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Adri Uex es una mujer maya bisexual. Tiene veinticinco años de edad, es activista y defensora de los derechos humanos de los pueblos y comunidades originarios. Es la encargada de la comunicación en la Commaya. En un ejercicio de autorrepresentación, nada con hipil en el cenote Am (que significa “araña”).
Lejos de las grandes ciudades, en el caribe mexicano, las mujeres indígenas reconocen que la violencia machista las atraviesa por el hecho de ser mujeres. Sin embargo, llevan tiempo emprendiendo otra lucha: la del reconocimiento de su identidad. Un grupo decidió unirse para visibilizar la discriminación y la violencia de género. Fundaron la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo para dar apoyo y acompañamiento legal a otras mujeres indígenas, así como talleres, asesoría y hasta servicio de intérpretes.
In memoriam
María Noemí Yeh Chan
Sentada sobre la tierra, a los pies de un joven y frondoso yaxché, un árbol de ceiba, Flori deshoja con cuidado las rosas rojas y los crisantemos blancos, amarillos y morados, que son los cuatro colores del sagrado maíz, las variedades nativas del maíz criollo que los campesinos mayas aún preservan en sus milpas. Pétalo tras pétalo fue trazando sobre la tierra un círculo que resguarda las ofrendas del altar: velas verdes y azules en honor al corazón de la tierra y el cielo; velas rojas, amarillas, blancas y moradas; semillas, plantas medicinales como albahaca, ruda y tabaco; además de agua y miel.
Está por iniciar la ceremonia del fuego sagrado, un día de marzo de 2022, después de la revelación de la primera antimonumenta en la zona maya de Quintana Roo, una estructura de acero con el símbolo feminista —el signo de femenino, de color morado, con un puño verde cerrado al centro— para recordar a las mujeres que han sido víctimas de feminicidio en el estado. Dariana Pat, Karina Canché, Brenda Chi, Adriana Uex y Joana Pérez, integrantes de la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo, mejor conocida como la Commaya, acudieron con Flori para oficiar dicha ceremonia en agradecimiento a las abuelas y los abuelos mayas, quienes guían y fortalecen el Sak Bej de las mujeres mayas en defensa de sus derechos humanos.
“Sak Bej significa ‘camino blanco’ y eran los grandes caminos que conectaban los principales asentamientos mayas durante el periodo clásico (250–900 d. C.)”, explica el historiador José Koyoc y continúa: “sin embargo, la acepción actual tiene un sentido simbólico para hablar sobre las vivencias y resistencias de los antepasados ante el periodo de colonización, que inició en el siglo XV, pero que continúa vigente con las políticas del Estado, que no reconoce completamente a los pueblos mayas contemporáneos como sujetos de derecho”, finaliza.
Floridelma Chi Poot tiene 56 años y ha dedicado los últimos veinticinco a la medicina tradicional, que aprendió en Guatemala con los mayas quichés porque sentía que en Felipe Carrillo Puerto no le querían ayudar a desarrollar sus dones, por ser mujer, aunque desde pequeña sintió que sus manos podían curar males del cuerpo.
—Mis sobrinos siempre me decían: “Tía Flori, tía Flori, sóbame donde me lastimé”. Y yo les sobaba y el dolor se les quitaba —recuerda.
Ella es la precursora de la Commaya y la primera mujer en Felipe Carrillo Puerto en formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, un proyecto político de mujeres indígenas del país que nació en 1997 para articular y fortalecer espacios comunitarios para las mujeres. Sus ejes han sido la libre determinación y la autonomía de los pueblos indígenas, el acceso a la justicia, el respeto a la diversidad cultural de estos territorios y el ejercicio pleno de los derechos de las mujeres y los pueblos originarios. La Commaya forma parte de esta coordinación y del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas, una de las organizaciones más importantes para la promoción de políticas globales a favor de los pueblos indígenas.
—Jun Aj, ka’a Aj, óox Aj, kan Aj, jo’o Aj —dice sobre los primeros cinco rumbos del nahual Aj, que evoca la energía del retoño, mientras coloca un puñado de ajonjolí que alimenta el fuego sagrado—. Le agradecemos al sol, al viento, al agua, y les pedimos guía para encontrar nuestro hilo de la vida.
Después continúa:
—Waak Aj, u’uk Aj, waxak Aj, bolon Aj, lajun Aj, jun lajun Aj, ka’a lajun Aj, óoxljun Aj —para terminar de nombrar a los trece nahuales, que en la cultura maya son los espíritus protectores de la vida.
Su mirada se dirige hacia la copa de los árboles de yaxché, pich y jabín, que se levantan con la fuerza del viento que alborota a loros y xkaues, testigos silenciosos del ritual sagrado. “Las abuelas y los abuelos están aquí”, dice para nombrar a la energía del viento, mientras coloca un poco de estoraque en un incensario de barro para purificar el ambiente.
—Los primeros abuelos empezaron a buscar la luz porque no había. Algunos espíritus los guiaban mientras buscaban el fuego, pero pasaron por muchos obstáculos hasta que vieron la salida del sol. Los abuelos comenzaron a danzar para el sol para que no se vaya, para que el fuego se quede en nuestro camino y nos ayude a purificar todo lo que hay en nuestro corazón.
Al igual que las primeras deidades mayas en busca del fuego sagrado, Flori encontró muchos obstáculos antes de lograr cumplir sus sueños como promotora cultural y guía espiritual. Sufrió violencia, racismo y discriminación por ser mujer, por ser indígena y por no tener solvencia económica para sacar adelante a sus tres pequeños.
—Viví mucha violencia en mi matrimonio y me divorcié. No me fue nada bien en mi matrimonio. Yo no hablaba bien el español, no sabía viajar; para mí, tener un pasaporte era algo imposible. ¿Ir a otro país? No, eso era algo imposible. El detalle más fuerte era el dinero: ¿y mis hijos?
Las preocupaciones genuinas de Flori cambiarían luego de coincidir con Martha Sánchez Néstor, una activista indígena guerrerense que la invitó a formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas en 2003. Aprendió otras formas de organización colectiva con mujeres provenientes de más de veinte territorios que, como ella, tenían que luchar doblemente para obtener sus derechos, como indígenas y como mujeres. Se volvió promotora cultural, pero siempre con la intención de sembrar lo aprendido en Uh May, su hogar, una comunidad maya en el municipio de Felipe Carrillo Puerto, a poco más de doscientos kilómetros de Cancún.
En Uh May, junto con otras mujeres, hicieron actividades culturales, concurso de canto, poesía, coros infantiles e incluso fundaron un museo comunitario. Hasta 2008, cuando decidió iniciar su camino completamente dedicado a la sanación, una actividad también cooptada por los varones. Aunque durante la pandemia inició un programa de radio bilingüe, donde compartía sus recetas con hierbas medicinales para contrarrestar los males asociados al covid-19, Flori nunca se imaginó que éste sería el inicio de un Sak Bej, que más tarde se consolidaría con el esfuerzo y compromiso de las mujeres que actualmente conforman la Commaya.
—Alguna vez una compañera me dijo que aquí no nos daban la oportunidad de ser sanadoras porque somos mujeres. Y quizá tiene razón: yo tuve que salir a Guatemala para que me enseñaran los abuelos de allá —dice.
En otras ceremonias tradicionales mayas de suma importancia tampoco pueden participar las mujeres, como el Sac Ha’ (“agua blanca”), ritual sagrado para equilibrar la tierra y lo que crece en ella. Porque se cree que las mujeres no tienen la energía ni la fuerza suficientes para realizarlo.
—Una mujer no lo puede hacer. En caso de que de verdad no haya un j’meen [sanador y sabio maya], te dicen que te pongas un pantalón, una camisa y una gorra, porque te van a hacer mucho daño si los espíritus llegan a descubrir que eres mujer. Y pensé, ¿cómo me van a hacer daño mis abuelas y mis abuelos?
Flori se dirigió a su madre y le dijo convencida:
—Voy a hacer la ceremonia del Sac Ha’.
—Te voy a enseñar la receta de la bebida, pero pídele permiso a tus abuelas mujeres, para que te cuiden de las energías masculinas, de tus abuelos —le dijo su madre.
Preparó la bebida sagrada con maíz, agua, miel y cacao. Se colocó el hipil [vestido tradicional con bordados de flores o animales] más bonito que encontró, con venados bordados en punto de cruz. Se recogió el cabello y se dispuso a presentarse ante sus abuelas para pedirles protección y guía.
—Me puse muy bonita y le pedí a mis abuelas y ancestras que me acompañen para que no me hagan daño. Y así lo hice —recuerda con dicha.
A lo largo de su camino fue sembrando en tierra fértil e invitó a otras mujeres de su comunidad a construir un espacio de aprendizaje para la niñez y la juventud. Para enseñarles la importancia de su cultura como mujeres mayas, de aprender y no olvidar su lengua ni sus tradiciones, de aprender la música del mayapax, música tradicional de la región maya del centro de Quintana Roo, que se remonta a la guerra Social Maya, con los instrumentos de violín y tambor.
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En la segunda mitad del siglo XIX, Noh Cah Santa Cruz Balamna, el actual municipio de Felipe Carrillo Puerto, enfrentó la guerra Social Maya, que inició ante la expansión de la producción henequenera comercial y la propiedad privada sobre el territorio maya. Esto propició condiciones de desigualdad entre los pueblos mayas de la península de Yucatán y se realizó un levantamiento armado en contra del ejército mexicano. El papel de las mujeres en este levantamiento fue fundamental para la defensa territorial. Algunas fueron sacerdotisas y jefas militares, y otras sostenían la alimentación de los ejércitos mayas que defendían el territorio. Tal es el caso de María Petrona Uicab, señala la antropóloga Georgina Rosado, quien fue reconocida como una gran sacerdotisa, jefa militar de los cruzo’ob, nombre que se le dio a los guerreros mayas que defendían su territorio ante la expansión del henequén, y gran patrona de Tulum, hasta el cese de la guerra con la ocupación del ejército mexicano en 1901. María Petrona Uicab jugó un papel indispensable para la organización y defensa del territorio maya, entre 1867 y principios de 1900, hasta su muerte. Un siglo y medio después, en ese mismo territorio que ella defendió, su nombre —que había sido olvidado en los libros de texto, por la permanente invisibilización selectiva de las mujeres, pero siempre recordado en la tradición oral— es honrado en la primera Casa de la Mujer Indígena de Quintana Roo, que gestionan las mujeres de la Commaya.
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La Commaya está conformada por un grupo intergeneracional de diecinueve mujeres mayas profesionistas que promueven los derechos de las mujeres indígenas a través de la orientación, difusión, capacitación y acompañamiento con perspectiva de género, con enfoque de derechos humanos y respeto a la diversidad de pueblos indígenas. Brenda Chi es licenciada en Salud Comunitaria; Grecia Gutiérrez y Adriana Uex son maestras de Educación Inicial; Karina Canché es psicóloga; Dariana Pat es estudiante de Nutrición; Joana Pérez es estudiante de Derecho; y Maritza Yeh es maestra. Algunas de ellas reaprendieron el maya que, como resultado de los procesos de colonización, en muchas ocasiones no se transmitió a los descendientes. Y acompañan como traductoras certificadas los procesos de denuncia ante la omisión del Estado de garantizar la impartición de justicia en las lenguas indígenas de la población. Pero también lo aprendieron por un compromiso con su propia historia de vida; para no olvidar y para seguir tejiendo colectivamente en el territorio maya.
La Casa de la Mujer Indígena (Cami) se construyó en octubre de 2019 como uno de los proyectos clave de la Commaya; una parte se hizo con recursos del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (un organismo descentralizado del gobierno federal), pero también con recursos propios que generaron la venta de collares, tazas y bolsas que ellas mismas producen.
Karina Canché, de treinta años, es psicóloga, mayahablante y es de los miembros más antiguos. Ha acompañado a mujeres víctimas de violencia en comunidades mayas. Con recursos propios y sin un espacio físico, comenzaron a organizarse en 2018 para construir una agenda común e iniciar actividades y talleres en la promoción de los derechos de las mujeres mayas.
—Hacíamos rifas, vendíamos bolsas, collares y tazas y es así como podíamos hacer pequeñas actividades y talleres sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, que hacíamos antes de construir un espacio propio. Siempre estábamos prestando lugares, como nuestras propias casas —dice Karina.
—¿Cómo fue para las mujeres mayas hablar así de sexualidad? —pregunto.
—Depende mucho del nivel educativo. A nivel bachiller es un tema que se toma como juego, como que les da pena. Así lo asimilamos nosotras. Como que aún no lo toman con la seriedad que debieran, porque hay muchas jovencitas embarazadas de catorce, quince años, y son las que no terminan de estudiar. Y para ellos aún no es serio, pero tenemos que seguir trabajando sobre esto —agrega Grecia Gutiérrez.
La Cami nace de un proyecto de mujeres para mujeres.
—Es un proyecto en el que las mujeres tengan ese espacio en donde puedan expresarse ellas mismas y darles el apoyo que necesitan. Un espacio donde podemos dar nuestro punto de vista sobre cómo ayudar e incidir en otras mujeres —dice Karina.
Así, brindan los servicios de acompañamiento psicológico y jurídico gratuito en maya y con perspectiva de género y rompen con el formato burocrático que muchas veces niega la atención a víctimas de violencia por no hablar español. También es un hogar y un medio para enfrentar la desigualdad, para las mujeres indígenas, en el acceso a la justicia. Según el último censo del Inegi (2020), Felipe Carrillo Puerto tiene una población total de 83 990 habitantes y es el municipio con mayor número de hablantes de maya, con un total de 47 141 mayahablantes, que representa el 56%.
Esto tiene sentido si miramos la última Encuesta Nacional sobre Discriminación (2017), donde 40.3% de la población indígena declaró que se le discriminó debido a su procedencia étnica; 49.3% considera que en el país se respetan poco o nada sus derechos; y a 42.6% le negaron información o no le explicaron algún trámite, servicio o programa del gobierno. “La discriminación hacia la población indígena aumenta, dependiendo de su género, situación económica, si pertenecen a algún grupo religioso o tienen alguna discapacidad”, apunta un diagnóstico de la Commaya.
—Ser mujer maya significa que vas a vivir muchísimas formas de discriminación, de racismo y de violencias desde que inicias tu vida pública. Significa que desde pequeña probablemente te van a hacer chistes de tu cabello, tu color de piel y por como hablas. A mí me gustaba mucho usar trencitas para ir a la primaria, mi mamá me peinaba con trencitas. Y unos niños se empezaron a burlar de mi cabello. Yo soy morena y usaba trenzas. Y me decían que era la India María y empezaron a burlarse —reflexiona Adriana Uex.
Cuando Adriana, de veinticuatro años, reconoció que su historia de vida también estuvo marcada por el racismo, la discriminación y violencias por su color de piel, pudo reflejarse en la historia de sus abuelas y ancestras, que también vivieron estas violencias patriarcales, coloniales y capitalistas, dice, que niegan a las mujeres indígenas rurales.
—Quizá desde pequeñas no tenemos conocimiento de lo que le ha sucedido a nuestras ancestras, que muchas veces intentan evitar que vivas las violencias que ellas vivieron. Y, sin embargo, entiendes también que sus vidas estuvieron marcadas por violencias, que fueron raptadas y abusadas y que todo el tiempo tenían que mantener ese rol de madre que significaba sacrificar su vida por sus hijos e hijas. Y aguantar toda la violencia en el hogar y comunitaria que se vivía —reflexiona Adriana.
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—Las plantas que reunimos son las que nuestras abuelas nos enseñaron para qué sirven. Tenemos orégano, sábila, hoja de naranja y ruda, que sirven para las dolencias del cuerpo —dice Brenda Chi en casa Cami.
Es una casa blanca de un piso, con estilo arquitectónico neomaya, que impacta de sólo mirar la piedra labrada con el Tsolk’iin en el techo, que simboliza el calendario maya en su cuenta larga. Es un espacio pensado para el trabajo colectivo entre mujeres y tiene varios cuartos, que incluyen una sala de juntas con un mural de María Petrona Uicab y dos espacios de trabajo donde se redactan, diseñan e ilustran sus materiales de divulgación de los talleres que realizan. Las oficinas tienen espacio para hamacas, para el reposo de las integrantes, porque también piensan en el descanso y el autocuidado. Una de las habitaciones se ofrece como dormitorio a las mujeres de las comunidades que viajan a Felipe Carrillo Puerto y necesitan quedarse más días para darle continuidad a sus denuncias o para recibir a mujeres de otras colectivas, como artistas o talleristas que comparten sus saberes. También tiene una pequeña cocina y un comedor al aire libre, junto a un gran huerto con plantas medicinales que han construido colectivamente.
La Cami también representa un espacio de aprendizaje, autocuidado y cuidado mutuo entre sus integrantes, que han construido una hermandad. Se nombran amigas y hermanas de lucha, se acompañan en eventos importantes para ellas. Como cuando acuden a los torneos de sóftbol de Brenda Chi, un deporte que la compañera desarrolla con gran habilidad en su comunidad Uh May.
—La casa Cami para mí es mi segunda casa, mi red de apoyo, mis amigas y hermanas que son mi familia. Me han permitido y enseñado a construir juntas en colectividad para otras mujeres —dice Brenda Chi.
Las funciones al interior se rotan entre ellas para que todas puedan aprender de cada una de las áreas (salvo el área de psicología y asesoría jurídica): recepción, manejo de redes sociales, huerto medicinal, talleres de educación sexual y reproductiva.
Las abuelas están siempre presentes en el Sak Bej que caminan las integrantes de la Commaya. Sus fotografías se encuentran en un mural dedicado a ellas, con la frase “K chíimpoltik k chiicho’ob, tumen lepi’ob e’esik u sakbejil ak xíimbalo’on”, que significa: “Honramos a nuestras ancestras, porque ellas guían nuestros caminos”. Un espacio para no olvidar los linajes femeninos y la sabiduría compartida por generaciones. Ahí también se encuentran las abuelas de lucha, como la comandanta Ramona, perteneciente al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un referente principal de resistencia y autonomía de los pueblos indígenas a nivel internacional.
Dariana, otra compañera, vive en una Xa’anil Naj [casa tradicional maya] con su abuela Anita y su bisabuela Lucía. Ellas han conversado de cómo era antes Felipe Carrillo Puerto, cuando el tren atravesaba el pueblo con henequén, que propició un cambio en la vida de los campesinos mayas. Anita sacó una fotografía de su padre, Leonardo Pat, y recordaron con dicha las enseñanzas del bisabuelo de Dariana, un hombre respetado por luchar incesantemente por el pueblo maya y que pertenece a la cuarta generación de la familia de Jacinto Pat, uno de los militares mayas más reconocidos de la guerra Social Maya. “El dinero te hace pobre”, recuerdan las palabras de Leonardo.
Dariana porta un hipil, al igual que su abuela y bisabuela, quienes la criaron desde su nacimiento porque su madre tenía que salir a trabajar a la Riviera Maya para darle un sustento económico. Cuando regresó de Playa del Carmen a Felipe Carrillo Puerto, en noviembre de 2021, motivada por el amor a sus abuelas, su prima Dulce Pat, que también forma parte de la agrupación, la invitó a unirse a la Coordinadora. Es la más joven, con veinte años y de recién ingreso.
—Yo soy una mujer maya, me considero maya; me siento orgullosa de mis raíces, de la lengua que hablo, del hipil que porto, del lugar donde crecí […]. No me da pena decir que crecí en Felipe Carrillo Puerto cuando no tenía nada, cuando era monte y terracería. Me siento muy feliz y orgullosa. Tengo a mis abuelitas vivas, a mi abuelita Anita y a mi bisabuela Lucía —dice Dariana.
El amor que siente hacia ellas, por las enseñanzas de vida y cuidados que han tenido con ella desde su nacimiento, ha sido su fortaleza para iniciar su labor como defensora de los derechos de las mujeres mayas.
Pero ser una mujer maya, explica Grecia Gutiérrez, integrante de la Commaya, no sólo está relacionado con el uso del hipil o con vivir en una comunidad pequeña que hace milpa tradicional. También hay mayas que viven en las ciudades y que han migrado a sitios turísticos en busca de trabajo, como Tulum, Playa del Carmen y Cancún.
—No existe este famoso “mayómetro” que mide la “mayanidad”. Cuando se piensan los mayas, se piensa como esta cultura maya ancestral. Esto es lo que se vende, porque es lo que le conviene al turismo; este maya exotizado, este maya que se ve como los mayas de las comunidades que hacen la milpa. Sí, sí hay mayas que hacen la milpa, pero también hay mayas que viven en las ciudades, en lugares turísticos; que trabajan y viven allá. Hay mayas en las ciudades. Hay mayas que no tienen apellidos mayas, pero se reconocen como tales. Lo maya se siente desde el corazón —dice Grecia.
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En la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, entre la iglesia y el palacio municipal, el 8 de marzo de 2022 se erigió la primera antimonumenta maya de Quintana Roo para recordar a las mujeres víctimas de feminicidio en el estado. Con las leyendas “Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]” y “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob [Nunca más un México sin nosotras]”, exigieron garantizar justicia y una vida libre de violencia para aquellas que han sido asesinadas, muchas de ellas, en condiciones vulnerables por ser mujeres indígenas, migrantes centroamericanas, niñas o mujeres transexuales.
“En Quintana Roo muchas mujeres indígenas migran a sitios turísticos en búsqueda de trabajos que las alejan de sus comunidades y no cuentan con redes de apoyo. Se gesta una serie de vulnerabilidades. No sólo de la zona maya, sino que vienen de otros estados y pueblos y esto genera una dificultad para acceder a la justicia. Si muchas veces hay dificultad para tener intérpretes mayas, cuando hablamos de otras lenguas mayenses, como el chontal o tsotsil, se vuelve aún más difícil”, dice Mireille Yaryk, psicóloga que ha trabajado en programas de prevención de violencia contra las mujeres.
El año 2021 cerró, en este estado del Caribe mexicano, con la lamentable cifra de 53 mujeres asesinadas, dos de ellas menores de seis años y dos mujeres transexuales, reportó el colectivo Siempre Unidas. Asimismo, un reporte de incidencia delictiva que realizó el Observatorio de Seguridad y Género de Quintana Roo informó que, durante el primer semestre de ese año, la entidad ocupó el segundo lugar nacional por tasa de feminicidios, mientras que quedó en primer lugar en violación y en quinto en violencia familiar.
Pero los feminicidios más visibles son los que suceden en sitios turísticos como Cancún y Playa del Carmen, por ser las entidades más conocidas de Quintana Roo, y las estadísticas difícilmente toman en cuenta los cometidos fuera de esos territorios. El Informe sobre el Acceso a la Justicia para las Mujeres Indígenas, realizado por la Red Nacional de Abogadas Indígenas y otras feministas de la sociedad civil, informa que, a pesar de que en los registros de defunciones por homicidios se incluye la variable de la lengua como único indicador para determinar el origen étnico de las víctimas, no es posible saber con certeza cuántas mujeres indígenas han sido asesinadas en México pues, entre 2012 y 2017, en 41% de los casos se ignoraba la lengua de las mujeres asesinadas.
En entrevista para Gatopardo, la abogada indígena Patricia Torres Sandoval, integrante de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, explica que, para las mujeres indígenas, además de la brecha de desigualdad por género, también se ha observado el racismo institucional. “Cuando una mujer indígena va a cualquier instancia gubernamental, existe una racialización de la persona que viene de las comunidades, particularmente de mujeres cuando tienen su piel morena, cuando visten el traje de la región donde provienen, cuando hablan su lengua originaria, cuando se ve un rasgo característico, y entonces existe un desafío muy grande para que las mujeres indígenas puedan acceder a la justicia”, explica.
Por su parte, Mireille Yaryk comparte: “Estuve en la atención directa con víctimas de violencia y dentro de esto nos encontramos con dificultades como el traslado de las mujeres que tienen que salir de su comunidad, puesto que ahí no hay ministerio público. Y pasar por toda esta situación, de trasladarse de una comunidad a otra cuando hay precarización y poca comunicación de vías y accesos. Además de que en las fiscalías no todos cuentan con personal que hable maya. Entonces, cómo poder hacer una denuncia, cómo tener acceso a la justicia, cuando no se están tomando en cuenta accesos como el derecho a tener un intérprete o a poder recibir toda la información en tu lengua”.
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“Los movimientos dejaron de estar centralizados en las ciudades. Desde Carrillo, Morelos y Chunhuhub se están haciendo movilizaciones colectivas y comunitarias para exigir justicia para las mujeres mayas que han sido víctimas de violencia”, dice Grecia Gutiérrez. Por eso unieron sus voces, a las que se juntaron las colectivas de Marea Verde Quintana Roo, Colectivo Foráneas Seguras y la Red Feminista Quintanarroense en la marcha del 8M que, según medios locales, reportó una concurrencia de trescientas personas. Se pusieron sus hipiles como estandarte de lucha, bordados con punto de cruz de distintos colores, como visibilización política de su identidad y salieron a exigir justicia por todas las que faltan. Dariana usó un hipil con bordado de flores rojas, que su abuela Anita le bordó.
“Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]”, gritaron metro tras metro con el megáfono. Mujeres adultas, niñas junto con sus madres y jóvenes que viajaron desde Mérida, Chetumal y José María Morelos, que caminaron con paso firme sosteniendo pancartas y nombrando a las compañeras a las que el sistema les ha fallado. Gritaron sus nombres para no olvidarlas. Cantaron, leyeron consignas y alzaron sus puños al cielo al grito de “¡Justicia!”, con pañuelos verdes en alusión a las luchas por el derecho a tener un aborto legal, gratuito y seguro; morados para exigir que cese la violencia contra las mujeres; y rosados como símbolo de apoyo a un movimiento incluyente. Caminaron hasta llegar a la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, donde se reveló la primera antimonumenta de la zona maya, donde se nombraron a las más de 150 mujeres que han sido asesinadas en Quintana Roo, entre 2019 y 2022, desde Holbox hasta Bacalar, para que no se olvide que no son una cifra más en las estadísticas nacionales, sino mujeres cuyas historias apagó la violencia feminicida.
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Me llamo Dariana Pat. Cuando cumplí veinte, mi abuelita Anita me regaló un hipil y lo lloré, fue como que guau, muy bonito. Ahora yo porto un hipil y al portarlo me siento orgullosa, aunque la gente te vea rara y te diga que no te ves bien en ese hipil o que el color de sus hilos no va contigo. Ahora me vale lo que digan, a mí me gusta mucho usar mi hipil. Me lo pongo porque llevo una parte de mis abuelas, porque a ellas les gusta costurar mucho. Es como yo llevando a mis abuelas. Me siento orgullosa y muy agradecida de que me hayan enseñado a hablar su lengua, Jach Ki’imak in Wóol, me siento muy feliz.
Cuando recién llegué a Playa [del Carmen], yo crecí aquí con mi abuela. Ellas no entienden tanto el español y con trabajo lo hablan, entonces vivir aquí con mi abuelita fue algo muy difícil y divertido, porque aprendí el maya, entonces, pues, empecé a hablar el maya. Me gustaba platicar con ellas el maya. Incluso mi familia, cuando nos vemos, siempre tratamos de hablar en maya. Cuando yo recién llegué, me fui con la idea de que, bueno, es una ciudad, pero me imagino que ahí habrá personas que vienen de pueblos, de comunidades, entonces me fui con esa idea. Cuando yo llego, hago una semana, estábamos en vacaciones, llega el inicio de clases, recuerdo que no quería entrar a mi salón. Estaba literal colgada de la ventana. Porque recuerdo la cara de las personas... No, aquí me van a, perdón por la palabra, me van a chingar.
Pues llegué, hice amistad, pasaron días y semanas. Viene mi abuelita Anita de vacaciones aquí en Playa, llega a la escuela con mi mamá a buscarme. Y la ven con hipil. Y al día siguiente en la escuela me dicen: “No manches, eres una pueblerina” y, pues, sí fue algo que me sacó mucho de onda y, pues, como una semana me dijeron cosas en la escuela. Incluso había maestros que son muy, muy... se dejan llevar por los alumnos. Entonces, cuando le decían “ella sabe maya”, yo sentía que lo tomaban como “¡que pase la mayera!”. Lo tomé como burla, sí sentía que se burlaban de mí.
En los parques de Xcaret o Xplor, no sé si te has dado cuenta, las meseras a veces están de hipil. Un día yo iba en un camión, tranquila, y escuché el comentario de un señor: le pregunta a una de las que iba con nosotras si trabajábamos en algún grupo de hotel o parque y que si no sabía si estaban solicitando trabajo. Todo porque me vio con hipil.
Y el día de la marcha [8M] me vieron salir con el hipil y le preguntaron a mi abuela que por qué yo estoy portando un hipil si no soy maya, si no soy indígena. Y yo dije, guau, cómo hay gente que puede ser tan así... Y pues ya yo le dije a mi abuelita: “Yo sí me considero maya”.
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Las velas se consumieron, al igual que los pétalos de las flores, las semillas de ajonjolí y las hojas de tabaco que se quemaron en ofrenda a las abuelas. Todo eso se transformó en una gran llama de fuego viviente. Ese mismo fuego que transforma el maíz en las tortillas que han alimentado a los pueblos indígenas mesoamericanos desde tiempos remotos. Flori se hincó sobre la tierra con las manos y la frente al suelo; también lo hicieron Adriana, Karina y Brenda, en un acto de respeto a las abuelas y los abuelos. El ambiente se tornó solemne. Los pájaros siguieron compartiendo sus cantos y el viento continuó su curso.
—A pesar de todas las violencias, ser una mujer maya para mí también ha significado que mi caminar está lleno de nuevas experiencias, de conocer a mujeres que también han luchado abriendo el camino —reflexiona Adriana, con agradecimiento—. Significa que estoy orgullosa y admiro a la persona que estoy construyendo y que cada día se construye con las experiencias que hemos vivido y se enriquece con la voz de otras mujeres.
El Sak Bej de Flori está acompañado con mucha fuerza femenina, mujeres que acuden a ella buscando una sanación y espiritualidad reconfortantes ante un panorama adverso. Ésta es ahora su manera de acompañar los procesos de defensa del territorio maya y cuidado de las mujeres, un trabajo que es admirado y reconocido entre muchas colectivas mayas y organizaciones de base comunitaria.
—Valió la pena todo lo que hice, ése es mi regalo. Cuando veo a las muchachas de Cami: a Maritza, Grecia, Adriana, Brenda... cuando vienen, me ven y me abrazan, me siento tan bien. Cuando escucho a mis pacientes... Hay mucho alrededor de mí. Sí valió la pena todo lo que yo pasé, todos los obstáculos que tuve que cruzar. Me siento muy plena, muy satisfecha —dice Flori con lágrimas en los ojos.
Flori, Maritza, Grecia, Adriana, Dulce, Karina, Brenda, Joana y Dariana caminan juntas en el mismo Sak Bej. Y construyen diariamente espacios de aprendizaje como mujeres mayas, a partir de la diferencia y el respeto mutuo.
Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” [Nunca más un México sin nosotras] también denuncian las violaciones a sus derechos colectivos, la imposición de megaproyectos que atentan contra el bienestar de sus comunidades. Y denuncian los extractivismos epistémicos y culturales, que folclorizan su cultura y la reducen a un espectáculo comercial en la Riviera Maya, donde los hipiles se vuelven uniformes de trabajo en los restaurantes para extranjeros. Y en donde el pueblo maya, que migra en busca de un trabajo remunerado, es el rostro oculto en los servicios. Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” también cuestionan los feminismos occidentales que no las representan, mientras reconocen las violencias patriarcales que las atraviesan; denuncian la falta de atención, con perspectiva intercultural y de género, en los servicios públicos de salud y en las instancias de justicia. Ante la incertidumbre que genera el actual panorama peninsular, continúan construyendo en colectividad y trabajando incesantemente para que otras mujeres mayas puedan vivir una vida libre de violencia.
Este reportaje se realizó con el apoyo
de la Fundación W. K. Kellogg.
Lejos de las grandes ciudades, en el caribe mexicano, las mujeres indígenas reconocen que la violencia machista las atraviesa por el hecho de ser mujeres. Sin embargo, llevan tiempo emprendiendo otra lucha: la del reconocimiento de su identidad. Un grupo decidió unirse para visibilizar la discriminación y la violencia de género. Fundaron la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo para dar apoyo y acompañamiento legal a otras mujeres indígenas, así como talleres, asesoría y hasta servicio de intérpretes.
In memoriam
María Noemí Yeh Chan
Sentada sobre la tierra, a los pies de un joven y frondoso yaxché, un árbol de ceiba, Flori deshoja con cuidado las rosas rojas y los crisantemos blancos, amarillos y morados, que son los cuatro colores del sagrado maíz, las variedades nativas del maíz criollo que los campesinos mayas aún preservan en sus milpas. Pétalo tras pétalo fue trazando sobre la tierra un círculo que resguarda las ofrendas del altar: velas verdes y azules en honor al corazón de la tierra y el cielo; velas rojas, amarillas, blancas y moradas; semillas, plantas medicinales como albahaca, ruda y tabaco; además de agua y miel.
Está por iniciar la ceremonia del fuego sagrado, un día de marzo de 2022, después de la revelación de la primera antimonumenta en la zona maya de Quintana Roo, una estructura de acero con el símbolo feminista —el signo de femenino, de color morado, con un puño verde cerrado al centro— para recordar a las mujeres que han sido víctimas de feminicidio en el estado. Dariana Pat, Karina Canché, Brenda Chi, Adriana Uex y Joana Pérez, integrantes de la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo, mejor conocida como la Commaya, acudieron con Flori para oficiar dicha ceremonia en agradecimiento a las abuelas y los abuelos mayas, quienes guían y fortalecen el Sak Bej de las mujeres mayas en defensa de sus derechos humanos.
“Sak Bej significa ‘camino blanco’ y eran los grandes caminos que conectaban los principales asentamientos mayas durante el periodo clásico (250–900 d. C.)”, explica el historiador José Koyoc y continúa: “sin embargo, la acepción actual tiene un sentido simbólico para hablar sobre las vivencias y resistencias de los antepasados ante el periodo de colonización, que inició en el siglo XV, pero que continúa vigente con las políticas del Estado, que no reconoce completamente a los pueblos mayas contemporáneos como sujetos de derecho”, finaliza.
Floridelma Chi Poot tiene 56 años y ha dedicado los últimos veinticinco a la medicina tradicional, que aprendió en Guatemala con los mayas quichés porque sentía que en Felipe Carrillo Puerto no le querían ayudar a desarrollar sus dones, por ser mujer, aunque desde pequeña sintió que sus manos podían curar males del cuerpo.
—Mis sobrinos siempre me decían: “Tía Flori, tía Flori, sóbame donde me lastimé”. Y yo les sobaba y el dolor se les quitaba —recuerda.
Ella es la precursora de la Commaya y la primera mujer en Felipe Carrillo Puerto en formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, un proyecto político de mujeres indígenas del país que nació en 1997 para articular y fortalecer espacios comunitarios para las mujeres. Sus ejes han sido la libre determinación y la autonomía de los pueblos indígenas, el acceso a la justicia, el respeto a la diversidad cultural de estos territorios y el ejercicio pleno de los derechos de las mujeres y los pueblos originarios. La Commaya forma parte de esta coordinación y del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas, una de las organizaciones más importantes para la promoción de políticas globales a favor de los pueblos indígenas.
—Jun Aj, ka’a Aj, óox Aj, kan Aj, jo’o Aj —dice sobre los primeros cinco rumbos del nahual Aj, que evoca la energía del retoño, mientras coloca un puñado de ajonjolí que alimenta el fuego sagrado—. Le agradecemos al sol, al viento, al agua, y les pedimos guía para encontrar nuestro hilo de la vida.
Después continúa:
—Waak Aj, u’uk Aj, waxak Aj, bolon Aj, lajun Aj, jun lajun Aj, ka’a lajun Aj, óoxljun Aj —para terminar de nombrar a los trece nahuales, que en la cultura maya son los espíritus protectores de la vida.
Su mirada se dirige hacia la copa de los árboles de yaxché, pich y jabín, que se levantan con la fuerza del viento que alborota a loros y xkaues, testigos silenciosos del ritual sagrado. “Las abuelas y los abuelos están aquí”, dice para nombrar a la energía del viento, mientras coloca un poco de estoraque en un incensario de barro para purificar el ambiente.
—Los primeros abuelos empezaron a buscar la luz porque no había. Algunos espíritus los guiaban mientras buscaban el fuego, pero pasaron por muchos obstáculos hasta que vieron la salida del sol. Los abuelos comenzaron a danzar para el sol para que no se vaya, para que el fuego se quede en nuestro camino y nos ayude a purificar todo lo que hay en nuestro corazón.
Al igual que las primeras deidades mayas en busca del fuego sagrado, Flori encontró muchos obstáculos antes de lograr cumplir sus sueños como promotora cultural y guía espiritual. Sufrió violencia, racismo y discriminación por ser mujer, por ser indígena y por no tener solvencia económica para sacar adelante a sus tres pequeños.
—Viví mucha violencia en mi matrimonio y me divorcié. No me fue nada bien en mi matrimonio. Yo no hablaba bien el español, no sabía viajar; para mí, tener un pasaporte era algo imposible. ¿Ir a otro país? No, eso era algo imposible. El detalle más fuerte era el dinero: ¿y mis hijos?
Las preocupaciones genuinas de Flori cambiarían luego de coincidir con Martha Sánchez Néstor, una activista indígena guerrerense que la invitó a formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas en 2003. Aprendió otras formas de organización colectiva con mujeres provenientes de más de veinte territorios que, como ella, tenían que luchar doblemente para obtener sus derechos, como indígenas y como mujeres. Se volvió promotora cultural, pero siempre con la intención de sembrar lo aprendido en Uh May, su hogar, una comunidad maya en el municipio de Felipe Carrillo Puerto, a poco más de doscientos kilómetros de Cancún.
En Uh May, junto con otras mujeres, hicieron actividades culturales, concurso de canto, poesía, coros infantiles e incluso fundaron un museo comunitario. Hasta 2008, cuando decidió iniciar su camino completamente dedicado a la sanación, una actividad también cooptada por los varones. Aunque durante la pandemia inició un programa de radio bilingüe, donde compartía sus recetas con hierbas medicinales para contrarrestar los males asociados al covid-19, Flori nunca se imaginó que éste sería el inicio de un Sak Bej, que más tarde se consolidaría con el esfuerzo y compromiso de las mujeres que actualmente conforman la Commaya.
—Alguna vez una compañera me dijo que aquí no nos daban la oportunidad de ser sanadoras porque somos mujeres. Y quizá tiene razón: yo tuve que salir a Guatemala para que me enseñaran los abuelos de allá —dice.
En otras ceremonias tradicionales mayas de suma importancia tampoco pueden participar las mujeres, como el Sac Ha’ (“agua blanca”), ritual sagrado para equilibrar la tierra y lo que crece en ella. Porque se cree que las mujeres no tienen la energía ni la fuerza suficientes para realizarlo.
—Una mujer no lo puede hacer. En caso de que de verdad no haya un j’meen [sanador y sabio maya], te dicen que te pongas un pantalón, una camisa y una gorra, porque te van a hacer mucho daño si los espíritus llegan a descubrir que eres mujer. Y pensé, ¿cómo me van a hacer daño mis abuelas y mis abuelos?
Flori se dirigió a su madre y le dijo convencida:
—Voy a hacer la ceremonia del Sac Ha’.
—Te voy a enseñar la receta de la bebida, pero pídele permiso a tus abuelas mujeres, para que te cuiden de las energías masculinas, de tus abuelos —le dijo su madre.
Preparó la bebida sagrada con maíz, agua, miel y cacao. Se colocó el hipil [vestido tradicional con bordados de flores o animales] más bonito que encontró, con venados bordados en punto de cruz. Se recogió el cabello y se dispuso a presentarse ante sus abuelas para pedirles protección y guía.
—Me puse muy bonita y le pedí a mis abuelas y ancestras que me acompañen para que no me hagan daño. Y así lo hice —recuerda con dicha.
A lo largo de su camino fue sembrando en tierra fértil e invitó a otras mujeres de su comunidad a construir un espacio de aprendizaje para la niñez y la juventud. Para enseñarles la importancia de su cultura como mujeres mayas, de aprender y no olvidar su lengua ni sus tradiciones, de aprender la música del mayapax, música tradicional de la región maya del centro de Quintana Roo, que se remonta a la guerra Social Maya, con los instrumentos de violín y tambor.
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En la segunda mitad del siglo XIX, Noh Cah Santa Cruz Balamna, el actual municipio de Felipe Carrillo Puerto, enfrentó la guerra Social Maya, que inició ante la expansión de la producción henequenera comercial y la propiedad privada sobre el territorio maya. Esto propició condiciones de desigualdad entre los pueblos mayas de la península de Yucatán y se realizó un levantamiento armado en contra del ejército mexicano. El papel de las mujeres en este levantamiento fue fundamental para la defensa territorial. Algunas fueron sacerdotisas y jefas militares, y otras sostenían la alimentación de los ejércitos mayas que defendían el territorio. Tal es el caso de María Petrona Uicab, señala la antropóloga Georgina Rosado, quien fue reconocida como una gran sacerdotisa, jefa militar de los cruzo’ob, nombre que se le dio a los guerreros mayas que defendían su territorio ante la expansión del henequén, y gran patrona de Tulum, hasta el cese de la guerra con la ocupación del ejército mexicano en 1901. María Petrona Uicab jugó un papel indispensable para la organización y defensa del territorio maya, entre 1867 y principios de 1900, hasta su muerte. Un siglo y medio después, en ese mismo territorio que ella defendió, su nombre —que había sido olvidado en los libros de texto, por la permanente invisibilización selectiva de las mujeres, pero siempre recordado en la tradición oral— es honrado en la primera Casa de la Mujer Indígena de Quintana Roo, que gestionan las mujeres de la Commaya.
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La Commaya está conformada por un grupo intergeneracional de diecinueve mujeres mayas profesionistas que promueven los derechos de las mujeres indígenas a través de la orientación, difusión, capacitación y acompañamiento con perspectiva de género, con enfoque de derechos humanos y respeto a la diversidad de pueblos indígenas. Brenda Chi es licenciada en Salud Comunitaria; Grecia Gutiérrez y Adriana Uex son maestras de Educación Inicial; Karina Canché es psicóloga; Dariana Pat es estudiante de Nutrición; Joana Pérez es estudiante de Derecho; y Maritza Yeh es maestra. Algunas de ellas reaprendieron el maya que, como resultado de los procesos de colonización, en muchas ocasiones no se transmitió a los descendientes. Y acompañan como traductoras certificadas los procesos de denuncia ante la omisión del Estado de garantizar la impartición de justicia en las lenguas indígenas de la población. Pero también lo aprendieron por un compromiso con su propia historia de vida; para no olvidar y para seguir tejiendo colectivamente en el territorio maya.
La Casa de la Mujer Indígena (Cami) se construyó en octubre de 2019 como uno de los proyectos clave de la Commaya; una parte se hizo con recursos del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (un organismo descentralizado del gobierno federal), pero también con recursos propios que generaron la venta de collares, tazas y bolsas que ellas mismas producen.
Karina Canché, de treinta años, es psicóloga, mayahablante y es de los miembros más antiguos. Ha acompañado a mujeres víctimas de violencia en comunidades mayas. Con recursos propios y sin un espacio físico, comenzaron a organizarse en 2018 para construir una agenda común e iniciar actividades y talleres en la promoción de los derechos de las mujeres mayas.
—Hacíamos rifas, vendíamos bolsas, collares y tazas y es así como podíamos hacer pequeñas actividades y talleres sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, que hacíamos antes de construir un espacio propio. Siempre estábamos prestando lugares, como nuestras propias casas —dice Karina.
—¿Cómo fue para las mujeres mayas hablar así de sexualidad? —pregunto.
—Depende mucho del nivel educativo. A nivel bachiller es un tema que se toma como juego, como que les da pena. Así lo asimilamos nosotras. Como que aún no lo toman con la seriedad que debieran, porque hay muchas jovencitas embarazadas de catorce, quince años, y son las que no terminan de estudiar. Y para ellos aún no es serio, pero tenemos que seguir trabajando sobre esto —agrega Grecia Gutiérrez.
La Cami nace de un proyecto de mujeres para mujeres.
—Es un proyecto en el que las mujeres tengan ese espacio en donde puedan expresarse ellas mismas y darles el apoyo que necesitan. Un espacio donde podemos dar nuestro punto de vista sobre cómo ayudar e incidir en otras mujeres —dice Karina.
Así, brindan los servicios de acompañamiento psicológico y jurídico gratuito en maya y con perspectiva de género y rompen con el formato burocrático que muchas veces niega la atención a víctimas de violencia por no hablar español. También es un hogar y un medio para enfrentar la desigualdad, para las mujeres indígenas, en el acceso a la justicia. Según el último censo del Inegi (2020), Felipe Carrillo Puerto tiene una población total de 83 990 habitantes y es el municipio con mayor número de hablantes de maya, con un total de 47 141 mayahablantes, que representa el 56%.
Esto tiene sentido si miramos la última Encuesta Nacional sobre Discriminación (2017), donde 40.3% de la población indígena declaró que se le discriminó debido a su procedencia étnica; 49.3% considera que en el país se respetan poco o nada sus derechos; y a 42.6% le negaron información o no le explicaron algún trámite, servicio o programa del gobierno. “La discriminación hacia la población indígena aumenta, dependiendo de su género, situación económica, si pertenecen a algún grupo religioso o tienen alguna discapacidad”, apunta un diagnóstico de la Commaya.
—Ser mujer maya significa que vas a vivir muchísimas formas de discriminación, de racismo y de violencias desde que inicias tu vida pública. Significa que desde pequeña probablemente te van a hacer chistes de tu cabello, tu color de piel y por como hablas. A mí me gustaba mucho usar trencitas para ir a la primaria, mi mamá me peinaba con trencitas. Y unos niños se empezaron a burlar de mi cabello. Yo soy morena y usaba trenzas. Y me decían que era la India María y empezaron a burlarse —reflexiona Adriana Uex.
Cuando Adriana, de veinticuatro años, reconoció que su historia de vida también estuvo marcada por el racismo, la discriminación y violencias por su color de piel, pudo reflejarse en la historia de sus abuelas y ancestras, que también vivieron estas violencias patriarcales, coloniales y capitalistas, dice, que niegan a las mujeres indígenas rurales.
—Quizá desde pequeñas no tenemos conocimiento de lo que le ha sucedido a nuestras ancestras, que muchas veces intentan evitar que vivas las violencias que ellas vivieron. Y, sin embargo, entiendes también que sus vidas estuvieron marcadas por violencias, que fueron raptadas y abusadas y que todo el tiempo tenían que mantener ese rol de madre que significaba sacrificar su vida por sus hijos e hijas. Y aguantar toda la violencia en el hogar y comunitaria que se vivía —reflexiona Adriana.
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—Las plantas que reunimos son las que nuestras abuelas nos enseñaron para qué sirven. Tenemos orégano, sábila, hoja de naranja y ruda, que sirven para las dolencias del cuerpo —dice Brenda Chi en casa Cami.
Es una casa blanca de un piso, con estilo arquitectónico neomaya, que impacta de sólo mirar la piedra labrada con el Tsolk’iin en el techo, que simboliza el calendario maya en su cuenta larga. Es un espacio pensado para el trabajo colectivo entre mujeres y tiene varios cuartos, que incluyen una sala de juntas con un mural de María Petrona Uicab y dos espacios de trabajo donde se redactan, diseñan e ilustran sus materiales de divulgación de los talleres que realizan. Las oficinas tienen espacio para hamacas, para el reposo de las integrantes, porque también piensan en el descanso y el autocuidado. Una de las habitaciones se ofrece como dormitorio a las mujeres de las comunidades que viajan a Felipe Carrillo Puerto y necesitan quedarse más días para darle continuidad a sus denuncias o para recibir a mujeres de otras colectivas, como artistas o talleristas que comparten sus saberes. También tiene una pequeña cocina y un comedor al aire libre, junto a un gran huerto con plantas medicinales que han construido colectivamente.
La Cami también representa un espacio de aprendizaje, autocuidado y cuidado mutuo entre sus integrantes, que han construido una hermandad. Se nombran amigas y hermanas de lucha, se acompañan en eventos importantes para ellas. Como cuando acuden a los torneos de sóftbol de Brenda Chi, un deporte que la compañera desarrolla con gran habilidad en su comunidad Uh May.
—La casa Cami para mí es mi segunda casa, mi red de apoyo, mis amigas y hermanas que son mi familia. Me han permitido y enseñado a construir juntas en colectividad para otras mujeres —dice Brenda Chi.
Las funciones al interior se rotan entre ellas para que todas puedan aprender de cada una de las áreas (salvo el área de psicología y asesoría jurídica): recepción, manejo de redes sociales, huerto medicinal, talleres de educación sexual y reproductiva.
Las abuelas están siempre presentes en el Sak Bej que caminan las integrantes de la Commaya. Sus fotografías se encuentran en un mural dedicado a ellas, con la frase “K chíimpoltik k chiicho’ob, tumen lepi’ob e’esik u sakbejil ak xíimbalo’on”, que significa: “Honramos a nuestras ancestras, porque ellas guían nuestros caminos”. Un espacio para no olvidar los linajes femeninos y la sabiduría compartida por generaciones. Ahí también se encuentran las abuelas de lucha, como la comandanta Ramona, perteneciente al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un referente principal de resistencia y autonomía de los pueblos indígenas a nivel internacional.
Dariana, otra compañera, vive en una Xa’anil Naj [casa tradicional maya] con su abuela Anita y su bisabuela Lucía. Ellas han conversado de cómo era antes Felipe Carrillo Puerto, cuando el tren atravesaba el pueblo con henequén, que propició un cambio en la vida de los campesinos mayas. Anita sacó una fotografía de su padre, Leonardo Pat, y recordaron con dicha las enseñanzas del bisabuelo de Dariana, un hombre respetado por luchar incesantemente por el pueblo maya y que pertenece a la cuarta generación de la familia de Jacinto Pat, uno de los militares mayas más reconocidos de la guerra Social Maya. “El dinero te hace pobre”, recuerdan las palabras de Leonardo.
Dariana porta un hipil, al igual que su abuela y bisabuela, quienes la criaron desde su nacimiento porque su madre tenía que salir a trabajar a la Riviera Maya para darle un sustento económico. Cuando regresó de Playa del Carmen a Felipe Carrillo Puerto, en noviembre de 2021, motivada por el amor a sus abuelas, su prima Dulce Pat, que también forma parte de la agrupación, la invitó a unirse a la Coordinadora. Es la más joven, con veinte años y de recién ingreso.
—Yo soy una mujer maya, me considero maya; me siento orgullosa de mis raíces, de la lengua que hablo, del hipil que porto, del lugar donde crecí […]. No me da pena decir que crecí en Felipe Carrillo Puerto cuando no tenía nada, cuando era monte y terracería. Me siento muy feliz y orgullosa. Tengo a mis abuelitas vivas, a mi abuelita Anita y a mi bisabuela Lucía —dice Dariana.
El amor que siente hacia ellas, por las enseñanzas de vida y cuidados que han tenido con ella desde su nacimiento, ha sido su fortaleza para iniciar su labor como defensora de los derechos de las mujeres mayas.
Pero ser una mujer maya, explica Grecia Gutiérrez, integrante de la Commaya, no sólo está relacionado con el uso del hipil o con vivir en una comunidad pequeña que hace milpa tradicional. También hay mayas que viven en las ciudades y que han migrado a sitios turísticos en busca de trabajo, como Tulum, Playa del Carmen y Cancún.
—No existe este famoso “mayómetro” que mide la “mayanidad”. Cuando se piensan los mayas, se piensa como esta cultura maya ancestral. Esto es lo que se vende, porque es lo que le conviene al turismo; este maya exotizado, este maya que se ve como los mayas de las comunidades que hacen la milpa. Sí, sí hay mayas que hacen la milpa, pero también hay mayas que viven en las ciudades, en lugares turísticos; que trabajan y viven allá. Hay mayas en las ciudades. Hay mayas que no tienen apellidos mayas, pero se reconocen como tales. Lo maya se siente desde el corazón —dice Grecia.
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En la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, entre la iglesia y el palacio municipal, el 8 de marzo de 2022 se erigió la primera antimonumenta maya de Quintana Roo para recordar a las mujeres víctimas de feminicidio en el estado. Con las leyendas “Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]” y “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob [Nunca más un México sin nosotras]”, exigieron garantizar justicia y una vida libre de violencia para aquellas que han sido asesinadas, muchas de ellas, en condiciones vulnerables por ser mujeres indígenas, migrantes centroamericanas, niñas o mujeres transexuales.
“En Quintana Roo muchas mujeres indígenas migran a sitios turísticos en búsqueda de trabajos que las alejan de sus comunidades y no cuentan con redes de apoyo. Se gesta una serie de vulnerabilidades. No sólo de la zona maya, sino que vienen de otros estados y pueblos y esto genera una dificultad para acceder a la justicia. Si muchas veces hay dificultad para tener intérpretes mayas, cuando hablamos de otras lenguas mayenses, como el chontal o tsotsil, se vuelve aún más difícil”, dice Mireille Yaryk, psicóloga que ha trabajado en programas de prevención de violencia contra las mujeres.
El año 2021 cerró, en este estado del Caribe mexicano, con la lamentable cifra de 53 mujeres asesinadas, dos de ellas menores de seis años y dos mujeres transexuales, reportó el colectivo Siempre Unidas. Asimismo, un reporte de incidencia delictiva que realizó el Observatorio de Seguridad y Género de Quintana Roo informó que, durante el primer semestre de ese año, la entidad ocupó el segundo lugar nacional por tasa de feminicidios, mientras que quedó en primer lugar en violación y en quinto en violencia familiar.
Pero los feminicidios más visibles son los que suceden en sitios turísticos como Cancún y Playa del Carmen, por ser las entidades más conocidas de Quintana Roo, y las estadísticas difícilmente toman en cuenta los cometidos fuera de esos territorios. El Informe sobre el Acceso a la Justicia para las Mujeres Indígenas, realizado por la Red Nacional de Abogadas Indígenas y otras feministas de la sociedad civil, informa que, a pesar de que en los registros de defunciones por homicidios se incluye la variable de la lengua como único indicador para determinar el origen étnico de las víctimas, no es posible saber con certeza cuántas mujeres indígenas han sido asesinadas en México pues, entre 2012 y 2017, en 41% de los casos se ignoraba la lengua de las mujeres asesinadas.
En entrevista para Gatopardo, la abogada indígena Patricia Torres Sandoval, integrante de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, explica que, para las mujeres indígenas, además de la brecha de desigualdad por género, también se ha observado el racismo institucional. “Cuando una mujer indígena va a cualquier instancia gubernamental, existe una racialización de la persona que viene de las comunidades, particularmente de mujeres cuando tienen su piel morena, cuando visten el traje de la región donde provienen, cuando hablan su lengua originaria, cuando se ve un rasgo característico, y entonces existe un desafío muy grande para que las mujeres indígenas puedan acceder a la justicia”, explica.
Por su parte, Mireille Yaryk comparte: “Estuve en la atención directa con víctimas de violencia y dentro de esto nos encontramos con dificultades como el traslado de las mujeres que tienen que salir de su comunidad, puesto que ahí no hay ministerio público. Y pasar por toda esta situación, de trasladarse de una comunidad a otra cuando hay precarización y poca comunicación de vías y accesos. Además de que en las fiscalías no todos cuentan con personal que hable maya. Entonces, cómo poder hacer una denuncia, cómo tener acceso a la justicia, cuando no se están tomando en cuenta accesos como el derecho a tener un intérprete o a poder recibir toda la información en tu lengua”.
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“Los movimientos dejaron de estar centralizados en las ciudades. Desde Carrillo, Morelos y Chunhuhub se están haciendo movilizaciones colectivas y comunitarias para exigir justicia para las mujeres mayas que han sido víctimas de violencia”, dice Grecia Gutiérrez. Por eso unieron sus voces, a las que se juntaron las colectivas de Marea Verde Quintana Roo, Colectivo Foráneas Seguras y la Red Feminista Quintanarroense en la marcha del 8M que, según medios locales, reportó una concurrencia de trescientas personas. Se pusieron sus hipiles como estandarte de lucha, bordados con punto de cruz de distintos colores, como visibilización política de su identidad y salieron a exigir justicia por todas las que faltan. Dariana usó un hipil con bordado de flores rojas, que su abuela Anita le bordó.
“Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]”, gritaron metro tras metro con el megáfono. Mujeres adultas, niñas junto con sus madres y jóvenes que viajaron desde Mérida, Chetumal y José María Morelos, que caminaron con paso firme sosteniendo pancartas y nombrando a las compañeras a las que el sistema les ha fallado. Gritaron sus nombres para no olvidarlas. Cantaron, leyeron consignas y alzaron sus puños al cielo al grito de “¡Justicia!”, con pañuelos verdes en alusión a las luchas por el derecho a tener un aborto legal, gratuito y seguro; morados para exigir que cese la violencia contra las mujeres; y rosados como símbolo de apoyo a un movimiento incluyente. Caminaron hasta llegar a la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, donde se reveló la primera antimonumenta de la zona maya, donde se nombraron a las más de 150 mujeres que han sido asesinadas en Quintana Roo, entre 2019 y 2022, desde Holbox hasta Bacalar, para que no se olvide que no son una cifra más en las estadísticas nacionales, sino mujeres cuyas historias apagó la violencia feminicida.
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Me llamo Dariana Pat. Cuando cumplí veinte, mi abuelita Anita me regaló un hipil y lo lloré, fue como que guau, muy bonito. Ahora yo porto un hipil y al portarlo me siento orgullosa, aunque la gente te vea rara y te diga que no te ves bien en ese hipil o que el color de sus hilos no va contigo. Ahora me vale lo que digan, a mí me gusta mucho usar mi hipil. Me lo pongo porque llevo una parte de mis abuelas, porque a ellas les gusta costurar mucho. Es como yo llevando a mis abuelas. Me siento orgullosa y muy agradecida de que me hayan enseñado a hablar su lengua, Jach Ki’imak in Wóol, me siento muy feliz.
Cuando recién llegué a Playa [del Carmen], yo crecí aquí con mi abuela. Ellas no entienden tanto el español y con trabajo lo hablan, entonces vivir aquí con mi abuelita fue algo muy difícil y divertido, porque aprendí el maya, entonces, pues, empecé a hablar el maya. Me gustaba platicar con ellas el maya. Incluso mi familia, cuando nos vemos, siempre tratamos de hablar en maya. Cuando yo recién llegué, me fui con la idea de que, bueno, es una ciudad, pero me imagino que ahí habrá personas que vienen de pueblos, de comunidades, entonces me fui con esa idea. Cuando yo llego, hago una semana, estábamos en vacaciones, llega el inicio de clases, recuerdo que no quería entrar a mi salón. Estaba literal colgada de la ventana. Porque recuerdo la cara de las personas... No, aquí me van a, perdón por la palabra, me van a chingar.
Pues llegué, hice amistad, pasaron días y semanas. Viene mi abuelita Anita de vacaciones aquí en Playa, llega a la escuela con mi mamá a buscarme. Y la ven con hipil. Y al día siguiente en la escuela me dicen: “No manches, eres una pueblerina” y, pues, sí fue algo que me sacó mucho de onda y, pues, como una semana me dijeron cosas en la escuela. Incluso había maestros que son muy, muy... se dejan llevar por los alumnos. Entonces, cuando le decían “ella sabe maya”, yo sentía que lo tomaban como “¡que pase la mayera!”. Lo tomé como burla, sí sentía que se burlaban de mí.
En los parques de Xcaret o Xplor, no sé si te has dado cuenta, las meseras a veces están de hipil. Un día yo iba en un camión, tranquila, y escuché el comentario de un señor: le pregunta a una de las que iba con nosotras si trabajábamos en algún grupo de hotel o parque y que si no sabía si estaban solicitando trabajo. Todo porque me vio con hipil.
Y el día de la marcha [8M] me vieron salir con el hipil y le preguntaron a mi abuela que por qué yo estoy portando un hipil si no soy maya, si no soy indígena. Y yo dije, guau, cómo hay gente que puede ser tan así... Y pues ya yo le dije a mi abuelita: “Yo sí me considero maya”.
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Las velas se consumieron, al igual que los pétalos de las flores, las semillas de ajonjolí y las hojas de tabaco que se quemaron en ofrenda a las abuelas. Todo eso se transformó en una gran llama de fuego viviente. Ese mismo fuego que transforma el maíz en las tortillas que han alimentado a los pueblos indígenas mesoamericanos desde tiempos remotos. Flori se hincó sobre la tierra con las manos y la frente al suelo; también lo hicieron Adriana, Karina y Brenda, en un acto de respeto a las abuelas y los abuelos. El ambiente se tornó solemne. Los pájaros siguieron compartiendo sus cantos y el viento continuó su curso.
—A pesar de todas las violencias, ser una mujer maya para mí también ha significado que mi caminar está lleno de nuevas experiencias, de conocer a mujeres que también han luchado abriendo el camino —reflexiona Adriana, con agradecimiento—. Significa que estoy orgullosa y admiro a la persona que estoy construyendo y que cada día se construye con las experiencias que hemos vivido y se enriquece con la voz de otras mujeres.
El Sak Bej de Flori está acompañado con mucha fuerza femenina, mujeres que acuden a ella buscando una sanación y espiritualidad reconfortantes ante un panorama adverso. Ésta es ahora su manera de acompañar los procesos de defensa del territorio maya y cuidado de las mujeres, un trabajo que es admirado y reconocido entre muchas colectivas mayas y organizaciones de base comunitaria.
—Valió la pena todo lo que hice, ése es mi regalo. Cuando veo a las muchachas de Cami: a Maritza, Grecia, Adriana, Brenda... cuando vienen, me ven y me abrazan, me siento tan bien. Cuando escucho a mis pacientes... Hay mucho alrededor de mí. Sí valió la pena todo lo que yo pasé, todos los obstáculos que tuve que cruzar. Me siento muy plena, muy satisfecha —dice Flori con lágrimas en los ojos.
Flori, Maritza, Grecia, Adriana, Dulce, Karina, Brenda, Joana y Dariana caminan juntas en el mismo Sak Bej. Y construyen diariamente espacios de aprendizaje como mujeres mayas, a partir de la diferencia y el respeto mutuo.
Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” [Nunca más un México sin nosotras] también denuncian las violaciones a sus derechos colectivos, la imposición de megaproyectos que atentan contra el bienestar de sus comunidades. Y denuncian los extractivismos epistémicos y culturales, que folclorizan su cultura y la reducen a un espectáculo comercial en la Riviera Maya, donde los hipiles se vuelven uniformes de trabajo en los restaurantes para extranjeros. Y en donde el pueblo maya, que migra en busca de un trabajo remunerado, es el rostro oculto en los servicios. Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” también cuestionan los feminismos occidentales que no las representan, mientras reconocen las violencias patriarcales que las atraviesan; denuncian la falta de atención, con perspectiva intercultural y de género, en los servicios públicos de salud y en las instancias de justicia. Ante la incertidumbre que genera el actual panorama peninsular, continúan construyendo en colectividad y trabajando incesantemente para que otras mujeres mayas puedan vivir una vida libre de violencia.
Este reportaje se realizó con el apoyo
de la Fundación W. K. Kellogg.
Adri Uex es una mujer maya bisexual. Tiene veinticinco años de edad, es activista y defensora de los derechos humanos de los pueblos y comunidades originarios. Es la encargada de la comunicación en la Commaya. En un ejercicio de autorrepresentación, nada con hipil en el cenote Am (que significa “araña”).
Lejos de las grandes ciudades, en el caribe mexicano, las mujeres indígenas reconocen que la violencia machista las atraviesa por el hecho de ser mujeres. Sin embargo, llevan tiempo emprendiendo otra lucha: la del reconocimiento de su identidad. Un grupo decidió unirse para visibilizar la discriminación y la violencia de género. Fundaron la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo para dar apoyo y acompañamiento legal a otras mujeres indígenas, así como talleres, asesoría y hasta servicio de intérpretes.
In memoriam
María Noemí Yeh Chan
Sentada sobre la tierra, a los pies de un joven y frondoso yaxché, un árbol de ceiba, Flori deshoja con cuidado las rosas rojas y los crisantemos blancos, amarillos y morados, que son los cuatro colores del sagrado maíz, las variedades nativas del maíz criollo que los campesinos mayas aún preservan en sus milpas. Pétalo tras pétalo fue trazando sobre la tierra un círculo que resguarda las ofrendas del altar: velas verdes y azules en honor al corazón de la tierra y el cielo; velas rojas, amarillas, blancas y moradas; semillas, plantas medicinales como albahaca, ruda y tabaco; además de agua y miel.
Está por iniciar la ceremonia del fuego sagrado, un día de marzo de 2022, después de la revelación de la primera antimonumenta en la zona maya de Quintana Roo, una estructura de acero con el símbolo feminista —el signo de femenino, de color morado, con un puño verde cerrado al centro— para recordar a las mujeres que han sido víctimas de feminicidio en el estado. Dariana Pat, Karina Canché, Brenda Chi, Adriana Uex y Joana Pérez, integrantes de la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo, mejor conocida como la Commaya, acudieron con Flori para oficiar dicha ceremonia en agradecimiento a las abuelas y los abuelos mayas, quienes guían y fortalecen el Sak Bej de las mujeres mayas en defensa de sus derechos humanos.
“Sak Bej significa ‘camino blanco’ y eran los grandes caminos que conectaban los principales asentamientos mayas durante el periodo clásico (250–900 d. C.)”, explica el historiador José Koyoc y continúa: “sin embargo, la acepción actual tiene un sentido simbólico para hablar sobre las vivencias y resistencias de los antepasados ante el periodo de colonización, que inició en el siglo XV, pero que continúa vigente con las políticas del Estado, que no reconoce completamente a los pueblos mayas contemporáneos como sujetos de derecho”, finaliza.
Floridelma Chi Poot tiene 56 años y ha dedicado los últimos veinticinco a la medicina tradicional, que aprendió en Guatemala con los mayas quichés porque sentía que en Felipe Carrillo Puerto no le querían ayudar a desarrollar sus dones, por ser mujer, aunque desde pequeña sintió que sus manos podían curar males del cuerpo.
—Mis sobrinos siempre me decían: “Tía Flori, tía Flori, sóbame donde me lastimé”. Y yo les sobaba y el dolor se les quitaba —recuerda.
Ella es la precursora de la Commaya y la primera mujer en Felipe Carrillo Puerto en formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, un proyecto político de mujeres indígenas del país que nació en 1997 para articular y fortalecer espacios comunitarios para las mujeres. Sus ejes han sido la libre determinación y la autonomía de los pueblos indígenas, el acceso a la justicia, el respeto a la diversidad cultural de estos territorios y el ejercicio pleno de los derechos de las mujeres y los pueblos originarios. La Commaya forma parte de esta coordinación y del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas, una de las organizaciones más importantes para la promoción de políticas globales a favor de los pueblos indígenas.
—Jun Aj, ka’a Aj, óox Aj, kan Aj, jo’o Aj —dice sobre los primeros cinco rumbos del nahual Aj, que evoca la energía del retoño, mientras coloca un puñado de ajonjolí que alimenta el fuego sagrado—. Le agradecemos al sol, al viento, al agua, y les pedimos guía para encontrar nuestro hilo de la vida.
Después continúa:
—Waak Aj, u’uk Aj, waxak Aj, bolon Aj, lajun Aj, jun lajun Aj, ka’a lajun Aj, óoxljun Aj —para terminar de nombrar a los trece nahuales, que en la cultura maya son los espíritus protectores de la vida.
Su mirada se dirige hacia la copa de los árboles de yaxché, pich y jabín, que se levantan con la fuerza del viento que alborota a loros y xkaues, testigos silenciosos del ritual sagrado. “Las abuelas y los abuelos están aquí”, dice para nombrar a la energía del viento, mientras coloca un poco de estoraque en un incensario de barro para purificar el ambiente.
—Los primeros abuelos empezaron a buscar la luz porque no había. Algunos espíritus los guiaban mientras buscaban el fuego, pero pasaron por muchos obstáculos hasta que vieron la salida del sol. Los abuelos comenzaron a danzar para el sol para que no se vaya, para que el fuego se quede en nuestro camino y nos ayude a purificar todo lo que hay en nuestro corazón.
Al igual que las primeras deidades mayas en busca del fuego sagrado, Flori encontró muchos obstáculos antes de lograr cumplir sus sueños como promotora cultural y guía espiritual. Sufrió violencia, racismo y discriminación por ser mujer, por ser indígena y por no tener solvencia económica para sacar adelante a sus tres pequeños.
—Viví mucha violencia en mi matrimonio y me divorcié. No me fue nada bien en mi matrimonio. Yo no hablaba bien el español, no sabía viajar; para mí, tener un pasaporte era algo imposible. ¿Ir a otro país? No, eso era algo imposible. El detalle más fuerte era el dinero: ¿y mis hijos?
Las preocupaciones genuinas de Flori cambiarían luego de coincidir con Martha Sánchez Néstor, una activista indígena guerrerense que la invitó a formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas en 2003. Aprendió otras formas de organización colectiva con mujeres provenientes de más de veinte territorios que, como ella, tenían que luchar doblemente para obtener sus derechos, como indígenas y como mujeres. Se volvió promotora cultural, pero siempre con la intención de sembrar lo aprendido en Uh May, su hogar, una comunidad maya en el municipio de Felipe Carrillo Puerto, a poco más de doscientos kilómetros de Cancún.
En Uh May, junto con otras mujeres, hicieron actividades culturales, concurso de canto, poesía, coros infantiles e incluso fundaron un museo comunitario. Hasta 2008, cuando decidió iniciar su camino completamente dedicado a la sanación, una actividad también cooptada por los varones. Aunque durante la pandemia inició un programa de radio bilingüe, donde compartía sus recetas con hierbas medicinales para contrarrestar los males asociados al covid-19, Flori nunca se imaginó que éste sería el inicio de un Sak Bej, que más tarde se consolidaría con el esfuerzo y compromiso de las mujeres que actualmente conforman la Commaya.
—Alguna vez una compañera me dijo que aquí no nos daban la oportunidad de ser sanadoras porque somos mujeres. Y quizá tiene razón: yo tuve que salir a Guatemala para que me enseñaran los abuelos de allá —dice.
En otras ceremonias tradicionales mayas de suma importancia tampoco pueden participar las mujeres, como el Sac Ha’ (“agua blanca”), ritual sagrado para equilibrar la tierra y lo que crece en ella. Porque se cree que las mujeres no tienen la energía ni la fuerza suficientes para realizarlo.
—Una mujer no lo puede hacer. En caso de que de verdad no haya un j’meen [sanador y sabio maya], te dicen que te pongas un pantalón, una camisa y una gorra, porque te van a hacer mucho daño si los espíritus llegan a descubrir que eres mujer. Y pensé, ¿cómo me van a hacer daño mis abuelas y mis abuelos?
Flori se dirigió a su madre y le dijo convencida:
—Voy a hacer la ceremonia del Sac Ha’.
—Te voy a enseñar la receta de la bebida, pero pídele permiso a tus abuelas mujeres, para que te cuiden de las energías masculinas, de tus abuelos —le dijo su madre.
Preparó la bebida sagrada con maíz, agua, miel y cacao. Se colocó el hipil [vestido tradicional con bordados de flores o animales] más bonito que encontró, con venados bordados en punto de cruz. Se recogió el cabello y se dispuso a presentarse ante sus abuelas para pedirles protección y guía.
—Me puse muy bonita y le pedí a mis abuelas y ancestras que me acompañen para que no me hagan daño. Y así lo hice —recuerda con dicha.
A lo largo de su camino fue sembrando en tierra fértil e invitó a otras mujeres de su comunidad a construir un espacio de aprendizaje para la niñez y la juventud. Para enseñarles la importancia de su cultura como mujeres mayas, de aprender y no olvidar su lengua ni sus tradiciones, de aprender la música del mayapax, música tradicional de la región maya del centro de Quintana Roo, que se remonta a la guerra Social Maya, con los instrumentos de violín y tambor.
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En la segunda mitad del siglo XIX, Noh Cah Santa Cruz Balamna, el actual municipio de Felipe Carrillo Puerto, enfrentó la guerra Social Maya, que inició ante la expansión de la producción henequenera comercial y la propiedad privada sobre el territorio maya. Esto propició condiciones de desigualdad entre los pueblos mayas de la península de Yucatán y se realizó un levantamiento armado en contra del ejército mexicano. El papel de las mujeres en este levantamiento fue fundamental para la defensa territorial. Algunas fueron sacerdotisas y jefas militares, y otras sostenían la alimentación de los ejércitos mayas que defendían el territorio. Tal es el caso de María Petrona Uicab, señala la antropóloga Georgina Rosado, quien fue reconocida como una gran sacerdotisa, jefa militar de los cruzo’ob, nombre que se le dio a los guerreros mayas que defendían su territorio ante la expansión del henequén, y gran patrona de Tulum, hasta el cese de la guerra con la ocupación del ejército mexicano en 1901. María Petrona Uicab jugó un papel indispensable para la organización y defensa del territorio maya, entre 1867 y principios de 1900, hasta su muerte. Un siglo y medio después, en ese mismo territorio que ella defendió, su nombre —que había sido olvidado en los libros de texto, por la permanente invisibilización selectiva de las mujeres, pero siempre recordado en la tradición oral— es honrado en la primera Casa de la Mujer Indígena de Quintana Roo, que gestionan las mujeres de la Commaya.
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La Commaya está conformada por un grupo intergeneracional de diecinueve mujeres mayas profesionistas que promueven los derechos de las mujeres indígenas a través de la orientación, difusión, capacitación y acompañamiento con perspectiva de género, con enfoque de derechos humanos y respeto a la diversidad de pueblos indígenas. Brenda Chi es licenciada en Salud Comunitaria; Grecia Gutiérrez y Adriana Uex son maestras de Educación Inicial; Karina Canché es psicóloga; Dariana Pat es estudiante de Nutrición; Joana Pérez es estudiante de Derecho; y Maritza Yeh es maestra. Algunas de ellas reaprendieron el maya que, como resultado de los procesos de colonización, en muchas ocasiones no se transmitió a los descendientes. Y acompañan como traductoras certificadas los procesos de denuncia ante la omisión del Estado de garantizar la impartición de justicia en las lenguas indígenas de la población. Pero también lo aprendieron por un compromiso con su propia historia de vida; para no olvidar y para seguir tejiendo colectivamente en el territorio maya.
La Casa de la Mujer Indígena (Cami) se construyó en octubre de 2019 como uno de los proyectos clave de la Commaya; una parte se hizo con recursos del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (un organismo descentralizado del gobierno federal), pero también con recursos propios que generaron la venta de collares, tazas y bolsas que ellas mismas producen.
Karina Canché, de treinta años, es psicóloga, mayahablante y es de los miembros más antiguos. Ha acompañado a mujeres víctimas de violencia en comunidades mayas. Con recursos propios y sin un espacio físico, comenzaron a organizarse en 2018 para construir una agenda común e iniciar actividades y talleres en la promoción de los derechos de las mujeres mayas.
—Hacíamos rifas, vendíamos bolsas, collares y tazas y es así como podíamos hacer pequeñas actividades y talleres sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, que hacíamos antes de construir un espacio propio. Siempre estábamos prestando lugares, como nuestras propias casas —dice Karina.
—¿Cómo fue para las mujeres mayas hablar así de sexualidad? —pregunto.
—Depende mucho del nivel educativo. A nivel bachiller es un tema que se toma como juego, como que les da pena. Así lo asimilamos nosotras. Como que aún no lo toman con la seriedad que debieran, porque hay muchas jovencitas embarazadas de catorce, quince años, y son las que no terminan de estudiar. Y para ellos aún no es serio, pero tenemos que seguir trabajando sobre esto —agrega Grecia Gutiérrez.
La Cami nace de un proyecto de mujeres para mujeres.
—Es un proyecto en el que las mujeres tengan ese espacio en donde puedan expresarse ellas mismas y darles el apoyo que necesitan. Un espacio donde podemos dar nuestro punto de vista sobre cómo ayudar e incidir en otras mujeres —dice Karina.
Así, brindan los servicios de acompañamiento psicológico y jurídico gratuito en maya y con perspectiva de género y rompen con el formato burocrático que muchas veces niega la atención a víctimas de violencia por no hablar español. También es un hogar y un medio para enfrentar la desigualdad, para las mujeres indígenas, en el acceso a la justicia. Según el último censo del Inegi (2020), Felipe Carrillo Puerto tiene una población total de 83 990 habitantes y es el municipio con mayor número de hablantes de maya, con un total de 47 141 mayahablantes, que representa el 56%.
Esto tiene sentido si miramos la última Encuesta Nacional sobre Discriminación (2017), donde 40.3% de la población indígena declaró que se le discriminó debido a su procedencia étnica; 49.3% considera que en el país se respetan poco o nada sus derechos; y a 42.6% le negaron información o no le explicaron algún trámite, servicio o programa del gobierno. “La discriminación hacia la población indígena aumenta, dependiendo de su género, situación económica, si pertenecen a algún grupo religioso o tienen alguna discapacidad”, apunta un diagnóstico de la Commaya.
—Ser mujer maya significa que vas a vivir muchísimas formas de discriminación, de racismo y de violencias desde que inicias tu vida pública. Significa que desde pequeña probablemente te van a hacer chistes de tu cabello, tu color de piel y por como hablas. A mí me gustaba mucho usar trencitas para ir a la primaria, mi mamá me peinaba con trencitas. Y unos niños se empezaron a burlar de mi cabello. Yo soy morena y usaba trenzas. Y me decían que era la India María y empezaron a burlarse —reflexiona Adriana Uex.
Cuando Adriana, de veinticuatro años, reconoció que su historia de vida también estuvo marcada por el racismo, la discriminación y violencias por su color de piel, pudo reflejarse en la historia de sus abuelas y ancestras, que también vivieron estas violencias patriarcales, coloniales y capitalistas, dice, que niegan a las mujeres indígenas rurales.
—Quizá desde pequeñas no tenemos conocimiento de lo que le ha sucedido a nuestras ancestras, que muchas veces intentan evitar que vivas las violencias que ellas vivieron. Y, sin embargo, entiendes también que sus vidas estuvieron marcadas por violencias, que fueron raptadas y abusadas y que todo el tiempo tenían que mantener ese rol de madre que significaba sacrificar su vida por sus hijos e hijas. Y aguantar toda la violencia en el hogar y comunitaria que se vivía —reflexiona Adriana.
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—Las plantas que reunimos son las que nuestras abuelas nos enseñaron para qué sirven. Tenemos orégano, sábila, hoja de naranja y ruda, que sirven para las dolencias del cuerpo —dice Brenda Chi en casa Cami.
Es una casa blanca de un piso, con estilo arquitectónico neomaya, que impacta de sólo mirar la piedra labrada con el Tsolk’iin en el techo, que simboliza el calendario maya en su cuenta larga. Es un espacio pensado para el trabajo colectivo entre mujeres y tiene varios cuartos, que incluyen una sala de juntas con un mural de María Petrona Uicab y dos espacios de trabajo donde se redactan, diseñan e ilustran sus materiales de divulgación de los talleres que realizan. Las oficinas tienen espacio para hamacas, para el reposo de las integrantes, porque también piensan en el descanso y el autocuidado. Una de las habitaciones se ofrece como dormitorio a las mujeres de las comunidades que viajan a Felipe Carrillo Puerto y necesitan quedarse más días para darle continuidad a sus denuncias o para recibir a mujeres de otras colectivas, como artistas o talleristas que comparten sus saberes. También tiene una pequeña cocina y un comedor al aire libre, junto a un gran huerto con plantas medicinales que han construido colectivamente.
La Cami también representa un espacio de aprendizaje, autocuidado y cuidado mutuo entre sus integrantes, que han construido una hermandad. Se nombran amigas y hermanas de lucha, se acompañan en eventos importantes para ellas. Como cuando acuden a los torneos de sóftbol de Brenda Chi, un deporte que la compañera desarrolla con gran habilidad en su comunidad Uh May.
—La casa Cami para mí es mi segunda casa, mi red de apoyo, mis amigas y hermanas que son mi familia. Me han permitido y enseñado a construir juntas en colectividad para otras mujeres —dice Brenda Chi.
Las funciones al interior se rotan entre ellas para que todas puedan aprender de cada una de las áreas (salvo el área de psicología y asesoría jurídica): recepción, manejo de redes sociales, huerto medicinal, talleres de educación sexual y reproductiva.
Las abuelas están siempre presentes en el Sak Bej que caminan las integrantes de la Commaya. Sus fotografías se encuentran en un mural dedicado a ellas, con la frase “K chíimpoltik k chiicho’ob, tumen lepi’ob e’esik u sakbejil ak xíimbalo’on”, que significa: “Honramos a nuestras ancestras, porque ellas guían nuestros caminos”. Un espacio para no olvidar los linajes femeninos y la sabiduría compartida por generaciones. Ahí también se encuentran las abuelas de lucha, como la comandanta Ramona, perteneciente al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un referente principal de resistencia y autonomía de los pueblos indígenas a nivel internacional.
Dariana, otra compañera, vive en una Xa’anil Naj [casa tradicional maya] con su abuela Anita y su bisabuela Lucía. Ellas han conversado de cómo era antes Felipe Carrillo Puerto, cuando el tren atravesaba el pueblo con henequén, que propició un cambio en la vida de los campesinos mayas. Anita sacó una fotografía de su padre, Leonardo Pat, y recordaron con dicha las enseñanzas del bisabuelo de Dariana, un hombre respetado por luchar incesantemente por el pueblo maya y que pertenece a la cuarta generación de la familia de Jacinto Pat, uno de los militares mayas más reconocidos de la guerra Social Maya. “El dinero te hace pobre”, recuerdan las palabras de Leonardo.
Dariana porta un hipil, al igual que su abuela y bisabuela, quienes la criaron desde su nacimiento porque su madre tenía que salir a trabajar a la Riviera Maya para darle un sustento económico. Cuando regresó de Playa del Carmen a Felipe Carrillo Puerto, en noviembre de 2021, motivada por el amor a sus abuelas, su prima Dulce Pat, que también forma parte de la agrupación, la invitó a unirse a la Coordinadora. Es la más joven, con veinte años y de recién ingreso.
—Yo soy una mujer maya, me considero maya; me siento orgullosa de mis raíces, de la lengua que hablo, del hipil que porto, del lugar donde crecí […]. No me da pena decir que crecí en Felipe Carrillo Puerto cuando no tenía nada, cuando era monte y terracería. Me siento muy feliz y orgullosa. Tengo a mis abuelitas vivas, a mi abuelita Anita y a mi bisabuela Lucía —dice Dariana.
El amor que siente hacia ellas, por las enseñanzas de vida y cuidados que han tenido con ella desde su nacimiento, ha sido su fortaleza para iniciar su labor como defensora de los derechos de las mujeres mayas.
Pero ser una mujer maya, explica Grecia Gutiérrez, integrante de la Commaya, no sólo está relacionado con el uso del hipil o con vivir en una comunidad pequeña que hace milpa tradicional. También hay mayas que viven en las ciudades y que han migrado a sitios turísticos en busca de trabajo, como Tulum, Playa del Carmen y Cancún.
—No existe este famoso “mayómetro” que mide la “mayanidad”. Cuando se piensan los mayas, se piensa como esta cultura maya ancestral. Esto es lo que se vende, porque es lo que le conviene al turismo; este maya exotizado, este maya que se ve como los mayas de las comunidades que hacen la milpa. Sí, sí hay mayas que hacen la milpa, pero también hay mayas que viven en las ciudades, en lugares turísticos; que trabajan y viven allá. Hay mayas en las ciudades. Hay mayas que no tienen apellidos mayas, pero se reconocen como tales. Lo maya se siente desde el corazón —dice Grecia.
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En la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, entre la iglesia y el palacio municipal, el 8 de marzo de 2022 se erigió la primera antimonumenta maya de Quintana Roo para recordar a las mujeres víctimas de feminicidio en el estado. Con las leyendas “Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]” y “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob [Nunca más un México sin nosotras]”, exigieron garantizar justicia y una vida libre de violencia para aquellas que han sido asesinadas, muchas de ellas, en condiciones vulnerables por ser mujeres indígenas, migrantes centroamericanas, niñas o mujeres transexuales.
“En Quintana Roo muchas mujeres indígenas migran a sitios turísticos en búsqueda de trabajos que las alejan de sus comunidades y no cuentan con redes de apoyo. Se gesta una serie de vulnerabilidades. No sólo de la zona maya, sino que vienen de otros estados y pueblos y esto genera una dificultad para acceder a la justicia. Si muchas veces hay dificultad para tener intérpretes mayas, cuando hablamos de otras lenguas mayenses, como el chontal o tsotsil, se vuelve aún más difícil”, dice Mireille Yaryk, psicóloga que ha trabajado en programas de prevención de violencia contra las mujeres.
El año 2021 cerró, en este estado del Caribe mexicano, con la lamentable cifra de 53 mujeres asesinadas, dos de ellas menores de seis años y dos mujeres transexuales, reportó el colectivo Siempre Unidas. Asimismo, un reporte de incidencia delictiva que realizó el Observatorio de Seguridad y Género de Quintana Roo informó que, durante el primer semestre de ese año, la entidad ocupó el segundo lugar nacional por tasa de feminicidios, mientras que quedó en primer lugar en violación y en quinto en violencia familiar.
Pero los feminicidios más visibles son los que suceden en sitios turísticos como Cancún y Playa del Carmen, por ser las entidades más conocidas de Quintana Roo, y las estadísticas difícilmente toman en cuenta los cometidos fuera de esos territorios. El Informe sobre el Acceso a la Justicia para las Mujeres Indígenas, realizado por la Red Nacional de Abogadas Indígenas y otras feministas de la sociedad civil, informa que, a pesar de que en los registros de defunciones por homicidios se incluye la variable de la lengua como único indicador para determinar el origen étnico de las víctimas, no es posible saber con certeza cuántas mujeres indígenas han sido asesinadas en México pues, entre 2012 y 2017, en 41% de los casos se ignoraba la lengua de las mujeres asesinadas.
En entrevista para Gatopardo, la abogada indígena Patricia Torres Sandoval, integrante de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, explica que, para las mujeres indígenas, además de la brecha de desigualdad por género, también se ha observado el racismo institucional. “Cuando una mujer indígena va a cualquier instancia gubernamental, existe una racialización de la persona que viene de las comunidades, particularmente de mujeres cuando tienen su piel morena, cuando visten el traje de la región donde provienen, cuando hablan su lengua originaria, cuando se ve un rasgo característico, y entonces existe un desafío muy grande para que las mujeres indígenas puedan acceder a la justicia”, explica.
Por su parte, Mireille Yaryk comparte: “Estuve en la atención directa con víctimas de violencia y dentro de esto nos encontramos con dificultades como el traslado de las mujeres que tienen que salir de su comunidad, puesto que ahí no hay ministerio público. Y pasar por toda esta situación, de trasladarse de una comunidad a otra cuando hay precarización y poca comunicación de vías y accesos. Además de que en las fiscalías no todos cuentan con personal que hable maya. Entonces, cómo poder hacer una denuncia, cómo tener acceso a la justicia, cuando no se están tomando en cuenta accesos como el derecho a tener un intérprete o a poder recibir toda la información en tu lengua”.
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“Los movimientos dejaron de estar centralizados en las ciudades. Desde Carrillo, Morelos y Chunhuhub se están haciendo movilizaciones colectivas y comunitarias para exigir justicia para las mujeres mayas que han sido víctimas de violencia”, dice Grecia Gutiérrez. Por eso unieron sus voces, a las que se juntaron las colectivas de Marea Verde Quintana Roo, Colectivo Foráneas Seguras y la Red Feminista Quintanarroense en la marcha del 8M que, según medios locales, reportó una concurrencia de trescientas personas. Se pusieron sus hipiles como estandarte de lucha, bordados con punto de cruz de distintos colores, como visibilización política de su identidad y salieron a exigir justicia por todas las que faltan. Dariana usó un hipil con bordado de flores rojas, que su abuela Anita le bordó.
“Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]”, gritaron metro tras metro con el megáfono. Mujeres adultas, niñas junto con sus madres y jóvenes que viajaron desde Mérida, Chetumal y José María Morelos, que caminaron con paso firme sosteniendo pancartas y nombrando a las compañeras a las que el sistema les ha fallado. Gritaron sus nombres para no olvidarlas. Cantaron, leyeron consignas y alzaron sus puños al cielo al grito de “¡Justicia!”, con pañuelos verdes en alusión a las luchas por el derecho a tener un aborto legal, gratuito y seguro; morados para exigir que cese la violencia contra las mujeres; y rosados como símbolo de apoyo a un movimiento incluyente. Caminaron hasta llegar a la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, donde se reveló la primera antimonumenta de la zona maya, donde se nombraron a las más de 150 mujeres que han sido asesinadas en Quintana Roo, entre 2019 y 2022, desde Holbox hasta Bacalar, para que no se olvide que no son una cifra más en las estadísticas nacionales, sino mujeres cuyas historias apagó la violencia feminicida.
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Me llamo Dariana Pat. Cuando cumplí veinte, mi abuelita Anita me regaló un hipil y lo lloré, fue como que guau, muy bonito. Ahora yo porto un hipil y al portarlo me siento orgullosa, aunque la gente te vea rara y te diga que no te ves bien en ese hipil o que el color de sus hilos no va contigo. Ahora me vale lo que digan, a mí me gusta mucho usar mi hipil. Me lo pongo porque llevo una parte de mis abuelas, porque a ellas les gusta costurar mucho. Es como yo llevando a mis abuelas. Me siento orgullosa y muy agradecida de que me hayan enseñado a hablar su lengua, Jach Ki’imak in Wóol, me siento muy feliz.
Cuando recién llegué a Playa [del Carmen], yo crecí aquí con mi abuela. Ellas no entienden tanto el español y con trabajo lo hablan, entonces vivir aquí con mi abuelita fue algo muy difícil y divertido, porque aprendí el maya, entonces, pues, empecé a hablar el maya. Me gustaba platicar con ellas el maya. Incluso mi familia, cuando nos vemos, siempre tratamos de hablar en maya. Cuando yo recién llegué, me fui con la idea de que, bueno, es una ciudad, pero me imagino que ahí habrá personas que vienen de pueblos, de comunidades, entonces me fui con esa idea. Cuando yo llego, hago una semana, estábamos en vacaciones, llega el inicio de clases, recuerdo que no quería entrar a mi salón. Estaba literal colgada de la ventana. Porque recuerdo la cara de las personas... No, aquí me van a, perdón por la palabra, me van a chingar.
Pues llegué, hice amistad, pasaron días y semanas. Viene mi abuelita Anita de vacaciones aquí en Playa, llega a la escuela con mi mamá a buscarme. Y la ven con hipil. Y al día siguiente en la escuela me dicen: “No manches, eres una pueblerina” y, pues, sí fue algo que me sacó mucho de onda y, pues, como una semana me dijeron cosas en la escuela. Incluso había maestros que son muy, muy... se dejan llevar por los alumnos. Entonces, cuando le decían “ella sabe maya”, yo sentía que lo tomaban como “¡que pase la mayera!”. Lo tomé como burla, sí sentía que se burlaban de mí.
En los parques de Xcaret o Xplor, no sé si te has dado cuenta, las meseras a veces están de hipil. Un día yo iba en un camión, tranquila, y escuché el comentario de un señor: le pregunta a una de las que iba con nosotras si trabajábamos en algún grupo de hotel o parque y que si no sabía si estaban solicitando trabajo. Todo porque me vio con hipil.
Y el día de la marcha [8M] me vieron salir con el hipil y le preguntaron a mi abuela que por qué yo estoy portando un hipil si no soy maya, si no soy indígena. Y yo dije, guau, cómo hay gente que puede ser tan así... Y pues ya yo le dije a mi abuelita: “Yo sí me considero maya”.
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Las velas se consumieron, al igual que los pétalos de las flores, las semillas de ajonjolí y las hojas de tabaco que se quemaron en ofrenda a las abuelas. Todo eso se transformó en una gran llama de fuego viviente. Ese mismo fuego que transforma el maíz en las tortillas que han alimentado a los pueblos indígenas mesoamericanos desde tiempos remotos. Flori se hincó sobre la tierra con las manos y la frente al suelo; también lo hicieron Adriana, Karina y Brenda, en un acto de respeto a las abuelas y los abuelos. El ambiente se tornó solemne. Los pájaros siguieron compartiendo sus cantos y el viento continuó su curso.
—A pesar de todas las violencias, ser una mujer maya para mí también ha significado que mi caminar está lleno de nuevas experiencias, de conocer a mujeres que también han luchado abriendo el camino —reflexiona Adriana, con agradecimiento—. Significa que estoy orgullosa y admiro a la persona que estoy construyendo y que cada día se construye con las experiencias que hemos vivido y se enriquece con la voz de otras mujeres.
El Sak Bej de Flori está acompañado con mucha fuerza femenina, mujeres que acuden a ella buscando una sanación y espiritualidad reconfortantes ante un panorama adverso. Ésta es ahora su manera de acompañar los procesos de defensa del territorio maya y cuidado de las mujeres, un trabajo que es admirado y reconocido entre muchas colectivas mayas y organizaciones de base comunitaria.
—Valió la pena todo lo que hice, ése es mi regalo. Cuando veo a las muchachas de Cami: a Maritza, Grecia, Adriana, Brenda... cuando vienen, me ven y me abrazan, me siento tan bien. Cuando escucho a mis pacientes... Hay mucho alrededor de mí. Sí valió la pena todo lo que yo pasé, todos los obstáculos que tuve que cruzar. Me siento muy plena, muy satisfecha —dice Flori con lágrimas en los ojos.
Flori, Maritza, Grecia, Adriana, Dulce, Karina, Brenda, Joana y Dariana caminan juntas en el mismo Sak Bej. Y construyen diariamente espacios de aprendizaje como mujeres mayas, a partir de la diferencia y el respeto mutuo.
Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” [Nunca más un México sin nosotras] también denuncian las violaciones a sus derechos colectivos, la imposición de megaproyectos que atentan contra el bienestar de sus comunidades. Y denuncian los extractivismos epistémicos y culturales, que folclorizan su cultura y la reducen a un espectáculo comercial en la Riviera Maya, donde los hipiles se vuelven uniformes de trabajo en los restaurantes para extranjeros. Y en donde el pueblo maya, que migra en busca de un trabajo remunerado, es el rostro oculto en los servicios. Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” también cuestionan los feminismos occidentales que no las representan, mientras reconocen las violencias patriarcales que las atraviesan; denuncian la falta de atención, con perspectiva intercultural y de género, en los servicios públicos de salud y en las instancias de justicia. Ante la incertidumbre que genera el actual panorama peninsular, continúan construyendo en colectividad y trabajando incesantemente para que otras mujeres mayas puedan vivir una vida libre de violencia.
Este reportaje se realizó con el apoyo
de la Fundación W. K. Kellogg.
Lejos de las grandes ciudades, en el caribe mexicano, las mujeres indígenas reconocen que la violencia machista las atraviesa por el hecho de ser mujeres. Sin embargo, llevan tiempo emprendiendo otra lucha: la del reconocimiento de su identidad. Un grupo decidió unirse para visibilizar la discriminación y la violencia de género. Fundaron la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo para dar apoyo y acompañamiento legal a otras mujeres indígenas, así como talleres, asesoría y hasta servicio de intérpretes.
In memoriam
María Noemí Yeh Chan
Sentada sobre la tierra, a los pies de un joven y frondoso yaxché, un árbol de ceiba, Flori deshoja con cuidado las rosas rojas y los crisantemos blancos, amarillos y morados, que son los cuatro colores del sagrado maíz, las variedades nativas del maíz criollo que los campesinos mayas aún preservan en sus milpas. Pétalo tras pétalo fue trazando sobre la tierra un círculo que resguarda las ofrendas del altar: velas verdes y azules en honor al corazón de la tierra y el cielo; velas rojas, amarillas, blancas y moradas; semillas, plantas medicinales como albahaca, ruda y tabaco; además de agua y miel.
Está por iniciar la ceremonia del fuego sagrado, un día de marzo de 2022, después de la revelación de la primera antimonumenta en la zona maya de Quintana Roo, una estructura de acero con el símbolo feminista —el signo de femenino, de color morado, con un puño verde cerrado al centro— para recordar a las mujeres que han sido víctimas de feminicidio en el estado. Dariana Pat, Karina Canché, Brenda Chi, Adriana Uex y Joana Pérez, integrantes de la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo, mejor conocida como la Commaya, acudieron con Flori para oficiar dicha ceremonia en agradecimiento a las abuelas y los abuelos mayas, quienes guían y fortalecen el Sak Bej de las mujeres mayas en defensa de sus derechos humanos.
“Sak Bej significa ‘camino blanco’ y eran los grandes caminos que conectaban los principales asentamientos mayas durante el periodo clásico (250–900 d. C.)”, explica el historiador José Koyoc y continúa: “sin embargo, la acepción actual tiene un sentido simbólico para hablar sobre las vivencias y resistencias de los antepasados ante el periodo de colonización, que inició en el siglo XV, pero que continúa vigente con las políticas del Estado, que no reconoce completamente a los pueblos mayas contemporáneos como sujetos de derecho”, finaliza.
Floridelma Chi Poot tiene 56 años y ha dedicado los últimos veinticinco a la medicina tradicional, que aprendió en Guatemala con los mayas quichés porque sentía que en Felipe Carrillo Puerto no le querían ayudar a desarrollar sus dones, por ser mujer, aunque desde pequeña sintió que sus manos podían curar males del cuerpo.
—Mis sobrinos siempre me decían: “Tía Flori, tía Flori, sóbame donde me lastimé”. Y yo les sobaba y el dolor se les quitaba —recuerda.
Ella es la precursora de la Commaya y la primera mujer en Felipe Carrillo Puerto en formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, un proyecto político de mujeres indígenas del país que nació en 1997 para articular y fortalecer espacios comunitarios para las mujeres. Sus ejes han sido la libre determinación y la autonomía de los pueblos indígenas, el acceso a la justicia, el respeto a la diversidad cultural de estos territorios y el ejercicio pleno de los derechos de las mujeres y los pueblos originarios. La Commaya forma parte de esta coordinación y del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas, una de las organizaciones más importantes para la promoción de políticas globales a favor de los pueblos indígenas.
—Jun Aj, ka’a Aj, óox Aj, kan Aj, jo’o Aj —dice sobre los primeros cinco rumbos del nahual Aj, que evoca la energía del retoño, mientras coloca un puñado de ajonjolí que alimenta el fuego sagrado—. Le agradecemos al sol, al viento, al agua, y les pedimos guía para encontrar nuestro hilo de la vida.
Después continúa:
—Waak Aj, u’uk Aj, waxak Aj, bolon Aj, lajun Aj, jun lajun Aj, ka’a lajun Aj, óoxljun Aj —para terminar de nombrar a los trece nahuales, que en la cultura maya son los espíritus protectores de la vida.
Su mirada se dirige hacia la copa de los árboles de yaxché, pich y jabín, que se levantan con la fuerza del viento que alborota a loros y xkaues, testigos silenciosos del ritual sagrado. “Las abuelas y los abuelos están aquí”, dice para nombrar a la energía del viento, mientras coloca un poco de estoraque en un incensario de barro para purificar el ambiente.
—Los primeros abuelos empezaron a buscar la luz porque no había. Algunos espíritus los guiaban mientras buscaban el fuego, pero pasaron por muchos obstáculos hasta que vieron la salida del sol. Los abuelos comenzaron a danzar para el sol para que no se vaya, para que el fuego se quede en nuestro camino y nos ayude a purificar todo lo que hay en nuestro corazón.
Al igual que las primeras deidades mayas en busca del fuego sagrado, Flori encontró muchos obstáculos antes de lograr cumplir sus sueños como promotora cultural y guía espiritual. Sufrió violencia, racismo y discriminación por ser mujer, por ser indígena y por no tener solvencia económica para sacar adelante a sus tres pequeños.
—Viví mucha violencia en mi matrimonio y me divorcié. No me fue nada bien en mi matrimonio. Yo no hablaba bien el español, no sabía viajar; para mí, tener un pasaporte era algo imposible. ¿Ir a otro país? No, eso era algo imposible. El detalle más fuerte era el dinero: ¿y mis hijos?
Las preocupaciones genuinas de Flori cambiarían luego de coincidir con Martha Sánchez Néstor, una activista indígena guerrerense que la invitó a formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas en 2003. Aprendió otras formas de organización colectiva con mujeres provenientes de más de veinte territorios que, como ella, tenían que luchar doblemente para obtener sus derechos, como indígenas y como mujeres. Se volvió promotora cultural, pero siempre con la intención de sembrar lo aprendido en Uh May, su hogar, una comunidad maya en el municipio de Felipe Carrillo Puerto, a poco más de doscientos kilómetros de Cancún.
En Uh May, junto con otras mujeres, hicieron actividades culturales, concurso de canto, poesía, coros infantiles e incluso fundaron un museo comunitario. Hasta 2008, cuando decidió iniciar su camino completamente dedicado a la sanación, una actividad también cooptada por los varones. Aunque durante la pandemia inició un programa de radio bilingüe, donde compartía sus recetas con hierbas medicinales para contrarrestar los males asociados al covid-19, Flori nunca se imaginó que éste sería el inicio de un Sak Bej, que más tarde se consolidaría con el esfuerzo y compromiso de las mujeres que actualmente conforman la Commaya.
—Alguna vez una compañera me dijo que aquí no nos daban la oportunidad de ser sanadoras porque somos mujeres. Y quizá tiene razón: yo tuve que salir a Guatemala para que me enseñaran los abuelos de allá —dice.
En otras ceremonias tradicionales mayas de suma importancia tampoco pueden participar las mujeres, como el Sac Ha’ (“agua blanca”), ritual sagrado para equilibrar la tierra y lo que crece en ella. Porque se cree que las mujeres no tienen la energía ni la fuerza suficientes para realizarlo.
—Una mujer no lo puede hacer. En caso de que de verdad no haya un j’meen [sanador y sabio maya], te dicen que te pongas un pantalón, una camisa y una gorra, porque te van a hacer mucho daño si los espíritus llegan a descubrir que eres mujer. Y pensé, ¿cómo me van a hacer daño mis abuelas y mis abuelos?
Flori se dirigió a su madre y le dijo convencida:
—Voy a hacer la ceremonia del Sac Ha’.
—Te voy a enseñar la receta de la bebida, pero pídele permiso a tus abuelas mujeres, para que te cuiden de las energías masculinas, de tus abuelos —le dijo su madre.
Preparó la bebida sagrada con maíz, agua, miel y cacao. Se colocó el hipil [vestido tradicional con bordados de flores o animales] más bonito que encontró, con venados bordados en punto de cruz. Se recogió el cabello y se dispuso a presentarse ante sus abuelas para pedirles protección y guía.
—Me puse muy bonita y le pedí a mis abuelas y ancestras que me acompañen para que no me hagan daño. Y así lo hice —recuerda con dicha.
A lo largo de su camino fue sembrando en tierra fértil e invitó a otras mujeres de su comunidad a construir un espacio de aprendizaje para la niñez y la juventud. Para enseñarles la importancia de su cultura como mujeres mayas, de aprender y no olvidar su lengua ni sus tradiciones, de aprender la música del mayapax, música tradicional de la región maya del centro de Quintana Roo, que se remonta a la guerra Social Maya, con los instrumentos de violín y tambor.
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En la segunda mitad del siglo XIX, Noh Cah Santa Cruz Balamna, el actual municipio de Felipe Carrillo Puerto, enfrentó la guerra Social Maya, que inició ante la expansión de la producción henequenera comercial y la propiedad privada sobre el territorio maya. Esto propició condiciones de desigualdad entre los pueblos mayas de la península de Yucatán y se realizó un levantamiento armado en contra del ejército mexicano. El papel de las mujeres en este levantamiento fue fundamental para la defensa territorial. Algunas fueron sacerdotisas y jefas militares, y otras sostenían la alimentación de los ejércitos mayas que defendían el territorio. Tal es el caso de María Petrona Uicab, señala la antropóloga Georgina Rosado, quien fue reconocida como una gran sacerdotisa, jefa militar de los cruzo’ob, nombre que se le dio a los guerreros mayas que defendían su territorio ante la expansión del henequén, y gran patrona de Tulum, hasta el cese de la guerra con la ocupación del ejército mexicano en 1901. María Petrona Uicab jugó un papel indispensable para la organización y defensa del territorio maya, entre 1867 y principios de 1900, hasta su muerte. Un siglo y medio después, en ese mismo territorio que ella defendió, su nombre —que había sido olvidado en los libros de texto, por la permanente invisibilización selectiva de las mujeres, pero siempre recordado en la tradición oral— es honrado en la primera Casa de la Mujer Indígena de Quintana Roo, que gestionan las mujeres de la Commaya.
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La Commaya está conformada por un grupo intergeneracional de diecinueve mujeres mayas profesionistas que promueven los derechos de las mujeres indígenas a través de la orientación, difusión, capacitación y acompañamiento con perspectiva de género, con enfoque de derechos humanos y respeto a la diversidad de pueblos indígenas. Brenda Chi es licenciada en Salud Comunitaria; Grecia Gutiérrez y Adriana Uex son maestras de Educación Inicial; Karina Canché es psicóloga; Dariana Pat es estudiante de Nutrición; Joana Pérez es estudiante de Derecho; y Maritza Yeh es maestra. Algunas de ellas reaprendieron el maya que, como resultado de los procesos de colonización, en muchas ocasiones no se transmitió a los descendientes. Y acompañan como traductoras certificadas los procesos de denuncia ante la omisión del Estado de garantizar la impartición de justicia en las lenguas indígenas de la población. Pero también lo aprendieron por un compromiso con su propia historia de vida; para no olvidar y para seguir tejiendo colectivamente en el territorio maya.
La Casa de la Mujer Indígena (Cami) se construyó en octubre de 2019 como uno de los proyectos clave de la Commaya; una parte se hizo con recursos del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (un organismo descentralizado del gobierno federal), pero también con recursos propios que generaron la venta de collares, tazas y bolsas que ellas mismas producen.
Karina Canché, de treinta años, es psicóloga, mayahablante y es de los miembros más antiguos. Ha acompañado a mujeres víctimas de violencia en comunidades mayas. Con recursos propios y sin un espacio físico, comenzaron a organizarse en 2018 para construir una agenda común e iniciar actividades y talleres en la promoción de los derechos de las mujeres mayas.
—Hacíamos rifas, vendíamos bolsas, collares y tazas y es así como podíamos hacer pequeñas actividades y talleres sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, que hacíamos antes de construir un espacio propio. Siempre estábamos prestando lugares, como nuestras propias casas —dice Karina.
—¿Cómo fue para las mujeres mayas hablar así de sexualidad? —pregunto.
—Depende mucho del nivel educativo. A nivel bachiller es un tema que se toma como juego, como que les da pena. Así lo asimilamos nosotras. Como que aún no lo toman con la seriedad que debieran, porque hay muchas jovencitas embarazadas de catorce, quince años, y son las que no terminan de estudiar. Y para ellos aún no es serio, pero tenemos que seguir trabajando sobre esto —agrega Grecia Gutiérrez.
La Cami nace de un proyecto de mujeres para mujeres.
—Es un proyecto en el que las mujeres tengan ese espacio en donde puedan expresarse ellas mismas y darles el apoyo que necesitan. Un espacio donde podemos dar nuestro punto de vista sobre cómo ayudar e incidir en otras mujeres —dice Karina.
Así, brindan los servicios de acompañamiento psicológico y jurídico gratuito en maya y con perspectiva de género y rompen con el formato burocrático que muchas veces niega la atención a víctimas de violencia por no hablar español. También es un hogar y un medio para enfrentar la desigualdad, para las mujeres indígenas, en el acceso a la justicia. Según el último censo del Inegi (2020), Felipe Carrillo Puerto tiene una población total de 83 990 habitantes y es el municipio con mayor número de hablantes de maya, con un total de 47 141 mayahablantes, que representa el 56%.
Esto tiene sentido si miramos la última Encuesta Nacional sobre Discriminación (2017), donde 40.3% de la población indígena declaró que se le discriminó debido a su procedencia étnica; 49.3% considera que en el país se respetan poco o nada sus derechos; y a 42.6% le negaron información o no le explicaron algún trámite, servicio o programa del gobierno. “La discriminación hacia la población indígena aumenta, dependiendo de su género, situación económica, si pertenecen a algún grupo religioso o tienen alguna discapacidad”, apunta un diagnóstico de la Commaya.
—Ser mujer maya significa que vas a vivir muchísimas formas de discriminación, de racismo y de violencias desde que inicias tu vida pública. Significa que desde pequeña probablemente te van a hacer chistes de tu cabello, tu color de piel y por como hablas. A mí me gustaba mucho usar trencitas para ir a la primaria, mi mamá me peinaba con trencitas. Y unos niños se empezaron a burlar de mi cabello. Yo soy morena y usaba trenzas. Y me decían que era la India María y empezaron a burlarse —reflexiona Adriana Uex.
Cuando Adriana, de veinticuatro años, reconoció que su historia de vida también estuvo marcada por el racismo, la discriminación y violencias por su color de piel, pudo reflejarse en la historia de sus abuelas y ancestras, que también vivieron estas violencias patriarcales, coloniales y capitalistas, dice, que niegan a las mujeres indígenas rurales.
—Quizá desde pequeñas no tenemos conocimiento de lo que le ha sucedido a nuestras ancestras, que muchas veces intentan evitar que vivas las violencias que ellas vivieron. Y, sin embargo, entiendes también que sus vidas estuvieron marcadas por violencias, que fueron raptadas y abusadas y que todo el tiempo tenían que mantener ese rol de madre que significaba sacrificar su vida por sus hijos e hijas. Y aguantar toda la violencia en el hogar y comunitaria que se vivía —reflexiona Adriana.
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—Las plantas que reunimos son las que nuestras abuelas nos enseñaron para qué sirven. Tenemos orégano, sábila, hoja de naranja y ruda, que sirven para las dolencias del cuerpo —dice Brenda Chi en casa Cami.
Es una casa blanca de un piso, con estilo arquitectónico neomaya, que impacta de sólo mirar la piedra labrada con el Tsolk’iin en el techo, que simboliza el calendario maya en su cuenta larga. Es un espacio pensado para el trabajo colectivo entre mujeres y tiene varios cuartos, que incluyen una sala de juntas con un mural de María Petrona Uicab y dos espacios de trabajo donde se redactan, diseñan e ilustran sus materiales de divulgación de los talleres que realizan. Las oficinas tienen espacio para hamacas, para el reposo de las integrantes, porque también piensan en el descanso y el autocuidado. Una de las habitaciones se ofrece como dormitorio a las mujeres de las comunidades que viajan a Felipe Carrillo Puerto y necesitan quedarse más días para darle continuidad a sus denuncias o para recibir a mujeres de otras colectivas, como artistas o talleristas que comparten sus saberes. También tiene una pequeña cocina y un comedor al aire libre, junto a un gran huerto con plantas medicinales que han construido colectivamente.
La Cami también representa un espacio de aprendizaje, autocuidado y cuidado mutuo entre sus integrantes, que han construido una hermandad. Se nombran amigas y hermanas de lucha, se acompañan en eventos importantes para ellas. Como cuando acuden a los torneos de sóftbol de Brenda Chi, un deporte que la compañera desarrolla con gran habilidad en su comunidad Uh May.
—La casa Cami para mí es mi segunda casa, mi red de apoyo, mis amigas y hermanas que son mi familia. Me han permitido y enseñado a construir juntas en colectividad para otras mujeres —dice Brenda Chi.
Las funciones al interior se rotan entre ellas para que todas puedan aprender de cada una de las áreas (salvo el área de psicología y asesoría jurídica): recepción, manejo de redes sociales, huerto medicinal, talleres de educación sexual y reproductiva.
Las abuelas están siempre presentes en el Sak Bej que caminan las integrantes de la Commaya. Sus fotografías se encuentran en un mural dedicado a ellas, con la frase “K chíimpoltik k chiicho’ob, tumen lepi’ob e’esik u sakbejil ak xíimbalo’on”, que significa: “Honramos a nuestras ancestras, porque ellas guían nuestros caminos”. Un espacio para no olvidar los linajes femeninos y la sabiduría compartida por generaciones. Ahí también se encuentran las abuelas de lucha, como la comandanta Ramona, perteneciente al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un referente principal de resistencia y autonomía de los pueblos indígenas a nivel internacional.
Dariana, otra compañera, vive en una Xa’anil Naj [casa tradicional maya] con su abuela Anita y su bisabuela Lucía. Ellas han conversado de cómo era antes Felipe Carrillo Puerto, cuando el tren atravesaba el pueblo con henequén, que propició un cambio en la vida de los campesinos mayas. Anita sacó una fotografía de su padre, Leonardo Pat, y recordaron con dicha las enseñanzas del bisabuelo de Dariana, un hombre respetado por luchar incesantemente por el pueblo maya y que pertenece a la cuarta generación de la familia de Jacinto Pat, uno de los militares mayas más reconocidos de la guerra Social Maya. “El dinero te hace pobre”, recuerdan las palabras de Leonardo.
Dariana porta un hipil, al igual que su abuela y bisabuela, quienes la criaron desde su nacimiento porque su madre tenía que salir a trabajar a la Riviera Maya para darle un sustento económico. Cuando regresó de Playa del Carmen a Felipe Carrillo Puerto, en noviembre de 2021, motivada por el amor a sus abuelas, su prima Dulce Pat, que también forma parte de la agrupación, la invitó a unirse a la Coordinadora. Es la más joven, con veinte años y de recién ingreso.
—Yo soy una mujer maya, me considero maya; me siento orgullosa de mis raíces, de la lengua que hablo, del hipil que porto, del lugar donde crecí […]. No me da pena decir que crecí en Felipe Carrillo Puerto cuando no tenía nada, cuando era monte y terracería. Me siento muy feliz y orgullosa. Tengo a mis abuelitas vivas, a mi abuelita Anita y a mi bisabuela Lucía —dice Dariana.
El amor que siente hacia ellas, por las enseñanzas de vida y cuidados que han tenido con ella desde su nacimiento, ha sido su fortaleza para iniciar su labor como defensora de los derechos de las mujeres mayas.
Pero ser una mujer maya, explica Grecia Gutiérrez, integrante de la Commaya, no sólo está relacionado con el uso del hipil o con vivir en una comunidad pequeña que hace milpa tradicional. También hay mayas que viven en las ciudades y que han migrado a sitios turísticos en busca de trabajo, como Tulum, Playa del Carmen y Cancún.
—No existe este famoso “mayómetro” que mide la “mayanidad”. Cuando se piensan los mayas, se piensa como esta cultura maya ancestral. Esto es lo que se vende, porque es lo que le conviene al turismo; este maya exotizado, este maya que se ve como los mayas de las comunidades que hacen la milpa. Sí, sí hay mayas que hacen la milpa, pero también hay mayas que viven en las ciudades, en lugares turísticos; que trabajan y viven allá. Hay mayas en las ciudades. Hay mayas que no tienen apellidos mayas, pero se reconocen como tales. Lo maya se siente desde el corazón —dice Grecia.
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En la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, entre la iglesia y el palacio municipal, el 8 de marzo de 2022 se erigió la primera antimonumenta maya de Quintana Roo para recordar a las mujeres víctimas de feminicidio en el estado. Con las leyendas “Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]” y “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob [Nunca más un México sin nosotras]”, exigieron garantizar justicia y una vida libre de violencia para aquellas que han sido asesinadas, muchas de ellas, en condiciones vulnerables por ser mujeres indígenas, migrantes centroamericanas, niñas o mujeres transexuales.
“En Quintana Roo muchas mujeres indígenas migran a sitios turísticos en búsqueda de trabajos que las alejan de sus comunidades y no cuentan con redes de apoyo. Se gesta una serie de vulnerabilidades. No sólo de la zona maya, sino que vienen de otros estados y pueblos y esto genera una dificultad para acceder a la justicia. Si muchas veces hay dificultad para tener intérpretes mayas, cuando hablamos de otras lenguas mayenses, como el chontal o tsotsil, se vuelve aún más difícil”, dice Mireille Yaryk, psicóloga que ha trabajado en programas de prevención de violencia contra las mujeres.
El año 2021 cerró, en este estado del Caribe mexicano, con la lamentable cifra de 53 mujeres asesinadas, dos de ellas menores de seis años y dos mujeres transexuales, reportó el colectivo Siempre Unidas. Asimismo, un reporte de incidencia delictiva que realizó el Observatorio de Seguridad y Género de Quintana Roo informó que, durante el primer semestre de ese año, la entidad ocupó el segundo lugar nacional por tasa de feminicidios, mientras que quedó en primer lugar en violación y en quinto en violencia familiar.
Pero los feminicidios más visibles son los que suceden en sitios turísticos como Cancún y Playa del Carmen, por ser las entidades más conocidas de Quintana Roo, y las estadísticas difícilmente toman en cuenta los cometidos fuera de esos territorios. El Informe sobre el Acceso a la Justicia para las Mujeres Indígenas, realizado por la Red Nacional de Abogadas Indígenas y otras feministas de la sociedad civil, informa que, a pesar de que en los registros de defunciones por homicidios se incluye la variable de la lengua como único indicador para determinar el origen étnico de las víctimas, no es posible saber con certeza cuántas mujeres indígenas han sido asesinadas en México pues, entre 2012 y 2017, en 41% de los casos se ignoraba la lengua de las mujeres asesinadas.
En entrevista para Gatopardo, la abogada indígena Patricia Torres Sandoval, integrante de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, explica que, para las mujeres indígenas, además de la brecha de desigualdad por género, también se ha observado el racismo institucional. “Cuando una mujer indígena va a cualquier instancia gubernamental, existe una racialización de la persona que viene de las comunidades, particularmente de mujeres cuando tienen su piel morena, cuando visten el traje de la región donde provienen, cuando hablan su lengua originaria, cuando se ve un rasgo característico, y entonces existe un desafío muy grande para que las mujeres indígenas puedan acceder a la justicia”, explica.
Por su parte, Mireille Yaryk comparte: “Estuve en la atención directa con víctimas de violencia y dentro de esto nos encontramos con dificultades como el traslado de las mujeres que tienen que salir de su comunidad, puesto que ahí no hay ministerio público. Y pasar por toda esta situación, de trasladarse de una comunidad a otra cuando hay precarización y poca comunicación de vías y accesos. Además de que en las fiscalías no todos cuentan con personal que hable maya. Entonces, cómo poder hacer una denuncia, cómo tener acceso a la justicia, cuando no se están tomando en cuenta accesos como el derecho a tener un intérprete o a poder recibir toda la información en tu lengua”.
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“Los movimientos dejaron de estar centralizados en las ciudades. Desde Carrillo, Morelos y Chunhuhub se están haciendo movilizaciones colectivas y comunitarias para exigir justicia para las mujeres mayas que han sido víctimas de violencia”, dice Grecia Gutiérrez. Por eso unieron sus voces, a las que se juntaron las colectivas de Marea Verde Quintana Roo, Colectivo Foráneas Seguras y la Red Feminista Quintanarroense en la marcha del 8M que, según medios locales, reportó una concurrencia de trescientas personas. Se pusieron sus hipiles como estandarte de lucha, bordados con punto de cruz de distintos colores, como visibilización política de su identidad y salieron a exigir justicia por todas las que faltan. Dariana usó un hipil con bordado de flores rojas, que su abuela Anita le bordó.
“Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]”, gritaron metro tras metro con el megáfono. Mujeres adultas, niñas junto con sus madres y jóvenes que viajaron desde Mérida, Chetumal y José María Morelos, que caminaron con paso firme sosteniendo pancartas y nombrando a las compañeras a las que el sistema les ha fallado. Gritaron sus nombres para no olvidarlas. Cantaron, leyeron consignas y alzaron sus puños al cielo al grito de “¡Justicia!”, con pañuelos verdes en alusión a las luchas por el derecho a tener un aborto legal, gratuito y seguro; morados para exigir que cese la violencia contra las mujeres; y rosados como símbolo de apoyo a un movimiento incluyente. Caminaron hasta llegar a la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, donde se reveló la primera antimonumenta de la zona maya, donde se nombraron a las más de 150 mujeres que han sido asesinadas en Quintana Roo, entre 2019 y 2022, desde Holbox hasta Bacalar, para que no se olvide que no son una cifra más en las estadísticas nacionales, sino mujeres cuyas historias apagó la violencia feminicida.
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Me llamo Dariana Pat. Cuando cumplí veinte, mi abuelita Anita me regaló un hipil y lo lloré, fue como que guau, muy bonito. Ahora yo porto un hipil y al portarlo me siento orgullosa, aunque la gente te vea rara y te diga que no te ves bien en ese hipil o que el color de sus hilos no va contigo. Ahora me vale lo que digan, a mí me gusta mucho usar mi hipil. Me lo pongo porque llevo una parte de mis abuelas, porque a ellas les gusta costurar mucho. Es como yo llevando a mis abuelas. Me siento orgullosa y muy agradecida de que me hayan enseñado a hablar su lengua, Jach Ki’imak in Wóol, me siento muy feliz.
Cuando recién llegué a Playa [del Carmen], yo crecí aquí con mi abuela. Ellas no entienden tanto el español y con trabajo lo hablan, entonces vivir aquí con mi abuelita fue algo muy difícil y divertido, porque aprendí el maya, entonces, pues, empecé a hablar el maya. Me gustaba platicar con ellas el maya. Incluso mi familia, cuando nos vemos, siempre tratamos de hablar en maya. Cuando yo recién llegué, me fui con la idea de que, bueno, es una ciudad, pero me imagino que ahí habrá personas que vienen de pueblos, de comunidades, entonces me fui con esa idea. Cuando yo llego, hago una semana, estábamos en vacaciones, llega el inicio de clases, recuerdo que no quería entrar a mi salón. Estaba literal colgada de la ventana. Porque recuerdo la cara de las personas... No, aquí me van a, perdón por la palabra, me van a chingar.
Pues llegué, hice amistad, pasaron días y semanas. Viene mi abuelita Anita de vacaciones aquí en Playa, llega a la escuela con mi mamá a buscarme. Y la ven con hipil. Y al día siguiente en la escuela me dicen: “No manches, eres una pueblerina” y, pues, sí fue algo que me sacó mucho de onda y, pues, como una semana me dijeron cosas en la escuela. Incluso había maestros que son muy, muy... se dejan llevar por los alumnos. Entonces, cuando le decían “ella sabe maya”, yo sentía que lo tomaban como “¡que pase la mayera!”. Lo tomé como burla, sí sentía que se burlaban de mí.
En los parques de Xcaret o Xplor, no sé si te has dado cuenta, las meseras a veces están de hipil. Un día yo iba en un camión, tranquila, y escuché el comentario de un señor: le pregunta a una de las que iba con nosotras si trabajábamos en algún grupo de hotel o parque y que si no sabía si estaban solicitando trabajo. Todo porque me vio con hipil.
Y el día de la marcha [8M] me vieron salir con el hipil y le preguntaron a mi abuela que por qué yo estoy portando un hipil si no soy maya, si no soy indígena. Y yo dije, guau, cómo hay gente que puede ser tan así... Y pues ya yo le dije a mi abuelita: “Yo sí me considero maya”.
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Las velas se consumieron, al igual que los pétalos de las flores, las semillas de ajonjolí y las hojas de tabaco que se quemaron en ofrenda a las abuelas. Todo eso se transformó en una gran llama de fuego viviente. Ese mismo fuego que transforma el maíz en las tortillas que han alimentado a los pueblos indígenas mesoamericanos desde tiempos remotos. Flori se hincó sobre la tierra con las manos y la frente al suelo; también lo hicieron Adriana, Karina y Brenda, en un acto de respeto a las abuelas y los abuelos. El ambiente se tornó solemne. Los pájaros siguieron compartiendo sus cantos y el viento continuó su curso.
—A pesar de todas las violencias, ser una mujer maya para mí también ha significado que mi caminar está lleno de nuevas experiencias, de conocer a mujeres que también han luchado abriendo el camino —reflexiona Adriana, con agradecimiento—. Significa que estoy orgullosa y admiro a la persona que estoy construyendo y que cada día se construye con las experiencias que hemos vivido y se enriquece con la voz de otras mujeres.
El Sak Bej de Flori está acompañado con mucha fuerza femenina, mujeres que acuden a ella buscando una sanación y espiritualidad reconfortantes ante un panorama adverso. Ésta es ahora su manera de acompañar los procesos de defensa del territorio maya y cuidado de las mujeres, un trabajo que es admirado y reconocido entre muchas colectivas mayas y organizaciones de base comunitaria.
—Valió la pena todo lo que hice, ése es mi regalo. Cuando veo a las muchachas de Cami: a Maritza, Grecia, Adriana, Brenda... cuando vienen, me ven y me abrazan, me siento tan bien. Cuando escucho a mis pacientes... Hay mucho alrededor de mí. Sí valió la pena todo lo que yo pasé, todos los obstáculos que tuve que cruzar. Me siento muy plena, muy satisfecha —dice Flori con lágrimas en los ojos.
Flori, Maritza, Grecia, Adriana, Dulce, Karina, Brenda, Joana y Dariana caminan juntas en el mismo Sak Bej. Y construyen diariamente espacios de aprendizaje como mujeres mayas, a partir de la diferencia y el respeto mutuo.
Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” [Nunca más un México sin nosotras] también denuncian las violaciones a sus derechos colectivos, la imposición de megaproyectos que atentan contra el bienestar de sus comunidades. Y denuncian los extractivismos epistémicos y culturales, que folclorizan su cultura y la reducen a un espectáculo comercial en la Riviera Maya, donde los hipiles se vuelven uniformes de trabajo en los restaurantes para extranjeros. Y en donde el pueblo maya, que migra en busca de un trabajo remunerado, es el rostro oculto en los servicios. Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” también cuestionan los feminismos occidentales que no las representan, mientras reconocen las violencias patriarcales que las atraviesan; denuncian la falta de atención, con perspectiva intercultural y de género, en los servicios públicos de salud y en las instancias de justicia. Ante la incertidumbre que genera el actual panorama peninsular, continúan construyendo en colectividad y trabajando incesantemente para que otras mujeres mayas puedan vivir una vida libre de violencia.
Este reportaje se realizó con el apoyo
de la Fundación W. K. Kellogg.
Adri Uex es una mujer maya bisexual. Tiene veinticinco años de edad, es activista y defensora de los derechos humanos de los pueblos y comunidades originarios. Es la encargada de la comunicación en la Commaya. En un ejercicio de autorrepresentación, nada con hipil en el cenote Am (que significa “araña”).
Lejos de las grandes ciudades, en el caribe mexicano, las mujeres indígenas reconocen que la violencia machista las atraviesa por el hecho de ser mujeres. Sin embargo, llevan tiempo emprendiendo otra lucha: la del reconocimiento de su identidad. Un grupo decidió unirse para visibilizar la discriminación y la violencia de género. Fundaron la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo para dar apoyo y acompañamiento legal a otras mujeres indígenas, así como talleres, asesoría y hasta servicio de intérpretes.
In memoriam
María Noemí Yeh Chan
Sentada sobre la tierra, a los pies de un joven y frondoso yaxché, un árbol de ceiba, Flori deshoja con cuidado las rosas rojas y los crisantemos blancos, amarillos y morados, que son los cuatro colores del sagrado maíz, las variedades nativas del maíz criollo que los campesinos mayas aún preservan en sus milpas. Pétalo tras pétalo fue trazando sobre la tierra un círculo que resguarda las ofrendas del altar: velas verdes y azules en honor al corazón de la tierra y el cielo; velas rojas, amarillas, blancas y moradas; semillas, plantas medicinales como albahaca, ruda y tabaco; además de agua y miel.
Está por iniciar la ceremonia del fuego sagrado, un día de marzo de 2022, después de la revelación de la primera antimonumenta en la zona maya de Quintana Roo, una estructura de acero con el símbolo feminista —el signo de femenino, de color morado, con un puño verde cerrado al centro— para recordar a las mujeres que han sido víctimas de feminicidio en el estado. Dariana Pat, Karina Canché, Brenda Chi, Adriana Uex y Joana Pérez, integrantes de la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo, mejor conocida como la Commaya, acudieron con Flori para oficiar dicha ceremonia en agradecimiento a las abuelas y los abuelos mayas, quienes guían y fortalecen el Sak Bej de las mujeres mayas en defensa de sus derechos humanos.
“Sak Bej significa ‘camino blanco’ y eran los grandes caminos que conectaban los principales asentamientos mayas durante el periodo clásico (250–900 d. C.)”, explica el historiador José Koyoc y continúa: “sin embargo, la acepción actual tiene un sentido simbólico para hablar sobre las vivencias y resistencias de los antepasados ante el periodo de colonización, que inició en el siglo XV, pero que continúa vigente con las políticas del Estado, que no reconoce completamente a los pueblos mayas contemporáneos como sujetos de derecho”, finaliza.
Floridelma Chi Poot tiene 56 años y ha dedicado los últimos veinticinco a la medicina tradicional, que aprendió en Guatemala con los mayas quichés porque sentía que en Felipe Carrillo Puerto no le querían ayudar a desarrollar sus dones, por ser mujer, aunque desde pequeña sintió que sus manos podían curar males del cuerpo.
—Mis sobrinos siempre me decían: “Tía Flori, tía Flori, sóbame donde me lastimé”. Y yo les sobaba y el dolor se les quitaba —recuerda.
Ella es la precursora de la Commaya y la primera mujer en Felipe Carrillo Puerto en formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, un proyecto político de mujeres indígenas del país que nació en 1997 para articular y fortalecer espacios comunitarios para las mujeres. Sus ejes han sido la libre determinación y la autonomía de los pueblos indígenas, el acceso a la justicia, el respeto a la diversidad cultural de estos territorios y el ejercicio pleno de los derechos de las mujeres y los pueblos originarios. La Commaya forma parte de esta coordinación y del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas, una de las organizaciones más importantes para la promoción de políticas globales a favor de los pueblos indígenas.
—Jun Aj, ka’a Aj, óox Aj, kan Aj, jo’o Aj —dice sobre los primeros cinco rumbos del nahual Aj, que evoca la energía del retoño, mientras coloca un puñado de ajonjolí que alimenta el fuego sagrado—. Le agradecemos al sol, al viento, al agua, y les pedimos guía para encontrar nuestro hilo de la vida.
Después continúa:
—Waak Aj, u’uk Aj, waxak Aj, bolon Aj, lajun Aj, jun lajun Aj, ka’a lajun Aj, óoxljun Aj —para terminar de nombrar a los trece nahuales, que en la cultura maya son los espíritus protectores de la vida.
Su mirada se dirige hacia la copa de los árboles de yaxché, pich y jabín, que se levantan con la fuerza del viento que alborota a loros y xkaues, testigos silenciosos del ritual sagrado. “Las abuelas y los abuelos están aquí”, dice para nombrar a la energía del viento, mientras coloca un poco de estoraque en un incensario de barro para purificar el ambiente.
—Los primeros abuelos empezaron a buscar la luz porque no había. Algunos espíritus los guiaban mientras buscaban el fuego, pero pasaron por muchos obstáculos hasta que vieron la salida del sol. Los abuelos comenzaron a danzar para el sol para que no se vaya, para que el fuego se quede en nuestro camino y nos ayude a purificar todo lo que hay en nuestro corazón.
Al igual que las primeras deidades mayas en busca del fuego sagrado, Flori encontró muchos obstáculos antes de lograr cumplir sus sueños como promotora cultural y guía espiritual. Sufrió violencia, racismo y discriminación por ser mujer, por ser indígena y por no tener solvencia económica para sacar adelante a sus tres pequeños.
—Viví mucha violencia en mi matrimonio y me divorcié. No me fue nada bien en mi matrimonio. Yo no hablaba bien el español, no sabía viajar; para mí, tener un pasaporte era algo imposible. ¿Ir a otro país? No, eso era algo imposible. El detalle más fuerte era el dinero: ¿y mis hijos?
Las preocupaciones genuinas de Flori cambiarían luego de coincidir con Martha Sánchez Néstor, una activista indígena guerrerense que la invitó a formar parte de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas en 2003. Aprendió otras formas de organización colectiva con mujeres provenientes de más de veinte territorios que, como ella, tenían que luchar doblemente para obtener sus derechos, como indígenas y como mujeres. Se volvió promotora cultural, pero siempre con la intención de sembrar lo aprendido en Uh May, su hogar, una comunidad maya en el municipio de Felipe Carrillo Puerto, a poco más de doscientos kilómetros de Cancún.
En Uh May, junto con otras mujeres, hicieron actividades culturales, concurso de canto, poesía, coros infantiles e incluso fundaron un museo comunitario. Hasta 2008, cuando decidió iniciar su camino completamente dedicado a la sanación, una actividad también cooptada por los varones. Aunque durante la pandemia inició un programa de radio bilingüe, donde compartía sus recetas con hierbas medicinales para contrarrestar los males asociados al covid-19, Flori nunca se imaginó que éste sería el inicio de un Sak Bej, que más tarde se consolidaría con el esfuerzo y compromiso de las mujeres que actualmente conforman la Commaya.
—Alguna vez una compañera me dijo que aquí no nos daban la oportunidad de ser sanadoras porque somos mujeres. Y quizá tiene razón: yo tuve que salir a Guatemala para que me enseñaran los abuelos de allá —dice.
En otras ceremonias tradicionales mayas de suma importancia tampoco pueden participar las mujeres, como el Sac Ha’ (“agua blanca”), ritual sagrado para equilibrar la tierra y lo que crece en ella. Porque se cree que las mujeres no tienen la energía ni la fuerza suficientes para realizarlo.
—Una mujer no lo puede hacer. En caso de que de verdad no haya un j’meen [sanador y sabio maya], te dicen que te pongas un pantalón, una camisa y una gorra, porque te van a hacer mucho daño si los espíritus llegan a descubrir que eres mujer. Y pensé, ¿cómo me van a hacer daño mis abuelas y mis abuelos?
Flori se dirigió a su madre y le dijo convencida:
—Voy a hacer la ceremonia del Sac Ha’.
—Te voy a enseñar la receta de la bebida, pero pídele permiso a tus abuelas mujeres, para que te cuiden de las energías masculinas, de tus abuelos —le dijo su madre.
Preparó la bebida sagrada con maíz, agua, miel y cacao. Se colocó el hipil [vestido tradicional con bordados de flores o animales] más bonito que encontró, con venados bordados en punto de cruz. Se recogió el cabello y se dispuso a presentarse ante sus abuelas para pedirles protección y guía.
—Me puse muy bonita y le pedí a mis abuelas y ancestras que me acompañen para que no me hagan daño. Y así lo hice —recuerda con dicha.
A lo largo de su camino fue sembrando en tierra fértil e invitó a otras mujeres de su comunidad a construir un espacio de aprendizaje para la niñez y la juventud. Para enseñarles la importancia de su cultura como mujeres mayas, de aprender y no olvidar su lengua ni sus tradiciones, de aprender la música del mayapax, música tradicional de la región maya del centro de Quintana Roo, que se remonta a la guerra Social Maya, con los instrumentos de violín y tambor.
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En la segunda mitad del siglo XIX, Noh Cah Santa Cruz Balamna, el actual municipio de Felipe Carrillo Puerto, enfrentó la guerra Social Maya, que inició ante la expansión de la producción henequenera comercial y la propiedad privada sobre el territorio maya. Esto propició condiciones de desigualdad entre los pueblos mayas de la península de Yucatán y se realizó un levantamiento armado en contra del ejército mexicano. El papel de las mujeres en este levantamiento fue fundamental para la defensa territorial. Algunas fueron sacerdotisas y jefas militares, y otras sostenían la alimentación de los ejércitos mayas que defendían el territorio. Tal es el caso de María Petrona Uicab, señala la antropóloga Georgina Rosado, quien fue reconocida como una gran sacerdotisa, jefa militar de los cruzo’ob, nombre que se le dio a los guerreros mayas que defendían su territorio ante la expansión del henequén, y gran patrona de Tulum, hasta el cese de la guerra con la ocupación del ejército mexicano en 1901. María Petrona Uicab jugó un papel indispensable para la organización y defensa del territorio maya, entre 1867 y principios de 1900, hasta su muerte. Un siglo y medio después, en ese mismo territorio que ella defendió, su nombre —que había sido olvidado en los libros de texto, por la permanente invisibilización selectiva de las mujeres, pero siempre recordado en la tradición oral— es honrado en la primera Casa de la Mujer Indígena de Quintana Roo, que gestionan las mujeres de la Commaya.
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La Commaya está conformada por un grupo intergeneracional de diecinueve mujeres mayas profesionistas que promueven los derechos de las mujeres indígenas a través de la orientación, difusión, capacitación y acompañamiento con perspectiva de género, con enfoque de derechos humanos y respeto a la diversidad de pueblos indígenas. Brenda Chi es licenciada en Salud Comunitaria; Grecia Gutiérrez y Adriana Uex son maestras de Educación Inicial; Karina Canché es psicóloga; Dariana Pat es estudiante de Nutrición; Joana Pérez es estudiante de Derecho; y Maritza Yeh es maestra. Algunas de ellas reaprendieron el maya que, como resultado de los procesos de colonización, en muchas ocasiones no se transmitió a los descendientes. Y acompañan como traductoras certificadas los procesos de denuncia ante la omisión del Estado de garantizar la impartición de justicia en las lenguas indígenas de la población. Pero también lo aprendieron por un compromiso con su propia historia de vida; para no olvidar y para seguir tejiendo colectivamente en el territorio maya.
La Casa de la Mujer Indígena (Cami) se construyó en octubre de 2019 como uno de los proyectos clave de la Commaya; una parte se hizo con recursos del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (un organismo descentralizado del gobierno federal), pero también con recursos propios que generaron la venta de collares, tazas y bolsas que ellas mismas producen.
Karina Canché, de treinta años, es psicóloga, mayahablante y es de los miembros más antiguos. Ha acompañado a mujeres víctimas de violencia en comunidades mayas. Con recursos propios y sin un espacio físico, comenzaron a organizarse en 2018 para construir una agenda común e iniciar actividades y talleres en la promoción de los derechos de las mujeres mayas.
—Hacíamos rifas, vendíamos bolsas, collares y tazas y es así como podíamos hacer pequeñas actividades y talleres sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, que hacíamos antes de construir un espacio propio. Siempre estábamos prestando lugares, como nuestras propias casas —dice Karina.
—¿Cómo fue para las mujeres mayas hablar así de sexualidad? —pregunto.
—Depende mucho del nivel educativo. A nivel bachiller es un tema que se toma como juego, como que les da pena. Así lo asimilamos nosotras. Como que aún no lo toman con la seriedad que debieran, porque hay muchas jovencitas embarazadas de catorce, quince años, y son las que no terminan de estudiar. Y para ellos aún no es serio, pero tenemos que seguir trabajando sobre esto —agrega Grecia Gutiérrez.
La Cami nace de un proyecto de mujeres para mujeres.
—Es un proyecto en el que las mujeres tengan ese espacio en donde puedan expresarse ellas mismas y darles el apoyo que necesitan. Un espacio donde podemos dar nuestro punto de vista sobre cómo ayudar e incidir en otras mujeres —dice Karina.
Así, brindan los servicios de acompañamiento psicológico y jurídico gratuito en maya y con perspectiva de género y rompen con el formato burocrático que muchas veces niega la atención a víctimas de violencia por no hablar español. También es un hogar y un medio para enfrentar la desigualdad, para las mujeres indígenas, en el acceso a la justicia. Según el último censo del Inegi (2020), Felipe Carrillo Puerto tiene una población total de 83 990 habitantes y es el municipio con mayor número de hablantes de maya, con un total de 47 141 mayahablantes, que representa el 56%.
Esto tiene sentido si miramos la última Encuesta Nacional sobre Discriminación (2017), donde 40.3% de la población indígena declaró que se le discriminó debido a su procedencia étnica; 49.3% considera que en el país se respetan poco o nada sus derechos; y a 42.6% le negaron información o no le explicaron algún trámite, servicio o programa del gobierno. “La discriminación hacia la población indígena aumenta, dependiendo de su género, situación económica, si pertenecen a algún grupo religioso o tienen alguna discapacidad”, apunta un diagnóstico de la Commaya.
—Ser mujer maya significa que vas a vivir muchísimas formas de discriminación, de racismo y de violencias desde que inicias tu vida pública. Significa que desde pequeña probablemente te van a hacer chistes de tu cabello, tu color de piel y por como hablas. A mí me gustaba mucho usar trencitas para ir a la primaria, mi mamá me peinaba con trencitas. Y unos niños se empezaron a burlar de mi cabello. Yo soy morena y usaba trenzas. Y me decían que era la India María y empezaron a burlarse —reflexiona Adriana Uex.
Cuando Adriana, de veinticuatro años, reconoció que su historia de vida también estuvo marcada por el racismo, la discriminación y violencias por su color de piel, pudo reflejarse en la historia de sus abuelas y ancestras, que también vivieron estas violencias patriarcales, coloniales y capitalistas, dice, que niegan a las mujeres indígenas rurales.
—Quizá desde pequeñas no tenemos conocimiento de lo que le ha sucedido a nuestras ancestras, que muchas veces intentan evitar que vivas las violencias que ellas vivieron. Y, sin embargo, entiendes también que sus vidas estuvieron marcadas por violencias, que fueron raptadas y abusadas y que todo el tiempo tenían que mantener ese rol de madre que significaba sacrificar su vida por sus hijos e hijas. Y aguantar toda la violencia en el hogar y comunitaria que se vivía —reflexiona Adriana.
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—Las plantas que reunimos son las que nuestras abuelas nos enseñaron para qué sirven. Tenemos orégano, sábila, hoja de naranja y ruda, que sirven para las dolencias del cuerpo —dice Brenda Chi en casa Cami.
Es una casa blanca de un piso, con estilo arquitectónico neomaya, que impacta de sólo mirar la piedra labrada con el Tsolk’iin en el techo, que simboliza el calendario maya en su cuenta larga. Es un espacio pensado para el trabajo colectivo entre mujeres y tiene varios cuartos, que incluyen una sala de juntas con un mural de María Petrona Uicab y dos espacios de trabajo donde se redactan, diseñan e ilustran sus materiales de divulgación de los talleres que realizan. Las oficinas tienen espacio para hamacas, para el reposo de las integrantes, porque también piensan en el descanso y el autocuidado. Una de las habitaciones se ofrece como dormitorio a las mujeres de las comunidades que viajan a Felipe Carrillo Puerto y necesitan quedarse más días para darle continuidad a sus denuncias o para recibir a mujeres de otras colectivas, como artistas o talleristas que comparten sus saberes. También tiene una pequeña cocina y un comedor al aire libre, junto a un gran huerto con plantas medicinales que han construido colectivamente.
La Cami también representa un espacio de aprendizaje, autocuidado y cuidado mutuo entre sus integrantes, que han construido una hermandad. Se nombran amigas y hermanas de lucha, se acompañan en eventos importantes para ellas. Como cuando acuden a los torneos de sóftbol de Brenda Chi, un deporte que la compañera desarrolla con gran habilidad en su comunidad Uh May.
—La casa Cami para mí es mi segunda casa, mi red de apoyo, mis amigas y hermanas que son mi familia. Me han permitido y enseñado a construir juntas en colectividad para otras mujeres —dice Brenda Chi.
Las funciones al interior se rotan entre ellas para que todas puedan aprender de cada una de las áreas (salvo el área de psicología y asesoría jurídica): recepción, manejo de redes sociales, huerto medicinal, talleres de educación sexual y reproductiva.
Las abuelas están siempre presentes en el Sak Bej que caminan las integrantes de la Commaya. Sus fotografías se encuentran en un mural dedicado a ellas, con la frase “K chíimpoltik k chiicho’ob, tumen lepi’ob e’esik u sakbejil ak xíimbalo’on”, que significa: “Honramos a nuestras ancestras, porque ellas guían nuestros caminos”. Un espacio para no olvidar los linajes femeninos y la sabiduría compartida por generaciones. Ahí también se encuentran las abuelas de lucha, como la comandanta Ramona, perteneciente al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un referente principal de resistencia y autonomía de los pueblos indígenas a nivel internacional.
Dariana, otra compañera, vive en una Xa’anil Naj [casa tradicional maya] con su abuela Anita y su bisabuela Lucía. Ellas han conversado de cómo era antes Felipe Carrillo Puerto, cuando el tren atravesaba el pueblo con henequén, que propició un cambio en la vida de los campesinos mayas. Anita sacó una fotografía de su padre, Leonardo Pat, y recordaron con dicha las enseñanzas del bisabuelo de Dariana, un hombre respetado por luchar incesantemente por el pueblo maya y que pertenece a la cuarta generación de la familia de Jacinto Pat, uno de los militares mayas más reconocidos de la guerra Social Maya. “El dinero te hace pobre”, recuerdan las palabras de Leonardo.
Dariana porta un hipil, al igual que su abuela y bisabuela, quienes la criaron desde su nacimiento porque su madre tenía que salir a trabajar a la Riviera Maya para darle un sustento económico. Cuando regresó de Playa del Carmen a Felipe Carrillo Puerto, en noviembre de 2021, motivada por el amor a sus abuelas, su prima Dulce Pat, que también forma parte de la agrupación, la invitó a unirse a la Coordinadora. Es la más joven, con veinte años y de recién ingreso.
—Yo soy una mujer maya, me considero maya; me siento orgullosa de mis raíces, de la lengua que hablo, del hipil que porto, del lugar donde crecí […]. No me da pena decir que crecí en Felipe Carrillo Puerto cuando no tenía nada, cuando era monte y terracería. Me siento muy feliz y orgullosa. Tengo a mis abuelitas vivas, a mi abuelita Anita y a mi bisabuela Lucía —dice Dariana.
El amor que siente hacia ellas, por las enseñanzas de vida y cuidados que han tenido con ella desde su nacimiento, ha sido su fortaleza para iniciar su labor como defensora de los derechos de las mujeres mayas.
Pero ser una mujer maya, explica Grecia Gutiérrez, integrante de la Commaya, no sólo está relacionado con el uso del hipil o con vivir en una comunidad pequeña que hace milpa tradicional. También hay mayas que viven en las ciudades y que han migrado a sitios turísticos en busca de trabajo, como Tulum, Playa del Carmen y Cancún.
—No existe este famoso “mayómetro” que mide la “mayanidad”. Cuando se piensan los mayas, se piensa como esta cultura maya ancestral. Esto es lo que se vende, porque es lo que le conviene al turismo; este maya exotizado, este maya que se ve como los mayas de las comunidades que hacen la milpa. Sí, sí hay mayas que hacen la milpa, pero también hay mayas que viven en las ciudades, en lugares turísticos; que trabajan y viven allá. Hay mayas en las ciudades. Hay mayas que no tienen apellidos mayas, pero se reconocen como tales. Lo maya se siente desde el corazón —dice Grecia.
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En la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, entre la iglesia y el palacio municipal, el 8 de marzo de 2022 se erigió la primera antimonumenta maya de Quintana Roo para recordar a las mujeres víctimas de feminicidio en el estado. Con las leyendas “Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]” y “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob [Nunca más un México sin nosotras]”, exigieron garantizar justicia y una vida libre de violencia para aquellas que han sido asesinadas, muchas de ellas, en condiciones vulnerables por ser mujeres indígenas, migrantes centroamericanas, niñas o mujeres transexuales.
“En Quintana Roo muchas mujeres indígenas migran a sitios turísticos en búsqueda de trabajos que las alejan de sus comunidades y no cuentan con redes de apoyo. Se gesta una serie de vulnerabilidades. No sólo de la zona maya, sino que vienen de otros estados y pueblos y esto genera una dificultad para acceder a la justicia. Si muchas veces hay dificultad para tener intérpretes mayas, cuando hablamos de otras lenguas mayenses, como el chontal o tsotsil, se vuelve aún más difícil”, dice Mireille Yaryk, psicóloga que ha trabajado en programas de prevención de violencia contra las mujeres.
El año 2021 cerró, en este estado del Caribe mexicano, con la lamentable cifra de 53 mujeres asesinadas, dos de ellas menores de seis años y dos mujeres transexuales, reportó el colectivo Siempre Unidas. Asimismo, un reporte de incidencia delictiva que realizó el Observatorio de Seguridad y Género de Quintana Roo informó que, durante el primer semestre de ese año, la entidad ocupó el segundo lugar nacional por tasa de feminicidios, mientras que quedó en primer lugar en violación y en quinto en violencia familiar.
Pero los feminicidios más visibles son los que suceden en sitios turísticos como Cancún y Playa del Carmen, por ser las entidades más conocidas de Quintana Roo, y las estadísticas difícilmente toman en cuenta los cometidos fuera de esos territorios. El Informe sobre el Acceso a la Justicia para las Mujeres Indígenas, realizado por la Red Nacional de Abogadas Indígenas y otras feministas de la sociedad civil, informa que, a pesar de que en los registros de defunciones por homicidios se incluye la variable de la lengua como único indicador para determinar el origen étnico de las víctimas, no es posible saber con certeza cuántas mujeres indígenas han sido asesinadas en México pues, entre 2012 y 2017, en 41% de los casos se ignoraba la lengua de las mujeres asesinadas.
En entrevista para Gatopardo, la abogada indígena Patricia Torres Sandoval, integrante de la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, explica que, para las mujeres indígenas, además de la brecha de desigualdad por género, también se ha observado el racismo institucional. “Cuando una mujer indígena va a cualquier instancia gubernamental, existe una racialización de la persona que viene de las comunidades, particularmente de mujeres cuando tienen su piel morena, cuando visten el traje de la región donde provienen, cuando hablan su lengua originaria, cuando se ve un rasgo característico, y entonces existe un desafío muy grande para que las mujeres indígenas puedan acceder a la justicia”, explica.
Por su parte, Mireille Yaryk comparte: “Estuve en la atención directa con víctimas de violencia y dentro de esto nos encontramos con dificultades como el traslado de las mujeres que tienen que salir de su comunidad, puesto que ahí no hay ministerio público. Y pasar por toda esta situación, de trasladarse de una comunidad a otra cuando hay precarización y poca comunicación de vías y accesos. Además de que en las fiscalías no todos cuentan con personal que hable maya. Entonces, cómo poder hacer una denuncia, cómo tener acceso a la justicia, cuando no se están tomando en cuenta accesos como el derecho a tener un intérprete o a poder recibir toda la información en tu lengua”.
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“Los movimientos dejaron de estar centralizados en las ciudades. Desde Carrillo, Morelos y Chunhuhub se están haciendo movilizaciones colectivas y comunitarias para exigir justicia para las mujeres mayas que han sido víctimas de violencia”, dice Grecia Gutiérrez. Por eso unieron sus voces, a las que se juntaron las colectivas de Marea Verde Quintana Roo, Colectivo Foráneas Seguras y la Red Feminista Quintanarroense en la marcha del 8M que, según medios locales, reportó una concurrencia de trescientas personas. Se pusieron sus hipiles como estandarte de lucha, bordados con punto de cruz de distintos colores, como visibilización política de su identidad y salieron a exigir justicia por todas las que faltan. Dariana usó un hipil con bordado de flores rojas, que su abuela Anita le bordó.
“Kuxa’an k k’aataba’on [¡Vivas nos queremos!]”, gritaron metro tras metro con el megáfono. Mujeres adultas, niñas junto con sus madres y jóvenes que viajaron desde Mérida, Chetumal y José María Morelos, que caminaron con paso firme sosteniendo pancartas y nombrando a las compañeras a las que el sistema les ha fallado. Gritaron sus nombres para no olvidarlas. Cantaron, leyeron consignas y alzaron sus puños al cielo al grito de “¡Justicia!”, con pañuelos verdes en alusión a las luchas por el derecho a tener un aborto legal, gratuito y seguro; morados para exigir que cese la violencia contra las mujeres; y rosados como símbolo de apoyo a un movimiento incluyente. Caminaron hasta llegar a la plaza central de Felipe Carrillo Puerto, donde se reveló la primera antimonumenta de la zona maya, donde se nombraron a las más de 150 mujeres que han sido asesinadas en Quintana Roo, entre 2019 y 2022, desde Holbox hasta Bacalar, para que no se olvide que no son una cifra más en las estadísticas nacionales, sino mujeres cuyas historias apagó la violencia feminicida.
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Me llamo Dariana Pat. Cuando cumplí veinte, mi abuelita Anita me regaló un hipil y lo lloré, fue como que guau, muy bonito. Ahora yo porto un hipil y al portarlo me siento orgullosa, aunque la gente te vea rara y te diga que no te ves bien en ese hipil o que el color de sus hilos no va contigo. Ahora me vale lo que digan, a mí me gusta mucho usar mi hipil. Me lo pongo porque llevo una parte de mis abuelas, porque a ellas les gusta costurar mucho. Es como yo llevando a mis abuelas. Me siento orgullosa y muy agradecida de que me hayan enseñado a hablar su lengua, Jach Ki’imak in Wóol, me siento muy feliz.
Cuando recién llegué a Playa [del Carmen], yo crecí aquí con mi abuela. Ellas no entienden tanto el español y con trabajo lo hablan, entonces vivir aquí con mi abuelita fue algo muy difícil y divertido, porque aprendí el maya, entonces, pues, empecé a hablar el maya. Me gustaba platicar con ellas el maya. Incluso mi familia, cuando nos vemos, siempre tratamos de hablar en maya. Cuando yo recién llegué, me fui con la idea de que, bueno, es una ciudad, pero me imagino que ahí habrá personas que vienen de pueblos, de comunidades, entonces me fui con esa idea. Cuando yo llego, hago una semana, estábamos en vacaciones, llega el inicio de clases, recuerdo que no quería entrar a mi salón. Estaba literal colgada de la ventana. Porque recuerdo la cara de las personas... No, aquí me van a, perdón por la palabra, me van a chingar.
Pues llegué, hice amistad, pasaron días y semanas. Viene mi abuelita Anita de vacaciones aquí en Playa, llega a la escuela con mi mamá a buscarme. Y la ven con hipil. Y al día siguiente en la escuela me dicen: “No manches, eres una pueblerina” y, pues, sí fue algo que me sacó mucho de onda y, pues, como una semana me dijeron cosas en la escuela. Incluso había maestros que son muy, muy... se dejan llevar por los alumnos. Entonces, cuando le decían “ella sabe maya”, yo sentía que lo tomaban como “¡que pase la mayera!”. Lo tomé como burla, sí sentía que se burlaban de mí.
En los parques de Xcaret o Xplor, no sé si te has dado cuenta, las meseras a veces están de hipil. Un día yo iba en un camión, tranquila, y escuché el comentario de un señor: le pregunta a una de las que iba con nosotras si trabajábamos en algún grupo de hotel o parque y que si no sabía si estaban solicitando trabajo. Todo porque me vio con hipil.
Y el día de la marcha [8M] me vieron salir con el hipil y le preguntaron a mi abuela que por qué yo estoy portando un hipil si no soy maya, si no soy indígena. Y yo dije, guau, cómo hay gente que puede ser tan así... Y pues ya yo le dije a mi abuelita: “Yo sí me considero maya”.
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Las velas se consumieron, al igual que los pétalos de las flores, las semillas de ajonjolí y las hojas de tabaco que se quemaron en ofrenda a las abuelas. Todo eso se transformó en una gran llama de fuego viviente. Ese mismo fuego que transforma el maíz en las tortillas que han alimentado a los pueblos indígenas mesoamericanos desde tiempos remotos. Flori se hincó sobre la tierra con las manos y la frente al suelo; también lo hicieron Adriana, Karina y Brenda, en un acto de respeto a las abuelas y los abuelos. El ambiente se tornó solemne. Los pájaros siguieron compartiendo sus cantos y el viento continuó su curso.
—A pesar de todas las violencias, ser una mujer maya para mí también ha significado que mi caminar está lleno de nuevas experiencias, de conocer a mujeres que también han luchado abriendo el camino —reflexiona Adriana, con agradecimiento—. Significa que estoy orgullosa y admiro a la persona que estoy construyendo y que cada día se construye con las experiencias que hemos vivido y se enriquece con la voz de otras mujeres.
El Sak Bej de Flori está acompañado con mucha fuerza femenina, mujeres que acuden a ella buscando una sanación y espiritualidad reconfortantes ante un panorama adverso. Ésta es ahora su manera de acompañar los procesos de defensa del territorio maya y cuidado de las mujeres, un trabajo que es admirado y reconocido entre muchas colectivas mayas y organizaciones de base comunitaria.
—Valió la pena todo lo que hice, ése es mi regalo. Cuando veo a las muchachas de Cami: a Maritza, Grecia, Adriana, Brenda... cuando vienen, me ven y me abrazan, me siento tan bien. Cuando escucho a mis pacientes... Hay mucho alrededor de mí. Sí valió la pena todo lo que yo pasé, todos los obstáculos que tuve que cruzar. Me siento muy plena, muy satisfecha —dice Flori con lágrimas en los ojos.
Flori, Maritza, Grecia, Adriana, Dulce, Karina, Brenda, Joana y Dariana caminan juntas en el mismo Sak Bej. Y construyen diariamente espacios de aprendizaje como mujeres mayas, a partir de la diferencia y el respeto mutuo.
Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” [Nunca más un México sin nosotras] también denuncian las violaciones a sus derechos colectivos, la imposición de megaproyectos que atentan contra el bienestar de sus comunidades. Y denuncian los extractivismos epistémicos y culturales, que folclorizan su cultura y la reducen a un espectáculo comercial en la Riviera Maya, donde los hipiles se vuelven uniformes de trabajo en los restaurantes para extranjeros. Y en donde el pueblo maya, que migra en busca de un trabajo remunerado, es el rostro oculto en los servicios. Cuando gritan “Mix bik’in jump’éel Méxicoe’ wa mina’an ko’olelo’ob” también cuestionan los feminismos occidentales que no las representan, mientras reconocen las violencias patriarcales que las atraviesan; denuncian la falta de atención, con perspectiva intercultural y de género, en los servicios públicos de salud y en las instancias de justicia. Ante la incertidumbre que genera el actual panorama peninsular, continúan construyendo en colectividad y trabajando incesantemente para que otras mujeres mayas puedan vivir una vida libre de violencia.
Este reportaje se realizó con el apoyo
de la Fundación W. K. Kellogg.
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