. Fem apareció en México en el último trimestre de 1976 y ha pasado a la historia como la primera revista feminista de América Latina, cuyo propósito —según su primer editorial— era “señalar desde diferentes ángulos lo que puede y debe cambiar en la condición de las mujeres […]. No queremos disociar la investigación de la lucha y consideramos importante apoyarnos en datos verificados y racionales y en argumentos que no sean solo emotivos”.

Sus creadoras acudieron a una mezcla, original entonces, de ensayos feministas, traducciones, semblanzas en revistas, crónicas y noticias sobre lo que sucedía en el contexto del nuevo feminismo latinoamericano. También publicaron poemas y cuentos escritos desde el punto de vista de la mujer y, en algunas ocasiones, difundieron obra artística realizada por mujeres. Elena Poniatowska recuerda que una revista con esas características inéditas fue imaginada desde 1975 entre Foppa (ensayista, poeta y catedrática guatemalteca) y García Flores (periodista y funcionaria de Difusión Cultural de la UNAM). Ambas ya habían abierto sus tribunas radiofónicas —Foro de la Mujer y Diálogos, respectivamente, en Radio UNAM— a la discusión pública, a través de entrevistas sobre temas relacionados con las condiciones de desigualdad en las vidas de miles de mujeres y que, consideraban, debían cambiar para lograr una sociedad cada vez más justa y equilibrada.

Siguiendo con el relato de Poniatowska en la antología Fem. 10 años de periodismo feminista (1988), Foppa y García Flores habían coincidido en un viaje de trabajo, en un autobús, para llegar a Acámbaro, Guanajuato, donde dictarían sus respectivas conferencias; sentadas codo a codo durante las largas horas del trayecto, las nuevas amigas, que entonces tenían 62 y 43 años, se contaron sus vidas e intercambiaron perspectivas, ideas y experiencias que las llevaron a concluir que había llegado el momento de crear una revista hecha por y para mujeres, en la que no se excluyera a los varones solidarios con esa causa, como el conocido exlíder estudiantil Luis González de Alba, quien escribió en Fem desde su primer número.

Las antiguas sufragistas ya habían alcanzado su principal meta, conseguir el voto para la mujer en diversos países, por lo que habían guardado las pancartas que fueron su compañía durante incontables manifestaciones y protestas. Sin embargo, el espíritu adormecido en la región despertaba en nuevas generaciones cada vez con mayor intensidad. Para las mexicanas universitarias, de clase media e izquierdistas, la inspiración provino del Movimiento de Liberación de las Mujeres que venía forjándose en Estados Unidos, a finales de los sesenta, con el propósito de transformar las condiciones de vida de las mujeres y acabar con la desigualdad de género que se manifestaba en las relaciones personales y afectivas, en la esfera pública, en el trabajo y aun en los movimientos contestatarios. La consigna era “Lo personal es político”, y esa nueva ola expansiva alcanzó a gran parte del mundo.

En el país, diversas autoras estaban ya animadas por escribir artículos de opinión desde el punto de vista de la mujer: Rosario Castellanos colaboraba en la página de opinión del Excélsior a inicios de los sesenta; Poniatowska, entre 1953 y 1955, publicaba sus entrevistas y crónicas en Excélsior y Novedades; Esperanza Brito de Martí tenía una sección fija en Novedades para el Hogar desde 1963; Elena Urrutia escribía en el diario Novedades desde 1974 y luego en El Sol de México.

Solo había que reunirlas para que empezaran a colaborar, de manera formal, junto a otras mujeres más jóvenes que ya se habían manifestado abiertamente como feministas. Salvo Brito de Martí, que llegó a la revista tiempo después, el núcleo inicial de Fem quedó conformado por una muy joven estudiante de Etnología Marta Lamas, la abogada Carmen Lugo, la antropóloga Lourdes Arizpe, la escritora y docente Margarita Peña y la investigadora literaria Beth Miller —además de Poniatowska y Urrutia—, quienes conformaron el primer consejo editorial. Así, las militantes del nuevo feminismo giraban entusiasmadas en torno a la idea de adaptar ese movimiento pujante a las sociedades latinoamericanas, envueltas, además, en ese ambiente de protesta contracultural que flotaba en el aire.

Casi desde el principio, las dinámicas de poder —de las que no están exentos los grupos contestatarios, sean feministas o no— fueron complicando la interacción y provocaron roces que, con el tiempo, se transformaron en diferencias irreconciliables.

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Gabriela Cano, historiadora y profesora-investigadora de El Colegio de México, nos sitúa en el contexto político y social que se vivía en el país y que resumimos así: no se puede entender el nacimiento de Fem sin tomar en cuenta la realización de la primera Conferencia Internacional de la Mujer (CIM), cuya sede estuvo en la Ciudad de México, bajo el auspicio de la ONU y del propio gobierno encabezado por Luis Echeverría Álvarez. Con un par de años de antelación, la ONU había declarado 1975 como el Año Internacional de la Mujer, y dicha conferencia oficial formó parte de las actividades que también sucedieron en el marco del llamado Decenio de la Mujer. A lo largo de dos semanas, la CIM tuvo lugar en las instalaciones de la Secretaría de Relaciones Exteriores y en ella participaron representantes de 133 gobiernos, con el propósito de diseñar un plan de acción internacional.

De aquí emanaron los acuerdos oficiales dirigidos a lograr la incorporación de las mujeres al desarrollo económico y social en cada país y a propiciar la paz. Se calcula que entre cuatro mil y seis mil integrantes de diversas organizaciones no gubernamentales asistieron a la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, un foro alterno en el que se abordaron algunos de los temas que habían quedado fuera —la relación entre las feministas del primer y el tercer mundo, el aborto, la prostitución, el lesbianismo— y cuya discusión acalorada, que llegó a gritos e insultos, alimentó el morbo de los periódicos de la época.

Meses después, las feministas más radicales, resume Cano, se reunieron en un contracongreso convocado por el Movimiento de Liberación de las Mujeres con el propósito de abordar el aborto y exhibir la demagogia del acto oficial. Había gran desconfianza hacia todo lo que proviniera de la administración de Echeverría y no querían nada con ese gobierno represor: los recuerdos de la matanza de estudiantes del 10 de junio de 1971 —el Jueves de Corpus— seguían a flor de piel. El nuevo feminismo mexicano, integrado en gran parte por universitarias de izquierda y de la clase media, se desarrollaba bajo el cobijo de las expresiones contraculturales y los movimientos juveniles de protestas de la época, para los que la Revolución cubana era, entonces, un paradigma.

De aquellas asistentes y participantes, muchas comenzaron a identificarse entre sí como integrantes del nuevo feminismo. Sin saberlo, ahí coincidieron quienes conformarían el núcleo de Fem, que compartían el anhelo por hacer llegar a otras mujeres las teorías, los conceptos y las definiciones que les permitirían cambiar su lugar en el mundo a través de un activismo callejero que no estaba reñido con las libretas ni con los pizarrones de la academia. Ahí estuvieron también las futuras lectoras de una revista que estaba en ciernes.

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Al igual que en otros países, algunas mujeres mexicanas empezaron a tomar más conciencia de lo que significa vivir en una sociedad patriarcal y sus consecuentes desigualdades de género. En ese entonces, prácticamente ningún partido político incluía en su agenda asuntos relacionados con las mujeres. El ambiente estaba listo para que dos docentes universitarias sumaran sus experiencias para dar vida a una revista feminista, inscrita en los nuevos aires de la época. Trazaron el contenido, la estructura, el formato y el diseño que tendría. Cuando llegó el momento del parto, ambas se convirtieron en codirectoras y fueron respaldadas por las mujeres a las que habían convocado para integrarse, quienes aparecieron, desde el primer número, como miembros del consejo editorial de la naciente publicación.

Alaíde Foppa, quien había nacido en Barcelona, España, adoptó la nacionalidad guatemalteca en 1944, en su extremismo ideológico hacia la izquierda, luego de su matrimonio con Alfonso Solórzano —fundador del Partido Guatemalteco del Trabajo, juzgado como militante radical en su país—; destacaba por una refinada educación adquirida en Europa, junto con el aprendizaje de varios idiomas, lo que le permitía manejarse con la soltura que imprimiría a sus poemas, ensayos y críticas de arte.

Margarita García Flores, por su parte, provenía de un sector popular. Había estudiado Contaduría en su natal Nueva Rosita, Coahuila, y al trasladarse del norte a la Ciudad de México continuó su formación en la Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM. Fue de las primeras funcionarias de esa casa de estudios. Fungió como jefa de redacción de la Gaceta UNAM y, ya como directora de prensa y de la unidad editorial de Difusión Cultural —un cargo que solo había sido ocupado por Rosario Castellanos—, fundó y dirigió el suplemento Los Universitarios. De esta manera, “la Márgara”, como le decían sus amigas, además de decidir los contenidos, conoció las entrañas técnicas del proceso de editar lo mismo libros que publicaciones periódicas. Se familiarizó con las complicaciones de los cierres editoriales y exigió los mejores resultados a formadores, diseñadores, tipógrafos, impresores y distribuidores que, por colmilludos, acababan por ser abusivos frente a un grupo de mujeres inexpertas. Se había convertido en una mujer muy ruda y curtida en el oficio editorial.

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Las demás feministas del grupo, a pesar de ser escritoras, periodistas o académicas, no tenían ninguna experiencia editorial. La mayor parte del tiempo se enredaban en discusiones que, por muy fascinantes y enriquecedoras, terminaban por provocar tensiones cuando se hablaba del aborto, el trabajo doméstico, la violencia contra la mujer, la doble jornada.

Foppa conocía bien el mundo de las artes plásticas y se había dado a conocer como crítica especializada. Hay versiones que aseguran que organizó una subasta con la obra de sus amigos pintores y que los recursos económicos obtenidos se utilizaron para los gastos iniciales de Fem. Desde el primer número se anunció que era una publicación editada por Nueva Cultura Feminista, S. C., cuyo domicilio oficial estaba en la casa de la propia Foppa, ubicada en la elegante colonia Florida. Sin embargo, se hacían colectas entre todas para pagar lo que se tuviera que pagar. Por lo menos dos participantes aclararon que algunas contribuciones tuvieron el oculto propósito de obtener una mejor posición e imagen tanto dentro como fuera de la revista.

Las integrantes que sobreviven coinciden en que Foppa era inteligente, graciosa, suave y abrumadoramente encantadora. A través de su buen trato y gentileza era capaz de restablecer la concordia donde habían surgido choques y agrias discrepancias. “Todas se cuadraban ante Alaíde”, dice Elena Poniatowska, incluso “Marta Lamas, la más joven, vitalmente atrabancada y franca del grupo”, que había nacido 33 años después que Foppa. Sin duda, Foppa fue la figura de mayor autoridad en un grupo de mujeres en el que muchas se sentían con el conocimiento suficiente para decidir cuál era la mejor forma de hacer las cosas. Casi desde el principio, las dinámicas de poder —de las que no están exentos los grupos contestatarios, sean feministas o no— fueron complicando la interacción y provocaron roces que, con el tiempo, se transformaron en diferencias irreconciliables.

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Desde el principio, Fem, producto de la autoorganización en los grupos feministas, asumió una vocación de independencia muy lejana de los esquemas comerciales de la publicidad y de la injerencia de grupos políticos —encabezados en su mayoría por hombres— que podrían haber garantizado su permanencia a lo largo de los años. Sus creadoras buscaron abordar temas que no habían sido tratados en las revistas de la época dedicadas a las mujeres —Vanidades y Kena, por ejemplo, estaban centradas en fomentar el consumo con base en los roles tradicionales—: el trabajo invisible, la violación, el hostigamiento sexual, la violencia intrafamiliar, la prostitución, así como las aportaciones de las mujeres a la ciencia, el arte y la cultura. Hasta sus últimos días, se mantuvo independiente, sin ceder a la necesidad de mercantilizarse ni aproximarse a ningún partido, incluso cuando ya se había convertido en ese proyecto económicamente inviable y que su última directora, Esperanza Brito de Martí, cargó sobre sus espaldas hasta que ya no pudo más.

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El cuarto número vio la luz en julio–septiembre de 1977 y fue el último que codirigieron Alaíde Foppa y Margarita García Flores. Llevaban un año compartiendo la hazaña de hacer un proyecto feminista. Nunca se dio una explicación clara sobre los motivos de la salida de García Flores. Marta Lamas ha escrito, en un recuento sobre su relación con Fem, que entre los reclamos de García Flores estaba el hecho de que había una “bola de pinches burguesas” a las que no les interesaba la política. En ese testimonio aseguró que “el motivo principal de su salida fue la dinámica interna de Fem […], no deja de asombrarme la lucidez con la que [García Flores] vislumbró las competencias mezquinas”. Si bien su participación fue breve, su contribución fue fundamental para que la revista naciera y tuviera vida por muchos años.

Foppa decidió no continuar ella sola, y a partir del quinto número apareció la entonces novedosa figura de una dirección colectiva, integrada por la propia Foppa, Lamas, Carmen Lugo, Elena Poniatowska y Elena Urrutia, y en su consejo editorial continuaron Lourdes Arizpe, Alba Guzmán, Beth Miller y Margarita Peña, a las que se sumaron la académica Flora Botton Beja y la escritora Sara Sefchovich. En muchos de los recuentos sobre Fem, Foppa ha sido el personaje más relevante de su historia. Sin embargo, el nombre de García Flores quedó opacado y su gran aportación se ha ido desdibujando con el tiempo.

Si bien Botton Beja, adscrita a El Colegio de México, empezó a colaborar desde el tercer número —con un largo ensayo sobre la situación de la mujer en China—, ante el inesperado cambio en la estructura de la revista, se integró al consejo editorial, lo que le permitió participar en la dinámica de un colectivo que se mantenía vivo a pesar de las diferencias. El “engrudo” era, dice Botton Beja, “la energía pacificadora” de Foppa y lo revolucionario en sí mismo de saberse feministas.

“Estábamos tratando de concentrar las ideas del pensamiento feminista y transmitirlas para propiciar que otras mujeres reflexionaran sobre su situación”. Con eso, que parece tan simple, estaban más que satisfechas “porque estábamos poniendo nuestro granito de arena para ese gran cambio social que sentíamos indispensable. Mis recuerdos de esa época son muy alegres. Claro que algunas del grupo eran más teóricas o políticas que otras, teníamos ocupaciones diferentes, pero todas queríamos compartir lo que pensábamos”, dice.

Por supuesto que en Fem hubo choques y desacuerdos, como los hay en cualquier grupo humano que se organice y que se proponga trabajar de manera colectiva y horizontal. En algún momento se perdió la poca química que había entre una joven Lamas, formada a la luz de las ideas marxistas, y la madura y recalcitrante católica Urrutia. Aunque ambas pertenecían a segmentos privilegiados, Lamas quería que su bonanza económica pasara desapercibida, mientras que Urrutia la ostentaba de una manera que podría considerarse hasta grosera. Son famosas las líneas de Poniatowska en las que describe cómo Urrutia llegaba a las reuniones enfundada en traje de montar y con un fuete en la mano. Botton Beja me confirma que esa actitud le ponía a Lamas los pelos de punta; Urrutia, por su parte, se mostraba incómoda con el desenfado de una joven vestida con calcetas, falda escocesa y mocasines que hablaba sin tapujos de su cuerpo y sexualidad.

Dicen que forma es fondo. En casa de Foppa también se servían galletitas y té en charolas de plata, incluso durante las reuniones de Fem. Sin embargo, su lujo y alcurnia fueron aceptados debido, tal vez, al trato gentil y afable de la propia Foppa, quien sorprendía con el radicalismo de las ideas que expresaba en sus textos, programas de radio y conferencias. Con el tiempo, se había convertido en una mentora, figura tutelar y gran amiga, en especial para Lamas. Frenaba las disputas, particularmente los choques con Urrutia, las llamaba a la concordia. Sin embargo, ninguna estaba preparada para la tragedia que vendría.

A principios de 1980, Marta Acevedo, destacada activista feminista, fue invitada a sumarse a la dirección colectiva de Fem —junto con la poeta Isabel Fraire, además de la académica Teresita de Barbieri y la escritora Tununa Mercado, de origen uruguayo y argentino, respectivamente, y que añadieron la perspectiva latinoamericana del exilio provocado por las dictaduras—. Con ella desapareció el consejo editorial. Acevedo dice que Fem “era la revista de las señoras que a un grupo de feministas jóvenes nos daba hueva”. A pesar de sus resquemores, se integró y comenzó a trabajar con su conocido entusiasmo militante: había vivido el nacimiento del Movimiento de Liberación de las Mujeres en California y había escrito una crónica memorable sobre las movilizaciones y la huelga de mujeres por la igualdad que ocurrieron en San Francisco y que, al ser publicada en el suplemento La cultura en México de la revista Siempre!, se convirtió en semilla del naciente nuevo feminismo mexicano. Sin duda, su participación amplió la visión del grupo.

A finales del mismo año, en diciembre de ese trágico 1980, en lo que sería un viaje de descanso y de carácter familiar, Foppa fue desaparecida en Guatemala. La noticia causó consternación en México y otros países, pero en Fem se vivió con mayor abatimiento. Las integrantes impulsaron una campaña de prensa internacional en la que se exigió al Gobierno guatemalteco su aparición con vida. Aunque había la certeza de la participación de las autoridades de ese país en el secuestro, todo fue inútil y, finalmente, su asesinato tuvo que ser aceptado y, luego, asimilado. En su momento, Lamas aclaró que la vida de Foppa empezó a correr peligro cuando la poeta decidió comprometerse aún más con la denuncia de injusticias hacia los sectores más vulnerables y la constante violación de sus derechos humanos, que eran pan cotidiano en Guatemala, y aceptó ser la representante diplomática del Ejército Guerrillero de los Pobres, organización de la guerrilla en la que además militaban dos de sus cinco hijos.

El asesinato marcó un nuevo giro en Fem: incluir de manera permanente la denuncia de las violaciones a los derechos humanos y una reafirmación de su inicial compromiso con los oprimidos y su vocación latinoamericana. De esa tragedia surgió posteriormente la frase “Alaíde Foppa, siempre entre nosotras” con la que empezaban, siempre, el directorio de Fem hasta la publicación del último número.

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Lo deben haber intentado muchas veces y de diversas maneras, pero en Fem nunca acabaron de asimilar aquel duelo. Si Foppa fue torturada y asesinada en 1980 por el Gobierno guatemalteco, debido a sus posturas políticas, García Flores, que recibió el Premio Nacional de Periodismo en 1982 por sus entrevistas en Radio UNAM, abandonó la escena pública al año siguiente, agobiada por una enfermedad rara que Poniatowska no acertó a precisar en la conversación que sostuvimos. El paulatino deterioro físico de la periodista y su fallecimiento pasaron desapercibidos. La orfandad pesa, y pesa mucho.

“Estábamos poniendo nuestro granito de arena para ese gran cambio social que sentíamos indispensable. Mis recuerdos de esa época son muy alegres. Claro que algunas del grupo eran más teóricas o políticas que otras, teníamos ocupaciones diferentes, pero todas queríamos compartir lo que pensábamos”.

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A pesar de que el colectivo había quedado simbólicamente acéfalo y sus integrantes sumergidas en el dolor de la pérdida que significó el asesinato de Alaíde Foppa, decidieron seguir con la revista mediante la fórmula de la dirección colectiva que ya tenían. Flora Botton Beja ofreció su casa, en la distinguida colonia Polanco, para que ahí continuaran las reuniones muchos años más, durante los cuales, a pesar de la neutralidad, se agudizó una soterrada lucha por el poder que, ya sin el freno de Foppa y con el creciente déficit financiero, incidió en el proceso que años después culminaría con la desaparición de la publicación. El contexto social y político en el país se iba transformando, al igual que el del feminismo.

Marta Acevedo recuerda que las reuniones tenían el propósito de revisar el número terminado y esbozar el tema y contenido de la siguiente edición. “Todas salíamos sabiendo quién se iba a encargar de qué y le dábamos seguimiento al proceso de producción de contenidos. Hubo números muy buenos, otros no tanto y otros que resultaron fallidos —reconoce la también editora de libros para niños—, pero siempre hubo muy buen café y discusiones interesantes”. Sonríe cuando recuerda que hace poco, al ordenar su biblioteca, revisó varios números de Fem, sobre todo de su primera época, y cayó en la cuenta de que la revista tuvo textos muy bien planteados y escritos con esmero que “resultaban atractivos para un tipo de mujer de clase media, intelectual, con educación universitaria. Lo que nos proponíamos era llamar la atención, y eso se logró con creces”.

Al tiempo que la revista se iba profesionalizando, se buscaron fórmulas para tratar de mantener el equilibrio, como la figura de una coordinadora invitada en cada número, que imprimía su propio sello. Sin embargo, ya era evidente la división entre dos grupos: las que estaban a favor de Elena Urrutia, a quien la experiencia al desempeñar cargos culturales en la UNAM y en el Gobierno federal le facilitó moverse de lugar para tratar de fungir, en los hechos, como la directora de Fem, y las que estaban con Marta Lamas, empeñadas en preservar, mediante el trabajo colectivo, el lugar que involuntariamente había dejado Foppa y que nadie podría llenar.

En un intento por restablecer el equilibrio, se añadió un consejo con nuevas integrantes: Catalina Eibenschutz, Claudia Hinojosa, Itziar Lozano, Ángeles Mastretta y Teresa Rendón. Lamas estaba en Barcelona —entre 1983 y 1985 estudiaba Teoría Psicoanalítica—. Cuando recibió por correo el número 26, vio con alegría que había entrado una nueva camada de colaboradoras: Mariclaire Acosta, Josefina Arana, Mercedes Carreras, Berta Hiriart, Ilda Elena Grau, Graciela Iturbide y Rosamaría Roffiel, nombres conocidos ya en la arena del nuevo feminismo. También a la distancia supo de otros cambios que la inquietaron: el número 33 ya no venía con los créditos de Acevedo ni de Teresita de Barbieri.

Acevedo, quien había asumido el cargo de subdirectora general de Radio Educación, recibió una carta de Urrutia —apoyada por otras firmas— en la que de manera oficial se le informó que, por sus ausencias, su “nombre ya no aparecería en el directorio de la revista porque estaba explotando el trabajo de las demás”. Tuvieron el buen tino, agrega con ironía, “de correrme de Fem, justamente un 8 de marzo”. Por su parte, De Barbieri renunció en solidaridad con Acevedo. Para el número 34, apareció un cargo nuevo y ambiguo: el de editora, ocupado por Elena Urrutia, con lo que la conocida funcionaria cultural avanzó en las tareas administrativas de la revista hasta el año de 1983, en que fue invitada a dirigir el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer de El Colegio de México. Pero esa es una historia para otra ocasión.

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A pesar de que se habían sumado nuevas plumas a la revista, el ambiente interno y la salud económica de Fem continuaron con un deterioro que los miembros del grupo no alcanzaban a resolver y acordaron que se requería una intervención de urgencia. Optaron por nombrar a una directora externa que no se hubiese contaminado con el ambiente que existía. La invitación recayó en Berta Hiriart, quien tenía una larga historia en el feminismo como parte del colectivo La Revuelta, el cual, a partir de 1976, creó un fanzine independiente, de hechura colectiva, sin créditos individuales y del que se llegaron a publicar ocho números entre 1976 y 1978, hasta que con el apoyo solidario de Carlos Payán, subdirector del entonces novedoso Unomásuno, La Revuelta empezó con una columna que, a su vez, se convirtió en una página completa de un diario con prestigio y circulación nacional que se había propuesto dar voz a sectores de la sociedad que no la habían tenido antes.

Hiriart no era una novata en el feminismo ni en el periodismo feminista, pero sus antecedentes eran totalmente distintos a los de las integrantes de Fem: fue una auténtica hippie, cuenta entre risas, que vivió en comunas y siempre se vestía con pantalones u overoles de mezclilla. Por tener experiencia en el trabajo colectivo, “siempre he buscado la conciliación”. Su estreno como directora formal de Fem —con sueldo incluido— ocurrió en el número 50 (febrero de 1987), con el apoyo de la escritora Tununa Mercado como jefa de redacción. Hiriart se propuso convertir Fem en una publicación mensual y emprendió una mezcla entre viejas y nuevas colaboradoras. Aceptó tomar el timón con la condición, me dice, de “no meterse en las broncas del grupo” y la advertencia de que “la parte creativa se me daba muy bien, pero la administrativa no”. Para entonces, aunque Fem había cambiado su formato desde 1982, la revista llevaba algún tiempo en números rojos, había disminuido considerablemente su tiraje y casi no circulaba, salvo en grupos intelectuales, lo que se tradujo en una deuda que se acumulaba. Si bien Hiriart no pudo salvar el proyecto en términos económicos, en su corto periodo frente a la revista —casi un año—, su gran contribución fue abrir las puertas de Fem a una nueva camada de jóvenes periodistas, entre las que estuvieron Rosa María Rodríguez, Isabel Barranco, Ernestina Gaitán Cruz y Josefina Hernández Téllez, por mencionar algunos nombres de quienes morían de ganas de colaborar con notas informativas, entrevistas, crónicas y reportajes desde una perspectiva feminista.

Sin nuevos anunciantes, ni aumento en la venta de suscripciones ni éxito en sus llamados a conseguir patrocinadores, “la revista ya iba en plena picada y preferí renunciar antes de que Fem muriera en mis manos”, admite Hiriart.

Habían quedado atrás esos días de gloria en los que el tiraje alcanzaba los diecisiete mil ejemplares, catorce mil de los cuales se encartaban y distribuían gratuitamente entre los suscriptores del diario Unomásuno y tres mil se entregaban al equipo de Fem, para venta directa entre sus círculos más cercanos, como producto de un acuerdo que caducó y nunca pudo ser renovado.

Años después, frente al agotamiento y la inesperada renuncia de Hiriart a finales de 1987, el colectivo de la revista se negó a dejarla morir: Esperanza Brito de Martí tenía credenciales como una feminista muy reconocida y emprendedora —años atrás había formado parte en la fundación del Movimiento de Liberación de las Mujeres y a través de diversos grupos había apoyado a la maternidad voluntaria—. Empezó a dirigir Fem en 1988 y se mantuvo al frente hasta 2005, es decir, más de la mitad de la vida de la publicación. Además de profundizar en la transformación de una revista de intelectuales a una más periodística, Brito de Martí incorporó a más periodistas: Marcela Guijosa, Yoloxóchitl Casas Chousal, Elvira Hernández Carballido, Guadalupe López García, Lucía Rivadeneyra, Elsa Lever e Isabel Custodio. Llegó a invertir hasta recursos propios para resolver los problemas de publicidad y distribución. A través de la distribuidora Citem, colocó a Fem en 57 ciudades del país, en los Sanborns y en la Comercial Mexicana. Sin embargo, los dueños vendieron la empresa en el año 2000, con lo que se acabó la amplia difusión que habían logrado y eso afectó gravemente su proyecto de aumentar la cantidad de lectoras.

En el editorial del número 261, distribuido en octubre de 2005, se dio a conocer la triste noticia de que ese sería el último de la versión impresa, y se daba la bienvenida a su formato virtual, del que no encontré rastros en la red. Ahora, el contenido íntegro de esos 261 números ha sido digitalizado por la UNAM para permitir su consulta en línea a través del proyecto Archivos Históricos del Feminismo, bajo la tutela del Centro de Investigaciones y Estudios de Género. Ahí pudimos leer una semblanza en la que se afirma que las páginas de Fem se abrieron a un total de 1 259 autoras y autores —cuya coincidencia mayor fue su bagaje feminista—, que a lo largo de veintinueve años se expresaron a través de 5 416 colaboraciones de distintos géneros periodísticos y literarios. Revisé en línea desde el primero hasta el último número impreso y en todos aparece el crédito de Marta Lamas. De todas las feministas que pasaron por las páginas de Fem y que he tenido la oportunidad de conocer en lo personal, Lamas ha sido la única feminista de tiempo completo, la que ha dedicado prácticamente toda su vida y recursos —materiales, simbólicos, emocionales— a esa causa que, a partir de 1972, transformó su vida.

Mientras revisaba algunos números de la época dorada me percaté de que entre las preocupaciones de las nuevas feministas de ayer y las de hoy existe una continuidad que se pensaba interrumpida: sus intereses son los mismos o, al menos, se parecen mucho.

A mediados de los setenta, las nuevas feministas, de manera paulatina, fueron venciendo obstáculos que, por su apariencia imbatible, generaron la falsa imagen de que el nuevo feminismo ya no era necesario; para las décadas de los ochenta y noventa ya había perdido su carácter contestatario y, de la misma manera, Fem ya no ocupaba el lugar central que había tenido años atrás. Por paradójico que parezca, hoy estamos ante nuevas generaciones de mujeres jóvenes cuya realidad las ha empujado a revivir ese nuevo feminismo cuya muerte había sido decretada. Mientras revisaba algunos números de la época dorada me percaté de que entre las preocupaciones de las nuevas feministas de ayer y las de hoy existe una continuidad que se pensaba interrumpida: sus intereses son los mismos o, al menos, se parecen mucho. Menciono algunos: la autodeterminación sobre el cuerpo, la sexualidad libre y la maternidad voluntaria, la autonomía personal, la crítica a la objetivación de la mujer y al sexismo, la lucha contra la violencia hacia las mujeres. Las jóvenes de entonces, como las de hoy, comparten la urgencia de lograr, por fin, la soñada revolución feminista que pueda poner fin al patriarcado.

Más sobre la edición impresa #228: «Desafiar los límites».

 


PATRICIA VEGA. Tijuana, Baja California, 1957. Periodista independiente especializada en temas de cultura y ciencia. Obtuvo el Premio Nacional de Periodismo (2010) y el Premio de Periodismo y Literatura de la Asociación Mundial de Mujeres Periodistas y Escritoras (2011). Autora de los libros El caso Rushdie: testimonios sobre la intolerancia (1991), A gritos y sombrerazos (1996), Periodismo mexicano en una nuez (2008) y coautora —con Gabriela Cano— de Amalia González Caballero de Castillo Ledón: entre las letras, el poder y la diplomacia (2016).

YAZMÍN HUERTA. El pájaro de mil ojos, artista gráfica y diseñadora audiovisual para diversos medios, universos y dimensiones. Es, además, creadora de rituales transmediales y colectivos cuánticos, en los que el arte y la creación son sagrados. Idealista, insaciable, freelance, nómada, cambiante, independiente. Ama la música, el cine, la poesía, la ciencia ficción, la psicología, las culturas ancestrales, las marcas arriesgadas, la docencia poco ortodoxa en las artes y el diseño. Alquimista de la imagen y el color, tarotista, onironauta, sanadora, volátil, vertiginosa, habitante de múltiples ficciones lúcidas, madre de Elena.


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