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En “Útero”, relato incluido en <i>Visceral</i> (Páginas de Espuma, 2024), el más reciente libro de María Fernanda Ampuero, el deseo de una mujer por ser madre la lleva a tener pensamientos autodestructivos que la avergüenzan, lastiman y castigan.
No deseo tener hijos... Me gustaría conservar mi cuerpo... Te vas a quedar vistiendo santos... No creo estar lista para una responsabilidad de por vida... ¿Para cuándo los hijos, sobrinita? Las mujeres siempre han estado sometidas a la presión social por emparejarse y maternar, incluso si esto significa sacrificarlo todo.
Cada vez escuchamos de más parejas jóvenes, mujeres solteras o matrimonios que no desean maternar. ¿Qué ocurre cuando las circunstancias de la vida cambian y despierta la idea de ser madre? ¿La biología nos permitirá decidir después de los 35 años?
En el libro Visceral (Páginas de Espuma, 2024), María Fernanda Ampuero reflexiona sobre la decisión de ser madre contra la inclemencia del tiempo y nos lleva a preguntarnos si ese deseo se ha convertido en una desgarradora obsesión, es legítimo o ha nacido como una exigencia social más, entre todas las exigencias sociales con las que lidia una mujer en su vida.
Por cortesía de la autora y de la editorial Páginas de Espuma, publicamos el relato "Útero":
¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo y mío,
allá en los días del éxtasis ardiente, en los que hasta
mis huesos temblaron de tu arrullo y un ancho
resplandor creció sobre mi frente.
Gabriela Mistral, «Poema del hijo»
Dame hijos o moriré.
Génesis 30.1
Si escribes en Google «embarazo 37 años» el algoritmo del buscador añade por su cuenta las palabras «riesgos» y «probabilidades». Si clicas en «riesgos» lo primero que verás será un reportaje que se titula «37 años: edad límite para un embarazo sin riesgos».
No lo lees, ¿para qué? Tragas espeso y, casi sin darte cuenta, ya estás llorando —ahora pareces estar hecha de gelatina y lágrimas— porque tienes treinta y siete años y no, no ves la posibilidad de quedarte preñada pronto. Ni siquiera ves la posibilidad de quedarte embarazada tarde.
Simplemente no lo ves.
Nana nanita nana nanita ea mi niño tiene sueño bendito sea, bendito sea.
De repente, todo a tu alrededor habla de hijos, hijos, hijos, hijos. Sales a la calle y cochecitos te cortan el paso. Dentro, bebés de exuberante sonrisa desdentada agitan sus patitas y manitas regordetas en dirección a ti.
–Mami, mami.
Te vuelves de caramelo. Ayquécositamáslindaypreciosa. Las pupilas se te dilatan como a una drogadicta, el corazón se te agita, el cerebro te suelta, como si fuera un rayo fugaz pero incandescente, una idea estúpida:
«Róbalo».
Sí, sí, sí, piensas en delinquir de la peor manera. Robar un niño. Dios. El pensamiento no dura nada, pero dura lo suficiente para escandalizarte, para aterrorizarte. ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido? ¿Qué es esta pulsión que habita dentro de mí y me transforma en este ser que babea —literalmente— por la maternidad?
Duérmete niño, duérmete ya, que viene el cuco y te comerá.
Asqueada de ti misma, regresas a la casa y cierras con doble llave. Pero la vecina ha parido hace poco y escuchas todo el día, todos los días, el llanto y las risas y los cánticos estúpidos y felices de los padres del pequeño. A veces los odias. Odias el concepto: familia con hijos.
Hace poco escuché a una niñita referirse a algo que estaba cerca de nosotros, de quienes éramos nosotros, cuando había un nosotros.
—Ahí mamá, dónde están esos papás.
La madre la corrigió:
—No, no son papás, ¿no ves que no hay hijos? Tienes que decir: Ahí donde están esos señores.
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Se llama nulípara a aquella mujer que no tiene hijos.
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La naturaleza muestra sus dientes.
—¿Por qué yo? —le lloro.
Ella —desdeñosa puta madre desdeñosa—
esquiva a las pastillas a la desatanudos a la manda
a las hormonas al in vitro a la ciencia.
Prendí una velita al santo semen
y prometí llamar al niño Jesús.
Dios muestra los dientes.
—¿Por qué yo? —le escupo.
Destrozo los encajes de la cunita con los dientes.
El reino se hunde
la reina no pudo parir
el reino desaparece
y no hay a quién decir:
«papá y mamá van a divorciarse».
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Hablas con tu madre —a quien sientes que le estás fallando—, con tus amigas, y te cuentan de algún nuevo bebé, de algún embarazo, de algún parto reciente. De repente, el mundo se ha convertido en una gran boca que susurra estas palabras a tu oído todo el tiempo, sin descanso:
—Ten un bebé ya, vieja de mierda.
Enciendes el televisor y ves a Tina Fey, la maravillosa comedianta de Saturday Night Live. Piensas «qué bueno, una peli tonta», pero descubres poco a poco —la sonrisa vuelta un rictus de horror— que la película, que se llama Baby Mama, va de una mujer de 37 años —¡37!— que, desesperada por tener un hijo, alquila el vientre de otra, Amy Poehler. Está catalogada como comedia, pero terminas de ver Baby Mama bañada en lágrimas como una verdadera imbécil porque la pobre treintaysieteñera sin hijos, Tina Fey, descubre al final de la película que sí, que, por fin, que qué maravilla, está embarazada. Alternas los sollozos con cucharones de helado.
En esto te has convertido: en una caricatura de película gringa. Peor: en alguien que llora con una comedia de Tina Fey.
Dos de mis mejores amigas están embarazadas. Saldrán de cuentas en septiembre. Ambas.
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Dame el maldito esperma.
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—No volveremos a follar hasta que lo hagamos sin condón.
No volvemos a follar.
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Cada vez que he ido a un chequeo ginecológico en los últimos ocho años ha sido a una persona diferente cada vez. Salto de uno en otro con una promiscuidad comprensible: son unos hijos de puta. Hijas. Hijas de puta. Solo me he hecho ver por mujeres y todas me han tratado con displicencia, con esa rudeza a la que me he acostumbrado en casi todos los aspectos de la vida, pero no cuando la ruda en cuestión es una mujer que me mete un tubo o una pinza por la vagina.
Llámenme chapada a la antigua, llámenme romántica: no me gustan las citologías sin un poquito de cariño.
No es que allá en mi tierra los médicos te amen, pero, carajo, al menos crean un ambiente en el que no se hace tan atroz acostarte como una rana diseccionada y subir las piernas en las heladas patas de la silla.
Menos mal que cuando aquello estaba con Carmen, Carmen ginecóloga y ser de luz, que no tuvo que fingir esa gigantesca pesadumbre en la voz cuando me dijo que ya no me quedaban óvulos, folículos, que así es como se llaman. Estaba nerviosa, preguntó varias veces mi edad.
—¿Cuántos?
—37.
Otra vez.
—¿Cuántos?
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Los hijos que no tuvimos se esconden en las cloacas. Luis Eduardo Aute, «Al alba».
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He soñado esto:
Estaba en mi cuarto de niña —la colcha rosada con frutillas estampadas, el cuadro de cachorritos durmiendo sobre un oso de peluche, la cortina también rosada y con frufrú— y, de repente, apareció una mujer vestida de negro en los dos espejos y en la ventana. No era fea, pero era espantosa: tenía los ojos llenos de odio, palidez inhumana. Yo sabía que era el mal. Grité, lloré, llamé. Venía mi padre y una percha de ropa cobraba vida y lo apresaba, se lo llevaba. Al terror de la mujer, del mal, se sumaba el terror de que mi padre no pudiera salvarme, de que ese hombronazo fuera vulnerable, de que una percha poseída pudiera detenerlo como cuando ponemos el pie en el camino de un insecto y le hacemos cambiar de dirección. Mi padre atrapado, yo atrapada, la mujer enseñando sus ojos monstruosos en mi espejo infantil. Mi madre no aparecía en el sueño.
Desperté como a las cinco de la madrugada y ya no pude volver a dormirme. Afuera el viento azotaba las persianas con desesperación, con odio. No pude volver a dormirme porque estaba segura de que si abría la cortina me encontraría con que los golpes furiosos no los daba el viento, sino la mujer de negro.
—Ábreme, ábreme, ábreme. Me llevo a tu padre y también a ti. Me llevo a tu padre que es como llevarte también a ti: tu seguridad, tu sueño tranquilo, tu niñez.
Al mediodía, durante el almuerzo, mi marido, que sigue sin darme hijos, dijo que la noche anterior me había escuchado llorar y gemir y suspirar y decir no, no, no.
Le pregunté por qué no me había despertado si veía que estaba sufriendo. No sé qué me respondió. Cuando le conté lo de la percha que inmovilizaba a mi padre le hizo gracia. Supongo que a mí esa escena como de La Bella y la Bestia, demasiado pueril para dar miedo —una percha de esas que hay detrás de las puertas se apodera de un señor mayor— también me haría reír.
Pero mi marido, mi amor, se niega a darme un hijo.
Pero mi padre se está muriendo de cáncer a 10 000 kilómetros de donde yo duermo, de donde yo vivo, estas pesadillas.
{{ linea }}
Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona en el mundo a la que nunca le ocurrirán estas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro. Paul Auster, Diario de invierno.
{{ linea }}
Ayer por la tarde me di un largo paseo por el Retiro. Es un ritual, lo hago todos los septiembres desde hace años. Voy a ver el otoño. No hay ninguna ilusión en mi recorrido, al contrario, me dan ganas de llorar a gritos. Pero no hay forma de pararlo: gigantescas bolsas de plástico llenas de hojas secas, hojas secas en el suelo, árboles mitad verde mitad dorado mitad rojo mitad amarillo, corriente de aire que hace pensar «debí traer una chaqueta». Ya no es verano, ya no será verano, falta todo un año para el otro verano: llevo dos días durmiendo con calcetines, en los escaparates de las zapaterías hay botas, los niños ya han vuelto al colegio.
No sé si, tal como estoy, sobreviva otra vez al invierno.
Para una niña del trópico la caída de las hojas —esos árboles como dedos artríticos y sin pájaros— significa la muerte. No importa cuántas veces los hayas visto renacer: los árboles del otoño están muriendo y cada hoja que cae tiene un eco adentro tuyo. Tú también te estás cayendo.
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Robar un niño.
No está bien, Yerma, no está bien.
Pero la idea vuelve como un perro con una bola babeada en su hocico. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.
Robar un niño, un bebé, o digámoslo ya sin pudor un hijo, un hijito.
Robar un hijo.
No hacer la putada a otra mujer que sí puede ser madre, que sí ha podido ovular a su hora y a la que se la ha follado un hombre que la amaba, o no, que la deseaba, o no, que la odiaba, o no, que le daba exactamente igual que fuera una muñeca de plástico y la ha llenado de su semen cuajado de serpentinas.
No, no, no. A ella no la dejaremos sin su bebé.
Eso sería imperdonable, un crimen.
Pero sí robar un niño de un orfanato ruso, por ejemplo. Un pequeño colorado, hijo del desamor, la noche que es violencia y vodka. Un niño que nadie nunca jamás quiso. Un niño que nadie recuerda, que nadie echará de menos.
Entonces, oh, imagínate: colarse —delgada y silenciosa como un velo— entre las rendijas de esas putas ventanas de arquitectura socialista que nunca cerraron bien del todo, esas por donde se mete el frío que hace llorar a los recién llegados, y elegir de entre los bebés dormidos al más triste, al más vacío, al más solo, al que sueña —y desespera— con el pecho cálido y perfumado de dulce leche de una mamá solo para él.
Que soy yo. Ella. Su mamá.
La mamá del huerfanito ruso al que las mujeres cambian de ropa como si estuvieran envolviendo filetes, entrañas, papas. La mamá de ese niño ruso al que nunca le han olido la cabeza con los ojos cerradísimos mientras unas lágrimas de felicidad salen, se escapan, libres, por las mejillas. La mamá que llora de amor y no de ausencia.
La mamá que es mamá.
Robar un niño. Para mí. No creo que haya nada malo en eso.
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Digamos que es 2012. Yo tengo un papá, una mamá y dos hermanos en Ecuador y, en España, un marido que me adora y al que adoro y la idea, en mi cabeza, de tener una niña llamada Alicia a la que mi marido llamará Alicia con la c española y yo Alicia, a la latinoamericana. Eso me gusta mucho. Acaricio la idea como acariciaría la mejilla de Alicia y sus piececitos rosados. Es decir, tengo a mi familia allá y mi familia acá y bueno, salvo la puta crisis que nos ha amargado la vida a todos, que mi marido no encuentra trabajo de lo suyo y que no es el mejor país para traer una niña al mundo, puedo decir que nuestra vida va bien, nos queremos: soy una romántica.
Cada tarde, al regresar de un trabajo administrativo y feo, mi marido me mira, me sonríe, me abraza muy fuerte y me dice bienvenida a mi día. Esta cursilería, después de siete años de relación, me enternece tanto, me parece mentira que se pueda querer así. A veces nos besamos como si no nos hubiéramos visto en meses. Lo amo, me ama. Vendrá Alicia un día y la amaremos y que le den a la crisis porque viviremos con lo mínimo y seremos las personas más felices sobre la puta tierra. Las más felices sin discusión.
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Supe que había vuelto el cáncer de mi papá más o menos por la misma época en la que fui a hacerme una revisión ginecológica de rutina. Era de mañana y ya hacía algo de calor, tal vez era mayo o junio de 2013. Recuerdo sentarme frente a esa mujer entre rubia y pelirroja, rizada, de mejillas carnosas como pastelitos. Recuerdo decirle que quería un hijo hace muchos años y ella, algo perpleja, responderme que las mujeres solteras tienen ahora montones de posibilidades y yo, con una risa mueca menear la cabeza y decir que estoy casada, que ese es el problema, estoy casada, pero mi marido no quiere, es decir, mi marido… Titubear siempre.
Carmen me hizo una ecografía y lo que conocía, en un instante, se fue a la mierda. Profundísima mierda. Fue cuestión de meter un tubo con un ojo en mi vagina para que toda esa casa, la casa de mi vida, se derribara como si millones de termitas hubieran estado comiéndose sus cimientos durante años y un día alguien simplemente se apoyara en una viga y adiós. Ni nos dimos cuenta.
Yo ya no tenía eso que hay que tener dentro de mí.
Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar. El cerebro me explotó, el corazón, las tripas. Carmen, la ginecóloga, llamó a una amiga psiquiatra para que me recetara algo, creo que me tomé algo.
No recuerdo cómo llegué a casa, aunque sé que cuando llegué tenía sangre, llagas, en los pies.
Llamé a mi marido y le dije que no volviera a casa esa tarde.
Volvió, pero ya no hubo abrazos.
Nunca más.
El divorcio salió bastante rápido.
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Mujer sin hijos
La matriz
Agita su vaina, la luna
Se libera del árbol sin tener adónde ir.
Mi paisaje es una mano sin líneas,
Caminos que formaron un nudo,
El nudo que soy yo misma,
Yo la rosa que tú consigues—
Este cuerpo,
Este marfil
Atroz como el chillido de un niño.
Igual que una araña, hilo espejos
Fieles a mi imagen,
Engendrando solo sangre
Rojo oscuro: ¡Pruébala!
Y mi bosque
Mi funeral,
Y este otero y este
Centellear con las bocas de los muertos.
Sylvia Plath[1]
1 de diciembre de 1962
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[1] Véase Sylvia Plath, Dime mi nombre. Poesía completa 1956-1963, Barcelona, Editorial Navona, 2022, p. 430. Edición, introducción y notas de Ted Hughes. Preámbulo, traducción revisada y notas, Xoán Abeleira. 120
En “Útero”, relato incluido en <i>Visceral</i> (Páginas de Espuma, 2024), el más reciente libro de María Fernanda Ampuero, el deseo de una mujer por ser madre la lleva a tener pensamientos autodestructivos que la avergüenzan, lastiman y castigan.
No deseo tener hijos... Me gustaría conservar mi cuerpo... Te vas a quedar vistiendo santos... No creo estar lista para una responsabilidad de por vida... ¿Para cuándo los hijos, sobrinita? Las mujeres siempre han estado sometidas a la presión social por emparejarse y maternar, incluso si esto significa sacrificarlo todo.
Cada vez escuchamos de más parejas jóvenes, mujeres solteras o matrimonios que no desean maternar. ¿Qué ocurre cuando las circunstancias de la vida cambian y despierta la idea de ser madre? ¿La biología nos permitirá decidir después de los 35 años?
En el libro Visceral (Páginas de Espuma, 2024), María Fernanda Ampuero reflexiona sobre la decisión de ser madre contra la inclemencia del tiempo y nos lleva a preguntarnos si ese deseo se ha convertido en una desgarradora obsesión, es legítimo o ha nacido como una exigencia social más, entre todas las exigencias sociales con las que lidia una mujer en su vida.
Por cortesía de la autora y de la editorial Páginas de Espuma, publicamos el relato "Útero":
¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo y mío,
allá en los días del éxtasis ardiente, en los que hasta
mis huesos temblaron de tu arrullo y un ancho
resplandor creció sobre mi frente.
Gabriela Mistral, «Poema del hijo»
Dame hijos o moriré.
Génesis 30.1
Si escribes en Google «embarazo 37 años» el algoritmo del buscador añade por su cuenta las palabras «riesgos» y «probabilidades». Si clicas en «riesgos» lo primero que verás será un reportaje que se titula «37 años: edad límite para un embarazo sin riesgos».
No lo lees, ¿para qué? Tragas espeso y, casi sin darte cuenta, ya estás llorando —ahora pareces estar hecha de gelatina y lágrimas— porque tienes treinta y siete años y no, no ves la posibilidad de quedarte preñada pronto. Ni siquiera ves la posibilidad de quedarte embarazada tarde.
Simplemente no lo ves.
Nana nanita nana nanita ea mi niño tiene sueño bendito sea, bendito sea.
De repente, todo a tu alrededor habla de hijos, hijos, hijos, hijos. Sales a la calle y cochecitos te cortan el paso. Dentro, bebés de exuberante sonrisa desdentada agitan sus patitas y manitas regordetas en dirección a ti.
–Mami, mami.
Te vuelves de caramelo. Ayquécositamáslindaypreciosa. Las pupilas se te dilatan como a una drogadicta, el corazón se te agita, el cerebro te suelta, como si fuera un rayo fugaz pero incandescente, una idea estúpida:
«Róbalo».
Sí, sí, sí, piensas en delinquir de la peor manera. Robar un niño. Dios. El pensamiento no dura nada, pero dura lo suficiente para escandalizarte, para aterrorizarte. ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido? ¿Qué es esta pulsión que habita dentro de mí y me transforma en este ser que babea —literalmente— por la maternidad?
Duérmete niño, duérmete ya, que viene el cuco y te comerá.
Asqueada de ti misma, regresas a la casa y cierras con doble llave. Pero la vecina ha parido hace poco y escuchas todo el día, todos los días, el llanto y las risas y los cánticos estúpidos y felices de los padres del pequeño. A veces los odias. Odias el concepto: familia con hijos.
Hace poco escuché a una niñita referirse a algo que estaba cerca de nosotros, de quienes éramos nosotros, cuando había un nosotros.
—Ahí mamá, dónde están esos papás.
La madre la corrigió:
—No, no son papás, ¿no ves que no hay hijos? Tienes que decir: Ahí donde están esos señores.
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Se llama nulípara a aquella mujer que no tiene hijos.
{{ linea }}
La naturaleza muestra sus dientes.
—¿Por qué yo? —le lloro.
Ella —desdeñosa puta madre desdeñosa—
esquiva a las pastillas a la desatanudos a la manda
a las hormonas al in vitro a la ciencia.
Prendí una velita al santo semen
y prometí llamar al niño Jesús.
Dios muestra los dientes.
—¿Por qué yo? —le escupo.
Destrozo los encajes de la cunita con los dientes.
El reino se hunde
la reina no pudo parir
el reino desaparece
y no hay a quién decir:
«papá y mamá van a divorciarse».
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Hablas con tu madre —a quien sientes que le estás fallando—, con tus amigas, y te cuentan de algún nuevo bebé, de algún embarazo, de algún parto reciente. De repente, el mundo se ha convertido en una gran boca que susurra estas palabras a tu oído todo el tiempo, sin descanso:
—Ten un bebé ya, vieja de mierda.
Enciendes el televisor y ves a Tina Fey, la maravillosa comedianta de Saturday Night Live. Piensas «qué bueno, una peli tonta», pero descubres poco a poco —la sonrisa vuelta un rictus de horror— que la película, que se llama Baby Mama, va de una mujer de 37 años —¡37!— que, desesperada por tener un hijo, alquila el vientre de otra, Amy Poehler. Está catalogada como comedia, pero terminas de ver Baby Mama bañada en lágrimas como una verdadera imbécil porque la pobre treintaysieteñera sin hijos, Tina Fey, descubre al final de la película que sí, que, por fin, que qué maravilla, está embarazada. Alternas los sollozos con cucharones de helado.
En esto te has convertido: en una caricatura de película gringa. Peor: en alguien que llora con una comedia de Tina Fey.
Dos de mis mejores amigas están embarazadas. Saldrán de cuentas en septiembre. Ambas.
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Dame el maldito esperma.
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—No volveremos a follar hasta que lo hagamos sin condón.
No volvemos a follar.
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Cada vez que he ido a un chequeo ginecológico en los últimos ocho años ha sido a una persona diferente cada vez. Salto de uno en otro con una promiscuidad comprensible: son unos hijos de puta. Hijas. Hijas de puta. Solo me he hecho ver por mujeres y todas me han tratado con displicencia, con esa rudeza a la que me he acostumbrado en casi todos los aspectos de la vida, pero no cuando la ruda en cuestión es una mujer que me mete un tubo o una pinza por la vagina.
Llámenme chapada a la antigua, llámenme romántica: no me gustan las citologías sin un poquito de cariño.
No es que allá en mi tierra los médicos te amen, pero, carajo, al menos crean un ambiente en el que no se hace tan atroz acostarte como una rana diseccionada y subir las piernas en las heladas patas de la silla.
Menos mal que cuando aquello estaba con Carmen, Carmen ginecóloga y ser de luz, que no tuvo que fingir esa gigantesca pesadumbre en la voz cuando me dijo que ya no me quedaban óvulos, folículos, que así es como se llaman. Estaba nerviosa, preguntó varias veces mi edad.
—¿Cuántos?
—37.
Otra vez.
—¿Cuántos?
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Los hijos que no tuvimos se esconden en las cloacas. Luis Eduardo Aute, «Al alba».
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He soñado esto:
Estaba en mi cuarto de niña —la colcha rosada con frutillas estampadas, el cuadro de cachorritos durmiendo sobre un oso de peluche, la cortina también rosada y con frufrú— y, de repente, apareció una mujer vestida de negro en los dos espejos y en la ventana. No era fea, pero era espantosa: tenía los ojos llenos de odio, palidez inhumana. Yo sabía que era el mal. Grité, lloré, llamé. Venía mi padre y una percha de ropa cobraba vida y lo apresaba, se lo llevaba. Al terror de la mujer, del mal, se sumaba el terror de que mi padre no pudiera salvarme, de que ese hombronazo fuera vulnerable, de que una percha poseída pudiera detenerlo como cuando ponemos el pie en el camino de un insecto y le hacemos cambiar de dirección. Mi padre atrapado, yo atrapada, la mujer enseñando sus ojos monstruosos en mi espejo infantil. Mi madre no aparecía en el sueño.
Desperté como a las cinco de la madrugada y ya no pude volver a dormirme. Afuera el viento azotaba las persianas con desesperación, con odio. No pude volver a dormirme porque estaba segura de que si abría la cortina me encontraría con que los golpes furiosos no los daba el viento, sino la mujer de negro.
—Ábreme, ábreme, ábreme. Me llevo a tu padre y también a ti. Me llevo a tu padre que es como llevarte también a ti: tu seguridad, tu sueño tranquilo, tu niñez.
Al mediodía, durante el almuerzo, mi marido, que sigue sin darme hijos, dijo que la noche anterior me había escuchado llorar y gemir y suspirar y decir no, no, no.
Le pregunté por qué no me había despertado si veía que estaba sufriendo. No sé qué me respondió. Cuando le conté lo de la percha que inmovilizaba a mi padre le hizo gracia. Supongo que a mí esa escena como de La Bella y la Bestia, demasiado pueril para dar miedo —una percha de esas que hay detrás de las puertas se apodera de un señor mayor— también me haría reír.
Pero mi marido, mi amor, se niega a darme un hijo.
Pero mi padre se está muriendo de cáncer a 10 000 kilómetros de donde yo duermo, de donde yo vivo, estas pesadillas.
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Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona en el mundo a la que nunca le ocurrirán estas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro. Paul Auster, Diario de invierno.
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Ayer por la tarde me di un largo paseo por el Retiro. Es un ritual, lo hago todos los septiembres desde hace años. Voy a ver el otoño. No hay ninguna ilusión en mi recorrido, al contrario, me dan ganas de llorar a gritos. Pero no hay forma de pararlo: gigantescas bolsas de plástico llenas de hojas secas, hojas secas en el suelo, árboles mitad verde mitad dorado mitad rojo mitad amarillo, corriente de aire que hace pensar «debí traer una chaqueta». Ya no es verano, ya no será verano, falta todo un año para el otro verano: llevo dos días durmiendo con calcetines, en los escaparates de las zapaterías hay botas, los niños ya han vuelto al colegio.
No sé si, tal como estoy, sobreviva otra vez al invierno.
Para una niña del trópico la caída de las hojas —esos árboles como dedos artríticos y sin pájaros— significa la muerte. No importa cuántas veces los hayas visto renacer: los árboles del otoño están muriendo y cada hoja que cae tiene un eco adentro tuyo. Tú también te estás cayendo.
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Robar un niño.
No está bien, Yerma, no está bien.
Pero la idea vuelve como un perro con una bola babeada en su hocico. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.
Robar un niño, un bebé, o digámoslo ya sin pudor un hijo, un hijito.
Robar un hijo.
No hacer la putada a otra mujer que sí puede ser madre, que sí ha podido ovular a su hora y a la que se la ha follado un hombre que la amaba, o no, que la deseaba, o no, que la odiaba, o no, que le daba exactamente igual que fuera una muñeca de plástico y la ha llenado de su semen cuajado de serpentinas.
No, no, no. A ella no la dejaremos sin su bebé.
Eso sería imperdonable, un crimen.
Pero sí robar un niño de un orfanato ruso, por ejemplo. Un pequeño colorado, hijo del desamor, la noche que es violencia y vodka. Un niño que nadie nunca jamás quiso. Un niño que nadie recuerda, que nadie echará de menos.
Entonces, oh, imagínate: colarse —delgada y silenciosa como un velo— entre las rendijas de esas putas ventanas de arquitectura socialista que nunca cerraron bien del todo, esas por donde se mete el frío que hace llorar a los recién llegados, y elegir de entre los bebés dormidos al más triste, al más vacío, al más solo, al que sueña —y desespera— con el pecho cálido y perfumado de dulce leche de una mamá solo para él.
Que soy yo. Ella. Su mamá.
La mamá del huerfanito ruso al que las mujeres cambian de ropa como si estuvieran envolviendo filetes, entrañas, papas. La mamá de ese niño ruso al que nunca le han olido la cabeza con los ojos cerradísimos mientras unas lágrimas de felicidad salen, se escapan, libres, por las mejillas. La mamá que llora de amor y no de ausencia.
La mamá que es mamá.
Robar un niño. Para mí. No creo que haya nada malo en eso.
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Digamos que es 2012. Yo tengo un papá, una mamá y dos hermanos en Ecuador y, en España, un marido que me adora y al que adoro y la idea, en mi cabeza, de tener una niña llamada Alicia a la que mi marido llamará Alicia con la c española y yo Alicia, a la latinoamericana. Eso me gusta mucho. Acaricio la idea como acariciaría la mejilla de Alicia y sus piececitos rosados. Es decir, tengo a mi familia allá y mi familia acá y bueno, salvo la puta crisis que nos ha amargado la vida a todos, que mi marido no encuentra trabajo de lo suyo y que no es el mejor país para traer una niña al mundo, puedo decir que nuestra vida va bien, nos queremos: soy una romántica.
Cada tarde, al regresar de un trabajo administrativo y feo, mi marido me mira, me sonríe, me abraza muy fuerte y me dice bienvenida a mi día. Esta cursilería, después de siete años de relación, me enternece tanto, me parece mentira que se pueda querer así. A veces nos besamos como si no nos hubiéramos visto en meses. Lo amo, me ama. Vendrá Alicia un día y la amaremos y que le den a la crisis porque viviremos con lo mínimo y seremos las personas más felices sobre la puta tierra. Las más felices sin discusión.
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Supe que había vuelto el cáncer de mi papá más o menos por la misma época en la que fui a hacerme una revisión ginecológica de rutina. Era de mañana y ya hacía algo de calor, tal vez era mayo o junio de 2013. Recuerdo sentarme frente a esa mujer entre rubia y pelirroja, rizada, de mejillas carnosas como pastelitos. Recuerdo decirle que quería un hijo hace muchos años y ella, algo perpleja, responderme que las mujeres solteras tienen ahora montones de posibilidades y yo, con una risa mueca menear la cabeza y decir que estoy casada, que ese es el problema, estoy casada, pero mi marido no quiere, es decir, mi marido… Titubear siempre.
Carmen me hizo una ecografía y lo que conocía, en un instante, se fue a la mierda. Profundísima mierda. Fue cuestión de meter un tubo con un ojo en mi vagina para que toda esa casa, la casa de mi vida, se derribara como si millones de termitas hubieran estado comiéndose sus cimientos durante años y un día alguien simplemente se apoyara en una viga y adiós. Ni nos dimos cuenta.
Yo ya no tenía eso que hay que tener dentro de mí.
Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar. El cerebro me explotó, el corazón, las tripas. Carmen, la ginecóloga, llamó a una amiga psiquiatra para que me recetara algo, creo que me tomé algo.
No recuerdo cómo llegué a casa, aunque sé que cuando llegué tenía sangre, llagas, en los pies.
Llamé a mi marido y le dije que no volviera a casa esa tarde.
Volvió, pero ya no hubo abrazos.
Nunca más.
El divorcio salió bastante rápido.
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Mujer sin hijos
La matriz
Agita su vaina, la luna
Se libera del árbol sin tener adónde ir.
Mi paisaje es una mano sin líneas,
Caminos que formaron un nudo,
El nudo que soy yo misma,
Yo la rosa que tú consigues—
Este cuerpo,
Este marfil
Atroz como el chillido de un niño.
Igual que una araña, hilo espejos
Fieles a mi imagen,
Engendrando solo sangre
Rojo oscuro: ¡Pruébala!
Y mi bosque
Mi funeral,
Y este otero y este
Centellear con las bocas de los muertos.
Sylvia Plath[1]
1 de diciembre de 1962
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[1] Véase Sylvia Plath, Dime mi nombre. Poesía completa 1956-1963, Barcelona, Editorial Navona, 2022, p. 430. Edición, introducción y notas de Ted Hughes. Preámbulo, traducción revisada y notas, Xoán Abeleira. 120
En “Útero”, relato incluido en <i>Visceral</i> (Páginas de Espuma, 2024), el más reciente libro de María Fernanda Ampuero, el deseo de una mujer por ser madre la lleva a tener pensamientos autodestructivos que la avergüenzan, lastiman y castigan.
No deseo tener hijos... Me gustaría conservar mi cuerpo... Te vas a quedar vistiendo santos... No creo estar lista para una responsabilidad de por vida... ¿Para cuándo los hijos, sobrinita? Las mujeres siempre han estado sometidas a la presión social por emparejarse y maternar, incluso si esto significa sacrificarlo todo.
Cada vez escuchamos de más parejas jóvenes, mujeres solteras o matrimonios que no desean maternar. ¿Qué ocurre cuando las circunstancias de la vida cambian y despierta la idea de ser madre? ¿La biología nos permitirá decidir después de los 35 años?
En el libro Visceral (Páginas de Espuma, 2024), María Fernanda Ampuero reflexiona sobre la decisión de ser madre contra la inclemencia del tiempo y nos lleva a preguntarnos si ese deseo se ha convertido en una desgarradora obsesión, es legítimo o ha nacido como una exigencia social más, entre todas las exigencias sociales con las que lidia una mujer en su vida.
Por cortesía de la autora y de la editorial Páginas de Espuma, publicamos el relato "Útero":
¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo y mío,
allá en los días del éxtasis ardiente, en los que hasta
mis huesos temblaron de tu arrullo y un ancho
resplandor creció sobre mi frente.
Gabriela Mistral, «Poema del hijo»
Dame hijos o moriré.
Génesis 30.1
Si escribes en Google «embarazo 37 años» el algoritmo del buscador añade por su cuenta las palabras «riesgos» y «probabilidades». Si clicas en «riesgos» lo primero que verás será un reportaje que se titula «37 años: edad límite para un embarazo sin riesgos».
No lo lees, ¿para qué? Tragas espeso y, casi sin darte cuenta, ya estás llorando —ahora pareces estar hecha de gelatina y lágrimas— porque tienes treinta y siete años y no, no ves la posibilidad de quedarte preñada pronto. Ni siquiera ves la posibilidad de quedarte embarazada tarde.
Simplemente no lo ves.
Nana nanita nana nanita ea mi niño tiene sueño bendito sea, bendito sea.
De repente, todo a tu alrededor habla de hijos, hijos, hijos, hijos. Sales a la calle y cochecitos te cortan el paso. Dentro, bebés de exuberante sonrisa desdentada agitan sus patitas y manitas regordetas en dirección a ti.
–Mami, mami.
Te vuelves de caramelo. Ayquécositamáslindaypreciosa. Las pupilas se te dilatan como a una drogadicta, el corazón se te agita, el cerebro te suelta, como si fuera un rayo fugaz pero incandescente, una idea estúpida:
«Róbalo».
Sí, sí, sí, piensas en delinquir de la peor manera. Robar un niño. Dios. El pensamiento no dura nada, pero dura lo suficiente para escandalizarte, para aterrorizarte. ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido? ¿Qué es esta pulsión que habita dentro de mí y me transforma en este ser que babea —literalmente— por la maternidad?
Duérmete niño, duérmete ya, que viene el cuco y te comerá.
Asqueada de ti misma, regresas a la casa y cierras con doble llave. Pero la vecina ha parido hace poco y escuchas todo el día, todos los días, el llanto y las risas y los cánticos estúpidos y felices de los padres del pequeño. A veces los odias. Odias el concepto: familia con hijos.
Hace poco escuché a una niñita referirse a algo que estaba cerca de nosotros, de quienes éramos nosotros, cuando había un nosotros.
—Ahí mamá, dónde están esos papás.
La madre la corrigió:
—No, no son papás, ¿no ves que no hay hijos? Tienes que decir: Ahí donde están esos señores.
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Se llama nulípara a aquella mujer que no tiene hijos.
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La naturaleza muestra sus dientes.
—¿Por qué yo? —le lloro.
Ella —desdeñosa puta madre desdeñosa—
esquiva a las pastillas a la desatanudos a la manda
a las hormonas al in vitro a la ciencia.
Prendí una velita al santo semen
y prometí llamar al niño Jesús.
Dios muestra los dientes.
—¿Por qué yo? —le escupo.
Destrozo los encajes de la cunita con los dientes.
El reino se hunde
la reina no pudo parir
el reino desaparece
y no hay a quién decir:
«papá y mamá van a divorciarse».
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Hablas con tu madre —a quien sientes que le estás fallando—, con tus amigas, y te cuentan de algún nuevo bebé, de algún embarazo, de algún parto reciente. De repente, el mundo se ha convertido en una gran boca que susurra estas palabras a tu oído todo el tiempo, sin descanso:
—Ten un bebé ya, vieja de mierda.
Enciendes el televisor y ves a Tina Fey, la maravillosa comedianta de Saturday Night Live. Piensas «qué bueno, una peli tonta», pero descubres poco a poco —la sonrisa vuelta un rictus de horror— que la película, que se llama Baby Mama, va de una mujer de 37 años —¡37!— que, desesperada por tener un hijo, alquila el vientre de otra, Amy Poehler. Está catalogada como comedia, pero terminas de ver Baby Mama bañada en lágrimas como una verdadera imbécil porque la pobre treintaysieteñera sin hijos, Tina Fey, descubre al final de la película que sí, que, por fin, que qué maravilla, está embarazada. Alternas los sollozos con cucharones de helado.
En esto te has convertido: en una caricatura de película gringa. Peor: en alguien que llora con una comedia de Tina Fey.
Dos de mis mejores amigas están embarazadas. Saldrán de cuentas en septiembre. Ambas.
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Dame el maldito esperma.
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—No volveremos a follar hasta que lo hagamos sin condón.
No volvemos a follar.
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Cada vez que he ido a un chequeo ginecológico en los últimos ocho años ha sido a una persona diferente cada vez. Salto de uno en otro con una promiscuidad comprensible: son unos hijos de puta. Hijas. Hijas de puta. Solo me he hecho ver por mujeres y todas me han tratado con displicencia, con esa rudeza a la que me he acostumbrado en casi todos los aspectos de la vida, pero no cuando la ruda en cuestión es una mujer que me mete un tubo o una pinza por la vagina.
Llámenme chapada a la antigua, llámenme romántica: no me gustan las citologías sin un poquito de cariño.
No es que allá en mi tierra los médicos te amen, pero, carajo, al menos crean un ambiente en el que no se hace tan atroz acostarte como una rana diseccionada y subir las piernas en las heladas patas de la silla.
Menos mal que cuando aquello estaba con Carmen, Carmen ginecóloga y ser de luz, que no tuvo que fingir esa gigantesca pesadumbre en la voz cuando me dijo que ya no me quedaban óvulos, folículos, que así es como se llaman. Estaba nerviosa, preguntó varias veces mi edad.
—¿Cuántos?
—37.
Otra vez.
—¿Cuántos?
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Los hijos que no tuvimos se esconden en las cloacas. Luis Eduardo Aute, «Al alba».
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He soñado esto:
Estaba en mi cuarto de niña —la colcha rosada con frutillas estampadas, el cuadro de cachorritos durmiendo sobre un oso de peluche, la cortina también rosada y con frufrú— y, de repente, apareció una mujer vestida de negro en los dos espejos y en la ventana. No era fea, pero era espantosa: tenía los ojos llenos de odio, palidez inhumana. Yo sabía que era el mal. Grité, lloré, llamé. Venía mi padre y una percha de ropa cobraba vida y lo apresaba, se lo llevaba. Al terror de la mujer, del mal, se sumaba el terror de que mi padre no pudiera salvarme, de que ese hombronazo fuera vulnerable, de que una percha poseída pudiera detenerlo como cuando ponemos el pie en el camino de un insecto y le hacemos cambiar de dirección. Mi padre atrapado, yo atrapada, la mujer enseñando sus ojos monstruosos en mi espejo infantil. Mi madre no aparecía en el sueño.
Desperté como a las cinco de la madrugada y ya no pude volver a dormirme. Afuera el viento azotaba las persianas con desesperación, con odio. No pude volver a dormirme porque estaba segura de que si abría la cortina me encontraría con que los golpes furiosos no los daba el viento, sino la mujer de negro.
—Ábreme, ábreme, ábreme. Me llevo a tu padre y también a ti. Me llevo a tu padre que es como llevarte también a ti: tu seguridad, tu sueño tranquilo, tu niñez.
Al mediodía, durante el almuerzo, mi marido, que sigue sin darme hijos, dijo que la noche anterior me había escuchado llorar y gemir y suspirar y decir no, no, no.
Le pregunté por qué no me había despertado si veía que estaba sufriendo. No sé qué me respondió. Cuando le conté lo de la percha que inmovilizaba a mi padre le hizo gracia. Supongo que a mí esa escena como de La Bella y la Bestia, demasiado pueril para dar miedo —una percha de esas que hay detrás de las puertas se apodera de un señor mayor— también me haría reír.
Pero mi marido, mi amor, se niega a darme un hijo.
Pero mi padre se está muriendo de cáncer a 10 000 kilómetros de donde yo duermo, de donde yo vivo, estas pesadillas.
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Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona en el mundo a la que nunca le ocurrirán estas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro. Paul Auster, Diario de invierno.
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Ayer por la tarde me di un largo paseo por el Retiro. Es un ritual, lo hago todos los septiembres desde hace años. Voy a ver el otoño. No hay ninguna ilusión en mi recorrido, al contrario, me dan ganas de llorar a gritos. Pero no hay forma de pararlo: gigantescas bolsas de plástico llenas de hojas secas, hojas secas en el suelo, árboles mitad verde mitad dorado mitad rojo mitad amarillo, corriente de aire que hace pensar «debí traer una chaqueta». Ya no es verano, ya no será verano, falta todo un año para el otro verano: llevo dos días durmiendo con calcetines, en los escaparates de las zapaterías hay botas, los niños ya han vuelto al colegio.
No sé si, tal como estoy, sobreviva otra vez al invierno.
Para una niña del trópico la caída de las hojas —esos árboles como dedos artríticos y sin pájaros— significa la muerte. No importa cuántas veces los hayas visto renacer: los árboles del otoño están muriendo y cada hoja que cae tiene un eco adentro tuyo. Tú también te estás cayendo.
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Robar un niño.
No está bien, Yerma, no está bien.
Pero la idea vuelve como un perro con una bola babeada en su hocico. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.
Robar un niño, un bebé, o digámoslo ya sin pudor un hijo, un hijito.
Robar un hijo.
No hacer la putada a otra mujer que sí puede ser madre, que sí ha podido ovular a su hora y a la que se la ha follado un hombre que la amaba, o no, que la deseaba, o no, que la odiaba, o no, que le daba exactamente igual que fuera una muñeca de plástico y la ha llenado de su semen cuajado de serpentinas.
No, no, no. A ella no la dejaremos sin su bebé.
Eso sería imperdonable, un crimen.
Pero sí robar un niño de un orfanato ruso, por ejemplo. Un pequeño colorado, hijo del desamor, la noche que es violencia y vodka. Un niño que nadie nunca jamás quiso. Un niño que nadie recuerda, que nadie echará de menos.
Entonces, oh, imagínate: colarse —delgada y silenciosa como un velo— entre las rendijas de esas putas ventanas de arquitectura socialista que nunca cerraron bien del todo, esas por donde se mete el frío que hace llorar a los recién llegados, y elegir de entre los bebés dormidos al más triste, al más vacío, al más solo, al que sueña —y desespera— con el pecho cálido y perfumado de dulce leche de una mamá solo para él.
Que soy yo. Ella. Su mamá.
La mamá del huerfanito ruso al que las mujeres cambian de ropa como si estuvieran envolviendo filetes, entrañas, papas. La mamá de ese niño ruso al que nunca le han olido la cabeza con los ojos cerradísimos mientras unas lágrimas de felicidad salen, se escapan, libres, por las mejillas. La mamá que llora de amor y no de ausencia.
La mamá que es mamá.
Robar un niño. Para mí. No creo que haya nada malo en eso.
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Digamos que es 2012. Yo tengo un papá, una mamá y dos hermanos en Ecuador y, en España, un marido que me adora y al que adoro y la idea, en mi cabeza, de tener una niña llamada Alicia a la que mi marido llamará Alicia con la c española y yo Alicia, a la latinoamericana. Eso me gusta mucho. Acaricio la idea como acariciaría la mejilla de Alicia y sus piececitos rosados. Es decir, tengo a mi familia allá y mi familia acá y bueno, salvo la puta crisis que nos ha amargado la vida a todos, que mi marido no encuentra trabajo de lo suyo y que no es el mejor país para traer una niña al mundo, puedo decir que nuestra vida va bien, nos queremos: soy una romántica.
Cada tarde, al regresar de un trabajo administrativo y feo, mi marido me mira, me sonríe, me abraza muy fuerte y me dice bienvenida a mi día. Esta cursilería, después de siete años de relación, me enternece tanto, me parece mentira que se pueda querer así. A veces nos besamos como si no nos hubiéramos visto en meses. Lo amo, me ama. Vendrá Alicia un día y la amaremos y que le den a la crisis porque viviremos con lo mínimo y seremos las personas más felices sobre la puta tierra. Las más felices sin discusión.
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Supe que había vuelto el cáncer de mi papá más o menos por la misma época en la que fui a hacerme una revisión ginecológica de rutina. Era de mañana y ya hacía algo de calor, tal vez era mayo o junio de 2013. Recuerdo sentarme frente a esa mujer entre rubia y pelirroja, rizada, de mejillas carnosas como pastelitos. Recuerdo decirle que quería un hijo hace muchos años y ella, algo perpleja, responderme que las mujeres solteras tienen ahora montones de posibilidades y yo, con una risa mueca menear la cabeza y decir que estoy casada, que ese es el problema, estoy casada, pero mi marido no quiere, es decir, mi marido… Titubear siempre.
Carmen me hizo una ecografía y lo que conocía, en un instante, se fue a la mierda. Profundísima mierda. Fue cuestión de meter un tubo con un ojo en mi vagina para que toda esa casa, la casa de mi vida, se derribara como si millones de termitas hubieran estado comiéndose sus cimientos durante años y un día alguien simplemente se apoyara en una viga y adiós. Ni nos dimos cuenta.
Yo ya no tenía eso que hay que tener dentro de mí.
Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar. El cerebro me explotó, el corazón, las tripas. Carmen, la ginecóloga, llamó a una amiga psiquiatra para que me recetara algo, creo que me tomé algo.
No recuerdo cómo llegué a casa, aunque sé que cuando llegué tenía sangre, llagas, en los pies.
Llamé a mi marido y le dije que no volviera a casa esa tarde.
Volvió, pero ya no hubo abrazos.
Nunca más.
El divorcio salió bastante rápido.
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Mujer sin hijos
La matriz
Agita su vaina, la luna
Se libera del árbol sin tener adónde ir.
Mi paisaje es una mano sin líneas,
Caminos que formaron un nudo,
El nudo que soy yo misma,
Yo la rosa que tú consigues—
Este cuerpo,
Este marfil
Atroz como el chillido de un niño.
Igual que una araña, hilo espejos
Fieles a mi imagen,
Engendrando solo sangre
Rojo oscuro: ¡Pruébala!
Y mi bosque
Mi funeral,
Y este otero y este
Centellear con las bocas de los muertos.
Sylvia Plath[1]
1 de diciembre de 1962
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[1] Véase Sylvia Plath, Dime mi nombre. Poesía completa 1956-1963, Barcelona, Editorial Navona, 2022, p. 430. Edición, introducción y notas de Ted Hughes. Preámbulo, traducción revisada y notas, Xoán Abeleira. 120
En “Útero”, relato incluido en <i>Visceral</i> (Páginas de Espuma, 2024), el más reciente libro de María Fernanda Ampuero, el deseo de una mujer por ser madre la lleva a tener pensamientos autodestructivos que la avergüenzan, lastiman y castigan.
No deseo tener hijos... Me gustaría conservar mi cuerpo... Te vas a quedar vistiendo santos... No creo estar lista para una responsabilidad de por vida... ¿Para cuándo los hijos, sobrinita? Las mujeres siempre han estado sometidas a la presión social por emparejarse y maternar, incluso si esto significa sacrificarlo todo.
Cada vez escuchamos de más parejas jóvenes, mujeres solteras o matrimonios que no desean maternar. ¿Qué ocurre cuando las circunstancias de la vida cambian y despierta la idea de ser madre? ¿La biología nos permitirá decidir después de los 35 años?
En el libro Visceral (Páginas de Espuma, 2024), María Fernanda Ampuero reflexiona sobre la decisión de ser madre contra la inclemencia del tiempo y nos lleva a preguntarnos si ese deseo se ha convertido en una desgarradora obsesión, es legítimo o ha nacido como una exigencia social más, entre todas las exigencias sociales con las que lidia una mujer en su vida.
Por cortesía de la autora y de la editorial Páginas de Espuma, publicamos el relato "Útero":
¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo y mío,
allá en los días del éxtasis ardiente, en los que hasta
mis huesos temblaron de tu arrullo y un ancho
resplandor creció sobre mi frente.
Gabriela Mistral, «Poema del hijo»
Dame hijos o moriré.
Génesis 30.1
Si escribes en Google «embarazo 37 años» el algoritmo del buscador añade por su cuenta las palabras «riesgos» y «probabilidades». Si clicas en «riesgos» lo primero que verás será un reportaje que se titula «37 años: edad límite para un embarazo sin riesgos».
No lo lees, ¿para qué? Tragas espeso y, casi sin darte cuenta, ya estás llorando —ahora pareces estar hecha de gelatina y lágrimas— porque tienes treinta y siete años y no, no ves la posibilidad de quedarte preñada pronto. Ni siquiera ves la posibilidad de quedarte embarazada tarde.
Simplemente no lo ves.
Nana nanita nana nanita ea mi niño tiene sueño bendito sea, bendito sea.
De repente, todo a tu alrededor habla de hijos, hijos, hijos, hijos. Sales a la calle y cochecitos te cortan el paso. Dentro, bebés de exuberante sonrisa desdentada agitan sus patitas y manitas regordetas en dirección a ti.
–Mami, mami.
Te vuelves de caramelo. Ayquécositamáslindaypreciosa. Las pupilas se te dilatan como a una drogadicta, el corazón se te agita, el cerebro te suelta, como si fuera un rayo fugaz pero incandescente, una idea estúpida:
«Róbalo».
Sí, sí, sí, piensas en delinquir de la peor manera. Robar un niño. Dios. El pensamiento no dura nada, pero dura lo suficiente para escandalizarte, para aterrorizarte. ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido? ¿Qué es esta pulsión que habita dentro de mí y me transforma en este ser que babea —literalmente— por la maternidad?
Duérmete niño, duérmete ya, que viene el cuco y te comerá.
Asqueada de ti misma, regresas a la casa y cierras con doble llave. Pero la vecina ha parido hace poco y escuchas todo el día, todos los días, el llanto y las risas y los cánticos estúpidos y felices de los padres del pequeño. A veces los odias. Odias el concepto: familia con hijos.
Hace poco escuché a una niñita referirse a algo que estaba cerca de nosotros, de quienes éramos nosotros, cuando había un nosotros.
—Ahí mamá, dónde están esos papás.
La madre la corrigió:
—No, no son papás, ¿no ves que no hay hijos? Tienes que decir: Ahí donde están esos señores.
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Se llama nulípara a aquella mujer que no tiene hijos.
{{ linea }}
La naturaleza muestra sus dientes.
—¿Por qué yo? —le lloro.
Ella —desdeñosa puta madre desdeñosa—
esquiva a las pastillas a la desatanudos a la manda
a las hormonas al in vitro a la ciencia.
Prendí una velita al santo semen
y prometí llamar al niño Jesús.
Dios muestra los dientes.
—¿Por qué yo? —le escupo.
Destrozo los encajes de la cunita con los dientes.
El reino se hunde
la reina no pudo parir
el reino desaparece
y no hay a quién decir:
«papá y mamá van a divorciarse».
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Hablas con tu madre —a quien sientes que le estás fallando—, con tus amigas, y te cuentan de algún nuevo bebé, de algún embarazo, de algún parto reciente. De repente, el mundo se ha convertido en una gran boca que susurra estas palabras a tu oído todo el tiempo, sin descanso:
—Ten un bebé ya, vieja de mierda.
Enciendes el televisor y ves a Tina Fey, la maravillosa comedianta de Saturday Night Live. Piensas «qué bueno, una peli tonta», pero descubres poco a poco —la sonrisa vuelta un rictus de horror— que la película, que se llama Baby Mama, va de una mujer de 37 años —¡37!— que, desesperada por tener un hijo, alquila el vientre de otra, Amy Poehler. Está catalogada como comedia, pero terminas de ver Baby Mama bañada en lágrimas como una verdadera imbécil porque la pobre treintaysieteñera sin hijos, Tina Fey, descubre al final de la película que sí, que, por fin, que qué maravilla, está embarazada. Alternas los sollozos con cucharones de helado.
En esto te has convertido: en una caricatura de película gringa. Peor: en alguien que llora con una comedia de Tina Fey.
Dos de mis mejores amigas están embarazadas. Saldrán de cuentas en septiembre. Ambas.
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Dame el maldito esperma.
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—No volveremos a follar hasta que lo hagamos sin condón.
No volvemos a follar.
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Cada vez que he ido a un chequeo ginecológico en los últimos ocho años ha sido a una persona diferente cada vez. Salto de uno en otro con una promiscuidad comprensible: son unos hijos de puta. Hijas. Hijas de puta. Solo me he hecho ver por mujeres y todas me han tratado con displicencia, con esa rudeza a la que me he acostumbrado en casi todos los aspectos de la vida, pero no cuando la ruda en cuestión es una mujer que me mete un tubo o una pinza por la vagina.
Llámenme chapada a la antigua, llámenme romántica: no me gustan las citologías sin un poquito de cariño.
No es que allá en mi tierra los médicos te amen, pero, carajo, al menos crean un ambiente en el que no se hace tan atroz acostarte como una rana diseccionada y subir las piernas en las heladas patas de la silla.
Menos mal que cuando aquello estaba con Carmen, Carmen ginecóloga y ser de luz, que no tuvo que fingir esa gigantesca pesadumbre en la voz cuando me dijo que ya no me quedaban óvulos, folículos, que así es como se llaman. Estaba nerviosa, preguntó varias veces mi edad.
—¿Cuántos?
—37.
Otra vez.
—¿Cuántos?
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Los hijos que no tuvimos se esconden en las cloacas. Luis Eduardo Aute, «Al alba».
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He soñado esto:
Estaba en mi cuarto de niña —la colcha rosada con frutillas estampadas, el cuadro de cachorritos durmiendo sobre un oso de peluche, la cortina también rosada y con frufrú— y, de repente, apareció una mujer vestida de negro en los dos espejos y en la ventana. No era fea, pero era espantosa: tenía los ojos llenos de odio, palidez inhumana. Yo sabía que era el mal. Grité, lloré, llamé. Venía mi padre y una percha de ropa cobraba vida y lo apresaba, se lo llevaba. Al terror de la mujer, del mal, se sumaba el terror de que mi padre no pudiera salvarme, de que ese hombronazo fuera vulnerable, de que una percha poseída pudiera detenerlo como cuando ponemos el pie en el camino de un insecto y le hacemos cambiar de dirección. Mi padre atrapado, yo atrapada, la mujer enseñando sus ojos monstruosos en mi espejo infantil. Mi madre no aparecía en el sueño.
Desperté como a las cinco de la madrugada y ya no pude volver a dormirme. Afuera el viento azotaba las persianas con desesperación, con odio. No pude volver a dormirme porque estaba segura de que si abría la cortina me encontraría con que los golpes furiosos no los daba el viento, sino la mujer de negro.
—Ábreme, ábreme, ábreme. Me llevo a tu padre y también a ti. Me llevo a tu padre que es como llevarte también a ti: tu seguridad, tu sueño tranquilo, tu niñez.
Al mediodía, durante el almuerzo, mi marido, que sigue sin darme hijos, dijo que la noche anterior me había escuchado llorar y gemir y suspirar y decir no, no, no.
Le pregunté por qué no me había despertado si veía que estaba sufriendo. No sé qué me respondió. Cuando le conté lo de la percha que inmovilizaba a mi padre le hizo gracia. Supongo que a mí esa escena como de La Bella y la Bestia, demasiado pueril para dar miedo —una percha de esas que hay detrás de las puertas se apodera de un señor mayor— también me haría reír.
Pero mi marido, mi amor, se niega a darme un hijo.
Pero mi padre se está muriendo de cáncer a 10 000 kilómetros de donde yo duermo, de donde yo vivo, estas pesadillas.
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Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona en el mundo a la que nunca le ocurrirán estas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro. Paul Auster, Diario de invierno.
{{ linea }}
Ayer por la tarde me di un largo paseo por el Retiro. Es un ritual, lo hago todos los septiembres desde hace años. Voy a ver el otoño. No hay ninguna ilusión en mi recorrido, al contrario, me dan ganas de llorar a gritos. Pero no hay forma de pararlo: gigantescas bolsas de plástico llenas de hojas secas, hojas secas en el suelo, árboles mitad verde mitad dorado mitad rojo mitad amarillo, corriente de aire que hace pensar «debí traer una chaqueta». Ya no es verano, ya no será verano, falta todo un año para el otro verano: llevo dos días durmiendo con calcetines, en los escaparates de las zapaterías hay botas, los niños ya han vuelto al colegio.
No sé si, tal como estoy, sobreviva otra vez al invierno.
Para una niña del trópico la caída de las hojas —esos árboles como dedos artríticos y sin pájaros— significa la muerte. No importa cuántas veces los hayas visto renacer: los árboles del otoño están muriendo y cada hoja que cae tiene un eco adentro tuyo. Tú también te estás cayendo.
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Robar un niño.
No está bien, Yerma, no está bien.
Pero la idea vuelve como un perro con una bola babeada en su hocico. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.
Robar un niño, un bebé, o digámoslo ya sin pudor un hijo, un hijito.
Robar un hijo.
No hacer la putada a otra mujer que sí puede ser madre, que sí ha podido ovular a su hora y a la que se la ha follado un hombre que la amaba, o no, que la deseaba, o no, que la odiaba, o no, que le daba exactamente igual que fuera una muñeca de plástico y la ha llenado de su semen cuajado de serpentinas.
No, no, no. A ella no la dejaremos sin su bebé.
Eso sería imperdonable, un crimen.
Pero sí robar un niño de un orfanato ruso, por ejemplo. Un pequeño colorado, hijo del desamor, la noche que es violencia y vodka. Un niño que nadie nunca jamás quiso. Un niño que nadie recuerda, que nadie echará de menos.
Entonces, oh, imagínate: colarse —delgada y silenciosa como un velo— entre las rendijas de esas putas ventanas de arquitectura socialista que nunca cerraron bien del todo, esas por donde se mete el frío que hace llorar a los recién llegados, y elegir de entre los bebés dormidos al más triste, al más vacío, al más solo, al que sueña —y desespera— con el pecho cálido y perfumado de dulce leche de una mamá solo para él.
Que soy yo. Ella. Su mamá.
La mamá del huerfanito ruso al que las mujeres cambian de ropa como si estuvieran envolviendo filetes, entrañas, papas. La mamá de ese niño ruso al que nunca le han olido la cabeza con los ojos cerradísimos mientras unas lágrimas de felicidad salen, se escapan, libres, por las mejillas. La mamá que llora de amor y no de ausencia.
La mamá que es mamá.
Robar un niño. Para mí. No creo que haya nada malo en eso.
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Digamos que es 2012. Yo tengo un papá, una mamá y dos hermanos en Ecuador y, en España, un marido que me adora y al que adoro y la idea, en mi cabeza, de tener una niña llamada Alicia a la que mi marido llamará Alicia con la c española y yo Alicia, a la latinoamericana. Eso me gusta mucho. Acaricio la idea como acariciaría la mejilla de Alicia y sus piececitos rosados. Es decir, tengo a mi familia allá y mi familia acá y bueno, salvo la puta crisis que nos ha amargado la vida a todos, que mi marido no encuentra trabajo de lo suyo y que no es el mejor país para traer una niña al mundo, puedo decir que nuestra vida va bien, nos queremos: soy una romántica.
Cada tarde, al regresar de un trabajo administrativo y feo, mi marido me mira, me sonríe, me abraza muy fuerte y me dice bienvenida a mi día. Esta cursilería, después de siete años de relación, me enternece tanto, me parece mentira que se pueda querer así. A veces nos besamos como si no nos hubiéramos visto en meses. Lo amo, me ama. Vendrá Alicia un día y la amaremos y que le den a la crisis porque viviremos con lo mínimo y seremos las personas más felices sobre la puta tierra. Las más felices sin discusión.
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Supe que había vuelto el cáncer de mi papá más o menos por la misma época en la que fui a hacerme una revisión ginecológica de rutina. Era de mañana y ya hacía algo de calor, tal vez era mayo o junio de 2013. Recuerdo sentarme frente a esa mujer entre rubia y pelirroja, rizada, de mejillas carnosas como pastelitos. Recuerdo decirle que quería un hijo hace muchos años y ella, algo perpleja, responderme que las mujeres solteras tienen ahora montones de posibilidades y yo, con una risa mueca menear la cabeza y decir que estoy casada, que ese es el problema, estoy casada, pero mi marido no quiere, es decir, mi marido… Titubear siempre.
Carmen me hizo una ecografía y lo que conocía, en un instante, se fue a la mierda. Profundísima mierda. Fue cuestión de meter un tubo con un ojo en mi vagina para que toda esa casa, la casa de mi vida, se derribara como si millones de termitas hubieran estado comiéndose sus cimientos durante años y un día alguien simplemente se apoyara en una viga y adiós. Ni nos dimos cuenta.
Yo ya no tenía eso que hay que tener dentro de mí.
Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar. El cerebro me explotó, el corazón, las tripas. Carmen, la ginecóloga, llamó a una amiga psiquiatra para que me recetara algo, creo que me tomé algo.
No recuerdo cómo llegué a casa, aunque sé que cuando llegué tenía sangre, llagas, en los pies.
Llamé a mi marido y le dije que no volviera a casa esa tarde.
Volvió, pero ya no hubo abrazos.
Nunca más.
El divorcio salió bastante rápido.
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Mujer sin hijos
La matriz
Agita su vaina, la luna
Se libera del árbol sin tener adónde ir.
Mi paisaje es una mano sin líneas,
Caminos que formaron un nudo,
El nudo que soy yo misma,
Yo la rosa que tú consigues—
Este cuerpo,
Este marfil
Atroz como el chillido de un niño.
Igual que una araña, hilo espejos
Fieles a mi imagen,
Engendrando solo sangre
Rojo oscuro: ¡Pruébala!
Y mi bosque
Mi funeral,
Y este otero y este
Centellear con las bocas de los muertos.
Sylvia Plath[1]
1 de diciembre de 1962
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[1] Véase Sylvia Plath, Dime mi nombre. Poesía completa 1956-1963, Barcelona, Editorial Navona, 2022, p. 430. Edición, introducción y notas de Ted Hughes. Preámbulo, traducción revisada y notas, Xoán Abeleira. 120
No deseo tener hijos... Me gustaría conservar mi cuerpo... Te vas a quedar vistiendo santos... No creo estar lista para una responsabilidad de por vida... ¿Para cuándo los hijos, sobrinita? Las mujeres siempre han estado sometidas a la presión social por emparejarse y maternar, incluso si esto significa sacrificarlo todo.
Cada vez escuchamos de más parejas jóvenes, mujeres solteras o matrimonios que no desean maternar. ¿Qué ocurre cuando las circunstancias de la vida cambian y despierta la idea de ser madre? ¿La biología nos permitirá decidir después de los 35 años?
En el libro Visceral (Páginas de Espuma, 2024), María Fernanda Ampuero reflexiona sobre la decisión de ser madre contra la inclemencia del tiempo y nos lleva a preguntarnos si ese deseo se ha convertido en una desgarradora obsesión, es legítimo o ha nacido como una exigencia social más, entre todas las exigencias sociales con las que lidia una mujer en su vida.
Por cortesía de la autora y de la editorial Páginas de Espuma, publicamos el relato "Útero":
¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo y mío,
allá en los días del éxtasis ardiente, en los que hasta
mis huesos temblaron de tu arrullo y un ancho
resplandor creció sobre mi frente.
Gabriela Mistral, «Poema del hijo»
Dame hijos o moriré.
Génesis 30.1
Si escribes en Google «embarazo 37 años» el algoritmo del buscador añade por su cuenta las palabras «riesgos» y «probabilidades». Si clicas en «riesgos» lo primero que verás será un reportaje que se titula «37 años: edad límite para un embarazo sin riesgos».
No lo lees, ¿para qué? Tragas espeso y, casi sin darte cuenta, ya estás llorando —ahora pareces estar hecha de gelatina y lágrimas— porque tienes treinta y siete años y no, no ves la posibilidad de quedarte preñada pronto. Ni siquiera ves la posibilidad de quedarte embarazada tarde.
Simplemente no lo ves.
Nana nanita nana nanita ea mi niño tiene sueño bendito sea, bendito sea.
De repente, todo a tu alrededor habla de hijos, hijos, hijos, hijos. Sales a la calle y cochecitos te cortan el paso. Dentro, bebés de exuberante sonrisa desdentada agitan sus patitas y manitas regordetas en dirección a ti.
–Mami, mami.
Te vuelves de caramelo. Ayquécositamáslindaypreciosa. Las pupilas se te dilatan como a una drogadicta, el corazón se te agita, el cerebro te suelta, como si fuera un rayo fugaz pero incandescente, una idea estúpida:
«Róbalo».
Sí, sí, sí, piensas en delinquir de la peor manera. Robar un niño. Dios. El pensamiento no dura nada, pero dura lo suficiente para escandalizarte, para aterrorizarte. ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido? ¿Qué es esta pulsión que habita dentro de mí y me transforma en este ser que babea —literalmente— por la maternidad?
Duérmete niño, duérmete ya, que viene el cuco y te comerá.
Asqueada de ti misma, regresas a la casa y cierras con doble llave. Pero la vecina ha parido hace poco y escuchas todo el día, todos los días, el llanto y las risas y los cánticos estúpidos y felices de los padres del pequeño. A veces los odias. Odias el concepto: familia con hijos.
Hace poco escuché a una niñita referirse a algo que estaba cerca de nosotros, de quienes éramos nosotros, cuando había un nosotros.
—Ahí mamá, dónde están esos papás.
La madre la corrigió:
—No, no son papás, ¿no ves que no hay hijos? Tienes que decir: Ahí donde están esos señores.
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Se llama nulípara a aquella mujer que no tiene hijos.
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La naturaleza muestra sus dientes.
—¿Por qué yo? —le lloro.
Ella —desdeñosa puta madre desdeñosa—
esquiva a las pastillas a la desatanudos a la manda
a las hormonas al in vitro a la ciencia.
Prendí una velita al santo semen
y prometí llamar al niño Jesús.
Dios muestra los dientes.
—¿Por qué yo? —le escupo.
Destrozo los encajes de la cunita con los dientes.
El reino se hunde
la reina no pudo parir
el reino desaparece
y no hay a quién decir:
«papá y mamá van a divorciarse».
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Hablas con tu madre —a quien sientes que le estás fallando—, con tus amigas, y te cuentan de algún nuevo bebé, de algún embarazo, de algún parto reciente. De repente, el mundo se ha convertido en una gran boca que susurra estas palabras a tu oído todo el tiempo, sin descanso:
—Ten un bebé ya, vieja de mierda.
Enciendes el televisor y ves a Tina Fey, la maravillosa comedianta de Saturday Night Live. Piensas «qué bueno, una peli tonta», pero descubres poco a poco —la sonrisa vuelta un rictus de horror— que la película, que se llama Baby Mama, va de una mujer de 37 años —¡37!— que, desesperada por tener un hijo, alquila el vientre de otra, Amy Poehler. Está catalogada como comedia, pero terminas de ver Baby Mama bañada en lágrimas como una verdadera imbécil porque la pobre treintaysieteñera sin hijos, Tina Fey, descubre al final de la película que sí, que, por fin, que qué maravilla, está embarazada. Alternas los sollozos con cucharones de helado.
En esto te has convertido: en una caricatura de película gringa. Peor: en alguien que llora con una comedia de Tina Fey.
Dos de mis mejores amigas están embarazadas. Saldrán de cuentas en septiembre. Ambas.
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Dame el maldito esperma.
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—No volveremos a follar hasta que lo hagamos sin condón.
No volvemos a follar.
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Cada vez que he ido a un chequeo ginecológico en los últimos ocho años ha sido a una persona diferente cada vez. Salto de uno en otro con una promiscuidad comprensible: son unos hijos de puta. Hijas. Hijas de puta. Solo me he hecho ver por mujeres y todas me han tratado con displicencia, con esa rudeza a la que me he acostumbrado en casi todos los aspectos de la vida, pero no cuando la ruda en cuestión es una mujer que me mete un tubo o una pinza por la vagina.
Llámenme chapada a la antigua, llámenme romántica: no me gustan las citologías sin un poquito de cariño.
No es que allá en mi tierra los médicos te amen, pero, carajo, al menos crean un ambiente en el que no se hace tan atroz acostarte como una rana diseccionada y subir las piernas en las heladas patas de la silla.
Menos mal que cuando aquello estaba con Carmen, Carmen ginecóloga y ser de luz, que no tuvo que fingir esa gigantesca pesadumbre en la voz cuando me dijo que ya no me quedaban óvulos, folículos, que así es como se llaman. Estaba nerviosa, preguntó varias veces mi edad.
—¿Cuántos?
—37.
Otra vez.
—¿Cuántos?
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Los hijos que no tuvimos se esconden en las cloacas. Luis Eduardo Aute, «Al alba».
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He soñado esto:
Estaba en mi cuarto de niña —la colcha rosada con frutillas estampadas, el cuadro de cachorritos durmiendo sobre un oso de peluche, la cortina también rosada y con frufrú— y, de repente, apareció una mujer vestida de negro en los dos espejos y en la ventana. No era fea, pero era espantosa: tenía los ojos llenos de odio, palidez inhumana. Yo sabía que era el mal. Grité, lloré, llamé. Venía mi padre y una percha de ropa cobraba vida y lo apresaba, se lo llevaba. Al terror de la mujer, del mal, se sumaba el terror de que mi padre no pudiera salvarme, de que ese hombronazo fuera vulnerable, de que una percha poseída pudiera detenerlo como cuando ponemos el pie en el camino de un insecto y le hacemos cambiar de dirección. Mi padre atrapado, yo atrapada, la mujer enseñando sus ojos monstruosos en mi espejo infantil. Mi madre no aparecía en el sueño.
Desperté como a las cinco de la madrugada y ya no pude volver a dormirme. Afuera el viento azotaba las persianas con desesperación, con odio. No pude volver a dormirme porque estaba segura de que si abría la cortina me encontraría con que los golpes furiosos no los daba el viento, sino la mujer de negro.
—Ábreme, ábreme, ábreme. Me llevo a tu padre y también a ti. Me llevo a tu padre que es como llevarte también a ti: tu seguridad, tu sueño tranquilo, tu niñez.
Al mediodía, durante el almuerzo, mi marido, que sigue sin darme hijos, dijo que la noche anterior me había escuchado llorar y gemir y suspirar y decir no, no, no.
Le pregunté por qué no me había despertado si veía que estaba sufriendo. No sé qué me respondió. Cuando le conté lo de la percha que inmovilizaba a mi padre le hizo gracia. Supongo que a mí esa escena como de La Bella y la Bestia, demasiado pueril para dar miedo —una percha de esas que hay detrás de las puertas se apodera de un señor mayor— también me haría reír.
Pero mi marido, mi amor, se niega a darme un hijo.
Pero mi padre se está muriendo de cáncer a 10 000 kilómetros de donde yo duermo, de donde yo vivo, estas pesadillas.
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Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona en el mundo a la que nunca le ocurrirán estas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro. Paul Auster, Diario de invierno.
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Ayer por la tarde me di un largo paseo por el Retiro. Es un ritual, lo hago todos los septiembres desde hace años. Voy a ver el otoño. No hay ninguna ilusión en mi recorrido, al contrario, me dan ganas de llorar a gritos. Pero no hay forma de pararlo: gigantescas bolsas de plástico llenas de hojas secas, hojas secas en el suelo, árboles mitad verde mitad dorado mitad rojo mitad amarillo, corriente de aire que hace pensar «debí traer una chaqueta». Ya no es verano, ya no será verano, falta todo un año para el otro verano: llevo dos días durmiendo con calcetines, en los escaparates de las zapaterías hay botas, los niños ya han vuelto al colegio.
No sé si, tal como estoy, sobreviva otra vez al invierno.
Para una niña del trópico la caída de las hojas —esos árboles como dedos artríticos y sin pájaros— significa la muerte. No importa cuántas veces los hayas visto renacer: los árboles del otoño están muriendo y cada hoja que cae tiene un eco adentro tuyo. Tú también te estás cayendo.
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Robar un niño.
No está bien, Yerma, no está bien.
Pero la idea vuelve como un perro con una bola babeada en su hocico. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.
Robar un niño, un bebé, o digámoslo ya sin pudor un hijo, un hijito.
Robar un hijo.
No hacer la putada a otra mujer que sí puede ser madre, que sí ha podido ovular a su hora y a la que se la ha follado un hombre que la amaba, o no, que la deseaba, o no, que la odiaba, o no, que le daba exactamente igual que fuera una muñeca de plástico y la ha llenado de su semen cuajado de serpentinas.
No, no, no. A ella no la dejaremos sin su bebé.
Eso sería imperdonable, un crimen.
Pero sí robar un niño de un orfanato ruso, por ejemplo. Un pequeño colorado, hijo del desamor, la noche que es violencia y vodka. Un niño que nadie nunca jamás quiso. Un niño que nadie recuerda, que nadie echará de menos.
Entonces, oh, imagínate: colarse —delgada y silenciosa como un velo— entre las rendijas de esas putas ventanas de arquitectura socialista que nunca cerraron bien del todo, esas por donde se mete el frío que hace llorar a los recién llegados, y elegir de entre los bebés dormidos al más triste, al más vacío, al más solo, al que sueña —y desespera— con el pecho cálido y perfumado de dulce leche de una mamá solo para él.
Que soy yo. Ella. Su mamá.
La mamá del huerfanito ruso al que las mujeres cambian de ropa como si estuvieran envolviendo filetes, entrañas, papas. La mamá de ese niño ruso al que nunca le han olido la cabeza con los ojos cerradísimos mientras unas lágrimas de felicidad salen, se escapan, libres, por las mejillas. La mamá que llora de amor y no de ausencia.
La mamá que es mamá.
Robar un niño. Para mí. No creo que haya nada malo en eso.
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Digamos que es 2012. Yo tengo un papá, una mamá y dos hermanos en Ecuador y, en España, un marido que me adora y al que adoro y la idea, en mi cabeza, de tener una niña llamada Alicia a la que mi marido llamará Alicia con la c española y yo Alicia, a la latinoamericana. Eso me gusta mucho. Acaricio la idea como acariciaría la mejilla de Alicia y sus piececitos rosados. Es decir, tengo a mi familia allá y mi familia acá y bueno, salvo la puta crisis que nos ha amargado la vida a todos, que mi marido no encuentra trabajo de lo suyo y que no es el mejor país para traer una niña al mundo, puedo decir que nuestra vida va bien, nos queremos: soy una romántica.
Cada tarde, al regresar de un trabajo administrativo y feo, mi marido me mira, me sonríe, me abraza muy fuerte y me dice bienvenida a mi día. Esta cursilería, después de siete años de relación, me enternece tanto, me parece mentira que se pueda querer así. A veces nos besamos como si no nos hubiéramos visto en meses. Lo amo, me ama. Vendrá Alicia un día y la amaremos y que le den a la crisis porque viviremos con lo mínimo y seremos las personas más felices sobre la puta tierra. Las más felices sin discusión.
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Supe que había vuelto el cáncer de mi papá más o menos por la misma época en la que fui a hacerme una revisión ginecológica de rutina. Era de mañana y ya hacía algo de calor, tal vez era mayo o junio de 2013. Recuerdo sentarme frente a esa mujer entre rubia y pelirroja, rizada, de mejillas carnosas como pastelitos. Recuerdo decirle que quería un hijo hace muchos años y ella, algo perpleja, responderme que las mujeres solteras tienen ahora montones de posibilidades y yo, con una risa mueca menear la cabeza y decir que estoy casada, que ese es el problema, estoy casada, pero mi marido no quiere, es decir, mi marido… Titubear siempre.
Carmen me hizo una ecografía y lo que conocía, en un instante, se fue a la mierda. Profundísima mierda. Fue cuestión de meter un tubo con un ojo en mi vagina para que toda esa casa, la casa de mi vida, se derribara como si millones de termitas hubieran estado comiéndose sus cimientos durante años y un día alguien simplemente se apoyara en una viga y adiós. Ni nos dimos cuenta.
Yo ya no tenía eso que hay que tener dentro de mí.
Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar. El cerebro me explotó, el corazón, las tripas. Carmen, la ginecóloga, llamó a una amiga psiquiatra para que me recetara algo, creo que me tomé algo.
No recuerdo cómo llegué a casa, aunque sé que cuando llegué tenía sangre, llagas, en los pies.
Llamé a mi marido y le dije que no volviera a casa esa tarde.
Volvió, pero ya no hubo abrazos.
Nunca más.
El divorcio salió bastante rápido.
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Mujer sin hijos
La matriz
Agita su vaina, la luna
Se libera del árbol sin tener adónde ir.
Mi paisaje es una mano sin líneas,
Caminos que formaron un nudo,
El nudo que soy yo misma,
Yo la rosa que tú consigues—
Este cuerpo,
Este marfil
Atroz como el chillido de un niño.
Igual que una araña, hilo espejos
Fieles a mi imagen,
Engendrando solo sangre
Rojo oscuro: ¡Pruébala!
Y mi bosque
Mi funeral,
Y este otero y este
Centellear con las bocas de los muertos.
Sylvia Plath[1]
1 de diciembre de 1962
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[1] Véase Sylvia Plath, Dime mi nombre. Poesía completa 1956-1963, Barcelona, Editorial Navona, 2022, p. 430. Edición, introducción y notas de Ted Hughes. Preámbulo, traducción revisada y notas, Xoán Abeleira. 120
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