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“El cine es donde el fracaso se vuelve diamante”, entrevista con Mathieu Amalric

“El cine es donde el fracaso se vuelve diamante”, entrevista con Mathieu Amalric

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Mathieu Amalric.
28
.
05
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

A Mathieu Amalric se le ubica más como actor que como director; sin embargo, tuvo tan clara su fijación por dirigir películas que en sus inicios prefirió pintar apartamentos que perder su amor por el cine al trabajar en la industria.

Lo hemos visto en la pantalla muchas veces, pero él preferiría ser invisible y compartir algo más importante que su rostro y su cuerpo: su imaginario. Yo vi por primera vez a Mathieu Amalric en Munich (2005), de Steven Spielberg, y se me imprimió en la mente una figura que me encontraría en más ocasiones, con sus ojos grandes y expresivos; su cabello de corte muy afrancesado —en desorden, casi largo—, quizá tanto como su voz, marcada por erres levemente guturales al hablar inglés. En Munich, Amalric opacaba al protagonista, interpretado por Eric Bana, mediante gestos de envidia al ver que su padre se encariñaba con el extraño y al sospechar que este era un miembro de la inteligencia israelí: su grupo clandestino se prohibía a sí mismo tratar con gobiernos.

Lamento empezar con la imagen, y no la imaginación de Amalric pero, insisto, es así como lo hemos conocido muchos: en alguna de las más de 130 películas —de Spielberg, de Wes Anderson, de David Cronenberg, de Julian Schnabel, de Nanni Moretti, de Otar Iosseliani, de Jean-Claude Biette— en que ha aparecido. Amalric, sin embargo, se ve primero como director. Durante una entrevista previa a la retrospectiva en el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), dedicada a la filmografía que dirigió, el cineasta francés me dice en broma que culpa de su carrera como actor a su amigo, el director Arnaud Desplechin, quien lo hizo interpretar a su alter ego en el largometraje Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996). “Él se arriesgó conmigo; yo nunca había actuado. Y no es como que me hubiera llevado a donde siempre quise estar. [La actuación] es algo que incluso me quiero quitar de encima”. Amalric, sin embargo, ya había interpretado a personajes menores. Su primer crédito es de una película de Iosseliani, Les favoris de la lune (1984), resultado de que sus padres —el periodista Jacques Amalric y la crítica literaria Nicole Zand— conocían bien al maestro georgiano.

Amalric atribuye su decisión de convertirse en realizador al asombro de ver trabajar a Iosseliani, que en su etapa francesa pasó de un estilo muy soviético sobre el tiempo y la comunidad, a convertirse en una especie de Jacques Tati; es decir, un creador de tableaux vivants llenos de personajes y acciones simultáneas que dirigía a los elencos con un silbato: “Si silbo una vez, haces esto; si lo hago dos veces, te pones los lentes; si lo hago tres veces, te levantas”, recuerda Amalric.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Tan se había incrustado la idea de dirigir desde esa primera experiencia, que los siguientes años Amalric los pasó intentando entrar a una escuela de cine y, ante el rechazo, buscó filmar una película como pudiera. Su educación la adquirió tomando cualquier trabajo que le ofrecieran en el cine, ya fuera asistiendo a los editores o al departamento de utilería.

También dirigió cortometrajes con amigos y trabajó para el productor portugués Paulo Branco; sin embargo, las labores llegaron a ser tan duras, incluso humillantes, que prefirió dedicarse a pintar apartamentos y así proteger su amor al cine. Finalmente, inspirado por el trabajo con su amigo Arnaud Desplechin, Amalric eligió una alternativa: “Decidí a los 10 segundos de que me había pedido actuar: ‘Bueno, voy a tener que hacer mi propia película después de esto. Si no lo hago voy a ser un estúpido actor flojo con una buena vida y voy a perder’”.

La entrevista se llevó a cabo por Zoom y, a momentos, lo interrumpieron uno de sus hijos, quien jugaba con un balón en el departamento parisino que su padre y él comparten con amigos; luego, uno de los amigos en cuestión, empezó a tocar la guitarra.

Te recomendamos leer: "Una Furiosa más narradora es menos subversiva".

La Chambre Bleue, Mathieu Amalric (2014).

Le sugiero a Amalric que lleva una vida anarquista, pero, absolutamente libre, como se lo juró a sí mismo, no le gustan las etiquetas. “No pensaría en la palabra ‘anarquista’ o ‘radical’. Es más como el placer. Se trata de ser libre. Y tienes que serlo porque es muy difícil leer las noticias o enterarte de lo que pasa en Madrid, o de Milei y Le Pen y Meloni y Orbán”. Vivir en comunidad es para él una forma de resistir.

Es eso mismo lo que se ve a lo largo de una filmografía, en la cual Amalric plantea melodramas sobre el amor, el arte y la familia, pero no los cuenta del todo. Las premisas se diluyen en fragmentos de manera tan misteriosa que el mismísimo Jean-Luc Godard declaró la primera película dirigida por Amalric, Mange ta soupe (1997), como una continuación de la Nueva Ola Francesa. “Yo estaba ahí cuando lo dijo. Fue durante los premios César y fue muy gracioso porque nadie le entendió”. Amalric me explica que los asistentes no captaron que Mange ta soupe, o Come tu sopa, era una película, y pensaron que Godard estaba haciendo una metáfora. Lo importante es que el gran director franco-suizo notó en el debut de Amalric la marca del mejor cine francés de los noventa: el regreso de la subversión, que se expresaba ahora mediante fragmentos, combinados con cierto naturalismo que también se ve en las filmografías de Claire Denis y Olivier Assayas.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Amalric, sin embargo, no viene de la crítica, como Assayas, y hace películas sin racionalidad de por medio. Si Mange ta soupe cuenta la historia de una familia idéntica a la suya es porque el director traduce los hechos a la pantalla, imaginando a partir de lo que conoce; si su montaje resulta provocador es porque sus recuerdos de otras películas tienen más que ver con emociones que con tramas o psicologías que a menudo olvida. “No recuerdo ni los nombres de los personajes en las películas que amo. Es como si hubiera vibraciones que se te quedan y que puedes convocar más tarde; se te quedan toda la vida”.

Aunque Amalric no desprecia la narrativa convencional, piensa que el cine da algo superior a las historias; algo que no encuentra en las novelas o el teatro. “Detrás de la pantalla hay otra realidad porque creemos en algo que tiene que ver con fantasmas, con la espiritualidad, con algo subterráneo. Hay cientos de capas y es verdad que me atrae ese poder que solo da el cine: una especie de júbilo físico”.

En sus documentales sobre su amigo, el jazzista de vanguardia estadounidense John Zorn, o en películas de ficción como Tournée (2010) y Barbara (2017), noto actos de amor al arte —sobre todo a la música, que Amalric abandonó cuando se lastimó un brazo y ya no pudo tocar el piano—, pero principalmente se guían por un afecto a los propios protagonistas: ya sea su actual pareja, la soprano y conductora de orquesta canadiense Barbara Hannigan, o su amigo Zorn, o incluso su exesposa, Jeanne Balibar, que interpretó a la cantante francesa Barbara: su interpretación es el centro de la película, que acaba explorando más la figura de la actriz que la biografía de su personaje. “El amor también está detrás de ello […] y el deseo vino de ambas partes. Jeanne, de hecho, dijo: ‘Quiero que me filmes’. Y tiene que ser así”.

Zorn I, Mathieu Amalric (2017).

Amalric filma y vive con libertad: escribe escenas en la madrugada para el día que empieza y forma familias con sus equipos de producción; colabora con autenticidad y reconoce que el director es el eslabón menos importante de un rodaje. Su perspectiva se resume cuando le hago mi pregunta favorita, la que ha movido a toda la crítica desde que André Bazin, el más importante de nuestra especie, la intentó responder: ¿qué es el cine? “El cine —responde Amalric— es un lugar donde todos los fracasos se hacen diamantes. Es una filosofía del sí. Cuando hablo de celebrar la vida, realmente lo creo; tienes que vivir intensamente tus historias; debes amar a los hombres y las mujeres de forma hermosa, y al cine mismo. No tendría a estos amigos maravillosos y a estas mujeres que me han amado sin ser inspirado por este espacio en común que es el cine”.

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A Mathieu Amalric se le ubica más como actor que como director; sin embargo, tuvo tan clara su fijación por dirigir películas que en sus inicios prefirió pintar apartamentos que perder su amor por el cine al trabajar en la industria.

Lo hemos visto en la pantalla muchas veces, pero él preferiría ser invisible y compartir algo más importante que su rostro y su cuerpo: su imaginario. Yo vi por primera vez a Mathieu Amalric en Munich (2005), de Steven Spielberg, y se me imprimió en la mente una figura que me encontraría en más ocasiones, con sus ojos grandes y expresivos; su cabello de corte muy afrancesado —en desorden, casi largo—, quizá tanto como su voz, marcada por erres levemente guturales al hablar inglés. En Munich, Amalric opacaba al protagonista, interpretado por Eric Bana, mediante gestos de envidia al ver que su padre se encariñaba con el extraño y al sospechar que este era un miembro de la inteligencia israelí: su grupo clandestino se prohibía a sí mismo tratar con gobiernos.

Lamento empezar con la imagen, y no la imaginación de Amalric pero, insisto, es así como lo hemos conocido muchos: en alguna de las más de 130 películas —de Spielberg, de Wes Anderson, de David Cronenberg, de Julian Schnabel, de Nanni Moretti, de Otar Iosseliani, de Jean-Claude Biette— en que ha aparecido. Amalric, sin embargo, se ve primero como director. Durante una entrevista previa a la retrospectiva en el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), dedicada a la filmografía que dirigió, el cineasta francés me dice en broma que culpa de su carrera como actor a su amigo, el director Arnaud Desplechin, quien lo hizo interpretar a su alter ego en el largometraje Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996). “Él se arriesgó conmigo; yo nunca había actuado. Y no es como que me hubiera llevado a donde siempre quise estar. [La actuación] es algo que incluso me quiero quitar de encima”. Amalric, sin embargo, ya había interpretado a personajes menores. Su primer crédito es de una película de Iosseliani, Les favoris de la lune (1984), resultado de que sus padres —el periodista Jacques Amalric y la crítica literaria Nicole Zand— conocían bien al maestro georgiano.

Amalric atribuye su decisión de convertirse en realizador al asombro de ver trabajar a Iosseliani, que en su etapa francesa pasó de un estilo muy soviético sobre el tiempo y la comunidad, a convertirse en una especie de Jacques Tati; es decir, un creador de tableaux vivants llenos de personajes y acciones simultáneas que dirigía a los elencos con un silbato: “Si silbo una vez, haces esto; si lo hago dos veces, te pones los lentes; si lo hago tres veces, te levantas”, recuerda Amalric.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Tan se había incrustado la idea de dirigir desde esa primera experiencia, que los siguientes años Amalric los pasó intentando entrar a una escuela de cine y, ante el rechazo, buscó filmar una película como pudiera. Su educación la adquirió tomando cualquier trabajo que le ofrecieran en el cine, ya fuera asistiendo a los editores o al departamento de utilería.

También dirigió cortometrajes con amigos y trabajó para el productor portugués Paulo Branco; sin embargo, las labores llegaron a ser tan duras, incluso humillantes, que prefirió dedicarse a pintar apartamentos y así proteger su amor al cine. Finalmente, inspirado por el trabajo con su amigo Arnaud Desplechin, Amalric eligió una alternativa: “Decidí a los 10 segundos de que me había pedido actuar: ‘Bueno, voy a tener que hacer mi propia película después de esto. Si no lo hago voy a ser un estúpido actor flojo con una buena vida y voy a perder’”.

La entrevista se llevó a cabo por Zoom y, a momentos, lo interrumpieron uno de sus hijos, quien jugaba con un balón en el departamento parisino que su padre y él comparten con amigos; luego, uno de los amigos en cuestión, empezó a tocar la guitarra.

Te recomendamos leer: "Una Furiosa más narradora es menos subversiva".

La Chambre Bleue, Mathieu Amalric (2014).

Le sugiero a Amalric que lleva una vida anarquista, pero, absolutamente libre, como se lo juró a sí mismo, no le gustan las etiquetas. “No pensaría en la palabra ‘anarquista’ o ‘radical’. Es más como el placer. Se trata de ser libre. Y tienes que serlo porque es muy difícil leer las noticias o enterarte de lo que pasa en Madrid, o de Milei y Le Pen y Meloni y Orbán”. Vivir en comunidad es para él una forma de resistir.

Es eso mismo lo que se ve a lo largo de una filmografía, en la cual Amalric plantea melodramas sobre el amor, el arte y la familia, pero no los cuenta del todo. Las premisas se diluyen en fragmentos de manera tan misteriosa que el mismísimo Jean-Luc Godard declaró la primera película dirigida por Amalric, Mange ta soupe (1997), como una continuación de la Nueva Ola Francesa. “Yo estaba ahí cuando lo dijo. Fue durante los premios César y fue muy gracioso porque nadie le entendió”. Amalric me explica que los asistentes no captaron que Mange ta soupe, o Come tu sopa, era una película, y pensaron que Godard estaba haciendo una metáfora. Lo importante es que el gran director franco-suizo notó en el debut de Amalric la marca del mejor cine francés de los noventa: el regreso de la subversión, que se expresaba ahora mediante fragmentos, combinados con cierto naturalismo que también se ve en las filmografías de Claire Denis y Olivier Assayas.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Amalric, sin embargo, no viene de la crítica, como Assayas, y hace películas sin racionalidad de por medio. Si Mange ta soupe cuenta la historia de una familia idéntica a la suya es porque el director traduce los hechos a la pantalla, imaginando a partir de lo que conoce; si su montaje resulta provocador es porque sus recuerdos de otras películas tienen más que ver con emociones que con tramas o psicologías que a menudo olvida. “No recuerdo ni los nombres de los personajes en las películas que amo. Es como si hubiera vibraciones que se te quedan y que puedes convocar más tarde; se te quedan toda la vida”.

Aunque Amalric no desprecia la narrativa convencional, piensa que el cine da algo superior a las historias; algo que no encuentra en las novelas o el teatro. “Detrás de la pantalla hay otra realidad porque creemos en algo que tiene que ver con fantasmas, con la espiritualidad, con algo subterráneo. Hay cientos de capas y es verdad que me atrae ese poder que solo da el cine: una especie de júbilo físico”.

En sus documentales sobre su amigo, el jazzista de vanguardia estadounidense John Zorn, o en películas de ficción como Tournée (2010) y Barbara (2017), noto actos de amor al arte —sobre todo a la música, que Amalric abandonó cuando se lastimó un brazo y ya no pudo tocar el piano—, pero principalmente se guían por un afecto a los propios protagonistas: ya sea su actual pareja, la soprano y conductora de orquesta canadiense Barbara Hannigan, o su amigo Zorn, o incluso su exesposa, Jeanne Balibar, que interpretó a la cantante francesa Barbara: su interpretación es el centro de la película, que acaba explorando más la figura de la actriz que la biografía de su personaje. “El amor también está detrás de ello […] y el deseo vino de ambas partes. Jeanne, de hecho, dijo: ‘Quiero que me filmes’. Y tiene que ser así”.

Zorn I, Mathieu Amalric (2017).

Amalric filma y vive con libertad: escribe escenas en la madrugada para el día que empieza y forma familias con sus equipos de producción; colabora con autenticidad y reconoce que el director es el eslabón menos importante de un rodaje. Su perspectiva se resume cuando le hago mi pregunta favorita, la que ha movido a toda la crítica desde que André Bazin, el más importante de nuestra especie, la intentó responder: ¿qué es el cine? “El cine —responde Amalric— es un lugar donde todos los fracasos se hacen diamantes. Es una filosofía del sí. Cuando hablo de celebrar la vida, realmente lo creo; tienes que vivir intensamente tus historias; debes amar a los hombres y las mujeres de forma hermosa, y al cine mismo. No tendría a estos amigos maravillosos y a estas mujeres que me han amado sin ser inspirado por este espacio en común que es el cine”.

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A Mathieu Amalric se le ubica más como actor que como director; sin embargo, tuvo tan clara su fijación por dirigir películas que en sus inicios prefirió pintar apartamentos que perder su amor por el cine al trabajar en la industria.

Lo hemos visto en la pantalla muchas veces, pero él preferiría ser invisible y compartir algo más importante que su rostro y su cuerpo: su imaginario. Yo vi por primera vez a Mathieu Amalric en Munich (2005), de Steven Spielberg, y se me imprimió en la mente una figura que me encontraría en más ocasiones, con sus ojos grandes y expresivos; su cabello de corte muy afrancesado —en desorden, casi largo—, quizá tanto como su voz, marcada por erres levemente guturales al hablar inglés. En Munich, Amalric opacaba al protagonista, interpretado por Eric Bana, mediante gestos de envidia al ver que su padre se encariñaba con el extraño y al sospechar que este era un miembro de la inteligencia israelí: su grupo clandestino se prohibía a sí mismo tratar con gobiernos.

Lamento empezar con la imagen, y no la imaginación de Amalric pero, insisto, es así como lo hemos conocido muchos: en alguna de las más de 130 películas —de Spielberg, de Wes Anderson, de David Cronenberg, de Julian Schnabel, de Nanni Moretti, de Otar Iosseliani, de Jean-Claude Biette— en que ha aparecido. Amalric, sin embargo, se ve primero como director. Durante una entrevista previa a la retrospectiva en el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), dedicada a la filmografía que dirigió, el cineasta francés me dice en broma que culpa de su carrera como actor a su amigo, el director Arnaud Desplechin, quien lo hizo interpretar a su alter ego en el largometraje Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996). “Él se arriesgó conmigo; yo nunca había actuado. Y no es como que me hubiera llevado a donde siempre quise estar. [La actuación] es algo que incluso me quiero quitar de encima”. Amalric, sin embargo, ya había interpretado a personajes menores. Su primer crédito es de una película de Iosseliani, Les favoris de la lune (1984), resultado de que sus padres —el periodista Jacques Amalric y la crítica literaria Nicole Zand— conocían bien al maestro georgiano.

Amalric atribuye su decisión de convertirse en realizador al asombro de ver trabajar a Iosseliani, que en su etapa francesa pasó de un estilo muy soviético sobre el tiempo y la comunidad, a convertirse en una especie de Jacques Tati; es decir, un creador de tableaux vivants llenos de personajes y acciones simultáneas que dirigía a los elencos con un silbato: “Si silbo una vez, haces esto; si lo hago dos veces, te pones los lentes; si lo hago tres veces, te levantas”, recuerda Amalric.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Tan se había incrustado la idea de dirigir desde esa primera experiencia, que los siguientes años Amalric los pasó intentando entrar a una escuela de cine y, ante el rechazo, buscó filmar una película como pudiera. Su educación la adquirió tomando cualquier trabajo que le ofrecieran en el cine, ya fuera asistiendo a los editores o al departamento de utilería.

También dirigió cortometrajes con amigos y trabajó para el productor portugués Paulo Branco; sin embargo, las labores llegaron a ser tan duras, incluso humillantes, que prefirió dedicarse a pintar apartamentos y así proteger su amor al cine. Finalmente, inspirado por el trabajo con su amigo Arnaud Desplechin, Amalric eligió una alternativa: “Decidí a los 10 segundos de que me había pedido actuar: ‘Bueno, voy a tener que hacer mi propia película después de esto. Si no lo hago voy a ser un estúpido actor flojo con una buena vida y voy a perder’”.

La entrevista se llevó a cabo por Zoom y, a momentos, lo interrumpieron uno de sus hijos, quien jugaba con un balón en el departamento parisino que su padre y él comparten con amigos; luego, uno de los amigos en cuestión, empezó a tocar la guitarra.

Te recomendamos leer: "Una Furiosa más narradora es menos subversiva".

La Chambre Bleue, Mathieu Amalric (2014).

Le sugiero a Amalric que lleva una vida anarquista, pero, absolutamente libre, como se lo juró a sí mismo, no le gustan las etiquetas. “No pensaría en la palabra ‘anarquista’ o ‘radical’. Es más como el placer. Se trata de ser libre. Y tienes que serlo porque es muy difícil leer las noticias o enterarte de lo que pasa en Madrid, o de Milei y Le Pen y Meloni y Orbán”. Vivir en comunidad es para él una forma de resistir.

Es eso mismo lo que se ve a lo largo de una filmografía, en la cual Amalric plantea melodramas sobre el amor, el arte y la familia, pero no los cuenta del todo. Las premisas se diluyen en fragmentos de manera tan misteriosa que el mismísimo Jean-Luc Godard declaró la primera película dirigida por Amalric, Mange ta soupe (1997), como una continuación de la Nueva Ola Francesa. “Yo estaba ahí cuando lo dijo. Fue durante los premios César y fue muy gracioso porque nadie le entendió”. Amalric me explica que los asistentes no captaron que Mange ta soupe, o Come tu sopa, era una película, y pensaron que Godard estaba haciendo una metáfora. Lo importante es que el gran director franco-suizo notó en el debut de Amalric la marca del mejor cine francés de los noventa: el regreso de la subversión, que se expresaba ahora mediante fragmentos, combinados con cierto naturalismo que también se ve en las filmografías de Claire Denis y Olivier Assayas.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Amalric, sin embargo, no viene de la crítica, como Assayas, y hace películas sin racionalidad de por medio. Si Mange ta soupe cuenta la historia de una familia idéntica a la suya es porque el director traduce los hechos a la pantalla, imaginando a partir de lo que conoce; si su montaje resulta provocador es porque sus recuerdos de otras películas tienen más que ver con emociones que con tramas o psicologías que a menudo olvida. “No recuerdo ni los nombres de los personajes en las películas que amo. Es como si hubiera vibraciones que se te quedan y que puedes convocar más tarde; se te quedan toda la vida”.

Aunque Amalric no desprecia la narrativa convencional, piensa que el cine da algo superior a las historias; algo que no encuentra en las novelas o el teatro. “Detrás de la pantalla hay otra realidad porque creemos en algo que tiene que ver con fantasmas, con la espiritualidad, con algo subterráneo. Hay cientos de capas y es verdad que me atrae ese poder que solo da el cine: una especie de júbilo físico”.

En sus documentales sobre su amigo, el jazzista de vanguardia estadounidense John Zorn, o en películas de ficción como Tournée (2010) y Barbara (2017), noto actos de amor al arte —sobre todo a la música, que Amalric abandonó cuando se lastimó un brazo y ya no pudo tocar el piano—, pero principalmente se guían por un afecto a los propios protagonistas: ya sea su actual pareja, la soprano y conductora de orquesta canadiense Barbara Hannigan, o su amigo Zorn, o incluso su exesposa, Jeanne Balibar, que interpretó a la cantante francesa Barbara: su interpretación es el centro de la película, que acaba explorando más la figura de la actriz que la biografía de su personaje. “El amor también está detrás de ello […] y el deseo vino de ambas partes. Jeanne, de hecho, dijo: ‘Quiero que me filmes’. Y tiene que ser así”.

Zorn I, Mathieu Amalric (2017).

Amalric filma y vive con libertad: escribe escenas en la madrugada para el día que empieza y forma familias con sus equipos de producción; colabora con autenticidad y reconoce que el director es el eslabón menos importante de un rodaje. Su perspectiva se resume cuando le hago mi pregunta favorita, la que ha movido a toda la crítica desde que André Bazin, el más importante de nuestra especie, la intentó responder: ¿qué es el cine? “El cine —responde Amalric— es un lugar donde todos los fracasos se hacen diamantes. Es una filosofía del sí. Cuando hablo de celebrar la vida, realmente lo creo; tienes que vivir intensamente tus historias; debes amar a los hombres y las mujeres de forma hermosa, y al cine mismo. No tendría a estos amigos maravillosos y a estas mujeres que me han amado sin ser inspirado por este espacio en común que es el cine”.

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A Mathieu Amalric se le ubica más como actor que como director; sin embargo, tuvo tan clara su fijación por dirigir películas que en sus inicios prefirió pintar apartamentos que perder su amor por el cine al trabajar en la industria.

Lo hemos visto en la pantalla muchas veces, pero él preferiría ser invisible y compartir algo más importante que su rostro y su cuerpo: su imaginario. Yo vi por primera vez a Mathieu Amalric en Munich (2005), de Steven Spielberg, y se me imprimió en la mente una figura que me encontraría en más ocasiones, con sus ojos grandes y expresivos; su cabello de corte muy afrancesado —en desorden, casi largo—, quizá tanto como su voz, marcada por erres levemente guturales al hablar inglés. En Munich, Amalric opacaba al protagonista, interpretado por Eric Bana, mediante gestos de envidia al ver que su padre se encariñaba con el extraño y al sospechar que este era un miembro de la inteligencia israelí: su grupo clandestino se prohibía a sí mismo tratar con gobiernos.

Lamento empezar con la imagen, y no la imaginación de Amalric pero, insisto, es así como lo hemos conocido muchos: en alguna de las más de 130 películas —de Spielberg, de Wes Anderson, de David Cronenberg, de Julian Schnabel, de Nanni Moretti, de Otar Iosseliani, de Jean-Claude Biette— en que ha aparecido. Amalric, sin embargo, se ve primero como director. Durante una entrevista previa a la retrospectiva en el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), dedicada a la filmografía que dirigió, el cineasta francés me dice en broma que culpa de su carrera como actor a su amigo, el director Arnaud Desplechin, quien lo hizo interpretar a su alter ego en el largometraje Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996). “Él se arriesgó conmigo; yo nunca había actuado. Y no es como que me hubiera llevado a donde siempre quise estar. [La actuación] es algo que incluso me quiero quitar de encima”. Amalric, sin embargo, ya había interpretado a personajes menores. Su primer crédito es de una película de Iosseliani, Les favoris de la lune (1984), resultado de que sus padres —el periodista Jacques Amalric y la crítica literaria Nicole Zand— conocían bien al maestro georgiano.

Amalric atribuye su decisión de convertirse en realizador al asombro de ver trabajar a Iosseliani, que en su etapa francesa pasó de un estilo muy soviético sobre el tiempo y la comunidad, a convertirse en una especie de Jacques Tati; es decir, un creador de tableaux vivants llenos de personajes y acciones simultáneas que dirigía a los elencos con un silbato: “Si silbo una vez, haces esto; si lo hago dos veces, te pones los lentes; si lo hago tres veces, te levantas”, recuerda Amalric.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Tan se había incrustado la idea de dirigir desde esa primera experiencia, que los siguientes años Amalric los pasó intentando entrar a una escuela de cine y, ante el rechazo, buscó filmar una película como pudiera. Su educación la adquirió tomando cualquier trabajo que le ofrecieran en el cine, ya fuera asistiendo a los editores o al departamento de utilería.

También dirigió cortometrajes con amigos y trabajó para el productor portugués Paulo Branco; sin embargo, las labores llegaron a ser tan duras, incluso humillantes, que prefirió dedicarse a pintar apartamentos y así proteger su amor al cine. Finalmente, inspirado por el trabajo con su amigo Arnaud Desplechin, Amalric eligió una alternativa: “Decidí a los 10 segundos de que me había pedido actuar: ‘Bueno, voy a tener que hacer mi propia película después de esto. Si no lo hago voy a ser un estúpido actor flojo con una buena vida y voy a perder’”.

La entrevista se llevó a cabo por Zoom y, a momentos, lo interrumpieron uno de sus hijos, quien jugaba con un balón en el departamento parisino que su padre y él comparten con amigos; luego, uno de los amigos en cuestión, empezó a tocar la guitarra.

Te recomendamos leer: "Una Furiosa más narradora es menos subversiva".

La Chambre Bleue, Mathieu Amalric (2014).

Le sugiero a Amalric que lleva una vida anarquista, pero, absolutamente libre, como se lo juró a sí mismo, no le gustan las etiquetas. “No pensaría en la palabra ‘anarquista’ o ‘radical’. Es más como el placer. Se trata de ser libre. Y tienes que serlo porque es muy difícil leer las noticias o enterarte de lo que pasa en Madrid, o de Milei y Le Pen y Meloni y Orbán”. Vivir en comunidad es para él una forma de resistir.

Es eso mismo lo que se ve a lo largo de una filmografía, en la cual Amalric plantea melodramas sobre el amor, el arte y la familia, pero no los cuenta del todo. Las premisas se diluyen en fragmentos de manera tan misteriosa que el mismísimo Jean-Luc Godard declaró la primera película dirigida por Amalric, Mange ta soupe (1997), como una continuación de la Nueva Ola Francesa. “Yo estaba ahí cuando lo dijo. Fue durante los premios César y fue muy gracioso porque nadie le entendió”. Amalric me explica que los asistentes no captaron que Mange ta soupe, o Come tu sopa, era una película, y pensaron que Godard estaba haciendo una metáfora. Lo importante es que el gran director franco-suizo notó en el debut de Amalric la marca del mejor cine francés de los noventa: el regreso de la subversión, que se expresaba ahora mediante fragmentos, combinados con cierto naturalismo que también se ve en las filmografías de Claire Denis y Olivier Assayas.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Amalric, sin embargo, no viene de la crítica, como Assayas, y hace películas sin racionalidad de por medio. Si Mange ta soupe cuenta la historia de una familia idéntica a la suya es porque el director traduce los hechos a la pantalla, imaginando a partir de lo que conoce; si su montaje resulta provocador es porque sus recuerdos de otras películas tienen más que ver con emociones que con tramas o psicologías que a menudo olvida. “No recuerdo ni los nombres de los personajes en las películas que amo. Es como si hubiera vibraciones que se te quedan y que puedes convocar más tarde; se te quedan toda la vida”.

Aunque Amalric no desprecia la narrativa convencional, piensa que el cine da algo superior a las historias; algo que no encuentra en las novelas o el teatro. “Detrás de la pantalla hay otra realidad porque creemos en algo que tiene que ver con fantasmas, con la espiritualidad, con algo subterráneo. Hay cientos de capas y es verdad que me atrae ese poder que solo da el cine: una especie de júbilo físico”.

En sus documentales sobre su amigo, el jazzista de vanguardia estadounidense John Zorn, o en películas de ficción como Tournée (2010) y Barbara (2017), noto actos de amor al arte —sobre todo a la música, que Amalric abandonó cuando se lastimó un brazo y ya no pudo tocar el piano—, pero principalmente se guían por un afecto a los propios protagonistas: ya sea su actual pareja, la soprano y conductora de orquesta canadiense Barbara Hannigan, o su amigo Zorn, o incluso su exesposa, Jeanne Balibar, que interpretó a la cantante francesa Barbara: su interpretación es el centro de la película, que acaba explorando más la figura de la actriz que la biografía de su personaje. “El amor también está detrás de ello […] y el deseo vino de ambas partes. Jeanne, de hecho, dijo: ‘Quiero que me filmes’. Y tiene que ser así”.

Zorn I, Mathieu Amalric (2017).

Amalric filma y vive con libertad: escribe escenas en la madrugada para el día que empieza y forma familias con sus equipos de producción; colabora con autenticidad y reconoce que el director es el eslabón menos importante de un rodaje. Su perspectiva se resume cuando le hago mi pregunta favorita, la que ha movido a toda la crítica desde que André Bazin, el más importante de nuestra especie, la intentó responder: ¿qué es el cine? “El cine —responde Amalric— es un lugar donde todos los fracasos se hacen diamantes. Es una filosofía del sí. Cuando hablo de celebrar la vida, realmente lo creo; tienes que vivir intensamente tus historias; debes amar a los hombres y las mujeres de forma hermosa, y al cine mismo. No tendría a estos amigos maravillosos y a estas mujeres que me han amado sin ser inspirado por este espacio en común que es el cine”.

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Mathieu Amalric.

“El cine es donde el fracaso se vuelve diamante”, entrevista con Mathieu Amalric

“El cine es donde el fracaso se vuelve diamante”, entrevista con Mathieu Amalric

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A Mathieu Amalric se le ubica más como actor que como director; sin embargo, tuvo tan clara su fijación por dirigir películas que en sus inicios prefirió pintar apartamentos que perder su amor por el cine al trabajar en la industria.

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Lo hemos visto en la pantalla muchas veces, pero él preferiría ser invisible y compartir algo más importante que su rostro y su cuerpo: su imaginario. Yo vi por primera vez a Mathieu Amalric en Munich (2005), de Steven Spielberg, y se me imprimió en la mente una figura que me encontraría en más ocasiones, con sus ojos grandes y expresivos; su cabello de corte muy afrancesado —en desorden, casi largo—, quizá tanto como su voz, marcada por erres levemente guturales al hablar inglés. En Munich, Amalric opacaba al protagonista, interpretado por Eric Bana, mediante gestos de envidia al ver que su padre se encariñaba con el extraño y al sospechar que este era un miembro de la inteligencia israelí: su grupo clandestino se prohibía a sí mismo tratar con gobiernos.

Lamento empezar con la imagen, y no la imaginación de Amalric pero, insisto, es así como lo hemos conocido muchos: en alguna de las más de 130 películas —de Spielberg, de Wes Anderson, de David Cronenberg, de Julian Schnabel, de Nanni Moretti, de Otar Iosseliani, de Jean-Claude Biette— en que ha aparecido. Amalric, sin embargo, se ve primero como director. Durante una entrevista previa a la retrospectiva en el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), dedicada a la filmografía que dirigió, el cineasta francés me dice en broma que culpa de su carrera como actor a su amigo, el director Arnaud Desplechin, quien lo hizo interpretar a su alter ego en el largometraje Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996). “Él se arriesgó conmigo; yo nunca había actuado. Y no es como que me hubiera llevado a donde siempre quise estar. [La actuación] es algo que incluso me quiero quitar de encima”. Amalric, sin embargo, ya había interpretado a personajes menores. Su primer crédito es de una película de Iosseliani, Les favoris de la lune (1984), resultado de que sus padres —el periodista Jacques Amalric y la crítica literaria Nicole Zand— conocían bien al maestro georgiano.

Amalric atribuye su decisión de convertirse en realizador al asombro de ver trabajar a Iosseliani, que en su etapa francesa pasó de un estilo muy soviético sobre el tiempo y la comunidad, a convertirse en una especie de Jacques Tati; es decir, un creador de tableaux vivants llenos de personajes y acciones simultáneas que dirigía a los elencos con un silbato: “Si silbo una vez, haces esto; si lo hago dos veces, te pones los lentes; si lo hago tres veces, te levantas”, recuerda Amalric.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Tan se había incrustado la idea de dirigir desde esa primera experiencia, que los siguientes años Amalric los pasó intentando entrar a una escuela de cine y, ante el rechazo, buscó filmar una película como pudiera. Su educación la adquirió tomando cualquier trabajo que le ofrecieran en el cine, ya fuera asistiendo a los editores o al departamento de utilería.

También dirigió cortometrajes con amigos y trabajó para el productor portugués Paulo Branco; sin embargo, las labores llegaron a ser tan duras, incluso humillantes, que prefirió dedicarse a pintar apartamentos y así proteger su amor al cine. Finalmente, inspirado por el trabajo con su amigo Arnaud Desplechin, Amalric eligió una alternativa: “Decidí a los 10 segundos de que me había pedido actuar: ‘Bueno, voy a tener que hacer mi propia película después de esto. Si no lo hago voy a ser un estúpido actor flojo con una buena vida y voy a perder’”.

La entrevista se llevó a cabo por Zoom y, a momentos, lo interrumpieron uno de sus hijos, quien jugaba con un balón en el departamento parisino que su padre y él comparten con amigos; luego, uno de los amigos en cuestión, empezó a tocar la guitarra.

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La Chambre Bleue, Mathieu Amalric (2014).

Le sugiero a Amalric que lleva una vida anarquista, pero, absolutamente libre, como se lo juró a sí mismo, no le gustan las etiquetas. “No pensaría en la palabra ‘anarquista’ o ‘radical’. Es más como el placer. Se trata de ser libre. Y tienes que serlo porque es muy difícil leer las noticias o enterarte de lo que pasa en Madrid, o de Milei y Le Pen y Meloni y Orbán”. Vivir en comunidad es para él una forma de resistir.

Es eso mismo lo que se ve a lo largo de una filmografía, en la cual Amalric plantea melodramas sobre el amor, el arte y la familia, pero no los cuenta del todo. Las premisas se diluyen en fragmentos de manera tan misteriosa que el mismísimo Jean-Luc Godard declaró la primera película dirigida por Amalric, Mange ta soupe (1997), como una continuación de la Nueva Ola Francesa. “Yo estaba ahí cuando lo dijo. Fue durante los premios César y fue muy gracioso porque nadie le entendió”. Amalric me explica que los asistentes no captaron que Mange ta soupe, o Come tu sopa, era una película, y pensaron que Godard estaba haciendo una metáfora. Lo importante es que el gran director franco-suizo notó en el debut de Amalric la marca del mejor cine francés de los noventa: el regreso de la subversión, que se expresaba ahora mediante fragmentos, combinados con cierto naturalismo que también se ve en las filmografías de Claire Denis y Olivier Assayas.

Tourneé, Mathieu Amalric (2010).

Amalric, sin embargo, no viene de la crítica, como Assayas, y hace películas sin racionalidad de por medio. Si Mange ta soupe cuenta la historia de una familia idéntica a la suya es porque el director traduce los hechos a la pantalla, imaginando a partir de lo que conoce; si su montaje resulta provocador es porque sus recuerdos de otras películas tienen más que ver con emociones que con tramas o psicologías que a menudo olvida. “No recuerdo ni los nombres de los personajes en las películas que amo. Es como si hubiera vibraciones que se te quedan y que puedes convocar más tarde; se te quedan toda la vida”.

Aunque Amalric no desprecia la narrativa convencional, piensa que el cine da algo superior a las historias; algo que no encuentra en las novelas o el teatro. “Detrás de la pantalla hay otra realidad porque creemos en algo que tiene que ver con fantasmas, con la espiritualidad, con algo subterráneo. Hay cientos de capas y es verdad que me atrae ese poder que solo da el cine: una especie de júbilo físico”.

En sus documentales sobre su amigo, el jazzista de vanguardia estadounidense John Zorn, o en películas de ficción como Tournée (2010) y Barbara (2017), noto actos de amor al arte —sobre todo a la música, que Amalric abandonó cuando se lastimó un brazo y ya no pudo tocar el piano—, pero principalmente se guían por un afecto a los propios protagonistas: ya sea su actual pareja, la soprano y conductora de orquesta canadiense Barbara Hannigan, o su amigo Zorn, o incluso su exesposa, Jeanne Balibar, que interpretó a la cantante francesa Barbara: su interpretación es el centro de la película, que acaba explorando más la figura de la actriz que la biografía de su personaje. “El amor también está detrás de ello […] y el deseo vino de ambas partes. Jeanne, de hecho, dijo: ‘Quiero que me filmes’. Y tiene que ser así”.

Zorn I, Mathieu Amalric (2017).

Amalric filma y vive con libertad: escribe escenas en la madrugada para el día que empieza y forma familias con sus equipos de producción; colabora con autenticidad y reconoce que el director es el eslabón menos importante de un rodaje. Su perspectiva se resume cuando le hago mi pregunta favorita, la que ha movido a toda la crítica desde que André Bazin, el más importante de nuestra especie, la intentó responder: ¿qué es el cine? “El cine —responde Amalric— es un lugar donde todos los fracasos se hacen diamantes. Es una filosofía del sí. Cuando hablo de celebrar la vida, realmente lo creo; tienes que vivir intensamente tus historias; debes amar a los hombres y las mujeres de forma hermosa, y al cine mismo. No tendría a estos amigos maravillosos y a estas mujeres que me han amado sin ser inspirado por este espacio en común que es el cine”.

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