Ridley Scott ha construido una filmografía explotando leyendas históricas para vender boletos. Su visión del pasado se fabrica con hordas de extras, reconstrucciones digitales y físicas pero, sobre todo, cuerpos desmembrados, demostrando que su imaginario es más el de un productor que el de un artista. Su más reciente Napoleon es una crónica superficial del histórico personaje.
Hay mucho de donde escoger, pero tal vez la imagen más burda de Napoleon (2023), dirigida por Ridley Scott, sea una en la que el general francés da la orden de disparar los cañones durante la invasión a Egipto en 1798. Los soldados, obedientes, abren fuego y, sin más justificación que lograr una escena de esas que se incluyen en el tráiler para vender la película, una de las balas acaba enterrada en la Pirámide de Kefrén. Pero en la realidad esto no pasó. La ficción histórica es peligrosa porque traza imaginarios de sociedades completas; debido a ello hay todavía quien piensa que Cristóbal Colón imaginaba a la Tierra plana —esto lo inventó el escritor Washington Irving— y seguramente alguien creerá que un complot entre la mafia, la CIA y los gays mató a John F. Kennedy —como lo asegura Oliver Stone en JFK (1991)—. En estas falsedades tan difundidas se asoman el fracaso de la educación pública y el dominio de los medios en la consciencia política de las sociedades. Solo queda recomendar el escepticismo ante toda ficción.
Ya rebasado el deseo de que el entretenimiento sustituya la fatiga de leer a los estudiosos, podemos indagar en el hecho de que estas películas, novelas, obras de teatro y más, capturan sobre todo la mentalidad de quien reinventa el pasado. Se puede decir lo mismo de los historiadores pero, en los mejores casos, sus falsedades son producto de la imposibilidad de saberlo todo, de entender e interpretar un tiempo que no se vivió. Lo que inventen es un error al que se exponen, en contraste con figuras como Ridley Scott, explotadoras de la mitología más o menos conocida por el público, que aderezan con fantasía las fechas y batallas reales con tal de vender boletos. Por supuesto, no es un problema en sí mismo que un artista industrial quiera obtener resultados en la taquilla ni que deforme los hechos históricos, pero al obsesionarse con el capital y el público al que debe complacer para generar ganancias, la obra se convierte en una máquina de reproducción ideológica. ¿Qué nos dice, en ese sentido, Napoleon?
Como ya lo sugiere la filmografía previa del director inglés, consagrada a hacer de la memoria occidental un melodrama espectacular en películas como 1492: Conquest of Paradise (1992), Gladiator (2000), Kingdom of Heaven (2005) y The Last Duel (2021), Ridley Scott fabrica su visión del pasado con hordas de extras, reconstrucciones digitales o físicas de castillos y pirámides, y cuerpos aventados, desangrados y desmembrados, no como evidencia de nuestra crueldad sino como un intento de satisfacerla. El combate en el cine de Scott es un deleite bárbaro filmado en planos generales que tiene el mérito de rescatar una forma tan antigua de producir películas como la filmografía de D.W. Griffith, pero sin sacudirse las mismas ideas reaccionarias o de plano estúpidas. Si la ingenuidad de Griffith dio para idealizar al Ku Klux Klan en The Birth of a Nation (1915), o para reducir la guerra civil estadounidense a un mero conflicto familiar, Ridley Scott se ha dedicado a coleccionar reyes de caricatura y leyendas refutadas que privilegian el espectáculo sin sofisticación alguna de por medio.
Napoleon narra la trayectoria completa de Napoleón Bonaparte, interpretado por Joaquin Phoenix, desde la Revolución Francesa hasta su aprisionamiento y muerte en la Isla Santa Elena. Como si se tratara de un currículum, un evento histórico sucede a otro, y apenas nos enteramos del cambio de fechas y locaciones gracias a los títulos que nos anuncian las batallas de Austerlitz o Borodinó. En una escena, por ejemplo, Napoleón y Alejandro I de Rusia (Édouard Philipponnat) pactan una alianza apenas explicada contra los ingleses, pero minutos más tarde, sin que veamos cómo se viene abajo el llamado Bloqueo Continental, el emperador francés ya está invadiendo el Oriente de Europa. Hay varias razones para este montaje tan descuidado.
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La primera es la existencia de un corte de más de cuatro horas que, según Ridley Scott, aparecerá pronto en Apple TV+. Mientras tanto, en salas de cine solo existe la versión de dos horas y media que evita ver los procesos y negociaciones en la vida de Napoleón Bonaparte, desde lo personal hasta lo político. Por ejemplo, la relación con su hermano es mínima y, a pesar de ello, resulta mucho más sofisticada que el vínculo maternal, que abarca apenas unas menciones, aunque la madre del emperador-soldado haya sido una influencia abrumadora en el carácter de sus hijos, como de hecho lo insinúan las alusiones a ella. Pareciera que, ante el fracaso en salas de las tres horas y media de Killers of the Flower Moon (2023), de Martin Scorsese, Apple y la distribuidora, Sony, han preferido evitarse el riesgo y vender la versión más larga a los nuevos suscriptores de la plataforma en línea.
Más allá de los problemas creados por las compañías, la clásica Napoleon (1927), de Abel Gance, ofrece un contraste inevitable e importante, ya que, en vez de solo listar las acciones significativas de su personaje, convertía algunas en detallados eventos a lo largo de casi siete horas, dependiendo de la versión —la más corta es de alrededor de cuatro horas—. Gance nos permitía ver las reuniones y los sablazos desenvolviéndose en tiempo real mientras exploraba los límites del lenguaje fílmico porque el director francés no narraba: nos mandaba en un viaje expresionista a través del tiempo.
Mientras tanto, en busca del exceso, Ridley Scott lo amontona todo superficialmente y encuentra su lado más grotesco mediante el plano de un caballo destrozado por una bala de cañón o la euforia desconcertante de ver a los enemigos del protagonista ahogándose en un lago congelado que les corta la retirada. Podría pensarse que Scott captura la emoción del general victorioso pero sería una contradicción con sus inagotables acusaciones: Napoleón Bonaparte es representado sin matices como un asesino, y la revolución francesa que lo produjo, como un fraude. Es entonces la satisfacción sanguinaria del director la que se imprime en la pantalla porque su imaginario es más el de un productor, abocado a aventar todos sus recursos frente a la cámara pero incapaz de acomodarlos para crear un fenómeno convincente.
La propia filmografía de Ridley Scott demuestra este carácter en películas como Alien (1979) o Blade Runner (1982), que enseñaron cierto interés en los decorados pero nunca fueron motivo para una expresión de arquitectura cinematográfica, es decir, no manifestaron una consciencia del movimiento o las dimensiones para construir a partir de ellos un discurso en imágenes. Por ejemplo, la casa Ennis de Frank Lloyd Wright aparece en Blade Runner como un mero contexto al fondo, una expresión futurista tan intrascendente como otras locaciones que describen la gloria o la fealdad espectacular esperada de un futuro de sobreexplotación. Obviamente, tantos personajes y lugares y objetos deslumbran, pero Scott no explora los palacios de sus épicas como los directores clásicos —de los hollywoodenses a los soviéticos—, quienes se valían de la composición y el montaje más originales para producir asombro; a él le basta con que los edificios se asomen.
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La evidencia definitiva de la sensibilidad capitalista de Ridley Scott nos regresa al cañonazo en la pirámide: cada vez que se enfrentan la verdad y el espectáculo en Napoleon gana la exageración. Los historiadores han insistido en lo falso que es el complejo de Napoleón Bonaparte, es decir, el trauma de ser bajito que lo convirtió, políticamente, en un gigante, pero Scott lo muestra siempre más chaparro que los demás. Este Napoleón es también un esposo despiadado que golpea a Josefina de Beauharnais (Vanessa Kirby) cuando firman su divorcio, aunque en realidad estaba desesperado por concebir un hijo con ella para no tener que abandonarla en busca de un heredero. De nuevo, la ficción no debe ser confundida con un espacio educativo, pero las razones para desfigurar el pasado importan: cuando León Tolstói describió a Napoleón como un general incompetente en La guerra y la paz lo hizo para vengarse en nombre de su familia y de toda Rusia, cuya identidad es fundamental para el libro. Scott, en cambio, busca impresionarnos con un melodrama sentimental y moralista, hasta el punto de parecer propaganda antirrevolucionaria porque, según la mentalidad de productor hollywoodense desde los ochenta, eso es lo que quiere el público.
En busca del taquillazo, Napoleon termina siendo una monografía contradictoria que desmitifica al mostrarnos al general montando a su esposa como un conejo rabioso o aventando cacahuates a un blanco para matar el tiempo, pero a menudo se vislumbran también las leyendas del genio militar ensoberbecido y del anticristo imparable. El Napoleón Bonaparte de Ridley Scott es demasiadas cosas porque en realidad representa una sola: el deseo de complacer a un público imaginario, homogéneo —el mismo que empieza a abandonar las películas de superhéroes—, con tal de exprimirlo. Empresarios del espectáculo siempre ha habido, pero en alguna época, de Thalberg a Zanuck, triunfaron la variedad y la inteligencia por encima de la conformidad. Desde hace tiempo ya no se puede decir lo mismo.