Pandora o el oficio de las cajas de cartón en Ecatepec

Pandora en Ecatepec

En esta nueva columna, Fernando Clavijo M. visita fábricas, tiendas y negocios familiares para dar a conocer historias, vocaciones, fuentes de ingreso y empleo en México.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Es fácil recurrir a Prometeo, aquél que tenía el don de la previsión, pero no tanto a su hermano Epimeteo, el que actuaba antes de pensar. Cuando los dioses decidieron crear a los mortales, fue éste último el que se asignó la tarea de armar a algunos animales con garras y encubrir a otros con pequeñez; dotar de velocidad a los indefensos y de tamaño a los lentos, etc., en un ejercicio de equilibrio que hoy recuerda mucho a El origen de las especies de Darwin. Un ecosistema.

Este espíritu de armonía entre especies se ha replicado en el ámbito humano y económico, y puede observarse en las ciudades. Hace poco visité una fábrica en San José Xalostoc, en sí mismo un hábitat con varios rasgos paralelos al mito de Epimeteo. En este barrio, que se encuentra en la parte sur de Ecatepec, a la altura de la presa Cola de Pato del lago de Texcoco, viven gigantes, como Jumex, en forma de bodegas, naves y plantas con vallas que pueden alcanzar la cuadra completa. Como complemento, las calles aledañas albergan talleres mecánicos, torneros, soldadores, eléctricos e hidráulicos, que prestan servicios de mantenimiento y reparación en general. A su vez, para estos artesanos y trabajadores hay un sinfín de misceláneas y fondas.

Esta configuración confirma la vocación fundacional de Ecatepec, pues este municipio era, en época precolombina, un centro de intercambio y artesanía tolteca, chichimeca y otomí. En eso también evoca al mito griego, pues cuando Prometeo vio que su hermano, en la repartición de atributos, había dejado indefensos a los humanos, fue que decidió cometer su famoso robo del fuego, junto con el conocimiento artesano de Atenea, maestra de cerámica, y la habilidad de su medio hermano Hefesto, forjador. Éste último, representante artesano por excelencia, creó a la primera mujer, Pandora, con quien Epimeteo contrajo nupcias y cuyo nombre significa todos los dones.

La historia de la caja que Zeus le regala a Pandora, con la advertencia de no abrirla, es muy conocida. La curiosidad siempre gana, y de la caja salieron todos los males que aquejan a la humanidad: escasez, hambre y, tal vez, bajo una visión moderna, la devastación medioambiental. El relato bien podría haberse llevado a cabo en Ecatepec, el municipio con menos árboles por metro cuadrado de toda el área metropolitana del Valle de México, y agobiado por enormes cantidades de basura y pobreza. Un municipio que, sin embargo, alberga a 1.6 millones de personas, y es uno de los bastiones de la industria nacional.

Curiosidad y cajas me condujeron a la empresa Cajas Aztecas. Esta empresa mexicana tiene más de 20 años y da empleo a 50 trabajadores fijos, además de los muchos talleres artesanos de la zona que la apoyan con reparaciones rutinarias. He visitado dos plantas, una que fabrica el cartón corrugado, y otra que hace las cajas.

Lo primero que me llamó la atención al entrar a la primera planta es el calor, más de 40 grados centígrados, con todo y ventilación. De por sí la primavera de la Ciudad de México es cálida… más en una zona que es de puro bloque, asfalto y concreto, y en una planta industrial que utiliza vapor de agua para adherir el cartón corrugado con el que se hacen las cajas.

En ese calor húmedo bajamos de la oficina a la bodega, que está repleta de láminas de cartón corrugado, apiladas en torres de cuatro metros o más, sobre palets, con los nombres del cliente: principalmente impresoras y vendedores de refresco. Algunas terminarán siendo cajas, pero otras productos más sencillos. Puesto que el cartón corrugado absorbe golpes y protege contra el roce, empresas como Pepsi utilizan las láminas como separadores entre camas e hileras de latas de refresco. Según un reporte del periódico El Financiero, en México se consume al menos una lata de refresco por persona al día. Así, los pedidos por un bien tan sencillo como estos separadores superan los 900 000 al mes.

Ilustración de Fernanda Jiménez

Conforme nos adentramos en el corazón de la planta, se escuchó el silbido del vapor a presión de la caldera, y finalmente estuvimos frente a la primera de las dos máquinas que vine a ver: la corrugadora. Mide unos 20 metros de largo y se alimenta con tres rollos de papel kraft, cada uno de los cuales mide dos metros de largo y otro tanto de alto, y pesa más de dos toneladas. La corrugadora hace, claro, cartón corrugado, que es simplemente un sándwich de papel, dos láminas que contienen una tercera doblada de forma ondulada, lo cual otorga la resistencia mecánica que da valor a este producto.

Uno de los rollos alimenta la máquina por el inicio de la línea; un rodillo lo junta con papel proveniente de un segundo rollo, colocado un poco más adelante. En esta parte del proceso se forman las ondulaciones de la segunda lámina de papel, la cual se adhiere a la primera por las “crestas” de las ondas, creando así un espacio geométrico de material y aire que es capaz de soportar toneladas, pero mantenerse liviano. Luego, de un tercer rollo de papel se añade la última capa, digamos la tapa del sándwich, y luego el emparedado continuo transita, secándose, unos seis metros más hasta llegar a una primera cortadora.

Para pegar las partes se utiliza una mezcla de almidón con agua, como el engrudo que hacíamos de niños, y que se inyecta desde un pequeño contenedor a un lado de la corrugadora. El calor suficiente para pegar y más adelante secar proviene de la caldera —ese regalo del primer filántropo de la historia— que está cerca de la línea; utiliza agua reciclada para el vapor que circula en tubos a lo largo de la corrugadora. Cuando el agua se enfría, vuelve a la caldera. Una versión del ciclo que nos enseñaban en monografías en la primaria.

Las láminas de cartón, cortadas al tamaño necesario, pasan a otra sección de la planta —menos ruidosa y sin el calor proveniente del vapor de agua—, en la que hay otro tipo de máquinas, con controles grandes y coloridos en el costado que recuerdan a 2001: Odisea del espacio. Estas son más complejas y tienen la función de imprimir a varias tintas los logos del cliente. La más moderna —una High Speed Folder Glue Inline Machine fabricada por Komori—, ostenta instrucciones en japonés y en un inglés un poco rústico —o francamente engrish—, lo cual llama la atención en una máquina ultra eficiente cuyo costo supera el millón de dólares (por ejemplo: “Please off the machine before do service”). Una vez impresas, las láminas pasan por rodillos con entramados de cuchillas que las perforan, marcan o cortan según las especificaciones deseadas. Esta misma máquina realiza dobleces para que la caja salga completa y se apile en montones predeterminados. 

El mercado de cartón en México ha crecido sostenidamente a tasas mayores que las del PIB nacional, aproximadamente del 5 al 6 % anual. No es extraño. Durante la pandemia, empresas como Amazon aumentaron sus ventas y con ello el consumo de empaques. Sectores como el automotriz y alimentario dependen de estos insumos para trasladar sus productos intermedios o terminados a sus clientes. Otra señal de la abundancia: en el trayecto al salir de la segunda nave nos topamos con varios camiones que llevan cartón para reciclaje, el cual será reutilizado hasta quedar inservible y pasar a fábricas que lo deshacen y vuelven a convertir en papel. Ecatepec es el municipio de la basura, pero también del reciclaje.

Después de la visita fuimos al bar La Taberna, que con un motel anexo completa el ecosistema epimeteico. La carta luce el mapa de Asturias, aunque el menú es el español genérico al que estamos acostumbrados, sólo que con precios muy accesibles. Ese día en particular hay paella. En la mesa de junto, chicos con camisetas polo rojas o amarillas, mocasines y pelo engominado se preparan para ver un partido de futbol de La liga española, acompañados de botanas y cubas libres.

Ahí, Juan José Carlos Jova, el dueño de Cajas Aztecas y yo pedimos chorizos a la sidra y cerveza. En la historia que me relata Juan, como en tantas otras, hay un punto de arranque que depende casi enteramente de la combinación de suerte con oportunidad —en griego, kairós— y, sobre todo, del arrojo. Se trata de una venta consumada antes de tener lo vendible; es decir, Juan encontró la demanda para el cartón y se comprometió a satisfacerla, y sólo entonces vio cómo conseguir el producto. Así, arriesgó, resolvió y ganó. Se alineó tras la huella de Epimeteo antes que la de su hermano más famoso. Luego de varios años como comprador y vendedor, ahorró lo suficiente como para instalar su propia maquinaria e integrarse verticalmente y producir el cartón que vende. Las empresas más maduras, me dice, incluso fabrican su propio papel.

La Caja de Pandora fue el castigo a Prometeo por haber otorgado el fuego a la humanidad. Esa llama, por supuesto, representa mucho más que la combustión. Es la chispa de la inteligencia, la tecnología y la industria. De la civilización misma. Es lo que no nos deja dormir de noche, y lo que nos ha convertido en el ser que dirige su propia evolución. Un ser que no necesita depredadores, pues es su propio azote, como bien dice el proverbio latino: homo homini lupus —el hombre es el lobo del hombre—; pero no todo lo que contenía la caja era malo. Algo quedó dentro: la esperanza. Eso que nos permite seguir, incluso arriesgar. Está en el ingenio de los trabajadores, artesanos y de los propios emprendedores.

 


FERNANDO CLAVIJO M. Estudió economía en el ITAM y administración de empresas en la Universidad de Stanford; trabaja como consultor independiente. Es autor del libro cinegético Marismas de Sinaloa. Ha colaborado con la revista Este País, la Revista de la Universidad de México, El Universal, Nexos, la revista del Harvard Review of Latin America Gatopardo.


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