Una madre busca a su hijo desaparecido: es la anécdota que sigue la ópera prima de Fernanda Valadez, que se estrena el próximo 5 de agosto en cines mexicanos. Una película que nos lleva al infierno de la violencia sistémica que vive un país, pero que lo aborda con una sutileza casi inédita.
Solemos concebir la violencia como un hecho material: es algo que se ejerce en el cuerpo, que lo mancilla, que lo parte. Al cumplir nuestro deseo insatisfecho de atestiguar lo inédito, el cine nos ha permitido ver, entre otras cosas, la penetración de las balas en el cuerpo y la mutilación de los machetes. Pero quizá la fabricación industrial de imágenes haya hecho de la vocación por mostrar una forma de explotación. El director mexicano Edgar Nito abordó recientemente la guerra contra el narcotráfico empleando los códigos del cine de horror: en una escena de Huachicolero (2019) el cuerpo de un personaje aparece como un tesoro macabro, acomodado para que el protagonista lo descubra con tensión y sorpresa. A lo largo de la historia muchos cineastas, de Alfred Hitchcock a Ari Aster, han hecho revelaciones similares, construidas para producir una identificación entre el espectador y el personaje. Pero ¿qué tan ético es utilizar esas técnicas emocionantes para trazar algo que rebasa la fantasía, algo que podría estar sucediendo a unos kilómetros de la proyección?
Con Sin señas particulares (2020), ganadora de numerosos premios en los festivales de Morelia y Sundance, la mexicana Fernanda Valadez ofrece una respuesta similar a la que han dado antes directores como Claude Lanzmann y Wang Bing: las masacres no se muestran, se sugieren. Hay una distancia clara entre Valadez y los grandes documentalistas del genocidio, sobre todo porque su película, una ficción, no incomoda con dolorosas descripciones verbales de la barbarie. En su largometraje Valadez construye una narrativa que conmueve cuidadosamente porque se plantea el equilibrio de una opacidad respetuosa que, a diferencia de otras películas sobre la guerra contra el narcotráfico, muestra sin enseñar.
La trama, escrita por Valadez y su productora Astrid Rondero, narra el peregrinaje de Magdalena (Mercedes Hernández), una mujer que baja desde el purgatorio burocrático mexicano hasta una madrugada infernal en busca de su hijo, Jesús (Juan Jesús Varela). El muchacho desapareció junto con un amigo en su camino a los Estados Unidos, a donde planeaban escabullirse para conseguir trabajo. En el papel quizá sean evidentes las alusiones cristianas de Valadez, pero en la película no hay un énfasis que las resalte. Raras veces oímos los nombres de los personajes y sólo hay un elemento metafísico expreso, cerca del desenlace. Valadez narra con ambigüedad y, gracias a ello, construye una historia que difícilmente entendería del todo un espectador extranjero. Su público ideal no es el programador ni el jurado internacional, sino el ciudadano común que entiende por qué un hombre uniformado en un retén no parece soldado o por qué una camioneta amenazante se empareja con otra en la carretera. Estas cosas puede inferirlas alguien que sepa a medias de la situación en México, pero la claridad la tiene quien se entera a diario de anécdotas similares. Este tono enfrentado al didacticismo no sólo evita explicarle al público mexicano lo que ya conoce; también acompaña uno de los temas primordiales de Sin señas particulares: la incertidumbre como violencia.
La mayoría de los planos de la directora de fotografía, Claudia Becerril Bulos, se concentra en los rostros y a menudo evita mostrar a ciertos personajes por completo. En una de las primeras escenas Magdalena y su amiga Chuya (Laura Elena Ibarra) aparecen sentadas frente a la cámara, que aparenta la perspectiva del hombre con quien hablan. Indolente y cansado, se trata de un burócrata que les explica los límites del sistema judicial para ayudarlas: si no hay cuerpos, no hay delito que perseguir. A lo mucho puede enseñarles, como si les vendiera zapatos, un catálogo de cuerpos que han sido encontrados en los últimos meses.
A lo largo de la película habrá otras escenas similares donde Magdalena contendrá su desesperación con melancolía y sus interlocutores, aclimatados a la muerte, intentarán concluir su búsqueda, ya sea por complicidad o ineptitud, negándole la certeza que anhela. Esto cabe en el concepto de violencia epistémica, es decir, el impedimento de un saber que termina oprimiendo a una persona. Al desconocer la suerte de su hijo, Magdalena, como muchas otras madres en la realidad mexicana actual, soporta la violencia invisible de un sistema indiferente. Probablemente por eso Valadez hace una representación mediante el contraste de ausencias.
Incluso los espacios en la película gritan desolación. Las carreteras, los pueblos, una presa denuncian con su silencio la extinción de la vida y el interminable bastión de la muerte. Poca gente habita el México de Valadez, excepto por los sobrevivientes que se juntan alrededor de Magdalena y que, en una decisión peculiar, protagonizan por unos momentos: Chuya, la amiga de Magdalena; Olivia (Ana Laura Rodríguez), una cirujana que se niega a reconocer un cuerpo como el de su hijo; Miguel (David Illescas), un migrante expulsado de Estados Unidos, tienen sus propias historias y, aunque son parte del viaje principal, tarde o temprano continúan el suyo fuera de cuadro. Si Kira Muratova evitó tener un protagonista en Astenicheskiy Sindrom (1989) para observar a una comunidad, Valadez toma el riesgo de jugar con el protagonismo para retratar al país como una patria de violencia y dolientes.
Hacia el final de Sin señas particulares hay una contradicción. Si la mayor parte de la película habla de —y desde— una violencia invisible, en sus últimos minutos empiezan a manifestarse los machetes y los rifles de asalto. Si antes el infierno fue una metáfora, a partir de este punto es un lugar material, expresado en el reflejo de unos árboles en el agua: simbólicamente, Magdalena ha cruzado a un lugar bajo la tierra donde las raíces se ven hacia arriba. Incluso aparece el diablo. Las imágenes son confusas, fuera de foco y la violencia casi no se ve dentro del cuadro. Hemos abandonado el mundo real, el de la opresión sistémica e imágenes que podrían pasar a veces por documentales, para adentrarnos en otro que se desdobla en planos de cielos morados, rojos: nubes empapadas de sangre. Por una parte, el descenso de Magdalena ha tocado fondo pero, por otra, la trama reemplaza el análisis con la desesperanza metafísica. La decisión pareciera cortar el argumento que estaba expresando; incluso el tono da un vuelco mediante una coincidencia melodramática que los espectadores sabrán reconocer.
Sin embargo, no es del todo el qué sino el cómo lo que empieza a resultar irreal y a contrariar el tema inscrito en el título. “Sin señas particulares” se refiere al término desalmado de un forense frente a un cuerpo sin lunares, sin cicatrices. En contraste con ello, las escenas infernales encuentran un tono más intenso; quizá lo hacen para rematar la desazón que causa esa indiferencia. El paisaje vacío y las advertencias de peligro se van sumando en la pesadilla de encontrarse con el mal, irredimible y perfecto. Si la pensamos, como lo hace en un principio Sin señas particulares, la tragedia mexicana puede explicarse: tiene culpables y cómplices, pero si la vivimos, probablemente se sienta como un sueño forjado en la consciencia de Lucifer.