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¿Diseño biológico para criar?

¿Diseño biológico para criar?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Al día de hoy se sostiene que quienes desarrollan testículos durante el estadio prenatal producen mayores niveles de testosterona, y estos “altos niveles” son los responsables de masculinizar los cerebros.
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Tiempo de Lectura: 00 min

¿Dónde nace el deseo de gestar? ¿Existe de verdad una “llamada biológica” o es la respuesta inconsciente hacia una exigencia social? Este tipo de cuestionamientos son cada vez son más recurrentes para quienes la gestación es una elección y no un destino manifiesto.

Mi experiencia molecular

En el año 2008 cursaba Biología Molecular como parte de las asignaturas obligatorias para licenciarme en Biotecnología y al mismo tiempo lidiaba con problemas serios de pareja. En ese contexto, hubo una clase en la que el profe sor se dedicó a explicarnos cómo nuestra biología habilitaba que fuéramos seres con lenguaje articulado, capaces de pensar/sentir y comunicar(nos) de las maneras en que lo hacemos les humanes. Una compañera preguntó: “¿Qué pasa molecularmente cuando estás enamorade?”. La respuesta del profesor involucró algunos neurotransmisores, como la dopamina; pero fue la oxitocina, una hormona altamente conservada en mamíferos, la que sin duda tomó protagonismo para explicar reacciones humanas que resultan de la interacción con otres seres humanes, las cuales van desde nuestro comportamiento social, los vínculos emocionales que solemos desarrollar, como el apego y el amor, hasta respuestas fisiológicas como el orgasmo.

La molécula en cuestión se convirtió en la perfecta justificación para mi definitiva separación: no habría que explicar que ya no me sentía bien estando juntas, o que creía que no estábamos compartiendo un proyecto de vida. Solo tendría que sostener que estaba demostrado que luego de dos años de relación “ya no circula tanta oxitocina” en una pareja. Chido. El indiscutible argumento científico me solucionaba un montón de discusiones y atenuaba las emociones encontradas. De alguna manera, molecularizar mi decisión prácticamente anulaba mi experiencia subjetiva: mi vivencia. Esa molecularización, al fin y al cabo, del propio sentimiento le daba un tinte tan objetivo y aséptico a la ruptura de mi relación que fue difícil no adoptar la explicación de los procesos vinculares que había sido pro puesta por el profesor. Pero la oxitocina, además de todos sus quehaceres afectivos, tiene otras funciones evolutivas importantes. Es por ello que también es conocida como la “hormona de la maternidad”: dado que facilita el parto y está involucrada en la lactancia, se considera que tiene la función de fortalecer el lazo entre quien gesta y le bebé.

Dos años después, al obtener el título que acreditaba mi autoridad epistémica para sostener que la falta de oxitocina era el motivo del comienzo del final de las relaciones románticas, inicié un proyecto doctoral en el departamento de Fisiología del Sistema Nervioso de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Ahí me introduje en el ámbito de las neurociencias y la salud mental. Puse la oxitocina entre paréntesis y me dediqué a entender las diferencias cerebrales entre los sexos.

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Dos precisiones merecen la pena en esta narrativa. La primera de ellas, y totalmente relacionada con mi título de biotecnóloga, es que me formé bajo la idea de que nuestra biología podría explicar ciertos aspectos de por qué somos como somos, pero nunca reflexioné sobre la relación que podría existir entre mi biología y vivirme lesbiana. La segunda precisión es que me crie en la escuela del dimorfismo sexual. Es decir, daba por sentado que las posibilidades reproductivas implicaban dos formas biológicas, distinguibles y excluyentes entre sí. Me refiero a la idea de que tener ovarios o testículos no solo supone la producción de tipos de gameto —ovocito y espermatozoide, respectivamente—. En cambio, estas dos formas comprometían a todo órgano y sistema fisiológico, incluidos los cerebros. Por lo tanto, desde la asunción de que existía el dimorfismo sexual, los cerebros tenían sexo.

Estas precisiones son importantes para entender el punto del que partí al profundizar en los estudios sobre la diferencia sexual cerebral: la oxitocina acompañaba mis conductas socioafectivas, mientras que mi cerebro estaba determinado por la posibilidad reproductiva. Es decir, si tuviera ovarios, entonces tendría cierto cerebro; mientras que, si tuviera testículos, estaría en posesión del otro cerebro. Mentiría si dijera que al salir de la carrera sabía “a ciencia cierta” cuáles eran las reales implicancias de tener sexo en el cerebro. De hecho, la idea de sexo cerebral era una premisa general asumida, pero que no se exploraba si ese no era el sentido específico de la asignatura. Y no había ninguna materia dedicada al estudio de las diferencias cerebrales entre los sexos, así que lo que encontré en el laboratorio fue una verdadera sorpresa para mí…

De la licenciatura al laboratorio de neurociencias

La misma premisa general de sexo cerebral rondaba por el laboratorio. Y aunque mi investigación no se orientaba a buscar diferencias cerebrales entre los sexos, dado que tenía que dilucidar la función de un receptor —una proteína— que se expresaba en los cerebros, me inquietó que en los ensayos conductuales que tenía que hacer en ratones me hicieran considerar solo a los machos. El motivo de esta exclusión era que las hembras introducían variables por sus ciclos hormonales, hecho que complejizaba los análisis estadísticos “sin sentido”, pues nuestro objetivo no era estudiar diferencias entre machos y hembras.

Pero si había dos tipos de cerebros, y no sabíamos “a ciencia cierta” qué hacía el receptor en general, una intuición básica era suponer que ese receptor podría funcionar diferente entre machos y hembras. Esto me hizo dudar si realmente había dos cerebros, pues descubrí que el laboratorio donde trabajaba no era el único que excluía a las hembras al investigar la función de diferentes receptores cerebrales, sino que era una práctica generalizada.

Para lo que acá nos ocupa, lo importante es que decidí explorar en PubMed, la base de datos biomédicos más grande que existe, si había o no dos tipos de cerebros, pues la idea es que los resultados en ratones se extrapolan, con ciertos recaudos (bastante polémicos), a nosotres, les humanes. Puse en el buscador: “human brain + sex difference”. No solo corroboré que había miles de artículos que confirmaban la existencia de dos tipos de cerebros; además, me confronté por primera vez con las verdaderas implicancias de ese sexo cerebral. Adelanto que una de ellas es que tener un cerebro femenino parecía inherentemente conllevar una inclinación nata al proyecto de crianza.

Nacida lesbiana versus nacida para cuidar

Al día de hoy se sostiene que quienes desarrollan testículos durante el estadio prenatal producen mayores niveles de testosterona, y estos “altos niveles” son los responsables de masculinizar los cerebros. En contraste, quienes desarrollan ovarios tendrán menores niveles de testosterona y, por tanto, cerebros no masculinizados, o femeninos. Mucha testosterona, sinónimo de masculinidad.

Pero ¿qué significa esa masculinización cerebral que da cuenta de un cerebro masculino y, por defecto, otro femenino? La organización cerebral antes de nacer explicaría la optimización para ciertas habilidades y conductas en la vida posnatal. La masculinización cerebral implicaría, por ejemplo, optimización para una capacidad llamada visoespacial, fundamental para disciplinas que implican abstracción, como la química orgánica. Las personas con cerebro femenino —o no masculinizado— tendrían una optimización para la habilidad llamada “fluidez verbal”; básica mente, hablar mucho. Sobre las conductas, se identifican tres. Una es el juego y la elección del juguete, que supone que quien porta un cerebro masculinizado es más agresivo, le gusta la competencia, juega a las luchas y demás, mientras que uno femenino habilita acciones asociadas a la comunicación y la empatía, como relacionarse con un peluche o jugar a servir el té. Las otras dos conductas son la identidad —de género— y la sexualidad. Los cerebros masculinos serían hombres y les gustarían las mujeres —heterosexuales—. En contraste, los femeninos serían mujeres y sentirían atracción por sus contrapartes masculinas —heterosexuales—.

Si llegaron a esta parte de la lectura, comprenderán mi sorpresa al hallar todo lo que lo biológico supuestamente explicaba. Pensé: “¿Qué hago acá?”. Tengo ovarios; entonces, un cerebro femenino y, por tanto, pobremente capacita do para las habilidades de abstracción requeridas para la producción de conocimiento científico, a lo cual me dedico. Parecía que lo mío era más bien hablar mucho. Acto seguido, me dije: “Tranquila, lu, no todo está perdido, ¡sos lesbiana!”. Es decir: si me gustan las mujeres, eso prueba que algo de mi cerebro está masculinizado; entonces, puede que esté optimizado para las habilidades visoespaciales.

Mi razonamiento fue bastante asertivo, pues me enteré de que las personas de la diversidad sexual o transgénero también éramos explicadas desde la idea del sexo cerebral. La hipótesis era que definitivamente habíamos tenido, por distintos motivos, niveles de testosterona “del otro sexo”, y eso explicaba que no fuésemos cisgénero o heterosexuales. De la misma manera cabían las personas intersex, es decir, que tienen variaciones de la genitalidad respecto de las dos formas biológicas que describí. Por ejemplo, una persona que tiene ovario y testículo, o una persona con ovarios y niveles de testosterona dentro del rango considerado masculino. En todos los casos había estudios que buscaban rastros cerebrales del “sexo opuesto”.

En dos años de trabajo en el laboratorio aprendí de manera “accidental” lo que en toda una carrera no me habían enseñado de manera formal. A saber, comprometerme con el actual discurso neurocientífico implicaba no solo que la oxitocina fuera responsable de que mis vínculos sexoafectivos comenzaran a decaer en torno a los dos años. Además, que la testosterona prenatal era la causante de que fuera lesbiana, de que haya jugado básquet de pequeña y de que tuviera optimización cerebral para continuar con mi proyecto doctoral. Asimismo, la idea de la existencia de cerebros femeninos suponía que había roles naturales asociados directamente con el cuidado y la crianza.

Maternidad tradicional por naturaleza

Los cerebros masculinos orientaban a quienes los portaran a alejarse de las tareas de cuidado, los prevenía de cultivar la empatía y la comunicación, mientras que el mismo razonamiento explicaba el acercamiento a dichas tareas de quienes portaran cerebros femeninos. La idea de sexo cerebral que describí podría sugerir que este tipo de actividades no se encuentran optimizadas solo en quienes tienen posibilidad de gestar, pues este discurso parece admitir muchas formas de xaternidad sobre un continuo de cerebros más o menos masculinizados. Sin embargo, las apariencias engañan, y es el momento oportuno para sacar del paréntesis a la oxitocina. El discurso neurocientífico y la hormona de la maternidad se articulan para dar paso a lo que ha cobrado una relevancia fundamental estos últimos años y se ha conocido como el vínculo materno-fetal.

Esta idea deriva de la teoría del apego, desarrollada durante la segunda posguerra. A diferencia de los discursos médicos y psiquiátricos que prevalecían respecto a que las necesidades de une bebé consisten únicamente en ser alimentade y mantenide seque y caliente, el psicoanalista John Bowlby, proponente de la mencionada teoría, sostuvo que las relaciones tempranas debían ser cálidas, íntimas y continuas. Es decir, la idea de apego se ha centrado en les niñes, en la seguridad que adquieren de sus referentes de crianza para satisfacer sus necesidades.

Sobre la base de esta idea, el “apego materno-fetal” se ha entendido como el grado en que las mujeres adoptan comportamientos que representan una afiliación e interacción con su “hijo no nacido”. En contrapartida, el término “vinculación” emerge para enfatizar el papel de la madre al asumir su función de cuidar de le niñe: el vínculo materno- fetal supone un lazo emocional-psicológico, referido a la percepción que tiene la madre de los cuidados, cuya intensidad y calidad aumentan a lo largo del embarazo. Aunque, se sugiere, comienza muy temprano durante el proceso de gestación.

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Este vínculo se asocia a la llamada teoría del ciclo tranquilizador. Según esta, el cocondicionamiento pavloviano (esto es, aprendizaje autonómico) entre quien gesta y su feto, durante el embarazo y después del parto, promueve la corregulación de la madre y le bebé, y la consecuente conexión emocional que conduce a un mejor funcionamiento social de ambos.

Es importante mencionar que esta corregulación es autonómica/visceral, y por tanto se trataría de mecanismos que dependen de regiones subcorticales. Es decir, se consideran mecanismos primitivos, resultado de la evolución para facilitar el vínculo emocional entre quien gesta y el proceso de gestación.

En esta corregulación estaría implicada la oxitocina (y también otra hormona llamada lactógeno placentario humano). El fortalecimiento posnatal de la conexión emocional se correlaciona con aumentos en los niveles de oxitocina, disminución de los síntomas de depresión y ansiedad entre quienes gestan y menores problemas de conducta infantil a lo largo del tiempo.

En definitiva, parece ser que son los cerebros femeninos y con útero (mujeres cisgénero endosex —es decir, no inter sex— heterosexuales) los que están optimizados para la crianza mediante un entrenamiento informal vía la incli- nación natural a ciertos juegos y actividades y un proceso de gestación que se vuelve fundamental para garantizar la salud mental de la madre y la normalidad de les niñes.

Ilustración sobre el diseño biológico
La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente, de acuerdo con lu Ciccia. Ilustración de Jimena Duval.

Problemas con el binario cerebral

Nuestros cerebros explicarían la naturaleza de un mundo binario en perspectiva evolutiva, es decir, por los roles de nuestros ancestros en la reproducción: macho cazador y hembra cuidadora. ¿Sí? ¿Eso nos han contado nuestros ancestros? Es sabido que a partir de restos fósiles no podemos asumir las maneras en las que se comportaban. Por eso, la narrativa binaria de la arqueología se funda en especial en el análisis de los entierros y piezas dentales, de los que se han descrito los utensilios con los que han sido enterrades y el tipo de alimento que ingerían, respectivamente.

Es notoria la narrativa androcéntrica que prevalece hasta nuestros días. Por androcéntrica me refiero a una historia articulada desde la mirada del varón cisgénero blanco, occidental, heterosexual y adulto. Recientes trabajos han puesto ojo crítico a dicha mirada para confirmar que, en las culturas cazadoras-recolectoras —esas culturas que vivieron hace más de 40 000 años y que se ha pretendido trasladar a nuestro presente mediante dibujos como la serie de televisión estadounidense llamada Los Picapiedra—, las que hoy caracterizaríamos como mujeres cisgénero cazaban en igual proporción que los machos. El problema es que los utensilios han sido interpretados desde la mirada androcéntrica: si la punta de lanza era encontrada junto a restos de varones cisgénero, se consideraba que fue la herramienta de caza más importante en su vida. En contrapartida, si la misma punta de lanza se hallaba junto a restos de mujeres, se asumía que era una herramienta de cocina.

Trasladar la actual conducta de juego a los antepasados que vivieron alrededor de 40 000 años antes de nuestra era común no parece dar cuenta de la existencia de un sexo cerebral y las inclinaciones naturales que de él derivarían. Quizás este hecho sea compatible con las críticas sistemáticas que hemos hecho las investigadoras de la NeuroGenderings Network a los presupuestos e hipótesis que guían la búsqueda de diferencias “entre los sexos” en los cerebros: correctas interpretaciones dan cuenta de que los cerebros no son susceptibles de ser categorizados según dos poblaciones.

En otras palabras: si miramos la genitalidad de alguien, no vamos a predecir su cerebro, como tampoco si vemos un cerebro podemos con certeza saber la genitalidad de quien lo porta. La razón es sencilla: se conoce como plasticidad; esto es, la capacidad con la que encarnamos nuestra experiencia, es decir, la expresamos biológicamente. Por tanto, si existe algún patrón de activación neuronal que difiere entre hombres y mujeres cisgénero, podría deberse a prácticas sociales ancladas en un paradigma binario y no a eso que llamamos “organización cerebral prenatal”. Pues este supuesto es imposible de corroborar, ya que no existen cerebros “libres de cultura” sobre los que podamos concluir que, si hubiera diferencias para alguna característica, se deberían a “los niveles de testosterona en el estadio fetal”.

Nuestra plasticidad supone que podemos desarrollar y fortalecer diversas capacidades con el entrenamiento, formal e informal. Por ejemplo, se ha descrito que los videojuegos son un entrenamiento informal asociado con el desarrollo de las habilidades visoespaciales, por lo cual, si esta capacidad está más desarrollada en niños y adultos varones cisgénero, no hay motivos para suponer que se trata de la optimización en los cerebros de los machos cazado res. Más aun sabiendo que ese es un mito que no se ajusta a nuestra cultura material del paleolítico superior.

La ciencia en contexto

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”. Por ejemplo, el hecho de que las niñas no estrellen la taza de té contra la pared, pero los niños a veces puedan hacerlo, da cuenta de habilitaciones/restricciones según cómo enseñamos a socializar a les niñes en función de su genitalidad, y no de la capacidad nata de las niñas como servidoras y cuidadoras. El régimen conductual mediante las prácticas de juego supone entonces preparar a las niñas para que cultiven como proyecto de vida la maternidad, y a los niños para que puedan ejercitar la violencia mediante conductas agresivas que les permitimos por asumir que “así son”.

Si vimos que una narrativa androcéntrica aún predomina en nuestra interpretación de los restos fósiles, no es descabellado suponer que también predomina en los pre supuestos e hipótesis que guían la búsqueda de un sexo cerebral y un vínculo materno-fetal. La historia de la ciencia nos muestra que el discurso científico mediático siempre dialogó con sus contextos, que supusieron tensiones con los feminismos que criticaban y ponían a relucir los sesgos androcéntricos presentes en las hipótesis que busca ban justificar biológicamente los roles sociales.

En este sentido, es importante señalar que la teoría del apego surge como un argumento científico para sostener que es necesaria la dedicación de “la madre” hacia sus bebés justo en un momento clave de la historia: las mujeres cisgénero habían ocupado el espacio público cuando tuvieron que trabajar porque sus contrapartes masculinas habían ido a la guerra, pero ahora ellos estaban volviendo. Había que hacerlas regresar a casa para mantener la división del trabajo. El éxito de la teoría del apego, junto con otras en esos contextos, radica en sostener que ser madre no es solo alimentar, sino que exige tiempo completo.

Esta teoría se articula perfecto con lo mediático de Los Picapiedra durante los años sesenta, en plena emergencia de la segunda ola feminista en Estados Unidos, una ola caracterizada por politizar el ámbito doméstico y que resulta contrastada con los personajes femeninos de la serie, que encuentran su realización en maternar tanto a sus hijes como a sus esposos.

Respecto de nuestro presente, es indudable que los gran des cuestionamientos sobre la maternidad que se hacen las mujeres cisgénero heterosexuales en contextos en que la maternidad no es el único proyecto posible, así como las posturas en torno al aborto, la gestación por sustitución, la aloparentalidad que supone familias fuera del esquema cisheteronormativo y que implica adopciones y homoparentalidad, entre otras, dialogan con el discurso neurocientífico y la idea de un vínculo materno-fetal, un vínculo que ocurriría muy temprano en el embarazo y que supone la necesidad de una conexión emocional, vía mecanismos evolutivos, para garantizar no solo el bienestar de les bebés, sino el de la persona que gesta. Presupuestos esencialistas en el marco de agendas neoconservadoras que suponen naturalizar, mediante cerebros y oxitocina prenatal, quiénes tienen el derecho a deber querer un proyecto reproductivo.

Por supuesto, y como las feministas negras estadounidenses resaltaron durante la segunda ola, el derecho al aborto representó un reclamo de aquellas corporalidades que eran habilitadas para reproducirse. En contrapartida, las corporalidades racializadas exigían el derecho a la reproducción. Nada más actual al reflexionar sobre estos presupuestos neurocientíficos esencialistas que perpetúan una idea de maternidad y crianza tradicional, inherentemente racializada.

Las preguntas de fondo para cuestionar dichos presupuestos son: ¿cuál es la relación entre nuestra biología y nuestros sentimientos?, ¿dónde quedan nuestros deseos y creencias cuando reducimos nuestras vivencias y subjetividades a lenguajes moleculares?

Es cierto, soy lesbiana y no tengo proyecto reproductivo, pero ¿es porque soy lesbiana? ¿Y qué pasa con las lesbianas que sí tienen ese proyecto, incluso el de gestar?, ¿cómo pueden las neurociencias explicar el deseo de gestar de un varón trans?, ¿y las mujeres cisgénero heterosexuales que no tienen deseo de maternar?, ¿y la heterogeneidad de vivencias entre las mujeres transgénero, quienes en algunos casos quieren ser mamás y en otros no?, ¿y la misma heterogeneidad en las mujeres cisgénero intersex?

¿Qué sucede con mi propia narrativa acerca de mi identidad lésbica no binaria en tanto una trayectoria vital que no supone presocialidad? Es decir, he tenido vínculos sexuales y afectivos con distintas masculinidades cisgénero, pero nunca sentí que había nacido lesbiana y estuve con ellos “hasta que me di cuenta”. Entonces, ¿qué pasa con todas las explicaciones científicas acá revisadas, en las cuales creía, pero que ahora siento tan básicas que no capturan la singularidad de la experiencia humana? ¿Podemos reducir nuestras subjetividades a un continuo de “niveles de testosterona”? Si alguien nos dice sus niveles de testosterona, ¿podemos saber qué identidad tiene, su sexualidad, su deseo de ser referente de crianza o no, si es una persona agresiva, etc.? Si alguien tiene depresión posparto, ¿es porque tuvo bajos niveles de oxitocina?

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”.

Me fui del laboratorio…

Encaminé mi tesis doctoral hacia una crítica desde la epistemología feminista y la filosofía de la mente al discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual. En ese camino me di cuenta de que la idea de “lo femenino” entendido como “falta de masculinidad” no era nueva, sino parte del discurso científico que se articuló durante los siglos XVII y XVIII. También allí se desarrollaba la idea misma de dimorfismo sexual, y se asumía que nuestra mente era nuestro cerebro. Nada de esto encontró nunca sustento empírico, tampoco hoy. Se sostuvo como un marco para justificar una lectura de los cuerpos binaria y jerarquizada de modo inherente sobre la base de las posibilidades reproductivas.

Aceptar hoy que la oxitocina explica terminar dos años de relación tendría un costo terrible: vivirnos como máquinas determinadas por nuestras biologías y no como agentes que tomamos decisiones. Asimismo, esa aceptación supone naturalizar los roles de género, la violencia, incluso sexual, a través de una lectura testocéntrica de nuestros comportamientos. No podemos decir sí a la oxitocina y no a la testosterona, pues se trata de una misma interpretación: las hormonas como la causa de nuestras formas de estar/ vivirnos en el mundo. Sin embargo, existe un salto verdaderamente cuántico entre cualquier molécula y sentirme mal, triste, feliz, deseante, violenta, motivada.

Como sostiene la investigadora argentina Diana Pérez, filósofa de la mente y quien fue directora de mi tesis doctoral, las vivencias que impliquen verbos psicológicos (como desear, creer, amar) nunca podrán ser capturadas por un lenguaje neurobiológico. Si bien nuestros cerebros y biologías en general son necesarios para tener mente, no son suficientes. Nuestra vida psicológica supone experiencias que son relacionales, con mi propia historia, con la de otres. Esa carga histórica-cultural presente en el desarrollo de mis intereses excede los niveles hormonales que puedo describir para intentar explicarlos.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vi das, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo. Si ese es un proyecto deseado o no lo es, hoy siempre se desarrolla dentro de las actuales normativas binarias. Dejar de naturalizarlas es un comienzo para poder desarrollar deseos con libertad, no regulados por discursos mecanicistas acerca de quiénes somos y qué queremos.

Se vale, aunque sea castigado por las mismas normativas que castigan a quienes somos de la comunidad LGBTIQ+, especialmente si queremos ser referentes de crianza, que haya mujeres cisgénero endosex heterosexuales que elijan no ser madres. Se vale serlo y se vale hoy saber que no lo hubieran elegido. También no sentir conexión emocional con les bebés/niñes, a veces arrepentimiento, hasta frustración y angustia: todo se vale, no somos máquinas mal diseñadas ni monstruos, esos sentimientos no nos hacen menos sensibles o malas personas. Al contrario, significa encarnar las contradicciones propias de nuestra existencia: existencia que lidia con las tensiones insoportables de una vida social en la cual naturalizamos roles, nuestra sexualidad, nuestras identidades, las formas de vivirnos. En esas formas solemos volcar una mirada enjuiciadora y punitiva sobre la maternidad, si se es o no madre y cómo se es, sin cuestionar el rol de las paternidades en las tareas de cuidado y los vínculos afectivos, pues parece que seguimos admitiendo la idea de que no están hechos para ello. Pero el macho cazador no existió, y un cerebro que determina quiénes somos tampoco existe.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo.

Por último, ningún vínculo existe vía reflejos moleculares, ni prenatales ni posnatales. En contraste, necesitan reciprocidad mediante un cara a cara, un cuerpo a cuerpo. Así es que desarrollamos nuestra subjetividad, eso que nos hace humanes. Una subjetividad relacional, solo posible a través de nuestros lazos afectivos, y que habilita reconocer que nuestro compromiso con quienes somos no es destino, ni algo rígido o estático: posibilita movernos ontológicamente y dejarnos transformar junto con las experiencias vitales de quienes nos rodean. Eso nos hace agentes, apropiarnos de quienes somos y no anclar en parámetros biológicos nuestras decisiones de vida. Por el contrario, no hay nada más falso y ficcional que creer que existe una esencia que nos define, y que estará ahí, de una vez y para siempre. Si eso sucede, si así nos vivimos, nos habremos convertido en seres autómatas, enajenades de nuestros de seos en función de los intereses de otres.

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¿Dónde nace el deseo de gestar? ¿Existe de verdad una “llamada biológica” o es la respuesta inconsciente hacia una exigencia social? Este tipo de cuestionamientos son cada vez son más recurrentes para quienes la gestación es una elección y no un destino manifiesto.

Mi experiencia molecular

En el año 2008 cursaba Biología Molecular como parte de las asignaturas obligatorias para licenciarme en Biotecnología y al mismo tiempo lidiaba con problemas serios de pareja. En ese contexto, hubo una clase en la que el profe sor se dedicó a explicarnos cómo nuestra biología habilitaba que fuéramos seres con lenguaje articulado, capaces de pensar/sentir y comunicar(nos) de las maneras en que lo hacemos les humanes. Una compañera preguntó: “¿Qué pasa molecularmente cuando estás enamorade?”. La respuesta del profesor involucró algunos neurotransmisores, como la dopamina; pero fue la oxitocina, una hormona altamente conservada en mamíferos, la que sin duda tomó protagonismo para explicar reacciones humanas que resultan de la interacción con otres seres humanes, las cuales van desde nuestro comportamiento social, los vínculos emocionales que solemos desarrollar, como el apego y el amor, hasta respuestas fisiológicas como el orgasmo.

La molécula en cuestión se convirtió en la perfecta justificación para mi definitiva separación: no habría que explicar que ya no me sentía bien estando juntas, o que creía que no estábamos compartiendo un proyecto de vida. Solo tendría que sostener que estaba demostrado que luego de dos años de relación “ya no circula tanta oxitocina” en una pareja. Chido. El indiscutible argumento científico me solucionaba un montón de discusiones y atenuaba las emociones encontradas. De alguna manera, molecularizar mi decisión prácticamente anulaba mi experiencia subjetiva: mi vivencia. Esa molecularización, al fin y al cabo, del propio sentimiento le daba un tinte tan objetivo y aséptico a la ruptura de mi relación que fue difícil no adoptar la explicación de los procesos vinculares que había sido pro puesta por el profesor. Pero la oxitocina, además de todos sus quehaceres afectivos, tiene otras funciones evolutivas importantes. Es por ello que también es conocida como la “hormona de la maternidad”: dado que facilita el parto y está involucrada en la lactancia, se considera que tiene la función de fortalecer el lazo entre quien gesta y le bebé.

Dos años después, al obtener el título que acreditaba mi autoridad epistémica para sostener que la falta de oxitocina era el motivo del comienzo del final de las relaciones románticas, inicié un proyecto doctoral en el departamento de Fisiología del Sistema Nervioso de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Ahí me introduje en el ámbito de las neurociencias y la salud mental. Puse la oxitocina entre paréntesis y me dediqué a entender las diferencias cerebrales entre los sexos.

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Dos precisiones merecen la pena en esta narrativa. La primera de ellas, y totalmente relacionada con mi título de biotecnóloga, es que me formé bajo la idea de que nuestra biología podría explicar ciertos aspectos de por qué somos como somos, pero nunca reflexioné sobre la relación que podría existir entre mi biología y vivirme lesbiana. La segunda precisión es que me crie en la escuela del dimorfismo sexual. Es decir, daba por sentado que las posibilidades reproductivas implicaban dos formas biológicas, distinguibles y excluyentes entre sí. Me refiero a la idea de que tener ovarios o testículos no solo supone la producción de tipos de gameto —ovocito y espermatozoide, respectivamente—. En cambio, estas dos formas comprometían a todo órgano y sistema fisiológico, incluidos los cerebros. Por lo tanto, desde la asunción de que existía el dimorfismo sexual, los cerebros tenían sexo.

Estas precisiones son importantes para entender el punto del que partí al profundizar en los estudios sobre la diferencia sexual cerebral: la oxitocina acompañaba mis conductas socioafectivas, mientras que mi cerebro estaba determinado por la posibilidad reproductiva. Es decir, si tuviera ovarios, entonces tendría cierto cerebro; mientras que, si tuviera testículos, estaría en posesión del otro cerebro. Mentiría si dijera que al salir de la carrera sabía “a ciencia cierta” cuáles eran las reales implicancias de tener sexo en el cerebro. De hecho, la idea de sexo cerebral era una premisa general asumida, pero que no se exploraba si ese no era el sentido específico de la asignatura. Y no había ninguna materia dedicada al estudio de las diferencias cerebrales entre los sexos, así que lo que encontré en el laboratorio fue una verdadera sorpresa para mí…

De la licenciatura al laboratorio de neurociencias

La misma premisa general de sexo cerebral rondaba por el laboratorio. Y aunque mi investigación no se orientaba a buscar diferencias cerebrales entre los sexos, dado que tenía que dilucidar la función de un receptor —una proteína— que se expresaba en los cerebros, me inquietó que en los ensayos conductuales que tenía que hacer en ratones me hicieran considerar solo a los machos. El motivo de esta exclusión era que las hembras introducían variables por sus ciclos hormonales, hecho que complejizaba los análisis estadísticos “sin sentido”, pues nuestro objetivo no era estudiar diferencias entre machos y hembras.

Pero si había dos tipos de cerebros, y no sabíamos “a ciencia cierta” qué hacía el receptor en general, una intuición básica era suponer que ese receptor podría funcionar diferente entre machos y hembras. Esto me hizo dudar si realmente había dos cerebros, pues descubrí que el laboratorio donde trabajaba no era el único que excluía a las hembras al investigar la función de diferentes receptores cerebrales, sino que era una práctica generalizada.

Para lo que acá nos ocupa, lo importante es que decidí explorar en PubMed, la base de datos biomédicos más grande que existe, si había o no dos tipos de cerebros, pues la idea es que los resultados en ratones se extrapolan, con ciertos recaudos (bastante polémicos), a nosotres, les humanes. Puse en el buscador: “human brain + sex difference”. No solo corroboré que había miles de artículos que confirmaban la existencia de dos tipos de cerebros; además, me confronté por primera vez con las verdaderas implicancias de ese sexo cerebral. Adelanto que una de ellas es que tener un cerebro femenino parecía inherentemente conllevar una inclinación nata al proyecto de crianza.

Nacida lesbiana versus nacida para cuidar

Al día de hoy se sostiene que quienes desarrollan testículos durante el estadio prenatal producen mayores niveles de testosterona, y estos “altos niveles” son los responsables de masculinizar los cerebros. En contraste, quienes desarrollan ovarios tendrán menores niveles de testosterona y, por tanto, cerebros no masculinizados, o femeninos. Mucha testosterona, sinónimo de masculinidad.

Pero ¿qué significa esa masculinización cerebral que da cuenta de un cerebro masculino y, por defecto, otro femenino? La organización cerebral antes de nacer explicaría la optimización para ciertas habilidades y conductas en la vida posnatal. La masculinización cerebral implicaría, por ejemplo, optimización para una capacidad llamada visoespacial, fundamental para disciplinas que implican abstracción, como la química orgánica. Las personas con cerebro femenino —o no masculinizado— tendrían una optimización para la habilidad llamada “fluidez verbal”; básica mente, hablar mucho. Sobre las conductas, se identifican tres. Una es el juego y la elección del juguete, que supone que quien porta un cerebro masculinizado es más agresivo, le gusta la competencia, juega a las luchas y demás, mientras que uno femenino habilita acciones asociadas a la comunicación y la empatía, como relacionarse con un peluche o jugar a servir el té. Las otras dos conductas son la identidad —de género— y la sexualidad. Los cerebros masculinos serían hombres y les gustarían las mujeres —heterosexuales—. En contraste, los femeninos serían mujeres y sentirían atracción por sus contrapartes masculinas —heterosexuales—.

Si llegaron a esta parte de la lectura, comprenderán mi sorpresa al hallar todo lo que lo biológico supuestamente explicaba. Pensé: “¿Qué hago acá?”. Tengo ovarios; entonces, un cerebro femenino y, por tanto, pobremente capacita do para las habilidades de abstracción requeridas para la producción de conocimiento científico, a lo cual me dedico. Parecía que lo mío era más bien hablar mucho. Acto seguido, me dije: “Tranquila, lu, no todo está perdido, ¡sos lesbiana!”. Es decir: si me gustan las mujeres, eso prueba que algo de mi cerebro está masculinizado; entonces, puede que esté optimizado para las habilidades visoespaciales.

Mi razonamiento fue bastante asertivo, pues me enteré de que las personas de la diversidad sexual o transgénero también éramos explicadas desde la idea del sexo cerebral. La hipótesis era que definitivamente habíamos tenido, por distintos motivos, niveles de testosterona “del otro sexo”, y eso explicaba que no fuésemos cisgénero o heterosexuales. De la misma manera cabían las personas intersex, es decir, que tienen variaciones de la genitalidad respecto de las dos formas biológicas que describí. Por ejemplo, una persona que tiene ovario y testículo, o una persona con ovarios y niveles de testosterona dentro del rango considerado masculino. En todos los casos había estudios que buscaban rastros cerebrales del “sexo opuesto”.

En dos años de trabajo en el laboratorio aprendí de manera “accidental” lo que en toda una carrera no me habían enseñado de manera formal. A saber, comprometerme con el actual discurso neurocientífico implicaba no solo que la oxitocina fuera responsable de que mis vínculos sexoafectivos comenzaran a decaer en torno a los dos años. Además, que la testosterona prenatal era la causante de que fuera lesbiana, de que haya jugado básquet de pequeña y de que tuviera optimización cerebral para continuar con mi proyecto doctoral. Asimismo, la idea de la existencia de cerebros femeninos suponía que había roles naturales asociados directamente con el cuidado y la crianza.

Maternidad tradicional por naturaleza

Los cerebros masculinos orientaban a quienes los portaran a alejarse de las tareas de cuidado, los prevenía de cultivar la empatía y la comunicación, mientras que el mismo razonamiento explicaba el acercamiento a dichas tareas de quienes portaran cerebros femeninos. La idea de sexo cerebral que describí podría sugerir que este tipo de actividades no se encuentran optimizadas solo en quienes tienen posibilidad de gestar, pues este discurso parece admitir muchas formas de xaternidad sobre un continuo de cerebros más o menos masculinizados. Sin embargo, las apariencias engañan, y es el momento oportuno para sacar del paréntesis a la oxitocina. El discurso neurocientífico y la hormona de la maternidad se articulan para dar paso a lo que ha cobrado una relevancia fundamental estos últimos años y se ha conocido como el vínculo materno-fetal.

Esta idea deriva de la teoría del apego, desarrollada durante la segunda posguerra. A diferencia de los discursos médicos y psiquiátricos que prevalecían respecto a que las necesidades de une bebé consisten únicamente en ser alimentade y mantenide seque y caliente, el psicoanalista John Bowlby, proponente de la mencionada teoría, sostuvo que las relaciones tempranas debían ser cálidas, íntimas y continuas. Es decir, la idea de apego se ha centrado en les niñes, en la seguridad que adquieren de sus referentes de crianza para satisfacer sus necesidades.

Sobre la base de esta idea, el “apego materno-fetal” se ha entendido como el grado en que las mujeres adoptan comportamientos que representan una afiliación e interacción con su “hijo no nacido”. En contrapartida, el término “vinculación” emerge para enfatizar el papel de la madre al asumir su función de cuidar de le niñe: el vínculo materno- fetal supone un lazo emocional-psicológico, referido a la percepción que tiene la madre de los cuidados, cuya intensidad y calidad aumentan a lo largo del embarazo. Aunque, se sugiere, comienza muy temprano durante el proceso de gestación.

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Este vínculo se asocia a la llamada teoría del ciclo tranquilizador. Según esta, el cocondicionamiento pavloviano (esto es, aprendizaje autonómico) entre quien gesta y su feto, durante el embarazo y después del parto, promueve la corregulación de la madre y le bebé, y la consecuente conexión emocional que conduce a un mejor funcionamiento social de ambos.

Es importante mencionar que esta corregulación es autonómica/visceral, y por tanto se trataría de mecanismos que dependen de regiones subcorticales. Es decir, se consideran mecanismos primitivos, resultado de la evolución para facilitar el vínculo emocional entre quien gesta y el proceso de gestación.

En esta corregulación estaría implicada la oxitocina (y también otra hormona llamada lactógeno placentario humano). El fortalecimiento posnatal de la conexión emocional se correlaciona con aumentos en los niveles de oxitocina, disminución de los síntomas de depresión y ansiedad entre quienes gestan y menores problemas de conducta infantil a lo largo del tiempo.

En definitiva, parece ser que son los cerebros femeninos y con útero (mujeres cisgénero endosex —es decir, no inter sex— heterosexuales) los que están optimizados para la crianza mediante un entrenamiento informal vía la incli- nación natural a ciertos juegos y actividades y un proceso de gestación que se vuelve fundamental para garantizar la salud mental de la madre y la normalidad de les niñes.

Ilustración sobre el diseño biológico
La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente, de acuerdo con lu Ciccia. Ilustración de Jimena Duval.

Problemas con el binario cerebral

Nuestros cerebros explicarían la naturaleza de un mundo binario en perspectiva evolutiva, es decir, por los roles de nuestros ancestros en la reproducción: macho cazador y hembra cuidadora. ¿Sí? ¿Eso nos han contado nuestros ancestros? Es sabido que a partir de restos fósiles no podemos asumir las maneras en las que se comportaban. Por eso, la narrativa binaria de la arqueología se funda en especial en el análisis de los entierros y piezas dentales, de los que se han descrito los utensilios con los que han sido enterrades y el tipo de alimento que ingerían, respectivamente.

Es notoria la narrativa androcéntrica que prevalece hasta nuestros días. Por androcéntrica me refiero a una historia articulada desde la mirada del varón cisgénero blanco, occidental, heterosexual y adulto. Recientes trabajos han puesto ojo crítico a dicha mirada para confirmar que, en las culturas cazadoras-recolectoras —esas culturas que vivieron hace más de 40 000 años y que se ha pretendido trasladar a nuestro presente mediante dibujos como la serie de televisión estadounidense llamada Los Picapiedra—, las que hoy caracterizaríamos como mujeres cisgénero cazaban en igual proporción que los machos. El problema es que los utensilios han sido interpretados desde la mirada androcéntrica: si la punta de lanza era encontrada junto a restos de varones cisgénero, se consideraba que fue la herramienta de caza más importante en su vida. En contrapartida, si la misma punta de lanza se hallaba junto a restos de mujeres, se asumía que era una herramienta de cocina.

Trasladar la actual conducta de juego a los antepasados que vivieron alrededor de 40 000 años antes de nuestra era común no parece dar cuenta de la existencia de un sexo cerebral y las inclinaciones naturales que de él derivarían. Quizás este hecho sea compatible con las críticas sistemáticas que hemos hecho las investigadoras de la NeuroGenderings Network a los presupuestos e hipótesis que guían la búsqueda de diferencias “entre los sexos” en los cerebros: correctas interpretaciones dan cuenta de que los cerebros no son susceptibles de ser categorizados según dos poblaciones.

En otras palabras: si miramos la genitalidad de alguien, no vamos a predecir su cerebro, como tampoco si vemos un cerebro podemos con certeza saber la genitalidad de quien lo porta. La razón es sencilla: se conoce como plasticidad; esto es, la capacidad con la que encarnamos nuestra experiencia, es decir, la expresamos biológicamente. Por tanto, si existe algún patrón de activación neuronal que difiere entre hombres y mujeres cisgénero, podría deberse a prácticas sociales ancladas en un paradigma binario y no a eso que llamamos “organización cerebral prenatal”. Pues este supuesto es imposible de corroborar, ya que no existen cerebros “libres de cultura” sobre los que podamos concluir que, si hubiera diferencias para alguna característica, se deberían a “los niveles de testosterona en el estadio fetal”.

Nuestra plasticidad supone que podemos desarrollar y fortalecer diversas capacidades con el entrenamiento, formal e informal. Por ejemplo, se ha descrito que los videojuegos son un entrenamiento informal asociado con el desarrollo de las habilidades visoespaciales, por lo cual, si esta capacidad está más desarrollada en niños y adultos varones cisgénero, no hay motivos para suponer que se trata de la optimización en los cerebros de los machos cazado res. Más aun sabiendo que ese es un mito que no se ajusta a nuestra cultura material del paleolítico superior.

La ciencia en contexto

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”. Por ejemplo, el hecho de que las niñas no estrellen la taza de té contra la pared, pero los niños a veces puedan hacerlo, da cuenta de habilitaciones/restricciones según cómo enseñamos a socializar a les niñes en función de su genitalidad, y no de la capacidad nata de las niñas como servidoras y cuidadoras. El régimen conductual mediante las prácticas de juego supone entonces preparar a las niñas para que cultiven como proyecto de vida la maternidad, y a los niños para que puedan ejercitar la violencia mediante conductas agresivas que les permitimos por asumir que “así son”.

Si vimos que una narrativa androcéntrica aún predomina en nuestra interpretación de los restos fósiles, no es descabellado suponer que también predomina en los pre supuestos e hipótesis que guían la búsqueda de un sexo cerebral y un vínculo materno-fetal. La historia de la ciencia nos muestra que el discurso científico mediático siempre dialogó con sus contextos, que supusieron tensiones con los feminismos que criticaban y ponían a relucir los sesgos androcéntricos presentes en las hipótesis que busca ban justificar biológicamente los roles sociales.

En este sentido, es importante señalar que la teoría del apego surge como un argumento científico para sostener que es necesaria la dedicación de “la madre” hacia sus bebés justo en un momento clave de la historia: las mujeres cisgénero habían ocupado el espacio público cuando tuvieron que trabajar porque sus contrapartes masculinas habían ido a la guerra, pero ahora ellos estaban volviendo. Había que hacerlas regresar a casa para mantener la división del trabajo. El éxito de la teoría del apego, junto con otras en esos contextos, radica en sostener que ser madre no es solo alimentar, sino que exige tiempo completo.

Esta teoría se articula perfecto con lo mediático de Los Picapiedra durante los años sesenta, en plena emergencia de la segunda ola feminista en Estados Unidos, una ola caracterizada por politizar el ámbito doméstico y que resulta contrastada con los personajes femeninos de la serie, que encuentran su realización en maternar tanto a sus hijes como a sus esposos.

Respecto de nuestro presente, es indudable que los gran des cuestionamientos sobre la maternidad que se hacen las mujeres cisgénero heterosexuales en contextos en que la maternidad no es el único proyecto posible, así como las posturas en torno al aborto, la gestación por sustitución, la aloparentalidad que supone familias fuera del esquema cisheteronormativo y que implica adopciones y homoparentalidad, entre otras, dialogan con el discurso neurocientífico y la idea de un vínculo materno-fetal, un vínculo que ocurriría muy temprano en el embarazo y que supone la necesidad de una conexión emocional, vía mecanismos evolutivos, para garantizar no solo el bienestar de les bebés, sino el de la persona que gesta. Presupuestos esencialistas en el marco de agendas neoconservadoras que suponen naturalizar, mediante cerebros y oxitocina prenatal, quiénes tienen el derecho a deber querer un proyecto reproductivo.

Por supuesto, y como las feministas negras estadounidenses resaltaron durante la segunda ola, el derecho al aborto representó un reclamo de aquellas corporalidades que eran habilitadas para reproducirse. En contrapartida, las corporalidades racializadas exigían el derecho a la reproducción. Nada más actual al reflexionar sobre estos presupuestos neurocientíficos esencialistas que perpetúan una idea de maternidad y crianza tradicional, inherentemente racializada.

Las preguntas de fondo para cuestionar dichos presupuestos son: ¿cuál es la relación entre nuestra biología y nuestros sentimientos?, ¿dónde quedan nuestros deseos y creencias cuando reducimos nuestras vivencias y subjetividades a lenguajes moleculares?

Es cierto, soy lesbiana y no tengo proyecto reproductivo, pero ¿es porque soy lesbiana? ¿Y qué pasa con las lesbianas que sí tienen ese proyecto, incluso el de gestar?, ¿cómo pueden las neurociencias explicar el deseo de gestar de un varón trans?, ¿y las mujeres cisgénero heterosexuales que no tienen deseo de maternar?, ¿y la heterogeneidad de vivencias entre las mujeres transgénero, quienes en algunos casos quieren ser mamás y en otros no?, ¿y la misma heterogeneidad en las mujeres cisgénero intersex?

¿Qué sucede con mi propia narrativa acerca de mi identidad lésbica no binaria en tanto una trayectoria vital que no supone presocialidad? Es decir, he tenido vínculos sexuales y afectivos con distintas masculinidades cisgénero, pero nunca sentí que había nacido lesbiana y estuve con ellos “hasta que me di cuenta”. Entonces, ¿qué pasa con todas las explicaciones científicas acá revisadas, en las cuales creía, pero que ahora siento tan básicas que no capturan la singularidad de la experiencia humana? ¿Podemos reducir nuestras subjetividades a un continuo de “niveles de testosterona”? Si alguien nos dice sus niveles de testosterona, ¿podemos saber qué identidad tiene, su sexualidad, su deseo de ser referente de crianza o no, si es una persona agresiva, etc.? Si alguien tiene depresión posparto, ¿es porque tuvo bajos niveles de oxitocina?

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”.

Me fui del laboratorio…

Encaminé mi tesis doctoral hacia una crítica desde la epistemología feminista y la filosofía de la mente al discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual. En ese camino me di cuenta de que la idea de “lo femenino” entendido como “falta de masculinidad” no era nueva, sino parte del discurso científico que se articuló durante los siglos XVII y XVIII. También allí se desarrollaba la idea misma de dimorfismo sexual, y se asumía que nuestra mente era nuestro cerebro. Nada de esto encontró nunca sustento empírico, tampoco hoy. Se sostuvo como un marco para justificar una lectura de los cuerpos binaria y jerarquizada de modo inherente sobre la base de las posibilidades reproductivas.

Aceptar hoy que la oxitocina explica terminar dos años de relación tendría un costo terrible: vivirnos como máquinas determinadas por nuestras biologías y no como agentes que tomamos decisiones. Asimismo, esa aceptación supone naturalizar los roles de género, la violencia, incluso sexual, a través de una lectura testocéntrica de nuestros comportamientos. No podemos decir sí a la oxitocina y no a la testosterona, pues se trata de una misma interpretación: las hormonas como la causa de nuestras formas de estar/ vivirnos en el mundo. Sin embargo, existe un salto verdaderamente cuántico entre cualquier molécula y sentirme mal, triste, feliz, deseante, violenta, motivada.

Como sostiene la investigadora argentina Diana Pérez, filósofa de la mente y quien fue directora de mi tesis doctoral, las vivencias que impliquen verbos psicológicos (como desear, creer, amar) nunca podrán ser capturadas por un lenguaje neurobiológico. Si bien nuestros cerebros y biologías en general son necesarios para tener mente, no son suficientes. Nuestra vida psicológica supone experiencias que son relacionales, con mi propia historia, con la de otres. Esa carga histórica-cultural presente en el desarrollo de mis intereses excede los niveles hormonales que puedo describir para intentar explicarlos.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vi das, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo. Si ese es un proyecto deseado o no lo es, hoy siempre se desarrolla dentro de las actuales normativas binarias. Dejar de naturalizarlas es un comienzo para poder desarrollar deseos con libertad, no regulados por discursos mecanicistas acerca de quiénes somos y qué queremos.

Se vale, aunque sea castigado por las mismas normativas que castigan a quienes somos de la comunidad LGBTIQ+, especialmente si queremos ser referentes de crianza, que haya mujeres cisgénero endosex heterosexuales que elijan no ser madres. Se vale serlo y se vale hoy saber que no lo hubieran elegido. También no sentir conexión emocional con les bebés/niñes, a veces arrepentimiento, hasta frustración y angustia: todo se vale, no somos máquinas mal diseñadas ni monstruos, esos sentimientos no nos hacen menos sensibles o malas personas. Al contrario, significa encarnar las contradicciones propias de nuestra existencia: existencia que lidia con las tensiones insoportables de una vida social en la cual naturalizamos roles, nuestra sexualidad, nuestras identidades, las formas de vivirnos. En esas formas solemos volcar una mirada enjuiciadora y punitiva sobre la maternidad, si se es o no madre y cómo se es, sin cuestionar el rol de las paternidades en las tareas de cuidado y los vínculos afectivos, pues parece que seguimos admitiendo la idea de que no están hechos para ello. Pero el macho cazador no existió, y un cerebro que determina quiénes somos tampoco existe.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo.

Por último, ningún vínculo existe vía reflejos moleculares, ni prenatales ni posnatales. En contraste, necesitan reciprocidad mediante un cara a cara, un cuerpo a cuerpo. Así es que desarrollamos nuestra subjetividad, eso que nos hace humanes. Una subjetividad relacional, solo posible a través de nuestros lazos afectivos, y que habilita reconocer que nuestro compromiso con quienes somos no es destino, ni algo rígido o estático: posibilita movernos ontológicamente y dejarnos transformar junto con las experiencias vitales de quienes nos rodean. Eso nos hace agentes, apropiarnos de quienes somos y no anclar en parámetros biológicos nuestras decisiones de vida. Por el contrario, no hay nada más falso y ficcional que creer que existe una esencia que nos define, y que estará ahí, de una vez y para siempre. Si eso sucede, si así nos vivimos, nos habremos convertido en seres autómatas, enajenades de nuestros de seos en función de los intereses de otres.

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¿Diseño biológico para criar?

¿Diseño biológico para criar?

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Al día de hoy se sostiene que quienes desarrollan testículos durante el estadio prenatal producen mayores niveles de testosterona, y estos “altos niveles” son los responsables de masculinizar los cerebros.
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¿Dónde nace el deseo de gestar? ¿Existe de verdad una “llamada biológica” o es la respuesta inconsciente hacia una exigencia social? Este tipo de cuestionamientos son cada vez son más recurrentes para quienes la gestación es una elección y no un destino manifiesto.

Mi experiencia molecular

En el año 2008 cursaba Biología Molecular como parte de las asignaturas obligatorias para licenciarme en Biotecnología y al mismo tiempo lidiaba con problemas serios de pareja. En ese contexto, hubo una clase en la que el profe sor se dedicó a explicarnos cómo nuestra biología habilitaba que fuéramos seres con lenguaje articulado, capaces de pensar/sentir y comunicar(nos) de las maneras en que lo hacemos les humanes. Una compañera preguntó: “¿Qué pasa molecularmente cuando estás enamorade?”. La respuesta del profesor involucró algunos neurotransmisores, como la dopamina; pero fue la oxitocina, una hormona altamente conservada en mamíferos, la que sin duda tomó protagonismo para explicar reacciones humanas que resultan de la interacción con otres seres humanes, las cuales van desde nuestro comportamiento social, los vínculos emocionales que solemos desarrollar, como el apego y el amor, hasta respuestas fisiológicas como el orgasmo.

La molécula en cuestión se convirtió en la perfecta justificación para mi definitiva separación: no habría que explicar que ya no me sentía bien estando juntas, o que creía que no estábamos compartiendo un proyecto de vida. Solo tendría que sostener que estaba demostrado que luego de dos años de relación “ya no circula tanta oxitocina” en una pareja. Chido. El indiscutible argumento científico me solucionaba un montón de discusiones y atenuaba las emociones encontradas. De alguna manera, molecularizar mi decisión prácticamente anulaba mi experiencia subjetiva: mi vivencia. Esa molecularización, al fin y al cabo, del propio sentimiento le daba un tinte tan objetivo y aséptico a la ruptura de mi relación que fue difícil no adoptar la explicación de los procesos vinculares que había sido pro puesta por el profesor. Pero la oxitocina, además de todos sus quehaceres afectivos, tiene otras funciones evolutivas importantes. Es por ello que también es conocida como la “hormona de la maternidad”: dado que facilita el parto y está involucrada en la lactancia, se considera que tiene la función de fortalecer el lazo entre quien gesta y le bebé.

Dos años después, al obtener el título que acreditaba mi autoridad epistémica para sostener que la falta de oxitocina era el motivo del comienzo del final de las relaciones románticas, inicié un proyecto doctoral en el departamento de Fisiología del Sistema Nervioso de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Ahí me introduje en el ámbito de las neurociencias y la salud mental. Puse la oxitocina entre paréntesis y me dediqué a entender las diferencias cerebrales entre los sexos.

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Dos precisiones merecen la pena en esta narrativa. La primera de ellas, y totalmente relacionada con mi título de biotecnóloga, es que me formé bajo la idea de que nuestra biología podría explicar ciertos aspectos de por qué somos como somos, pero nunca reflexioné sobre la relación que podría existir entre mi biología y vivirme lesbiana. La segunda precisión es que me crie en la escuela del dimorfismo sexual. Es decir, daba por sentado que las posibilidades reproductivas implicaban dos formas biológicas, distinguibles y excluyentes entre sí. Me refiero a la idea de que tener ovarios o testículos no solo supone la producción de tipos de gameto —ovocito y espermatozoide, respectivamente—. En cambio, estas dos formas comprometían a todo órgano y sistema fisiológico, incluidos los cerebros. Por lo tanto, desde la asunción de que existía el dimorfismo sexual, los cerebros tenían sexo.

Estas precisiones son importantes para entender el punto del que partí al profundizar en los estudios sobre la diferencia sexual cerebral: la oxitocina acompañaba mis conductas socioafectivas, mientras que mi cerebro estaba determinado por la posibilidad reproductiva. Es decir, si tuviera ovarios, entonces tendría cierto cerebro; mientras que, si tuviera testículos, estaría en posesión del otro cerebro. Mentiría si dijera que al salir de la carrera sabía “a ciencia cierta” cuáles eran las reales implicancias de tener sexo en el cerebro. De hecho, la idea de sexo cerebral era una premisa general asumida, pero que no se exploraba si ese no era el sentido específico de la asignatura. Y no había ninguna materia dedicada al estudio de las diferencias cerebrales entre los sexos, así que lo que encontré en el laboratorio fue una verdadera sorpresa para mí…

De la licenciatura al laboratorio de neurociencias

La misma premisa general de sexo cerebral rondaba por el laboratorio. Y aunque mi investigación no se orientaba a buscar diferencias cerebrales entre los sexos, dado que tenía que dilucidar la función de un receptor —una proteína— que se expresaba en los cerebros, me inquietó que en los ensayos conductuales que tenía que hacer en ratones me hicieran considerar solo a los machos. El motivo de esta exclusión era que las hembras introducían variables por sus ciclos hormonales, hecho que complejizaba los análisis estadísticos “sin sentido”, pues nuestro objetivo no era estudiar diferencias entre machos y hembras.

Pero si había dos tipos de cerebros, y no sabíamos “a ciencia cierta” qué hacía el receptor en general, una intuición básica era suponer que ese receptor podría funcionar diferente entre machos y hembras. Esto me hizo dudar si realmente había dos cerebros, pues descubrí que el laboratorio donde trabajaba no era el único que excluía a las hembras al investigar la función de diferentes receptores cerebrales, sino que era una práctica generalizada.

Para lo que acá nos ocupa, lo importante es que decidí explorar en PubMed, la base de datos biomédicos más grande que existe, si había o no dos tipos de cerebros, pues la idea es que los resultados en ratones se extrapolan, con ciertos recaudos (bastante polémicos), a nosotres, les humanes. Puse en el buscador: “human brain + sex difference”. No solo corroboré que había miles de artículos que confirmaban la existencia de dos tipos de cerebros; además, me confronté por primera vez con las verdaderas implicancias de ese sexo cerebral. Adelanto que una de ellas es que tener un cerebro femenino parecía inherentemente conllevar una inclinación nata al proyecto de crianza.

Nacida lesbiana versus nacida para cuidar

Al día de hoy se sostiene que quienes desarrollan testículos durante el estadio prenatal producen mayores niveles de testosterona, y estos “altos niveles” son los responsables de masculinizar los cerebros. En contraste, quienes desarrollan ovarios tendrán menores niveles de testosterona y, por tanto, cerebros no masculinizados, o femeninos. Mucha testosterona, sinónimo de masculinidad.

Pero ¿qué significa esa masculinización cerebral que da cuenta de un cerebro masculino y, por defecto, otro femenino? La organización cerebral antes de nacer explicaría la optimización para ciertas habilidades y conductas en la vida posnatal. La masculinización cerebral implicaría, por ejemplo, optimización para una capacidad llamada visoespacial, fundamental para disciplinas que implican abstracción, como la química orgánica. Las personas con cerebro femenino —o no masculinizado— tendrían una optimización para la habilidad llamada “fluidez verbal”; básica mente, hablar mucho. Sobre las conductas, se identifican tres. Una es el juego y la elección del juguete, que supone que quien porta un cerebro masculinizado es más agresivo, le gusta la competencia, juega a las luchas y demás, mientras que uno femenino habilita acciones asociadas a la comunicación y la empatía, como relacionarse con un peluche o jugar a servir el té. Las otras dos conductas son la identidad —de género— y la sexualidad. Los cerebros masculinos serían hombres y les gustarían las mujeres —heterosexuales—. En contraste, los femeninos serían mujeres y sentirían atracción por sus contrapartes masculinas —heterosexuales—.

Si llegaron a esta parte de la lectura, comprenderán mi sorpresa al hallar todo lo que lo biológico supuestamente explicaba. Pensé: “¿Qué hago acá?”. Tengo ovarios; entonces, un cerebro femenino y, por tanto, pobremente capacita do para las habilidades de abstracción requeridas para la producción de conocimiento científico, a lo cual me dedico. Parecía que lo mío era más bien hablar mucho. Acto seguido, me dije: “Tranquila, lu, no todo está perdido, ¡sos lesbiana!”. Es decir: si me gustan las mujeres, eso prueba que algo de mi cerebro está masculinizado; entonces, puede que esté optimizado para las habilidades visoespaciales.

Mi razonamiento fue bastante asertivo, pues me enteré de que las personas de la diversidad sexual o transgénero también éramos explicadas desde la idea del sexo cerebral. La hipótesis era que definitivamente habíamos tenido, por distintos motivos, niveles de testosterona “del otro sexo”, y eso explicaba que no fuésemos cisgénero o heterosexuales. De la misma manera cabían las personas intersex, es decir, que tienen variaciones de la genitalidad respecto de las dos formas biológicas que describí. Por ejemplo, una persona que tiene ovario y testículo, o una persona con ovarios y niveles de testosterona dentro del rango considerado masculino. En todos los casos había estudios que buscaban rastros cerebrales del “sexo opuesto”.

En dos años de trabajo en el laboratorio aprendí de manera “accidental” lo que en toda una carrera no me habían enseñado de manera formal. A saber, comprometerme con el actual discurso neurocientífico implicaba no solo que la oxitocina fuera responsable de que mis vínculos sexoafectivos comenzaran a decaer en torno a los dos años. Además, que la testosterona prenatal era la causante de que fuera lesbiana, de que haya jugado básquet de pequeña y de que tuviera optimización cerebral para continuar con mi proyecto doctoral. Asimismo, la idea de la existencia de cerebros femeninos suponía que había roles naturales asociados directamente con el cuidado y la crianza.

Maternidad tradicional por naturaleza

Los cerebros masculinos orientaban a quienes los portaran a alejarse de las tareas de cuidado, los prevenía de cultivar la empatía y la comunicación, mientras que el mismo razonamiento explicaba el acercamiento a dichas tareas de quienes portaran cerebros femeninos. La idea de sexo cerebral que describí podría sugerir que este tipo de actividades no se encuentran optimizadas solo en quienes tienen posibilidad de gestar, pues este discurso parece admitir muchas formas de xaternidad sobre un continuo de cerebros más o menos masculinizados. Sin embargo, las apariencias engañan, y es el momento oportuno para sacar del paréntesis a la oxitocina. El discurso neurocientífico y la hormona de la maternidad se articulan para dar paso a lo que ha cobrado una relevancia fundamental estos últimos años y se ha conocido como el vínculo materno-fetal.

Esta idea deriva de la teoría del apego, desarrollada durante la segunda posguerra. A diferencia de los discursos médicos y psiquiátricos que prevalecían respecto a que las necesidades de une bebé consisten únicamente en ser alimentade y mantenide seque y caliente, el psicoanalista John Bowlby, proponente de la mencionada teoría, sostuvo que las relaciones tempranas debían ser cálidas, íntimas y continuas. Es decir, la idea de apego se ha centrado en les niñes, en la seguridad que adquieren de sus referentes de crianza para satisfacer sus necesidades.

Sobre la base de esta idea, el “apego materno-fetal” se ha entendido como el grado en que las mujeres adoptan comportamientos que representan una afiliación e interacción con su “hijo no nacido”. En contrapartida, el término “vinculación” emerge para enfatizar el papel de la madre al asumir su función de cuidar de le niñe: el vínculo materno- fetal supone un lazo emocional-psicológico, referido a la percepción que tiene la madre de los cuidados, cuya intensidad y calidad aumentan a lo largo del embarazo. Aunque, se sugiere, comienza muy temprano durante el proceso de gestación.

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Este vínculo se asocia a la llamada teoría del ciclo tranquilizador. Según esta, el cocondicionamiento pavloviano (esto es, aprendizaje autonómico) entre quien gesta y su feto, durante el embarazo y después del parto, promueve la corregulación de la madre y le bebé, y la consecuente conexión emocional que conduce a un mejor funcionamiento social de ambos.

Es importante mencionar que esta corregulación es autonómica/visceral, y por tanto se trataría de mecanismos que dependen de regiones subcorticales. Es decir, se consideran mecanismos primitivos, resultado de la evolución para facilitar el vínculo emocional entre quien gesta y el proceso de gestación.

En esta corregulación estaría implicada la oxitocina (y también otra hormona llamada lactógeno placentario humano). El fortalecimiento posnatal de la conexión emocional se correlaciona con aumentos en los niveles de oxitocina, disminución de los síntomas de depresión y ansiedad entre quienes gestan y menores problemas de conducta infantil a lo largo del tiempo.

En definitiva, parece ser que son los cerebros femeninos y con útero (mujeres cisgénero endosex —es decir, no inter sex— heterosexuales) los que están optimizados para la crianza mediante un entrenamiento informal vía la incli- nación natural a ciertos juegos y actividades y un proceso de gestación que se vuelve fundamental para garantizar la salud mental de la madre y la normalidad de les niñes.

Ilustración sobre el diseño biológico
La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente, de acuerdo con lu Ciccia. Ilustración de Jimena Duval.

Problemas con el binario cerebral

Nuestros cerebros explicarían la naturaleza de un mundo binario en perspectiva evolutiva, es decir, por los roles de nuestros ancestros en la reproducción: macho cazador y hembra cuidadora. ¿Sí? ¿Eso nos han contado nuestros ancestros? Es sabido que a partir de restos fósiles no podemos asumir las maneras en las que se comportaban. Por eso, la narrativa binaria de la arqueología se funda en especial en el análisis de los entierros y piezas dentales, de los que se han descrito los utensilios con los que han sido enterrades y el tipo de alimento que ingerían, respectivamente.

Es notoria la narrativa androcéntrica que prevalece hasta nuestros días. Por androcéntrica me refiero a una historia articulada desde la mirada del varón cisgénero blanco, occidental, heterosexual y adulto. Recientes trabajos han puesto ojo crítico a dicha mirada para confirmar que, en las culturas cazadoras-recolectoras —esas culturas que vivieron hace más de 40 000 años y que se ha pretendido trasladar a nuestro presente mediante dibujos como la serie de televisión estadounidense llamada Los Picapiedra—, las que hoy caracterizaríamos como mujeres cisgénero cazaban en igual proporción que los machos. El problema es que los utensilios han sido interpretados desde la mirada androcéntrica: si la punta de lanza era encontrada junto a restos de varones cisgénero, se consideraba que fue la herramienta de caza más importante en su vida. En contrapartida, si la misma punta de lanza se hallaba junto a restos de mujeres, se asumía que era una herramienta de cocina.

Trasladar la actual conducta de juego a los antepasados que vivieron alrededor de 40 000 años antes de nuestra era común no parece dar cuenta de la existencia de un sexo cerebral y las inclinaciones naturales que de él derivarían. Quizás este hecho sea compatible con las críticas sistemáticas que hemos hecho las investigadoras de la NeuroGenderings Network a los presupuestos e hipótesis que guían la búsqueda de diferencias “entre los sexos” en los cerebros: correctas interpretaciones dan cuenta de que los cerebros no son susceptibles de ser categorizados según dos poblaciones.

En otras palabras: si miramos la genitalidad de alguien, no vamos a predecir su cerebro, como tampoco si vemos un cerebro podemos con certeza saber la genitalidad de quien lo porta. La razón es sencilla: se conoce como plasticidad; esto es, la capacidad con la que encarnamos nuestra experiencia, es decir, la expresamos biológicamente. Por tanto, si existe algún patrón de activación neuronal que difiere entre hombres y mujeres cisgénero, podría deberse a prácticas sociales ancladas en un paradigma binario y no a eso que llamamos “organización cerebral prenatal”. Pues este supuesto es imposible de corroborar, ya que no existen cerebros “libres de cultura” sobre los que podamos concluir que, si hubiera diferencias para alguna característica, se deberían a “los niveles de testosterona en el estadio fetal”.

Nuestra plasticidad supone que podemos desarrollar y fortalecer diversas capacidades con el entrenamiento, formal e informal. Por ejemplo, se ha descrito que los videojuegos son un entrenamiento informal asociado con el desarrollo de las habilidades visoespaciales, por lo cual, si esta capacidad está más desarrollada en niños y adultos varones cisgénero, no hay motivos para suponer que se trata de la optimización en los cerebros de los machos cazado res. Más aun sabiendo que ese es un mito que no se ajusta a nuestra cultura material del paleolítico superior.

La ciencia en contexto

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”. Por ejemplo, el hecho de que las niñas no estrellen la taza de té contra la pared, pero los niños a veces puedan hacerlo, da cuenta de habilitaciones/restricciones según cómo enseñamos a socializar a les niñes en función de su genitalidad, y no de la capacidad nata de las niñas como servidoras y cuidadoras. El régimen conductual mediante las prácticas de juego supone entonces preparar a las niñas para que cultiven como proyecto de vida la maternidad, y a los niños para que puedan ejercitar la violencia mediante conductas agresivas que les permitimos por asumir que “así son”.

Si vimos que una narrativa androcéntrica aún predomina en nuestra interpretación de los restos fósiles, no es descabellado suponer que también predomina en los pre supuestos e hipótesis que guían la búsqueda de un sexo cerebral y un vínculo materno-fetal. La historia de la ciencia nos muestra que el discurso científico mediático siempre dialogó con sus contextos, que supusieron tensiones con los feminismos que criticaban y ponían a relucir los sesgos androcéntricos presentes en las hipótesis que busca ban justificar biológicamente los roles sociales.

En este sentido, es importante señalar que la teoría del apego surge como un argumento científico para sostener que es necesaria la dedicación de “la madre” hacia sus bebés justo en un momento clave de la historia: las mujeres cisgénero habían ocupado el espacio público cuando tuvieron que trabajar porque sus contrapartes masculinas habían ido a la guerra, pero ahora ellos estaban volviendo. Había que hacerlas regresar a casa para mantener la división del trabajo. El éxito de la teoría del apego, junto con otras en esos contextos, radica en sostener que ser madre no es solo alimentar, sino que exige tiempo completo.

Esta teoría se articula perfecto con lo mediático de Los Picapiedra durante los años sesenta, en plena emergencia de la segunda ola feminista en Estados Unidos, una ola caracterizada por politizar el ámbito doméstico y que resulta contrastada con los personajes femeninos de la serie, que encuentran su realización en maternar tanto a sus hijes como a sus esposos.

Respecto de nuestro presente, es indudable que los gran des cuestionamientos sobre la maternidad que se hacen las mujeres cisgénero heterosexuales en contextos en que la maternidad no es el único proyecto posible, así como las posturas en torno al aborto, la gestación por sustitución, la aloparentalidad que supone familias fuera del esquema cisheteronormativo y que implica adopciones y homoparentalidad, entre otras, dialogan con el discurso neurocientífico y la idea de un vínculo materno-fetal, un vínculo que ocurriría muy temprano en el embarazo y que supone la necesidad de una conexión emocional, vía mecanismos evolutivos, para garantizar no solo el bienestar de les bebés, sino el de la persona que gesta. Presupuestos esencialistas en el marco de agendas neoconservadoras que suponen naturalizar, mediante cerebros y oxitocina prenatal, quiénes tienen el derecho a deber querer un proyecto reproductivo.

Por supuesto, y como las feministas negras estadounidenses resaltaron durante la segunda ola, el derecho al aborto representó un reclamo de aquellas corporalidades que eran habilitadas para reproducirse. En contrapartida, las corporalidades racializadas exigían el derecho a la reproducción. Nada más actual al reflexionar sobre estos presupuestos neurocientíficos esencialistas que perpetúan una idea de maternidad y crianza tradicional, inherentemente racializada.

Las preguntas de fondo para cuestionar dichos presupuestos son: ¿cuál es la relación entre nuestra biología y nuestros sentimientos?, ¿dónde quedan nuestros deseos y creencias cuando reducimos nuestras vivencias y subjetividades a lenguajes moleculares?

Es cierto, soy lesbiana y no tengo proyecto reproductivo, pero ¿es porque soy lesbiana? ¿Y qué pasa con las lesbianas que sí tienen ese proyecto, incluso el de gestar?, ¿cómo pueden las neurociencias explicar el deseo de gestar de un varón trans?, ¿y las mujeres cisgénero heterosexuales que no tienen deseo de maternar?, ¿y la heterogeneidad de vivencias entre las mujeres transgénero, quienes en algunos casos quieren ser mamás y en otros no?, ¿y la misma heterogeneidad en las mujeres cisgénero intersex?

¿Qué sucede con mi propia narrativa acerca de mi identidad lésbica no binaria en tanto una trayectoria vital que no supone presocialidad? Es decir, he tenido vínculos sexuales y afectivos con distintas masculinidades cisgénero, pero nunca sentí que había nacido lesbiana y estuve con ellos “hasta que me di cuenta”. Entonces, ¿qué pasa con todas las explicaciones científicas acá revisadas, en las cuales creía, pero que ahora siento tan básicas que no capturan la singularidad de la experiencia humana? ¿Podemos reducir nuestras subjetividades a un continuo de “niveles de testosterona”? Si alguien nos dice sus niveles de testosterona, ¿podemos saber qué identidad tiene, su sexualidad, su deseo de ser referente de crianza o no, si es una persona agresiva, etc.? Si alguien tiene depresión posparto, ¿es porque tuvo bajos niveles de oxitocina?

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”.

Me fui del laboratorio…

Encaminé mi tesis doctoral hacia una crítica desde la epistemología feminista y la filosofía de la mente al discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual. En ese camino me di cuenta de que la idea de “lo femenino” entendido como “falta de masculinidad” no era nueva, sino parte del discurso científico que se articuló durante los siglos XVII y XVIII. También allí se desarrollaba la idea misma de dimorfismo sexual, y se asumía que nuestra mente era nuestro cerebro. Nada de esto encontró nunca sustento empírico, tampoco hoy. Se sostuvo como un marco para justificar una lectura de los cuerpos binaria y jerarquizada de modo inherente sobre la base de las posibilidades reproductivas.

Aceptar hoy que la oxitocina explica terminar dos años de relación tendría un costo terrible: vivirnos como máquinas determinadas por nuestras biologías y no como agentes que tomamos decisiones. Asimismo, esa aceptación supone naturalizar los roles de género, la violencia, incluso sexual, a través de una lectura testocéntrica de nuestros comportamientos. No podemos decir sí a la oxitocina y no a la testosterona, pues se trata de una misma interpretación: las hormonas como la causa de nuestras formas de estar/ vivirnos en el mundo. Sin embargo, existe un salto verdaderamente cuántico entre cualquier molécula y sentirme mal, triste, feliz, deseante, violenta, motivada.

Como sostiene la investigadora argentina Diana Pérez, filósofa de la mente y quien fue directora de mi tesis doctoral, las vivencias que impliquen verbos psicológicos (como desear, creer, amar) nunca podrán ser capturadas por un lenguaje neurobiológico. Si bien nuestros cerebros y biologías en general son necesarios para tener mente, no son suficientes. Nuestra vida psicológica supone experiencias que son relacionales, con mi propia historia, con la de otres. Esa carga histórica-cultural presente en el desarrollo de mis intereses excede los niveles hormonales que puedo describir para intentar explicarlos.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vi das, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo. Si ese es un proyecto deseado o no lo es, hoy siempre se desarrolla dentro de las actuales normativas binarias. Dejar de naturalizarlas es un comienzo para poder desarrollar deseos con libertad, no regulados por discursos mecanicistas acerca de quiénes somos y qué queremos.

Se vale, aunque sea castigado por las mismas normativas que castigan a quienes somos de la comunidad LGBTIQ+, especialmente si queremos ser referentes de crianza, que haya mujeres cisgénero endosex heterosexuales que elijan no ser madres. Se vale serlo y se vale hoy saber que no lo hubieran elegido. También no sentir conexión emocional con les bebés/niñes, a veces arrepentimiento, hasta frustración y angustia: todo se vale, no somos máquinas mal diseñadas ni monstruos, esos sentimientos no nos hacen menos sensibles o malas personas. Al contrario, significa encarnar las contradicciones propias de nuestra existencia: existencia que lidia con las tensiones insoportables de una vida social en la cual naturalizamos roles, nuestra sexualidad, nuestras identidades, las formas de vivirnos. En esas formas solemos volcar una mirada enjuiciadora y punitiva sobre la maternidad, si se es o no madre y cómo se es, sin cuestionar el rol de las paternidades en las tareas de cuidado y los vínculos afectivos, pues parece que seguimos admitiendo la idea de que no están hechos para ello. Pero el macho cazador no existió, y un cerebro que determina quiénes somos tampoco existe.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo.

Por último, ningún vínculo existe vía reflejos moleculares, ni prenatales ni posnatales. En contraste, necesitan reciprocidad mediante un cara a cara, un cuerpo a cuerpo. Así es que desarrollamos nuestra subjetividad, eso que nos hace humanes. Una subjetividad relacional, solo posible a través de nuestros lazos afectivos, y que habilita reconocer que nuestro compromiso con quienes somos no es destino, ni algo rígido o estático: posibilita movernos ontológicamente y dejarnos transformar junto con las experiencias vitales de quienes nos rodean. Eso nos hace agentes, apropiarnos de quienes somos y no anclar en parámetros biológicos nuestras decisiones de vida. Por el contrario, no hay nada más falso y ficcional que creer que existe una esencia que nos define, y que estará ahí, de una vez y para siempre. Si eso sucede, si así nos vivimos, nos habremos convertido en seres autómatas, enajenades de nuestros de seos en función de los intereses de otres.

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¿Diseño biológico para criar?

¿Diseño biológico para criar?

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2024
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¿Dónde nace el deseo de gestar? ¿Existe de verdad una “llamada biológica” o es la respuesta inconsciente hacia una exigencia social? Este tipo de cuestionamientos son cada vez son más recurrentes para quienes la gestación es una elección y no un destino manifiesto.

Mi experiencia molecular

En el año 2008 cursaba Biología Molecular como parte de las asignaturas obligatorias para licenciarme en Biotecnología y al mismo tiempo lidiaba con problemas serios de pareja. En ese contexto, hubo una clase en la que el profe sor se dedicó a explicarnos cómo nuestra biología habilitaba que fuéramos seres con lenguaje articulado, capaces de pensar/sentir y comunicar(nos) de las maneras en que lo hacemos les humanes. Una compañera preguntó: “¿Qué pasa molecularmente cuando estás enamorade?”. La respuesta del profesor involucró algunos neurotransmisores, como la dopamina; pero fue la oxitocina, una hormona altamente conservada en mamíferos, la que sin duda tomó protagonismo para explicar reacciones humanas que resultan de la interacción con otres seres humanes, las cuales van desde nuestro comportamiento social, los vínculos emocionales que solemos desarrollar, como el apego y el amor, hasta respuestas fisiológicas como el orgasmo.

La molécula en cuestión se convirtió en la perfecta justificación para mi definitiva separación: no habría que explicar que ya no me sentía bien estando juntas, o que creía que no estábamos compartiendo un proyecto de vida. Solo tendría que sostener que estaba demostrado que luego de dos años de relación “ya no circula tanta oxitocina” en una pareja. Chido. El indiscutible argumento científico me solucionaba un montón de discusiones y atenuaba las emociones encontradas. De alguna manera, molecularizar mi decisión prácticamente anulaba mi experiencia subjetiva: mi vivencia. Esa molecularización, al fin y al cabo, del propio sentimiento le daba un tinte tan objetivo y aséptico a la ruptura de mi relación que fue difícil no adoptar la explicación de los procesos vinculares que había sido pro puesta por el profesor. Pero la oxitocina, además de todos sus quehaceres afectivos, tiene otras funciones evolutivas importantes. Es por ello que también es conocida como la “hormona de la maternidad”: dado que facilita el parto y está involucrada en la lactancia, se considera que tiene la función de fortalecer el lazo entre quien gesta y le bebé.

Dos años después, al obtener el título que acreditaba mi autoridad epistémica para sostener que la falta de oxitocina era el motivo del comienzo del final de las relaciones románticas, inicié un proyecto doctoral en el departamento de Fisiología del Sistema Nervioso de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Ahí me introduje en el ámbito de las neurociencias y la salud mental. Puse la oxitocina entre paréntesis y me dediqué a entender las diferencias cerebrales entre los sexos.

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Dos precisiones merecen la pena en esta narrativa. La primera de ellas, y totalmente relacionada con mi título de biotecnóloga, es que me formé bajo la idea de que nuestra biología podría explicar ciertos aspectos de por qué somos como somos, pero nunca reflexioné sobre la relación que podría existir entre mi biología y vivirme lesbiana. La segunda precisión es que me crie en la escuela del dimorfismo sexual. Es decir, daba por sentado que las posibilidades reproductivas implicaban dos formas biológicas, distinguibles y excluyentes entre sí. Me refiero a la idea de que tener ovarios o testículos no solo supone la producción de tipos de gameto —ovocito y espermatozoide, respectivamente—. En cambio, estas dos formas comprometían a todo órgano y sistema fisiológico, incluidos los cerebros. Por lo tanto, desde la asunción de que existía el dimorfismo sexual, los cerebros tenían sexo.

Estas precisiones son importantes para entender el punto del que partí al profundizar en los estudios sobre la diferencia sexual cerebral: la oxitocina acompañaba mis conductas socioafectivas, mientras que mi cerebro estaba determinado por la posibilidad reproductiva. Es decir, si tuviera ovarios, entonces tendría cierto cerebro; mientras que, si tuviera testículos, estaría en posesión del otro cerebro. Mentiría si dijera que al salir de la carrera sabía “a ciencia cierta” cuáles eran las reales implicancias de tener sexo en el cerebro. De hecho, la idea de sexo cerebral era una premisa general asumida, pero que no se exploraba si ese no era el sentido específico de la asignatura. Y no había ninguna materia dedicada al estudio de las diferencias cerebrales entre los sexos, así que lo que encontré en el laboratorio fue una verdadera sorpresa para mí…

De la licenciatura al laboratorio de neurociencias

La misma premisa general de sexo cerebral rondaba por el laboratorio. Y aunque mi investigación no se orientaba a buscar diferencias cerebrales entre los sexos, dado que tenía que dilucidar la función de un receptor —una proteína— que se expresaba en los cerebros, me inquietó que en los ensayos conductuales que tenía que hacer en ratones me hicieran considerar solo a los machos. El motivo de esta exclusión era que las hembras introducían variables por sus ciclos hormonales, hecho que complejizaba los análisis estadísticos “sin sentido”, pues nuestro objetivo no era estudiar diferencias entre machos y hembras.

Pero si había dos tipos de cerebros, y no sabíamos “a ciencia cierta” qué hacía el receptor en general, una intuición básica era suponer que ese receptor podría funcionar diferente entre machos y hembras. Esto me hizo dudar si realmente había dos cerebros, pues descubrí que el laboratorio donde trabajaba no era el único que excluía a las hembras al investigar la función de diferentes receptores cerebrales, sino que era una práctica generalizada.

Para lo que acá nos ocupa, lo importante es que decidí explorar en PubMed, la base de datos biomédicos más grande que existe, si había o no dos tipos de cerebros, pues la idea es que los resultados en ratones se extrapolan, con ciertos recaudos (bastante polémicos), a nosotres, les humanes. Puse en el buscador: “human brain + sex difference”. No solo corroboré que había miles de artículos que confirmaban la existencia de dos tipos de cerebros; además, me confronté por primera vez con las verdaderas implicancias de ese sexo cerebral. Adelanto que una de ellas es que tener un cerebro femenino parecía inherentemente conllevar una inclinación nata al proyecto de crianza.

Nacida lesbiana versus nacida para cuidar

Al día de hoy se sostiene que quienes desarrollan testículos durante el estadio prenatal producen mayores niveles de testosterona, y estos “altos niveles” son los responsables de masculinizar los cerebros. En contraste, quienes desarrollan ovarios tendrán menores niveles de testosterona y, por tanto, cerebros no masculinizados, o femeninos. Mucha testosterona, sinónimo de masculinidad.

Pero ¿qué significa esa masculinización cerebral que da cuenta de un cerebro masculino y, por defecto, otro femenino? La organización cerebral antes de nacer explicaría la optimización para ciertas habilidades y conductas en la vida posnatal. La masculinización cerebral implicaría, por ejemplo, optimización para una capacidad llamada visoespacial, fundamental para disciplinas que implican abstracción, como la química orgánica. Las personas con cerebro femenino —o no masculinizado— tendrían una optimización para la habilidad llamada “fluidez verbal”; básica mente, hablar mucho. Sobre las conductas, se identifican tres. Una es el juego y la elección del juguete, que supone que quien porta un cerebro masculinizado es más agresivo, le gusta la competencia, juega a las luchas y demás, mientras que uno femenino habilita acciones asociadas a la comunicación y la empatía, como relacionarse con un peluche o jugar a servir el té. Las otras dos conductas son la identidad —de género— y la sexualidad. Los cerebros masculinos serían hombres y les gustarían las mujeres —heterosexuales—. En contraste, los femeninos serían mujeres y sentirían atracción por sus contrapartes masculinas —heterosexuales—.

Si llegaron a esta parte de la lectura, comprenderán mi sorpresa al hallar todo lo que lo biológico supuestamente explicaba. Pensé: “¿Qué hago acá?”. Tengo ovarios; entonces, un cerebro femenino y, por tanto, pobremente capacita do para las habilidades de abstracción requeridas para la producción de conocimiento científico, a lo cual me dedico. Parecía que lo mío era más bien hablar mucho. Acto seguido, me dije: “Tranquila, lu, no todo está perdido, ¡sos lesbiana!”. Es decir: si me gustan las mujeres, eso prueba que algo de mi cerebro está masculinizado; entonces, puede que esté optimizado para las habilidades visoespaciales.

Mi razonamiento fue bastante asertivo, pues me enteré de que las personas de la diversidad sexual o transgénero también éramos explicadas desde la idea del sexo cerebral. La hipótesis era que definitivamente habíamos tenido, por distintos motivos, niveles de testosterona “del otro sexo”, y eso explicaba que no fuésemos cisgénero o heterosexuales. De la misma manera cabían las personas intersex, es decir, que tienen variaciones de la genitalidad respecto de las dos formas biológicas que describí. Por ejemplo, una persona que tiene ovario y testículo, o una persona con ovarios y niveles de testosterona dentro del rango considerado masculino. En todos los casos había estudios que buscaban rastros cerebrales del “sexo opuesto”.

En dos años de trabajo en el laboratorio aprendí de manera “accidental” lo que en toda una carrera no me habían enseñado de manera formal. A saber, comprometerme con el actual discurso neurocientífico implicaba no solo que la oxitocina fuera responsable de que mis vínculos sexoafectivos comenzaran a decaer en torno a los dos años. Además, que la testosterona prenatal era la causante de que fuera lesbiana, de que haya jugado básquet de pequeña y de que tuviera optimización cerebral para continuar con mi proyecto doctoral. Asimismo, la idea de la existencia de cerebros femeninos suponía que había roles naturales asociados directamente con el cuidado y la crianza.

Maternidad tradicional por naturaleza

Los cerebros masculinos orientaban a quienes los portaran a alejarse de las tareas de cuidado, los prevenía de cultivar la empatía y la comunicación, mientras que el mismo razonamiento explicaba el acercamiento a dichas tareas de quienes portaran cerebros femeninos. La idea de sexo cerebral que describí podría sugerir que este tipo de actividades no se encuentran optimizadas solo en quienes tienen posibilidad de gestar, pues este discurso parece admitir muchas formas de xaternidad sobre un continuo de cerebros más o menos masculinizados. Sin embargo, las apariencias engañan, y es el momento oportuno para sacar del paréntesis a la oxitocina. El discurso neurocientífico y la hormona de la maternidad se articulan para dar paso a lo que ha cobrado una relevancia fundamental estos últimos años y se ha conocido como el vínculo materno-fetal.

Esta idea deriva de la teoría del apego, desarrollada durante la segunda posguerra. A diferencia de los discursos médicos y psiquiátricos que prevalecían respecto a que las necesidades de une bebé consisten únicamente en ser alimentade y mantenide seque y caliente, el psicoanalista John Bowlby, proponente de la mencionada teoría, sostuvo que las relaciones tempranas debían ser cálidas, íntimas y continuas. Es decir, la idea de apego se ha centrado en les niñes, en la seguridad que adquieren de sus referentes de crianza para satisfacer sus necesidades.

Sobre la base de esta idea, el “apego materno-fetal” se ha entendido como el grado en que las mujeres adoptan comportamientos que representan una afiliación e interacción con su “hijo no nacido”. En contrapartida, el término “vinculación” emerge para enfatizar el papel de la madre al asumir su función de cuidar de le niñe: el vínculo materno- fetal supone un lazo emocional-psicológico, referido a la percepción que tiene la madre de los cuidados, cuya intensidad y calidad aumentan a lo largo del embarazo. Aunque, se sugiere, comienza muy temprano durante el proceso de gestación.

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Este vínculo se asocia a la llamada teoría del ciclo tranquilizador. Según esta, el cocondicionamiento pavloviano (esto es, aprendizaje autonómico) entre quien gesta y su feto, durante el embarazo y después del parto, promueve la corregulación de la madre y le bebé, y la consecuente conexión emocional que conduce a un mejor funcionamiento social de ambos.

Es importante mencionar que esta corregulación es autonómica/visceral, y por tanto se trataría de mecanismos que dependen de regiones subcorticales. Es decir, se consideran mecanismos primitivos, resultado de la evolución para facilitar el vínculo emocional entre quien gesta y el proceso de gestación.

En esta corregulación estaría implicada la oxitocina (y también otra hormona llamada lactógeno placentario humano). El fortalecimiento posnatal de la conexión emocional se correlaciona con aumentos en los niveles de oxitocina, disminución de los síntomas de depresión y ansiedad entre quienes gestan y menores problemas de conducta infantil a lo largo del tiempo.

En definitiva, parece ser que son los cerebros femeninos y con útero (mujeres cisgénero endosex —es decir, no inter sex— heterosexuales) los que están optimizados para la crianza mediante un entrenamiento informal vía la incli- nación natural a ciertos juegos y actividades y un proceso de gestación que se vuelve fundamental para garantizar la salud mental de la madre y la normalidad de les niñes.

Ilustración sobre el diseño biológico
La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente, de acuerdo con lu Ciccia. Ilustración de Jimena Duval.

Problemas con el binario cerebral

Nuestros cerebros explicarían la naturaleza de un mundo binario en perspectiva evolutiva, es decir, por los roles de nuestros ancestros en la reproducción: macho cazador y hembra cuidadora. ¿Sí? ¿Eso nos han contado nuestros ancestros? Es sabido que a partir de restos fósiles no podemos asumir las maneras en las que se comportaban. Por eso, la narrativa binaria de la arqueología se funda en especial en el análisis de los entierros y piezas dentales, de los que se han descrito los utensilios con los que han sido enterrades y el tipo de alimento que ingerían, respectivamente.

Es notoria la narrativa androcéntrica que prevalece hasta nuestros días. Por androcéntrica me refiero a una historia articulada desde la mirada del varón cisgénero blanco, occidental, heterosexual y adulto. Recientes trabajos han puesto ojo crítico a dicha mirada para confirmar que, en las culturas cazadoras-recolectoras —esas culturas que vivieron hace más de 40 000 años y que se ha pretendido trasladar a nuestro presente mediante dibujos como la serie de televisión estadounidense llamada Los Picapiedra—, las que hoy caracterizaríamos como mujeres cisgénero cazaban en igual proporción que los machos. El problema es que los utensilios han sido interpretados desde la mirada androcéntrica: si la punta de lanza era encontrada junto a restos de varones cisgénero, se consideraba que fue la herramienta de caza más importante en su vida. En contrapartida, si la misma punta de lanza se hallaba junto a restos de mujeres, se asumía que era una herramienta de cocina.

Trasladar la actual conducta de juego a los antepasados que vivieron alrededor de 40 000 años antes de nuestra era común no parece dar cuenta de la existencia de un sexo cerebral y las inclinaciones naturales que de él derivarían. Quizás este hecho sea compatible con las críticas sistemáticas que hemos hecho las investigadoras de la NeuroGenderings Network a los presupuestos e hipótesis que guían la búsqueda de diferencias “entre los sexos” en los cerebros: correctas interpretaciones dan cuenta de que los cerebros no son susceptibles de ser categorizados según dos poblaciones.

En otras palabras: si miramos la genitalidad de alguien, no vamos a predecir su cerebro, como tampoco si vemos un cerebro podemos con certeza saber la genitalidad de quien lo porta. La razón es sencilla: se conoce como plasticidad; esto es, la capacidad con la que encarnamos nuestra experiencia, es decir, la expresamos biológicamente. Por tanto, si existe algún patrón de activación neuronal que difiere entre hombres y mujeres cisgénero, podría deberse a prácticas sociales ancladas en un paradigma binario y no a eso que llamamos “organización cerebral prenatal”. Pues este supuesto es imposible de corroborar, ya que no existen cerebros “libres de cultura” sobre los que podamos concluir que, si hubiera diferencias para alguna característica, se deberían a “los niveles de testosterona en el estadio fetal”.

Nuestra plasticidad supone que podemos desarrollar y fortalecer diversas capacidades con el entrenamiento, formal e informal. Por ejemplo, se ha descrito que los videojuegos son un entrenamiento informal asociado con el desarrollo de las habilidades visoespaciales, por lo cual, si esta capacidad está más desarrollada en niños y adultos varones cisgénero, no hay motivos para suponer que se trata de la optimización en los cerebros de los machos cazado res. Más aun sabiendo que ese es un mito que no se ajusta a nuestra cultura material del paleolítico superior.

La ciencia en contexto

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”. Por ejemplo, el hecho de que las niñas no estrellen la taza de té contra la pared, pero los niños a veces puedan hacerlo, da cuenta de habilitaciones/restricciones según cómo enseñamos a socializar a les niñes en función de su genitalidad, y no de la capacidad nata de las niñas como servidoras y cuidadoras. El régimen conductual mediante las prácticas de juego supone entonces preparar a las niñas para que cultiven como proyecto de vida la maternidad, y a los niños para que puedan ejercitar la violencia mediante conductas agresivas que les permitimos por asumir que “así son”.

Si vimos que una narrativa androcéntrica aún predomina en nuestra interpretación de los restos fósiles, no es descabellado suponer que también predomina en los pre supuestos e hipótesis que guían la búsqueda de un sexo cerebral y un vínculo materno-fetal. La historia de la ciencia nos muestra que el discurso científico mediático siempre dialogó con sus contextos, que supusieron tensiones con los feminismos que criticaban y ponían a relucir los sesgos androcéntricos presentes en las hipótesis que busca ban justificar biológicamente los roles sociales.

En este sentido, es importante señalar que la teoría del apego surge como un argumento científico para sostener que es necesaria la dedicación de “la madre” hacia sus bebés justo en un momento clave de la historia: las mujeres cisgénero habían ocupado el espacio público cuando tuvieron que trabajar porque sus contrapartes masculinas habían ido a la guerra, pero ahora ellos estaban volviendo. Había que hacerlas regresar a casa para mantener la división del trabajo. El éxito de la teoría del apego, junto con otras en esos contextos, radica en sostener que ser madre no es solo alimentar, sino que exige tiempo completo.

Esta teoría se articula perfecto con lo mediático de Los Picapiedra durante los años sesenta, en plena emergencia de la segunda ola feminista en Estados Unidos, una ola caracterizada por politizar el ámbito doméstico y que resulta contrastada con los personajes femeninos de la serie, que encuentran su realización en maternar tanto a sus hijes como a sus esposos.

Respecto de nuestro presente, es indudable que los gran des cuestionamientos sobre la maternidad que se hacen las mujeres cisgénero heterosexuales en contextos en que la maternidad no es el único proyecto posible, así como las posturas en torno al aborto, la gestación por sustitución, la aloparentalidad que supone familias fuera del esquema cisheteronormativo y que implica adopciones y homoparentalidad, entre otras, dialogan con el discurso neurocientífico y la idea de un vínculo materno-fetal, un vínculo que ocurriría muy temprano en el embarazo y que supone la necesidad de una conexión emocional, vía mecanismos evolutivos, para garantizar no solo el bienestar de les bebés, sino el de la persona que gesta. Presupuestos esencialistas en el marco de agendas neoconservadoras que suponen naturalizar, mediante cerebros y oxitocina prenatal, quiénes tienen el derecho a deber querer un proyecto reproductivo.

Por supuesto, y como las feministas negras estadounidenses resaltaron durante la segunda ola, el derecho al aborto representó un reclamo de aquellas corporalidades que eran habilitadas para reproducirse. En contrapartida, las corporalidades racializadas exigían el derecho a la reproducción. Nada más actual al reflexionar sobre estos presupuestos neurocientíficos esencialistas que perpetúan una idea de maternidad y crianza tradicional, inherentemente racializada.

Las preguntas de fondo para cuestionar dichos presupuestos son: ¿cuál es la relación entre nuestra biología y nuestros sentimientos?, ¿dónde quedan nuestros deseos y creencias cuando reducimos nuestras vivencias y subjetividades a lenguajes moleculares?

Es cierto, soy lesbiana y no tengo proyecto reproductivo, pero ¿es porque soy lesbiana? ¿Y qué pasa con las lesbianas que sí tienen ese proyecto, incluso el de gestar?, ¿cómo pueden las neurociencias explicar el deseo de gestar de un varón trans?, ¿y las mujeres cisgénero heterosexuales que no tienen deseo de maternar?, ¿y la heterogeneidad de vivencias entre las mujeres transgénero, quienes en algunos casos quieren ser mamás y en otros no?, ¿y la misma heterogeneidad en las mujeres cisgénero intersex?

¿Qué sucede con mi propia narrativa acerca de mi identidad lésbica no binaria en tanto una trayectoria vital que no supone presocialidad? Es decir, he tenido vínculos sexuales y afectivos con distintas masculinidades cisgénero, pero nunca sentí que había nacido lesbiana y estuve con ellos “hasta que me di cuenta”. Entonces, ¿qué pasa con todas las explicaciones científicas acá revisadas, en las cuales creía, pero que ahora siento tan básicas que no capturan la singularidad de la experiencia humana? ¿Podemos reducir nuestras subjetividades a un continuo de “niveles de testosterona”? Si alguien nos dice sus niveles de testosterona, ¿podemos saber qué identidad tiene, su sexualidad, su deseo de ser referente de crianza o no, si es una persona agresiva, etc.? Si alguien tiene depresión posparto, ¿es porque tuvo bajos niveles de oxitocina?

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”.

Me fui del laboratorio…

Encaminé mi tesis doctoral hacia una crítica desde la epistemología feminista y la filosofía de la mente al discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual. En ese camino me di cuenta de que la idea de “lo femenino” entendido como “falta de masculinidad” no era nueva, sino parte del discurso científico que se articuló durante los siglos XVII y XVIII. También allí se desarrollaba la idea misma de dimorfismo sexual, y se asumía que nuestra mente era nuestro cerebro. Nada de esto encontró nunca sustento empírico, tampoco hoy. Se sostuvo como un marco para justificar una lectura de los cuerpos binaria y jerarquizada de modo inherente sobre la base de las posibilidades reproductivas.

Aceptar hoy que la oxitocina explica terminar dos años de relación tendría un costo terrible: vivirnos como máquinas determinadas por nuestras biologías y no como agentes que tomamos decisiones. Asimismo, esa aceptación supone naturalizar los roles de género, la violencia, incluso sexual, a través de una lectura testocéntrica de nuestros comportamientos. No podemos decir sí a la oxitocina y no a la testosterona, pues se trata de una misma interpretación: las hormonas como la causa de nuestras formas de estar/ vivirnos en el mundo. Sin embargo, existe un salto verdaderamente cuántico entre cualquier molécula y sentirme mal, triste, feliz, deseante, violenta, motivada.

Como sostiene la investigadora argentina Diana Pérez, filósofa de la mente y quien fue directora de mi tesis doctoral, las vivencias que impliquen verbos psicológicos (como desear, creer, amar) nunca podrán ser capturadas por un lenguaje neurobiológico. Si bien nuestros cerebros y biologías en general son necesarios para tener mente, no son suficientes. Nuestra vida psicológica supone experiencias que son relacionales, con mi propia historia, con la de otres. Esa carga histórica-cultural presente en el desarrollo de mis intereses excede los niveles hormonales que puedo describir para intentar explicarlos.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vi das, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo. Si ese es un proyecto deseado o no lo es, hoy siempre se desarrolla dentro de las actuales normativas binarias. Dejar de naturalizarlas es un comienzo para poder desarrollar deseos con libertad, no regulados por discursos mecanicistas acerca de quiénes somos y qué queremos.

Se vale, aunque sea castigado por las mismas normativas que castigan a quienes somos de la comunidad LGBTIQ+, especialmente si queremos ser referentes de crianza, que haya mujeres cisgénero endosex heterosexuales que elijan no ser madres. Se vale serlo y se vale hoy saber que no lo hubieran elegido. También no sentir conexión emocional con les bebés/niñes, a veces arrepentimiento, hasta frustración y angustia: todo se vale, no somos máquinas mal diseñadas ni monstruos, esos sentimientos no nos hacen menos sensibles o malas personas. Al contrario, significa encarnar las contradicciones propias de nuestra existencia: existencia que lidia con las tensiones insoportables de una vida social en la cual naturalizamos roles, nuestra sexualidad, nuestras identidades, las formas de vivirnos. En esas formas solemos volcar una mirada enjuiciadora y punitiva sobre la maternidad, si se es o no madre y cómo se es, sin cuestionar el rol de las paternidades en las tareas de cuidado y los vínculos afectivos, pues parece que seguimos admitiendo la idea de que no están hechos para ello. Pero el macho cazador no existió, y un cerebro que determina quiénes somos tampoco existe.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo.

Por último, ningún vínculo existe vía reflejos moleculares, ni prenatales ni posnatales. En contraste, necesitan reciprocidad mediante un cara a cara, un cuerpo a cuerpo. Así es que desarrollamos nuestra subjetividad, eso que nos hace humanes. Una subjetividad relacional, solo posible a través de nuestros lazos afectivos, y que habilita reconocer que nuestro compromiso con quienes somos no es destino, ni algo rígido o estático: posibilita movernos ontológicamente y dejarnos transformar junto con las experiencias vitales de quienes nos rodean. Eso nos hace agentes, apropiarnos de quienes somos y no anclar en parámetros biológicos nuestras decisiones de vida. Por el contrario, no hay nada más falso y ficcional que creer que existe una esencia que nos define, y que estará ahí, de una vez y para siempre. Si eso sucede, si así nos vivimos, nos habremos convertido en seres autómatas, enajenades de nuestros de seos en función de los intereses de otres.

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Al día de hoy se sostiene que quienes desarrollan testículos durante el estadio prenatal producen mayores niveles de testosterona, y estos “altos niveles” son los responsables de masculinizar los cerebros.

¿Diseño biológico para criar?

¿Diseño biológico para criar?

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¿Dónde nace el deseo de gestar? ¿Existe de verdad una “llamada biológica” o es la respuesta inconsciente hacia una exigencia social? Este tipo de cuestionamientos son cada vez son más recurrentes para quienes la gestación es una elección y no un destino manifiesto.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Mi experiencia molecular

En el año 2008 cursaba Biología Molecular como parte de las asignaturas obligatorias para licenciarme en Biotecnología y al mismo tiempo lidiaba con problemas serios de pareja. En ese contexto, hubo una clase en la que el profe sor se dedicó a explicarnos cómo nuestra biología habilitaba que fuéramos seres con lenguaje articulado, capaces de pensar/sentir y comunicar(nos) de las maneras en que lo hacemos les humanes. Una compañera preguntó: “¿Qué pasa molecularmente cuando estás enamorade?”. La respuesta del profesor involucró algunos neurotransmisores, como la dopamina; pero fue la oxitocina, una hormona altamente conservada en mamíferos, la que sin duda tomó protagonismo para explicar reacciones humanas que resultan de la interacción con otres seres humanes, las cuales van desde nuestro comportamiento social, los vínculos emocionales que solemos desarrollar, como el apego y el amor, hasta respuestas fisiológicas como el orgasmo.

La molécula en cuestión se convirtió en la perfecta justificación para mi definitiva separación: no habría que explicar que ya no me sentía bien estando juntas, o que creía que no estábamos compartiendo un proyecto de vida. Solo tendría que sostener que estaba demostrado que luego de dos años de relación “ya no circula tanta oxitocina” en una pareja. Chido. El indiscutible argumento científico me solucionaba un montón de discusiones y atenuaba las emociones encontradas. De alguna manera, molecularizar mi decisión prácticamente anulaba mi experiencia subjetiva: mi vivencia. Esa molecularización, al fin y al cabo, del propio sentimiento le daba un tinte tan objetivo y aséptico a la ruptura de mi relación que fue difícil no adoptar la explicación de los procesos vinculares que había sido pro puesta por el profesor. Pero la oxitocina, además de todos sus quehaceres afectivos, tiene otras funciones evolutivas importantes. Es por ello que también es conocida como la “hormona de la maternidad”: dado que facilita el parto y está involucrada en la lactancia, se considera que tiene la función de fortalecer el lazo entre quien gesta y le bebé.

Dos años después, al obtener el título que acreditaba mi autoridad epistémica para sostener que la falta de oxitocina era el motivo del comienzo del final de las relaciones románticas, inicié un proyecto doctoral en el departamento de Fisiología del Sistema Nervioso de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Ahí me introduje en el ámbito de las neurociencias y la salud mental. Puse la oxitocina entre paréntesis y me dediqué a entender las diferencias cerebrales entre los sexos.

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Dos precisiones merecen la pena en esta narrativa. La primera de ellas, y totalmente relacionada con mi título de biotecnóloga, es que me formé bajo la idea de que nuestra biología podría explicar ciertos aspectos de por qué somos como somos, pero nunca reflexioné sobre la relación que podría existir entre mi biología y vivirme lesbiana. La segunda precisión es que me crie en la escuela del dimorfismo sexual. Es decir, daba por sentado que las posibilidades reproductivas implicaban dos formas biológicas, distinguibles y excluyentes entre sí. Me refiero a la idea de que tener ovarios o testículos no solo supone la producción de tipos de gameto —ovocito y espermatozoide, respectivamente—. En cambio, estas dos formas comprometían a todo órgano y sistema fisiológico, incluidos los cerebros. Por lo tanto, desde la asunción de que existía el dimorfismo sexual, los cerebros tenían sexo.

Estas precisiones son importantes para entender el punto del que partí al profundizar en los estudios sobre la diferencia sexual cerebral: la oxitocina acompañaba mis conductas socioafectivas, mientras que mi cerebro estaba determinado por la posibilidad reproductiva. Es decir, si tuviera ovarios, entonces tendría cierto cerebro; mientras que, si tuviera testículos, estaría en posesión del otro cerebro. Mentiría si dijera que al salir de la carrera sabía “a ciencia cierta” cuáles eran las reales implicancias de tener sexo en el cerebro. De hecho, la idea de sexo cerebral era una premisa general asumida, pero que no se exploraba si ese no era el sentido específico de la asignatura. Y no había ninguna materia dedicada al estudio de las diferencias cerebrales entre los sexos, así que lo que encontré en el laboratorio fue una verdadera sorpresa para mí…

De la licenciatura al laboratorio de neurociencias

La misma premisa general de sexo cerebral rondaba por el laboratorio. Y aunque mi investigación no se orientaba a buscar diferencias cerebrales entre los sexos, dado que tenía que dilucidar la función de un receptor —una proteína— que se expresaba en los cerebros, me inquietó que en los ensayos conductuales que tenía que hacer en ratones me hicieran considerar solo a los machos. El motivo de esta exclusión era que las hembras introducían variables por sus ciclos hormonales, hecho que complejizaba los análisis estadísticos “sin sentido”, pues nuestro objetivo no era estudiar diferencias entre machos y hembras.

Pero si había dos tipos de cerebros, y no sabíamos “a ciencia cierta” qué hacía el receptor en general, una intuición básica era suponer que ese receptor podría funcionar diferente entre machos y hembras. Esto me hizo dudar si realmente había dos cerebros, pues descubrí que el laboratorio donde trabajaba no era el único que excluía a las hembras al investigar la función de diferentes receptores cerebrales, sino que era una práctica generalizada.

Para lo que acá nos ocupa, lo importante es que decidí explorar en PubMed, la base de datos biomédicos más grande que existe, si había o no dos tipos de cerebros, pues la idea es que los resultados en ratones se extrapolan, con ciertos recaudos (bastante polémicos), a nosotres, les humanes. Puse en el buscador: “human brain + sex difference”. No solo corroboré que había miles de artículos que confirmaban la existencia de dos tipos de cerebros; además, me confronté por primera vez con las verdaderas implicancias de ese sexo cerebral. Adelanto que una de ellas es que tener un cerebro femenino parecía inherentemente conllevar una inclinación nata al proyecto de crianza.

Nacida lesbiana versus nacida para cuidar

Al día de hoy se sostiene que quienes desarrollan testículos durante el estadio prenatal producen mayores niveles de testosterona, y estos “altos niveles” son los responsables de masculinizar los cerebros. En contraste, quienes desarrollan ovarios tendrán menores niveles de testosterona y, por tanto, cerebros no masculinizados, o femeninos. Mucha testosterona, sinónimo de masculinidad.

Pero ¿qué significa esa masculinización cerebral que da cuenta de un cerebro masculino y, por defecto, otro femenino? La organización cerebral antes de nacer explicaría la optimización para ciertas habilidades y conductas en la vida posnatal. La masculinización cerebral implicaría, por ejemplo, optimización para una capacidad llamada visoespacial, fundamental para disciplinas que implican abstracción, como la química orgánica. Las personas con cerebro femenino —o no masculinizado— tendrían una optimización para la habilidad llamada “fluidez verbal”; básica mente, hablar mucho. Sobre las conductas, se identifican tres. Una es el juego y la elección del juguete, que supone que quien porta un cerebro masculinizado es más agresivo, le gusta la competencia, juega a las luchas y demás, mientras que uno femenino habilita acciones asociadas a la comunicación y la empatía, como relacionarse con un peluche o jugar a servir el té. Las otras dos conductas son la identidad —de género— y la sexualidad. Los cerebros masculinos serían hombres y les gustarían las mujeres —heterosexuales—. En contraste, los femeninos serían mujeres y sentirían atracción por sus contrapartes masculinas —heterosexuales—.

Si llegaron a esta parte de la lectura, comprenderán mi sorpresa al hallar todo lo que lo biológico supuestamente explicaba. Pensé: “¿Qué hago acá?”. Tengo ovarios; entonces, un cerebro femenino y, por tanto, pobremente capacita do para las habilidades de abstracción requeridas para la producción de conocimiento científico, a lo cual me dedico. Parecía que lo mío era más bien hablar mucho. Acto seguido, me dije: “Tranquila, lu, no todo está perdido, ¡sos lesbiana!”. Es decir: si me gustan las mujeres, eso prueba que algo de mi cerebro está masculinizado; entonces, puede que esté optimizado para las habilidades visoespaciales.

Mi razonamiento fue bastante asertivo, pues me enteré de que las personas de la diversidad sexual o transgénero también éramos explicadas desde la idea del sexo cerebral. La hipótesis era que definitivamente habíamos tenido, por distintos motivos, niveles de testosterona “del otro sexo”, y eso explicaba que no fuésemos cisgénero o heterosexuales. De la misma manera cabían las personas intersex, es decir, que tienen variaciones de la genitalidad respecto de las dos formas biológicas que describí. Por ejemplo, una persona que tiene ovario y testículo, o una persona con ovarios y niveles de testosterona dentro del rango considerado masculino. En todos los casos había estudios que buscaban rastros cerebrales del “sexo opuesto”.

En dos años de trabajo en el laboratorio aprendí de manera “accidental” lo que en toda una carrera no me habían enseñado de manera formal. A saber, comprometerme con el actual discurso neurocientífico implicaba no solo que la oxitocina fuera responsable de que mis vínculos sexoafectivos comenzaran a decaer en torno a los dos años. Además, que la testosterona prenatal era la causante de que fuera lesbiana, de que haya jugado básquet de pequeña y de que tuviera optimización cerebral para continuar con mi proyecto doctoral. Asimismo, la idea de la existencia de cerebros femeninos suponía que había roles naturales asociados directamente con el cuidado y la crianza.

Maternidad tradicional por naturaleza

Los cerebros masculinos orientaban a quienes los portaran a alejarse de las tareas de cuidado, los prevenía de cultivar la empatía y la comunicación, mientras que el mismo razonamiento explicaba el acercamiento a dichas tareas de quienes portaran cerebros femeninos. La idea de sexo cerebral que describí podría sugerir que este tipo de actividades no se encuentran optimizadas solo en quienes tienen posibilidad de gestar, pues este discurso parece admitir muchas formas de xaternidad sobre un continuo de cerebros más o menos masculinizados. Sin embargo, las apariencias engañan, y es el momento oportuno para sacar del paréntesis a la oxitocina. El discurso neurocientífico y la hormona de la maternidad se articulan para dar paso a lo que ha cobrado una relevancia fundamental estos últimos años y se ha conocido como el vínculo materno-fetal.

Esta idea deriva de la teoría del apego, desarrollada durante la segunda posguerra. A diferencia de los discursos médicos y psiquiátricos que prevalecían respecto a que las necesidades de une bebé consisten únicamente en ser alimentade y mantenide seque y caliente, el psicoanalista John Bowlby, proponente de la mencionada teoría, sostuvo que las relaciones tempranas debían ser cálidas, íntimas y continuas. Es decir, la idea de apego se ha centrado en les niñes, en la seguridad que adquieren de sus referentes de crianza para satisfacer sus necesidades.

Sobre la base de esta idea, el “apego materno-fetal” se ha entendido como el grado en que las mujeres adoptan comportamientos que representan una afiliación e interacción con su “hijo no nacido”. En contrapartida, el término “vinculación” emerge para enfatizar el papel de la madre al asumir su función de cuidar de le niñe: el vínculo materno- fetal supone un lazo emocional-psicológico, referido a la percepción que tiene la madre de los cuidados, cuya intensidad y calidad aumentan a lo largo del embarazo. Aunque, se sugiere, comienza muy temprano durante el proceso de gestación.

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Este vínculo se asocia a la llamada teoría del ciclo tranquilizador. Según esta, el cocondicionamiento pavloviano (esto es, aprendizaje autonómico) entre quien gesta y su feto, durante el embarazo y después del parto, promueve la corregulación de la madre y le bebé, y la consecuente conexión emocional que conduce a un mejor funcionamiento social de ambos.

Es importante mencionar que esta corregulación es autonómica/visceral, y por tanto se trataría de mecanismos que dependen de regiones subcorticales. Es decir, se consideran mecanismos primitivos, resultado de la evolución para facilitar el vínculo emocional entre quien gesta y el proceso de gestación.

En esta corregulación estaría implicada la oxitocina (y también otra hormona llamada lactógeno placentario humano). El fortalecimiento posnatal de la conexión emocional se correlaciona con aumentos en los niveles de oxitocina, disminución de los síntomas de depresión y ansiedad entre quienes gestan y menores problemas de conducta infantil a lo largo del tiempo.

En definitiva, parece ser que son los cerebros femeninos y con útero (mujeres cisgénero endosex —es decir, no inter sex— heterosexuales) los que están optimizados para la crianza mediante un entrenamiento informal vía la incli- nación natural a ciertos juegos y actividades y un proceso de gestación que se vuelve fundamental para garantizar la salud mental de la madre y la normalidad de les niñes.

Ilustración sobre el diseño biológico
La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente, de acuerdo con lu Ciccia. Ilustración de Jimena Duval.

Problemas con el binario cerebral

Nuestros cerebros explicarían la naturaleza de un mundo binario en perspectiva evolutiva, es decir, por los roles de nuestros ancestros en la reproducción: macho cazador y hembra cuidadora. ¿Sí? ¿Eso nos han contado nuestros ancestros? Es sabido que a partir de restos fósiles no podemos asumir las maneras en las que se comportaban. Por eso, la narrativa binaria de la arqueología se funda en especial en el análisis de los entierros y piezas dentales, de los que se han descrito los utensilios con los que han sido enterrades y el tipo de alimento que ingerían, respectivamente.

Es notoria la narrativa androcéntrica que prevalece hasta nuestros días. Por androcéntrica me refiero a una historia articulada desde la mirada del varón cisgénero blanco, occidental, heterosexual y adulto. Recientes trabajos han puesto ojo crítico a dicha mirada para confirmar que, en las culturas cazadoras-recolectoras —esas culturas que vivieron hace más de 40 000 años y que se ha pretendido trasladar a nuestro presente mediante dibujos como la serie de televisión estadounidense llamada Los Picapiedra—, las que hoy caracterizaríamos como mujeres cisgénero cazaban en igual proporción que los machos. El problema es que los utensilios han sido interpretados desde la mirada androcéntrica: si la punta de lanza era encontrada junto a restos de varones cisgénero, se consideraba que fue la herramienta de caza más importante en su vida. En contrapartida, si la misma punta de lanza se hallaba junto a restos de mujeres, se asumía que era una herramienta de cocina.

Trasladar la actual conducta de juego a los antepasados que vivieron alrededor de 40 000 años antes de nuestra era común no parece dar cuenta de la existencia de un sexo cerebral y las inclinaciones naturales que de él derivarían. Quizás este hecho sea compatible con las críticas sistemáticas que hemos hecho las investigadoras de la NeuroGenderings Network a los presupuestos e hipótesis que guían la búsqueda de diferencias “entre los sexos” en los cerebros: correctas interpretaciones dan cuenta de que los cerebros no son susceptibles de ser categorizados según dos poblaciones.

En otras palabras: si miramos la genitalidad de alguien, no vamos a predecir su cerebro, como tampoco si vemos un cerebro podemos con certeza saber la genitalidad de quien lo porta. La razón es sencilla: se conoce como plasticidad; esto es, la capacidad con la que encarnamos nuestra experiencia, es decir, la expresamos biológicamente. Por tanto, si existe algún patrón de activación neuronal que difiere entre hombres y mujeres cisgénero, podría deberse a prácticas sociales ancladas en un paradigma binario y no a eso que llamamos “organización cerebral prenatal”. Pues este supuesto es imposible de corroborar, ya que no existen cerebros “libres de cultura” sobre los que podamos concluir que, si hubiera diferencias para alguna característica, se deberían a “los niveles de testosterona en el estadio fetal”.

Nuestra plasticidad supone que podemos desarrollar y fortalecer diversas capacidades con el entrenamiento, formal e informal. Por ejemplo, se ha descrito que los videojuegos son un entrenamiento informal asociado con el desarrollo de las habilidades visoespaciales, por lo cual, si esta capacidad está más desarrollada en niños y adultos varones cisgénero, no hay motivos para suponer que se trata de la optimización en los cerebros de los machos cazado res. Más aun sabiendo que ese es un mito que no se ajusta a nuestra cultura material del paleolítico superior.

La ciencia en contexto

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”. Por ejemplo, el hecho de que las niñas no estrellen la taza de té contra la pared, pero los niños a veces puedan hacerlo, da cuenta de habilitaciones/restricciones según cómo enseñamos a socializar a les niñes en función de su genitalidad, y no de la capacidad nata de las niñas como servidoras y cuidadoras. El régimen conductual mediante las prácticas de juego supone entonces preparar a las niñas para que cultiven como proyecto de vida la maternidad, y a los niños para que puedan ejercitar la violencia mediante conductas agresivas que les permitimos por asumir que “así son”.

Si vimos que una narrativa androcéntrica aún predomina en nuestra interpretación de los restos fósiles, no es descabellado suponer que también predomina en los pre supuestos e hipótesis que guían la búsqueda de un sexo cerebral y un vínculo materno-fetal. La historia de la ciencia nos muestra que el discurso científico mediático siempre dialogó con sus contextos, que supusieron tensiones con los feminismos que criticaban y ponían a relucir los sesgos androcéntricos presentes en las hipótesis que busca ban justificar biológicamente los roles sociales.

En este sentido, es importante señalar que la teoría del apego surge como un argumento científico para sostener que es necesaria la dedicación de “la madre” hacia sus bebés justo en un momento clave de la historia: las mujeres cisgénero habían ocupado el espacio público cuando tuvieron que trabajar porque sus contrapartes masculinas habían ido a la guerra, pero ahora ellos estaban volviendo. Había que hacerlas regresar a casa para mantener la división del trabajo. El éxito de la teoría del apego, junto con otras en esos contextos, radica en sostener que ser madre no es solo alimentar, sino que exige tiempo completo.

Esta teoría se articula perfecto con lo mediático de Los Picapiedra durante los años sesenta, en plena emergencia de la segunda ola feminista en Estados Unidos, una ola caracterizada por politizar el ámbito doméstico y que resulta contrastada con los personajes femeninos de la serie, que encuentran su realización en maternar tanto a sus hijes como a sus esposos.

Respecto de nuestro presente, es indudable que los gran des cuestionamientos sobre la maternidad que se hacen las mujeres cisgénero heterosexuales en contextos en que la maternidad no es el único proyecto posible, así como las posturas en torno al aborto, la gestación por sustitución, la aloparentalidad que supone familias fuera del esquema cisheteronormativo y que implica adopciones y homoparentalidad, entre otras, dialogan con el discurso neurocientífico y la idea de un vínculo materno-fetal, un vínculo que ocurriría muy temprano en el embarazo y que supone la necesidad de una conexión emocional, vía mecanismos evolutivos, para garantizar no solo el bienestar de les bebés, sino el de la persona que gesta. Presupuestos esencialistas en el marco de agendas neoconservadoras que suponen naturalizar, mediante cerebros y oxitocina prenatal, quiénes tienen el derecho a deber querer un proyecto reproductivo.

Por supuesto, y como las feministas negras estadounidenses resaltaron durante la segunda ola, el derecho al aborto representó un reclamo de aquellas corporalidades que eran habilitadas para reproducirse. En contrapartida, las corporalidades racializadas exigían el derecho a la reproducción. Nada más actual al reflexionar sobre estos presupuestos neurocientíficos esencialistas que perpetúan una idea de maternidad y crianza tradicional, inherentemente racializada.

Las preguntas de fondo para cuestionar dichos presupuestos son: ¿cuál es la relación entre nuestra biología y nuestros sentimientos?, ¿dónde quedan nuestros deseos y creencias cuando reducimos nuestras vivencias y subjetividades a lenguajes moleculares?

Es cierto, soy lesbiana y no tengo proyecto reproductivo, pero ¿es porque soy lesbiana? ¿Y qué pasa con las lesbianas que sí tienen ese proyecto, incluso el de gestar?, ¿cómo pueden las neurociencias explicar el deseo de gestar de un varón trans?, ¿y las mujeres cisgénero heterosexuales que no tienen deseo de maternar?, ¿y la heterogeneidad de vivencias entre las mujeres transgénero, quienes en algunos casos quieren ser mamás y en otros no?, ¿y la misma heterogeneidad en las mujeres cisgénero intersex?

¿Qué sucede con mi propia narrativa acerca de mi identidad lésbica no binaria en tanto una trayectoria vital que no supone presocialidad? Es decir, he tenido vínculos sexuales y afectivos con distintas masculinidades cisgénero, pero nunca sentí que había nacido lesbiana y estuve con ellos “hasta que me di cuenta”. Entonces, ¿qué pasa con todas las explicaciones científicas acá revisadas, en las cuales creía, pero que ahora siento tan básicas que no capturan la singularidad de la experiencia humana? ¿Podemos reducir nuestras subjetividades a un continuo de “niveles de testosterona”? Si alguien nos dice sus niveles de testosterona, ¿podemos saber qué identidad tiene, su sexualidad, su deseo de ser referente de crianza o no, si es una persona agresiva, etc.? Si alguien tiene depresión posparto, ¿es porque tuvo bajos niveles de oxitocina?

Las formas de juego son el primer régimen conductual para internalizar roles de género, al punto tal de no cuestionarlos, de vivirlos “naturales”.

Me fui del laboratorio…

Encaminé mi tesis doctoral hacia una crítica desde la epistemología feminista y la filosofía de la mente al discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual. En ese camino me di cuenta de que la idea de “lo femenino” entendido como “falta de masculinidad” no era nueva, sino parte del discurso científico que se articuló durante los siglos XVII y XVIII. También allí se desarrollaba la idea misma de dimorfismo sexual, y se asumía que nuestra mente era nuestro cerebro. Nada de esto encontró nunca sustento empírico, tampoco hoy. Se sostuvo como un marco para justificar una lectura de los cuerpos binaria y jerarquizada de modo inherente sobre la base de las posibilidades reproductivas.

Aceptar hoy que la oxitocina explica terminar dos años de relación tendría un costo terrible: vivirnos como máquinas determinadas por nuestras biologías y no como agentes que tomamos decisiones. Asimismo, esa aceptación supone naturalizar los roles de género, la violencia, incluso sexual, a través de una lectura testocéntrica de nuestros comportamientos. No podemos decir sí a la oxitocina y no a la testosterona, pues se trata de una misma interpretación: las hormonas como la causa de nuestras formas de estar/ vivirnos en el mundo. Sin embargo, existe un salto verdaderamente cuántico entre cualquier molécula y sentirme mal, triste, feliz, deseante, violenta, motivada.

Como sostiene la investigadora argentina Diana Pérez, filósofa de la mente y quien fue directora de mi tesis doctoral, las vivencias que impliquen verbos psicológicos (como desear, creer, amar) nunca podrán ser capturadas por un lenguaje neurobiológico. Si bien nuestros cerebros y biologías en general son necesarios para tener mente, no son suficientes. Nuestra vida psicológica supone experiencias que son relacionales, con mi propia historia, con la de otres. Esa carga histórica-cultural presente en el desarrollo de mis intereses excede los niveles hormonales que puedo describir para intentar explicarlos.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vi das, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo. Si ese es un proyecto deseado o no lo es, hoy siempre se desarrolla dentro de las actuales normativas binarias. Dejar de naturalizarlas es un comienzo para poder desarrollar deseos con libertad, no regulados por discursos mecanicistas acerca de quiénes somos y qué queremos.

Se vale, aunque sea castigado por las mismas normativas que castigan a quienes somos de la comunidad LGBTIQ+, especialmente si queremos ser referentes de crianza, que haya mujeres cisgénero endosex heterosexuales que elijan no ser madres. Se vale serlo y se vale hoy saber que no lo hubieran elegido. También no sentir conexión emocional con les bebés/niñes, a veces arrepentimiento, hasta frustración y angustia: todo se vale, no somos máquinas mal diseñadas ni monstruos, esos sentimientos no nos hacen menos sensibles o malas personas. Al contrario, significa encarnar las contradicciones propias de nuestra existencia: existencia que lidia con las tensiones insoportables de una vida social en la cual naturalizamos roles, nuestra sexualidad, nuestras identidades, las formas de vivirnos. En esas formas solemos volcar una mirada enjuiciadora y punitiva sobre la maternidad, si se es o no madre y cómo se es, sin cuestionar el rol de las paternidades en las tareas de cuidado y los vínculos afectivos, pues parece que seguimos admitiendo la idea de que no están hechos para ello. Pero el macho cazador no existió, y un cerebro que determina quiénes somos tampoco existe.

La reproducción no es lo que da sentido a nuestras vidas, no necesariamente. Una vez más, nuestros deseos son diversos, aunque bajo justificaciones evolutivas se los pretende encorsetar al proyecto reproductivo.

Por último, ningún vínculo existe vía reflejos moleculares, ni prenatales ni posnatales. En contraste, necesitan reciprocidad mediante un cara a cara, un cuerpo a cuerpo. Así es que desarrollamos nuestra subjetividad, eso que nos hace humanes. Una subjetividad relacional, solo posible a través de nuestros lazos afectivos, y que habilita reconocer que nuestro compromiso con quienes somos no es destino, ni algo rígido o estático: posibilita movernos ontológicamente y dejarnos transformar junto con las experiencias vitales de quienes nos rodean. Eso nos hace agentes, apropiarnos de quienes somos y no anclar en parámetros biológicos nuestras decisiones de vida. Por el contrario, no hay nada más falso y ficcional que creer que existe una esencia que nos define, y que estará ahí, de una vez y para siempre. Si eso sucede, si así nos vivimos, nos habremos convertido en seres autómatas, enajenades de nuestros de seos en función de los intereses de otres.

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