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La multimillonaria Emilia Pérez, premiada en los Globos de Oro 2024, junta a la clase dominante para ayudar a las víctimas de la violencia.
Por mencionar solo algunas pifias de <i>Emilia Pérez</i>, su ética está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar al guion.
Nomás por llevar la contraria. A pesar de los dichos en redes sociales, Emilia Pérez (2024) sí pretende ser una película musical sobre cómo el pasado se impone frente a las buenas intenciones de una persona reformada: una tragedia, pues, que en principio no busca anular los crímenes de la protagonista ni alcanzar su redención. Luego, aunque el director Jacques Audiard declaró no haber investigado a México antes de filmar una película sobre nuestra catástrofe, alguien lo hizo; si no, ¿cómo supo esta producción francesa de las camionetas de fierro viejo, cuyo sonsonete se vuelve canción al inicio de la trama? Concedidos un par de puntos a sus defensores, me urge, ahora, llevarles la contra a ellos: bien escribió T.S. Eliot: “Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y el acto / Cae la sombra”. Los mexicanos, más sabrosos para el refrán, decimos que del plato a la boca se cae la sopa. Que hay una tragedia esbozada en la película, y que hay una investigación sobre sus temas, es palpable. Ya que Audiard rebase a Esquilo o que tenga un entendimiento respetuoso de nuestros muertos es cuestión de enfoques.
Emilia Pérez no me parece una película, sino un instrumento, más o menos como lo fue hace poco Sonido de libertad (Sound of Freedom, 2023), o en los años cuarenta El judío Süss (Jud Süss, 1940). Si bien no es un artefacto diseñado por políticos en contra de sus enemigos (la élite evangélica atacando al liberalismo estadounidense o el nazismo a los judíos de Europa), sí es producto de un capitalismo que activa sus defensas para contener las reivindicaciones étnicas y sexuales de nuestro siglo. Ante la impotencia de frenar los reclamos por la desigualdad que produjo el colonialismo europeo, el neoliberalismo contemporáneo —su vástago— desarrolló la contraofensiva más trillada pero eficiente que se le pudo ocurrir: si no puedes contra ellos, sedúcelos. El filósofo estadounidense Olúfẹ́mi O. Táíwò lleva años escribiendo sobre cómo las élites han integrado los discursos antirracistas para apaciguar a los disidentes, en vez de resolver problemas de raíz que les costarían más caro. Hollywood es un ejemplo perfecto: los ejecutivos de siempre (blancos, pues) producen películas escritas, dirigidas y protagonizadas por personas de ascendencia africana o asiática, pero se llevan a partir de un simulacro la mayor parte de las ganancias. El statu quo y el color de los inversionistas se mantiene igual, pero afuera se cree que Pantera Negra (Black Panther, 2018) exterminó el racismo. Solo dos años después de aquel estreno avasallador, George Floyd, un ciudadano afroestadounidense, fue asesinado por la policía de Minneapolis y detonó con su muerte las protestas de Black Lives Matter.
Al incluir a actrices descendientes de migrantes latinoamericanos y poner a una mujer trans en el rol protagónico, Audiard, un hombre blanco, heterosexual y europeo, explota las narrativas de personas históricamente oprimidas para sacar un beneficio personal ya incuestionable: Emilia Pérez ganó dos premios en el Festival de Cannes, acumuló 10 nominaciones a los Globos de Oro, de las cuales ganó cuatro, y se insinúa como favorita para el Oscar. Incluso si Audiard no hubiera planeado la explotación, cual villano de caricatura, su película expresa, igual que cualquier otra, eso que el filósofo Fredric Jameson llama el inconsciente político: cada narración es producto de una ideología, lo sepan sus creadores o no. Si, digamos, Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023) representa a los hombres blancos del condado Osage matando a sus esposas indígenas con tal de heredar su riqueza, es evidente que el enfoque es anticolonial. Pero una película no es solo su trama: al encontrarse con la comunidad Osage, Martin Scorsese cambió la perspectiva de la película e incluyó a sus anfitriones en la producción. Una de sus protagonistas, Lily Gladstone, de la nación Piesnegros, interpreta a una mujer Osage con la dignidad de Olivia de Havilland. ¿Qué nos dicen la trama y la producción de Emilia Pérez?
La historia de Audiard comienza cuando Rita (Zoe Saldaña), una abogada mexicana harta de defender a feminicidas, es contactada por un narcotraficante apodado Manitas (Karla Sofía Gascón), quien le ofrece un contrato multimillonario a cambio de ayudarle a adquirir una nueva identidad de género. Gracias a su abogada, Manitas logra fingir su muerte, mandar a su familia a Suiza y renacer como Emilia Pérez; sin embargo, después de unos años ella desea vivir con su esposa y sus hijos en México, para lo cual vuelve a pedir la ayuda de Rita, quien logra reunir a la familia en las Lomas de Chapultepec sin revelar la identidad original de Emilia. Ya que parece todo resuelto, las ahora amigas se topan en un tianguis con una mujer que busca a su hijo desaparecido. A partir de este encuentro, Emilia empieza a ayudar a las familias afectadas por la guerra contra el narcotráfico para encontrar a quienes les fueron arrebatados.
Descontextualizada y contada así, la película suena inverosímil, simplona, pero relativamente inofensiva: la fantasía de un niño progresista en un concurso de cuento sobre cómo hacer un mejor país. Pero el trasfondo cuenta. Emilia Pérez es producto de un director que ganó la Palma de Oro por otra cuestionable representación de la otredad, Dheepan (2015). En aquella película un excombatiente de la guerra civil en Sri Lanka encuentra que Francia no es el refugio que esperaba y termina envuelto en la violencia criminal. Antes de eso está Un profeta (2009), con la que el director pretendía visibilizar a los inmigrantes árabes —ausentes, según él, del cine francés— representándolos como gánsters. Pareciera que Audiard es un cineasta bienintencionado, pero a la vez poseído por los prejuicios del Frente Nacional. En el mejor de los casos debe ser ese tío bonachón sin problema en convivir con vietnamitas, a pesar de la derrota en Dien Bien Phu, mientras les llama, campechano, “chinitos”.
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La producción, insisto, equivale a la obra: la importancia del neorrealismo italiano y sus discípulos (la Nueva Ola Francesa) está en cómo realizaron sus imágenes, lo cual se tradujo en la técnica: la cámara al hombro de Sin aliento (Á bout de souffle, 1959) y su montaje insólito son producto de las condiciones precarias en que se filmó y se editó. La elección, entonces, de actrices estadounidenses y una española para interpretar a mexicanas en Emilia Pérez es sintomática de la mentalidad en la industria francesa actual. Audiard toma una decisión con base en cierta idea del público; es decir, intercambia las identidades de quienes merecen narrar la historia por las presencias de quienes pueden atraer al público. La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México. No es nada menos que el pensamiento del apartheid, y por ello no sorprende que la conciencia moral de la película sea un médico israelí.
Hace muchos años se tomaban decisiones similares, aunque no iguales, en el cine de Luchino Visconti, que contrató al francés Alain Delon y al estadounidense Burt Lancaster para hacer de italianos, pero también los rodeó de un elenco local y contrató a actores que doblaran sus voces a su idioma. Además, se trataba de un director comunista italiano que filmaba a su país y su clase aristocrática; cuando no, Visconti investigaba e incluía para no afectar la representación de los pobres, cuyas vicisitudes le preocupaban. La tierra tiembla (La terra trema, 1948) no es solamente sobre los pescadores sicilianos: está hecha en colaboración con ellos.
Aun si pensamos que el cine está desligado del mundo que lo produce, como un niño que nace sin necesidad de una madre, la investigación superficial del equipo de Emilia Pérez sí tiene repercusiones estéticas: algunas afectarán más a unos públicos que a otros, pero las hay que rebasan la frontera cultural. Si en México son insultantes los acentos de las protagonistas, se debe a que la actuación es un intento de emular lo real sin serlo; es un doblamiento en el que los intérpretes adquieren los gestos —la voz, incluida— y los pensamientos de sus personajes para ofrecer una imitación, una imagen, que ilusione al público. El acento dominicano de Saldaña; español, de Gascón, y estadounidense, de Selena Gomez, no solo demuestran que la película está hecha con el norte global en mente; es decir, que no le importa quedar bien con un público mexicano; también sugieren que no le importa quedar bien, a secas. Si los múltiples acentos y voces de Tom Hardy a lo largo de su filmografía han sido expresiones de disciplina histriónica aplaudidas por la crítica y el público, ¿por qué no significarían lo contrario los perezosos sonidos que emite el elenco de Emilia Pérez? En todo caso, el llanto sin lágrimas de Gomez en una escena debería enterrar las dudas sobre su compromiso actoral.
Los diálogos de Emilia Pérez sugieren un interés en el léxico mexicano: “no mames”, “tengo un buen de trabajo”, “este cabrón”, acompañan a otras frases colocadas a la fuerza para lograr —a pesar de los acentos maltrechos— cierto grado de autenticidad, pero cómo va a ser, si los personajes hablan y actúan como caricaturas. Esto nos lleva de vuelta a la otra defensa de Emilia Pérez, según la cual se trata, no de la redención de una figura criminal, sino de una recaída trágica: cerca del desenlace, Emilia vuelve a la violencia porque Jessi (Gomez), su esposa —inconsciente de que su anfitriona no es la prima de su marido, sino la nueva identidad de Manitas—, decide casarse con un novio y llevarse a los niños a vivir con ellos. Emilia manda golpear al amante y congela el dinero de Jessi, que la secuestra en represalia. Eso es todo el error trágico de Emilia: se apasiona pero no vuelve a matar inocentes; más bien, debido a un momento de rabia acaba torturada ella. Esta culminación se relaciona con el hecho de que Audiard jamás muestra a Manitas cometiendo un acto de violencia; al contrario, lo captura siendo un padre amoroso, un patrón exigente aunque pródigo, y un alma quebradiza que llora por no poder expresarse como mujer. El cine no se trata de lo que está escrito en un guion, sino de cómo las imágenes nos afectan: ver los crímenes de Manitas y el sufrimiento que provocan dificultaría la empatía del público; haría al personaje más verosímil, más humano, pero no es eso lo que desea Audiard.
El mayor problema para los escritores de Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), condicionados por las necesidades comerciales de la televisión, era hacer al protagonista agradable para no perder al público. En una decisión riesgosa, se negaron a ocultar la monstruosidad de Tony Soprano (James Gandolfini), y por ello enfatizaron el equilibrio: así como es voraz e indiferente a los cadáveres que produce para sostener su poder y su vida hedonista, Tony es gracioso y puede llegar a ser tierno o vulnerable; víctima, incluso, de su círculo. Manitas, en cambio, es solo un damnificado de su entorno, y Emilia, una santa que acaba celebrada en una procesión por su anarcocapitalismo generoso: ante las limitaciones del Estado mexicano, la multimillonaria Emilia junta a la clase dominante para ayudar a las víctimas de la violencia. Un número musical protagonizado por Rita cuestiona esta maniobra al considerar la hipocresía de convertir dinero malo en bueno, pero el tema se diluye de inmediato porque una representación sofisticada atentaría contra las necesidades de los productores: la redituable complacencia. La ética de Emilia Pérez está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar a la escritura. No creo exagerado, entonces, denunciar la santificación de una figura destructiva y ver en ello otro apartado para la lista de ofensas. Ni hablar del esencialismo de género que asume la transición de una persona como una transformación de carácter: Manitas, hombre, es malo; Emilia, mujer, es buena. Incluso se sugiere que Manitas es cruel por ser una mujer trans incapaz de expresar su identidad real; sin embargo, las mujeres trans no suelen ser las causantes de la violencia en la realidad, sino sus víctimas.
Si el melodrama rebasado y moralino empobrece a Emilia Pérez, le quedaría ser un musical original, subversivo. Jean-Luc Godard o Apichatpong Weerasethakul hicieron películas que se benefician no de los recursos económicos sino de los imaginativos: Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961) y The Adventure of Iron Pussy (2003) son incómodas por la forma en que trastocan las expectativas de lo que hace una película musical, y se comprometen con estilos y temas marginales que enfrentan al público, en vez de apaciguarlo mediante las convenciones que ya disfruta. Audiard, en cambio, solo repite los clichés de un videoclip cualquiera: la cámara hace algunos movimientos agresivos, como bailando alrededor de las protagonistas; hay colores llamativos y destellos, coreografías. Nada se zafa de la norma, nada encuentra —ni siquiera lo busca— algo que agregar al diccionario de las imágenes.
Incluso la música imita el pop contemporáneo, sobre todo cuando canta Selena Gomez, y uno se pregunta por qué canciones sobre el hartazgo con la injusticia son tan alegres. El compositor polaco Krzysztof Penderecki hizo un Treno a las víctimas de Hiroshima que evoca el horror de ver una luz inexplicable que va arrasando con las casas, los cuerpos, una ciudad. No es algo que uno desee escuchar para relajarse o mucho menos divertirse porque habla de un crimen. Los temas de la cantante francesa Camille y el compositor de cine Clément Ducol no solamente atropellan el sufrimiento mexicano, sino que incluso expresan su imaginario colonialista en letras como una que describe, según la hija de Emilia, el olor de Manitas: “Olía […] a comida picante, picante […] a mezcal y guacamole”. Su papá y su ahora tía huelen a estereotipo. En otra más, un exdelincuente a punto de ser rehabilitado por el dinero de Emilia celebra la educación a la que al fin va a acceder: “Para aprender a calcular que uno y dos son tres / Para limpiar mi piel de tatuajes / Aquí estoy”. Los mexicanos somos, además de violentos, trogloditas que no sabemos sumar. Los ripios —“dos y tres” rima con “tatú-ajés”— ya son lo de menos: se corresponden con errores de montaje como ese en el que vemos el pie calzado de Selena Gomez bajar de un coche, pero tres o cuatro planos después, sin que se agache a quitarse los zapatos, ya camina sin ellos.
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Hace tiempo, para dimensionar nuestras circunstancias, comparé las cifras de muertos a causa de la guerra contra el narcotráfico en México y las de la Guerra de Bosnia, que aún conmueve a Europa. No es necesario citarlas porque no pretendo hacer una competencia ni son circunstancias del todo comparables, pero, de nuevo, el contraste da una idea de nuestra desazón. Ante Emilia Pérez, no puedo evitar preguntarme, como lo han hecho otros en redes sociales, qué pasaría si un estadounidense hiciera un musical ligero, mal hecho, sobre un suboficial de Ratko Mladić que haya matado a gente en Srebrenica porque no podía expresar su identidad de género; sobre cómo huyó, se hizo una cirugía y ahora es santificada por sus víctimas gracias a sus esfuerzos por esclarecer los destinos de cada muerto. ¿Cómo respondería Europa al ver que eso inspira música hecha con cartuchos y rifles de asalto, y coreografías de gente cayendo muerta al piso? ¿La programarían en competencia en Cannes? ¿La premiarían en los César de Francia? Si la respuesta fuera un sí, probablemente se debería a que las naciones más poderosas del continente no consideran Europa a los Balcanes.
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Por mencionar solo algunas pifias de <i>Emilia Pérez</i>, su ética está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar al guion.
Nomás por llevar la contraria. A pesar de los dichos en redes sociales, Emilia Pérez (2024) sí pretende ser una película musical sobre cómo el pasado se impone frente a las buenas intenciones de una persona reformada: una tragedia, pues, que en principio no busca anular los crímenes de la protagonista ni alcanzar su redención. Luego, aunque el director Jacques Audiard declaró no haber investigado a México antes de filmar una película sobre nuestra catástrofe, alguien lo hizo; si no, ¿cómo supo esta producción francesa de las camionetas de fierro viejo, cuyo sonsonete se vuelve canción al inicio de la trama? Concedidos un par de puntos a sus defensores, me urge, ahora, llevarles la contra a ellos: bien escribió T.S. Eliot: “Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y el acto / Cae la sombra”. Los mexicanos, más sabrosos para el refrán, decimos que del plato a la boca se cae la sopa. Que hay una tragedia esbozada en la película, y que hay una investigación sobre sus temas, es palpable. Ya que Audiard rebase a Esquilo o que tenga un entendimiento respetuoso de nuestros muertos es cuestión de enfoques.
Emilia Pérez no me parece una película, sino un instrumento, más o menos como lo fue hace poco Sonido de libertad (Sound of Freedom, 2023), o en los años cuarenta El judío Süss (Jud Süss, 1940). Si bien no es un artefacto diseñado por políticos en contra de sus enemigos (la élite evangélica atacando al liberalismo estadounidense o el nazismo a los judíos de Europa), sí es producto de un capitalismo que activa sus defensas para contener las reivindicaciones étnicas y sexuales de nuestro siglo. Ante la impotencia de frenar los reclamos por la desigualdad que produjo el colonialismo europeo, el neoliberalismo contemporáneo —su vástago— desarrolló la contraofensiva más trillada pero eficiente que se le pudo ocurrir: si no puedes contra ellos, sedúcelos. El filósofo estadounidense Olúfẹ́mi O. Táíwò lleva años escribiendo sobre cómo las élites han integrado los discursos antirracistas para apaciguar a los disidentes, en vez de resolver problemas de raíz que les costarían más caro. Hollywood es un ejemplo perfecto: los ejecutivos de siempre (blancos, pues) producen películas escritas, dirigidas y protagonizadas por personas de ascendencia africana o asiática, pero se llevan a partir de un simulacro la mayor parte de las ganancias. El statu quo y el color de los inversionistas se mantiene igual, pero afuera se cree que Pantera Negra (Black Panther, 2018) exterminó el racismo. Solo dos años después de aquel estreno avasallador, George Floyd, un ciudadano afroestadounidense, fue asesinado por la policía de Minneapolis y detonó con su muerte las protestas de Black Lives Matter.
Al incluir a actrices descendientes de migrantes latinoamericanos y poner a una mujer trans en el rol protagónico, Audiard, un hombre blanco, heterosexual y europeo, explota las narrativas de personas históricamente oprimidas para sacar un beneficio personal ya incuestionable: Emilia Pérez ganó dos premios en el Festival de Cannes, acumuló 10 nominaciones a los Globos de Oro, de las cuales ganó cuatro, y se insinúa como favorita para el Oscar. Incluso si Audiard no hubiera planeado la explotación, cual villano de caricatura, su película expresa, igual que cualquier otra, eso que el filósofo Fredric Jameson llama el inconsciente político: cada narración es producto de una ideología, lo sepan sus creadores o no. Si, digamos, Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023) representa a los hombres blancos del condado Osage matando a sus esposas indígenas con tal de heredar su riqueza, es evidente que el enfoque es anticolonial. Pero una película no es solo su trama: al encontrarse con la comunidad Osage, Martin Scorsese cambió la perspectiva de la película e incluyó a sus anfitriones en la producción. Una de sus protagonistas, Lily Gladstone, de la nación Piesnegros, interpreta a una mujer Osage con la dignidad de Olivia de Havilland. ¿Qué nos dicen la trama y la producción de Emilia Pérez?
La historia de Audiard comienza cuando Rita (Zoe Saldaña), una abogada mexicana harta de defender a feminicidas, es contactada por un narcotraficante apodado Manitas (Karla Sofía Gascón), quien le ofrece un contrato multimillonario a cambio de ayudarle a adquirir una nueva identidad de género. Gracias a su abogada, Manitas logra fingir su muerte, mandar a su familia a Suiza y renacer como Emilia Pérez; sin embargo, después de unos años ella desea vivir con su esposa y sus hijos en México, para lo cual vuelve a pedir la ayuda de Rita, quien logra reunir a la familia en las Lomas de Chapultepec sin revelar la identidad original de Emilia. Ya que parece todo resuelto, las ahora amigas se topan en un tianguis con una mujer que busca a su hijo desaparecido. A partir de este encuentro, Emilia empieza a ayudar a las familias afectadas por la guerra contra el narcotráfico para encontrar a quienes les fueron arrebatados.
Descontextualizada y contada así, la película suena inverosímil, simplona, pero relativamente inofensiva: la fantasía de un niño progresista en un concurso de cuento sobre cómo hacer un mejor país. Pero el trasfondo cuenta. Emilia Pérez es producto de un director que ganó la Palma de Oro por otra cuestionable representación de la otredad, Dheepan (2015). En aquella película un excombatiente de la guerra civil en Sri Lanka encuentra que Francia no es el refugio que esperaba y termina envuelto en la violencia criminal. Antes de eso está Un profeta (2009), con la que el director pretendía visibilizar a los inmigrantes árabes —ausentes, según él, del cine francés— representándolos como gánsters. Pareciera que Audiard es un cineasta bienintencionado, pero a la vez poseído por los prejuicios del Frente Nacional. En el mejor de los casos debe ser ese tío bonachón sin problema en convivir con vietnamitas, a pesar de la derrota en Dien Bien Phu, mientras les llama, campechano, “chinitos”.
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La producción, insisto, equivale a la obra: la importancia del neorrealismo italiano y sus discípulos (la Nueva Ola Francesa) está en cómo realizaron sus imágenes, lo cual se tradujo en la técnica: la cámara al hombro de Sin aliento (Á bout de souffle, 1959) y su montaje insólito son producto de las condiciones precarias en que se filmó y se editó. La elección, entonces, de actrices estadounidenses y una española para interpretar a mexicanas en Emilia Pérez es sintomática de la mentalidad en la industria francesa actual. Audiard toma una decisión con base en cierta idea del público; es decir, intercambia las identidades de quienes merecen narrar la historia por las presencias de quienes pueden atraer al público. La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México. No es nada menos que el pensamiento del apartheid, y por ello no sorprende que la conciencia moral de la película sea un médico israelí.
Hace muchos años se tomaban decisiones similares, aunque no iguales, en el cine de Luchino Visconti, que contrató al francés Alain Delon y al estadounidense Burt Lancaster para hacer de italianos, pero también los rodeó de un elenco local y contrató a actores que doblaran sus voces a su idioma. Además, se trataba de un director comunista italiano que filmaba a su país y su clase aristocrática; cuando no, Visconti investigaba e incluía para no afectar la representación de los pobres, cuyas vicisitudes le preocupaban. La tierra tiembla (La terra trema, 1948) no es solamente sobre los pescadores sicilianos: está hecha en colaboración con ellos.
Aun si pensamos que el cine está desligado del mundo que lo produce, como un niño que nace sin necesidad de una madre, la investigación superficial del equipo de Emilia Pérez sí tiene repercusiones estéticas: algunas afectarán más a unos públicos que a otros, pero las hay que rebasan la frontera cultural. Si en México son insultantes los acentos de las protagonistas, se debe a que la actuación es un intento de emular lo real sin serlo; es un doblamiento en el que los intérpretes adquieren los gestos —la voz, incluida— y los pensamientos de sus personajes para ofrecer una imitación, una imagen, que ilusione al público. El acento dominicano de Saldaña; español, de Gascón, y estadounidense, de Selena Gomez, no solo demuestran que la película está hecha con el norte global en mente; es decir, que no le importa quedar bien con un público mexicano; también sugieren que no le importa quedar bien, a secas. Si los múltiples acentos y voces de Tom Hardy a lo largo de su filmografía han sido expresiones de disciplina histriónica aplaudidas por la crítica y el público, ¿por qué no significarían lo contrario los perezosos sonidos que emite el elenco de Emilia Pérez? En todo caso, el llanto sin lágrimas de Gomez en una escena debería enterrar las dudas sobre su compromiso actoral.
Los diálogos de Emilia Pérez sugieren un interés en el léxico mexicano: “no mames”, “tengo un buen de trabajo”, “este cabrón”, acompañan a otras frases colocadas a la fuerza para lograr —a pesar de los acentos maltrechos— cierto grado de autenticidad, pero cómo va a ser, si los personajes hablan y actúan como caricaturas. Esto nos lleva de vuelta a la otra defensa de Emilia Pérez, según la cual se trata, no de la redención de una figura criminal, sino de una recaída trágica: cerca del desenlace, Emilia vuelve a la violencia porque Jessi (Gomez), su esposa —inconsciente de que su anfitriona no es la prima de su marido, sino la nueva identidad de Manitas—, decide casarse con un novio y llevarse a los niños a vivir con ellos. Emilia manda golpear al amante y congela el dinero de Jessi, que la secuestra en represalia. Eso es todo el error trágico de Emilia: se apasiona pero no vuelve a matar inocentes; más bien, debido a un momento de rabia acaba torturada ella. Esta culminación se relaciona con el hecho de que Audiard jamás muestra a Manitas cometiendo un acto de violencia; al contrario, lo captura siendo un padre amoroso, un patrón exigente aunque pródigo, y un alma quebradiza que llora por no poder expresarse como mujer. El cine no se trata de lo que está escrito en un guion, sino de cómo las imágenes nos afectan: ver los crímenes de Manitas y el sufrimiento que provocan dificultaría la empatía del público; haría al personaje más verosímil, más humano, pero no es eso lo que desea Audiard.
El mayor problema para los escritores de Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), condicionados por las necesidades comerciales de la televisión, era hacer al protagonista agradable para no perder al público. En una decisión riesgosa, se negaron a ocultar la monstruosidad de Tony Soprano (James Gandolfini), y por ello enfatizaron el equilibrio: así como es voraz e indiferente a los cadáveres que produce para sostener su poder y su vida hedonista, Tony es gracioso y puede llegar a ser tierno o vulnerable; víctima, incluso, de su círculo. Manitas, en cambio, es solo un damnificado de su entorno, y Emilia, una santa que acaba celebrada en una procesión por su anarcocapitalismo generoso: ante las limitaciones del Estado mexicano, la multimillonaria Emilia junta a la clase dominante para ayudar a las víctimas de la violencia. Un número musical protagonizado por Rita cuestiona esta maniobra al considerar la hipocresía de convertir dinero malo en bueno, pero el tema se diluye de inmediato porque una representación sofisticada atentaría contra las necesidades de los productores: la redituable complacencia. La ética de Emilia Pérez está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar a la escritura. No creo exagerado, entonces, denunciar la santificación de una figura destructiva y ver en ello otro apartado para la lista de ofensas. Ni hablar del esencialismo de género que asume la transición de una persona como una transformación de carácter: Manitas, hombre, es malo; Emilia, mujer, es buena. Incluso se sugiere que Manitas es cruel por ser una mujer trans incapaz de expresar su identidad real; sin embargo, las mujeres trans no suelen ser las causantes de la violencia en la realidad, sino sus víctimas.
Si el melodrama rebasado y moralino empobrece a Emilia Pérez, le quedaría ser un musical original, subversivo. Jean-Luc Godard o Apichatpong Weerasethakul hicieron películas que se benefician no de los recursos económicos sino de los imaginativos: Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961) y The Adventure of Iron Pussy (2003) son incómodas por la forma en que trastocan las expectativas de lo que hace una película musical, y se comprometen con estilos y temas marginales que enfrentan al público, en vez de apaciguarlo mediante las convenciones que ya disfruta. Audiard, en cambio, solo repite los clichés de un videoclip cualquiera: la cámara hace algunos movimientos agresivos, como bailando alrededor de las protagonistas; hay colores llamativos y destellos, coreografías. Nada se zafa de la norma, nada encuentra —ni siquiera lo busca— algo que agregar al diccionario de las imágenes.
Incluso la música imita el pop contemporáneo, sobre todo cuando canta Selena Gomez, y uno se pregunta por qué canciones sobre el hartazgo con la injusticia son tan alegres. El compositor polaco Krzysztof Penderecki hizo un Treno a las víctimas de Hiroshima que evoca el horror de ver una luz inexplicable que va arrasando con las casas, los cuerpos, una ciudad. No es algo que uno desee escuchar para relajarse o mucho menos divertirse porque habla de un crimen. Los temas de la cantante francesa Camille y el compositor de cine Clément Ducol no solamente atropellan el sufrimiento mexicano, sino que incluso expresan su imaginario colonialista en letras como una que describe, según la hija de Emilia, el olor de Manitas: “Olía […] a comida picante, picante […] a mezcal y guacamole”. Su papá y su ahora tía huelen a estereotipo. En otra más, un exdelincuente a punto de ser rehabilitado por el dinero de Emilia celebra la educación a la que al fin va a acceder: “Para aprender a calcular que uno y dos son tres / Para limpiar mi piel de tatuajes / Aquí estoy”. Los mexicanos somos, además de violentos, trogloditas que no sabemos sumar. Los ripios —“dos y tres” rima con “tatú-ajés”— ya son lo de menos: se corresponden con errores de montaje como ese en el que vemos el pie calzado de Selena Gomez bajar de un coche, pero tres o cuatro planos después, sin que se agache a quitarse los zapatos, ya camina sin ellos.
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Hace tiempo, para dimensionar nuestras circunstancias, comparé las cifras de muertos a causa de la guerra contra el narcotráfico en México y las de la Guerra de Bosnia, que aún conmueve a Europa. No es necesario citarlas porque no pretendo hacer una competencia ni son circunstancias del todo comparables, pero, de nuevo, el contraste da una idea de nuestra desazón. Ante Emilia Pérez, no puedo evitar preguntarme, como lo han hecho otros en redes sociales, qué pasaría si un estadounidense hiciera un musical ligero, mal hecho, sobre un suboficial de Ratko Mladić que haya matado a gente en Srebrenica porque no podía expresar su identidad de género; sobre cómo huyó, se hizo una cirugía y ahora es santificada por sus víctimas gracias a sus esfuerzos por esclarecer los destinos de cada muerto. ¿Cómo respondería Europa al ver que eso inspira música hecha con cartuchos y rifles de asalto, y coreografías de gente cayendo muerta al piso? ¿La programarían en competencia en Cannes? ¿La premiarían en los César de Francia? Si la respuesta fuera un sí, probablemente se debería a que las naciones más poderosas del continente no consideran Europa a los Balcanes.
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La multimillonaria Emilia Pérez, premiada en los Globos de Oro 2024, junta a la clase dominante para ayudar a las víctimas de la violencia.
Por mencionar solo algunas pifias de <i>Emilia Pérez</i>, su ética está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar al guion.
Nomás por llevar la contraria. A pesar de los dichos en redes sociales, Emilia Pérez (2024) sí pretende ser una película musical sobre cómo el pasado se impone frente a las buenas intenciones de una persona reformada: una tragedia, pues, que en principio no busca anular los crímenes de la protagonista ni alcanzar su redención. Luego, aunque el director Jacques Audiard declaró no haber investigado a México antes de filmar una película sobre nuestra catástrofe, alguien lo hizo; si no, ¿cómo supo esta producción francesa de las camionetas de fierro viejo, cuyo sonsonete se vuelve canción al inicio de la trama? Concedidos un par de puntos a sus defensores, me urge, ahora, llevarles la contra a ellos: bien escribió T.S. Eliot: “Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y el acto / Cae la sombra”. Los mexicanos, más sabrosos para el refrán, decimos que del plato a la boca se cae la sopa. Que hay una tragedia esbozada en la película, y que hay una investigación sobre sus temas, es palpable. Ya que Audiard rebase a Esquilo o que tenga un entendimiento respetuoso de nuestros muertos es cuestión de enfoques.
Emilia Pérez no me parece una película, sino un instrumento, más o menos como lo fue hace poco Sonido de libertad (Sound of Freedom, 2023), o en los años cuarenta El judío Süss (Jud Süss, 1940). Si bien no es un artefacto diseñado por políticos en contra de sus enemigos (la élite evangélica atacando al liberalismo estadounidense o el nazismo a los judíos de Europa), sí es producto de un capitalismo que activa sus defensas para contener las reivindicaciones étnicas y sexuales de nuestro siglo. Ante la impotencia de frenar los reclamos por la desigualdad que produjo el colonialismo europeo, el neoliberalismo contemporáneo —su vástago— desarrolló la contraofensiva más trillada pero eficiente que se le pudo ocurrir: si no puedes contra ellos, sedúcelos. El filósofo estadounidense Olúfẹ́mi O. Táíwò lleva años escribiendo sobre cómo las élites han integrado los discursos antirracistas para apaciguar a los disidentes, en vez de resolver problemas de raíz que les costarían más caro. Hollywood es un ejemplo perfecto: los ejecutivos de siempre (blancos, pues) producen películas escritas, dirigidas y protagonizadas por personas de ascendencia africana o asiática, pero se llevan a partir de un simulacro la mayor parte de las ganancias. El statu quo y el color de los inversionistas se mantiene igual, pero afuera se cree que Pantera Negra (Black Panther, 2018) exterminó el racismo. Solo dos años después de aquel estreno avasallador, George Floyd, un ciudadano afroestadounidense, fue asesinado por la policía de Minneapolis y detonó con su muerte las protestas de Black Lives Matter.
Al incluir a actrices descendientes de migrantes latinoamericanos y poner a una mujer trans en el rol protagónico, Audiard, un hombre blanco, heterosexual y europeo, explota las narrativas de personas históricamente oprimidas para sacar un beneficio personal ya incuestionable: Emilia Pérez ganó dos premios en el Festival de Cannes, acumuló 10 nominaciones a los Globos de Oro, de las cuales ganó cuatro, y se insinúa como favorita para el Oscar. Incluso si Audiard no hubiera planeado la explotación, cual villano de caricatura, su película expresa, igual que cualquier otra, eso que el filósofo Fredric Jameson llama el inconsciente político: cada narración es producto de una ideología, lo sepan sus creadores o no. Si, digamos, Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023) representa a los hombres blancos del condado Osage matando a sus esposas indígenas con tal de heredar su riqueza, es evidente que el enfoque es anticolonial. Pero una película no es solo su trama: al encontrarse con la comunidad Osage, Martin Scorsese cambió la perspectiva de la película e incluyó a sus anfitriones en la producción. Una de sus protagonistas, Lily Gladstone, de la nación Piesnegros, interpreta a una mujer Osage con la dignidad de Olivia de Havilland. ¿Qué nos dicen la trama y la producción de Emilia Pérez?
La historia de Audiard comienza cuando Rita (Zoe Saldaña), una abogada mexicana harta de defender a feminicidas, es contactada por un narcotraficante apodado Manitas (Karla Sofía Gascón), quien le ofrece un contrato multimillonario a cambio de ayudarle a adquirir una nueva identidad de género. Gracias a su abogada, Manitas logra fingir su muerte, mandar a su familia a Suiza y renacer como Emilia Pérez; sin embargo, después de unos años ella desea vivir con su esposa y sus hijos en México, para lo cual vuelve a pedir la ayuda de Rita, quien logra reunir a la familia en las Lomas de Chapultepec sin revelar la identidad original de Emilia. Ya que parece todo resuelto, las ahora amigas se topan en un tianguis con una mujer que busca a su hijo desaparecido. A partir de este encuentro, Emilia empieza a ayudar a las familias afectadas por la guerra contra el narcotráfico para encontrar a quienes les fueron arrebatados.
Descontextualizada y contada así, la película suena inverosímil, simplona, pero relativamente inofensiva: la fantasía de un niño progresista en un concurso de cuento sobre cómo hacer un mejor país. Pero el trasfondo cuenta. Emilia Pérez es producto de un director que ganó la Palma de Oro por otra cuestionable representación de la otredad, Dheepan (2015). En aquella película un excombatiente de la guerra civil en Sri Lanka encuentra que Francia no es el refugio que esperaba y termina envuelto en la violencia criminal. Antes de eso está Un profeta (2009), con la que el director pretendía visibilizar a los inmigrantes árabes —ausentes, según él, del cine francés— representándolos como gánsters. Pareciera que Audiard es un cineasta bienintencionado, pero a la vez poseído por los prejuicios del Frente Nacional. En el mejor de los casos debe ser ese tío bonachón sin problema en convivir con vietnamitas, a pesar de la derrota en Dien Bien Phu, mientras les llama, campechano, “chinitos”.
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La producción, insisto, equivale a la obra: la importancia del neorrealismo italiano y sus discípulos (la Nueva Ola Francesa) está en cómo realizaron sus imágenes, lo cual se tradujo en la técnica: la cámara al hombro de Sin aliento (Á bout de souffle, 1959) y su montaje insólito son producto de las condiciones precarias en que se filmó y se editó. La elección, entonces, de actrices estadounidenses y una española para interpretar a mexicanas en Emilia Pérez es sintomática de la mentalidad en la industria francesa actual. Audiard toma una decisión con base en cierta idea del público; es decir, intercambia las identidades de quienes merecen narrar la historia por las presencias de quienes pueden atraer al público. La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México. No es nada menos que el pensamiento del apartheid, y por ello no sorprende que la conciencia moral de la película sea un médico israelí.
Hace muchos años se tomaban decisiones similares, aunque no iguales, en el cine de Luchino Visconti, que contrató al francés Alain Delon y al estadounidense Burt Lancaster para hacer de italianos, pero también los rodeó de un elenco local y contrató a actores que doblaran sus voces a su idioma. Además, se trataba de un director comunista italiano que filmaba a su país y su clase aristocrática; cuando no, Visconti investigaba e incluía para no afectar la representación de los pobres, cuyas vicisitudes le preocupaban. La tierra tiembla (La terra trema, 1948) no es solamente sobre los pescadores sicilianos: está hecha en colaboración con ellos.
Aun si pensamos que el cine está desligado del mundo que lo produce, como un niño que nace sin necesidad de una madre, la investigación superficial del equipo de Emilia Pérez sí tiene repercusiones estéticas: algunas afectarán más a unos públicos que a otros, pero las hay que rebasan la frontera cultural. Si en México son insultantes los acentos de las protagonistas, se debe a que la actuación es un intento de emular lo real sin serlo; es un doblamiento en el que los intérpretes adquieren los gestos —la voz, incluida— y los pensamientos de sus personajes para ofrecer una imitación, una imagen, que ilusione al público. El acento dominicano de Saldaña; español, de Gascón, y estadounidense, de Selena Gomez, no solo demuestran que la película está hecha con el norte global en mente; es decir, que no le importa quedar bien con un público mexicano; también sugieren que no le importa quedar bien, a secas. Si los múltiples acentos y voces de Tom Hardy a lo largo de su filmografía han sido expresiones de disciplina histriónica aplaudidas por la crítica y el público, ¿por qué no significarían lo contrario los perezosos sonidos que emite el elenco de Emilia Pérez? En todo caso, el llanto sin lágrimas de Gomez en una escena debería enterrar las dudas sobre su compromiso actoral.
Los diálogos de Emilia Pérez sugieren un interés en el léxico mexicano: “no mames”, “tengo un buen de trabajo”, “este cabrón”, acompañan a otras frases colocadas a la fuerza para lograr —a pesar de los acentos maltrechos— cierto grado de autenticidad, pero cómo va a ser, si los personajes hablan y actúan como caricaturas. Esto nos lleva de vuelta a la otra defensa de Emilia Pérez, según la cual se trata, no de la redención de una figura criminal, sino de una recaída trágica: cerca del desenlace, Emilia vuelve a la violencia porque Jessi (Gomez), su esposa —inconsciente de que su anfitriona no es la prima de su marido, sino la nueva identidad de Manitas—, decide casarse con un novio y llevarse a los niños a vivir con ellos. Emilia manda golpear al amante y congela el dinero de Jessi, que la secuestra en represalia. Eso es todo el error trágico de Emilia: se apasiona pero no vuelve a matar inocentes; más bien, debido a un momento de rabia acaba torturada ella. Esta culminación se relaciona con el hecho de que Audiard jamás muestra a Manitas cometiendo un acto de violencia; al contrario, lo captura siendo un padre amoroso, un patrón exigente aunque pródigo, y un alma quebradiza que llora por no poder expresarse como mujer. El cine no se trata de lo que está escrito en un guion, sino de cómo las imágenes nos afectan: ver los crímenes de Manitas y el sufrimiento que provocan dificultaría la empatía del público; haría al personaje más verosímil, más humano, pero no es eso lo que desea Audiard.
El mayor problema para los escritores de Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), condicionados por las necesidades comerciales de la televisión, era hacer al protagonista agradable para no perder al público. En una decisión riesgosa, se negaron a ocultar la monstruosidad de Tony Soprano (James Gandolfini), y por ello enfatizaron el equilibrio: así como es voraz e indiferente a los cadáveres que produce para sostener su poder y su vida hedonista, Tony es gracioso y puede llegar a ser tierno o vulnerable; víctima, incluso, de su círculo. Manitas, en cambio, es solo un damnificado de su entorno, y Emilia, una santa que acaba celebrada en una procesión por su anarcocapitalismo generoso: ante las limitaciones del Estado mexicano, la multimillonaria Emilia junta a la clase dominante para ayudar a las víctimas de la violencia. Un número musical protagonizado por Rita cuestiona esta maniobra al considerar la hipocresía de convertir dinero malo en bueno, pero el tema se diluye de inmediato porque una representación sofisticada atentaría contra las necesidades de los productores: la redituable complacencia. La ética de Emilia Pérez está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar a la escritura. No creo exagerado, entonces, denunciar la santificación de una figura destructiva y ver en ello otro apartado para la lista de ofensas. Ni hablar del esencialismo de género que asume la transición de una persona como una transformación de carácter: Manitas, hombre, es malo; Emilia, mujer, es buena. Incluso se sugiere que Manitas es cruel por ser una mujer trans incapaz de expresar su identidad real; sin embargo, las mujeres trans no suelen ser las causantes de la violencia en la realidad, sino sus víctimas.
Si el melodrama rebasado y moralino empobrece a Emilia Pérez, le quedaría ser un musical original, subversivo. Jean-Luc Godard o Apichatpong Weerasethakul hicieron películas que se benefician no de los recursos económicos sino de los imaginativos: Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961) y The Adventure of Iron Pussy (2003) son incómodas por la forma en que trastocan las expectativas de lo que hace una película musical, y se comprometen con estilos y temas marginales que enfrentan al público, en vez de apaciguarlo mediante las convenciones que ya disfruta. Audiard, en cambio, solo repite los clichés de un videoclip cualquiera: la cámara hace algunos movimientos agresivos, como bailando alrededor de las protagonistas; hay colores llamativos y destellos, coreografías. Nada se zafa de la norma, nada encuentra —ni siquiera lo busca— algo que agregar al diccionario de las imágenes.
Incluso la música imita el pop contemporáneo, sobre todo cuando canta Selena Gomez, y uno se pregunta por qué canciones sobre el hartazgo con la injusticia son tan alegres. El compositor polaco Krzysztof Penderecki hizo un Treno a las víctimas de Hiroshima que evoca el horror de ver una luz inexplicable que va arrasando con las casas, los cuerpos, una ciudad. No es algo que uno desee escuchar para relajarse o mucho menos divertirse porque habla de un crimen. Los temas de la cantante francesa Camille y el compositor de cine Clément Ducol no solamente atropellan el sufrimiento mexicano, sino que incluso expresan su imaginario colonialista en letras como una que describe, según la hija de Emilia, el olor de Manitas: “Olía […] a comida picante, picante […] a mezcal y guacamole”. Su papá y su ahora tía huelen a estereotipo. En otra más, un exdelincuente a punto de ser rehabilitado por el dinero de Emilia celebra la educación a la que al fin va a acceder: “Para aprender a calcular que uno y dos son tres / Para limpiar mi piel de tatuajes / Aquí estoy”. Los mexicanos somos, además de violentos, trogloditas que no sabemos sumar. Los ripios —“dos y tres” rima con “tatú-ajés”— ya son lo de menos: se corresponden con errores de montaje como ese en el que vemos el pie calzado de Selena Gomez bajar de un coche, pero tres o cuatro planos después, sin que se agache a quitarse los zapatos, ya camina sin ellos.
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Hace tiempo, para dimensionar nuestras circunstancias, comparé las cifras de muertos a causa de la guerra contra el narcotráfico en México y las de la Guerra de Bosnia, que aún conmueve a Europa. No es necesario citarlas porque no pretendo hacer una competencia ni son circunstancias del todo comparables, pero, de nuevo, el contraste da una idea de nuestra desazón. Ante Emilia Pérez, no puedo evitar preguntarme, como lo han hecho otros en redes sociales, qué pasaría si un estadounidense hiciera un musical ligero, mal hecho, sobre un suboficial de Ratko Mladić que haya matado a gente en Srebrenica porque no podía expresar su identidad de género; sobre cómo huyó, se hizo una cirugía y ahora es santificada por sus víctimas gracias a sus esfuerzos por esclarecer los destinos de cada muerto. ¿Cómo respondería Europa al ver que eso inspira música hecha con cartuchos y rifles de asalto, y coreografías de gente cayendo muerta al piso? ¿La programarían en competencia en Cannes? ¿La premiarían en los César de Francia? Si la respuesta fuera un sí, probablemente se debería a que las naciones más poderosas del continente no consideran Europa a los Balcanes.
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Por mencionar solo algunas pifias de <i>Emilia Pérez</i>, su ética está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar al guion.
Nomás por llevar la contraria. A pesar de los dichos en redes sociales, Emilia Pérez (2024) sí pretende ser una película musical sobre cómo el pasado se impone frente a las buenas intenciones de una persona reformada: una tragedia, pues, que en principio no busca anular los crímenes de la protagonista ni alcanzar su redención. Luego, aunque el director Jacques Audiard declaró no haber investigado a México antes de filmar una película sobre nuestra catástrofe, alguien lo hizo; si no, ¿cómo supo esta producción francesa de las camionetas de fierro viejo, cuyo sonsonete se vuelve canción al inicio de la trama? Concedidos un par de puntos a sus defensores, me urge, ahora, llevarles la contra a ellos: bien escribió T.S. Eliot: “Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y el acto / Cae la sombra”. Los mexicanos, más sabrosos para el refrán, decimos que del plato a la boca se cae la sopa. Que hay una tragedia esbozada en la película, y que hay una investigación sobre sus temas, es palpable. Ya que Audiard rebase a Esquilo o que tenga un entendimiento respetuoso de nuestros muertos es cuestión de enfoques.
Emilia Pérez no me parece una película, sino un instrumento, más o menos como lo fue hace poco Sonido de libertad (Sound of Freedom, 2023), o en los años cuarenta El judío Süss (Jud Süss, 1940). Si bien no es un artefacto diseñado por políticos en contra de sus enemigos (la élite evangélica atacando al liberalismo estadounidense o el nazismo a los judíos de Europa), sí es producto de un capitalismo que activa sus defensas para contener las reivindicaciones étnicas y sexuales de nuestro siglo. Ante la impotencia de frenar los reclamos por la desigualdad que produjo el colonialismo europeo, el neoliberalismo contemporáneo —su vástago— desarrolló la contraofensiva más trillada pero eficiente que se le pudo ocurrir: si no puedes contra ellos, sedúcelos. El filósofo estadounidense Olúfẹ́mi O. Táíwò lleva años escribiendo sobre cómo las élites han integrado los discursos antirracistas para apaciguar a los disidentes, en vez de resolver problemas de raíz que les costarían más caro. Hollywood es un ejemplo perfecto: los ejecutivos de siempre (blancos, pues) producen películas escritas, dirigidas y protagonizadas por personas de ascendencia africana o asiática, pero se llevan a partir de un simulacro la mayor parte de las ganancias. El statu quo y el color de los inversionistas se mantiene igual, pero afuera se cree que Pantera Negra (Black Panther, 2018) exterminó el racismo. Solo dos años después de aquel estreno avasallador, George Floyd, un ciudadano afroestadounidense, fue asesinado por la policía de Minneapolis y detonó con su muerte las protestas de Black Lives Matter.
Al incluir a actrices descendientes de migrantes latinoamericanos y poner a una mujer trans en el rol protagónico, Audiard, un hombre blanco, heterosexual y europeo, explota las narrativas de personas históricamente oprimidas para sacar un beneficio personal ya incuestionable: Emilia Pérez ganó dos premios en el Festival de Cannes, acumuló 10 nominaciones a los Globos de Oro, de las cuales ganó cuatro, y se insinúa como favorita para el Oscar. Incluso si Audiard no hubiera planeado la explotación, cual villano de caricatura, su película expresa, igual que cualquier otra, eso que el filósofo Fredric Jameson llama el inconsciente político: cada narración es producto de una ideología, lo sepan sus creadores o no. Si, digamos, Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023) representa a los hombres blancos del condado Osage matando a sus esposas indígenas con tal de heredar su riqueza, es evidente que el enfoque es anticolonial. Pero una película no es solo su trama: al encontrarse con la comunidad Osage, Martin Scorsese cambió la perspectiva de la película e incluyó a sus anfitriones en la producción. Una de sus protagonistas, Lily Gladstone, de la nación Piesnegros, interpreta a una mujer Osage con la dignidad de Olivia de Havilland. ¿Qué nos dicen la trama y la producción de Emilia Pérez?
La historia de Audiard comienza cuando Rita (Zoe Saldaña), una abogada mexicana harta de defender a feminicidas, es contactada por un narcotraficante apodado Manitas (Karla Sofía Gascón), quien le ofrece un contrato multimillonario a cambio de ayudarle a adquirir una nueva identidad de género. Gracias a su abogada, Manitas logra fingir su muerte, mandar a su familia a Suiza y renacer como Emilia Pérez; sin embargo, después de unos años ella desea vivir con su esposa y sus hijos en México, para lo cual vuelve a pedir la ayuda de Rita, quien logra reunir a la familia en las Lomas de Chapultepec sin revelar la identidad original de Emilia. Ya que parece todo resuelto, las ahora amigas se topan en un tianguis con una mujer que busca a su hijo desaparecido. A partir de este encuentro, Emilia empieza a ayudar a las familias afectadas por la guerra contra el narcotráfico para encontrar a quienes les fueron arrebatados.
Descontextualizada y contada así, la película suena inverosímil, simplona, pero relativamente inofensiva: la fantasía de un niño progresista en un concurso de cuento sobre cómo hacer un mejor país. Pero el trasfondo cuenta. Emilia Pérez es producto de un director que ganó la Palma de Oro por otra cuestionable representación de la otredad, Dheepan (2015). En aquella película un excombatiente de la guerra civil en Sri Lanka encuentra que Francia no es el refugio que esperaba y termina envuelto en la violencia criminal. Antes de eso está Un profeta (2009), con la que el director pretendía visibilizar a los inmigrantes árabes —ausentes, según él, del cine francés— representándolos como gánsters. Pareciera que Audiard es un cineasta bienintencionado, pero a la vez poseído por los prejuicios del Frente Nacional. En el mejor de los casos debe ser ese tío bonachón sin problema en convivir con vietnamitas, a pesar de la derrota en Dien Bien Phu, mientras les llama, campechano, “chinitos”.
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La producción, insisto, equivale a la obra: la importancia del neorrealismo italiano y sus discípulos (la Nueva Ola Francesa) está en cómo realizaron sus imágenes, lo cual se tradujo en la técnica: la cámara al hombro de Sin aliento (Á bout de souffle, 1959) y su montaje insólito son producto de las condiciones precarias en que se filmó y se editó. La elección, entonces, de actrices estadounidenses y una española para interpretar a mexicanas en Emilia Pérez es sintomática de la mentalidad en la industria francesa actual. Audiard toma una decisión con base en cierta idea del público; es decir, intercambia las identidades de quienes merecen narrar la historia por las presencias de quienes pueden atraer al público. La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México. No es nada menos que el pensamiento del apartheid, y por ello no sorprende que la conciencia moral de la película sea un médico israelí.
Hace muchos años se tomaban decisiones similares, aunque no iguales, en el cine de Luchino Visconti, que contrató al francés Alain Delon y al estadounidense Burt Lancaster para hacer de italianos, pero también los rodeó de un elenco local y contrató a actores que doblaran sus voces a su idioma. Además, se trataba de un director comunista italiano que filmaba a su país y su clase aristocrática; cuando no, Visconti investigaba e incluía para no afectar la representación de los pobres, cuyas vicisitudes le preocupaban. La tierra tiembla (La terra trema, 1948) no es solamente sobre los pescadores sicilianos: está hecha en colaboración con ellos.
Aun si pensamos que el cine está desligado del mundo que lo produce, como un niño que nace sin necesidad de una madre, la investigación superficial del equipo de Emilia Pérez sí tiene repercusiones estéticas: algunas afectarán más a unos públicos que a otros, pero las hay que rebasan la frontera cultural. Si en México son insultantes los acentos de las protagonistas, se debe a que la actuación es un intento de emular lo real sin serlo; es un doblamiento en el que los intérpretes adquieren los gestos —la voz, incluida— y los pensamientos de sus personajes para ofrecer una imitación, una imagen, que ilusione al público. El acento dominicano de Saldaña; español, de Gascón, y estadounidense, de Selena Gomez, no solo demuestran que la película está hecha con el norte global en mente; es decir, que no le importa quedar bien con un público mexicano; también sugieren que no le importa quedar bien, a secas. Si los múltiples acentos y voces de Tom Hardy a lo largo de su filmografía han sido expresiones de disciplina histriónica aplaudidas por la crítica y el público, ¿por qué no significarían lo contrario los perezosos sonidos que emite el elenco de Emilia Pérez? En todo caso, el llanto sin lágrimas de Gomez en una escena debería enterrar las dudas sobre su compromiso actoral.
Los diálogos de Emilia Pérez sugieren un interés en el léxico mexicano: “no mames”, “tengo un buen de trabajo”, “este cabrón”, acompañan a otras frases colocadas a la fuerza para lograr —a pesar de los acentos maltrechos— cierto grado de autenticidad, pero cómo va a ser, si los personajes hablan y actúan como caricaturas. Esto nos lleva de vuelta a la otra defensa de Emilia Pérez, según la cual se trata, no de la redención de una figura criminal, sino de una recaída trágica: cerca del desenlace, Emilia vuelve a la violencia porque Jessi (Gomez), su esposa —inconsciente de que su anfitriona no es la prima de su marido, sino la nueva identidad de Manitas—, decide casarse con un novio y llevarse a los niños a vivir con ellos. Emilia manda golpear al amante y congela el dinero de Jessi, que la secuestra en represalia. Eso es todo el error trágico de Emilia: se apasiona pero no vuelve a matar inocentes; más bien, debido a un momento de rabia acaba torturada ella. Esta culminación se relaciona con el hecho de que Audiard jamás muestra a Manitas cometiendo un acto de violencia; al contrario, lo captura siendo un padre amoroso, un patrón exigente aunque pródigo, y un alma quebradiza que llora por no poder expresarse como mujer. El cine no se trata de lo que está escrito en un guion, sino de cómo las imágenes nos afectan: ver los crímenes de Manitas y el sufrimiento que provocan dificultaría la empatía del público; haría al personaje más verosímil, más humano, pero no es eso lo que desea Audiard.
El mayor problema para los escritores de Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), condicionados por las necesidades comerciales de la televisión, era hacer al protagonista agradable para no perder al público. En una decisión riesgosa, se negaron a ocultar la monstruosidad de Tony Soprano (James Gandolfini), y por ello enfatizaron el equilibrio: así como es voraz e indiferente a los cadáveres que produce para sostener su poder y su vida hedonista, Tony es gracioso y puede llegar a ser tierno o vulnerable; víctima, incluso, de su círculo. Manitas, en cambio, es solo un damnificado de su entorno, y Emilia, una santa que acaba celebrada en una procesión por su anarcocapitalismo generoso: ante las limitaciones del Estado mexicano, la multimillonaria Emilia junta a la clase dominante para ayudar a las víctimas de la violencia. Un número musical protagonizado por Rita cuestiona esta maniobra al considerar la hipocresía de convertir dinero malo en bueno, pero el tema se diluye de inmediato porque una representación sofisticada atentaría contra las necesidades de los productores: la redituable complacencia. La ética de Emilia Pérez está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar a la escritura. No creo exagerado, entonces, denunciar la santificación de una figura destructiva y ver en ello otro apartado para la lista de ofensas. Ni hablar del esencialismo de género que asume la transición de una persona como una transformación de carácter: Manitas, hombre, es malo; Emilia, mujer, es buena. Incluso se sugiere que Manitas es cruel por ser una mujer trans incapaz de expresar su identidad real; sin embargo, las mujeres trans no suelen ser las causantes de la violencia en la realidad, sino sus víctimas.
Si el melodrama rebasado y moralino empobrece a Emilia Pérez, le quedaría ser un musical original, subversivo. Jean-Luc Godard o Apichatpong Weerasethakul hicieron películas que se benefician no de los recursos económicos sino de los imaginativos: Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961) y The Adventure of Iron Pussy (2003) son incómodas por la forma en que trastocan las expectativas de lo que hace una película musical, y se comprometen con estilos y temas marginales que enfrentan al público, en vez de apaciguarlo mediante las convenciones que ya disfruta. Audiard, en cambio, solo repite los clichés de un videoclip cualquiera: la cámara hace algunos movimientos agresivos, como bailando alrededor de las protagonistas; hay colores llamativos y destellos, coreografías. Nada se zafa de la norma, nada encuentra —ni siquiera lo busca— algo que agregar al diccionario de las imágenes.
Incluso la música imita el pop contemporáneo, sobre todo cuando canta Selena Gomez, y uno se pregunta por qué canciones sobre el hartazgo con la injusticia son tan alegres. El compositor polaco Krzysztof Penderecki hizo un Treno a las víctimas de Hiroshima que evoca el horror de ver una luz inexplicable que va arrasando con las casas, los cuerpos, una ciudad. No es algo que uno desee escuchar para relajarse o mucho menos divertirse porque habla de un crimen. Los temas de la cantante francesa Camille y el compositor de cine Clément Ducol no solamente atropellan el sufrimiento mexicano, sino que incluso expresan su imaginario colonialista en letras como una que describe, según la hija de Emilia, el olor de Manitas: “Olía […] a comida picante, picante […] a mezcal y guacamole”. Su papá y su ahora tía huelen a estereotipo. En otra más, un exdelincuente a punto de ser rehabilitado por el dinero de Emilia celebra la educación a la que al fin va a acceder: “Para aprender a calcular que uno y dos son tres / Para limpiar mi piel de tatuajes / Aquí estoy”. Los mexicanos somos, además de violentos, trogloditas que no sabemos sumar. Los ripios —“dos y tres” rima con “tatú-ajés”— ya son lo de menos: se corresponden con errores de montaje como ese en el que vemos el pie calzado de Selena Gomez bajar de un coche, pero tres o cuatro planos después, sin que se agache a quitarse los zapatos, ya camina sin ellos.
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Hace tiempo, para dimensionar nuestras circunstancias, comparé las cifras de muertos a causa de la guerra contra el narcotráfico en México y las de la Guerra de Bosnia, que aún conmueve a Europa. No es necesario citarlas porque no pretendo hacer una competencia ni son circunstancias del todo comparables, pero, de nuevo, el contraste da una idea de nuestra desazón. Ante Emilia Pérez, no puedo evitar preguntarme, como lo han hecho otros en redes sociales, qué pasaría si un estadounidense hiciera un musical ligero, mal hecho, sobre un suboficial de Ratko Mladić que haya matado a gente en Srebrenica porque no podía expresar su identidad de género; sobre cómo huyó, se hizo una cirugía y ahora es santificada por sus víctimas gracias a sus esfuerzos por esclarecer los destinos de cada muerto. ¿Cómo respondería Europa al ver que eso inspira música hecha con cartuchos y rifles de asalto, y coreografías de gente cayendo muerta al piso? ¿La programarían en competencia en Cannes? ¿La premiarían en los César de Francia? Si la respuesta fuera un sí, probablemente se debería a que las naciones más poderosas del continente no consideran Europa a los Balcanes.
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La multimillonaria Emilia Pérez, premiada en los Globos de Oro 2024, junta a la clase dominante para ayudar a las víctimas de la violencia.
Por mencionar solo algunas pifias de <i>Emilia Pérez</i>, su ética está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar al guion.
Nomás por llevar la contraria. A pesar de los dichos en redes sociales, Emilia Pérez (2024) sí pretende ser una película musical sobre cómo el pasado se impone frente a las buenas intenciones de una persona reformada: una tragedia, pues, que en principio no busca anular los crímenes de la protagonista ni alcanzar su redención. Luego, aunque el director Jacques Audiard declaró no haber investigado a México antes de filmar una película sobre nuestra catástrofe, alguien lo hizo; si no, ¿cómo supo esta producción francesa de las camionetas de fierro viejo, cuyo sonsonete se vuelve canción al inicio de la trama? Concedidos un par de puntos a sus defensores, me urge, ahora, llevarles la contra a ellos: bien escribió T.S. Eliot: “Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y el acto / Cae la sombra”. Los mexicanos, más sabrosos para el refrán, decimos que del plato a la boca se cae la sopa. Que hay una tragedia esbozada en la película, y que hay una investigación sobre sus temas, es palpable. Ya que Audiard rebase a Esquilo o que tenga un entendimiento respetuoso de nuestros muertos es cuestión de enfoques.
Emilia Pérez no me parece una película, sino un instrumento, más o menos como lo fue hace poco Sonido de libertad (Sound of Freedom, 2023), o en los años cuarenta El judío Süss (Jud Süss, 1940). Si bien no es un artefacto diseñado por políticos en contra de sus enemigos (la élite evangélica atacando al liberalismo estadounidense o el nazismo a los judíos de Europa), sí es producto de un capitalismo que activa sus defensas para contener las reivindicaciones étnicas y sexuales de nuestro siglo. Ante la impotencia de frenar los reclamos por la desigualdad que produjo el colonialismo europeo, el neoliberalismo contemporáneo —su vástago— desarrolló la contraofensiva más trillada pero eficiente que se le pudo ocurrir: si no puedes contra ellos, sedúcelos. El filósofo estadounidense Olúfẹ́mi O. Táíwò lleva años escribiendo sobre cómo las élites han integrado los discursos antirracistas para apaciguar a los disidentes, en vez de resolver problemas de raíz que les costarían más caro. Hollywood es un ejemplo perfecto: los ejecutivos de siempre (blancos, pues) producen películas escritas, dirigidas y protagonizadas por personas de ascendencia africana o asiática, pero se llevan a partir de un simulacro la mayor parte de las ganancias. El statu quo y el color de los inversionistas se mantiene igual, pero afuera se cree que Pantera Negra (Black Panther, 2018) exterminó el racismo. Solo dos años después de aquel estreno avasallador, George Floyd, un ciudadano afroestadounidense, fue asesinado por la policía de Minneapolis y detonó con su muerte las protestas de Black Lives Matter.
Al incluir a actrices descendientes de migrantes latinoamericanos y poner a una mujer trans en el rol protagónico, Audiard, un hombre blanco, heterosexual y europeo, explota las narrativas de personas históricamente oprimidas para sacar un beneficio personal ya incuestionable: Emilia Pérez ganó dos premios en el Festival de Cannes, acumuló 10 nominaciones a los Globos de Oro, de las cuales ganó cuatro, y se insinúa como favorita para el Oscar. Incluso si Audiard no hubiera planeado la explotación, cual villano de caricatura, su película expresa, igual que cualquier otra, eso que el filósofo Fredric Jameson llama el inconsciente político: cada narración es producto de una ideología, lo sepan sus creadores o no. Si, digamos, Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023) representa a los hombres blancos del condado Osage matando a sus esposas indígenas con tal de heredar su riqueza, es evidente que el enfoque es anticolonial. Pero una película no es solo su trama: al encontrarse con la comunidad Osage, Martin Scorsese cambió la perspectiva de la película e incluyó a sus anfitriones en la producción. Una de sus protagonistas, Lily Gladstone, de la nación Piesnegros, interpreta a una mujer Osage con la dignidad de Olivia de Havilland. ¿Qué nos dicen la trama y la producción de Emilia Pérez?
La historia de Audiard comienza cuando Rita (Zoe Saldaña), una abogada mexicana harta de defender a feminicidas, es contactada por un narcotraficante apodado Manitas (Karla Sofía Gascón), quien le ofrece un contrato multimillonario a cambio de ayudarle a adquirir una nueva identidad de género. Gracias a su abogada, Manitas logra fingir su muerte, mandar a su familia a Suiza y renacer como Emilia Pérez; sin embargo, después de unos años ella desea vivir con su esposa y sus hijos en México, para lo cual vuelve a pedir la ayuda de Rita, quien logra reunir a la familia en las Lomas de Chapultepec sin revelar la identidad original de Emilia. Ya que parece todo resuelto, las ahora amigas se topan en un tianguis con una mujer que busca a su hijo desaparecido. A partir de este encuentro, Emilia empieza a ayudar a las familias afectadas por la guerra contra el narcotráfico para encontrar a quienes les fueron arrebatados.
Descontextualizada y contada así, la película suena inverosímil, simplona, pero relativamente inofensiva: la fantasía de un niño progresista en un concurso de cuento sobre cómo hacer un mejor país. Pero el trasfondo cuenta. Emilia Pérez es producto de un director que ganó la Palma de Oro por otra cuestionable representación de la otredad, Dheepan (2015). En aquella película un excombatiente de la guerra civil en Sri Lanka encuentra que Francia no es el refugio que esperaba y termina envuelto en la violencia criminal. Antes de eso está Un profeta (2009), con la que el director pretendía visibilizar a los inmigrantes árabes —ausentes, según él, del cine francés— representándolos como gánsters. Pareciera que Audiard es un cineasta bienintencionado, pero a la vez poseído por los prejuicios del Frente Nacional. En el mejor de los casos debe ser ese tío bonachón sin problema en convivir con vietnamitas, a pesar de la derrota en Dien Bien Phu, mientras les llama, campechano, “chinitos”.
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La producción, insisto, equivale a la obra: la importancia del neorrealismo italiano y sus discípulos (la Nueva Ola Francesa) está en cómo realizaron sus imágenes, lo cual se tradujo en la técnica: la cámara al hombro de Sin aliento (Á bout de souffle, 1959) y su montaje insólito son producto de las condiciones precarias en que se filmó y se editó. La elección, entonces, de actrices estadounidenses y una española para interpretar a mexicanas en Emilia Pérez es sintomática de la mentalidad en la industria francesa actual. Audiard toma una decisión con base en cierta idea del público; es decir, intercambia las identidades de quienes merecen narrar la historia por las presencias de quienes pueden atraer al público. La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México. No es nada menos que el pensamiento del apartheid, y por ello no sorprende que la conciencia moral de la película sea un médico israelí.
Hace muchos años se tomaban decisiones similares, aunque no iguales, en el cine de Luchino Visconti, que contrató al francés Alain Delon y al estadounidense Burt Lancaster para hacer de italianos, pero también los rodeó de un elenco local y contrató a actores que doblaran sus voces a su idioma. Además, se trataba de un director comunista italiano que filmaba a su país y su clase aristocrática; cuando no, Visconti investigaba e incluía para no afectar la representación de los pobres, cuyas vicisitudes le preocupaban. La tierra tiembla (La terra trema, 1948) no es solamente sobre los pescadores sicilianos: está hecha en colaboración con ellos.
Aun si pensamos que el cine está desligado del mundo que lo produce, como un niño que nace sin necesidad de una madre, la investigación superficial del equipo de Emilia Pérez sí tiene repercusiones estéticas: algunas afectarán más a unos públicos que a otros, pero las hay que rebasan la frontera cultural. Si en México son insultantes los acentos de las protagonistas, se debe a que la actuación es un intento de emular lo real sin serlo; es un doblamiento en el que los intérpretes adquieren los gestos —la voz, incluida— y los pensamientos de sus personajes para ofrecer una imitación, una imagen, que ilusione al público. El acento dominicano de Saldaña; español, de Gascón, y estadounidense, de Selena Gomez, no solo demuestran que la película está hecha con el norte global en mente; es decir, que no le importa quedar bien con un público mexicano; también sugieren que no le importa quedar bien, a secas. Si los múltiples acentos y voces de Tom Hardy a lo largo de su filmografía han sido expresiones de disciplina histriónica aplaudidas por la crítica y el público, ¿por qué no significarían lo contrario los perezosos sonidos que emite el elenco de Emilia Pérez? En todo caso, el llanto sin lágrimas de Gomez en una escena debería enterrar las dudas sobre su compromiso actoral.
Los diálogos de Emilia Pérez sugieren un interés en el léxico mexicano: “no mames”, “tengo un buen de trabajo”, “este cabrón”, acompañan a otras frases colocadas a la fuerza para lograr —a pesar de los acentos maltrechos— cierto grado de autenticidad, pero cómo va a ser, si los personajes hablan y actúan como caricaturas. Esto nos lleva de vuelta a la otra defensa de Emilia Pérez, según la cual se trata, no de la redención de una figura criminal, sino de una recaída trágica: cerca del desenlace, Emilia vuelve a la violencia porque Jessi (Gomez), su esposa —inconsciente de que su anfitriona no es la prima de su marido, sino la nueva identidad de Manitas—, decide casarse con un novio y llevarse a los niños a vivir con ellos. Emilia manda golpear al amante y congela el dinero de Jessi, que la secuestra en represalia. Eso es todo el error trágico de Emilia: se apasiona pero no vuelve a matar inocentes; más bien, debido a un momento de rabia acaba torturada ella. Esta culminación se relaciona con el hecho de que Audiard jamás muestra a Manitas cometiendo un acto de violencia; al contrario, lo captura siendo un padre amoroso, un patrón exigente aunque pródigo, y un alma quebradiza que llora por no poder expresarse como mujer. El cine no se trata de lo que está escrito en un guion, sino de cómo las imágenes nos afectan: ver los crímenes de Manitas y el sufrimiento que provocan dificultaría la empatía del público; haría al personaje más verosímil, más humano, pero no es eso lo que desea Audiard.
El mayor problema para los escritores de Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), condicionados por las necesidades comerciales de la televisión, era hacer al protagonista agradable para no perder al público. En una decisión riesgosa, se negaron a ocultar la monstruosidad de Tony Soprano (James Gandolfini), y por ello enfatizaron el equilibrio: así como es voraz e indiferente a los cadáveres que produce para sostener su poder y su vida hedonista, Tony es gracioso y puede llegar a ser tierno o vulnerable; víctima, incluso, de su círculo. Manitas, en cambio, es solo un damnificado de su entorno, y Emilia, una santa que acaba celebrada en una procesión por su anarcocapitalismo generoso: ante las limitaciones del Estado mexicano, la multimillonaria Emilia junta a la clase dominante para ayudar a las víctimas de la violencia. Un número musical protagonizado por Rita cuestiona esta maniobra al considerar la hipocresía de convertir dinero malo en bueno, pero el tema se diluye de inmediato porque una representación sofisticada atentaría contra las necesidades de los productores: la redituable complacencia. La ética de Emilia Pérez está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar a la escritura. No creo exagerado, entonces, denunciar la santificación de una figura destructiva y ver en ello otro apartado para la lista de ofensas. Ni hablar del esencialismo de género que asume la transición de una persona como una transformación de carácter: Manitas, hombre, es malo; Emilia, mujer, es buena. Incluso se sugiere que Manitas es cruel por ser una mujer trans incapaz de expresar su identidad real; sin embargo, las mujeres trans no suelen ser las causantes de la violencia en la realidad, sino sus víctimas.
Si el melodrama rebasado y moralino empobrece a Emilia Pérez, le quedaría ser un musical original, subversivo. Jean-Luc Godard o Apichatpong Weerasethakul hicieron películas que se benefician no de los recursos económicos sino de los imaginativos: Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961) y The Adventure of Iron Pussy (2003) son incómodas por la forma en que trastocan las expectativas de lo que hace una película musical, y se comprometen con estilos y temas marginales que enfrentan al público, en vez de apaciguarlo mediante las convenciones que ya disfruta. Audiard, en cambio, solo repite los clichés de un videoclip cualquiera: la cámara hace algunos movimientos agresivos, como bailando alrededor de las protagonistas; hay colores llamativos y destellos, coreografías. Nada se zafa de la norma, nada encuentra —ni siquiera lo busca— algo que agregar al diccionario de las imágenes.
Incluso la música imita el pop contemporáneo, sobre todo cuando canta Selena Gomez, y uno se pregunta por qué canciones sobre el hartazgo con la injusticia son tan alegres. El compositor polaco Krzysztof Penderecki hizo un Treno a las víctimas de Hiroshima que evoca el horror de ver una luz inexplicable que va arrasando con las casas, los cuerpos, una ciudad. No es algo que uno desee escuchar para relajarse o mucho menos divertirse porque habla de un crimen. Los temas de la cantante francesa Camille y el compositor de cine Clément Ducol no solamente atropellan el sufrimiento mexicano, sino que incluso expresan su imaginario colonialista en letras como una que describe, según la hija de Emilia, el olor de Manitas: “Olía […] a comida picante, picante […] a mezcal y guacamole”. Su papá y su ahora tía huelen a estereotipo. En otra más, un exdelincuente a punto de ser rehabilitado por el dinero de Emilia celebra la educación a la que al fin va a acceder: “Para aprender a calcular que uno y dos son tres / Para limpiar mi piel de tatuajes / Aquí estoy”. Los mexicanos somos, además de violentos, trogloditas que no sabemos sumar. Los ripios —“dos y tres” rima con “tatú-ajés”— ya son lo de menos: se corresponden con errores de montaje como ese en el que vemos el pie calzado de Selena Gomez bajar de un coche, pero tres o cuatro planos después, sin que se agache a quitarse los zapatos, ya camina sin ellos.
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Hace tiempo, para dimensionar nuestras circunstancias, comparé las cifras de muertos a causa de la guerra contra el narcotráfico en México y las de la Guerra de Bosnia, que aún conmueve a Europa. No es necesario citarlas porque no pretendo hacer una competencia ni son circunstancias del todo comparables, pero, de nuevo, el contraste da una idea de nuestra desazón. Ante Emilia Pérez, no puedo evitar preguntarme, como lo han hecho otros en redes sociales, qué pasaría si un estadounidense hiciera un musical ligero, mal hecho, sobre un suboficial de Ratko Mladić que haya matado a gente en Srebrenica porque no podía expresar su identidad de género; sobre cómo huyó, se hizo una cirugía y ahora es santificada por sus víctimas gracias a sus esfuerzos por esclarecer los destinos de cada muerto. ¿Cómo respondería Europa al ver que eso inspira música hecha con cartuchos y rifles de asalto, y coreografías de gente cayendo muerta al piso? ¿La programarían en competencia en Cannes? ¿La premiarían en los César de Francia? Si la respuesta fuera un sí, probablemente se debería a que las naciones más poderosas del continente no consideran Europa a los Balcanes.
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