De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

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Tiempo de Lectura: 00 min

Hace cuarenta años Gabriel García Márquez recibió la noticia de que sería galardonado con el Nobel. El escritor anunció que iría a la gala vestido de guayabera para demostrar que es “el traje nacional del Caribe”. A Estocolmo acudió con un liquiliqui, una guayabera “modificada”, como se la pidió a Pedro Cab.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Gabriel García Márquez usando un liquiliqui.

La prenda de algodón era tan blanca como la nieve sueca que caía sobre la ciudad en la que Gabriel García Márquez recibió el Nobel de Literatura, tan blanca como las arenas del Caribe que compartía con la isla que gobernaba ese señor barbudo que era su amigo y que le dijo dónde comprarla, tan blanca como el mote de la ciudad de donde provenía esa guayabera modificada que para él valía más que cualquier frac de diseñador europeo.

Alejandro González, aquel amigo barbudo del escritor, pasó por Yucatán en el verano de 1955, donde visitó la pirámide maya de Chichén Itzá acompañando a un doctor argentino que estaba de luna de miel con su esposa guatemalteca. En ese viaje, Alejandro conoció a Lía Cámara Blum, una maestra que regresaba a Mérida después de dar clases en Tizimín, en un camión al que se subió en Valladolid. Alejandro, alto y corpulento, con acento cubano, parecía más un pachuco que un revolucionario, mantenía un fino bigote que estaba muy lejos de esa barba rizada que tanta fama le dio más tarde.

Alejandro y Lía comenzaron una relación que no fue a más; él le había advertido: “soy divorciado y tengo un hijo”. En la sociedad yucateca de aquel tiempo, tan conservadora, que una mujer saliera con un padre divorciado era casi pecado; además, Alejandro tampoco bailaba. Eso no impidió que conociera a los padres de Lía y que su madre descubriera que traía un arma en su estuche con forma de violín. El cubano saldría pronto a Veracruz y de ahí a Estados Unidos a conseguir fondos para una utopía. Se refugiaría en Ciudad de México y años después zarparía con 82 tripulantes desde un puerto veracruzano para liberar a su país.

Mientras tanto, en Mérida un sastre que rondaba los 45 años no se imaginaba que ese viaje de Alejandro González cambiaría radicalmente su negocio. Pedro Cab Baas llevaba casi dos décadas siendo el dueño de una empresa que confeccionaba guayaberas. Desde muy joven su familia se mudó a Mérida, desde Hocabá, un municipio a cincuenta kilómetros de la capital yucateca que hace un siglo tenía 2,500 habitantes. Primero fue campesino, luego panadero, hasta que su padre le pagó a un sastre para que le enseñara el oficio de costurero.

No se sabe si Alejandro, durante su estancia en Mérida, fue a la tienda de Pedro Cab y compró alguna guayabera. Es posible: coincidieron en tiempo y espacio; además, era un negocio popular, tanto que el famoso actor y cantante Pedro Infante, quien tenía una novia yucateca y murió en un accidente aéreo en Mérida, compraba sus chazarillas ahí. Aunque Alejandro sería más conocido por usar uniforme militar verde olivo hasta sus últimos días.

El 12 de marzo de 1938, con veintisiete años, Pedro fundó su negocio: Guayaberas Cab. Era un pequeño taller en la calle 60, una cuadra al sur de la Plaza Grande en Mérida, entre los barrios coloniales y el comercio del centro de la capital. Pedro iba a las ferias a buscar clientes, les tomaba las medidas y elaboraba las guayaberas en el taller, donde tenía una máquina de coser en la que trabajaba hora tras hora. Durante doce años se mantuvo como sastre artesanal hasta que en 1950 se dio de alta como empresario. Un año antes estableció una sucursal en Veracruz, donde también la guayabera era la prenda típica, y se dio cuenta de que los políticos y empresarios del Golfo de México las usaban, descubriendo así su principal mercado.

En esos tiempos las que más vendía eran las tradicionales guayaberas blancas, seguidas de las azul celeste y las beige.

Recorrió todo el Golfo de México y la costa atlántica de Estados Unidos, presentando las guayaberas y abriendo nuevos mercados; llegó hasta Nueva York, aunque Pedro Cab tenía la visión de que sus clientes en Mérida fueran los empresarios y hacendados yucatecos que viajaban a Cuba para comprar guayaberas. Todo cambió a su favor el primer día de 1959, gracias a los sueños revolucionarios de Alejandro González.

Lía Cámara supo que Alejandro no era Alejandro (o no era conocido con ese nombre) cuando vio su foto en la portada de un periódico en junio de 1956. Esa primera noche de verano había sido detenido en Ciudad de México, junto al médico argentino al que acompañó a Chichén Itzá. Lía miró su cara, se asustó por la noticia y leyó el nombre del detenido: Fidel Alejandro Castro Ruiz.

El triunfo de la Revolución cubana, en 1959, bloqueó cualquier intención de los hacendados yucatecos, capitalistas y cercanos a la ideología estadounidense, de viajar a Cuba a comprar guayaberas. Voltearon a ver el negocio de Pedro Cab, quien pronto se convirtió en uno de los principales proveedores de guayaberas para los meridanos y más allá.

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Su origen, se cuenta difusamente, se remonta al año 1709 en Sancti Spíritus, cuando un campesino cubano le pidió a su esposa una camisa para laborar. Le costuró una “yayabera”, una fresca camisa de cuatro bolsillos grandes nombrada por el río Yáyabo y que por deformación del lenguaje o porque también cabían guayabas, fruta que engalana y aromatiza al Caribe, derivó en guayabera. Otra historia dice que un inmigrante español en ese siglo montó una sastrería en Sancti Spíritus donde las vendía y que los bolsillos servían para guardar tabaco. Una más dice que provino de las Filipinas y se expandió por el Imperio español con la conquista de esas islas en el sudeste asiático. Y otra dice que es originaria de Baní, República Dominicana, donde también se recogen guayabas y que en 1868, durante la primera guerra independentista cubana, el jefe militar Máximo Gómez la llevó a la isla.

Después se extendió por todos los rincones del Caribe, adquirió nuevos estilos y nombres: filipina, chabacana, liquiliqui.

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Pedro abrió una tienda en Ciudad de México en 1959. Fue el destino, una extraña coincidencia o un poco de realismo mágico, pero se ubicó en la colonia Tabacalera, la misma, solo que al otro lado del Monumento a la Revolución, donde Fidel Castro, ávido fumador de tabaco en habanos, y su amigo médico argentino, Ernesto “Che” Guevara, se conocieron años atrás.

A Pedro le decían loco, porque no creyeron que tendría éxito en una ciudad donde solo se usaban trajes y donde la temperatura a duras penas superaba los treinta grados en los meses calurosos. Se dio cuenta de que del Distrito Federal hacia el norte se hacían muchas ferias ganaderas, en San Luis Potosí, Monterrey, Zacatecas, Durango, Jalisco, y los rancheros usaban guayaberas finas, sombreros, pantalón fino y botas. Ahí, con los políticos y empresarios, era donde encontraría la manera de hacer su propia historia.

Tuvo suerte —y colmillo—. Si la Revolución cubana le dio más ventas en Mérida, una década después, el presidente mexicano Luis Echeverría impuso las guayaberas como vestimenta oficial. Los gobernadores y otros funcionarios públicos lo imitaron para quedar bien con el jefe. Por ejemplo: si alguien de Zacatecas iba a ver al presidente, tenía que comprar una guayabera, así que iba al lugar recomendado: Guayaberas Cab.

Una de las figuras clave para el vínculo entre Guayaberas Cab y el poder fue precisamente el subsecretario de Gobernación con Echeverría, el hombre que manejó los hilos de la seguridad y el espionaje para los presidentes de México durante toda la segunda mitad del siglo XX: Francisco Gutiérrez Barrios. En 1956, doce años antes de comandar la Dirección Federal de Seguridad que ejecutó la Matanza de Tlatelolco, fue el capitán que detuvo a Castro y al Che Guevara en la colonia Tabacalera.

Gutiérrez Barrios era quien recomendaba a políticos, artistas y escritores que compraran su guayabera con Pedro, en esa misma colonia. Fue tanto el éxito que ya tenía clientes de todo México y de algunas partes de Centroamérica.

Pedro no sabía la dimensión a la que crecería su empresa. Décadas después, incluso tras su muerte, a Guayaberas Cab siguen yendo personajes públicos de México y el Caribe; presidentes como Enrique Peña Nieto, a quien por chaparro y delgado le elaboraban guayaberas de talla especial, o Felipe Calderón, a quien le eligieron el color azul, representativo de su partido político; gobernadores como Mauricio Vila de Yucatán, quien tiene medidas especiales por sus brazos largos y su cuerpo corto; Alejandro Murat de Oaxaca o Juan Sabines de Chiapas; artistas como el comediante Jorge Ortiz de Pinedo; y músicos como el panameño Rubén Blades y el dominicano Juan Luis Guerra, quien, como los italianos, tiene brazos largos.

Entre las personas que recibieron una guayabera suya, durante su expedición en el Golfo de México y el Atlántico, estuvo un presidente de Estados Unidos que le agradeció con un telegrama en inglés.

Estimado señor Cab:

Entiendo del señor John W. F. Dulles que usted fue el responsable de enviarme la bella guayabera que recientemente recibí de México. Esta nota es para garantizarle su fino trabajo y el tiempo y el esfuerzo que sé que fue necesario para hacer la prenda.

Muchas gracias y mis mejores deseos,

Sinceramente,
Dwight D. Eisenhower

Señor Pedro Cab
Num. 502 C Mérida
Yucatán
Mexico

La guayabera es el ícono del Caribe y Guayaberas Cab son el ícono del ícono del Caribe.

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El nieto de Pedro Cab Baas, rodeado de guayaberas de todo tipo, color y talla, cuenta la historia de su abuelo en la tienda boutique de Guayaberas Cab, en el segundo piso de una plaza comercial en la avenida Cámara de Comercio, en Montecristo, una de las zonas de clase alta de Mérida.

—Mi abuelo tenía un eslogan: en ropa, la grandeza de una marca se mide por las miradas que atrapa: “qué bonita playera”, “qué bonito color” —dice Pedro Rosado Cab.

En la boutique domina el blanco pero se intercalan otros: rosas, azules —marino y cielo—, pistache, turquesa, marrones, amarillos, naranja y negro. A diferencia de cuando le pedían a su abuelo principalmente guayaberas blancas, ahora las tendencias son variadas. Cree que es necesario innovar, diseñar nuevas tendencias, sin bolsas, de colores distintos, con combinaciones de telas, con mancuernas, aun rompiendo la estética de las guayaberas “tradicionales”, porque es un mercado que existe y nadie lo ha aprovechado. Es una labor que le enriquece.

—La prenda de gala en el Caribe es la guayabera. Todo lo que es Norteamérica, México, Centro y Sudamérica. Es elegante, cómoda y te viste bien.

Pedro Rosado heredó parte del negocio cuando, después de años de trabajar como vendedor de línea blanca en Whirlpool en Monterrey y en la Comisión Federal de Electricidad, su tío Jorge Cab lo invitó a encargarse de la tienda en Ciudad de México, sobre Insurgentes, a pasos del Monumento a la Revolución, mientras él viajaba por el sudeste asiático.

Casi una década atrás, su abuelo había muerto en Madrid a sus 81 años, el 9 de mayo de 1992, tan solo tres días después de recibir un premio en España por la “calidad, prestigio y elegancia en la confección de sus prendas de etiqueta y gala reconocidas a nivel mundial”.

Pedro Rosado se enamoró de las guayaberas con 39 años. Al retorno de su tío, le propuso poner una tienda en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 2001, porque no es tan cercana a Mérida como Tabasco y es una vestimenta habitual en ese estado.

Pero hay que ser conocedor del mercado, dice, porque no son las mismas guayaberas en San Cristóbal, en los Altos chiapanecos, donde por la geografía se usan colores oscuros, como rojos y azules, y telas de algodón, más gruesas, para el frío, que en la cálida y húmeda Tuxtla, donde son mejores los blancos y los colores claros, y las telas más finas, como el lino.

Como su abuelo, Pedro Rosado tuvo suerte. Juan Sabines, hijo homónimo de un exgobernador y sobrino del poeta Jaime, era diputado local cuando estableció la tienda. Pidió una guayabera en jueves y le dijo que luego se la pagaba. Pasó el viernes y pasó el sábado, sin que volviera. El político regresó el domingo.

—Siendo chiapaneco, ni mis paisanos me dieron esa confianza que tú me diste —le dijo Sabines y le compró tres guayaberas más. Cuando en 2005 se convirtió en presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez, la capital chiapaneca se “enguayaberó” y con su gubernatura, entre 2006 y 2012, la relación floreció.

Sabines tenía el proyecto de que las guayaberas tuvieran bordados artesanales chiapanecos. “Yo quiero las Guayaberas Cab”, le dijo, y pronto fueron la moda en el sur mexicano.

Cuando comenzó, dice Pedro Rosado, no sabía nada de bordados, y tuvo que ir a los pueblos en Chiapas y decir “oye, cuate, quiero unos bordados de acá”. Buscaba casa por casa para que le explicaran cuál era bordado en telar, cuál en cuadrillé, hasta que encontró los que necesitaba: bordados de inspiración chiapaneca, floreados y coloridos, para plasmarlos en las guayaberas.

Intentó innovar con semillas de café para usarlas como botones, pero descubrió que si se tostaban se quebraban y si no estaban completamente tostados, entonces teñían las guayaberas al lavarlas. Si barnizaba las semillas, entonces no olerían a café. Decidió no continuar con el proyecto e incorporó otro material tradicional de Chiapas, los botones de ámbar.

El gobernador le pidió una guayabera para entregarla durante una visita al entonces presidente Felipe Calderón, con esos diseños de bordado chiapaneco. Pedro pensó en el color azul, porque remitía al partido del presidente, averiguó la talla cuarenta del mandatario y colocó el bordado en el lado izquierdo del pecho.

—Está mal hecha —se quejó Sabines—, el bordado debe ir acá —y el político señaló el lado derecho.
—¿Quién hace la guayabera?, ¿tú o yo? —refutó Pedro.
—Tú.
—Y ¿quién gobierna el estado?
—Yo.
—Entonces, zapatero a tu zapato.

Pedro le explicó que el bordado estaba en la posición correcta, porque Calderón es zurdo, por lo que del lado derecho puso un bolsillo para la pluma.

—Tienes razón —le respondió el gobernador.

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Pedro explica:

La filipina: la única manifestación que tiene son dos: no tiene bolsas y tiene cuello Mao, cuello Mao o cuello chino, de ahí el nombre filipina. El cuello Mao da elegancia, pero no a todos les queda bien. Si tienes un cuello grueso, te queda como tortuga, si eres delgado y alto te va a lucir.

Liquiliqui: es la prenda que usa la gente humilde en Colombia, como las personas en Yucatán con la guayabera. El origen del nombre “liquiliqui” es incierto, aunque se teoriza que es una derivación del liquette, un uniforme francés de cuello cerrado.

Antes del lino, en las guayaberas se usaba mucho algodón. El algodón respira, el lino transpira; un lino, cuando estás en calor, se abre natural. El algodón cuando se moja, se cierra.

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Pedro recuerda a su abuelo como una persona que a las ocho de la mañana estaba en su negocio, salía a las dos de la tarde a comer y tomar la siesta, y volvía a las cinco.

A su familia le decía: “No te pelees con el cliente, es el que te da de comer. Convéncelo”. “Si te pregunta cuánto cuesta”, añadía, “ya tienes vendida la guayabera”.

Describe a su abuelo como “una persona muy seria, muy trabajadora, muy exigente, muy visionaria y muy audaz”.

—¿Cuál era su estilo?
—Tomaba sus medidas. Tomar medidas no es fácil. Estás pagando por un producto que va a salir a tu gusto. Si compras una vez, vuelves a comprar dos, tres veces más.

Como cuando él mismo inició en Chiapas. Pedro Rosado recibió a un niño llamado Horacio, tendría unos diez años, y su papá era jefe de seguridad del estado. Necesitaba una guayabera para su primera comunión.

Años después, en 2015 un adulto llegó a su tienda en Tuxtla:

—Hola, don Pedro —dijo—, no se acuerda de mí, ¿verdad?
—La verdad, no.
—Soy Horacio Schroeder. Vengo a comprar una guayabera, porque la que me hizo usted ya no me queda, pero hace quince años que la tengo guardada para mi hijo.

A Guayaberas Cab le han salido oportunidades de expandir su negocio a países como Panamá, un lugar de alto comercio en el centro del Caribe. Las han rechazado porque supondría entrar a la producción industrial. “No manejamos industria, cortamos con tijera en un pueblito que está acá cerca, en Chocholá”.

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El liquiliqui, a diferencia de la guayabera, es una prenda que usa la gente en Colombia. Es la prenda histórica de los Llanos en la antigua Gran Colombia, en Venezuela y en Colombia misma. El ecosistema que comparten ambos países y las principales actividades económicas que realizan, la ganadería y la agricultura, requieren de estar horas bajo el sol.

Su origen llanero, sinónimo de lo rural, en contraposición a las modas europeas de las lejanas capitales, como Caracas y Bogotá, se ha vinculado a la figura de los caudillos latinoamericanos, en especial con aquellos que se asocian a los movimientos sociales de izquierda.

En 2017, en medio de la crisis venezolana, Nicolás Maduro decretó que ese sería el año del liquiliqui, con la intención de rescatarlo como símbolo patrio. Lo nombró “traje nacional”.

El atuendo, “conformado por chaqueta y pantalón de telas de dril o de lino, generalmente de color claro, [la primera] abotonada hasta el cuello, el cual es cerrado, muy parecido al de una guerrera militar, se ajusta a la garganta con un par de yuntas o gemelos”, se “asocia a la dignidad y al orgullo de ser venezolano” y es símbolo de la identidad cultural de ese país, publicó el mandatario ese año en la Gaceta Oficial.

“Es del pueblo”, lo llamó el presidente venezolano. Años atrás, al salir de la cárcel en 1994, después del intento de golpe de Estado de 1992 contra Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez también usó un liquiliqui. Al igual que ellos, otros mandatarios de la izquierda latinoamericana, como Evo Morales, de Bolivia, y Pedro Castillo, de Perú, lo han portado.

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En cuanto a la guayabera, las rutas comerciales y sociales del Caribe impulsaron su uso en la región, y se expandió por los rincones caribeños: La Habana, Mérida, Veracruz, Cartagena, Caracas, Panamá, San José, San Juan, Santo Domingo, Aracataca.

Todo un mar, un país de agua, en el que se comparten calores tropicales y huracanes devastadores, fincas y haciendas de esclavitud, cosechas de henequén, de algodón, de café, de plátanos, de azúcar. El calor y la labor del campo fueron los grandes aliados para su expansión entre las islas y litorales caribeños, mientras que el liquiliqui se propagó en los Llanos de las patrias de Simón Bolívar; ambas son prendas hermanas de América latina. Las telas delgadas refrescan a quienes las visten y permiten aguantar las altas temperaturas húmedas, sobre todo durante las pesadas jornadas campesinas.

—Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe —dijo García Márquez cuando recibió el anuncio del Nobel.

El liquiliqui del Nobel mide 103 centímetros por 53 y es de algodón, cosido a máquina. Fue donado al Museo Nacional de Colombia por García Márquez y su esposa Mercedes en 2003.

Un artículo de la revista Semana dice que fue un regalo de los estudiantes de “Yucatán, Méjico”. Juan Villoro escribió en Palmeras de la brisa rápida que el liquiliqui fue despachado desde Mérida.

La ficha técnica en el Museo Nacional de Colombia dice: Guayaberas Cab.

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En el otoño de 1982, el periodista y escritor colombiano llegó a la tienda de don Pedro Cab. Se acababa de anunciar que García Márquez sería galardonado en diciembre en Estocolmo, Suecia, con el Premio Nobel de Literatura. Con su cheveridad caribeña era indudable que rompería cualquier protocolo de la Corona sueca y de la Real Academia de Ciencias del país nórdico. Se olvidaría del frac de etiqueta que le exigían a los occidentales. En su lugar, recordando que los galardonados podían acudir con los trajes típicos de sus culturas, haría un homenaje a su mar que tantas historias le contó y le permitió contar.

—Mire, señor Cab, yo vengo a ver si me hace una guayabera modificada —refiriéndose al liquiliqui.
—Sí se la hago, don Gabriel —le dijo Pedro Cab. Nunca le negaría una prenda a nadie y, con la duda de cómo alguien tan ilustre había llegado a su tienda, le preguntó: ¿Cómo llegó conmigo?
—Es que me mandó un buen amigo mío.
—¿Quién?
—Fidel Castro.

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De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

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Gabriel García Márquez usando un liquiliqui.
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Hace cuarenta años Gabriel García Márquez recibió la noticia de que sería galardonado con el Nobel. El escritor anunció que iría a la gala vestido de guayabera para demostrar que es “el traje nacional del Caribe”. A Estocolmo acudió con un liquiliqui, una guayabera “modificada”, como se la pidió a Pedro Cab.

La prenda de algodón era tan blanca como la nieve sueca que caía sobre la ciudad en la que Gabriel García Márquez recibió el Nobel de Literatura, tan blanca como las arenas del Caribe que compartía con la isla que gobernaba ese señor barbudo que era su amigo y que le dijo dónde comprarla, tan blanca como el mote de la ciudad de donde provenía esa guayabera modificada que para él valía más que cualquier frac de diseñador europeo.

Alejandro González, aquel amigo barbudo del escritor, pasó por Yucatán en el verano de 1955, donde visitó la pirámide maya de Chichén Itzá acompañando a un doctor argentino que estaba de luna de miel con su esposa guatemalteca. En ese viaje, Alejandro conoció a Lía Cámara Blum, una maestra que regresaba a Mérida después de dar clases en Tizimín, en un camión al que se subió en Valladolid. Alejandro, alto y corpulento, con acento cubano, parecía más un pachuco que un revolucionario, mantenía un fino bigote que estaba muy lejos de esa barba rizada que tanta fama le dio más tarde.

Alejandro y Lía comenzaron una relación que no fue a más; él le había advertido: “soy divorciado y tengo un hijo”. En la sociedad yucateca de aquel tiempo, tan conservadora, que una mujer saliera con un padre divorciado era casi pecado; además, Alejandro tampoco bailaba. Eso no impidió que conociera a los padres de Lía y que su madre descubriera que traía un arma en su estuche con forma de violín. El cubano saldría pronto a Veracruz y de ahí a Estados Unidos a conseguir fondos para una utopía. Se refugiaría en Ciudad de México y años después zarparía con 82 tripulantes desde un puerto veracruzano para liberar a su país.

Mientras tanto, en Mérida un sastre que rondaba los 45 años no se imaginaba que ese viaje de Alejandro González cambiaría radicalmente su negocio. Pedro Cab Baas llevaba casi dos décadas siendo el dueño de una empresa que confeccionaba guayaberas. Desde muy joven su familia se mudó a Mérida, desde Hocabá, un municipio a cincuenta kilómetros de la capital yucateca que hace un siglo tenía 2,500 habitantes. Primero fue campesino, luego panadero, hasta que su padre le pagó a un sastre para que le enseñara el oficio de costurero.

No se sabe si Alejandro, durante su estancia en Mérida, fue a la tienda de Pedro Cab y compró alguna guayabera. Es posible: coincidieron en tiempo y espacio; además, era un negocio popular, tanto que el famoso actor y cantante Pedro Infante, quien tenía una novia yucateca y murió en un accidente aéreo en Mérida, compraba sus chazarillas ahí. Aunque Alejandro sería más conocido por usar uniforme militar verde olivo hasta sus últimos días.

El 12 de marzo de 1938, con veintisiete años, Pedro fundó su negocio: Guayaberas Cab. Era un pequeño taller en la calle 60, una cuadra al sur de la Plaza Grande en Mérida, entre los barrios coloniales y el comercio del centro de la capital. Pedro iba a las ferias a buscar clientes, les tomaba las medidas y elaboraba las guayaberas en el taller, donde tenía una máquina de coser en la que trabajaba hora tras hora. Durante doce años se mantuvo como sastre artesanal hasta que en 1950 se dio de alta como empresario. Un año antes estableció una sucursal en Veracruz, donde también la guayabera era la prenda típica, y se dio cuenta de que los políticos y empresarios del Golfo de México las usaban, descubriendo así su principal mercado.

En esos tiempos las que más vendía eran las tradicionales guayaberas blancas, seguidas de las azul celeste y las beige.

Recorrió todo el Golfo de México y la costa atlántica de Estados Unidos, presentando las guayaberas y abriendo nuevos mercados; llegó hasta Nueva York, aunque Pedro Cab tenía la visión de que sus clientes en Mérida fueran los empresarios y hacendados yucatecos que viajaban a Cuba para comprar guayaberas. Todo cambió a su favor el primer día de 1959, gracias a los sueños revolucionarios de Alejandro González.

Lía Cámara supo que Alejandro no era Alejandro (o no era conocido con ese nombre) cuando vio su foto en la portada de un periódico en junio de 1956. Esa primera noche de verano había sido detenido en Ciudad de México, junto al médico argentino al que acompañó a Chichén Itzá. Lía miró su cara, se asustó por la noticia y leyó el nombre del detenido: Fidel Alejandro Castro Ruiz.

El triunfo de la Revolución cubana, en 1959, bloqueó cualquier intención de los hacendados yucatecos, capitalistas y cercanos a la ideología estadounidense, de viajar a Cuba a comprar guayaberas. Voltearon a ver el negocio de Pedro Cab, quien pronto se convirtió en uno de los principales proveedores de guayaberas para los meridanos y más allá.

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Su origen, se cuenta difusamente, se remonta al año 1709 en Sancti Spíritus, cuando un campesino cubano le pidió a su esposa una camisa para laborar. Le costuró una “yayabera”, una fresca camisa de cuatro bolsillos grandes nombrada por el río Yáyabo y que por deformación del lenguaje o porque también cabían guayabas, fruta que engalana y aromatiza al Caribe, derivó en guayabera. Otra historia dice que un inmigrante español en ese siglo montó una sastrería en Sancti Spíritus donde las vendía y que los bolsillos servían para guardar tabaco. Una más dice que provino de las Filipinas y se expandió por el Imperio español con la conquista de esas islas en el sudeste asiático. Y otra dice que es originaria de Baní, República Dominicana, donde también se recogen guayabas y que en 1868, durante la primera guerra independentista cubana, el jefe militar Máximo Gómez la llevó a la isla.

Después se extendió por todos los rincones del Caribe, adquirió nuevos estilos y nombres: filipina, chabacana, liquiliqui.

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Pedro abrió una tienda en Ciudad de México en 1959. Fue el destino, una extraña coincidencia o un poco de realismo mágico, pero se ubicó en la colonia Tabacalera, la misma, solo que al otro lado del Monumento a la Revolución, donde Fidel Castro, ávido fumador de tabaco en habanos, y su amigo médico argentino, Ernesto “Che” Guevara, se conocieron años atrás.

A Pedro le decían loco, porque no creyeron que tendría éxito en una ciudad donde solo se usaban trajes y donde la temperatura a duras penas superaba los treinta grados en los meses calurosos. Se dio cuenta de que del Distrito Federal hacia el norte se hacían muchas ferias ganaderas, en San Luis Potosí, Monterrey, Zacatecas, Durango, Jalisco, y los rancheros usaban guayaberas finas, sombreros, pantalón fino y botas. Ahí, con los políticos y empresarios, era donde encontraría la manera de hacer su propia historia.

Tuvo suerte —y colmillo—. Si la Revolución cubana le dio más ventas en Mérida, una década después, el presidente mexicano Luis Echeverría impuso las guayaberas como vestimenta oficial. Los gobernadores y otros funcionarios públicos lo imitaron para quedar bien con el jefe. Por ejemplo: si alguien de Zacatecas iba a ver al presidente, tenía que comprar una guayabera, así que iba al lugar recomendado: Guayaberas Cab.

Una de las figuras clave para el vínculo entre Guayaberas Cab y el poder fue precisamente el subsecretario de Gobernación con Echeverría, el hombre que manejó los hilos de la seguridad y el espionaje para los presidentes de México durante toda la segunda mitad del siglo XX: Francisco Gutiérrez Barrios. En 1956, doce años antes de comandar la Dirección Federal de Seguridad que ejecutó la Matanza de Tlatelolco, fue el capitán que detuvo a Castro y al Che Guevara en la colonia Tabacalera.

Gutiérrez Barrios era quien recomendaba a políticos, artistas y escritores que compraran su guayabera con Pedro, en esa misma colonia. Fue tanto el éxito que ya tenía clientes de todo México y de algunas partes de Centroamérica.

Pedro no sabía la dimensión a la que crecería su empresa. Décadas después, incluso tras su muerte, a Guayaberas Cab siguen yendo personajes públicos de México y el Caribe; presidentes como Enrique Peña Nieto, a quien por chaparro y delgado le elaboraban guayaberas de talla especial, o Felipe Calderón, a quien le eligieron el color azul, representativo de su partido político; gobernadores como Mauricio Vila de Yucatán, quien tiene medidas especiales por sus brazos largos y su cuerpo corto; Alejandro Murat de Oaxaca o Juan Sabines de Chiapas; artistas como el comediante Jorge Ortiz de Pinedo; y músicos como el panameño Rubén Blades y el dominicano Juan Luis Guerra, quien, como los italianos, tiene brazos largos.

Entre las personas que recibieron una guayabera suya, durante su expedición en el Golfo de México y el Atlántico, estuvo un presidente de Estados Unidos que le agradeció con un telegrama en inglés.

Estimado señor Cab:

Entiendo del señor John W. F. Dulles que usted fue el responsable de enviarme la bella guayabera que recientemente recibí de México. Esta nota es para garantizarle su fino trabajo y el tiempo y el esfuerzo que sé que fue necesario para hacer la prenda.

Muchas gracias y mis mejores deseos,

Sinceramente,
Dwight D. Eisenhower

Señor Pedro Cab
Num. 502 C Mérida
Yucatán
Mexico

La guayabera es el ícono del Caribe y Guayaberas Cab son el ícono del ícono del Caribe.

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El nieto de Pedro Cab Baas, rodeado de guayaberas de todo tipo, color y talla, cuenta la historia de su abuelo en la tienda boutique de Guayaberas Cab, en el segundo piso de una plaza comercial en la avenida Cámara de Comercio, en Montecristo, una de las zonas de clase alta de Mérida.

—Mi abuelo tenía un eslogan: en ropa, la grandeza de una marca se mide por las miradas que atrapa: “qué bonita playera”, “qué bonito color” —dice Pedro Rosado Cab.

En la boutique domina el blanco pero se intercalan otros: rosas, azules —marino y cielo—, pistache, turquesa, marrones, amarillos, naranja y negro. A diferencia de cuando le pedían a su abuelo principalmente guayaberas blancas, ahora las tendencias son variadas. Cree que es necesario innovar, diseñar nuevas tendencias, sin bolsas, de colores distintos, con combinaciones de telas, con mancuernas, aun rompiendo la estética de las guayaberas “tradicionales”, porque es un mercado que existe y nadie lo ha aprovechado. Es una labor que le enriquece.

—La prenda de gala en el Caribe es la guayabera. Todo lo que es Norteamérica, México, Centro y Sudamérica. Es elegante, cómoda y te viste bien.

Pedro Rosado heredó parte del negocio cuando, después de años de trabajar como vendedor de línea blanca en Whirlpool en Monterrey y en la Comisión Federal de Electricidad, su tío Jorge Cab lo invitó a encargarse de la tienda en Ciudad de México, sobre Insurgentes, a pasos del Monumento a la Revolución, mientras él viajaba por el sudeste asiático.

Casi una década atrás, su abuelo había muerto en Madrid a sus 81 años, el 9 de mayo de 1992, tan solo tres días después de recibir un premio en España por la “calidad, prestigio y elegancia en la confección de sus prendas de etiqueta y gala reconocidas a nivel mundial”.

Pedro Rosado se enamoró de las guayaberas con 39 años. Al retorno de su tío, le propuso poner una tienda en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 2001, porque no es tan cercana a Mérida como Tabasco y es una vestimenta habitual en ese estado.

Pero hay que ser conocedor del mercado, dice, porque no son las mismas guayaberas en San Cristóbal, en los Altos chiapanecos, donde por la geografía se usan colores oscuros, como rojos y azules, y telas de algodón, más gruesas, para el frío, que en la cálida y húmeda Tuxtla, donde son mejores los blancos y los colores claros, y las telas más finas, como el lino.

Como su abuelo, Pedro Rosado tuvo suerte. Juan Sabines, hijo homónimo de un exgobernador y sobrino del poeta Jaime, era diputado local cuando estableció la tienda. Pidió una guayabera en jueves y le dijo que luego se la pagaba. Pasó el viernes y pasó el sábado, sin que volviera. El político regresó el domingo.

—Siendo chiapaneco, ni mis paisanos me dieron esa confianza que tú me diste —le dijo Sabines y le compró tres guayaberas más. Cuando en 2005 se convirtió en presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez, la capital chiapaneca se “enguayaberó” y con su gubernatura, entre 2006 y 2012, la relación floreció.

Sabines tenía el proyecto de que las guayaberas tuvieran bordados artesanales chiapanecos. “Yo quiero las Guayaberas Cab”, le dijo, y pronto fueron la moda en el sur mexicano.

Cuando comenzó, dice Pedro Rosado, no sabía nada de bordados, y tuvo que ir a los pueblos en Chiapas y decir “oye, cuate, quiero unos bordados de acá”. Buscaba casa por casa para que le explicaran cuál era bordado en telar, cuál en cuadrillé, hasta que encontró los que necesitaba: bordados de inspiración chiapaneca, floreados y coloridos, para plasmarlos en las guayaberas.

Intentó innovar con semillas de café para usarlas como botones, pero descubrió que si se tostaban se quebraban y si no estaban completamente tostados, entonces teñían las guayaberas al lavarlas. Si barnizaba las semillas, entonces no olerían a café. Decidió no continuar con el proyecto e incorporó otro material tradicional de Chiapas, los botones de ámbar.

El gobernador le pidió una guayabera para entregarla durante una visita al entonces presidente Felipe Calderón, con esos diseños de bordado chiapaneco. Pedro pensó en el color azul, porque remitía al partido del presidente, averiguó la talla cuarenta del mandatario y colocó el bordado en el lado izquierdo del pecho.

—Está mal hecha —se quejó Sabines—, el bordado debe ir acá —y el político señaló el lado derecho.
—¿Quién hace la guayabera?, ¿tú o yo? —refutó Pedro.
—Tú.
—Y ¿quién gobierna el estado?
—Yo.
—Entonces, zapatero a tu zapato.

Pedro le explicó que el bordado estaba en la posición correcta, porque Calderón es zurdo, por lo que del lado derecho puso un bolsillo para la pluma.

—Tienes razón —le respondió el gobernador.

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Pedro explica:

La filipina: la única manifestación que tiene son dos: no tiene bolsas y tiene cuello Mao, cuello Mao o cuello chino, de ahí el nombre filipina. El cuello Mao da elegancia, pero no a todos les queda bien. Si tienes un cuello grueso, te queda como tortuga, si eres delgado y alto te va a lucir.

Liquiliqui: es la prenda que usa la gente humilde en Colombia, como las personas en Yucatán con la guayabera. El origen del nombre “liquiliqui” es incierto, aunque se teoriza que es una derivación del liquette, un uniforme francés de cuello cerrado.

Antes del lino, en las guayaberas se usaba mucho algodón. El algodón respira, el lino transpira; un lino, cuando estás en calor, se abre natural. El algodón cuando se moja, se cierra.

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Pedro recuerda a su abuelo como una persona que a las ocho de la mañana estaba en su negocio, salía a las dos de la tarde a comer y tomar la siesta, y volvía a las cinco.

A su familia le decía: “No te pelees con el cliente, es el que te da de comer. Convéncelo”. “Si te pregunta cuánto cuesta”, añadía, “ya tienes vendida la guayabera”.

Describe a su abuelo como “una persona muy seria, muy trabajadora, muy exigente, muy visionaria y muy audaz”.

—¿Cuál era su estilo?
—Tomaba sus medidas. Tomar medidas no es fácil. Estás pagando por un producto que va a salir a tu gusto. Si compras una vez, vuelves a comprar dos, tres veces más.

Como cuando él mismo inició en Chiapas. Pedro Rosado recibió a un niño llamado Horacio, tendría unos diez años, y su papá era jefe de seguridad del estado. Necesitaba una guayabera para su primera comunión.

Años después, en 2015 un adulto llegó a su tienda en Tuxtla:

—Hola, don Pedro —dijo—, no se acuerda de mí, ¿verdad?
—La verdad, no.
—Soy Horacio Schroeder. Vengo a comprar una guayabera, porque la que me hizo usted ya no me queda, pero hace quince años que la tengo guardada para mi hijo.

A Guayaberas Cab le han salido oportunidades de expandir su negocio a países como Panamá, un lugar de alto comercio en el centro del Caribe. Las han rechazado porque supondría entrar a la producción industrial. “No manejamos industria, cortamos con tijera en un pueblito que está acá cerca, en Chocholá”.

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El liquiliqui, a diferencia de la guayabera, es una prenda que usa la gente en Colombia. Es la prenda histórica de los Llanos en la antigua Gran Colombia, en Venezuela y en Colombia misma. El ecosistema que comparten ambos países y las principales actividades económicas que realizan, la ganadería y la agricultura, requieren de estar horas bajo el sol.

Su origen llanero, sinónimo de lo rural, en contraposición a las modas europeas de las lejanas capitales, como Caracas y Bogotá, se ha vinculado a la figura de los caudillos latinoamericanos, en especial con aquellos que se asocian a los movimientos sociales de izquierda.

En 2017, en medio de la crisis venezolana, Nicolás Maduro decretó que ese sería el año del liquiliqui, con la intención de rescatarlo como símbolo patrio. Lo nombró “traje nacional”.

El atuendo, “conformado por chaqueta y pantalón de telas de dril o de lino, generalmente de color claro, [la primera] abotonada hasta el cuello, el cual es cerrado, muy parecido al de una guerrera militar, se ajusta a la garganta con un par de yuntas o gemelos”, se “asocia a la dignidad y al orgullo de ser venezolano” y es símbolo de la identidad cultural de ese país, publicó el mandatario ese año en la Gaceta Oficial.

“Es del pueblo”, lo llamó el presidente venezolano. Años atrás, al salir de la cárcel en 1994, después del intento de golpe de Estado de 1992 contra Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez también usó un liquiliqui. Al igual que ellos, otros mandatarios de la izquierda latinoamericana, como Evo Morales, de Bolivia, y Pedro Castillo, de Perú, lo han portado.

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En cuanto a la guayabera, las rutas comerciales y sociales del Caribe impulsaron su uso en la región, y se expandió por los rincones caribeños: La Habana, Mérida, Veracruz, Cartagena, Caracas, Panamá, San José, San Juan, Santo Domingo, Aracataca.

Todo un mar, un país de agua, en el que se comparten calores tropicales y huracanes devastadores, fincas y haciendas de esclavitud, cosechas de henequén, de algodón, de café, de plátanos, de azúcar. El calor y la labor del campo fueron los grandes aliados para su expansión entre las islas y litorales caribeños, mientras que el liquiliqui se propagó en los Llanos de las patrias de Simón Bolívar; ambas son prendas hermanas de América latina. Las telas delgadas refrescan a quienes las visten y permiten aguantar las altas temperaturas húmedas, sobre todo durante las pesadas jornadas campesinas.

—Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe —dijo García Márquez cuando recibió el anuncio del Nobel.

El liquiliqui del Nobel mide 103 centímetros por 53 y es de algodón, cosido a máquina. Fue donado al Museo Nacional de Colombia por García Márquez y su esposa Mercedes en 2003.

Un artículo de la revista Semana dice que fue un regalo de los estudiantes de “Yucatán, Méjico”. Juan Villoro escribió en Palmeras de la brisa rápida que el liquiliqui fue despachado desde Mérida.

La ficha técnica en el Museo Nacional de Colombia dice: Guayaberas Cab.

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En el otoño de 1982, el periodista y escritor colombiano llegó a la tienda de don Pedro Cab. Se acababa de anunciar que García Márquez sería galardonado en diciembre en Estocolmo, Suecia, con el Premio Nobel de Literatura. Con su cheveridad caribeña era indudable que rompería cualquier protocolo de la Corona sueca y de la Real Academia de Ciencias del país nórdico. Se olvidaría del frac de etiqueta que le exigían a los occidentales. En su lugar, recordando que los galardonados podían acudir con los trajes típicos de sus culturas, haría un homenaje a su mar que tantas historias le contó y le permitió contar.

—Mire, señor Cab, yo vengo a ver si me hace una guayabera modificada —refiriéndose al liquiliqui.
—Sí se la hago, don Gabriel —le dijo Pedro Cab. Nunca le negaría una prenda a nadie y, con la duda de cómo alguien tan ilustre había llegado a su tienda, le preguntó: ¿Cómo llegó conmigo?
—Es que me mandó un buen amigo mío.
—¿Quién?
—Fidel Castro.

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De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hace cuarenta años Gabriel García Márquez recibió la noticia de que sería galardonado con el Nobel. El escritor anunció que iría a la gala vestido de guayabera para demostrar que es “el traje nacional del Caribe”. A Estocolmo acudió con un liquiliqui, una guayabera “modificada”, como se la pidió a Pedro Cab.

La prenda de algodón era tan blanca como la nieve sueca que caía sobre la ciudad en la que Gabriel García Márquez recibió el Nobel de Literatura, tan blanca como las arenas del Caribe que compartía con la isla que gobernaba ese señor barbudo que era su amigo y que le dijo dónde comprarla, tan blanca como el mote de la ciudad de donde provenía esa guayabera modificada que para él valía más que cualquier frac de diseñador europeo.

Alejandro González, aquel amigo barbudo del escritor, pasó por Yucatán en el verano de 1955, donde visitó la pirámide maya de Chichén Itzá acompañando a un doctor argentino que estaba de luna de miel con su esposa guatemalteca. En ese viaje, Alejandro conoció a Lía Cámara Blum, una maestra que regresaba a Mérida después de dar clases en Tizimín, en un camión al que se subió en Valladolid. Alejandro, alto y corpulento, con acento cubano, parecía más un pachuco que un revolucionario, mantenía un fino bigote que estaba muy lejos de esa barba rizada que tanta fama le dio más tarde.

Alejandro y Lía comenzaron una relación que no fue a más; él le había advertido: “soy divorciado y tengo un hijo”. En la sociedad yucateca de aquel tiempo, tan conservadora, que una mujer saliera con un padre divorciado era casi pecado; además, Alejandro tampoco bailaba. Eso no impidió que conociera a los padres de Lía y que su madre descubriera que traía un arma en su estuche con forma de violín. El cubano saldría pronto a Veracruz y de ahí a Estados Unidos a conseguir fondos para una utopía. Se refugiaría en Ciudad de México y años después zarparía con 82 tripulantes desde un puerto veracruzano para liberar a su país.

Mientras tanto, en Mérida un sastre que rondaba los 45 años no se imaginaba que ese viaje de Alejandro González cambiaría radicalmente su negocio. Pedro Cab Baas llevaba casi dos décadas siendo el dueño de una empresa que confeccionaba guayaberas. Desde muy joven su familia se mudó a Mérida, desde Hocabá, un municipio a cincuenta kilómetros de la capital yucateca que hace un siglo tenía 2,500 habitantes. Primero fue campesino, luego panadero, hasta que su padre le pagó a un sastre para que le enseñara el oficio de costurero.

No se sabe si Alejandro, durante su estancia en Mérida, fue a la tienda de Pedro Cab y compró alguna guayabera. Es posible: coincidieron en tiempo y espacio; además, era un negocio popular, tanto que el famoso actor y cantante Pedro Infante, quien tenía una novia yucateca y murió en un accidente aéreo en Mérida, compraba sus chazarillas ahí. Aunque Alejandro sería más conocido por usar uniforme militar verde olivo hasta sus últimos días.

El 12 de marzo de 1938, con veintisiete años, Pedro fundó su negocio: Guayaberas Cab. Era un pequeño taller en la calle 60, una cuadra al sur de la Plaza Grande en Mérida, entre los barrios coloniales y el comercio del centro de la capital. Pedro iba a las ferias a buscar clientes, les tomaba las medidas y elaboraba las guayaberas en el taller, donde tenía una máquina de coser en la que trabajaba hora tras hora. Durante doce años se mantuvo como sastre artesanal hasta que en 1950 se dio de alta como empresario. Un año antes estableció una sucursal en Veracruz, donde también la guayabera era la prenda típica, y se dio cuenta de que los políticos y empresarios del Golfo de México las usaban, descubriendo así su principal mercado.

En esos tiempos las que más vendía eran las tradicionales guayaberas blancas, seguidas de las azul celeste y las beige.

Recorrió todo el Golfo de México y la costa atlántica de Estados Unidos, presentando las guayaberas y abriendo nuevos mercados; llegó hasta Nueva York, aunque Pedro Cab tenía la visión de que sus clientes en Mérida fueran los empresarios y hacendados yucatecos que viajaban a Cuba para comprar guayaberas. Todo cambió a su favor el primer día de 1959, gracias a los sueños revolucionarios de Alejandro González.

Lía Cámara supo que Alejandro no era Alejandro (o no era conocido con ese nombre) cuando vio su foto en la portada de un periódico en junio de 1956. Esa primera noche de verano había sido detenido en Ciudad de México, junto al médico argentino al que acompañó a Chichén Itzá. Lía miró su cara, se asustó por la noticia y leyó el nombre del detenido: Fidel Alejandro Castro Ruiz.

El triunfo de la Revolución cubana, en 1959, bloqueó cualquier intención de los hacendados yucatecos, capitalistas y cercanos a la ideología estadounidense, de viajar a Cuba a comprar guayaberas. Voltearon a ver el negocio de Pedro Cab, quien pronto se convirtió en uno de los principales proveedores de guayaberas para los meridanos y más allá.

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Su origen, se cuenta difusamente, se remonta al año 1709 en Sancti Spíritus, cuando un campesino cubano le pidió a su esposa una camisa para laborar. Le costuró una “yayabera”, una fresca camisa de cuatro bolsillos grandes nombrada por el río Yáyabo y que por deformación del lenguaje o porque también cabían guayabas, fruta que engalana y aromatiza al Caribe, derivó en guayabera. Otra historia dice que un inmigrante español en ese siglo montó una sastrería en Sancti Spíritus donde las vendía y que los bolsillos servían para guardar tabaco. Una más dice que provino de las Filipinas y se expandió por el Imperio español con la conquista de esas islas en el sudeste asiático. Y otra dice que es originaria de Baní, República Dominicana, donde también se recogen guayabas y que en 1868, durante la primera guerra independentista cubana, el jefe militar Máximo Gómez la llevó a la isla.

Después se extendió por todos los rincones del Caribe, adquirió nuevos estilos y nombres: filipina, chabacana, liquiliqui.

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Pedro abrió una tienda en Ciudad de México en 1959. Fue el destino, una extraña coincidencia o un poco de realismo mágico, pero se ubicó en la colonia Tabacalera, la misma, solo que al otro lado del Monumento a la Revolución, donde Fidel Castro, ávido fumador de tabaco en habanos, y su amigo médico argentino, Ernesto “Che” Guevara, se conocieron años atrás.

A Pedro le decían loco, porque no creyeron que tendría éxito en una ciudad donde solo se usaban trajes y donde la temperatura a duras penas superaba los treinta grados en los meses calurosos. Se dio cuenta de que del Distrito Federal hacia el norte se hacían muchas ferias ganaderas, en San Luis Potosí, Monterrey, Zacatecas, Durango, Jalisco, y los rancheros usaban guayaberas finas, sombreros, pantalón fino y botas. Ahí, con los políticos y empresarios, era donde encontraría la manera de hacer su propia historia.

Tuvo suerte —y colmillo—. Si la Revolución cubana le dio más ventas en Mérida, una década después, el presidente mexicano Luis Echeverría impuso las guayaberas como vestimenta oficial. Los gobernadores y otros funcionarios públicos lo imitaron para quedar bien con el jefe. Por ejemplo: si alguien de Zacatecas iba a ver al presidente, tenía que comprar una guayabera, así que iba al lugar recomendado: Guayaberas Cab.

Una de las figuras clave para el vínculo entre Guayaberas Cab y el poder fue precisamente el subsecretario de Gobernación con Echeverría, el hombre que manejó los hilos de la seguridad y el espionaje para los presidentes de México durante toda la segunda mitad del siglo XX: Francisco Gutiérrez Barrios. En 1956, doce años antes de comandar la Dirección Federal de Seguridad que ejecutó la Matanza de Tlatelolco, fue el capitán que detuvo a Castro y al Che Guevara en la colonia Tabacalera.

Gutiérrez Barrios era quien recomendaba a políticos, artistas y escritores que compraran su guayabera con Pedro, en esa misma colonia. Fue tanto el éxito que ya tenía clientes de todo México y de algunas partes de Centroamérica.

Pedro no sabía la dimensión a la que crecería su empresa. Décadas después, incluso tras su muerte, a Guayaberas Cab siguen yendo personajes públicos de México y el Caribe; presidentes como Enrique Peña Nieto, a quien por chaparro y delgado le elaboraban guayaberas de talla especial, o Felipe Calderón, a quien le eligieron el color azul, representativo de su partido político; gobernadores como Mauricio Vila de Yucatán, quien tiene medidas especiales por sus brazos largos y su cuerpo corto; Alejandro Murat de Oaxaca o Juan Sabines de Chiapas; artistas como el comediante Jorge Ortiz de Pinedo; y músicos como el panameño Rubén Blades y el dominicano Juan Luis Guerra, quien, como los italianos, tiene brazos largos.

Entre las personas que recibieron una guayabera suya, durante su expedición en el Golfo de México y el Atlántico, estuvo un presidente de Estados Unidos que le agradeció con un telegrama en inglés.

Estimado señor Cab:

Entiendo del señor John W. F. Dulles que usted fue el responsable de enviarme la bella guayabera que recientemente recibí de México. Esta nota es para garantizarle su fino trabajo y el tiempo y el esfuerzo que sé que fue necesario para hacer la prenda.

Muchas gracias y mis mejores deseos,

Sinceramente,
Dwight D. Eisenhower

Señor Pedro Cab
Num. 502 C Mérida
Yucatán
Mexico

La guayabera es el ícono del Caribe y Guayaberas Cab son el ícono del ícono del Caribe.

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El nieto de Pedro Cab Baas, rodeado de guayaberas de todo tipo, color y talla, cuenta la historia de su abuelo en la tienda boutique de Guayaberas Cab, en el segundo piso de una plaza comercial en la avenida Cámara de Comercio, en Montecristo, una de las zonas de clase alta de Mérida.

—Mi abuelo tenía un eslogan: en ropa, la grandeza de una marca se mide por las miradas que atrapa: “qué bonita playera”, “qué bonito color” —dice Pedro Rosado Cab.

En la boutique domina el blanco pero se intercalan otros: rosas, azules —marino y cielo—, pistache, turquesa, marrones, amarillos, naranja y negro. A diferencia de cuando le pedían a su abuelo principalmente guayaberas blancas, ahora las tendencias son variadas. Cree que es necesario innovar, diseñar nuevas tendencias, sin bolsas, de colores distintos, con combinaciones de telas, con mancuernas, aun rompiendo la estética de las guayaberas “tradicionales”, porque es un mercado que existe y nadie lo ha aprovechado. Es una labor que le enriquece.

—La prenda de gala en el Caribe es la guayabera. Todo lo que es Norteamérica, México, Centro y Sudamérica. Es elegante, cómoda y te viste bien.

Pedro Rosado heredó parte del negocio cuando, después de años de trabajar como vendedor de línea blanca en Whirlpool en Monterrey y en la Comisión Federal de Electricidad, su tío Jorge Cab lo invitó a encargarse de la tienda en Ciudad de México, sobre Insurgentes, a pasos del Monumento a la Revolución, mientras él viajaba por el sudeste asiático.

Casi una década atrás, su abuelo había muerto en Madrid a sus 81 años, el 9 de mayo de 1992, tan solo tres días después de recibir un premio en España por la “calidad, prestigio y elegancia en la confección de sus prendas de etiqueta y gala reconocidas a nivel mundial”.

Pedro Rosado se enamoró de las guayaberas con 39 años. Al retorno de su tío, le propuso poner una tienda en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 2001, porque no es tan cercana a Mérida como Tabasco y es una vestimenta habitual en ese estado.

Pero hay que ser conocedor del mercado, dice, porque no son las mismas guayaberas en San Cristóbal, en los Altos chiapanecos, donde por la geografía se usan colores oscuros, como rojos y azules, y telas de algodón, más gruesas, para el frío, que en la cálida y húmeda Tuxtla, donde son mejores los blancos y los colores claros, y las telas más finas, como el lino.

Como su abuelo, Pedro Rosado tuvo suerte. Juan Sabines, hijo homónimo de un exgobernador y sobrino del poeta Jaime, era diputado local cuando estableció la tienda. Pidió una guayabera en jueves y le dijo que luego se la pagaba. Pasó el viernes y pasó el sábado, sin que volviera. El político regresó el domingo.

—Siendo chiapaneco, ni mis paisanos me dieron esa confianza que tú me diste —le dijo Sabines y le compró tres guayaberas más. Cuando en 2005 se convirtió en presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez, la capital chiapaneca se “enguayaberó” y con su gubernatura, entre 2006 y 2012, la relación floreció.

Sabines tenía el proyecto de que las guayaberas tuvieran bordados artesanales chiapanecos. “Yo quiero las Guayaberas Cab”, le dijo, y pronto fueron la moda en el sur mexicano.

Cuando comenzó, dice Pedro Rosado, no sabía nada de bordados, y tuvo que ir a los pueblos en Chiapas y decir “oye, cuate, quiero unos bordados de acá”. Buscaba casa por casa para que le explicaran cuál era bordado en telar, cuál en cuadrillé, hasta que encontró los que necesitaba: bordados de inspiración chiapaneca, floreados y coloridos, para plasmarlos en las guayaberas.

Intentó innovar con semillas de café para usarlas como botones, pero descubrió que si se tostaban se quebraban y si no estaban completamente tostados, entonces teñían las guayaberas al lavarlas. Si barnizaba las semillas, entonces no olerían a café. Decidió no continuar con el proyecto e incorporó otro material tradicional de Chiapas, los botones de ámbar.

El gobernador le pidió una guayabera para entregarla durante una visita al entonces presidente Felipe Calderón, con esos diseños de bordado chiapaneco. Pedro pensó en el color azul, porque remitía al partido del presidente, averiguó la talla cuarenta del mandatario y colocó el bordado en el lado izquierdo del pecho.

—Está mal hecha —se quejó Sabines—, el bordado debe ir acá —y el político señaló el lado derecho.
—¿Quién hace la guayabera?, ¿tú o yo? —refutó Pedro.
—Tú.
—Y ¿quién gobierna el estado?
—Yo.
—Entonces, zapatero a tu zapato.

Pedro le explicó que el bordado estaba en la posición correcta, porque Calderón es zurdo, por lo que del lado derecho puso un bolsillo para la pluma.

—Tienes razón —le respondió el gobernador.

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Pedro explica:

La filipina: la única manifestación que tiene son dos: no tiene bolsas y tiene cuello Mao, cuello Mao o cuello chino, de ahí el nombre filipina. El cuello Mao da elegancia, pero no a todos les queda bien. Si tienes un cuello grueso, te queda como tortuga, si eres delgado y alto te va a lucir.

Liquiliqui: es la prenda que usa la gente humilde en Colombia, como las personas en Yucatán con la guayabera. El origen del nombre “liquiliqui” es incierto, aunque se teoriza que es una derivación del liquette, un uniforme francés de cuello cerrado.

Antes del lino, en las guayaberas se usaba mucho algodón. El algodón respira, el lino transpira; un lino, cuando estás en calor, se abre natural. El algodón cuando se moja, se cierra.

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Pedro recuerda a su abuelo como una persona que a las ocho de la mañana estaba en su negocio, salía a las dos de la tarde a comer y tomar la siesta, y volvía a las cinco.

A su familia le decía: “No te pelees con el cliente, es el que te da de comer. Convéncelo”. “Si te pregunta cuánto cuesta”, añadía, “ya tienes vendida la guayabera”.

Describe a su abuelo como “una persona muy seria, muy trabajadora, muy exigente, muy visionaria y muy audaz”.

—¿Cuál era su estilo?
—Tomaba sus medidas. Tomar medidas no es fácil. Estás pagando por un producto que va a salir a tu gusto. Si compras una vez, vuelves a comprar dos, tres veces más.

Como cuando él mismo inició en Chiapas. Pedro Rosado recibió a un niño llamado Horacio, tendría unos diez años, y su papá era jefe de seguridad del estado. Necesitaba una guayabera para su primera comunión.

Años después, en 2015 un adulto llegó a su tienda en Tuxtla:

—Hola, don Pedro —dijo—, no se acuerda de mí, ¿verdad?
—La verdad, no.
—Soy Horacio Schroeder. Vengo a comprar una guayabera, porque la que me hizo usted ya no me queda, pero hace quince años que la tengo guardada para mi hijo.

A Guayaberas Cab le han salido oportunidades de expandir su negocio a países como Panamá, un lugar de alto comercio en el centro del Caribe. Las han rechazado porque supondría entrar a la producción industrial. “No manejamos industria, cortamos con tijera en un pueblito que está acá cerca, en Chocholá”.

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El liquiliqui, a diferencia de la guayabera, es una prenda que usa la gente en Colombia. Es la prenda histórica de los Llanos en la antigua Gran Colombia, en Venezuela y en Colombia misma. El ecosistema que comparten ambos países y las principales actividades económicas que realizan, la ganadería y la agricultura, requieren de estar horas bajo el sol.

Su origen llanero, sinónimo de lo rural, en contraposición a las modas europeas de las lejanas capitales, como Caracas y Bogotá, se ha vinculado a la figura de los caudillos latinoamericanos, en especial con aquellos que se asocian a los movimientos sociales de izquierda.

En 2017, en medio de la crisis venezolana, Nicolás Maduro decretó que ese sería el año del liquiliqui, con la intención de rescatarlo como símbolo patrio. Lo nombró “traje nacional”.

El atuendo, “conformado por chaqueta y pantalón de telas de dril o de lino, generalmente de color claro, [la primera] abotonada hasta el cuello, el cual es cerrado, muy parecido al de una guerrera militar, se ajusta a la garganta con un par de yuntas o gemelos”, se “asocia a la dignidad y al orgullo de ser venezolano” y es símbolo de la identidad cultural de ese país, publicó el mandatario ese año en la Gaceta Oficial.

“Es del pueblo”, lo llamó el presidente venezolano. Años atrás, al salir de la cárcel en 1994, después del intento de golpe de Estado de 1992 contra Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez también usó un liquiliqui. Al igual que ellos, otros mandatarios de la izquierda latinoamericana, como Evo Morales, de Bolivia, y Pedro Castillo, de Perú, lo han portado.

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En cuanto a la guayabera, las rutas comerciales y sociales del Caribe impulsaron su uso en la región, y se expandió por los rincones caribeños: La Habana, Mérida, Veracruz, Cartagena, Caracas, Panamá, San José, San Juan, Santo Domingo, Aracataca.

Todo un mar, un país de agua, en el que se comparten calores tropicales y huracanes devastadores, fincas y haciendas de esclavitud, cosechas de henequén, de algodón, de café, de plátanos, de azúcar. El calor y la labor del campo fueron los grandes aliados para su expansión entre las islas y litorales caribeños, mientras que el liquiliqui se propagó en los Llanos de las patrias de Simón Bolívar; ambas son prendas hermanas de América latina. Las telas delgadas refrescan a quienes las visten y permiten aguantar las altas temperaturas húmedas, sobre todo durante las pesadas jornadas campesinas.

—Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe —dijo García Márquez cuando recibió el anuncio del Nobel.

El liquiliqui del Nobel mide 103 centímetros por 53 y es de algodón, cosido a máquina. Fue donado al Museo Nacional de Colombia por García Márquez y su esposa Mercedes en 2003.

Un artículo de la revista Semana dice que fue un regalo de los estudiantes de “Yucatán, Méjico”. Juan Villoro escribió en Palmeras de la brisa rápida que el liquiliqui fue despachado desde Mérida.

La ficha técnica en el Museo Nacional de Colombia dice: Guayaberas Cab.

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En el otoño de 1982, el periodista y escritor colombiano llegó a la tienda de don Pedro Cab. Se acababa de anunciar que García Márquez sería galardonado en diciembre en Estocolmo, Suecia, con el Premio Nobel de Literatura. Con su cheveridad caribeña era indudable que rompería cualquier protocolo de la Corona sueca y de la Real Academia de Ciencias del país nórdico. Se olvidaría del frac de etiqueta que le exigían a los occidentales. En su lugar, recordando que los galardonados podían acudir con los trajes típicos de sus culturas, haría un homenaje a su mar que tantas historias le contó y le permitió contar.

—Mire, señor Cab, yo vengo a ver si me hace una guayabera modificada —refiriéndose al liquiliqui.
—Sí se la hago, don Gabriel —le dijo Pedro Cab. Nunca le negaría una prenda a nadie y, con la duda de cómo alguien tan ilustre había llegado a su tienda, le preguntó: ¿Cómo llegó conmigo?
—Es que me mandó un buen amigo mío.
—¿Quién?
—Fidel Castro.

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De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

Texto de
Fotografía de
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Traducción de
Gabriel García Márquez usando un liquiliqui.
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Hace cuarenta años Gabriel García Márquez recibió la noticia de que sería galardonado con el Nobel. El escritor anunció que iría a la gala vestido de guayabera para demostrar que es “el traje nacional del Caribe”. A Estocolmo acudió con un liquiliqui, una guayabera “modificada”, como se la pidió a Pedro Cab.

La prenda de algodón era tan blanca como la nieve sueca que caía sobre la ciudad en la que Gabriel García Márquez recibió el Nobel de Literatura, tan blanca como las arenas del Caribe que compartía con la isla que gobernaba ese señor barbudo que era su amigo y que le dijo dónde comprarla, tan blanca como el mote de la ciudad de donde provenía esa guayabera modificada que para él valía más que cualquier frac de diseñador europeo.

Alejandro González, aquel amigo barbudo del escritor, pasó por Yucatán en el verano de 1955, donde visitó la pirámide maya de Chichén Itzá acompañando a un doctor argentino que estaba de luna de miel con su esposa guatemalteca. En ese viaje, Alejandro conoció a Lía Cámara Blum, una maestra que regresaba a Mérida después de dar clases en Tizimín, en un camión al que se subió en Valladolid. Alejandro, alto y corpulento, con acento cubano, parecía más un pachuco que un revolucionario, mantenía un fino bigote que estaba muy lejos de esa barba rizada que tanta fama le dio más tarde.

Alejandro y Lía comenzaron una relación que no fue a más; él le había advertido: “soy divorciado y tengo un hijo”. En la sociedad yucateca de aquel tiempo, tan conservadora, que una mujer saliera con un padre divorciado era casi pecado; además, Alejandro tampoco bailaba. Eso no impidió que conociera a los padres de Lía y que su madre descubriera que traía un arma en su estuche con forma de violín. El cubano saldría pronto a Veracruz y de ahí a Estados Unidos a conseguir fondos para una utopía. Se refugiaría en Ciudad de México y años después zarparía con 82 tripulantes desde un puerto veracruzano para liberar a su país.

Mientras tanto, en Mérida un sastre que rondaba los 45 años no se imaginaba que ese viaje de Alejandro González cambiaría radicalmente su negocio. Pedro Cab Baas llevaba casi dos décadas siendo el dueño de una empresa que confeccionaba guayaberas. Desde muy joven su familia se mudó a Mérida, desde Hocabá, un municipio a cincuenta kilómetros de la capital yucateca que hace un siglo tenía 2,500 habitantes. Primero fue campesino, luego panadero, hasta que su padre le pagó a un sastre para que le enseñara el oficio de costurero.

No se sabe si Alejandro, durante su estancia en Mérida, fue a la tienda de Pedro Cab y compró alguna guayabera. Es posible: coincidieron en tiempo y espacio; además, era un negocio popular, tanto que el famoso actor y cantante Pedro Infante, quien tenía una novia yucateca y murió en un accidente aéreo en Mérida, compraba sus chazarillas ahí. Aunque Alejandro sería más conocido por usar uniforme militar verde olivo hasta sus últimos días.

El 12 de marzo de 1938, con veintisiete años, Pedro fundó su negocio: Guayaberas Cab. Era un pequeño taller en la calle 60, una cuadra al sur de la Plaza Grande en Mérida, entre los barrios coloniales y el comercio del centro de la capital. Pedro iba a las ferias a buscar clientes, les tomaba las medidas y elaboraba las guayaberas en el taller, donde tenía una máquina de coser en la que trabajaba hora tras hora. Durante doce años se mantuvo como sastre artesanal hasta que en 1950 se dio de alta como empresario. Un año antes estableció una sucursal en Veracruz, donde también la guayabera era la prenda típica, y se dio cuenta de que los políticos y empresarios del Golfo de México las usaban, descubriendo así su principal mercado.

En esos tiempos las que más vendía eran las tradicionales guayaberas blancas, seguidas de las azul celeste y las beige.

Recorrió todo el Golfo de México y la costa atlántica de Estados Unidos, presentando las guayaberas y abriendo nuevos mercados; llegó hasta Nueva York, aunque Pedro Cab tenía la visión de que sus clientes en Mérida fueran los empresarios y hacendados yucatecos que viajaban a Cuba para comprar guayaberas. Todo cambió a su favor el primer día de 1959, gracias a los sueños revolucionarios de Alejandro González.

Lía Cámara supo que Alejandro no era Alejandro (o no era conocido con ese nombre) cuando vio su foto en la portada de un periódico en junio de 1956. Esa primera noche de verano había sido detenido en Ciudad de México, junto al médico argentino al que acompañó a Chichén Itzá. Lía miró su cara, se asustó por la noticia y leyó el nombre del detenido: Fidel Alejandro Castro Ruiz.

El triunfo de la Revolución cubana, en 1959, bloqueó cualquier intención de los hacendados yucatecos, capitalistas y cercanos a la ideología estadounidense, de viajar a Cuba a comprar guayaberas. Voltearon a ver el negocio de Pedro Cab, quien pronto se convirtió en uno de los principales proveedores de guayaberas para los meridanos y más allá.

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Su origen, se cuenta difusamente, se remonta al año 1709 en Sancti Spíritus, cuando un campesino cubano le pidió a su esposa una camisa para laborar. Le costuró una “yayabera”, una fresca camisa de cuatro bolsillos grandes nombrada por el río Yáyabo y que por deformación del lenguaje o porque también cabían guayabas, fruta que engalana y aromatiza al Caribe, derivó en guayabera. Otra historia dice que un inmigrante español en ese siglo montó una sastrería en Sancti Spíritus donde las vendía y que los bolsillos servían para guardar tabaco. Una más dice que provino de las Filipinas y se expandió por el Imperio español con la conquista de esas islas en el sudeste asiático. Y otra dice que es originaria de Baní, República Dominicana, donde también se recogen guayabas y que en 1868, durante la primera guerra independentista cubana, el jefe militar Máximo Gómez la llevó a la isla.

Después se extendió por todos los rincones del Caribe, adquirió nuevos estilos y nombres: filipina, chabacana, liquiliqui.

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Pedro abrió una tienda en Ciudad de México en 1959. Fue el destino, una extraña coincidencia o un poco de realismo mágico, pero se ubicó en la colonia Tabacalera, la misma, solo que al otro lado del Monumento a la Revolución, donde Fidel Castro, ávido fumador de tabaco en habanos, y su amigo médico argentino, Ernesto “Che” Guevara, se conocieron años atrás.

A Pedro le decían loco, porque no creyeron que tendría éxito en una ciudad donde solo se usaban trajes y donde la temperatura a duras penas superaba los treinta grados en los meses calurosos. Se dio cuenta de que del Distrito Federal hacia el norte se hacían muchas ferias ganaderas, en San Luis Potosí, Monterrey, Zacatecas, Durango, Jalisco, y los rancheros usaban guayaberas finas, sombreros, pantalón fino y botas. Ahí, con los políticos y empresarios, era donde encontraría la manera de hacer su propia historia.

Tuvo suerte —y colmillo—. Si la Revolución cubana le dio más ventas en Mérida, una década después, el presidente mexicano Luis Echeverría impuso las guayaberas como vestimenta oficial. Los gobernadores y otros funcionarios públicos lo imitaron para quedar bien con el jefe. Por ejemplo: si alguien de Zacatecas iba a ver al presidente, tenía que comprar una guayabera, así que iba al lugar recomendado: Guayaberas Cab.

Una de las figuras clave para el vínculo entre Guayaberas Cab y el poder fue precisamente el subsecretario de Gobernación con Echeverría, el hombre que manejó los hilos de la seguridad y el espionaje para los presidentes de México durante toda la segunda mitad del siglo XX: Francisco Gutiérrez Barrios. En 1956, doce años antes de comandar la Dirección Federal de Seguridad que ejecutó la Matanza de Tlatelolco, fue el capitán que detuvo a Castro y al Che Guevara en la colonia Tabacalera.

Gutiérrez Barrios era quien recomendaba a políticos, artistas y escritores que compraran su guayabera con Pedro, en esa misma colonia. Fue tanto el éxito que ya tenía clientes de todo México y de algunas partes de Centroamérica.

Pedro no sabía la dimensión a la que crecería su empresa. Décadas después, incluso tras su muerte, a Guayaberas Cab siguen yendo personajes públicos de México y el Caribe; presidentes como Enrique Peña Nieto, a quien por chaparro y delgado le elaboraban guayaberas de talla especial, o Felipe Calderón, a quien le eligieron el color azul, representativo de su partido político; gobernadores como Mauricio Vila de Yucatán, quien tiene medidas especiales por sus brazos largos y su cuerpo corto; Alejandro Murat de Oaxaca o Juan Sabines de Chiapas; artistas como el comediante Jorge Ortiz de Pinedo; y músicos como el panameño Rubén Blades y el dominicano Juan Luis Guerra, quien, como los italianos, tiene brazos largos.

Entre las personas que recibieron una guayabera suya, durante su expedición en el Golfo de México y el Atlántico, estuvo un presidente de Estados Unidos que le agradeció con un telegrama en inglés.

Estimado señor Cab:

Entiendo del señor John W. F. Dulles que usted fue el responsable de enviarme la bella guayabera que recientemente recibí de México. Esta nota es para garantizarle su fino trabajo y el tiempo y el esfuerzo que sé que fue necesario para hacer la prenda.

Muchas gracias y mis mejores deseos,

Sinceramente,
Dwight D. Eisenhower

Señor Pedro Cab
Num. 502 C Mérida
Yucatán
Mexico

La guayabera es el ícono del Caribe y Guayaberas Cab son el ícono del ícono del Caribe.

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El nieto de Pedro Cab Baas, rodeado de guayaberas de todo tipo, color y talla, cuenta la historia de su abuelo en la tienda boutique de Guayaberas Cab, en el segundo piso de una plaza comercial en la avenida Cámara de Comercio, en Montecristo, una de las zonas de clase alta de Mérida.

—Mi abuelo tenía un eslogan: en ropa, la grandeza de una marca se mide por las miradas que atrapa: “qué bonita playera”, “qué bonito color” —dice Pedro Rosado Cab.

En la boutique domina el blanco pero se intercalan otros: rosas, azules —marino y cielo—, pistache, turquesa, marrones, amarillos, naranja y negro. A diferencia de cuando le pedían a su abuelo principalmente guayaberas blancas, ahora las tendencias son variadas. Cree que es necesario innovar, diseñar nuevas tendencias, sin bolsas, de colores distintos, con combinaciones de telas, con mancuernas, aun rompiendo la estética de las guayaberas “tradicionales”, porque es un mercado que existe y nadie lo ha aprovechado. Es una labor que le enriquece.

—La prenda de gala en el Caribe es la guayabera. Todo lo que es Norteamérica, México, Centro y Sudamérica. Es elegante, cómoda y te viste bien.

Pedro Rosado heredó parte del negocio cuando, después de años de trabajar como vendedor de línea blanca en Whirlpool en Monterrey y en la Comisión Federal de Electricidad, su tío Jorge Cab lo invitó a encargarse de la tienda en Ciudad de México, sobre Insurgentes, a pasos del Monumento a la Revolución, mientras él viajaba por el sudeste asiático.

Casi una década atrás, su abuelo había muerto en Madrid a sus 81 años, el 9 de mayo de 1992, tan solo tres días después de recibir un premio en España por la “calidad, prestigio y elegancia en la confección de sus prendas de etiqueta y gala reconocidas a nivel mundial”.

Pedro Rosado se enamoró de las guayaberas con 39 años. Al retorno de su tío, le propuso poner una tienda en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 2001, porque no es tan cercana a Mérida como Tabasco y es una vestimenta habitual en ese estado.

Pero hay que ser conocedor del mercado, dice, porque no son las mismas guayaberas en San Cristóbal, en los Altos chiapanecos, donde por la geografía se usan colores oscuros, como rojos y azules, y telas de algodón, más gruesas, para el frío, que en la cálida y húmeda Tuxtla, donde son mejores los blancos y los colores claros, y las telas más finas, como el lino.

Como su abuelo, Pedro Rosado tuvo suerte. Juan Sabines, hijo homónimo de un exgobernador y sobrino del poeta Jaime, era diputado local cuando estableció la tienda. Pidió una guayabera en jueves y le dijo que luego se la pagaba. Pasó el viernes y pasó el sábado, sin que volviera. El político regresó el domingo.

—Siendo chiapaneco, ni mis paisanos me dieron esa confianza que tú me diste —le dijo Sabines y le compró tres guayaberas más. Cuando en 2005 se convirtió en presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez, la capital chiapaneca se “enguayaberó” y con su gubernatura, entre 2006 y 2012, la relación floreció.

Sabines tenía el proyecto de que las guayaberas tuvieran bordados artesanales chiapanecos. “Yo quiero las Guayaberas Cab”, le dijo, y pronto fueron la moda en el sur mexicano.

Cuando comenzó, dice Pedro Rosado, no sabía nada de bordados, y tuvo que ir a los pueblos en Chiapas y decir “oye, cuate, quiero unos bordados de acá”. Buscaba casa por casa para que le explicaran cuál era bordado en telar, cuál en cuadrillé, hasta que encontró los que necesitaba: bordados de inspiración chiapaneca, floreados y coloridos, para plasmarlos en las guayaberas.

Intentó innovar con semillas de café para usarlas como botones, pero descubrió que si se tostaban se quebraban y si no estaban completamente tostados, entonces teñían las guayaberas al lavarlas. Si barnizaba las semillas, entonces no olerían a café. Decidió no continuar con el proyecto e incorporó otro material tradicional de Chiapas, los botones de ámbar.

El gobernador le pidió una guayabera para entregarla durante una visita al entonces presidente Felipe Calderón, con esos diseños de bordado chiapaneco. Pedro pensó en el color azul, porque remitía al partido del presidente, averiguó la talla cuarenta del mandatario y colocó el bordado en el lado izquierdo del pecho.

—Está mal hecha —se quejó Sabines—, el bordado debe ir acá —y el político señaló el lado derecho.
—¿Quién hace la guayabera?, ¿tú o yo? —refutó Pedro.
—Tú.
—Y ¿quién gobierna el estado?
—Yo.
—Entonces, zapatero a tu zapato.

Pedro le explicó que el bordado estaba en la posición correcta, porque Calderón es zurdo, por lo que del lado derecho puso un bolsillo para la pluma.

—Tienes razón —le respondió el gobernador.

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Pedro explica:

La filipina: la única manifestación que tiene son dos: no tiene bolsas y tiene cuello Mao, cuello Mao o cuello chino, de ahí el nombre filipina. El cuello Mao da elegancia, pero no a todos les queda bien. Si tienes un cuello grueso, te queda como tortuga, si eres delgado y alto te va a lucir.

Liquiliqui: es la prenda que usa la gente humilde en Colombia, como las personas en Yucatán con la guayabera. El origen del nombre “liquiliqui” es incierto, aunque se teoriza que es una derivación del liquette, un uniforme francés de cuello cerrado.

Antes del lino, en las guayaberas se usaba mucho algodón. El algodón respira, el lino transpira; un lino, cuando estás en calor, se abre natural. El algodón cuando se moja, se cierra.

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Pedro recuerda a su abuelo como una persona que a las ocho de la mañana estaba en su negocio, salía a las dos de la tarde a comer y tomar la siesta, y volvía a las cinco.

A su familia le decía: “No te pelees con el cliente, es el que te da de comer. Convéncelo”. “Si te pregunta cuánto cuesta”, añadía, “ya tienes vendida la guayabera”.

Describe a su abuelo como “una persona muy seria, muy trabajadora, muy exigente, muy visionaria y muy audaz”.

—¿Cuál era su estilo?
—Tomaba sus medidas. Tomar medidas no es fácil. Estás pagando por un producto que va a salir a tu gusto. Si compras una vez, vuelves a comprar dos, tres veces más.

Como cuando él mismo inició en Chiapas. Pedro Rosado recibió a un niño llamado Horacio, tendría unos diez años, y su papá era jefe de seguridad del estado. Necesitaba una guayabera para su primera comunión.

Años después, en 2015 un adulto llegó a su tienda en Tuxtla:

—Hola, don Pedro —dijo—, no se acuerda de mí, ¿verdad?
—La verdad, no.
—Soy Horacio Schroeder. Vengo a comprar una guayabera, porque la que me hizo usted ya no me queda, pero hace quince años que la tengo guardada para mi hijo.

A Guayaberas Cab le han salido oportunidades de expandir su negocio a países como Panamá, un lugar de alto comercio en el centro del Caribe. Las han rechazado porque supondría entrar a la producción industrial. “No manejamos industria, cortamos con tijera en un pueblito que está acá cerca, en Chocholá”.

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El liquiliqui, a diferencia de la guayabera, es una prenda que usa la gente en Colombia. Es la prenda histórica de los Llanos en la antigua Gran Colombia, en Venezuela y en Colombia misma. El ecosistema que comparten ambos países y las principales actividades económicas que realizan, la ganadería y la agricultura, requieren de estar horas bajo el sol.

Su origen llanero, sinónimo de lo rural, en contraposición a las modas europeas de las lejanas capitales, como Caracas y Bogotá, se ha vinculado a la figura de los caudillos latinoamericanos, en especial con aquellos que se asocian a los movimientos sociales de izquierda.

En 2017, en medio de la crisis venezolana, Nicolás Maduro decretó que ese sería el año del liquiliqui, con la intención de rescatarlo como símbolo patrio. Lo nombró “traje nacional”.

El atuendo, “conformado por chaqueta y pantalón de telas de dril o de lino, generalmente de color claro, [la primera] abotonada hasta el cuello, el cual es cerrado, muy parecido al de una guerrera militar, se ajusta a la garganta con un par de yuntas o gemelos”, se “asocia a la dignidad y al orgullo de ser venezolano” y es símbolo de la identidad cultural de ese país, publicó el mandatario ese año en la Gaceta Oficial.

“Es del pueblo”, lo llamó el presidente venezolano. Años atrás, al salir de la cárcel en 1994, después del intento de golpe de Estado de 1992 contra Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez también usó un liquiliqui. Al igual que ellos, otros mandatarios de la izquierda latinoamericana, como Evo Morales, de Bolivia, y Pedro Castillo, de Perú, lo han portado.

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En cuanto a la guayabera, las rutas comerciales y sociales del Caribe impulsaron su uso en la región, y se expandió por los rincones caribeños: La Habana, Mérida, Veracruz, Cartagena, Caracas, Panamá, San José, San Juan, Santo Domingo, Aracataca.

Todo un mar, un país de agua, en el que se comparten calores tropicales y huracanes devastadores, fincas y haciendas de esclavitud, cosechas de henequén, de algodón, de café, de plátanos, de azúcar. El calor y la labor del campo fueron los grandes aliados para su expansión entre las islas y litorales caribeños, mientras que el liquiliqui se propagó en los Llanos de las patrias de Simón Bolívar; ambas son prendas hermanas de América latina. Las telas delgadas refrescan a quienes las visten y permiten aguantar las altas temperaturas húmedas, sobre todo durante las pesadas jornadas campesinas.

—Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe —dijo García Márquez cuando recibió el anuncio del Nobel.

El liquiliqui del Nobel mide 103 centímetros por 53 y es de algodón, cosido a máquina. Fue donado al Museo Nacional de Colombia por García Márquez y su esposa Mercedes en 2003.

Un artículo de la revista Semana dice que fue un regalo de los estudiantes de “Yucatán, Méjico”. Juan Villoro escribió en Palmeras de la brisa rápida que el liquiliqui fue despachado desde Mérida.

La ficha técnica en el Museo Nacional de Colombia dice: Guayaberas Cab.

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En el otoño de 1982, el periodista y escritor colombiano llegó a la tienda de don Pedro Cab. Se acababa de anunciar que García Márquez sería galardonado en diciembre en Estocolmo, Suecia, con el Premio Nobel de Literatura. Con su cheveridad caribeña era indudable que rompería cualquier protocolo de la Corona sueca y de la Real Academia de Ciencias del país nórdico. Se olvidaría del frac de etiqueta que le exigían a los occidentales. En su lugar, recordando que los galardonados podían acudir con los trajes típicos de sus culturas, haría un homenaje a su mar que tantas historias le contó y le permitió contar.

—Mire, señor Cab, yo vengo a ver si me hace una guayabera modificada —refiriéndose al liquiliqui.
—Sí se la hago, don Gabriel —le dijo Pedro Cab. Nunca le negaría una prenda a nadie y, con la duda de cómo alguien tan ilustre había llegado a su tienda, le preguntó: ¿Cómo llegó conmigo?
—Es que me mandó un buen amigo mío.
—¿Quién?
—Fidel Castro.

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De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

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2022
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Hace cuarenta años Gabriel García Márquez recibió la noticia de que sería galardonado con el Nobel. El escritor anunció que iría a la gala vestido de guayabera para demostrar que es “el traje nacional del Caribe”. A Estocolmo acudió con un liquiliqui, una guayabera “modificada”, como se la pidió a Pedro Cab.

La prenda de algodón era tan blanca como la nieve sueca que caía sobre la ciudad en la que Gabriel García Márquez recibió el Nobel de Literatura, tan blanca como las arenas del Caribe que compartía con la isla que gobernaba ese señor barbudo que era su amigo y que le dijo dónde comprarla, tan blanca como el mote de la ciudad de donde provenía esa guayabera modificada que para él valía más que cualquier frac de diseñador europeo.

Alejandro González, aquel amigo barbudo del escritor, pasó por Yucatán en el verano de 1955, donde visitó la pirámide maya de Chichén Itzá acompañando a un doctor argentino que estaba de luna de miel con su esposa guatemalteca. En ese viaje, Alejandro conoció a Lía Cámara Blum, una maestra que regresaba a Mérida después de dar clases en Tizimín, en un camión al que se subió en Valladolid. Alejandro, alto y corpulento, con acento cubano, parecía más un pachuco que un revolucionario, mantenía un fino bigote que estaba muy lejos de esa barba rizada que tanta fama le dio más tarde.

Alejandro y Lía comenzaron una relación que no fue a más; él le había advertido: “soy divorciado y tengo un hijo”. En la sociedad yucateca de aquel tiempo, tan conservadora, que una mujer saliera con un padre divorciado era casi pecado; además, Alejandro tampoco bailaba. Eso no impidió que conociera a los padres de Lía y que su madre descubriera que traía un arma en su estuche con forma de violín. El cubano saldría pronto a Veracruz y de ahí a Estados Unidos a conseguir fondos para una utopía. Se refugiaría en Ciudad de México y años después zarparía con 82 tripulantes desde un puerto veracruzano para liberar a su país.

Mientras tanto, en Mérida un sastre que rondaba los 45 años no se imaginaba que ese viaje de Alejandro González cambiaría radicalmente su negocio. Pedro Cab Baas llevaba casi dos décadas siendo el dueño de una empresa que confeccionaba guayaberas. Desde muy joven su familia se mudó a Mérida, desde Hocabá, un municipio a cincuenta kilómetros de la capital yucateca que hace un siglo tenía 2,500 habitantes. Primero fue campesino, luego panadero, hasta que su padre le pagó a un sastre para que le enseñara el oficio de costurero.

No se sabe si Alejandro, durante su estancia en Mérida, fue a la tienda de Pedro Cab y compró alguna guayabera. Es posible: coincidieron en tiempo y espacio; además, era un negocio popular, tanto que el famoso actor y cantante Pedro Infante, quien tenía una novia yucateca y murió en un accidente aéreo en Mérida, compraba sus chazarillas ahí. Aunque Alejandro sería más conocido por usar uniforme militar verde olivo hasta sus últimos días.

El 12 de marzo de 1938, con veintisiete años, Pedro fundó su negocio: Guayaberas Cab. Era un pequeño taller en la calle 60, una cuadra al sur de la Plaza Grande en Mérida, entre los barrios coloniales y el comercio del centro de la capital. Pedro iba a las ferias a buscar clientes, les tomaba las medidas y elaboraba las guayaberas en el taller, donde tenía una máquina de coser en la que trabajaba hora tras hora. Durante doce años se mantuvo como sastre artesanal hasta que en 1950 se dio de alta como empresario. Un año antes estableció una sucursal en Veracruz, donde también la guayabera era la prenda típica, y se dio cuenta de que los políticos y empresarios del Golfo de México las usaban, descubriendo así su principal mercado.

En esos tiempos las que más vendía eran las tradicionales guayaberas blancas, seguidas de las azul celeste y las beige.

Recorrió todo el Golfo de México y la costa atlántica de Estados Unidos, presentando las guayaberas y abriendo nuevos mercados; llegó hasta Nueva York, aunque Pedro Cab tenía la visión de que sus clientes en Mérida fueran los empresarios y hacendados yucatecos que viajaban a Cuba para comprar guayaberas. Todo cambió a su favor el primer día de 1959, gracias a los sueños revolucionarios de Alejandro González.

Lía Cámara supo que Alejandro no era Alejandro (o no era conocido con ese nombre) cuando vio su foto en la portada de un periódico en junio de 1956. Esa primera noche de verano había sido detenido en Ciudad de México, junto al médico argentino al que acompañó a Chichén Itzá. Lía miró su cara, se asustó por la noticia y leyó el nombre del detenido: Fidel Alejandro Castro Ruiz.

El triunfo de la Revolución cubana, en 1959, bloqueó cualquier intención de los hacendados yucatecos, capitalistas y cercanos a la ideología estadounidense, de viajar a Cuba a comprar guayaberas. Voltearon a ver el negocio de Pedro Cab, quien pronto se convirtió en uno de los principales proveedores de guayaberas para los meridanos y más allá.

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Su origen, se cuenta difusamente, se remonta al año 1709 en Sancti Spíritus, cuando un campesino cubano le pidió a su esposa una camisa para laborar. Le costuró una “yayabera”, una fresca camisa de cuatro bolsillos grandes nombrada por el río Yáyabo y que por deformación del lenguaje o porque también cabían guayabas, fruta que engalana y aromatiza al Caribe, derivó en guayabera. Otra historia dice que un inmigrante español en ese siglo montó una sastrería en Sancti Spíritus donde las vendía y que los bolsillos servían para guardar tabaco. Una más dice que provino de las Filipinas y se expandió por el Imperio español con la conquista de esas islas en el sudeste asiático. Y otra dice que es originaria de Baní, República Dominicana, donde también se recogen guayabas y que en 1868, durante la primera guerra independentista cubana, el jefe militar Máximo Gómez la llevó a la isla.

Después se extendió por todos los rincones del Caribe, adquirió nuevos estilos y nombres: filipina, chabacana, liquiliqui.

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Pedro abrió una tienda en Ciudad de México en 1959. Fue el destino, una extraña coincidencia o un poco de realismo mágico, pero se ubicó en la colonia Tabacalera, la misma, solo que al otro lado del Monumento a la Revolución, donde Fidel Castro, ávido fumador de tabaco en habanos, y su amigo médico argentino, Ernesto “Che” Guevara, se conocieron años atrás.

A Pedro le decían loco, porque no creyeron que tendría éxito en una ciudad donde solo se usaban trajes y donde la temperatura a duras penas superaba los treinta grados en los meses calurosos. Se dio cuenta de que del Distrito Federal hacia el norte se hacían muchas ferias ganaderas, en San Luis Potosí, Monterrey, Zacatecas, Durango, Jalisco, y los rancheros usaban guayaberas finas, sombreros, pantalón fino y botas. Ahí, con los políticos y empresarios, era donde encontraría la manera de hacer su propia historia.

Tuvo suerte —y colmillo—. Si la Revolución cubana le dio más ventas en Mérida, una década después, el presidente mexicano Luis Echeverría impuso las guayaberas como vestimenta oficial. Los gobernadores y otros funcionarios públicos lo imitaron para quedar bien con el jefe. Por ejemplo: si alguien de Zacatecas iba a ver al presidente, tenía que comprar una guayabera, así que iba al lugar recomendado: Guayaberas Cab.

Una de las figuras clave para el vínculo entre Guayaberas Cab y el poder fue precisamente el subsecretario de Gobernación con Echeverría, el hombre que manejó los hilos de la seguridad y el espionaje para los presidentes de México durante toda la segunda mitad del siglo XX: Francisco Gutiérrez Barrios. En 1956, doce años antes de comandar la Dirección Federal de Seguridad que ejecutó la Matanza de Tlatelolco, fue el capitán que detuvo a Castro y al Che Guevara en la colonia Tabacalera.

Gutiérrez Barrios era quien recomendaba a políticos, artistas y escritores que compraran su guayabera con Pedro, en esa misma colonia. Fue tanto el éxito que ya tenía clientes de todo México y de algunas partes de Centroamérica.

Pedro no sabía la dimensión a la que crecería su empresa. Décadas después, incluso tras su muerte, a Guayaberas Cab siguen yendo personajes públicos de México y el Caribe; presidentes como Enrique Peña Nieto, a quien por chaparro y delgado le elaboraban guayaberas de talla especial, o Felipe Calderón, a quien le eligieron el color azul, representativo de su partido político; gobernadores como Mauricio Vila de Yucatán, quien tiene medidas especiales por sus brazos largos y su cuerpo corto; Alejandro Murat de Oaxaca o Juan Sabines de Chiapas; artistas como el comediante Jorge Ortiz de Pinedo; y músicos como el panameño Rubén Blades y el dominicano Juan Luis Guerra, quien, como los italianos, tiene brazos largos.

Entre las personas que recibieron una guayabera suya, durante su expedición en el Golfo de México y el Atlántico, estuvo un presidente de Estados Unidos que le agradeció con un telegrama en inglés.

Estimado señor Cab:

Entiendo del señor John W. F. Dulles que usted fue el responsable de enviarme la bella guayabera que recientemente recibí de México. Esta nota es para garantizarle su fino trabajo y el tiempo y el esfuerzo que sé que fue necesario para hacer la prenda.

Muchas gracias y mis mejores deseos,

Sinceramente,
Dwight D. Eisenhower

Señor Pedro Cab
Num. 502 C Mérida
Yucatán
Mexico

La guayabera es el ícono del Caribe y Guayaberas Cab son el ícono del ícono del Caribe.

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El nieto de Pedro Cab Baas, rodeado de guayaberas de todo tipo, color y talla, cuenta la historia de su abuelo en la tienda boutique de Guayaberas Cab, en el segundo piso de una plaza comercial en la avenida Cámara de Comercio, en Montecristo, una de las zonas de clase alta de Mérida.

—Mi abuelo tenía un eslogan: en ropa, la grandeza de una marca se mide por las miradas que atrapa: “qué bonita playera”, “qué bonito color” —dice Pedro Rosado Cab.

En la boutique domina el blanco pero se intercalan otros: rosas, azules —marino y cielo—, pistache, turquesa, marrones, amarillos, naranja y negro. A diferencia de cuando le pedían a su abuelo principalmente guayaberas blancas, ahora las tendencias son variadas. Cree que es necesario innovar, diseñar nuevas tendencias, sin bolsas, de colores distintos, con combinaciones de telas, con mancuernas, aun rompiendo la estética de las guayaberas “tradicionales”, porque es un mercado que existe y nadie lo ha aprovechado. Es una labor que le enriquece.

—La prenda de gala en el Caribe es la guayabera. Todo lo que es Norteamérica, México, Centro y Sudamérica. Es elegante, cómoda y te viste bien.

Pedro Rosado heredó parte del negocio cuando, después de años de trabajar como vendedor de línea blanca en Whirlpool en Monterrey y en la Comisión Federal de Electricidad, su tío Jorge Cab lo invitó a encargarse de la tienda en Ciudad de México, sobre Insurgentes, a pasos del Monumento a la Revolución, mientras él viajaba por el sudeste asiático.

Casi una década atrás, su abuelo había muerto en Madrid a sus 81 años, el 9 de mayo de 1992, tan solo tres días después de recibir un premio en España por la “calidad, prestigio y elegancia en la confección de sus prendas de etiqueta y gala reconocidas a nivel mundial”.

Pedro Rosado se enamoró de las guayaberas con 39 años. Al retorno de su tío, le propuso poner una tienda en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 2001, porque no es tan cercana a Mérida como Tabasco y es una vestimenta habitual en ese estado.

Pero hay que ser conocedor del mercado, dice, porque no son las mismas guayaberas en San Cristóbal, en los Altos chiapanecos, donde por la geografía se usan colores oscuros, como rojos y azules, y telas de algodón, más gruesas, para el frío, que en la cálida y húmeda Tuxtla, donde son mejores los blancos y los colores claros, y las telas más finas, como el lino.

Como su abuelo, Pedro Rosado tuvo suerte. Juan Sabines, hijo homónimo de un exgobernador y sobrino del poeta Jaime, era diputado local cuando estableció la tienda. Pidió una guayabera en jueves y le dijo que luego se la pagaba. Pasó el viernes y pasó el sábado, sin que volviera. El político regresó el domingo.

—Siendo chiapaneco, ni mis paisanos me dieron esa confianza que tú me diste —le dijo Sabines y le compró tres guayaberas más. Cuando en 2005 se convirtió en presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez, la capital chiapaneca se “enguayaberó” y con su gubernatura, entre 2006 y 2012, la relación floreció.

Sabines tenía el proyecto de que las guayaberas tuvieran bordados artesanales chiapanecos. “Yo quiero las Guayaberas Cab”, le dijo, y pronto fueron la moda en el sur mexicano.

Cuando comenzó, dice Pedro Rosado, no sabía nada de bordados, y tuvo que ir a los pueblos en Chiapas y decir “oye, cuate, quiero unos bordados de acá”. Buscaba casa por casa para que le explicaran cuál era bordado en telar, cuál en cuadrillé, hasta que encontró los que necesitaba: bordados de inspiración chiapaneca, floreados y coloridos, para plasmarlos en las guayaberas.

Intentó innovar con semillas de café para usarlas como botones, pero descubrió que si se tostaban se quebraban y si no estaban completamente tostados, entonces teñían las guayaberas al lavarlas. Si barnizaba las semillas, entonces no olerían a café. Decidió no continuar con el proyecto e incorporó otro material tradicional de Chiapas, los botones de ámbar.

El gobernador le pidió una guayabera para entregarla durante una visita al entonces presidente Felipe Calderón, con esos diseños de bordado chiapaneco. Pedro pensó en el color azul, porque remitía al partido del presidente, averiguó la talla cuarenta del mandatario y colocó el bordado en el lado izquierdo del pecho.

—Está mal hecha —se quejó Sabines—, el bordado debe ir acá —y el político señaló el lado derecho.
—¿Quién hace la guayabera?, ¿tú o yo? —refutó Pedro.
—Tú.
—Y ¿quién gobierna el estado?
—Yo.
—Entonces, zapatero a tu zapato.

Pedro le explicó que el bordado estaba en la posición correcta, porque Calderón es zurdo, por lo que del lado derecho puso un bolsillo para la pluma.

—Tienes razón —le respondió el gobernador.

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Pedro explica:

La filipina: la única manifestación que tiene son dos: no tiene bolsas y tiene cuello Mao, cuello Mao o cuello chino, de ahí el nombre filipina. El cuello Mao da elegancia, pero no a todos les queda bien. Si tienes un cuello grueso, te queda como tortuga, si eres delgado y alto te va a lucir.

Liquiliqui: es la prenda que usa la gente humilde en Colombia, como las personas en Yucatán con la guayabera. El origen del nombre “liquiliqui” es incierto, aunque se teoriza que es una derivación del liquette, un uniforme francés de cuello cerrado.

Antes del lino, en las guayaberas se usaba mucho algodón. El algodón respira, el lino transpira; un lino, cuando estás en calor, se abre natural. El algodón cuando se moja, se cierra.

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Pedro recuerda a su abuelo como una persona que a las ocho de la mañana estaba en su negocio, salía a las dos de la tarde a comer y tomar la siesta, y volvía a las cinco.

A su familia le decía: “No te pelees con el cliente, es el que te da de comer. Convéncelo”. “Si te pregunta cuánto cuesta”, añadía, “ya tienes vendida la guayabera”.

Describe a su abuelo como “una persona muy seria, muy trabajadora, muy exigente, muy visionaria y muy audaz”.

—¿Cuál era su estilo?
—Tomaba sus medidas. Tomar medidas no es fácil. Estás pagando por un producto que va a salir a tu gusto. Si compras una vez, vuelves a comprar dos, tres veces más.

Como cuando él mismo inició en Chiapas. Pedro Rosado recibió a un niño llamado Horacio, tendría unos diez años, y su papá era jefe de seguridad del estado. Necesitaba una guayabera para su primera comunión.

Años después, en 2015 un adulto llegó a su tienda en Tuxtla:

—Hola, don Pedro —dijo—, no se acuerda de mí, ¿verdad?
—La verdad, no.
—Soy Horacio Schroeder. Vengo a comprar una guayabera, porque la que me hizo usted ya no me queda, pero hace quince años que la tengo guardada para mi hijo.

A Guayaberas Cab le han salido oportunidades de expandir su negocio a países como Panamá, un lugar de alto comercio en el centro del Caribe. Las han rechazado porque supondría entrar a la producción industrial. “No manejamos industria, cortamos con tijera en un pueblito que está acá cerca, en Chocholá”.

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El liquiliqui, a diferencia de la guayabera, es una prenda que usa la gente en Colombia. Es la prenda histórica de los Llanos en la antigua Gran Colombia, en Venezuela y en Colombia misma. El ecosistema que comparten ambos países y las principales actividades económicas que realizan, la ganadería y la agricultura, requieren de estar horas bajo el sol.

Su origen llanero, sinónimo de lo rural, en contraposición a las modas europeas de las lejanas capitales, como Caracas y Bogotá, se ha vinculado a la figura de los caudillos latinoamericanos, en especial con aquellos que se asocian a los movimientos sociales de izquierda.

En 2017, en medio de la crisis venezolana, Nicolás Maduro decretó que ese sería el año del liquiliqui, con la intención de rescatarlo como símbolo patrio. Lo nombró “traje nacional”.

El atuendo, “conformado por chaqueta y pantalón de telas de dril o de lino, generalmente de color claro, [la primera] abotonada hasta el cuello, el cual es cerrado, muy parecido al de una guerrera militar, se ajusta a la garganta con un par de yuntas o gemelos”, se “asocia a la dignidad y al orgullo de ser venezolano” y es símbolo de la identidad cultural de ese país, publicó el mandatario ese año en la Gaceta Oficial.

“Es del pueblo”, lo llamó el presidente venezolano. Años atrás, al salir de la cárcel en 1994, después del intento de golpe de Estado de 1992 contra Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez también usó un liquiliqui. Al igual que ellos, otros mandatarios de la izquierda latinoamericana, como Evo Morales, de Bolivia, y Pedro Castillo, de Perú, lo han portado.

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En cuanto a la guayabera, las rutas comerciales y sociales del Caribe impulsaron su uso en la región, y se expandió por los rincones caribeños: La Habana, Mérida, Veracruz, Cartagena, Caracas, Panamá, San José, San Juan, Santo Domingo, Aracataca.

Todo un mar, un país de agua, en el que se comparten calores tropicales y huracanes devastadores, fincas y haciendas de esclavitud, cosechas de henequén, de algodón, de café, de plátanos, de azúcar. El calor y la labor del campo fueron los grandes aliados para su expansión entre las islas y litorales caribeños, mientras que el liquiliqui se propagó en los Llanos de las patrias de Simón Bolívar; ambas son prendas hermanas de América latina. Las telas delgadas refrescan a quienes las visten y permiten aguantar las altas temperaturas húmedas, sobre todo durante las pesadas jornadas campesinas.

—Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe —dijo García Márquez cuando recibió el anuncio del Nobel.

El liquiliqui del Nobel mide 103 centímetros por 53 y es de algodón, cosido a máquina. Fue donado al Museo Nacional de Colombia por García Márquez y su esposa Mercedes en 2003.

Un artículo de la revista Semana dice que fue un regalo de los estudiantes de “Yucatán, Méjico”. Juan Villoro escribió en Palmeras de la brisa rápida que el liquiliqui fue despachado desde Mérida.

La ficha técnica en el Museo Nacional de Colombia dice: Guayaberas Cab.

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En el otoño de 1982, el periodista y escritor colombiano llegó a la tienda de don Pedro Cab. Se acababa de anunciar que García Márquez sería galardonado en diciembre en Estocolmo, Suecia, con el Premio Nobel de Literatura. Con su cheveridad caribeña era indudable que rompería cualquier protocolo de la Corona sueca y de la Real Academia de Ciencias del país nórdico. Se olvidaría del frac de etiqueta que le exigían a los occidentales. En su lugar, recordando que los galardonados podían acudir con los trajes típicos de sus culturas, haría un homenaje a su mar que tantas historias le contó y le permitió contar.

—Mire, señor Cab, yo vengo a ver si me hace una guayabera modificada —refiriéndose al liquiliqui.
—Sí se la hago, don Gabriel —le dijo Pedro Cab. Nunca le negaría una prenda a nadie y, con la duda de cómo alguien tan ilustre había llegado a su tienda, le preguntó: ¿Cómo llegó conmigo?
—Es que me mandó un buen amigo mío.
—¿Quién?
—Fidel Castro.

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Gabriel García Márquez usando un liquiliqui.

De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

De guayaberas y liquiliqui: García Márquez y los trajes del Caribe

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Tiempo de Lectura: 00 min

Hace cuarenta años Gabriel García Márquez recibió la noticia de que sería galardonado con el Nobel. El escritor anunció que iría a la gala vestido de guayabera para demostrar que es “el traje nacional del Caribe”. A Estocolmo acudió con un liquiliqui, una guayabera “modificada”, como se la pidió a Pedro Cab.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La prenda de algodón era tan blanca como la nieve sueca que caía sobre la ciudad en la que Gabriel García Márquez recibió el Nobel de Literatura, tan blanca como las arenas del Caribe que compartía con la isla que gobernaba ese señor barbudo que era su amigo y que le dijo dónde comprarla, tan blanca como el mote de la ciudad de donde provenía esa guayabera modificada que para él valía más que cualquier frac de diseñador europeo.

Alejandro González, aquel amigo barbudo del escritor, pasó por Yucatán en el verano de 1955, donde visitó la pirámide maya de Chichén Itzá acompañando a un doctor argentino que estaba de luna de miel con su esposa guatemalteca. En ese viaje, Alejandro conoció a Lía Cámara Blum, una maestra que regresaba a Mérida después de dar clases en Tizimín, en un camión al que se subió en Valladolid. Alejandro, alto y corpulento, con acento cubano, parecía más un pachuco que un revolucionario, mantenía un fino bigote que estaba muy lejos de esa barba rizada que tanta fama le dio más tarde.

Alejandro y Lía comenzaron una relación que no fue a más; él le había advertido: “soy divorciado y tengo un hijo”. En la sociedad yucateca de aquel tiempo, tan conservadora, que una mujer saliera con un padre divorciado era casi pecado; además, Alejandro tampoco bailaba. Eso no impidió que conociera a los padres de Lía y que su madre descubriera que traía un arma en su estuche con forma de violín. El cubano saldría pronto a Veracruz y de ahí a Estados Unidos a conseguir fondos para una utopía. Se refugiaría en Ciudad de México y años después zarparía con 82 tripulantes desde un puerto veracruzano para liberar a su país.

Mientras tanto, en Mérida un sastre que rondaba los 45 años no se imaginaba que ese viaje de Alejandro González cambiaría radicalmente su negocio. Pedro Cab Baas llevaba casi dos décadas siendo el dueño de una empresa que confeccionaba guayaberas. Desde muy joven su familia se mudó a Mérida, desde Hocabá, un municipio a cincuenta kilómetros de la capital yucateca que hace un siglo tenía 2,500 habitantes. Primero fue campesino, luego panadero, hasta que su padre le pagó a un sastre para que le enseñara el oficio de costurero.

No se sabe si Alejandro, durante su estancia en Mérida, fue a la tienda de Pedro Cab y compró alguna guayabera. Es posible: coincidieron en tiempo y espacio; además, era un negocio popular, tanto que el famoso actor y cantante Pedro Infante, quien tenía una novia yucateca y murió en un accidente aéreo en Mérida, compraba sus chazarillas ahí. Aunque Alejandro sería más conocido por usar uniforme militar verde olivo hasta sus últimos días.

El 12 de marzo de 1938, con veintisiete años, Pedro fundó su negocio: Guayaberas Cab. Era un pequeño taller en la calle 60, una cuadra al sur de la Plaza Grande en Mérida, entre los barrios coloniales y el comercio del centro de la capital. Pedro iba a las ferias a buscar clientes, les tomaba las medidas y elaboraba las guayaberas en el taller, donde tenía una máquina de coser en la que trabajaba hora tras hora. Durante doce años se mantuvo como sastre artesanal hasta que en 1950 se dio de alta como empresario. Un año antes estableció una sucursal en Veracruz, donde también la guayabera era la prenda típica, y se dio cuenta de que los políticos y empresarios del Golfo de México las usaban, descubriendo así su principal mercado.

En esos tiempos las que más vendía eran las tradicionales guayaberas blancas, seguidas de las azul celeste y las beige.

Recorrió todo el Golfo de México y la costa atlántica de Estados Unidos, presentando las guayaberas y abriendo nuevos mercados; llegó hasta Nueva York, aunque Pedro Cab tenía la visión de que sus clientes en Mérida fueran los empresarios y hacendados yucatecos que viajaban a Cuba para comprar guayaberas. Todo cambió a su favor el primer día de 1959, gracias a los sueños revolucionarios de Alejandro González.

Lía Cámara supo que Alejandro no era Alejandro (o no era conocido con ese nombre) cuando vio su foto en la portada de un periódico en junio de 1956. Esa primera noche de verano había sido detenido en Ciudad de México, junto al médico argentino al que acompañó a Chichén Itzá. Lía miró su cara, se asustó por la noticia y leyó el nombre del detenido: Fidel Alejandro Castro Ruiz.

El triunfo de la Revolución cubana, en 1959, bloqueó cualquier intención de los hacendados yucatecos, capitalistas y cercanos a la ideología estadounidense, de viajar a Cuba a comprar guayaberas. Voltearon a ver el negocio de Pedro Cab, quien pronto se convirtió en uno de los principales proveedores de guayaberas para los meridanos y más allá.

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Su origen, se cuenta difusamente, se remonta al año 1709 en Sancti Spíritus, cuando un campesino cubano le pidió a su esposa una camisa para laborar. Le costuró una “yayabera”, una fresca camisa de cuatro bolsillos grandes nombrada por el río Yáyabo y que por deformación del lenguaje o porque también cabían guayabas, fruta que engalana y aromatiza al Caribe, derivó en guayabera. Otra historia dice que un inmigrante español en ese siglo montó una sastrería en Sancti Spíritus donde las vendía y que los bolsillos servían para guardar tabaco. Una más dice que provino de las Filipinas y se expandió por el Imperio español con la conquista de esas islas en el sudeste asiático. Y otra dice que es originaria de Baní, República Dominicana, donde también se recogen guayabas y que en 1868, durante la primera guerra independentista cubana, el jefe militar Máximo Gómez la llevó a la isla.

Después se extendió por todos los rincones del Caribe, adquirió nuevos estilos y nombres: filipina, chabacana, liquiliqui.

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Pedro abrió una tienda en Ciudad de México en 1959. Fue el destino, una extraña coincidencia o un poco de realismo mágico, pero se ubicó en la colonia Tabacalera, la misma, solo que al otro lado del Monumento a la Revolución, donde Fidel Castro, ávido fumador de tabaco en habanos, y su amigo médico argentino, Ernesto “Che” Guevara, se conocieron años atrás.

A Pedro le decían loco, porque no creyeron que tendría éxito en una ciudad donde solo se usaban trajes y donde la temperatura a duras penas superaba los treinta grados en los meses calurosos. Se dio cuenta de que del Distrito Federal hacia el norte se hacían muchas ferias ganaderas, en San Luis Potosí, Monterrey, Zacatecas, Durango, Jalisco, y los rancheros usaban guayaberas finas, sombreros, pantalón fino y botas. Ahí, con los políticos y empresarios, era donde encontraría la manera de hacer su propia historia.

Tuvo suerte —y colmillo—. Si la Revolución cubana le dio más ventas en Mérida, una década después, el presidente mexicano Luis Echeverría impuso las guayaberas como vestimenta oficial. Los gobernadores y otros funcionarios públicos lo imitaron para quedar bien con el jefe. Por ejemplo: si alguien de Zacatecas iba a ver al presidente, tenía que comprar una guayabera, así que iba al lugar recomendado: Guayaberas Cab.

Una de las figuras clave para el vínculo entre Guayaberas Cab y el poder fue precisamente el subsecretario de Gobernación con Echeverría, el hombre que manejó los hilos de la seguridad y el espionaje para los presidentes de México durante toda la segunda mitad del siglo XX: Francisco Gutiérrez Barrios. En 1956, doce años antes de comandar la Dirección Federal de Seguridad que ejecutó la Matanza de Tlatelolco, fue el capitán que detuvo a Castro y al Che Guevara en la colonia Tabacalera.

Gutiérrez Barrios era quien recomendaba a políticos, artistas y escritores que compraran su guayabera con Pedro, en esa misma colonia. Fue tanto el éxito que ya tenía clientes de todo México y de algunas partes de Centroamérica.

Pedro no sabía la dimensión a la que crecería su empresa. Décadas después, incluso tras su muerte, a Guayaberas Cab siguen yendo personajes públicos de México y el Caribe; presidentes como Enrique Peña Nieto, a quien por chaparro y delgado le elaboraban guayaberas de talla especial, o Felipe Calderón, a quien le eligieron el color azul, representativo de su partido político; gobernadores como Mauricio Vila de Yucatán, quien tiene medidas especiales por sus brazos largos y su cuerpo corto; Alejandro Murat de Oaxaca o Juan Sabines de Chiapas; artistas como el comediante Jorge Ortiz de Pinedo; y músicos como el panameño Rubén Blades y el dominicano Juan Luis Guerra, quien, como los italianos, tiene brazos largos.

Entre las personas que recibieron una guayabera suya, durante su expedición en el Golfo de México y el Atlántico, estuvo un presidente de Estados Unidos que le agradeció con un telegrama en inglés.

Estimado señor Cab:

Entiendo del señor John W. F. Dulles que usted fue el responsable de enviarme la bella guayabera que recientemente recibí de México. Esta nota es para garantizarle su fino trabajo y el tiempo y el esfuerzo que sé que fue necesario para hacer la prenda.

Muchas gracias y mis mejores deseos,

Sinceramente,
Dwight D. Eisenhower

Señor Pedro Cab
Num. 502 C Mérida
Yucatán
Mexico

La guayabera es el ícono del Caribe y Guayaberas Cab son el ícono del ícono del Caribe.

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El nieto de Pedro Cab Baas, rodeado de guayaberas de todo tipo, color y talla, cuenta la historia de su abuelo en la tienda boutique de Guayaberas Cab, en el segundo piso de una plaza comercial en la avenida Cámara de Comercio, en Montecristo, una de las zonas de clase alta de Mérida.

—Mi abuelo tenía un eslogan: en ropa, la grandeza de una marca se mide por las miradas que atrapa: “qué bonita playera”, “qué bonito color” —dice Pedro Rosado Cab.

En la boutique domina el blanco pero se intercalan otros: rosas, azules —marino y cielo—, pistache, turquesa, marrones, amarillos, naranja y negro. A diferencia de cuando le pedían a su abuelo principalmente guayaberas blancas, ahora las tendencias son variadas. Cree que es necesario innovar, diseñar nuevas tendencias, sin bolsas, de colores distintos, con combinaciones de telas, con mancuernas, aun rompiendo la estética de las guayaberas “tradicionales”, porque es un mercado que existe y nadie lo ha aprovechado. Es una labor que le enriquece.

—La prenda de gala en el Caribe es la guayabera. Todo lo que es Norteamérica, México, Centro y Sudamérica. Es elegante, cómoda y te viste bien.

Pedro Rosado heredó parte del negocio cuando, después de años de trabajar como vendedor de línea blanca en Whirlpool en Monterrey y en la Comisión Federal de Electricidad, su tío Jorge Cab lo invitó a encargarse de la tienda en Ciudad de México, sobre Insurgentes, a pasos del Monumento a la Revolución, mientras él viajaba por el sudeste asiático.

Casi una década atrás, su abuelo había muerto en Madrid a sus 81 años, el 9 de mayo de 1992, tan solo tres días después de recibir un premio en España por la “calidad, prestigio y elegancia en la confección de sus prendas de etiqueta y gala reconocidas a nivel mundial”.

Pedro Rosado se enamoró de las guayaberas con 39 años. Al retorno de su tío, le propuso poner una tienda en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 2001, porque no es tan cercana a Mérida como Tabasco y es una vestimenta habitual en ese estado.

Pero hay que ser conocedor del mercado, dice, porque no son las mismas guayaberas en San Cristóbal, en los Altos chiapanecos, donde por la geografía se usan colores oscuros, como rojos y azules, y telas de algodón, más gruesas, para el frío, que en la cálida y húmeda Tuxtla, donde son mejores los blancos y los colores claros, y las telas más finas, como el lino.

Como su abuelo, Pedro Rosado tuvo suerte. Juan Sabines, hijo homónimo de un exgobernador y sobrino del poeta Jaime, era diputado local cuando estableció la tienda. Pidió una guayabera en jueves y le dijo que luego se la pagaba. Pasó el viernes y pasó el sábado, sin que volviera. El político regresó el domingo.

—Siendo chiapaneco, ni mis paisanos me dieron esa confianza que tú me diste —le dijo Sabines y le compró tres guayaberas más. Cuando en 2005 se convirtió en presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez, la capital chiapaneca se “enguayaberó” y con su gubernatura, entre 2006 y 2012, la relación floreció.

Sabines tenía el proyecto de que las guayaberas tuvieran bordados artesanales chiapanecos. “Yo quiero las Guayaberas Cab”, le dijo, y pronto fueron la moda en el sur mexicano.

Cuando comenzó, dice Pedro Rosado, no sabía nada de bordados, y tuvo que ir a los pueblos en Chiapas y decir “oye, cuate, quiero unos bordados de acá”. Buscaba casa por casa para que le explicaran cuál era bordado en telar, cuál en cuadrillé, hasta que encontró los que necesitaba: bordados de inspiración chiapaneca, floreados y coloridos, para plasmarlos en las guayaberas.

Intentó innovar con semillas de café para usarlas como botones, pero descubrió que si se tostaban se quebraban y si no estaban completamente tostados, entonces teñían las guayaberas al lavarlas. Si barnizaba las semillas, entonces no olerían a café. Decidió no continuar con el proyecto e incorporó otro material tradicional de Chiapas, los botones de ámbar.

El gobernador le pidió una guayabera para entregarla durante una visita al entonces presidente Felipe Calderón, con esos diseños de bordado chiapaneco. Pedro pensó en el color azul, porque remitía al partido del presidente, averiguó la talla cuarenta del mandatario y colocó el bordado en el lado izquierdo del pecho.

—Está mal hecha —se quejó Sabines—, el bordado debe ir acá —y el político señaló el lado derecho.
—¿Quién hace la guayabera?, ¿tú o yo? —refutó Pedro.
—Tú.
—Y ¿quién gobierna el estado?
—Yo.
—Entonces, zapatero a tu zapato.

Pedro le explicó que el bordado estaba en la posición correcta, porque Calderón es zurdo, por lo que del lado derecho puso un bolsillo para la pluma.

—Tienes razón —le respondió el gobernador.

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Pedro explica:

La filipina: la única manifestación que tiene son dos: no tiene bolsas y tiene cuello Mao, cuello Mao o cuello chino, de ahí el nombre filipina. El cuello Mao da elegancia, pero no a todos les queda bien. Si tienes un cuello grueso, te queda como tortuga, si eres delgado y alto te va a lucir.

Liquiliqui: es la prenda que usa la gente humilde en Colombia, como las personas en Yucatán con la guayabera. El origen del nombre “liquiliqui” es incierto, aunque se teoriza que es una derivación del liquette, un uniforme francés de cuello cerrado.

Antes del lino, en las guayaberas se usaba mucho algodón. El algodón respira, el lino transpira; un lino, cuando estás en calor, se abre natural. El algodón cuando se moja, se cierra.

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Pedro recuerda a su abuelo como una persona que a las ocho de la mañana estaba en su negocio, salía a las dos de la tarde a comer y tomar la siesta, y volvía a las cinco.

A su familia le decía: “No te pelees con el cliente, es el que te da de comer. Convéncelo”. “Si te pregunta cuánto cuesta”, añadía, “ya tienes vendida la guayabera”.

Describe a su abuelo como “una persona muy seria, muy trabajadora, muy exigente, muy visionaria y muy audaz”.

—¿Cuál era su estilo?
—Tomaba sus medidas. Tomar medidas no es fácil. Estás pagando por un producto que va a salir a tu gusto. Si compras una vez, vuelves a comprar dos, tres veces más.

Como cuando él mismo inició en Chiapas. Pedro Rosado recibió a un niño llamado Horacio, tendría unos diez años, y su papá era jefe de seguridad del estado. Necesitaba una guayabera para su primera comunión.

Años después, en 2015 un adulto llegó a su tienda en Tuxtla:

—Hola, don Pedro —dijo—, no se acuerda de mí, ¿verdad?
—La verdad, no.
—Soy Horacio Schroeder. Vengo a comprar una guayabera, porque la que me hizo usted ya no me queda, pero hace quince años que la tengo guardada para mi hijo.

A Guayaberas Cab le han salido oportunidades de expandir su negocio a países como Panamá, un lugar de alto comercio en el centro del Caribe. Las han rechazado porque supondría entrar a la producción industrial. “No manejamos industria, cortamos con tijera en un pueblito que está acá cerca, en Chocholá”.

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El liquiliqui, a diferencia de la guayabera, es una prenda que usa la gente en Colombia. Es la prenda histórica de los Llanos en la antigua Gran Colombia, en Venezuela y en Colombia misma. El ecosistema que comparten ambos países y las principales actividades económicas que realizan, la ganadería y la agricultura, requieren de estar horas bajo el sol.

Su origen llanero, sinónimo de lo rural, en contraposición a las modas europeas de las lejanas capitales, como Caracas y Bogotá, se ha vinculado a la figura de los caudillos latinoamericanos, en especial con aquellos que se asocian a los movimientos sociales de izquierda.

En 2017, en medio de la crisis venezolana, Nicolás Maduro decretó que ese sería el año del liquiliqui, con la intención de rescatarlo como símbolo patrio. Lo nombró “traje nacional”.

El atuendo, “conformado por chaqueta y pantalón de telas de dril o de lino, generalmente de color claro, [la primera] abotonada hasta el cuello, el cual es cerrado, muy parecido al de una guerrera militar, se ajusta a la garganta con un par de yuntas o gemelos”, se “asocia a la dignidad y al orgullo de ser venezolano” y es símbolo de la identidad cultural de ese país, publicó el mandatario ese año en la Gaceta Oficial.

“Es del pueblo”, lo llamó el presidente venezolano. Años atrás, al salir de la cárcel en 1994, después del intento de golpe de Estado de 1992 contra Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez también usó un liquiliqui. Al igual que ellos, otros mandatarios de la izquierda latinoamericana, como Evo Morales, de Bolivia, y Pedro Castillo, de Perú, lo han portado.

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En cuanto a la guayabera, las rutas comerciales y sociales del Caribe impulsaron su uso en la región, y se expandió por los rincones caribeños: La Habana, Mérida, Veracruz, Cartagena, Caracas, Panamá, San José, San Juan, Santo Domingo, Aracataca.

Todo un mar, un país de agua, en el que se comparten calores tropicales y huracanes devastadores, fincas y haciendas de esclavitud, cosechas de henequén, de algodón, de café, de plátanos, de azúcar. El calor y la labor del campo fueron los grandes aliados para su expansión entre las islas y litorales caribeños, mientras que el liquiliqui se propagó en los Llanos de las patrias de Simón Bolívar; ambas son prendas hermanas de América latina. Las telas delgadas refrescan a quienes las visten y permiten aguantar las altas temperaturas húmedas, sobre todo durante las pesadas jornadas campesinas.

—Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe —dijo García Márquez cuando recibió el anuncio del Nobel.

El liquiliqui del Nobel mide 103 centímetros por 53 y es de algodón, cosido a máquina. Fue donado al Museo Nacional de Colombia por García Márquez y su esposa Mercedes en 2003.

Un artículo de la revista Semana dice que fue un regalo de los estudiantes de “Yucatán, Méjico”. Juan Villoro escribió en Palmeras de la brisa rápida que el liquiliqui fue despachado desde Mérida.

La ficha técnica en el Museo Nacional de Colombia dice: Guayaberas Cab.

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En el otoño de 1982, el periodista y escritor colombiano llegó a la tienda de don Pedro Cab. Se acababa de anunciar que García Márquez sería galardonado en diciembre en Estocolmo, Suecia, con el Premio Nobel de Literatura. Con su cheveridad caribeña era indudable que rompería cualquier protocolo de la Corona sueca y de la Real Academia de Ciencias del país nórdico. Se olvidaría del frac de etiqueta que le exigían a los occidentales. En su lugar, recordando que los galardonados podían acudir con los trajes típicos de sus culturas, haría un homenaje a su mar que tantas historias le contó y le permitió contar.

—Mire, señor Cab, yo vengo a ver si me hace una guayabera modificada —refiriéndose al liquiliqui.
—Sí se la hago, don Gabriel —le dijo Pedro Cab. Nunca le negaría una prenda a nadie y, con la duda de cómo alguien tan ilustre había llegado a su tienda, le preguntó: ¿Cómo llegó conmigo?
—Es que me mandó un buen amigo mío.
—¿Quién?
—Fidel Castro.

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