Lesbicidio en Argentina: Cuatro mujeres en llamas

Cuatro mujeres en llamas

Tali Goldman
Ilustraciones de Miss Lettera

Cerca de la medianoche del 5 de mayo de 2024, Justo Fernando Barrientos le prendió fuego a cuatro mujeres que vivían en la habitación de un hotel al sur de Buenos Aires. Una crónica del “lesbicidio” que impactó a Argentina… excepto a sus gobernantes.

Tiempo de lectura: 26 minutos

Nada, no queda nada de aquel cartel en letras rojas que, sobre una puerta rosa de chapa desvencijada, decía: “Hotel familiar Islas Canarias”. En una calle tranquila del barrio de Barracas, al sur de la ciudad de Buenos Aires, aquel letrero quedó completamente borrado por el paso del tiempo. No así los recuerdos de Doña Rosa, su dueña, que en 1954, con 19 años, desembarcó desde las Islas Canarias, donde vivía sumida en la pobreza. Doña Rosa —Pastora María Rosa Correa— mantiene intactos los recuerdos de cuando, a los 5 años, ayudaba a su madre a juntar agua, recolectar tomates, lo que hiciera falta para sobrevivir, como emigrar a un país al sur del continente americano donde trabajaría hasta 26 horas seguidas con un único objetivo: juntar plata. Jamás se imaginó, cuando pintó aquellas letras rojas en la primavera de 1980, que “Islas Canarias”, el hotel que había comprado junto a su marido con todos sus ahorros, saldría en los diarios y en los noticieros el 5 de mayo de 2024, exactamente el día de su cumpleaños número 89, como consecuencia de un trágico episodio.

Casi dos meses después, el sábado 27 de julio a las cuatro de la tarde, Doña Rosa golpea la puerta del hotel con todas sus fuerzas al grito de “¡Don Raúl, Don Raúl!”, porque no tiene las llaves. Se las dio a un nuevo inquilino para que haga una copia. “Igual yo no puedo abrir esa puerta, aunque tenga las llaves, ya no puedo”, aclara en un acento que delata que no es de este país pese a que vive en la Argentina desde hace 70 años. Doña Rosa es una mujer pequeña y encorvada de pelo gris. Lleva una pollera negra, medias de lana grises, zapatillas Adidas negras gastadas, un suéter marrón y una cadena de la que cuelga un cruz plateada y grande sobre el pecho. La acompaña Alejandra, su nuera. Rosa grita y golpea más fuerte, entonces aparece Don Raúl, un hombre que ronda los 70 años. “¿Cómo le va, Rosa?”. Ella devuelve el saludo y lo regaña: “Le hice señas, ¿no me vio?”. “Anduve por el baño, Rosa”.

El hotel, que conserva algunas huellas de estilo francés del siglo XIX, como ventanas con marcos ornamentales o una escalera de hierro forjada, todo sin ningún mantenimiento, tiene un subsuelo, una planta principal, un primer piso y una terraza con más habitaciones. En total son 20 y están todas ocupadas, excepto una. Cada piso tiene cocina —una pileta para lavar y dos anafes— y uno o dos baños con inodoro, lavabo y una ducha. Todo es compartido, todo es precario. Para entrar al hotel hay que pasar por un palier y subir unos siete escalones. El piso es de mármol beige con ribetes grises. Las paredes se combinan entre lo que queda de un empapelado color natural con flores y enormes manchas de humedad que las invaden casi por completo. Doña Rosa camina doblada porque el bolso le pesa. Adentro lleva un cuaderno negro donde anota los pagos de los inquilinos. Todos, absolutamente todos, le adeudan dinero. Rosa entra como si fuera su casa porque, aunque no viva ahí, es su propietaria, y apaga las luces que hay prendidas: este mes le vinieron 350 mil pesos de electricidad (un equivalente a 260 dólares), algo inédito en los 44 años que tiene el hotel. “Nadie cuida nada acá”, dice. Entonces pregunta:

—Usted dirá. ¿Qué quiere ver?

—Quiero ver dónde fue.

—Arriba.

Hay que subir unos 15 escalones y Doña Rosa no deja que su nuera la ayude. Sube como si fuera un animal cuadrúpedo, usa los pies y apoya las manos para darse impulso hacia el siguiente escalón. De fondo, se oye el sonido de un televisor en el que, se puede inferir, pasan un programa de dibujos animados. 

—Es acá —dice, y señala una puerta que está abierta, pegada a la escalera. 

Hay que encender una linterna para poder ver, porque ahí ya no hay luz. Las paredes de la habitación número 14, que supieron ser blancas, están completamente negras. El cuarto parece un basural: hay ropa tirada, bolsas de papel y de tela, botellas de Coca Cola vacías, revistas, un gato de arcilla sobre una mesa rota, una silla de madera, una mesa de luz rota, un perchero, una escoba. No hay rastros de las estatuas de San la Muerte y del Gauchito Gil —dos santos populares— que tenían en una especie de altar las inquilinas de la habitación, a los que les rezaban por las noches. En ese sitio todo está revuelto, exactamente igual a como quedó después de la fatídica noche del 5 de mayo, cuando un vecino del hotel lanzó un elemento combustible y quemó vivas a dos parejas de mujeres lesbianas que dormían allí. La consecuencia fue dramática: tres de ellas fallecieron y una sola sobrevivió. El hombre está preso en el Complejo Penitenciario Federal de Ezeiza, una de las cárceles más grandes del país, por el delito de “homicidio doblemente agravado”, cuya pena es la prisión perpetua.

La habitación, los restos de una tragedia que conmocionó a una parte de la sociedad y llegó a los medios internacionales por tratarse de un presunto crimen de odio —aunque en la investigación aún no se probó que el ataque fuera por la orientación sexual de las mujeres—, ya no es considerada prueba judicial. El sitio sigue intacto por un único motivo.

—No tengo plata —explica Doña Rosa—. Esto hay que hacerlo todo de nuevo, la electricidad, todo. Acá se rompieron vidrios. Y sin plata yo no puedo hacer nada.

—¿Y el señor, el asesino, dónde vivía?

—Allá —y señala una habitación a solo ocho pasos, la número 12, donde se puede ver una luz encendida.

—¿Ahora quién vive?

—Otro señor, discapacitado. Un pie más levantado que el otro tiene. Yo tomo lo que venga. Los que vienen acá son todos pobres, no discrimino a nadie.

—¿Le contó lo que pasó esa noche al nuevo inquilino?¿Le contó quién vivía ahí?

—¡Nooo! Las cosas buenas se cuentan, las malas, no.

—¿Qué cree que pasó esa noche?

—¿Qué creo? Que fue el diablo. No hay otra explicación. Fue el diablo.

El diablo se llama Justo Fernando Barrientos. Las tres fallecidas, Pamela Cobbas, Roxana Figueroa, Andrea Amarante. La sobreviviente, Sofía Castro Riglos. Y lo que sigue, su historia.

***

El domingo 5 de mayo de 2024, apenas unos minutos antes de las 12 de la noche, Sergio Araujo, un muchacho de 36 años que vivía en la habitación 3 del subsuelo del hotel “Islas Canarias” oyó un estruendo. Subió rápido hasta la terraza y entró a la habitación 18: “¡Pa, se está incendiando. Hay fuego!”. Leonardo Araujo, su padre, dormía junto a su pareja, Vanina Bojorge. Se levantaron y bajaron corriendo. En la habitación 10 del primer piso, Miguel Mazza también dormía cuando escuchó que se rompía un vidrio. Su esposa, Susana Cotrone, se despertó tras oír gritos de dolor de voces femeninas. Miguel Mazza, sobresaltado, abrió la puerta y vio a dos de sus vecinas correr en dirección a los baños. Estaban prendidas en fuego. Miguel caminó rápidamente los pasos que lo separaban de la habitación 14. Se paró en la puerta y la vio en llamas, especialmente la cama matrimonial que estaba frente a la entrada. Las dos mesitas de luz esparcían el fuego hacia los cables de electricidad. En ese momento, llegaron  Sergio y Leonardo, que habían bajado desde la terraza. Sergio fue a buscar un matafuego, y Leonardo y Miguel empezaron a llenar baldes con agua para intentar apagar las llamas. Mientras iban y venían desde la cocina, escuchaban los gritos de sus vecinas, incesantes. Ya con el matafuego en mano, Sergio vio salir del baño a una de las mujeres, completamente desnuda y quemada. La mujer se paró frente a la habitación 12 y, con las fuerzas que le quedaban, gritó: “¡Fue él, fue él!”.

“Él” era Justo Fernando Barrientos, “El Negro”. Vivía en la habitación número 12 desde hacía cinco años. Nacido en Tucumán —la provincia más pequeña de Argentina—, este hombre de 67 años, pelo canoso cortado casi al ras, piel trigueña, contextura delgada, tiene dos hijos, una mujer y un varón, con quienes, hasta ese entonces, mantenía un trato esporádico. Vendía maní confitado a la salida de espectáculos artísticos o deportivos. En su habitación no tenía televisor porque no le alcanzaba la plata para comprarse uno y por eso leía muchos libros, en general de historia. Fumaba entre 12 y 20 cigarrillos por día e iba a todos lados en bicicleta. Pero hacía dos meses se la habían robado en la puerta de la iglesia de San Cayetano, un lugar que frecuentaba asiduamente y que, según él, le daba “alivio y paz”. Ir a la iglesia era un gusto que compartía con Doña Rosa, con quien tenía un excelente vínculo. Sabía que la dueña iba al hotel día por medio antes de la una de la tarde a revisar que todo estuviera bien o a cobrar y, para recibirla, le colocaba una silla fuera de su habitación. Charlaban un buen rato, a él le encantaba escuchar las historias que ella le contaba sobre las Islas Canarias.

El 5 de mayo de 2024, minutos antes de las 12 de la noche, Barrientos, que usaba un jogging negro y una campera deportiva azul, caminó los ocho pasos que lo separaban de la habitación de sus vecinas. A Pamela Cobas y Roxana Figueroa, ambas de 52 años, las conocía desde hacía dos años y medio, cuando la pareja se había mudado allí después de deambular por paradores de la ciudad de Buenos Aires, hogares de tránsito del gobierno porteño, lugares que suelen ser nodos de múltiples violencias. En algunos de esos paradores habrían conocido a Sofía Castro Riglos, de 49 años, y Andrea Amarante, de 42, quienes también eran pareja. Sofía y Andrea no vivían en el hotel. Sus amigas las invitaban a quedarse allí con bastante frecuencia porque estaban en una situación complicada. Al igual que el “Negro” Barrientos, eran vendedoras ambulantes. Golosinas, productos de bijouterie.

Sergio vio salir del baño a una de las mujeres, completamente desnuda y quemada. La mujer se paró frente a la habitación 12 y, con las fuerzas que le quedaban, gritó: “¡Fue él, fue él!”.

Minutos antes de que su vecino entrara a la habitación, las cuatro estaban mirando sus celulares o la tablet. Pamela y Roxana estaban acostadas en la cama matrimonial, y Sofía y Andrea en dos colchones en el suelo.

Para la mayoría de los demás habitantes del hotel, Barrientos y sus vecinas se llevaban mal. Dicen, incluso, que las mujeres de la habitación 14 tenían conflictos entre ellas. En la causa, que está en etapa de instrucción a cargo del Juez Edmundo Rabbione, figuran algunos testimonios: “La relación entre Fernando y ellas era muy conflictiva, le hacían la vida imposible, ante cualquier eventualidad lo puteaban, lo maltrataban verbalmente”; “tenían conflictos con la mayoría de los masculinos. De noche vivían despiertas. Eran muy conflictivas entre ellas mismas”; “un día comenzaron a decirle ‘qué mirás, la concha de tu madre, machirulo de mierda’”; “Fernando no podía cocinar cuando ellas estaban en la cocina, por lo que siempre debía pedir delivery o esperar a que estas se vayan para entrar a cocinar”; “gritaban y no dejaban dormir”; “por las noches discutían entre ellas”.

Según un relevamiento que hizo la periodista Agustina Ramos de Agencia presentes una semana después del homicidio, era Fernando el que las provocaba. Así se lo dijo un vecino, cuyo testimonio aún no figura en la causa: “Él les decía ‘engendros’ por su condición sexual. Les decía ‘tortas’, ‘gorda sucia’. Él ya las había amenazado una vez. Fue en la última Navidad. Les dijo que las iba a matar”.

El 5 de mayo, minutos antes de las 12 de la noche, Justo Fernando Barrientos abrió la puerta de la habitación de sus vecinas y tiró un elemento explosivo —aún no se pudo determinar su composición química—, que cayó sobre la cabeza de Roxana, que automáticamente se prendió fuego. Pamela, que estaba a su lado, pateó el elemento que llegó hacia el rostro de Sofía, quien atinó a cubrirse con las manos. En ese mismo momento, Andrea, su novia, la cubrió con su cuerpo para que no se siguiera quemando. Todavía no había cómo saberlo pero, gracias a esa maniobra, Sofía se salvaría. Como pudieron, las cuatro se tiraron al suelo y gatearon hacia los baños. Pero Fernando las siguió y golpeó a Andrea a puñetazos.

Alrededor de la una de la madrugada, el inspector Julio César Alacore patrullaba la zona de Barracas cuando, a través del Departamento de Emergencias Policiales, recibió una alarma: un inmueble en la calle Olavarría 1621 se incendiaba. Alacore dio un volantazo y en apenas minutos llegó al hotel. Ya había algunos vecinos en la vereda que le relataron brevemente lo que había sucedido. El oficial subió rápidamente las escaleras y constató que aún había llamas en la habitación 14. De inmediato vio a las cuatro mujeres en el piso del baño y llamó al Sistema de Atención Médica de Emergencias (SAME) y al cuartel de bomberos. Llegaron en pocos minutos y se llevaron en una ambulancia primero a Pamela y a Roxana —las más comprometidas— , y luego a Sofía y a Andrea. Todas fueron internadas en el Hospital del Quemado.

Pero los bomberos llamaron nuevamente al inspector: algo sucedía en el baño de la terraza. Alacore subió rápidamente y vio que un hombre de jogging negro, campera deportiva color azul, pelo canoso corto casi al ras, piel trigueña y contextura delgada se desangraba. Justo Fernando Barrientos había intentado quitarse la vida cortándose el lado izquierdo del cuello. Quedó detenido y lo llevaron al hospital en otra ambulancia.

De a poco, y ya entrada la madrugada, la calma se apodó del hotel “Islas Canarias”, aunque la conmoción de los vecinos continuaba. Salvo para uno, Juan Carlos Martínez, que vive en la habitación número 5 de la planta baja desde hace 23 años. Este hombre no sospechaba que la noche anterior, en el piso de arriba, un incendio había derivado en una tragedia. Según dijo una semana después: “Nadie tocó la puerta para avisarme o, por lo menos, no me di cuenta, porque yo dormía”.

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***

Era la 1 de la mañana del 7 de mayo de 2024 cuando Sol, una chica de 27 años, salió a fumar a la terraza de la vinería del barrio de Villa Crespo donde trabajaba como cajera. Le faltaba poco para terminar su jornada. Prendió un cigarrillo y abrió Instagram en el celular. Lo primero que vio fue la publicación de una chica a la que seguía. Leyó: “Justicia por Pamela Cobbas, Roxana Figueroa, Adriana Amarante y Sofía Castro Riglos. Fue lesbicidio”. Quedó petrificada. Cerró la aplicación y entró a los portales de noticias que comenzaban a publicar lo que se sabía hasta ese momento: en un hotel familiar de Barracas, un hombre había prendido fuego la habitación en la que vivían cuatro mujeres lesbianas. Bajó de la terraza, terminó como pudo las últimas tareas pendientes y se fue. Ni bien cruzó la puerta de calle, empezó a temblar y a llorar desenfrenadamente. Paró un taxi, se subió. Dice que pensó: “Aunque hacía dos años que no la veía yo la amaba, porque Pamela era mi mamá”.

A primera hora, se presentó en el Hospital del Quemado con intención de verla, pero una policía le dio la noticia: Pamela ya había fallecido. 

Su madre había sido la primera de las tres en morir, el mismo 6 de mayo por la tarde, con el 90% del cuerpo quemado. El 8 de mayo fallecería su pareja, Roxana, también con el 90% del cuerpo quemado. A los cuatro días, el 12 de mayo, Andrea, con el 75% del cuerpo quemado.

Un mes después del asesinato de su madre, el lunes 10 de junio, Sol llega a un bar de San Telmo, el barrio más antiguo de la ciudad, donde vive desde hace un año, a tan solo veinte cuadras del hotel Islas Canarias. Sol no es su nombre verdadero, pero pide cierta reserva porque en su trabajo no saben que está vinculada con este caso. Es pelirroja, pelo lacio, tez muy blanca y tiene ojos celeste penetrantes. Sus rasgos son delicados como los de una muñeca de porcelana. Lleva un sweater con pequeños motivos navideños. Pide un café con leche que casi no toma y tostadas con manteca que casi no come, porque habla sin parar, sin pausa, como si se hubiera abierto un arcón que permanecía cerrado, quizás, desde hace 27 años, desde que nació del vientre de Pamela a quien jamás llamará “mamá”.

—Pamela tenía una discapacidad mental, un retraso madurativo bastante importante. Tenía 52 años pero no aparentaba. Sus apariciones en mi vida eran intermitentes.

Pamela Bobbas —tal era su apellido original— nació en Quilmes, una localidad del sur del conurbano bonaerense. Con padres profesionales —médica y abogado—, se crio en una familia de clase media que la incentivaba con su educación. Pero Pamela no la pasaba bien en la escuela, sus compañeros se burlaban de ella. Aunque cambió una letra de su apellido —de Pamela Bobbas a Pamela Cobbas—, el bullying continuó. Cuando cumplió 25 años quedó embarazada. Ningún indicio había sobre el progenitor y su madre se espantó al escuchar la noticia de ese embarazo ya avanzado. Pero Sol nació sana, y la felicidad de su abuela fue total. Desde ese momento, se hizo cargo de su nieta.

—Pamela nunca cumplió su rol de madre o, en realidad, lo cumplía a su manera. Era más como una hermana mayor. El rol de madre real, madre madre, era mi abuela.

La abuela, ya viuda, decidió hacer un cambio de vida y, cuando Sol cumplió 6 años, se mudaron las tres –abuela, madre e hija— a Mar Del Plata, una ciudad balnearia a 400 kilómetros de la capital. En la nueva casa, a solo cinco cuadras de la playa, había una habitación para cada una. Sol entró a un colegio privado y después de la jornada escolar asistía a clases de natación, tenis, inglés y alemán. Le encantaba vivir cerca del mar. Mientras tanto, Pamela aparecía y desaparecía durante largos períodos. Le gustaba viajar. Con su mochila recorrió varias provincias del norte del país, incluso cruzó la cordillera hasta Chile. Pero siempre volvía a su casa en Mar del Plata. En esos momentos, la convivencia con su madre y con su hija era complicada. Y cuando Sol cumplió 15, otra vez llegó la noticia como un baldazo de agua fría.

—Pamela apareció con una panza de cuatro meses, ya se le notaba. Imaginate mi abuela, a los gritos le decía “no vas a traer más hijos a este mundo”. Pero creo que también estaba contenta porque a mi abuela le encantaban los chicos.

El embarazo siguió su curso y nació Santino. Pamela estrechó un lazo muy fuerte con su hijo, aunque otra vez fue su madre quien se ocupó de su nuevo nieto; sobre todo cuando, a temprana edad, le diagnosticaron autismo. La abuela entonces lo mandó a una escuela especial y a diversas terapias que lo ayudaron. Y cuando Santi cumplió 6 años, Pamela, otra vez, huyó. Para Sol fue un período muy difícil. En plena adolescencia le recriminaba a su madre por no hacerse cargo de ellos. Cada vez que volvía, se peleaban como si fueran hermanas.

—Pamela era muy cibernética. Se la pasaba todo el día en la computadora, chateando. Tenía miles de amigos, muy random, y muy raros. Nunca me voy a olvidar el día que apareció con una chica transgénero. Yo estaba en el living y escucho la reja. Ella tenía una forma muy particular de cerrar la reja, como de un portazo, y eso daba la pauta de que aparecía. La cosa es que entró a la casa con “Ruby” toda montada, pero montadísima, con tacos, maquillada. Mi abuela desde la cocina me miraba como diciendo “¿Y quién es esta?”, fue tan gracioso. Yo creo que su orientación sexual la tenía definida desde hacía tiempo. Siempre por Facebook o por chat hablaba con mujeres. Viéndolo en retrospectiva, creo que siempre fue lesbiana.

Ni bien cruzó la puerta de calle, empezó a temblar y a llorar desenfrenadamente. Paró un taxi, se subió. Dice que pensó: “Aunque hacía dos años que no la veía yo la amaba, porque Pamela era mi mamá”.

En una de esas apariciones en la casa de Mar del Plata, llegó con Roxana Figueroa, a quien presentó como una amiga. Pero su hija siempre supo que era su pareja. En 2022, la vida que Sol conocía cambió de un día para el otro cuando su abuela sufrió tres accidentes cerebrovasculares. El primero le dejó secuelas en la motricidad fina; el segundo, una parálisis facial; el tercero le cortó la deglución.

—Es una historia medio triste porque mi abuela falleció de a poquito, en instancias.

Con 25 años, sola en el mundo, Sol tuvo que encargarse de su hermano Santino. Pamela fue a Mar del Plata a despedir a su madre, pero no podía ocuparse de su hijo. Sol entró en una fuerte depresión, sin salir de su casa, pero, gracias al impulso de sus amigas, tomó una decisión: se fue a vivir a Buenos Aires y dejó a Santi en un hogar de menores.

—Me siento muy culpable —dice Sol, en el único momento de la charla en el que se pone a llorar—. Pero yo no podía hacerme cargo. Santi está muy bien, lo cuidan mucho, lo quieren mucho. Hablo todo el tiempo con él.

En Buenos Aires se instaló en el barrio de San Telmo, encontró un trabajo como cajera en una vinería y se puso de novia con un chico brasileño. Sabía poco de su madre, a la que había visto por última vez en el entierro de su abuela, en 2022. Pamela le escribía por Facebook o por Instagram.

—En septiembre de 2023, que fue mi cumpleaños, ella me había hablado para felicitarme. Me dijo que me había comprado una torta. Pero yo no le contesté. Cada tanto me ponía un “hola, hija, ¿cómo estás?” u “Hola, hija, te quiero mucho, perdón por las cosas que hice”. Yo la ignoré, la ignoré un montón de veces.

Hasta que, en enero de 2024, Sol decidió responder los infinitos mensajes que llevaba acumulados. Hablaron bastante. Pamela le contó que vivía con Roxana en un hotel en Barracas, le pasó la dirección, quedaron en verse, pero eso nunca sucedió. El viernes antes de que la asesinaran, su madre le había mandado un mensaje que decía: “Hija, cuidate mucho, la calle está muy peligrosa”.

—Ella todo el tiempo decía que la perseguían, que la querían matar. Yo siempre pensé que deliraba, pero ahora después de lo que pasó digo: ¿y si no era tan delirante? Desde que pasó lo que pasó le perdoné muchas cosas y también entendí muchas otras. Pero ya está, no la voy a ver más. Todavía estoy en shock. Creo que realmente voy a caer en cuenta de lo que pasó el día del velatorio.

***

El 3 de junio de 2024, a casi un mes de la tragedia, cientos de mujeres se reunieron en el Congreso de la Nación, al grito de “Ni Una Menos”. Desde el 3 de junio de 2015, a partir de una brutal ola de femicidios en Argentina, quedó instalada esa fecha, y esa consigna, como un hito en la lucha feminista. Se inauguró una nueva etapa del movimiento que se volvió masivo y con una relevancia hasta entonces inédita. Tal es así que se conquistaron derechos que hasta ese momento eran demandas históricas, como el aborto legal, que se aprobó en 2020. Sin embargo, desde diciembre de 2023 el gobierno de Javier Milei colocó al feminismo como un enemigo. En su primer discurso en el ámbito internacional, durante el Foro Económico Mundial que se realiza en la ciudad de Davos, Suiza, en enero de 2024 dijo: “En lo único que devino esta agenda del feminismo radical es en mayor intervención del Estado para entorpecer el proceso económico, darles trabajo a burócratas que no le aportan nada a la sociedad, sea en formato de ministerios de la mujer u organismos internacionales dedicados a promover esta agenda”. Lo que dijo en palabras lo trasladó a los hechos. No solo cerró el ministerio de las mujeres, géneros y diversidad, que había sido creado en 2020 con el fin de transformar las demandas feministas en políticas públicas, sino que la misma semana del aniversario del “Ni Una Menos”, disolvió lo último que quedaba en pie de aquel ministerio, la Subsecretaría de Protección contra la Violencia de Género. También decidió cerrar el Instituto Nacional contra la Discriminación —INADI—, un organismo creado en 1995 que elaboraba medidas concretas para combatir la discriminación.

En la manifestación del 3 junio de 2024, la primera en la era Milei, el asesinato de las tres mujeres en Barrancas todavía era muy reciente. Se podía leer en diversos carteles: “Fue triple lesbicidio”, “las prendieron fuego por lesbianas”.

Desde el gobierno repudiaron el asesinato, pero no hicieron referencia a la orientación sexual de las víctimas. “No me gusta definirlo como un atentado hacia un determinado grupo, colectivo. El atentado está mal, es terrible, repudiable, sea contra quien sea”, dijo el vocero presidencial Manuel Adorni en su conferencia de prensa. Muchas militantes lo contradijeron y ratificaron que se trató de un “lesbicidio”, a lo que el vocero respondió en la red social X que esa palabra no existía en el diccionario de la RAE. Sin embargo un usuario hizo la consulta en la red social a la cuenta de la RAE y la respuesta fue tajante. La academia sí considera “lesbicidio” como un “neologismo bien formado” para definir el crimen contra una lesbiana por su orientación sexual. 

Dos días antes del asesinato, Nicolás Márquez, asesor, biógrafo y amigo personal del presidente, había dicho en un programa de radio en horario central de la mañana: “Hay conductas objetivamente sanas y conductas objetivamente insanas. Entonces, cuando el Estado promueve, incentiva y financia la homosexualidad, como lo ha hecho hasta la aparición de Javier Milei en escena, está incentivando una conducta autodestructiva”. Siguió: “Es insana y autodestructiva porque una persona de tendencia homosexual vive 25 años promedio menos que una persona heterosexual por varias razones. Tiene siete veces mayor propensión a las drogas, tiene 14 veces mayor propensión al suicidio. El 80% de las personas en Occidente con VIH son homosexuales, siendo, según el Ministerio de Salud de Estados Unidos, el 2% de la población. El 75% de las personas que tienen enfermedades de transmisión sexual, o sea hepatitis B, hepatitis C o enfermedades menos dañinas como la gonorrea, etcétera, son homosexuales. Tienen cuatro veces mayor propensión al tabaquismo, cuatro veces propensión mayor al alcoholismo”.

Ese mismo día, el 3 de junio, mientras decenas de mujeres se manifestaban en la plaza, Sofía Castro Riglos, la única sobreviviente de la tragedia, fue dada de alta. Algunas integrantes de la Asamblea de lesbianas Autoconvocadas, un grupo de 400 integrantes que se formó apenas ocurrió el crimen y que se encargó de organizar acciones de visibilización de la tragedia, así como manifestaciones de repudio, la llevaron a un departamento, alquilado con plata que recaudaron para ese fin. Sofía se encontró con un dos ambientes amueblado, la heladera llena y una carta de bienvenida: “Querida Sofi, somos muchas personas que te queremos sin habernos visto. Deseamos que te sientas cada vez mejor y que sepas que no estás sola. Somos muchxs lesbianes y más acompañándote. Abrazos y cariños”. 

En la manifestación del 3 junio de 2024, la primera en la era Milei, el asesinato de las tres mujeres en Barrancas todavía era muy reciente. Se podía leer en diversos carteles: “Fue triple lesbicidio”, “las prendieron fuego por lesbianas”.

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Entre la sala velatoria Tres Arroyos y el bar ubicado en la esquina hay un mural de Diego Armando Maradona con la leyenda “Diego eterno”. Existen muchas pintadas de ese tipo por el barrio de La Paternal, donde el jugador de fútbol vivió cuando salió de la villa en la que había nacido.

Son las 12 del mediodía del miércoles 26 de junio, hace mucho frío y, en una hora, la cara de Diego Armando Maradona estará tapada por una bandera con franjas de distintas tonalidades de rosa y naranja: el estandarte del orgullo lésbico.

Sol llega hasta la puerta de la sala velatoria con una cara muy distinta a la que tenía 17 días atrás en el bar de San Telmo. Está tensa, los ojos celestes parecen apagados. El día anterior, la Defensoría LGBT —la primera defensoría de Latinoamérica que se ocupa exclusivamente de cuestiones vinculadas a estos colectivos—, y que tomó desde el principio este caso, la convocó para un trámite supuestamente burocrático. Ella no lo sabía hasta que llegó, pero el trámite consistía en reconocer el cuerpo de su madre. “Es la imagen más horrible que vi en mi vida”, dirá apenas llegue a la sala velatoria, como si todavía estuviera viéndola. Al mismo tiempo que Sol, llega una señora baja y robusta, con el pelo desteñido, acompañada de un chico de 14 años morocho, flaco y alto. “Son Marisa, la ex pareja de Roxana, y Tiziano, el hijo de Roxana”, cuenta Sol, que los acababa de conocer. Roxana fue la última pareja de su madre, Pamela.

Todos suben la escalera que conduce al primer piso donde, en una sala amplia, yacen los cuerpos de Andrea, Pamela y Roxana, custodiados por un crucifijo enorme de color violeta. Cada uno de los ataúdes tiene flores y una chapa tallada con su nombre y la fecha del fallecimiento. Los únicos familiares, Sol, Marisa y Tiziano, se sientan en unos sillones negros. Pero en la hora y media que dura el velorio, Sol no se queda quieta. Va permanentemente hasta el ataúd de su madre, llora cubriéndose la cara con un pañuelo, entra y sale del baño, no deja que nadie se le acerque y, si alguien se le acerca, hace lo posible para ahuyentarlo. 

Por ahora hay ocho personas, todas de la Asamblea de Lesbianas Autoconvocadas, que se ocupó de recaudar dinero para solventar los gastos del velatorio y el entierro. Desde la Asamblea pidieron que la primera hora fuera exclusivamente para los familiares.

En medio del silencio, un hombre canoso, de más de cincuenta años, jeans, zapatillas y buzo gris, entra a la sala. No mira los cajones; se acerca directamente a Sol, que está sentada, y le dice algo al oído. Ella le señala el ataúd de su madre y se hunde en un llanto profundo. El hombre es Juan Fernando Bobba, su tío, al que jamás ha visto antes. Juan Fernando no tenía vínculo con su hermana desde hace años, décadas tal vez, pero de pie frente al féretro parece especialmente conmocionado.

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Después de una hora, la sala velatoria comienza a poblarse. Más miembros de la Asamblea, mujeres y diversidades que llevan un mes reuniéndose casi a diario y que lloran cuando se acercan al cajón de las tres mujeres muertas a las que no conocieron. Entre las personas que llegan, entra una mujer que ronda los cincuenta. De contextura mediana, pelo color caoba, pómulos marcados y nariz pequeña, usa una campera verde militar, pantalón y zapatillas negras, mochila gris de donde cuelga una pequeña banderita multicolor, la insignia del orgullo LGBT. Es Sofía Castro Riglos, la única sobreviviente. Desde que le dieron el alta, está siempre con Eva, su acompañante terapéutica, de quien no se despega. Juntas se acercan a cada ataúd. Primero van al de Andrea, pareja de Sofía. Después al de sus amigas. Sofía llora y acaricia cada uno. Aunque tiene las manos vendadas, se pueden ver las manchas rojas de las quemaduras en la piel. Gracias a Andrea, quien puso el cuerpo para protegerla, Sofía solo quedó con un 3% del cuerpo quemado. De su mochila saca una pequeña tarjeta que apoya junto a las flores en el cajón de su pareja. La tarjeta dice: “Sos parte de mi alma”.

Sofía se aleja de los cajones y saluda a Marisa, a Tiziano y a Sol, que no puede  hablar. Parece sumida en angustia y enojo, como si le molestara no solo la muerte de su madre, sino todas esas personas que se acercan a despedirla como si la hubieran conocido. Antes de que llegue un cura, abre un cuaderno que tiene en su cartera, saca una flor disecada y la coloca en el ataúd de Pamela. Después del Padre Nuestro, se escabulle.

En la puerta del velatorio hay algunos medios de comunicación. Sobre el mural de Maradona cuelgan la bandera del orgullo lésbico y un cartel que dice: “Que los fachos del mundo que nos odian no tengan descanso”. Se organiza una caravana de autos hacia Chacarita, el cementerio más grande de la ciudad, donde Pamela, Roxana y Andrea serán enterradas. Pero Sol se va a quedar en el auto y, en un principio, no bajará de allí. No verá a las integrantes de la Asamblea de Lesbianas Autoconvocadas cantando, mientras caminan hacia el sitio del entierro, “Soy lo que soy” o “Puerto pollensa”, dos canciones clásicas de la liturgia lesbiana argentina. Sol no escuchará cuando una  de esas mujeres mencione en voz muy alta, durante la caminata, los nombres de las tres asesinadas y grite: “¡Presente! ¡Esto no es libertad, es odio!”. Tampoco verá la cara de su tío Juan Bobba que camina apartado de la procesión.

Sol aparece como por arte de magia en el sector 4 del cementerio, el lugar establecido para enterrarlas, pero separada de la pequeña multitud, lejos, muy lejos de la tumba de su madre a la que no puede o no quiere acercarse, porque ahora está rodeada por las militantes que hacen una ronda y gritan: “¡Lesbiana, lesbiana, lesbiana, decirlo tantas veces como se lo calló!”. Se queda a un costado, con la cara cubierta hasta los ojos por su bufanda gruesa, con las manos en los bolsillos de la chaqueta negra.

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Han pasado veinte días desde el entierro cuando Marisa, la expareja de Roxana, llega a un bar en la esquina del Congreso de la Nación. Es miércoles 17 de julio y en Argentina son vacaciones de invierno. Pasó el día anterior en el hospital porque Tiziano, de 14 años, hijo de Roxana, tenía un fuerte ataque de bronquiolitis. Pide un café cortado y, para presentarse, dice:

—Tengo un hijo biológico, Mateo, y uno del corazón, Tiziano.

En el velatorio, Tiziano y Marisa casi no se separaron. A Tiziano se lo vio todo el rato tranquilo hasta el momento en el que llegó el cura. Cuando dijo unas palabras e hizo la bendición, lloró con furia, con fuerza, sobre el cajón de su madre, a quien no veía desde hacía casi dos años. Ninguna de las personas que estaban allí sabía que el Padre Eduardo, que dio la bendición, era quien cada sábado acompañaba a ese adolescente en su rol de “caminante”, una rama del movimiento Scout del que participa. Sol no podía imaginar que el hijo de Roxana, la pareja de su madre, había tenido una vida bastante parecida a la suya.

—Roxana tenía un problemita de… tenía un retraso madurativo —explica Marisa, que tuvo con Roxana una relación de 12 años—. Cuando la conocí, en 2003, era alegre, nos divertíamos mucho, jugábamos. El tema fue que, cuando empezamos a vivir juntas, yo la mandaba a comprar un kilo de harina a la mañana y se aparecía a la noche. Se quedaba divagando, entraba a un centro de jubilados. Era una chica muy confianzuda, pero también carente de afecto. Y yo me enojaba mucho porque me daba miedo que algo malo pudiera pasarle.

En 2003, Roxana tenía 31, trabajaba en el sector de limpieza y vivía en la calle. Entonces conoció a Marisa, que trabajaba colocando purificadores de agua en la oficina en la que Roxana limpiaba. Marisa, que también estaba en una situación habitacional complicada, había conseguido un departamento en la zona del bajo Flores, frente a la Villa 1-11-14, la más grande de la ciudad de Buenos Aires, donde aún vive. Entre idas y vueltas, le ofreció a Roxana irse a vivir juntas con Mateo, que entonces tenía 3 años. Cinco años después, mientras tomaban mate, Roxana le preguntó a su novia si no le gustaría tener un hijo con ella. Marisa le dijo que sí, le encantaban los chicos, pero nunca pensó que Roxana se lo decía en serio. Un tiempo después, mientras limpiaban el departamento, Marisa notó algo raro.

—Roxana era una chica preciosa, de ojos verdes, pelo colorado y era robusta. Pero estaba especialmente más corpulenta. Le digo, “Nena, qué gordita que estás”. Ella se reía. Entonces yo le digo “Vení acá”. Le levanto la remera y le digo: “Roxana, vos estás embarazada”.

“¡Lesbiana, lesbiana, lesbiana, decirlo tantas veces como se lo calló!”

Roxana lo negó, pero Marisa decidió tomar cartas en el asunto y al día siguiente fueron juntas al hospital. Estaba de siete meses. El progenitor era un hombre que había conocido en uno de los paradores que frecuentaba en San Telmo, que le advirtió que no se haría cargo. Marisa le dijo que lo iban a criar juntas. Y así como Roxana no avisó de su embarazo, tampoco dio señales de sus contracciones. Fue Mateo, por entonces de ocho años, quien entró al baño y vio un charco de agua en el piso. “Mamá, Roxana está toda mojada”. Marisa llegó corriendo y efectivamente Roxana había roto bolsa. Como pudo la acostó en la cama, la desvistió, y ya no hubo tiempo de nada.

—Apenas le bajé los pantalones, ¡blum!, la criatura.

Mateo fue a llamar a la vecina. La casa se llenó de gente que ayudaba a cortar el cordón, a sostener al bebé recién nacido, mientras la ambulancia tardaba demasiado en llegar. El nombre de Tiziano lo eligió Marisa, en honor al pintor italiano renacentista del que se acordaba haber visto algunas obras que le gustaban. De segundo nombre le puso Lorenzo, en honor al club de fútbol San Lorenzo del que es fanática. Desde ese momento, comenzaron a hacer los papeles para que Marisa fuera la madre adoptiva pero nunca lograron finalizar el trámite. Llevaba tiempo y plata, dos cosas que no tenían. De todos modos, llevaron una vida familiar de cuatro. Apenas aprendió a hablar, Tiziano llamó “mamá” a Marisa. A Roxana la llamaba por su nombre.

—Cuando Tiziano cumplió siete años, Roxana ya no quería estar más conmigo. Quería volar. El amor entre nosotras parece que se había terminado. Yo la ayudé a comprarse un carrito para vender en la calle. Vendía alfajores, chocolates, en la puerta de un hospital.

Desde ese momento, todo cambió. Con Roxana tenían contacto esporádico, pero sabía dónde encontrarla cuando su hijo preguntaba por ella. En ese tiempo, Roxana conoció a Pamela.

—Un día voy a verla ahí a la puerta del Hospital Argerich y ya estaba con Pamela. “Con razón ya no quería volver más”, pensé. Por lo poco que las vi, me pareció que se llevaban muy bien, congeniaban bien. Por mi parte, yo me ponía medio celosa. Es que yo todavía la quería.

Tiziano se crio con Marisa y su hermano Mateo. En el colegio parroquial al que asiste le va tan bien que, gracias a su alto promedio, le dieron una beca. A Roxana no la veía desde hacía dos años, pero el domingo 12 de mayo, cuando volvió de haber estado todo el día en la parroquia junto al padre Eduardo y sus compañeros “caminantes”, su hermano Mateo le dio la noticia.

—Fue terrible, nos enteramos de casualidad. Estábamos viendo el partido de San Lorenzo y una vecina que vio la noticia en la televisión, que vio la foto de Roxana en un noticiero, me llamó. Pero ya había pasado una semana. No sabíamos cómo contarle a Tiziano. Yo llamé a mi psicóloga y no me atendía. Mateo habló con la novia y ella le dijo que había que contarle la verdad.

Tiziano lloró cuando se enteró, y lo mismo hizo cuando el cura bendijo el cuerpo de su madre y pidió “justicia”. Ya en el entierro se mantuvo entero y hasta quiso levantar el cajón para depositarlo en el hueco, pero no tenía suficiente fuerza. Al final, mientras la gente se dispersaba, Tiziano repartía entusiasmado unas estampitas que le había dado el sepulturero con las indicaciones de dónde se encontraba la tumba. “Roxana Figueroa. QEPD. Cementerio Chacarita. Sección 4, manzana 3, tablón 20, sepultura 24”. Del otro lado, una foto de San Expedito, el patrono de las causas urgentes, y una frase atribuida a San Agustín: “Queda a los que lloren lo que hay de más hermoso, la esperanza de encontrarnos en el cielo”.

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Sofía, la única sobreviviente, se hace curaciones diarias en las manos y la mejilla, que mejoran, pero las consecuencias emocionales se manifestaron de manera más traumática. Según varias de las integrantes de la Asamblea que la acompañaron en estos meses, que la llevaron a pasear, Sofía no tiene un discurso coherente. Desvaría, mezcla historias, le cuesta conciliar el sueño. Confunde personas, situaciones, tiempos. Una de las pocas certezas sobre su historia llega a través de un amparo que ella misma presentó en 2017, por un subsidio habitacional. “Que se le ordene garantizar al grupo familiar, conformado por su madre Matilde Cristina Domenech, y su hijo Miguel Ángel Riglos, un monto suficiente para pagar en forma íntegra un lugar de habitación y residencia”, dice el escrito. El pedido fue hecho luego de que Sofía, su madre y su hijo fueran desalojados de una vivienda de la que eran propietarias en Belgrano R, en una de las zonas más ricas de la ciudad de Buenos Aires, por no pagar las expensas —los gastos comunes en un edificio— por lo que se puede inferir que provenía de una familia adinerada que por algún motivo perdió todo. Su madre falleció. El nombre de su hijo coincide con uno de los miembros del grupo de “Los copitos”, la banda que está siendo investigada por el intento de asesinato de la entonces vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, el 1 de septiembre de 2022.

Todo indica que, después de quedarse sin casa, Sofía habría conocido a Andrea en alguno de los hoteles o paradores por los que deambulaba. Tampoco es sencillo reconstruir la historia de Andrea. Se sabe que nació y vivió la mayor parte de su vida en Neuquén, Patagonia argentina. Por algunos registros de subsidios que recibían desde esa provincia, también se infiere que pasaron un tiempo juntas allí. Apenas ocurrió la tragedia, desde la Defensoría LGBT intentaron comunicarse con algunos familiares que, apenas escucharon el nombre de Andrea, cortaron la llamada. Personal del gobierno de la provincia se acercó al domicilio que figuraba en sus papeles, pero no querían saber nada de ella, ni viva, ni muerta. Andrea ya había sobrevivido a un incendio. El 30 de diciembre de 2004, con 22 años, había ido a ver a una banda de rock llamada Callejeros en un sitio llamado Cromañón. Era parte del ritual que se encendieran bengalas entre el público, lo que provocó un incendio que tuvo un saldo de 194 muertos y 1432 heridos. Andrea estuvo en este último grupo.

Ahora Sofía pasa sus días acompañada, va a talleres de oficios del colectivo “Yo no fui”, una cooperativa de proyectos artísticos y productivos que se define como “transfeminista y anticarcelaria”, y escribe su historia en un cuaderno. Según cuentan quienes la frecuentan, su deseo ahora es adquirir la franquicia de una heladería. Por recomendación de los profesionales de salud mental que la atienden, se pospuso dos veces su declaración ante el juez. Su testimonio, como el de otros vecinos del hotel, será una prueba clave que los abogados de las querellas quieren aportar a la causa para que el crimen que cometió Barrientos sea calificado como “crimen de odio”; esto es, que el motivo principal que lleva una persona a cometer un delito como este es el odio hacia un sector determinado de la población, en este caso, su condición sexual. “Es importante que tenga el agravante de odio para que se siente un precedente”, explica la abogada de un colectivo LGTB que apeló para ser querellante.

Después de pasar por el hospital y estar fuera de peligro —por la herida que él mismo se había hecho—, Barrientos fue trasladado a un hospital psiquiátrico donde lo evaluaron durante un par de días y determinaron que se encontraba “compensado psíquicamente, sin signos de productividad de la serie psicótica ni depresiva, ni impulsividad contenida y/o manifiesta”. Según los plazos de la Justicia, la causa podría elevarse a juicio oral recién en un año. Mientras tanto, Barrientos pasa sus días en la cárcel de Ezeiza.

El 6 de agosto, el mismo día en que se cumplieron tres meses de la muerte de Roxana, Marisa recibió la guarda legal de Tiziano. Esa misma semana, Sol subió a su Instagram una foto en la que se ve el mar y envió un mensaje: “El fin de semana fui a Mar del Plata y vi a mi hermanito y a mis amigos. Mi hermanito está gigantísimo, me saca una cabeza. Y es increíble, pero con el tema Pamela lo vi bien. Si pienso me pongo mal. Con el tiempo voy a estar mejor”. 

 


TALI GOLDMAN. Buenos Aires, Argentina, 1987. Es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y maestra en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref). Trabaja como periodista desde hace más de diez años en diferentes medios. En 2018 publicó “La marea sindical. Mujeres y gremios en la nueva era feminista”, con el que ganó el premio de la escuela de periodismo Taller Escuela Agencia (TEA) en la categoría de crónica periodística. En 2019 fue ganadora de la Bienal Arte Joven de Buenos Aires en la categoría de cuento. En julio de 2020 publicó Larga distancia (editorial Concreto), un libro de cuentos que ya va por su segunda edición. En esta edición escribió sobre el Operativo Milut, el rescate israelí de la dictadura militar argentina.


 

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