La Diana de Pablo Larraín

La Diana de Pablo Larraín

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22
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Tiempo de Lectura: 00 min

Spencer es la más reciente película sobre Lady Diana, que dirige el chileno Pablo Larraín. Su Diana de Gales es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque salpica de idealización. La cinta llega a salas de cine a partir del 13 de enero.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

A Pablo Larraín le atrae la palabra “fábula”. Por ejemplo, su productora, que fundó en sociedad con su hermano Juan de Dios, se llama así, como prometiendo un cine adherido a Esopo. A pesar de ello, las películas del autor chileno apenas si contienen la materia usualmente entendida como fabulación. Guillermo del Toro, más apegado a ella, recurre al choque del bien y el mal, la presencia de ogros, monstruos o el número tres. Las películas de Larraín sólo se parecen a esa idea de fábula si forzamos la interpretación, pues se sitúan en la irrealidad de consciencias fragmentadas, ya sea la de Jacqueline Kennedy Onassis, en duelo tras el asesinato de su esposo, o la del senador y poeta Pablo Neruda, que enfrenta el anticomunismo chileno con fiestas, lujuria y versos impertinentes. ¿Será que los ogros de Larraín son el indolente Lyndon Johnson y el conservadurismo chileno?; ¿los hombres que intentan controlar a la bailarina Ema en la película que lleva su nombre?

Al principio de Spencer (2021), que se estrena el 13 de enero en salas de cine mexicanas, se nos anuncia que veremos una fábula provista por una tragedia real, la de Diana Spencer, mejor conocida por el magullado título de Diana, princesa de Gales. La fantasía se anuncia desde que empieza el metraje, filmado en 16 mm. Los colores resplandecientes, el brillo cremoso, sugieren una realidad alternativa, percibida tal vez por la propia Diana (Kristen Stewart), a quien le esperan, antes de aparecer por primera vez a cuadro, los ingredientes de una cena suntuosa, que abastecen soldados. La imagen es tan burda que parecería también imaginaria: unos elementos de avanzada aseguran la cocina; luego llegan los refuerzos marchando con frutas, vinos, carnes, para que los prepare una brigada de cocineros igualmente marcial, estricta. Larraín expresa así la irrealidad innoble de pertenecer a la realeza, que se irá acentuando a lo largo de la trama.

La casa de campo Sandringham House, donde Diana y la familia real pasarán la Navidad de 1991, alberga monstruos. El mayor de ellos llega acompañado de sus corgis y no vemos su rostro hasta la cena del 24 de diciembre; no es necesario verlo, los perros bastan para identificar a la reina. Pero Larraín pretende, además, presentarla como algo sobrehumano y tiránico que la princesa enfrenta con actos sutiles de terrorismo diplomático: llega a las cenas tarde para pisotear el protocolo —si llega— y altera el orden de su vestimenta, sugerido originalmente por su majestuosa suegra; en otro momento, abre las cortinas sin importarle que puedan verla los paparazzis cuando se cambia.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

La Diana de Larraín es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque se salpica de idealización hasta empaparse. Por suerte el personaje no le pertenece solamente al director; de hecho, es más apropiado atribuírselo a Kristen Stewart, que descubre en la pose, en la imitación exagerada de la Diana real, un personaje aparte, casi punk. Stewart asume la afectación de una mujer que habla en ráfagas artificiosas, susurradas como en alguna película de Douglas Sirk o Roberto Gavaldón. Su cuerpo se contorsiona levemente, posando para sus espectadores dentro y fuera de la pantalla, con la cabeza muy cerca de alguno de los hombros, volteando en una dirección, mientras su cuerpo gira en otra. El infatigable cambio de pose evoca una sesión fotográfica: Diana asume que su figura se ha convertido en un espectáculo y en su única arma. Ser vista, ser admirada, la convierten en un riesgo para la familia real, que se empecina en la discreción —excepto, claro, al escuchar a través de sus sirvientes lo que oculta la princesa—.

No todos ellos son espías: Maggie (Sally Hawkins), que se encarga de la vestimenta de Diana, y Darren McGrady (Sean Harris), el chef principal, escuchan y aconsejan a la protagonista en roles que exponen, de nuevo, el cuestionable centro de esta fábula: la mitología popular. Maggie le tiene una devoción inusual a la princesa y McGrady le dice que, aunque el personal de la cocina tiende a burlarse de sus empleadores, nadie se ríe cuando se trata de Diana; incluso se preocupan por ella. La llamada “princesa del pueblo” no es una persona, sino una imagen panfletaria que clama por su propia liberación. También es una madre abnegada que juega con sus hijos a ser soldados, pero los rescata de un día de cacería porque le preocupa que su abuela y su padre obediente los deshumanicen o los hieran. Más que nada, Spencer es una fantasía que se ciñe al estereotipo de Diana, “la buena”, tan limitante como la familia a la que pretende atacar.

Si Spencer es sólo una fábula en su forma de admirar a Diana, habría que pensar la película bajo otra definición, que también le queda para mal: la aristotélica. El filósofo griego llamaba “fábulas” a las convenciones, a los esquemas que conforman las narrativas trágicas. La audacia de películas previas de Larraín, como Jackie (2016) o Neruda (2016), se encontraba en su capacidad de evitar esa tradición y discutir en fragmentos y ensoñaciones los caracteres infinitos de los protagonistas y los violentos tiempos que intentaron asfixiarlos. Spencer no sólo se adhiere a las convenciones narrativas de una historia de liberación o superación personal, sino que encuentra en la sobrecarga de símbolos y sentimentalismo una tumba para cualquier intento de originalidad.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

Si bien, durante el principio de la trama, Diana se topa con elementos simbólicos como un abrigo de su padre colgado en un espantapájaros y un collar de perlas idéntico a uno que el príncipe Charles (Jack Farthing) le compró a su amante, Camilla Parker Bowles, ambos son elementos más o menos discretos para describir el encierro lujoso de la protagonista en secuencias oníricas. Pero de repente empieza a aparecerse el fantasma de Ana Bolena, otra esposa suprimida por la corona, y Diana corre y baila porque quiere mover el cuerpo, sacudirle la rigidez que exige su sangre azul; también se escapa de Sandringham House para visitar su hogar de la infancia y arrancarse el collar que la ahorca: pide pollo frito a nombre de Spencer y escucha una canción de pop. Pareciera que Larraín quiere descomponer su película en una chick-flick de Julia Roberts donde todo sale bien, pero su decisión no es subversiva, es arrebatada; es un delirio que le regala a Diana aunque sabe que todo es mentira: la fábula como fantasía, la fábula como cliché.

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Spencer es la más reciente película sobre Lady Diana, que dirige el chileno Pablo Larraín. Su Diana de Gales es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque salpica de idealización. La cinta llega a salas de cine a partir del 13 de enero.

A Pablo Larraín le atrae la palabra “fábula”. Por ejemplo, su productora, que fundó en sociedad con su hermano Juan de Dios, se llama así, como prometiendo un cine adherido a Esopo. A pesar de ello, las películas del autor chileno apenas si contienen la materia usualmente entendida como fabulación. Guillermo del Toro, más apegado a ella, recurre al choque del bien y el mal, la presencia de ogros, monstruos o el número tres. Las películas de Larraín sólo se parecen a esa idea de fábula si forzamos la interpretación, pues se sitúan en la irrealidad de consciencias fragmentadas, ya sea la de Jacqueline Kennedy Onassis, en duelo tras el asesinato de su esposo, o la del senador y poeta Pablo Neruda, que enfrenta el anticomunismo chileno con fiestas, lujuria y versos impertinentes. ¿Será que los ogros de Larraín son el indolente Lyndon Johnson y el conservadurismo chileno?; ¿los hombres que intentan controlar a la bailarina Ema en la película que lleva su nombre?

Al principio de Spencer (2021), que se estrena el 13 de enero en salas de cine mexicanas, se nos anuncia que veremos una fábula provista por una tragedia real, la de Diana Spencer, mejor conocida por el magullado título de Diana, princesa de Gales. La fantasía se anuncia desde que empieza el metraje, filmado en 16 mm. Los colores resplandecientes, el brillo cremoso, sugieren una realidad alternativa, percibida tal vez por la propia Diana (Kristen Stewart), a quien le esperan, antes de aparecer por primera vez a cuadro, los ingredientes de una cena suntuosa, que abastecen soldados. La imagen es tan burda que parecería también imaginaria: unos elementos de avanzada aseguran la cocina; luego llegan los refuerzos marchando con frutas, vinos, carnes, para que los prepare una brigada de cocineros igualmente marcial, estricta. Larraín expresa así la irrealidad innoble de pertenecer a la realeza, que se irá acentuando a lo largo de la trama.

La casa de campo Sandringham House, donde Diana y la familia real pasarán la Navidad de 1991, alberga monstruos. El mayor de ellos llega acompañado de sus corgis y no vemos su rostro hasta la cena del 24 de diciembre; no es necesario verlo, los perros bastan para identificar a la reina. Pero Larraín pretende, además, presentarla como algo sobrehumano y tiránico que la princesa enfrenta con actos sutiles de terrorismo diplomático: llega a las cenas tarde para pisotear el protocolo —si llega— y altera el orden de su vestimenta, sugerido originalmente por su majestuosa suegra; en otro momento, abre las cortinas sin importarle que puedan verla los paparazzis cuando se cambia.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

La Diana de Larraín es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque se salpica de idealización hasta empaparse. Por suerte el personaje no le pertenece solamente al director; de hecho, es más apropiado atribuírselo a Kristen Stewart, que descubre en la pose, en la imitación exagerada de la Diana real, un personaje aparte, casi punk. Stewart asume la afectación de una mujer que habla en ráfagas artificiosas, susurradas como en alguna película de Douglas Sirk o Roberto Gavaldón. Su cuerpo se contorsiona levemente, posando para sus espectadores dentro y fuera de la pantalla, con la cabeza muy cerca de alguno de los hombros, volteando en una dirección, mientras su cuerpo gira en otra. El infatigable cambio de pose evoca una sesión fotográfica: Diana asume que su figura se ha convertido en un espectáculo y en su única arma. Ser vista, ser admirada, la convierten en un riesgo para la familia real, que se empecina en la discreción —excepto, claro, al escuchar a través de sus sirvientes lo que oculta la princesa—.

No todos ellos son espías: Maggie (Sally Hawkins), que se encarga de la vestimenta de Diana, y Darren McGrady (Sean Harris), el chef principal, escuchan y aconsejan a la protagonista en roles que exponen, de nuevo, el cuestionable centro de esta fábula: la mitología popular. Maggie le tiene una devoción inusual a la princesa y McGrady le dice que, aunque el personal de la cocina tiende a burlarse de sus empleadores, nadie se ríe cuando se trata de Diana; incluso se preocupan por ella. La llamada “princesa del pueblo” no es una persona, sino una imagen panfletaria que clama por su propia liberación. También es una madre abnegada que juega con sus hijos a ser soldados, pero los rescata de un día de cacería porque le preocupa que su abuela y su padre obediente los deshumanicen o los hieran. Más que nada, Spencer es una fantasía que se ciñe al estereotipo de Diana, “la buena”, tan limitante como la familia a la que pretende atacar.

Si Spencer es sólo una fábula en su forma de admirar a Diana, habría que pensar la película bajo otra definición, que también le queda para mal: la aristotélica. El filósofo griego llamaba “fábulas” a las convenciones, a los esquemas que conforman las narrativas trágicas. La audacia de películas previas de Larraín, como Jackie (2016) o Neruda (2016), se encontraba en su capacidad de evitar esa tradición y discutir en fragmentos y ensoñaciones los caracteres infinitos de los protagonistas y los violentos tiempos que intentaron asfixiarlos. Spencer no sólo se adhiere a las convenciones narrativas de una historia de liberación o superación personal, sino que encuentra en la sobrecarga de símbolos y sentimentalismo una tumba para cualquier intento de originalidad.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

Si bien, durante el principio de la trama, Diana se topa con elementos simbólicos como un abrigo de su padre colgado en un espantapájaros y un collar de perlas idéntico a uno que el príncipe Charles (Jack Farthing) le compró a su amante, Camilla Parker Bowles, ambos son elementos más o menos discretos para describir el encierro lujoso de la protagonista en secuencias oníricas. Pero de repente empieza a aparecerse el fantasma de Ana Bolena, otra esposa suprimida por la corona, y Diana corre y baila porque quiere mover el cuerpo, sacudirle la rigidez que exige su sangre azul; también se escapa de Sandringham House para visitar su hogar de la infancia y arrancarse el collar que la ahorca: pide pollo frito a nombre de Spencer y escucha una canción de pop. Pareciera que Larraín quiere descomponer su película en una chick-flick de Julia Roberts donde todo sale bien, pero su decisión no es subversiva, es arrebatada; es un delirio que le regala a Diana aunque sabe que todo es mentira: la fábula como fantasía, la fábula como cliché.

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A Pablo Larraín le atrae la palabra “fábula”. Por ejemplo, su productora, que fundó en sociedad con su hermano Juan de Dios, se llama así, como prometiendo un cine adherido a Esopo. A pesar de ello, las películas del autor chileno apenas si contienen la materia usualmente entendida como fabulación. Guillermo del Toro, más apegado a ella, recurre al choque del bien y el mal, la presencia de ogros, monstruos o el número tres. Las películas de Larraín sólo se parecen a esa idea de fábula si forzamos la interpretación, pues se sitúan en la irrealidad de consciencias fragmentadas, ya sea la de Jacqueline Kennedy Onassis, en duelo tras el asesinato de su esposo, o la del senador y poeta Pablo Neruda, que enfrenta el anticomunismo chileno con fiestas, lujuria y versos impertinentes. ¿Será que los ogros de Larraín son el indolente Lyndon Johnson y el conservadurismo chileno?; ¿los hombres que intentan controlar a la bailarina Ema en la película que lleva su nombre?

Al principio de Spencer (2021), que se estrena el 13 de enero en salas de cine mexicanas, se nos anuncia que veremos una fábula provista por una tragedia real, la de Diana Spencer, mejor conocida por el magullado título de Diana, princesa de Gales. La fantasía se anuncia desde que empieza el metraje, filmado en 16 mm. Los colores resplandecientes, el brillo cremoso, sugieren una realidad alternativa, percibida tal vez por la propia Diana (Kristen Stewart), a quien le esperan, antes de aparecer por primera vez a cuadro, los ingredientes de una cena suntuosa, que abastecen soldados. La imagen es tan burda que parecería también imaginaria: unos elementos de avanzada aseguran la cocina; luego llegan los refuerzos marchando con frutas, vinos, carnes, para que los prepare una brigada de cocineros igualmente marcial, estricta. Larraín expresa así la irrealidad innoble de pertenecer a la realeza, que se irá acentuando a lo largo de la trama.

La casa de campo Sandringham House, donde Diana y la familia real pasarán la Navidad de 1991, alberga monstruos. El mayor de ellos llega acompañado de sus corgis y no vemos su rostro hasta la cena del 24 de diciembre; no es necesario verlo, los perros bastan para identificar a la reina. Pero Larraín pretende, además, presentarla como algo sobrehumano y tiránico que la princesa enfrenta con actos sutiles de terrorismo diplomático: llega a las cenas tarde para pisotear el protocolo —si llega— y altera el orden de su vestimenta, sugerido originalmente por su majestuosa suegra; en otro momento, abre las cortinas sin importarle que puedan verla los paparazzis cuando se cambia.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

La Diana de Larraín es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque se salpica de idealización hasta empaparse. Por suerte el personaje no le pertenece solamente al director; de hecho, es más apropiado atribuírselo a Kristen Stewart, que descubre en la pose, en la imitación exagerada de la Diana real, un personaje aparte, casi punk. Stewart asume la afectación de una mujer que habla en ráfagas artificiosas, susurradas como en alguna película de Douglas Sirk o Roberto Gavaldón. Su cuerpo se contorsiona levemente, posando para sus espectadores dentro y fuera de la pantalla, con la cabeza muy cerca de alguno de los hombros, volteando en una dirección, mientras su cuerpo gira en otra. El infatigable cambio de pose evoca una sesión fotográfica: Diana asume que su figura se ha convertido en un espectáculo y en su única arma. Ser vista, ser admirada, la convierten en un riesgo para la familia real, que se empecina en la discreción —excepto, claro, al escuchar a través de sus sirvientes lo que oculta la princesa—.

No todos ellos son espías: Maggie (Sally Hawkins), que se encarga de la vestimenta de Diana, y Darren McGrady (Sean Harris), el chef principal, escuchan y aconsejan a la protagonista en roles que exponen, de nuevo, el cuestionable centro de esta fábula: la mitología popular. Maggie le tiene una devoción inusual a la princesa y McGrady le dice que, aunque el personal de la cocina tiende a burlarse de sus empleadores, nadie se ríe cuando se trata de Diana; incluso se preocupan por ella. La llamada “princesa del pueblo” no es una persona, sino una imagen panfletaria que clama por su propia liberación. También es una madre abnegada que juega con sus hijos a ser soldados, pero los rescata de un día de cacería porque le preocupa que su abuela y su padre obediente los deshumanicen o los hieran. Más que nada, Spencer es una fantasía que se ciñe al estereotipo de Diana, “la buena”, tan limitante como la familia a la que pretende atacar.

Si Spencer es sólo una fábula en su forma de admirar a Diana, habría que pensar la película bajo otra definición, que también le queda para mal: la aristotélica. El filósofo griego llamaba “fábulas” a las convenciones, a los esquemas que conforman las narrativas trágicas. La audacia de películas previas de Larraín, como Jackie (2016) o Neruda (2016), se encontraba en su capacidad de evitar esa tradición y discutir en fragmentos y ensoñaciones los caracteres infinitos de los protagonistas y los violentos tiempos que intentaron asfixiarlos. Spencer no sólo se adhiere a las convenciones narrativas de una historia de liberación o superación personal, sino que encuentra en la sobrecarga de símbolos y sentimentalismo una tumba para cualquier intento de originalidad.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

Si bien, durante el principio de la trama, Diana se topa con elementos simbólicos como un abrigo de su padre colgado en un espantapájaros y un collar de perlas idéntico a uno que el príncipe Charles (Jack Farthing) le compró a su amante, Camilla Parker Bowles, ambos son elementos más o menos discretos para describir el encierro lujoso de la protagonista en secuencias oníricas. Pero de repente empieza a aparecerse el fantasma de Ana Bolena, otra esposa suprimida por la corona, y Diana corre y baila porque quiere mover el cuerpo, sacudirle la rigidez que exige su sangre azul; también se escapa de Sandringham House para visitar su hogar de la infancia y arrancarse el collar que la ahorca: pide pollo frito a nombre de Spencer y escucha una canción de pop. Pareciera que Larraín quiere descomponer su película en una chick-flick de Julia Roberts donde todo sale bien, pero su decisión no es subversiva, es arrebatada; es un delirio que le regala a Diana aunque sabe que todo es mentira: la fábula como fantasía, la fábula como cliché.

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Spencer es la más reciente película sobre Lady Diana, que dirige el chileno Pablo Larraín. Su Diana de Gales es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque salpica de idealización. La cinta llega a salas de cine a partir del 13 de enero.

A Pablo Larraín le atrae la palabra “fábula”. Por ejemplo, su productora, que fundó en sociedad con su hermano Juan de Dios, se llama así, como prometiendo un cine adherido a Esopo. A pesar de ello, las películas del autor chileno apenas si contienen la materia usualmente entendida como fabulación. Guillermo del Toro, más apegado a ella, recurre al choque del bien y el mal, la presencia de ogros, monstruos o el número tres. Las películas de Larraín sólo se parecen a esa idea de fábula si forzamos la interpretación, pues se sitúan en la irrealidad de consciencias fragmentadas, ya sea la de Jacqueline Kennedy Onassis, en duelo tras el asesinato de su esposo, o la del senador y poeta Pablo Neruda, que enfrenta el anticomunismo chileno con fiestas, lujuria y versos impertinentes. ¿Será que los ogros de Larraín son el indolente Lyndon Johnson y el conservadurismo chileno?; ¿los hombres que intentan controlar a la bailarina Ema en la película que lleva su nombre?

Al principio de Spencer (2021), que se estrena el 13 de enero en salas de cine mexicanas, se nos anuncia que veremos una fábula provista por una tragedia real, la de Diana Spencer, mejor conocida por el magullado título de Diana, princesa de Gales. La fantasía se anuncia desde que empieza el metraje, filmado en 16 mm. Los colores resplandecientes, el brillo cremoso, sugieren una realidad alternativa, percibida tal vez por la propia Diana (Kristen Stewart), a quien le esperan, antes de aparecer por primera vez a cuadro, los ingredientes de una cena suntuosa, que abastecen soldados. La imagen es tan burda que parecería también imaginaria: unos elementos de avanzada aseguran la cocina; luego llegan los refuerzos marchando con frutas, vinos, carnes, para que los prepare una brigada de cocineros igualmente marcial, estricta. Larraín expresa así la irrealidad innoble de pertenecer a la realeza, que se irá acentuando a lo largo de la trama.

La casa de campo Sandringham House, donde Diana y la familia real pasarán la Navidad de 1991, alberga monstruos. El mayor de ellos llega acompañado de sus corgis y no vemos su rostro hasta la cena del 24 de diciembre; no es necesario verlo, los perros bastan para identificar a la reina. Pero Larraín pretende, además, presentarla como algo sobrehumano y tiránico que la princesa enfrenta con actos sutiles de terrorismo diplomático: llega a las cenas tarde para pisotear el protocolo —si llega— y altera el orden de su vestimenta, sugerido originalmente por su majestuosa suegra; en otro momento, abre las cortinas sin importarle que puedan verla los paparazzis cuando se cambia.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

La Diana de Larraín es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque se salpica de idealización hasta empaparse. Por suerte el personaje no le pertenece solamente al director; de hecho, es más apropiado atribuírselo a Kristen Stewart, que descubre en la pose, en la imitación exagerada de la Diana real, un personaje aparte, casi punk. Stewart asume la afectación de una mujer que habla en ráfagas artificiosas, susurradas como en alguna película de Douglas Sirk o Roberto Gavaldón. Su cuerpo se contorsiona levemente, posando para sus espectadores dentro y fuera de la pantalla, con la cabeza muy cerca de alguno de los hombros, volteando en una dirección, mientras su cuerpo gira en otra. El infatigable cambio de pose evoca una sesión fotográfica: Diana asume que su figura se ha convertido en un espectáculo y en su única arma. Ser vista, ser admirada, la convierten en un riesgo para la familia real, que se empecina en la discreción —excepto, claro, al escuchar a través de sus sirvientes lo que oculta la princesa—.

No todos ellos son espías: Maggie (Sally Hawkins), que se encarga de la vestimenta de Diana, y Darren McGrady (Sean Harris), el chef principal, escuchan y aconsejan a la protagonista en roles que exponen, de nuevo, el cuestionable centro de esta fábula: la mitología popular. Maggie le tiene una devoción inusual a la princesa y McGrady le dice que, aunque el personal de la cocina tiende a burlarse de sus empleadores, nadie se ríe cuando se trata de Diana; incluso se preocupan por ella. La llamada “princesa del pueblo” no es una persona, sino una imagen panfletaria que clama por su propia liberación. También es una madre abnegada que juega con sus hijos a ser soldados, pero los rescata de un día de cacería porque le preocupa que su abuela y su padre obediente los deshumanicen o los hieran. Más que nada, Spencer es una fantasía que se ciñe al estereotipo de Diana, “la buena”, tan limitante como la familia a la que pretende atacar.

Si Spencer es sólo una fábula en su forma de admirar a Diana, habría que pensar la película bajo otra definición, que también le queda para mal: la aristotélica. El filósofo griego llamaba “fábulas” a las convenciones, a los esquemas que conforman las narrativas trágicas. La audacia de películas previas de Larraín, como Jackie (2016) o Neruda (2016), se encontraba en su capacidad de evitar esa tradición y discutir en fragmentos y ensoñaciones los caracteres infinitos de los protagonistas y los violentos tiempos que intentaron asfixiarlos. Spencer no sólo se adhiere a las convenciones narrativas de una historia de liberación o superación personal, sino que encuentra en la sobrecarga de símbolos y sentimentalismo una tumba para cualquier intento de originalidad.

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Si bien, durante el principio de la trama, Diana se topa con elementos simbólicos como un abrigo de su padre colgado en un espantapájaros y un collar de perlas idéntico a uno que el príncipe Charles (Jack Farthing) le compró a su amante, Camilla Parker Bowles, ambos son elementos más o menos discretos para describir el encierro lujoso de la protagonista en secuencias oníricas. Pero de repente empieza a aparecerse el fantasma de Ana Bolena, otra esposa suprimida por la corona, y Diana corre y baila porque quiere mover el cuerpo, sacudirle la rigidez que exige su sangre azul; también se escapa de Sandringham House para visitar su hogar de la infancia y arrancarse el collar que la ahorca: pide pollo frito a nombre de Spencer y escucha una canción de pop. Pareciera que Larraín quiere descomponer su película en una chick-flick de Julia Roberts donde todo sale bien, pero su decisión no es subversiva, es arrebatada; es un delirio que le regala a Diana aunque sabe que todo es mentira: la fábula como fantasía, la fábula como cliché.

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A Pablo Larraín le atrae la palabra “fábula”. Por ejemplo, su productora, que fundó en sociedad con su hermano Juan de Dios, se llama así, como prometiendo un cine adherido a Esopo. A pesar de ello, las películas del autor chileno apenas si contienen la materia usualmente entendida como fabulación. Guillermo del Toro, más apegado a ella, recurre al choque del bien y el mal, la presencia de ogros, monstruos o el número tres. Las películas de Larraín sólo se parecen a esa idea de fábula si forzamos la interpretación, pues se sitúan en la irrealidad de consciencias fragmentadas, ya sea la de Jacqueline Kennedy Onassis, en duelo tras el asesinato de su esposo, o la del senador y poeta Pablo Neruda, que enfrenta el anticomunismo chileno con fiestas, lujuria y versos impertinentes. ¿Será que los ogros de Larraín son el indolente Lyndon Johnson y el conservadurismo chileno?; ¿los hombres que intentan controlar a la bailarina Ema en la película que lleva su nombre?

Al principio de Spencer (2021), que se estrena el 13 de enero en salas de cine mexicanas, se nos anuncia que veremos una fábula provista por una tragedia real, la de Diana Spencer, mejor conocida por el magullado título de Diana, princesa de Gales. La fantasía se anuncia desde que empieza el metraje, filmado en 16 mm. Los colores resplandecientes, el brillo cremoso, sugieren una realidad alternativa, percibida tal vez por la propia Diana (Kristen Stewart), a quien le esperan, antes de aparecer por primera vez a cuadro, los ingredientes de una cena suntuosa, que abastecen soldados. La imagen es tan burda que parecería también imaginaria: unos elementos de avanzada aseguran la cocina; luego llegan los refuerzos marchando con frutas, vinos, carnes, para que los prepare una brigada de cocineros igualmente marcial, estricta. Larraín expresa así la irrealidad innoble de pertenecer a la realeza, que se irá acentuando a lo largo de la trama.

La casa de campo Sandringham House, donde Diana y la familia real pasarán la Navidad de 1991, alberga monstruos. El mayor de ellos llega acompañado de sus corgis y no vemos su rostro hasta la cena del 24 de diciembre; no es necesario verlo, los perros bastan para identificar a la reina. Pero Larraín pretende, además, presentarla como algo sobrehumano y tiránico que la princesa enfrenta con actos sutiles de terrorismo diplomático: llega a las cenas tarde para pisotear el protocolo —si llega— y altera el orden de su vestimenta, sugerido originalmente por su majestuosa suegra; en otro momento, abre las cortinas sin importarle que puedan verla los paparazzis cuando se cambia.

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La Diana de Larraín es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque se salpica de idealización hasta empaparse. Por suerte el personaje no le pertenece solamente al director; de hecho, es más apropiado atribuírselo a Kristen Stewart, que descubre en la pose, en la imitación exagerada de la Diana real, un personaje aparte, casi punk. Stewart asume la afectación de una mujer que habla en ráfagas artificiosas, susurradas como en alguna película de Douglas Sirk o Roberto Gavaldón. Su cuerpo se contorsiona levemente, posando para sus espectadores dentro y fuera de la pantalla, con la cabeza muy cerca de alguno de los hombros, volteando en una dirección, mientras su cuerpo gira en otra. El infatigable cambio de pose evoca una sesión fotográfica: Diana asume que su figura se ha convertido en un espectáculo y en su única arma. Ser vista, ser admirada, la convierten en un riesgo para la familia real, que se empecina en la discreción —excepto, claro, al escuchar a través de sus sirvientes lo que oculta la princesa—.

No todos ellos son espías: Maggie (Sally Hawkins), que se encarga de la vestimenta de Diana, y Darren McGrady (Sean Harris), el chef principal, escuchan y aconsejan a la protagonista en roles que exponen, de nuevo, el cuestionable centro de esta fábula: la mitología popular. Maggie le tiene una devoción inusual a la princesa y McGrady le dice que, aunque el personal de la cocina tiende a burlarse de sus empleadores, nadie se ríe cuando se trata de Diana; incluso se preocupan por ella. La llamada “princesa del pueblo” no es una persona, sino una imagen panfletaria que clama por su propia liberación. También es una madre abnegada que juega con sus hijos a ser soldados, pero los rescata de un día de cacería porque le preocupa que su abuela y su padre obediente los deshumanicen o los hieran. Más que nada, Spencer es una fantasía que se ciñe al estereotipo de Diana, “la buena”, tan limitante como la familia a la que pretende atacar.

Si Spencer es sólo una fábula en su forma de admirar a Diana, habría que pensar la película bajo otra definición, que también le queda para mal: la aristotélica. El filósofo griego llamaba “fábulas” a las convenciones, a los esquemas que conforman las narrativas trágicas. La audacia de películas previas de Larraín, como Jackie (2016) o Neruda (2016), se encontraba en su capacidad de evitar esa tradición y discutir en fragmentos y ensoñaciones los caracteres infinitos de los protagonistas y los violentos tiempos que intentaron asfixiarlos. Spencer no sólo se adhiere a las convenciones narrativas de una historia de liberación o superación personal, sino que encuentra en la sobrecarga de símbolos y sentimentalismo una tumba para cualquier intento de originalidad.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

Si bien, durante el principio de la trama, Diana se topa con elementos simbólicos como un abrigo de su padre colgado en un espantapájaros y un collar de perlas idéntico a uno que el príncipe Charles (Jack Farthing) le compró a su amante, Camilla Parker Bowles, ambos son elementos más o menos discretos para describir el encierro lujoso de la protagonista en secuencias oníricas. Pero de repente empieza a aparecerse el fantasma de Ana Bolena, otra esposa suprimida por la corona, y Diana corre y baila porque quiere mover el cuerpo, sacudirle la rigidez que exige su sangre azul; también se escapa de Sandringham House para visitar su hogar de la infancia y arrancarse el collar que la ahorca: pide pollo frito a nombre de Spencer y escucha una canción de pop. Pareciera que Larraín quiere descomponer su película en una chick-flick de Julia Roberts donde todo sale bien, pero su decisión no es subversiva, es arrebatada; es un delirio que le regala a Diana aunque sabe que todo es mentira: la fábula como fantasía, la fábula como cliché.

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La Diana de Pablo Larraín

La Diana de Pablo Larraín

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Spencer es la más reciente película sobre Lady Diana, que dirige el chileno Pablo Larraín. Su Diana de Gales es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque salpica de idealización. La cinta llega a salas de cine a partir del 13 de enero.

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A Pablo Larraín le atrae la palabra “fábula”. Por ejemplo, su productora, que fundó en sociedad con su hermano Juan de Dios, se llama así, como prometiendo un cine adherido a Esopo. A pesar de ello, las películas del autor chileno apenas si contienen la materia usualmente entendida como fabulación. Guillermo del Toro, más apegado a ella, recurre al choque del bien y el mal, la presencia de ogros, monstruos o el número tres. Las películas de Larraín sólo se parecen a esa idea de fábula si forzamos la interpretación, pues se sitúan en la irrealidad de consciencias fragmentadas, ya sea la de Jacqueline Kennedy Onassis, en duelo tras el asesinato de su esposo, o la del senador y poeta Pablo Neruda, que enfrenta el anticomunismo chileno con fiestas, lujuria y versos impertinentes. ¿Será que los ogros de Larraín son el indolente Lyndon Johnson y el conservadurismo chileno?; ¿los hombres que intentan controlar a la bailarina Ema en la película que lleva su nombre?

Al principio de Spencer (2021), que se estrena el 13 de enero en salas de cine mexicanas, se nos anuncia que veremos una fábula provista por una tragedia real, la de Diana Spencer, mejor conocida por el magullado título de Diana, princesa de Gales. La fantasía se anuncia desde que empieza el metraje, filmado en 16 mm. Los colores resplandecientes, el brillo cremoso, sugieren una realidad alternativa, percibida tal vez por la propia Diana (Kristen Stewart), a quien le esperan, antes de aparecer por primera vez a cuadro, los ingredientes de una cena suntuosa, que abastecen soldados. La imagen es tan burda que parecería también imaginaria: unos elementos de avanzada aseguran la cocina; luego llegan los refuerzos marchando con frutas, vinos, carnes, para que los prepare una brigada de cocineros igualmente marcial, estricta. Larraín expresa así la irrealidad innoble de pertenecer a la realeza, que se irá acentuando a lo largo de la trama.

La casa de campo Sandringham House, donde Diana y la familia real pasarán la Navidad de 1991, alberga monstruos. El mayor de ellos llega acompañado de sus corgis y no vemos su rostro hasta la cena del 24 de diciembre; no es necesario verlo, los perros bastan para identificar a la reina. Pero Larraín pretende, además, presentarla como algo sobrehumano y tiránico que la princesa enfrenta con actos sutiles de terrorismo diplomático: llega a las cenas tarde para pisotear el protocolo —si llega— y altera el orden de su vestimenta, sugerido originalmente por su majestuosa suegra; en otro momento, abre las cortinas sin importarle que puedan verla los paparazzis cuando se cambia.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

La Diana de Larraín es una princesa fantástica en el sentido más literal y también, más peligroso, porque se salpica de idealización hasta empaparse. Por suerte el personaje no le pertenece solamente al director; de hecho, es más apropiado atribuírselo a Kristen Stewart, que descubre en la pose, en la imitación exagerada de la Diana real, un personaje aparte, casi punk. Stewart asume la afectación de una mujer que habla en ráfagas artificiosas, susurradas como en alguna película de Douglas Sirk o Roberto Gavaldón. Su cuerpo se contorsiona levemente, posando para sus espectadores dentro y fuera de la pantalla, con la cabeza muy cerca de alguno de los hombros, volteando en una dirección, mientras su cuerpo gira en otra. El infatigable cambio de pose evoca una sesión fotográfica: Diana asume que su figura se ha convertido en un espectáculo y en su única arma. Ser vista, ser admirada, la convierten en un riesgo para la familia real, que se empecina en la discreción —excepto, claro, al escuchar a través de sus sirvientes lo que oculta la princesa—.

No todos ellos son espías: Maggie (Sally Hawkins), que se encarga de la vestimenta de Diana, y Darren McGrady (Sean Harris), el chef principal, escuchan y aconsejan a la protagonista en roles que exponen, de nuevo, el cuestionable centro de esta fábula: la mitología popular. Maggie le tiene una devoción inusual a la princesa y McGrady le dice que, aunque el personal de la cocina tiende a burlarse de sus empleadores, nadie se ríe cuando se trata de Diana; incluso se preocupan por ella. La llamada “princesa del pueblo” no es una persona, sino una imagen panfletaria que clama por su propia liberación. También es una madre abnegada que juega con sus hijos a ser soldados, pero los rescata de un día de cacería porque le preocupa que su abuela y su padre obediente los deshumanicen o los hieran. Más que nada, Spencer es una fantasía que se ciñe al estereotipo de Diana, “la buena”, tan limitante como la familia a la que pretende atacar.

Si Spencer es sólo una fábula en su forma de admirar a Diana, habría que pensar la película bajo otra definición, que también le queda para mal: la aristotélica. El filósofo griego llamaba “fábulas” a las convenciones, a los esquemas que conforman las narrativas trágicas. La audacia de películas previas de Larraín, como Jackie (2016) o Neruda (2016), se encontraba en su capacidad de evitar esa tradición y discutir en fragmentos y ensoñaciones los caracteres infinitos de los protagonistas y los violentos tiempos que intentaron asfixiarlos. Spencer no sólo se adhiere a las convenciones narrativas de una historia de liberación o superación personal, sino que encuentra en la sobrecarga de símbolos y sentimentalismo una tumba para cualquier intento de originalidad.

Spencer (2021) de Pablo Larraín
Spencer (2021) de Pablo Larraín

Si bien, durante el principio de la trama, Diana se topa con elementos simbólicos como un abrigo de su padre colgado en un espantapájaros y un collar de perlas idéntico a uno que el príncipe Charles (Jack Farthing) le compró a su amante, Camilla Parker Bowles, ambos son elementos más o menos discretos para describir el encierro lujoso de la protagonista en secuencias oníricas. Pero de repente empieza a aparecerse el fantasma de Ana Bolena, otra esposa suprimida por la corona, y Diana corre y baila porque quiere mover el cuerpo, sacudirle la rigidez que exige su sangre azul; también se escapa de Sandringham House para visitar su hogar de la infancia y arrancarse el collar que la ahorca: pide pollo frito a nombre de Spencer y escucha una canción de pop. Pareciera que Larraín quiere descomponer su película en una chick-flick de Julia Roberts donde todo sale bien, pero su decisión no es subversiva, es arrebatada; es un delirio que le regala a Diana aunque sabe que todo es mentira: la fábula como fantasía, la fábula como cliché.

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