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Este es un fragmento del Valle inquietante (Libros del Asteroide, 2021), las memorias de la corresponsal de tecnología de The New Yorker, Anna Wiener, en las que narra cómo entró a trabajar a Silicon Valley durante el rush tecnológico de la década de 2010. Muy pronto se convierte en insider y testigo clave de los vaivenes de la industria, frente a las startups, los algoritmos y la vigilancia en línea.
Dependiendo de a quién preguntaras, fue la cúspide, el punto de inflexión o bien el principio del fin de la era de las startups de Silicon Valley; de aquello que los cínicos llamaban una burbuja, los optimistas llamaban el futuro y mis futuros compañeros de trabajo, ebrios de entusiasmo ante la posibilidad de participar en la historia mundial, llamaban, casi sin aliento, el ecosistema.
Una red social que todo el mundo decía odiar, pero a la que no podían dejar de conectarse, salió a bolsa con una valoración de ciento y pico mil millones de dólares: el primer día de cotización su sonriente socio fundador abrió la sesión dando el toque de campana por videoconferencia y aquello fue la sentencia de muerte de los alquileres en San Francisco. Doscientos millones de personas se apuntaron a una plataforma de microblogging que las ayudaba a sentirse más cerca de los famosos y de otros desconocidos a los que habrían odiado en la vida real. La inteligencia artificial y la realidad virtual se estaban empezando a poner de moda otra vez. Los coches sin conductor se consideraban inevitables. Todo se estaba volviendo móvil. Todo estaba en la nube, que era un centro de datos sin ubicación específica en medio de Texas o Cork o Baviera, pero a nadie le importaba. Todo el mundo confiaba en ella de todas maneras.
Fue un año de optimismo renovado: el optimismo de la ausencia de obstáculos, de límites y de malas ideas. El optimismo del capital, del poder y de las oportunidades. Allí donde el dinero cambiaba de manos, enseguida aparecían tecnólogos emprendedores y gente con másteres en Administración de Empresas. Proliferó el término “revolucionar” y no había sector que alguien no estuviera a punto de revolucionar o que no pudiera ser revolucionado: partituras, alquiler de esmóquines, comida casera, compras online, planificación de bodas, operaciones bancarias, barbería, líneas de crédito, servicio de tintorería, el método del calendario.
Una página web que permitía alquilar la entrada para coches de tu casa cuando no la usabas consiguió cuatro millones de dólares de financiación de varias empresas importantes de Sand Hill Road. Una página web que venía a transformar el mercado de las mascotas —la aplicación te permitía contratar a alguien que te cuidara y paseara al perro, una revolución para los chavales y chavalas de doce años del vecindario— consiguió diez millones. Una aplicación para acumular cupones de descuento permitió a una cantidad incalculable de urbanitas aburridos y curiosos pagar por unos servicios que ni siquiera sabían que necesitaban, y durante un tiempo la gente estuvo inyectándose toxinas antiarrugas, yendo a clase de trapecio y blanqueándose el ano solo porque tenían descuentos para hacerlo.
Fue el principio de la era de los unicornios, las startups valoradas por sus inversores en más de mil millones de dólares. Un importante inversor de capital riesgo declaró en las páginas de opinión de un periódico financiero internacional que el software se estaba comiendo el mundo, una afirmación que a continuación fue citada en incontables presentaciones de PowerPoint, comunicados de prensa y ofertas de trabajo como si fuera la prueba de algo; como si fuera una evidencia en vez de ser una simple metáfora, torpe y nada poética.
Fuera de Silicon Valley parecía reinar una resistencia generalizada a tomarse nada de todo esto demasiado en serio. Prevalecía la opinión de que era una fase pasajera, igual que la anterior burbuja. Entretanto, el sector tecnológico se expandía más allá del ámbito de los futurólogos y los entusiastas del hardware y se asentaba en su nuevo rol como andamiaje de la vida cotidiana.
***
San Francisco era una ciudad de perdedores a la que le estaba costando absorber el flujo entrante de aspirantes a triunfadores. Había sido durante mucho tiempo un refugio para jipis y homosexuales, artistas y activistas, festivaleros y gays amantes del cuero, marginados y desubicados. Pero también había tenido un gobierno históricamente corrupto y un mercado inmobiliario que se había beneficiado de políticas racistas de rehabilitación —el valor del suelo se había incrementado tanto por las prácticas segregacionistas como por las estrategias discriminatorias de calificación urbanística y los campos de internamiento de mediados de siglo—, y todo ello, junto con la realidad de que el sida había acabado antes de tiempo con una generación entera, había hecho que dejara de ser en parte la meca de los libres y de los excéntricos, de los que vivían en los márgenes.
Atrapada en la nostalgia de su propia mitología, la ciudad se aferraba a la alucinación de un pasado glorioso, y no se había contagiado del ímpetu reciente del triunvirato oscuro de la tecnología: capital, poder y una masculinidad heterosexual, insulsa y reprimida.
Era un lugar extraño para aquellos jóvenes y adinerados arquitectos del futuro. En ausencia de instituciones culturales vibrantes, el centro de placer de la industria parecía ocuparlo el ejercicio físico: la gente tocaba el cielo corriendo por la montaña o haciendo senderismo, plantaba sus tiendas en campings de lujo de Marin y alquilaba chalés en Tahoe. Muchos iban a trabajar vestidos como si estuvieran a punto de emprender una expedición por los Alpes: chaquetas de plumón de alto rendimiento, anoraks para el mal tiempo y mochilas con mosquetones de adorno. Parecían listos para ponerse a recoger ramas para el fuego y construirse una cabaña, más que para hacer llamadas de ventas o abrir solicitudes desde diáfanas oficinas climatizadas. Parecían disfrazados para ir a jugar a rol en vivo el fin de semana.
La cultura que aquellos residentes buscaban y promovían era un estilo de vida. Interactuaban con su nueva ciudad a base de evaluarla. Las aplicaciones de reseñas ofrecían oportunidades para asignarle una nota a todo: al dim sum, a los parques infantiles y a las rutas de senderismo. Los socios de las startups iban a un restaurante y confirmaban que la comida tenía exactamente el sabor que las reseñas aseguraban que tendría; posteaban fotos que nadie necesitaba de sus aperitivos y vistas detalladas de cada espacio. Buscaban la autenticidad sin darse cuenta de que lo más auténtico de la ciudad, llegado aquel punto, eran ellos.
El ambiente pasivo-agresivo, progresista y permisivo de la ciudad tenía tendencia a irritar a los recién llegados, pero los autodenominados representantes del mundo de la tecnología tampoco eran precisamente un encanto. Cada tres meses algún programador o aspirante a emprendedor, nuevo en la ciudad, posteaba una diatriba en una plataforma de blogs sin un modelo de ingresos. A veces el texto recriminaba a los pobres que se aferraran a los alquileres controlados e hicieran subir el precio de los apartamentos, o bien criticaba los poblados de tiendas de campaña que se levantaban junto a la autopista por afear el paisaje. Otras, sugería monetizar a los sintecho convirtiéndolos en puntos de acceso wifi o arremetía contra los equipos deportivos locales, contra la abundancia de ciclistas y contra la niebla. “Es como una mujer que tiene síndrome premenstrual todo el tiempo”, escribió refiriéndose al clima el socio de veintitrés años de una plataforma de crowdfunding. Llevar al terreno del clima la misoginia de andar por casa resultaba creativo, pero a los embajadores digitales tampoco parecían gustarles las mujeres de verdad: se lamentaban de que en San Francisco eran todas cincos, no dieces, y de que no había suficientes.
Igual que la mayoría de las corporaciones de hardware más grandes y antiguas, las grandes advenedizas de internet se habían instalado en las áreas residenciales de la península de San Francisco, cincuenta kilómetros al sur. En sus complejos de oficinas había tiendas de golosinas y rocódromos, tiendas de reparación de bicicletas y consultas médicas, cafeterías gourmet y peluquerías, nutricionistas y guarderías. No daban a sus trabajadores razón alguna para salir de allí. Se podía llegar a aquellos parques empresariales con el transporte público, pero el transporte público no ofrecía wifi. Así pues, todos los días laborables había autobuses lanzadera privados que recorrían los barrios residenciales de la ciudad y se detenían en las paradas del autobús público para recoger a los trabajadores.
Los trabajadores iban identificados con acreditaciones corporativas sujetas a las trabillas del cinturón o bien colgadas por encima de la chaqueta, como si fueran niños con miedo a perderse en el centro comercial. Hacían cola para coger las lanzaderas con sus mochilas y sus recipientes reutilizables para el café; algunos llevaban petates de ropa para lavar echados al hombro. Se los veía cansados, resignados y dóciles. La mayoría iban mirando sus teléfonos.
Los trabajadores de las startups llegados de otras partes se quejaban de la infraestructura de transporte, una red vieja y plagada de ineficiencias que cerraba casi del todo a medianoche, por mucho que nadie que ganara un salario de nivel medio en la industria tecnológica cogiera nunca el autobús. Para suplir a los lentos tranvías de San Francisco y a la poco fiable flota de taxis había brotado un maremagno de apps de transporte. La más extendida era una startup de transporte compartido bajo demanda, una empresa dispuesta a dominar el mercado a cualquier precio, incluso a costa de la rentabilidad. El principal competidor de la startup de transporte compartido tenía un modelo de negocio casi idéntico, pero una imagen corporativa mucho más simpática. El competidor simpático requería a sus conductores —trabajadores autónomos al mando de sus vehículos particulares— que colgaran en la rejilla delantera unos bigotes fucsia de gran tamaño, hechos de piel sintética, y que saludaran a los pasajeros entrechocando los puños. Y en contra de lo que cabría esperar, funcionaba. La empresa conocía a su público: los sanfranciscanos, en cuyos vecindarios no había ni una sola tienda que no tuviera un juego de palabras en el nombre, eran unos graciosillos.
Dejé de lado todas mis expectativas sobre cómo debía ser una ciudad. Los bares y las cafeterías abrían tarde y cerraban pronto; el tráfico parecía deslizarse hacia atrás, cuesta abajo. La ciudad ofrecía unos emparejamientos inverosímiles. Un estudio de yoga donde solo pagabas la voluntad compartía edificio, uno sin ascensor y de escaleras chirriantes, con la sede de una plataforma de comunicaciones encriptadas. Un colmado que vendía cigarrillos sueltos tenía encima un local de hackers anarquistas. Los edificios de oficinas más antiguos, regios y destartalados, con suelos de mármol y pintura descascarillada, albergaban a ortodoncistas y tratantes de libros raros junto con empresas de cuatro personas que intentaban ludificar las estrategias de recursos humanos o mercantilizar la meditación. Los analistas de datos fumaban hierba en Dolores Park en compañía de practicantes del hula hoop y adolescentes suburbanos colocados. Los cines independientes ponían anuncios de dispositivos de red y de software para negocios antes de proyectar clásicos de culto de los años setenta. Hasta los percheros de la tintorería mostraban una ciudad en plena transición: uniformes de policía almidonados y prendas de piel sintética de pelo largo y colores fluorescentes colgaban, enfundados en plástico, junto a trajes a medida y jerséis que podían lavarse a máquina.
Los campamentos de los sintecho brotaban a la sombra de las urbanizaciones de lujo. Había gente durmiendo, cagando y chutándose en las estaciones de tren, tumbada debajo de los anuncios de cadenas de moda rápida y de apps para mejorar la productividad mientras oleadas de pasajeros los sorteaban con cuidado. Una mañana me despertaron los gritos de alguien que suplicaba compasión en la esquina de mi manzana: era una mujer que chillaba a pleno pulmón, renqueando y sin más ropa que una camiseta con el logotipo de una multinacional de aparatos electrónicos. Aquella concentración de dolor público me resultaba nueva e inquietante. Nunca había visto una yuxtaposición tan desvergonzada de sufrimiento flagrante e idealismo adinerado. Era una disparidad de la que se hablaba mucho, pero aun así la había infravalorado. Como neoyorquina, me había creído preparada. Pensaba que lo había visto todo. Me sentía humillada e ingenua; y culpable, todo el tiempo.
***
Si en Nueva York yo nunca me había planteado que hubiera gente detrás de internet, en San Francisco era imposible olvidarlo. Los logos joviales de las startups resplandecían en lo alto de los almacenes y de las torres de oficinas, y engalanaban las gorras, los chalecos y la ropa de ciclismo de los que iban a trabajar al centro. La ciudad estaba salpicada de recordatorios de que también el lenguaje vivía una revolución.
El tramo de autopista que recorría Silicon Valley, desde San Francisco hasta San José —donde el dinero empezaba a llover de verdad y donde más dinero costaba poner vallas publicitarias— estaba flanqueado de anuncios que vendían productos de software para programadores de software en un lenguaje que solo se parecía vagamente al habla moderna. Los anuncios trascendían todo contexto y estructura gramatical. ¡CENA REPARADA! (reparto de comida). ASÍ FUNCIONA EL FUTURO (almacenamiento de archivos). PREGUNTA A TU PROGRAMADOR (comunicaciones basadas en la nube). Comparados con los anuncios más convencionales, eran futuristas y extraños. Aunque las industrias más tradicionales estaban empezando a entender mejor su nuevo mercado objetivo. Una empresa de servicios financieros —una que llevaba más de un siglo en activo y ofrecía seguros de vida, gestión de inversiones y, en la década de los ochenta, un fraude descarado— se aferraba a las convenciones de la gramática, pero sostenía un espejo delante de un público que quizás no quisiera reconocerse. El anuncio decía: DONA A UNA CAUSA JUSTA: TU JUBILACIÓN.
Una noche, mientras bajaba las escaleras mecánicas de la estación de tren, me fijé en un anuncio que cubría el suelo del andén. El producto era una app de almacenamiento de contraseñas —la identidad como servicio—, pero la empresa no estaba vendiendo la app a los usuarios, sino que anunciaba sus puestos vacantes. Me los estaban anunciando a mí. En el anuncio se veía a cinco personas en formación de V y con los brazos cruzados. Todos llevaban sudaderas azules con capucha idénticas. También llevaban máscaras de unicornios idénticas, hechas de goma. Me bajé de la escalera mecánica y pisé una de sus cabezas. El texto decía CREADA POR HUMANOS, USADA POR UNICORNIOS.
¿De qué estaba hablando toda aquella gente? Decían cosas como “coejecutar” y “precargar”; “peticionar”, “espamear” y “trolear”. En lugar de inesperado o sorprendente, decían “random”. Usaban memes virales para socializarse. Empleaban la jerga de internet como si constituyera un vocabulario, como si las siglas no estuvieran ya reemplazando a palabras.
—¿Conoces ese GIF animado del monigote? —me preguntó un compañero de veintipocos años, para describirme su estado de ánimo.
Yo no lo conocía.
—Lol —me dijo él, sin reírse.
—Ja, ja —le dije yo, sin reírme.
Ninguna de las startups del ecosistema había sido bautizada pensando en la posteridad, y ciertamente tampoco en la historia. Los estándares para poner nombres los dictaba la disponibilidad de las URL, lo cual obligaba a las empresas nuevas a ser creativas. En alguna parte había una agencia de branding prosperando a base de convencer a los socios fundadores de las startups para que parecieran analfabetos. Los emprendedores bautizaban sus sociedades de responsabilidad limitada con palabras compuestas inventadas, o con nombres sin las vocales. Me resigné a un futuro en el que, si tenía suerte, la matrícula universitaria de mis nietos me la pagaría alguna empresa con un nombre que sonara a metátesis accidental o a desliz freudiano.
A veces daba la sensación de que todo el mundo estaba hablando un idioma distinto, o bien el mismo idioma, pero con reglas radicalmente distintas. No había un vocabulario en común. Lo que hacía la gente era usar una especie de no-lenguaje, que ni era bonito ni especialmente eficiente: un batiburrillo que mezclaba el habla empresarial con metáforas deportivas y bélicas, más bien pretencioso. Llamamientos a la batalla, el frente y las trincheras, maniobras de blitz. Las empresas no quebraban, morían. No competíamos, íbamos a la guerra.
Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.
Este es un fragmento del Valle inquietante (Libros del Asteroide, 2021), las memorias de la corresponsal de tecnología de The New Yorker, Anna Wiener, en las que narra cómo entró a trabajar a Silicon Valley durante el rush tecnológico de la década de 2010. Muy pronto se convierte en insider y testigo clave de los vaivenes de la industria, frente a las startups, los algoritmos y la vigilancia en línea.
Dependiendo de a quién preguntaras, fue la cúspide, el punto de inflexión o bien el principio del fin de la era de las startups de Silicon Valley; de aquello que los cínicos llamaban una burbuja, los optimistas llamaban el futuro y mis futuros compañeros de trabajo, ebrios de entusiasmo ante la posibilidad de participar en la historia mundial, llamaban, casi sin aliento, el ecosistema.
Una red social que todo el mundo decía odiar, pero a la que no podían dejar de conectarse, salió a bolsa con una valoración de ciento y pico mil millones de dólares: el primer día de cotización su sonriente socio fundador abrió la sesión dando el toque de campana por videoconferencia y aquello fue la sentencia de muerte de los alquileres en San Francisco. Doscientos millones de personas se apuntaron a una plataforma de microblogging que las ayudaba a sentirse más cerca de los famosos y de otros desconocidos a los que habrían odiado en la vida real. La inteligencia artificial y la realidad virtual se estaban empezando a poner de moda otra vez. Los coches sin conductor se consideraban inevitables. Todo se estaba volviendo móvil. Todo estaba en la nube, que era un centro de datos sin ubicación específica en medio de Texas o Cork o Baviera, pero a nadie le importaba. Todo el mundo confiaba en ella de todas maneras.
Fue un año de optimismo renovado: el optimismo de la ausencia de obstáculos, de límites y de malas ideas. El optimismo del capital, del poder y de las oportunidades. Allí donde el dinero cambiaba de manos, enseguida aparecían tecnólogos emprendedores y gente con másteres en Administración de Empresas. Proliferó el término “revolucionar” y no había sector que alguien no estuviera a punto de revolucionar o que no pudiera ser revolucionado: partituras, alquiler de esmóquines, comida casera, compras online, planificación de bodas, operaciones bancarias, barbería, líneas de crédito, servicio de tintorería, el método del calendario.
Una página web que permitía alquilar la entrada para coches de tu casa cuando no la usabas consiguió cuatro millones de dólares de financiación de varias empresas importantes de Sand Hill Road. Una página web que venía a transformar el mercado de las mascotas —la aplicación te permitía contratar a alguien que te cuidara y paseara al perro, una revolución para los chavales y chavalas de doce años del vecindario— consiguió diez millones. Una aplicación para acumular cupones de descuento permitió a una cantidad incalculable de urbanitas aburridos y curiosos pagar por unos servicios que ni siquiera sabían que necesitaban, y durante un tiempo la gente estuvo inyectándose toxinas antiarrugas, yendo a clase de trapecio y blanqueándose el ano solo porque tenían descuentos para hacerlo.
Fue el principio de la era de los unicornios, las startups valoradas por sus inversores en más de mil millones de dólares. Un importante inversor de capital riesgo declaró en las páginas de opinión de un periódico financiero internacional que el software se estaba comiendo el mundo, una afirmación que a continuación fue citada en incontables presentaciones de PowerPoint, comunicados de prensa y ofertas de trabajo como si fuera la prueba de algo; como si fuera una evidencia en vez de ser una simple metáfora, torpe y nada poética.
Fuera de Silicon Valley parecía reinar una resistencia generalizada a tomarse nada de todo esto demasiado en serio. Prevalecía la opinión de que era una fase pasajera, igual que la anterior burbuja. Entretanto, el sector tecnológico se expandía más allá del ámbito de los futurólogos y los entusiastas del hardware y se asentaba en su nuevo rol como andamiaje de la vida cotidiana.
***
San Francisco era una ciudad de perdedores a la que le estaba costando absorber el flujo entrante de aspirantes a triunfadores. Había sido durante mucho tiempo un refugio para jipis y homosexuales, artistas y activistas, festivaleros y gays amantes del cuero, marginados y desubicados. Pero también había tenido un gobierno históricamente corrupto y un mercado inmobiliario que se había beneficiado de políticas racistas de rehabilitación —el valor del suelo se había incrementado tanto por las prácticas segregacionistas como por las estrategias discriminatorias de calificación urbanística y los campos de internamiento de mediados de siglo—, y todo ello, junto con la realidad de que el sida había acabado antes de tiempo con una generación entera, había hecho que dejara de ser en parte la meca de los libres y de los excéntricos, de los que vivían en los márgenes.
Atrapada en la nostalgia de su propia mitología, la ciudad se aferraba a la alucinación de un pasado glorioso, y no se había contagiado del ímpetu reciente del triunvirato oscuro de la tecnología: capital, poder y una masculinidad heterosexual, insulsa y reprimida.
Era un lugar extraño para aquellos jóvenes y adinerados arquitectos del futuro. En ausencia de instituciones culturales vibrantes, el centro de placer de la industria parecía ocuparlo el ejercicio físico: la gente tocaba el cielo corriendo por la montaña o haciendo senderismo, plantaba sus tiendas en campings de lujo de Marin y alquilaba chalés en Tahoe. Muchos iban a trabajar vestidos como si estuvieran a punto de emprender una expedición por los Alpes: chaquetas de plumón de alto rendimiento, anoraks para el mal tiempo y mochilas con mosquetones de adorno. Parecían listos para ponerse a recoger ramas para el fuego y construirse una cabaña, más que para hacer llamadas de ventas o abrir solicitudes desde diáfanas oficinas climatizadas. Parecían disfrazados para ir a jugar a rol en vivo el fin de semana.
La cultura que aquellos residentes buscaban y promovían era un estilo de vida. Interactuaban con su nueva ciudad a base de evaluarla. Las aplicaciones de reseñas ofrecían oportunidades para asignarle una nota a todo: al dim sum, a los parques infantiles y a las rutas de senderismo. Los socios de las startups iban a un restaurante y confirmaban que la comida tenía exactamente el sabor que las reseñas aseguraban que tendría; posteaban fotos que nadie necesitaba de sus aperitivos y vistas detalladas de cada espacio. Buscaban la autenticidad sin darse cuenta de que lo más auténtico de la ciudad, llegado aquel punto, eran ellos.
El ambiente pasivo-agresivo, progresista y permisivo de la ciudad tenía tendencia a irritar a los recién llegados, pero los autodenominados representantes del mundo de la tecnología tampoco eran precisamente un encanto. Cada tres meses algún programador o aspirante a emprendedor, nuevo en la ciudad, posteaba una diatriba en una plataforma de blogs sin un modelo de ingresos. A veces el texto recriminaba a los pobres que se aferraran a los alquileres controlados e hicieran subir el precio de los apartamentos, o bien criticaba los poblados de tiendas de campaña que se levantaban junto a la autopista por afear el paisaje. Otras, sugería monetizar a los sintecho convirtiéndolos en puntos de acceso wifi o arremetía contra los equipos deportivos locales, contra la abundancia de ciclistas y contra la niebla. “Es como una mujer que tiene síndrome premenstrual todo el tiempo”, escribió refiriéndose al clima el socio de veintitrés años de una plataforma de crowdfunding. Llevar al terreno del clima la misoginia de andar por casa resultaba creativo, pero a los embajadores digitales tampoco parecían gustarles las mujeres de verdad: se lamentaban de que en San Francisco eran todas cincos, no dieces, y de que no había suficientes.
Igual que la mayoría de las corporaciones de hardware más grandes y antiguas, las grandes advenedizas de internet se habían instalado en las áreas residenciales de la península de San Francisco, cincuenta kilómetros al sur. En sus complejos de oficinas había tiendas de golosinas y rocódromos, tiendas de reparación de bicicletas y consultas médicas, cafeterías gourmet y peluquerías, nutricionistas y guarderías. No daban a sus trabajadores razón alguna para salir de allí. Se podía llegar a aquellos parques empresariales con el transporte público, pero el transporte público no ofrecía wifi. Así pues, todos los días laborables había autobuses lanzadera privados que recorrían los barrios residenciales de la ciudad y se detenían en las paradas del autobús público para recoger a los trabajadores.
Los trabajadores iban identificados con acreditaciones corporativas sujetas a las trabillas del cinturón o bien colgadas por encima de la chaqueta, como si fueran niños con miedo a perderse en el centro comercial. Hacían cola para coger las lanzaderas con sus mochilas y sus recipientes reutilizables para el café; algunos llevaban petates de ropa para lavar echados al hombro. Se los veía cansados, resignados y dóciles. La mayoría iban mirando sus teléfonos.
Los trabajadores de las startups llegados de otras partes se quejaban de la infraestructura de transporte, una red vieja y plagada de ineficiencias que cerraba casi del todo a medianoche, por mucho que nadie que ganara un salario de nivel medio en la industria tecnológica cogiera nunca el autobús. Para suplir a los lentos tranvías de San Francisco y a la poco fiable flota de taxis había brotado un maremagno de apps de transporte. La más extendida era una startup de transporte compartido bajo demanda, una empresa dispuesta a dominar el mercado a cualquier precio, incluso a costa de la rentabilidad. El principal competidor de la startup de transporte compartido tenía un modelo de negocio casi idéntico, pero una imagen corporativa mucho más simpática. El competidor simpático requería a sus conductores —trabajadores autónomos al mando de sus vehículos particulares— que colgaran en la rejilla delantera unos bigotes fucsia de gran tamaño, hechos de piel sintética, y que saludaran a los pasajeros entrechocando los puños. Y en contra de lo que cabría esperar, funcionaba. La empresa conocía a su público: los sanfranciscanos, en cuyos vecindarios no había ni una sola tienda que no tuviera un juego de palabras en el nombre, eran unos graciosillos.
Dejé de lado todas mis expectativas sobre cómo debía ser una ciudad. Los bares y las cafeterías abrían tarde y cerraban pronto; el tráfico parecía deslizarse hacia atrás, cuesta abajo. La ciudad ofrecía unos emparejamientos inverosímiles. Un estudio de yoga donde solo pagabas la voluntad compartía edificio, uno sin ascensor y de escaleras chirriantes, con la sede de una plataforma de comunicaciones encriptadas. Un colmado que vendía cigarrillos sueltos tenía encima un local de hackers anarquistas. Los edificios de oficinas más antiguos, regios y destartalados, con suelos de mármol y pintura descascarillada, albergaban a ortodoncistas y tratantes de libros raros junto con empresas de cuatro personas que intentaban ludificar las estrategias de recursos humanos o mercantilizar la meditación. Los analistas de datos fumaban hierba en Dolores Park en compañía de practicantes del hula hoop y adolescentes suburbanos colocados. Los cines independientes ponían anuncios de dispositivos de red y de software para negocios antes de proyectar clásicos de culto de los años setenta. Hasta los percheros de la tintorería mostraban una ciudad en plena transición: uniformes de policía almidonados y prendas de piel sintética de pelo largo y colores fluorescentes colgaban, enfundados en plástico, junto a trajes a medida y jerséis que podían lavarse a máquina.
Los campamentos de los sintecho brotaban a la sombra de las urbanizaciones de lujo. Había gente durmiendo, cagando y chutándose en las estaciones de tren, tumbada debajo de los anuncios de cadenas de moda rápida y de apps para mejorar la productividad mientras oleadas de pasajeros los sorteaban con cuidado. Una mañana me despertaron los gritos de alguien que suplicaba compasión en la esquina de mi manzana: era una mujer que chillaba a pleno pulmón, renqueando y sin más ropa que una camiseta con el logotipo de una multinacional de aparatos electrónicos. Aquella concentración de dolor público me resultaba nueva e inquietante. Nunca había visto una yuxtaposición tan desvergonzada de sufrimiento flagrante e idealismo adinerado. Era una disparidad de la que se hablaba mucho, pero aun así la había infravalorado. Como neoyorquina, me había creído preparada. Pensaba que lo había visto todo. Me sentía humillada e ingenua; y culpable, todo el tiempo.
***
Si en Nueva York yo nunca me había planteado que hubiera gente detrás de internet, en San Francisco era imposible olvidarlo. Los logos joviales de las startups resplandecían en lo alto de los almacenes y de las torres de oficinas, y engalanaban las gorras, los chalecos y la ropa de ciclismo de los que iban a trabajar al centro. La ciudad estaba salpicada de recordatorios de que también el lenguaje vivía una revolución.
El tramo de autopista que recorría Silicon Valley, desde San Francisco hasta San José —donde el dinero empezaba a llover de verdad y donde más dinero costaba poner vallas publicitarias— estaba flanqueado de anuncios que vendían productos de software para programadores de software en un lenguaje que solo se parecía vagamente al habla moderna. Los anuncios trascendían todo contexto y estructura gramatical. ¡CENA REPARADA! (reparto de comida). ASÍ FUNCIONA EL FUTURO (almacenamiento de archivos). PREGUNTA A TU PROGRAMADOR (comunicaciones basadas en la nube). Comparados con los anuncios más convencionales, eran futuristas y extraños. Aunque las industrias más tradicionales estaban empezando a entender mejor su nuevo mercado objetivo. Una empresa de servicios financieros —una que llevaba más de un siglo en activo y ofrecía seguros de vida, gestión de inversiones y, en la década de los ochenta, un fraude descarado— se aferraba a las convenciones de la gramática, pero sostenía un espejo delante de un público que quizás no quisiera reconocerse. El anuncio decía: DONA A UNA CAUSA JUSTA: TU JUBILACIÓN.
Una noche, mientras bajaba las escaleras mecánicas de la estación de tren, me fijé en un anuncio que cubría el suelo del andén. El producto era una app de almacenamiento de contraseñas —la identidad como servicio—, pero la empresa no estaba vendiendo la app a los usuarios, sino que anunciaba sus puestos vacantes. Me los estaban anunciando a mí. En el anuncio se veía a cinco personas en formación de V y con los brazos cruzados. Todos llevaban sudaderas azules con capucha idénticas. También llevaban máscaras de unicornios idénticas, hechas de goma. Me bajé de la escalera mecánica y pisé una de sus cabezas. El texto decía CREADA POR HUMANOS, USADA POR UNICORNIOS.
¿De qué estaba hablando toda aquella gente? Decían cosas como “coejecutar” y “precargar”; “peticionar”, “espamear” y “trolear”. En lugar de inesperado o sorprendente, decían “random”. Usaban memes virales para socializarse. Empleaban la jerga de internet como si constituyera un vocabulario, como si las siglas no estuvieran ya reemplazando a palabras.
—¿Conoces ese GIF animado del monigote? —me preguntó un compañero de veintipocos años, para describirme su estado de ánimo.
Yo no lo conocía.
—Lol —me dijo él, sin reírse.
—Ja, ja —le dije yo, sin reírme.
Ninguna de las startups del ecosistema había sido bautizada pensando en la posteridad, y ciertamente tampoco en la historia. Los estándares para poner nombres los dictaba la disponibilidad de las URL, lo cual obligaba a las empresas nuevas a ser creativas. En alguna parte había una agencia de branding prosperando a base de convencer a los socios fundadores de las startups para que parecieran analfabetos. Los emprendedores bautizaban sus sociedades de responsabilidad limitada con palabras compuestas inventadas, o con nombres sin las vocales. Me resigné a un futuro en el que, si tenía suerte, la matrícula universitaria de mis nietos me la pagaría alguna empresa con un nombre que sonara a metátesis accidental o a desliz freudiano.
A veces daba la sensación de que todo el mundo estaba hablando un idioma distinto, o bien el mismo idioma, pero con reglas radicalmente distintas. No había un vocabulario en común. Lo que hacía la gente era usar una especie de no-lenguaje, que ni era bonito ni especialmente eficiente: un batiburrillo que mezclaba el habla empresarial con metáforas deportivas y bélicas, más bien pretencioso. Llamamientos a la batalla, el frente y las trincheras, maniobras de blitz. Las empresas no quebraban, morían. No competíamos, íbamos a la guerra.
Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.
Este es un fragmento del Valle inquietante (Libros del Asteroide, 2021), las memorias de la corresponsal de tecnología de The New Yorker, Anna Wiener, en las que narra cómo entró a trabajar a Silicon Valley durante el rush tecnológico de la década de 2010. Muy pronto se convierte en insider y testigo clave de los vaivenes de la industria, frente a las startups, los algoritmos y la vigilancia en línea.
Dependiendo de a quién preguntaras, fue la cúspide, el punto de inflexión o bien el principio del fin de la era de las startups de Silicon Valley; de aquello que los cínicos llamaban una burbuja, los optimistas llamaban el futuro y mis futuros compañeros de trabajo, ebrios de entusiasmo ante la posibilidad de participar en la historia mundial, llamaban, casi sin aliento, el ecosistema.
Una red social que todo el mundo decía odiar, pero a la que no podían dejar de conectarse, salió a bolsa con una valoración de ciento y pico mil millones de dólares: el primer día de cotización su sonriente socio fundador abrió la sesión dando el toque de campana por videoconferencia y aquello fue la sentencia de muerte de los alquileres en San Francisco. Doscientos millones de personas se apuntaron a una plataforma de microblogging que las ayudaba a sentirse más cerca de los famosos y de otros desconocidos a los que habrían odiado en la vida real. La inteligencia artificial y la realidad virtual se estaban empezando a poner de moda otra vez. Los coches sin conductor se consideraban inevitables. Todo se estaba volviendo móvil. Todo estaba en la nube, que era un centro de datos sin ubicación específica en medio de Texas o Cork o Baviera, pero a nadie le importaba. Todo el mundo confiaba en ella de todas maneras.
Fue un año de optimismo renovado: el optimismo de la ausencia de obstáculos, de límites y de malas ideas. El optimismo del capital, del poder y de las oportunidades. Allí donde el dinero cambiaba de manos, enseguida aparecían tecnólogos emprendedores y gente con másteres en Administración de Empresas. Proliferó el término “revolucionar” y no había sector que alguien no estuviera a punto de revolucionar o que no pudiera ser revolucionado: partituras, alquiler de esmóquines, comida casera, compras online, planificación de bodas, operaciones bancarias, barbería, líneas de crédito, servicio de tintorería, el método del calendario.
Una página web que permitía alquilar la entrada para coches de tu casa cuando no la usabas consiguió cuatro millones de dólares de financiación de varias empresas importantes de Sand Hill Road. Una página web que venía a transformar el mercado de las mascotas —la aplicación te permitía contratar a alguien que te cuidara y paseara al perro, una revolución para los chavales y chavalas de doce años del vecindario— consiguió diez millones. Una aplicación para acumular cupones de descuento permitió a una cantidad incalculable de urbanitas aburridos y curiosos pagar por unos servicios que ni siquiera sabían que necesitaban, y durante un tiempo la gente estuvo inyectándose toxinas antiarrugas, yendo a clase de trapecio y blanqueándose el ano solo porque tenían descuentos para hacerlo.
Fue el principio de la era de los unicornios, las startups valoradas por sus inversores en más de mil millones de dólares. Un importante inversor de capital riesgo declaró en las páginas de opinión de un periódico financiero internacional que el software se estaba comiendo el mundo, una afirmación que a continuación fue citada en incontables presentaciones de PowerPoint, comunicados de prensa y ofertas de trabajo como si fuera la prueba de algo; como si fuera una evidencia en vez de ser una simple metáfora, torpe y nada poética.
Fuera de Silicon Valley parecía reinar una resistencia generalizada a tomarse nada de todo esto demasiado en serio. Prevalecía la opinión de que era una fase pasajera, igual que la anterior burbuja. Entretanto, el sector tecnológico se expandía más allá del ámbito de los futurólogos y los entusiastas del hardware y se asentaba en su nuevo rol como andamiaje de la vida cotidiana.
***
San Francisco era una ciudad de perdedores a la que le estaba costando absorber el flujo entrante de aspirantes a triunfadores. Había sido durante mucho tiempo un refugio para jipis y homosexuales, artistas y activistas, festivaleros y gays amantes del cuero, marginados y desubicados. Pero también había tenido un gobierno históricamente corrupto y un mercado inmobiliario que se había beneficiado de políticas racistas de rehabilitación —el valor del suelo se había incrementado tanto por las prácticas segregacionistas como por las estrategias discriminatorias de calificación urbanística y los campos de internamiento de mediados de siglo—, y todo ello, junto con la realidad de que el sida había acabado antes de tiempo con una generación entera, había hecho que dejara de ser en parte la meca de los libres y de los excéntricos, de los que vivían en los márgenes.
Atrapada en la nostalgia de su propia mitología, la ciudad se aferraba a la alucinación de un pasado glorioso, y no se había contagiado del ímpetu reciente del triunvirato oscuro de la tecnología: capital, poder y una masculinidad heterosexual, insulsa y reprimida.
Era un lugar extraño para aquellos jóvenes y adinerados arquitectos del futuro. En ausencia de instituciones culturales vibrantes, el centro de placer de la industria parecía ocuparlo el ejercicio físico: la gente tocaba el cielo corriendo por la montaña o haciendo senderismo, plantaba sus tiendas en campings de lujo de Marin y alquilaba chalés en Tahoe. Muchos iban a trabajar vestidos como si estuvieran a punto de emprender una expedición por los Alpes: chaquetas de plumón de alto rendimiento, anoraks para el mal tiempo y mochilas con mosquetones de adorno. Parecían listos para ponerse a recoger ramas para el fuego y construirse una cabaña, más que para hacer llamadas de ventas o abrir solicitudes desde diáfanas oficinas climatizadas. Parecían disfrazados para ir a jugar a rol en vivo el fin de semana.
La cultura que aquellos residentes buscaban y promovían era un estilo de vida. Interactuaban con su nueva ciudad a base de evaluarla. Las aplicaciones de reseñas ofrecían oportunidades para asignarle una nota a todo: al dim sum, a los parques infantiles y a las rutas de senderismo. Los socios de las startups iban a un restaurante y confirmaban que la comida tenía exactamente el sabor que las reseñas aseguraban que tendría; posteaban fotos que nadie necesitaba de sus aperitivos y vistas detalladas de cada espacio. Buscaban la autenticidad sin darse cuenta de que lo más auténtico de la ciudad, llegado aquel punto, eran ellos.
El ambiente pasivo-agresivo, progresista y permisivo de la ciudad tenía tendencia a irritar a los recién llegados, pero los autodenominados representantes del mundo de la tecnología tampoco eran precisamente un encanto. Cada tres meses algún programador o aspirante a emprendedor, nuevo en la ciudad, posteaba una diatriba en una plataforma de blogs sin un modelo de ingresos. A veces el texto recriminaba a los pobres que se aferraran a los alquileres controlados e hicieran subir el precio de los apartamentos, o bien criticaba los poblados de tiendas de campaña que se levantaban junto a la autopista por afear el paisaje. Otras, sugería monetizar a los sintecho convirtiéndolos en puntos de acceso wifi o arremetía contra los equipos deportivos locales, contra la abundancia de ciclistas y contra la niebla. “Es como una mujer que tiene síndrome premenstrual todo el tiempo”, escribió refiriéndose al clima el socio de veintitrés años de una plataforma de crowdfunding. Llevar al terreno del clima la misoginia de andar por casa resultaba creativo, pero a los embajadores digitales tampoco parecían gustarles las mujeres de verdad: se lamentaban de que en San Francisco eran todas cincos, no dieces, y de que no había suficientes.
Igual que la mayoría de las corporaciones de hardware más grandes y antiguas, las grandes advenedizas de internet se habían instalado en las áreas residenciales de la península de San Francisco, cincuenta kilómetros al sur. En sus complejos de oficinas había tiendas de golosinas y rocódromos, tiendas de reparación de bicicletas y consultas médicas, cafeterías gourmet y peluquerías, nutricionistas y guarderías. No daban a sus trabajadores razón alguna para salir de allí. Se podía llegar a aquellos parques empresariales con el transporte público, pero el transporte público no ofrecía wifi. Así pues, todos los días laborables había autobuses lanzadera privados que recorrían los barrios residenciales de la ciudad y se detenían en las paradas del autobús público para recoger a los trabajadores.
Los trabajadores iban identificados con acreditaciones corporativas sujetas a las trabillas del cinturón o bien colgadas por encima de la chaqueta, como si fueran niños con miedo a perderse en el centro comercial. Hacían cola para coger las lanzaderas con sus mochilas y sus recipientes reutilizables para el café; algunos llevaban petates de ropa para lavar echados al hombro. Se los veía cansados, resignados y dóciles. La mayoría iban mirando sus teléfonos.
Los trabajadores de las startups llegados de otras partes se quejaban de la infraestructura de transporte, una red vieja y plagada de ineficiencias que cerraba casi del todo a medianoche, por mucho que nadie que ganara un salario de nivel medio en la industria tecnológica cogiera nunca el autobús. Para suplir a los lentos tranvías de San Francisco y a la poco fiable flota de taxis había brotado un maremagno de apps de transporte. La más extendida era una startup de transporte compartido bajo demanda, una empresa dispuesta a dominar el mercado a cualquier precio, incluso a costa de la rentabilidad. El principal competidor de la startup de transporte compartido tenía un modelo de negocio casi idéntico, pero una imagen corporativa mucho más simpática. El competidor simpático requería a sus conductores —trabajadores autónomos al mando de sus vehículos particulares— que colgaran en la rejilla delantera unos bigotes fucsia de gran tamaño, hechos de piel sintética, y que saludaran a los pasajeros entrechocando los puños. Y en contra de lo que cabría esperar, funcionaba. La empresa conocía a su público: los sanfranciscanos, en cuyos vecindarios no había ni una sola tienda que no tuviera un juego de palabras en el nombre, eran unos graciosillos.
Dejé de lado todas mis expectativas sobre cómo debía ser una ciudad. Los bares y las cafeterías abrían tarde y cerraban pronto; el tráfico parecía deslizarse hacia atrás, cuesta abajo. La ciudad ofrecía unos emparejamientos inverosímiles. Un estudio de yoga donde solo pagabas la voluntad compartía edificio, uno sin ascensor y de escaleras chirriantes, con la sede de una plataforma de comunicaciones encriptadas. Un colmado que vendía cigarrillos sueltos tenía encima un local de hackers anarquistas. Los edificios de oficinas más antiguos, regios y destartalados, con suelos de mármol y pintura descascarillada, albergaban a ortodoncistas y tratantes de libros raros junto con empresas de cuatro personas que intentaban ludificar las estrategias de recursos humanos o mercantilizar la meditación. Los analistas de datos fumaban hierba en Dolores Park en compañía de practicantes del hula hoop y adolescentes suburbanos colocados. Los cines independientes ponían anuncios de dispositivos de red y de software para negocios antes de proyectar clásicos de culto de los años setenta. Hasta los percheros de la tintorería mostraban una ciudad en plena transición: uniformes de policía almidonados y prendas de piel sintética de pelo largo y colores fluorescentes colgaban, enfundados en plástico, junto a trajes a medida y jerséis que podían lavarse a máquina.
Los campamentos de los sintecho brotaban a la sombra de las urbanizaciones de lujo. Había gente durmiendo, cagando y chutándose en las estaciones de tren, tumbada debajo de los anuncios de cadenas de moda rápida y de apps para mejorar la productividad mientras oleadas de pasajeros los sorteaban con cuidado. Una mañana me despertaron los gritos de alguien que suplicaba compasión en la esquina de mi manzana: era una mujer que chillaba a pleno pulmón, renqueando y sin más ropa que una camiseta con el logotipo de una multinacional de aparatos electrónicos. Aquella concentración de dolor público me resultaba nueva e inquietante. Nunca había visto una yuxtaposición tan desvergonzada de sufrimiento flagrante e idealismo adinerado. Era una disparidad de la que se hablaba mucho, pero aun así la había infravalorado. Como neoyorquina, me había creído preparada. Pensaba que lo había visto todo. Me sentía humillada e ingenua; y culpable, todo el tiempo.
***
Si en Nueva York yo nunca me había planteado que hubiera gente detrás de internet, en San Francisco era imposible olvidarlo. Los logos joviales de las startups resplandecían en lo alto de los almacenes y de las torres de oficinas, y engalanaban las gorras, los chalecos y la ropa de ciclismo de los que iban a trabajar al centro. La ciudad estaba salpicada de recordatorios de que también el lenguaje vivía una revolución.
El tramo de autopista que recorría Silicon Valley, desde San Francisco hasta San José —donde el dinero empezaba a llover de verdad y donde más dinero costaba poner vallas publicitarias— estaba flanqueado de anuncios que vendían productos de software para programadores de software en un lenguaje que solo se parecía vagamente al habla moderna. Los anuncios trascendían todo contexto y estructura gramatical. ¡CENA REPARADA! (reparto de comida). ASÍ FUNCIONA EL FUTURO (almacenamiento de archivos). PREGUNTA A TU PROGRAMADOR (comunicaciones basadas en la nube). Comparados con los anuncios más convencionales, eran futuristas y extraños. Aunque las industrias más tradicionales estaban empezando a entender mejor su nuevo mercado objetivo. Una empresa de servicios financieros —una que llevaba más de un siglo en activo y ofrecía seguros de vida, gestión de inversiones y, en la década de los ochenta, un fraude descarado— se aferraba a las convenciones de la gramática, pero sostenía un espejo delante de un público que quizás no quisiera reconocerse. El anuncio decía: DONA A UNA CAUSA JUSTA: TU JUBILACIÓN.
Una noche, mientras bajaba las escaleras mecánicas de la estación de tren, me fijé en un anuncio que cubría el suelo del andén. El producto era una app de almacenamiento de contraseñas —la identidad como servicio—, pero la empresa no estaba vendiendo la app a los usuarios, sino que anunciaba sus puestos vacantes. Me los estaban anunciando a mí. En el anuncio se veía a cinco personas en formación de V y con los brazos cruzados. Todos llevaban sudaderas azules con capucha idénticas. También llevaban máscaras de unicornios idénticas, hechas de goma. Me bajé de la escalera mecánica y pisé una de sus cabezas. El texto decía CREADA POR HUMANOS, USADA POR UNICORNIOS.
¿De qué estaba hablando toda aquella gente? Decían cosas como “coejecutar” y “precargar”; “peticionar”, “espamear” y “trolear”. En lugar de inesperado o sorprendente, decían “random”. Usaban memes virales para socializarse. Empleaban la jerga de internet como si constituyera un vocabulario, como si las siglas no estuvieran ya reemplazando a palabras.
—¿Conoces ese GIF animado del monigote? —me preguntó un compañero de veintipocos años, para describirme su estado de ánimo.
Yo no lo conocía.
—Lol —me dijo él, sin reírse.
—Ja, ja —le dije yo, sin reírme.
Ninguna de las startups del ecosistema había sido bautizada pensando en la posteridad, y ciertamente tampoco en la historia. Los estándares para poner nombres los dictaba la disponibilidad de las URL, lo cual obligaba a las empresas nuevas a ser creativas. En alguna parte había una agencia de branding prosperando a base de convencer a los socios fundadores de las startups para que parecieran analfabetos. Los emprendedores bautizaban sus sociedades de responsabilidad limitada con palabras compuestas inventadas, o con nombres sin las vocales. Me resigné a un futuro en el que, si tenía suerte, la matrícula universitaria de mis nietos me la pagaría alguna empresa con un nombre que sonara a metátesis accidental o a desliz freudiano.
A veces daba la sensación de que todo el mundo estaba hablando un idioma distinto, o bien el mismo idioma, pero con reglas radicalmente distintas. No había un vocabulario en común. Lo que hacía la gente era usar una especie de no-lenguaje, que ni era bonito ni especialmente eficiente: un batiburrillo que mezclaba el habla empresarial con metáforas deportivas y bélicas, más bien pretencioso. Llamamientos a la batalla, el frente y las trincheras, maniobras de blitz. Las empresas no quebraban, morían. No competíamos, íbamos a la guerra.
Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.
Este es un fragmento del Valle inquietante (Libros del Asteroide, 2021), las memorias de la corresponsal de tecnología de The New Yorker, Anna Wiener, en las que narra cómo entró a trabajar a Silicon Valley durante el rush tecnológico de la década de 2010. Muy pronto se convierte en insider y testigo clave de los vaivenes de la industria, frente a las startups, los algoritmos y la vigilancia en línea.
Dependiendo de a quién preguntaras, fue la cúspide, el punto de inflexión o bien el principio del fin de la era de las startups de Silicon Valley; de aquello que los cínicos llamaban una burbuja, los optimistas llamaban el futuro y mis futuros compañeros de trabajo, ebrios de entusiasmo ante la posibilidad de participar en la historia mundial, llamaban, casi sin aliento, el ecosistema.
Una red social que todo el mundo decía odiar, pero a la que no podían dejar de conectarse, salió a bolsa con una valoración de ciento y pico mil millones de dólares: el primer día de cotización su sonriente socio fundador abrió la sesión dando el toque de campana por videoconferencia y aquello fue la sentencia de muerte de los alquileres en San Francisco. Doscientos millones de personas se apuntaron a una plataforma de microblogging que las ayudaba a sentirse más cerca de los famosos y de otros desconocidos a los que habrían odiado en la vida real. La inteligencia artificial y la realidad virtual se estaban empezando a poner de moda otra vez. Los coches sin conductor se consideraban inevitables. Todo se estaba volviendo móvil. Todo estaba en la nube, que era un centro de datos sin ubicación específica en medio de Texas o Cork o Baviera, pero a nadie le importaba. Todo el mundo confiaba en ella de todas maneras.
Fue un año de optimismo renovado: el optimismo de la ausencia de obstáculos, de límites y de malas ideas. El optimismo del capital, del poder y de las oportunidades. Allí donde el dinero cambiaba de manos, enseguida aparecían tecnólogos emprendedores y gente con másteres en Administración de Empresas. Proliferó el término “revolucionar” y no había sector que alguien no estuviera a punto de revolucionar o que no pudiera ser revolucionado: partituras, alquiler de esmóquines, comida casera, compras online, planificación de bodas, operaciones bancarias, barbería, líneas de crédito, servicio de tintorería, el método del calendario.
Una página web que permitía alquilar la entrada para coches de tu casa cuando no la usabas consiguió cuatro millones de dólares de financiación de varias empresas importantes de Sand Hill Road. Una página web que venía a transformar el mercado de las mascotas —la aplicación te permitía contratar a alguien que te cuidara y paseara al perro, una revolución para los chavales y chavalas de doce años del vecindario— consiguió diez millones. Una aplicación para acumular cupones de descuento permitió a una cantidad incalculable de urbanitas aburridos y curiosos pagar por unos servicios que ni siquiera sabían que necesitaban, y durante un tiempo la gente estuvo inyectándose toxinas antiarrugas, yendo a clase de trapecio y blanqueándose el ano solo porque tenían descuentos para hacerlo.
Fue el principio de la era de los unicornios, las startups valoradas por sus inversores en más de mil millones de dólares. Un importante inversor de capital riesgo declaró en las páginas de opinión de un periódico financiero internacional que el software se estaba comiendo el mundo, una afirmación que a continuación fue citada en incontables presentaciones de PowerPoint, comunicados de prensa y ofertas de trabajo como si fuera la prueba de algo; como si fuera una evidencia en vez de ser una simple metáfora, torpe y nada poética.
Fuera de Silicon Valley parecía reinar una resistencia generalizada a tomarse nada de todo esto demasiado en serio. Prevalecía la opinión de que era una fase pasajera, igual que la anterior burbuja. Entretanto, el sector tecnológico se expandía más allá del ámbito de los futurólogos y los entusiastas del hardware y se asentaba en su nuevo rol como andamiaje de la vida cotidiana.
***
San Francisco era una ciudad de perdedores a la que le estaba costando absorber el flujo entrante de aspirantes a triunfadores. Había sido durante mucho tiempo un refugio para jipis y homosexuales, artistas y activistas, festivaleros y gays amantes del cuero, marginados y desubicados. Pero también había tenido un gobierno históricamente corrupto y un mercado inmobiliario que se había beneficiado de políticas racistas de rehabilitación —el valor del suelo se había incrementado tanto por las prácticas segregacionistas como por las estrategias discriminatorias de calificación urbanística y los campos de internamiento de mediados de siglo—, y todo ello, junto con la realidad de que el sida había acabado antes de tiempo con una generación entera, había hecho que dejara de ser en parte la meca de los libres y de los excéntricos, de los que vivían en los márgenes.
Atrapada en la nostalgia de su propia mitología, la ciudad se aferraba a la alucinación de un pasado glorioso, y no se había contagiado del ímpetu reciente del triunvirato oscuro de la tecnología: capital, poder y una masculinidad heterosexual, insulsa y reprimida.
Era un lugar extraño para aquellos jóvenes y adinerados arquitectos del futuro. En ausencia de instituciones culturales vibrantes, el centro de placer de la industria parecía ocuparlo el ejercicio físico: la gente tocaba el cielo corriendo por la montaña o haciendo senderismo, plantaba sus tiendas en campings de lujo de Marin y alquilaba chalés en Tahoe. Muchos iban a trabajar vestidos como si estuvieran a punto de emprender una expedición por los Alpes: chaquetas de plumón de alto rendimiento, anoraks para el mal tiempo y mochilas con mosquetones de adorno. Parecían listos para ponerse a recoger ramas para el fuego y construirse una cabaña, más que para hacer llamadas de ventas o abrir solicitudes desde diáfanas oficinas climatizadas. Parecían disfrazados para ir a jugar a rol en vivo el fin de semana.
La cultura que aquellos residentes buscaban y promovían era un estilo de vida. Interactuaban con su nueva ciudad a base de evaluarla. Las aplicaciones de reseñas ofrecían oportunidades para asignarle una nota a todo: al dim sum, a los parques infantiles y a las rutas de senderismo. Los socios de las startups iban a un restaurante y confirmaban que la comida tenía exactamente el sabor que las reseñas aseguraban que tendría; posteaban fotos que nadie necesitaba de sus aperitivos y vistas detalladas de cada espacio. Buscaban la autenticidad sin darse cuenta de que lo más auténtico de la ciudad, llegado aquel punto, eran ellos.
El ambiente pasivo-agresivo, progresista y permisivo de la ciudad tenía tendencia a irritar a los recién llegados, pero los autodenominados representantes del mundo de la tecnología tampoco eran precisamente un encanto. Cada tres meses algún programador o aspirante a emprendedor, nuevo en la ciudad, posteaba una diatriba en una plataforma de blogs sin un modelo de ingresos. A veces el texto recriminaba a los pobres que se aferraran a los alquileres controlados e hicieran subir el precio de los apartamentos, o bien criticaba los poblados de tiendas de campaña que se levantaban junto a la autopista por afear el paisaje. Otras, sugería monetizar a los sintecho convirtiéndolos en puntos de acceso wifi o arremetía contra los equipos deportivos locales, contra la abundancia de ciclistas y contra la niebla. “Es como una mujer que tiene síndrome premenstrual todo el tiempo”, escribió refiriéndose al clima el socio de veintitrés años de una plataforma de crowdfunding. Llevar al terreno del clima la misoginia de andar por casa resultaba creativo, pero a los embajadores digitales tampoco parecían gustarles las mujeres de verdad: se lamentaban de que en San Francisco eran todas cincos, no dieces, y de que no había suficientes.
Igual que la mayoría de las corporaciones de hardware más grandes y antiguas, las grandes advenedizas de internet se habían instalado en las áreas residenciales de la península de San Francisco, cincuenta kilómetros al sur. En sus complejos de oficinas había tiendas de golosinas y rocódromos, tiendas de reparación de bicicletas y consultas médicas, cafeterías gourmet y peluquerías, nutricionistas y guarderías. No daban a sus trabajadores razón alguna para salir de allí. Se podía llegar a aquellos parques empresariales con el transporte público, pero el transporte público no ofrecía wifi. Así pues, todos los días laborables había autobuses lanzadera privados que recorrían los barrios residenciales de la ciudad y se detenían en las paradas del autobús público para recoger a los trabajadores.
Los trabajadores iban identificados con acreditaciones corporativas sujetas a las trabillas del cinturón o bien colgadas por encima de la chaqueta, como si fueran niños con miedo a perderse en el centro comercial. Hacían cola para coger las lanzaderas con sus mochilas y sus recipientes reutilizables para el café; algunos llevaban petates de ropa para lavar echados al hombro. Se los veía cansados, resignados y dóciles. La mayoría iban mirando sus teléfonos.
Los trabajadores de las startups llegados de otras partes se quejaban de la infraestructura de transporte, una red vieja y plagada de ineficiencias que cerraba casi del todo a medianoche, por mucho que nadie que ganara un salario de nivel medio en la industria tecnológica cogiera nunca el autobús. Para suplir a los lentos tranvías de San Francisco y a la poco fiable flota de taxis había brotado un maremagno de apps de transporte. La más extendida era una startup de transporte compartido bajo demanda, una empresa dispuesta a dominar el mercado a cualquier precio, incluso a costa de la rentabilidad. El principal competidor de la startup de transporte compartido tenía un modelo de negocio casi idéntico, pero una imagen corporativa mucho más simpática. El competidor simpático requería a sus conductores —trabajadores autónomos al mando de sus vehículos particulares— que colgaran en la rejilla delantera unos bigotes fucsia de gran tamaño, hechos de piel sintética, y que saludaran a los pasajeros entrechocando los puños. Y en contra de lo que cabría esperar, funcionaba. La empresa conocía a su público: los sanfranciscanos, en cuyos vecindarios no había ni una sola tienda que no tuviera un juego de palabras en el nombre, eran unos graciosillos.
Dejé de lado todas mis expectativas sobre cómo debía ser una ciudad. Los bares y las cafeterías abrían tarde y cerraban pronto; el tráfico parecía deslizarse hacia atrás, cuesta abajo. La ciudad ofrecía unos emparejamientos inverosímiles. Un estudio de yoga donde solo pagabas la voluntad compartía edificio, uno sin ascensor y de escaleras chirriantes, con la sede de una plataforma de comunicaciones encriptadas. Un colmado que vendía cigarrillos sueltos tenía encima un local de hackers anarquistas. Los edificios de oficinas más antiguos, regios y destartalados, con suelos de mármol y pintura descascarillada, albergaban a ortodoncistas y tratantes de libros raros junto con empresas de cuatro personas que intentaban ludificar las estrategias de recursos humanos o mercantilizar la meditación. Los analistas de datos fumaban hierba en Dolores Park en compañía de practicantes del hula hoop y adolescentes suburbanos colocados. Los cines independientes ponían anuncios de dispositivos de red y de software para negocios antes de proyectar clásicos de culto de los años setenta. Hasta los percheros de la tintorería mostraban una ciudad en plena transición: uniformes de policía almidonados y prendas de piel sintética de pelo largo y colores fluorescentes colgaban, enfundados en plástico, junto a trajes a medida y jerséis que podían lavarse a máquina.
Los campamentos de los sintecho brotaban a la sombra de las urbanizaciones de lujo. Había gente durmiendo, cagando y chutándose en las estaciones de tren, tumbada debajo de los anuncios de cadenas de moda rápida y de apps para mejorar la productividad mientras oleadas de pasajeros los sorteaban con cuidado. Una mañana me despertaron los gritos de alguien que suplicaba compasión en la esquina de mi manzana: era una mujer que chillaba a pleno pulmón, renqueando y sin más ropa que una camiseta con el logotipo de una multinacional de aparatos electrónicos. Aquella concentración de dolor público me resultaba nueva e inquietante. Nunca había visto una yuxtaposición tan desvergonzada de sufrimiento flagrante e idealismo adinerado. Era una disparidad de la que se hablaba mucho, pero aun así la había infravalorado. Como neoyorquina, me había creído preparada. Pensaba que lo había visto todo. Me sentía humillada e ingenua; y culpable, todo el tiempo.
***
Si en Nueva York yo nunca me había planteado que hubiera gente detrás de internet, en San Francisco era imposible olvidarlo. Los logos joviales de las startups resplandecían en lo alto de los almacenes y de las torres de oficinas, y engalanaban las gorras, los chalecos y la ropa de ciclismo de los que iban a trabajar al centro. La ciudad estaba salpicada de recordatorios de que también el lenguaje vivía una revolución.
El tramo de autopista que recorría Silicon Valley, desde San Francisco hasta San José —donde el dinero empezaba a llover de verdad y donde más dinero costaba poner vallas publicitarias— estaba flanqueado de anuncios que vendían productos de software para programadores de software en un lenguaje que solo se parecía vagamente al habla moderna. Los anuncios trascendían todo contexto y estructura gramatical. ¡CENA REPARADA! (reparto de comida). ASÍ FUNCIONA EL FUTURO (almacenamiento de archivos). PREGUNTA A TU PROGRAMADOR (comunicaciones basadas en la nube). Comparados con los anuncios más convencionales, eran futuristas y extraños. Aunque las industrias más tradicionales estaban empezando a entender mejor su nuevo mercado objetivo. Una empresa de servicios financieros —una que llevaba más de un siglo en activo y ofrecía seguros de vida, gestión de inversiones y, en la década de los ochenta, un fraude descarado— se aferraba a las convenciones de la gramática, pero sostenía un espejo delante de un público que quizás no quisiera reconocerse. El anuncio decía: DONA A UNA CAUSA JUSTA: TU JUBILACIÓN.
Una noche, mientras bajaba las escaleras mecánicas de la estación de tren, me fijé en un anuncio que cubría el suelo del andén. El producto era una app de almacenamiento de contraseñas —la identidad como servicio—, pero la empresa no estaba vendiendo la app a los usuarios, sino que anunciaba sus puestos vacantes. Me los estaban anunciando a mí. En el anuncio se veía a cinco personas en formación de V y con los brazos cruzados. Todos llevaban sudaderas azules con capucha idénticas. También llevaban máscaras de unicornios idénticas, hechas de goma. Me bajé de la escalera mecánica y pisé una de sus cabezas. El texto decía CREADA POR HUMANOS, USADA POR UNICORNIOS.
¿De qué estaba hablando toda aquella gente? Decían cosas como “coejecutar” y “precargar”; “peticionar”, “espamear” y “trolear”. En lugar de inesperado o sorprendente, decían “random”. Usaban memes virales para socializarse. Empleaban la jerga de internet como si constituyera un vocabulario, como si las siglas no estuvieran ya reemplazando a palabras.
—¿Conoces ese GIF animado del monigote? —me preguntó un compañero de veintipocos años, para describirme su estado de ánimo.
Yo no lo conocía.
—Lol —me dijo él, sin reírse.
—Ja, ja —le dije yo, sin reírme.
Ninguna de las startups del ecosistema había sido bautizada pensando en la posteridad, y ciertamente tampoco en la historia. Los estándares para poner nombres los dictaba la disponibilidad de las URL, lo cual obligaba a las empresas nuevas a ser creativas. En alguna parte había una agencia de branding prosperando a base de convencer a los socios fundadores de las startups para que parecieran analfabetos. Los emprendedores bautizaban sus sociedades de responsabilidad limitada con palabras compuestas inventadas, o con nombres sin las vocales. Me resigné a un futuro en el que, si tenía suerte, la matrícula universitaria de mis nietos me la pagaría alguna empresa con un nombre que sonara a metátesis accidental o a desliz freudiano.
A veces daba la sensación de que todo el mundo estaba hablando un idioma distinto, o bien el mismo idioma, pero con reglas radicalmente distintas. No había un vocabulario en común. Lo que hacía la gente era usar una especie de no-lenguaje, que ni era bonito ni especialmente eficiente: un batiburrillo que mezclaba el habla empresarial con metáforas deportivas y bélicas, más bien pretencioso. Llamamientos a la batalla, el frente y las trincheras, maniobras de blitz. Las empresas no quebraban, morían. No competíamos, íbamos a la guerra.
Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.
Este es un fragmento del Valle inquietante (Libros del Asteroide, 2021), las memorias de la corresponsal de tecnología de The New Yorker, Anna Wiener, en las que narra cómo entró a trabajar a Silicon Valley durante el rush tecnológico de la década de 2010. Muy pronto se convierte en insider y testigo clave de los vaivenes de la industria, frente a las startups, los algoritmos y la vigilancia en línea.
Dependiendo de a quién preguntaras, fue la cúspide, el punto de inflexión o bien el principio del fin de la era de las startups de Silicon Valley; de aquello que los cínicos llamaban una burbuja, los optimistas llamaban el futuro y mis futuros compañeros de trabajo, ebrios de entusiasmo ante la posibilidad de participar en la historia mundial, llamaban, casi sin aliento, el ecosistema.
Una red social que todo el mundo decía odiar, pero a la que no podían dejar de conectarse, salió a bolsa con una valoración de ciento y pico mil millones de dólares: el primer día de cotización su sonriente socio fundador abrió la sesión dando el toque de campana por videoconferencia y aquello fue la sentencia de muerte de los alquileres en San Francisco. Doscientos millones de personas se apuntaron a una plataforma de microblogging que las ayudaba a sentirse más cerca de los famosos y de otros desconocidos a los que habrían odiado en la vida real. La inteligencia artificial y la realidad virtual se estaban empezando a poner de moda otra vez. Los coches sin conductor se consideraban inevitables. Todo se estaba volviendo móvil. Todo estaba en la nube, que era un centro de datos sin ubicación específica en medio de Texas o Cork o Baviera, pero a nadie le importaba. Todo el mundo confiaba en ella de todas maneras.
Fue un año de optimismo renovado: el optimismo de la ausencia de obstáculos, de límites y de malas ideas. El optimismo del capital, del poder y de las oportunidades. Allí donde el dinero cambiaba de manos, enseguida aparecían tecnólogos emprendedores y gente con másteres en Administración de Empresas. Proliferó el término “revolucionar” y no había sector que alguien no estuviera a punto de revolucionar o que no pudiera ser revolucionado: partituras, alquiler de esmóquines, comida casera, compras online, planificación de bodas, operaciones bancarias, barbería, líneas de crédito, servicio de tintorería, el método del calendario.
Una página web que permitía alquilar la entrada para coches de tu casa cuando no la usabas consiguió cuatro millones de dólares de financiación de varias empresas importantes de Sand Hill Road. Una página web que venía a transformar el mercado de las mascotas —la aplicación te permitía contratar a alguien que te cuidara y paseara al perro, una revolución para los chavales y chavalas de doce años del vecindario— consiguió diez millones. Una aplicación para acumular cupones de descuento permitió a una cantidad incalculable de urbanitas aburridos y curiosos pagar por unos servicios que ni siquiera sabían que necesitaban, y durante un tiempo la gente estuvo inyectándose toxinas antiarrugas, yendo a clase de trapecio y blanqueándose el ano solo porque tenían descuentos para hacerlo.
Fue el principio de la era de los unicornios, las startups valoradas por sus inversores en más de mil millones de dólares. Un importante inversor de capital riesgo declaró en las páginas de opinión de un periódico financiero internacional que el software se estaba comiendo el mundo, una afirmación que a continuación fue citada en incontables presentaciones de PowerPoint, comunicados de prensa y ofertas de trabajo como si fuera la prueba de algo; como si fuera una evidencia en vez de ser una simple metáfora, torpe y nada poética.
Fuera de Silicon Valley parecía reinar una resistencia generalizada a tomarse nada de todo esto demasiado en serio. Prevalecía la opinión de que era una fase pasajera, igual que la anterior burbuja. Entretanto, el sector tecnológico se expandía más allá del ámbito de los futurólogos y los entusiastas del hardware y se asentaba en su nuevo rol como andamiaje de la vida cotidiana.
***
San Francisco era una ciudad de perdedores a la que le estaba costando absorber el flujo entrante de aspirantes a triunfadores. Había sido durante mucho tiempo un refugio para jipis y homosexuales, artistas y activistas, festivaleros y gays amantes del cuero, marginados y desubicados. Pero también había tenido un gobierno históricamente corrupto y un mercado inmobiliario que se había beneficiado de políticas racistas de rehabilitación —el valor del suelo se había incrementado tanto por las prácticas segregacionistas como por las estrategias discriminatorias de calificación urbanística y los campos de internamiento de mediados de siglo—, y todo ello, junto con la realidad de que el sida había acabado antes de tiempo con una generación entera, había hecho que dejara de ser en parte la meca de los libres y de los excéntricos, de los que vivían en los márgenes.
Atrapada en la nostalgia de su propia mitología, la ciudad se aferraba a la alucinación de un pasado glorioso, y no se había contagiado del ímpetu reciente del triunvirato oscuro de la tecnología: capital, poder y una masculinidad heterosexual, insulsa y reprimida.
Era un lugar extraño para aquellos jóvenes y adinerados arquitectos del futuro. En ausencia de instituciones culturales vibrantes, el centro de placer de la industria parecía ocuparlo el ejercicio físico: la gente tocaba el cielo corriendo por la montaña o haciendo senderismo, plantaba sus tiendas en campings de lujo de Marin y alquilaba chalés en Tahoe. Muchos iban a trabajar vestidos como si estuvieran a punto de emprender una expedición por los Alpes: chaquetas de plumón de alto rendimiento, anoraks para el mal tiempo y mochilas con mosquetones de adorno. Parecían listos para ponerse a recoger ramas para el fuego y construirse una cabaña, más que para hacer llamadas de ventas o abrir solicitudes desde diáfanas oficinas climatizadas. Parecían disfrazados para ir a jugar a rol en vivo el fin de semana.
La cultura que aquellos residentes buscaban y promovían era un estilo de vida. Interactuaban con su nueva ciudad a base de evaluarla. Las aplicaciones de reseñas ofrecían oportunidades para asignarle una nota a todo: al dim sum, a los parques infantiles y a las rutas de senderismo. Los socios de las startups iban a un restaurante y confirmaban que la comida tenía exactamente el sabor que las reseñas aseguraban que tendría; posteaban fotos que nadie necesitaba de sus aperitivos y vistas detalladas de cada espacio. Buscaban la autenticidad sin darse cuenta de que lo más auténtico de la ciudad, llegado aquel punto, eran ellos.
El ambiente pasivo-agresivo, progresista y permisivo de la ciudad tenía tendencia a irritar a los recién llegados, pero los autodenominados representantes del mundo de la tecnología tampoco eran precisamente un encanto. Cada tres meses algún programador o aspirante a emprendedor, nuevo en la ciudad, posteaba una diatriba en una plataforma de blogs sin un modelo de ingresos. A veces el texto recriminaba a los pobres que se aferraran a los alquileres controlados e hicieran subir el precio de los apartamentos, o bien criticaba los poblados de tiendas de campaña que se levantaban junto a la autopista por afear el paisaje. Otras, sugería monetizar a los sintecho convirtiéndolos en puntos de acceso wifi o arremetía contra los equipos deportivos locales, contra la abundancia de ciclistas y contra la niebla. “Es como una mujer que tiene síndrome premenstrual todo el tiempo”, escribió refiriéndose al clima el socio de veintitrés años de una plataforma de crowdfunding. Llevar al terreno del clima la misoginia de andar por casa resultaba creativo, pero a los embajadores digitales tampoco parecían gustarles las mujeres de verdad: se lamentaban de que en San Francisco eran todas cincos, no dieces, y de que no había suficientes.
Igual que la mayoría de las corporaciones de hardware más grandes y antiguas, las grandes advenedizas de internet se habían instalado en las áreas residenciales de la península de San Francisco, cincuenta kilómetros al sur. En sus complejos de oficinas había tiendas de golosinas y rocódromos, tiendas de reparación de bicicletas y consultas médicas, cafeterías gourmet y peluquerías, nutricionistas y guarderías. No daban a sus trabajadores razón alguna para salir de allí. Se podía llegar a aquellos parques empresariales con el transporte público, pero el transporte público no ofrecía wifi. Así pues, todos los días laborables había autobuses lanzadera privados que recorrían los barrios residenciales de la ciudad y se detenían en las paradas del autobús público para recoger a los trabajadores.
Los trabajadores iban identificados con acreditaciones corporativas sujetas a las trabillas del cinturón o bien colgadas por encima de la chaqueta, como si fueran niños con miedo a perderse en el centro comercial. Hacían cola para coger las lanzaderas con sus mochilas y sus recipientes reutilizables para el café; algunos llevaban petates de ropa para lavar echados al hombro. Se los veía cansados, resignados y dóciles. La mayoría iban mirando sus teléfonos.
Los trabajadores de las startups llegados de otras partes se quejaban de la infraestructura de transporte, una red vieja y plagada de ineficiencias que cerraba casi del todo a medianoche, por mucho que nadie que ganara un salario de nivel medio en la industria tecnológica cogiera nunca el autobús. Para suplir a los lentos tranvías de San Francisco y a la poco fiable flota de taxis había brotado un maremagno de apps de transporte. La más extendida era una startup de transporte compartido bajo demanda, una empresa dispuesta a dominar el mercado a cualquier precio, incluso a costa de la rentabilidad. El principal competidor de la startup de transporte compartido tenía un modelo de negocio casi idéntico, pero una imagen corporativa mucho más simpática. El competidor simpático requería a sus conductores —trabajadores autónomos al mando de sus vehículos particulares— que colgaran en la rejilla delantera unos bigotes fucsia de gran tamaño, hechos de piel sintética, y que saludaran a los pasajeros entrechocando los puños. Y en contra de lo que cabría esperar, funcionaba. La empresa conocía a su público: los sanfranciscanos, en cuyos vecindarios no había ni una sola tienda que no tuviera un juego de palabras en el nombre, eran unos graciosillos.
Dejé de lado todas mis expectativas sobre cómo debía ser una ciudad. Los bares y las cafeterías abrían tarde y cerraban pronto; el tráfico parecía deslizarse hacia atrás, cuesta abajo. La ciudad ofrecía unos emparejamientos inverosímiles. Un estudio de yoga donde solo pagabas la voluntad compartía edificio, uno sin ascensor y de escaleras chirriantes, con la sede de una plataforma de comunicaciones encriptadas. Un colmado que vendía cigarrillos sueltos tenía encima un local de hackers anarquistas. Los edificios de oficinas más antiguos, regios y destartalados, con suelos de mármol y pintura descascarillada, albergaban a ortodoncistas y tratantes de libros raros junto con empresas de cuatro personas que intentaban ludificar las estrategias de recursos humanos o mercantilizar la meditación. Los analistas de datos fumaban hierba en Dolores Park en compañía de practicantes del hula hoop y adolescentes suburbanos colocados. Los cines independientes ponían anuncios de dispositivos de red y de software para negocios antes de proyectar clásicos de culto de los años setenta. Hasta los percheros de la tintorería mostraban una ciudad en plena transición: uniformes de policía almidonados y prendas de piel sintética de pelo largo y colores fluorescentes colgaban, enfundados en plástico, junto a trajes a medida y jerséis que podían lavarse a máquina.
Los campamentos de los sintecho brotaban a la sombra de las urbanizaciones de lujo. Había gente durmiendo, cagando y chutándose en las estaciones de tren, tumbada debajo de los anuncios de cadenas de moda rápida y de apps para mejorar la productividad mientras oleadas de pasajeros los sorteaban con cuidado. Una mañana me despertaron los gritos de alguien que suplicaba compasión en la esquina de mi manzana: era una mujer que chillaba a pleno pulmón, renqueando y sin más ropa que una camiseta con el logotipo de una multinacional de aparatos electrónicos. Aquella concentración de dolor público me resultaba nueva e inquietante. Nunca había visto una yuxtaposición tan desvergonzada de sufrimiento flagrante e idealismo adinerado. Era una disparidad de la que se hablaba mucho, pero aun así la había infravalorado. Como neoyorquina, me había creído preparada. Pensaba que lo había visto todo. Me sentía humillada e ingenua; y culpable, todo el tiempo.
***
Si en Nueva York yo nunca me había planteado que hubiera gente detrás de internet, en San Francisco era imposible olvidarlo. Los logos joviales de las startups resplandecían en lo alto de los almacenes y de las torres de oficinas, y engalanaban las gorras, los chalecos y la ropa de ciclismo de los que iban a trabajar al centro. La ciudad estaba salpicada de recordatorios de que también el lenguaje vivía una revolución.
El tramo de autopista que recorría Silicon Valley, desde San Francisco hasta San José —donde el dinero empezaba a llover de verdad y donde más dinero costaba poner vallas publicitarias— estaba flanqueado de anuncios que vendían productos de software para programadores de software en un lenguaje que solo se parecía vagamente al habla moderna. Los anuncios trascendían todo contexto y estructura gramatical. ¡CENA REPARADA! (reparto de comida). ASÍ FUNCIONA EL FUTURO (almacenamiento de archivos). PREGUNTA A TU PROGRAMADOR (comunicaciones basadas en la nube). Comparados con los anuncios más convencionales, eran futuristas y extraños. Aunque las industrias más tradicionales estaban empezando a entender mejor su nuevo mercado objetivo. Una empresa de servicios financieros —una que llevaba más de un siglo en activo y ofrecía seguros de vida, gestión de inversiones y, en la década de los ochenta, un fraude descarado— se aferraba a las convenciones de la gramática, pero sostenía un espejo delante de un público que quizás no quisiera reconocerse. El anuncio decía: DONA A UNA CAUSA JUSTA: TU JUBILACIÓN.
Una noche, mientras bajaba las escaleras mecánicas de la estación de tren, me fijé en un anuncio que cubría el suelo del andén. El producto era una app de almacenamiento de contraseñas —la identidad como servicio—, pero la empresa no estaba vendiendo la app a los usuarios, sino que anunciaba sus puestos vacantes. Me los estaban anunciando a mí. En el anuncio se veía a cinco personas en formación de V y con los brazos cruzados. Todos llevaban sudaderas azules con capucha idénticas. También llevaban máscaras de unicornios idénticas, hechas de goma. Me bajé de la escalera mecánica y pisé una de sus cabezas. El texto decía CREADA POR HUMANOS, USADA POR UNICORNIOS.
¿De qué estaba hablando toda aquella gente? Decían cosas como “coejecutar” y “precargar”; “peticionar”, “espamear” y “trolear”. En lugar de inesperado o sorprendente, decían “random”. Usaban memes virales para socializarse. Empleaban la jerga de internet como si constituyera un vocabulario, como si las siglas no estuvieran ya reemplazando a palabras.
—¿Conoces ese GIF animado del monigote? —me preguntó un compañero de veintipocos años, para describirme su estado de ánimo.
Yo no lo conocía.
—Lol —me dijo él, sin reírse.
—Ja, ja —le dije yo, sin reírme.
Ninguna de las startups del ecosistema había sido bautizada pensando en la posteridad, y ciertamente tampoco en la historia. Los estándares para poner nombres los dictaba la disponibilidad de las URL, lo cual obligaba a las empresas nuevas a ser creativas. En alguna parte había una agencia de branding prosperando a base de convencer a los socios fundadores de las startups para que parecieran analfabetos. Los emprendedores bautizaban sus sociedades de responsabilidad limitada con palabras compuestas inventadas, o con nombres sin las vocales. Me resigné a un futuro en el que, si tenía suerte, la matrícula universitaria de mis nietos me la pagaría alguna empresa con un nombre que sonara a metátesis accidental o a desliz freudiano.
A veces daba la sensación de que todo el mundo estaba hablando un idioma distinto, o bien el mismo idioma, pero con reglas radicalmente distintas. No había un vocabulario en común. Lo que hacía la gente era usar una especie de no-lenguaje, que ni era bonito ni especialmente eficiente: un batiburrillo que mezclaba el habla empresarial con metáforas deportivas y bélicas, más bien pretencioso. Llamamientos a la batalla, el frente y las trincheras, maniobras de blitz. Las empresas no quebraban, morían. No competíamos, íbamos a la guerra.
Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.
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