<i>¡Que viva México!</i>, de Luis Estrada, ataca más a los pobres que a la presidencia

<i>¡Que viva México!</i>, de Luis Estrada, ataca más a los pobres que a la presidencia

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Tiempo de Lectura: 00 min

Ya está en pantallas de cine mexicanas la nueva película del director de La ley de Herodes, que narra el reencuentro de un personaje aspiracionista con su familia salvaje. Aunque Luis Estrada tiene como blanco el actual sexenio, mediante un sentido del humor anticuado, televisivo, termina golpeando sobre todo a la clase trabajadora.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Antes de los sillazos, el mérito: Luis Estrada es el raro cineasta mexicano que no le teme al pasado. Tras un largo desprestigio que aún no acaba, provocado por la colonización europea y estadounidense de nuestros gustos, el cine clásico mexicano ha encontrado en él un raro director que alude sin pena a los héroes de la cartelera nacional.

La ley de Herodes, por ejemplo, contiene un homenaje significativo: el protagonista, Juan Vargas (Damián Alcázar), engaña a un personaje estadounidense presentándose como Emilio Gabriel Fernández Figueroa. Por un lado Estrada mezcla los nombres del director y el cinefotógrafo de Pueblerina (1949), pero además está recordando una alusión idéntica que hizo John Ford en The Searchers (1956): John Wayne se topa con un personaje llamado igual. Quizá por ello Juan concluye, al finalizar la escena, que “¡los mexicanos somos más chingones!”. Importa notar también que el gringo aventajado por Juan es un estereotipo recurrente en el cine mexicano de los años treinta y cuarenta que aparece en la emblemática Allá en el rancho grande (1936) o en la forma de una irresistible prima lejana en Los tres García (1947). El mexicano se chinga a los gringos —pensando en la terminología de Octavio Paz, citado por Estrada en la prensa— ridiculizándolos, engañándolos o con mayor literalidad.

Pero por otra parte, más que estar consciente del pasado, Estrada pareciera venir de él. Sus imágenes del México actual deforman nuestros pueblos y calles hasta parecer una locación de Ismael Rodríguez. Ahí viven alcaldes corruptos, teporochos, madamas y padrotes, trabajadoras sexuales, esposas infieles: una colección de duendes arteros que pareciera fabulada por los gringos que ataca el director, o por la burguesía local, que lleva siglos imaginando a la mexicanidad como huaraches y balaceras, familias golpeadas por un padre borracho. A Paz se le acusa de lo mismo por su Laberinto de la soledad y, sin embargo, cineastas como Alejandro González Iñárritu y Estrada siguen recurriendo a su texto anticuado en busca de una generalización que exprese con elocuencia los prejuicios de su clase. Es ese el pasado en el que vive Luis Estrada: uno donde los viejos lugares comunes e insultos de una élite nacionalista —“por eso estamos como estamos”, “los mexicanos son cangrejos en una cubeta”, “indios patarrajada”— minimizan su propio abuso y encuentran en los de abajo la raíz hedionda que pudre a la patria.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

En La ley de Herodes (1999), crónica amarga del priisimo; Un mundo maravilloso (2006) y El infierno (2010), que acusan la desigualdad y la violencia en los años del PAN, y ahora ¡Que viva México! (2023), un asalto contra el obradorismo, el imaginario de Estrada se ha expresado mediante estereotipos, pero lo que antes fue una obediencia ambigua a frases que uno espera del tío reaccionario en una fiesta, se ha convertido en una película de tres horas cuya argumentación es casi tan ofensiva por su pobreza estética como por su racismo, clasismo y transfobia. En otras palabras, Estrada siempre ha golpeado al poder político, aunque no por eso ha evitado caricaturizar a los pobres; sin embargo en ¡Que viva México! parece ponerse del lado del poder económico para encontrar en los miembros más vulnerables de la sociedad una metáfora en contra del gobierno que dice representarlos.

La trama tiene como protagonista a Francisco Reyes (Alfonso Herrera), apodado, según la clase social, Fran o Pancho. Su mayor pesadilla, como lo evidencia la primera escena, es que se descubran sus raíces en la pobreza ahora que se ha infiltrado en la burguesía gracias a su trabajo en una fábrica, donde despide a trabajadores sin remordimiento. Sus temores brincan a la realidad cuando su abuelo muere y Mari (Ana de la Reguera), su esposa hueca pero rellena de codicia e insultos clasistas, le insiste a Pancho en ir a su pueblo a ver qué herencia le dejó. El reencuentro con su familia salvaje y pedorra —ya ahondaré en eso— incita entusiasmo pero también envidia.

La pobreza no es sinónimo de santidad, ni la riqueza de sadismo, pero Estrada emplea la caricatura en contra de los personajes con desigualdad: los ricos, aunque misóginos, abusivos, intolerantes e ignorantes —acusan a Andrés Manuel López Obrador de comunista—, aparecen apenas a cuadro y exigen mayor simpatía del público al ser acosados por la familia Reyes. Estrada recurre a un esquema similar al de Nuevo orden (2020), en la que vemos algunas acusaciones lanzadas contra la clase dominante pero la mayoría del metraje muestra a sus miembros más inocentes torturados por militares morenos a causa de manifestantes también morenos que se comportan como bestias. En el momento más despiadado, la familia le dice a Pancho, representante de la clase que asciende desde la pobreza: “Tu fracaso es nuestra felicidad”.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

Esta frase representa todo el humor de la película porque no es alegórica sino obvia. Es claro que Estrada parte de la ya cantada idea de la polarización en México para hablar del rencor entre clases, pero más allá de un pleito entre dos extremos azuzados por una figura patriarcal, ¡Que viva México! no tiene mucho que decir de este sexenio en cuanto a sus fracasos más preocupantes. Nada hay de los asesinatos de activistas, de las concesiones neoliberales a empresas explotadoras, o siquiera de la militarización y los destapes al estilo priista. En ocasiones hay golpes directos, aunque simples, en la forma de un tío de Pancho, el alcalde del pueblo, que admite haber brincado de partido en partido hasta llegar a Morena, cuyo sexenio ha acabado con la corrupción. Más adelante aceptará un soborno. Hacia el final de la película, como si hubiera contribuido al guion Gilberto Lozano, el líder de la organización ultraderechista FRENA, veremos un anuncio espectacular que ofrece con temor la leyenda: AMLO 2024-2030.

Lo que Estrada observa con más atención es la familia de Pancho, estereotipada y repugnante, como queda claro viendo al padre hipócrita, Rosendo (Damián Alcázar); la madre abnegada, Dolores (Ana Martín); el hermano con aparentes deficiencias intelectuales, Rosendito (Joaquín Cossio), o los muchos otros cartones entre los que destacan un narcotraficante, una mujer seductora y una mujer trans. Todos se refieren a esta última por su nombre anterior a la transición y el director le da una honorable escena en la que produce el más notorio de muchos chistes de pedos que describen el pensamiento de Estrada con mayor precisión de la que soy capaz. En un aparente intento de validar estos mecanismos, un personaje disfrazado del protagonista en Paris, Texas (1984) se baja el pantalón como Rüdiger Vogler en otra película de Wim Wenders, Kings of the road (1976), y permite descender a una tremenda boa sin ojos ni colmillos. ¡Que viva México!, parecen decir estas imágenes, no es burda ni simplona, sino heredera del Nuevo Cine Alemán, que revolucionó las imágenes en los setenta y ochenta. Me cuesta trabajo equiparar la argumentación antifascista de Germany in autumn (1978) con las caricaturas de Estrada pero soñar no cuesta.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

La distancia se manifiesta espontáneamente en la alegoría escuálida y el sentido del humor que parece atorado en los años 2000, cuando La ley de Herodes triunfó gracias a la consonancia tan subrayada con que los actores pronunciaban “¡pendejo!”. En ¡Que viva México! se suma al sabroso vocabulario nacional el glosario de la cuarta transformación: resuenan el frijol con gorgojo, la polarización, los fifís o la cartilla moral, pero el solo hecho de mencionar estas cosas imita el humor de la televisión, en vez de buscar un lenguaje distinto, más sofisticado, que el de los estilos comerciales. No basta hacer lo mismo de siempre en contra de nuevos blancos para hacer un cine revolucionario.

El gran crítico francés Serge Daney pensaba que el cine ni siquiera necesitaba abordar la política para ser subversivo, si perseguía la originalidad formal y marcaba así su distancia de los medios empleados por los poderosos para apaciguar a las sociedades. Estrada, comprometido con el pasado en algunas de las peores formas posibles, ha hecho con ¡Que viva México! la más reaccionaria de sus películas, pero no por atacar a un gobierno autoproclamado de izquierda, sino por sobajar a la mayoría pobre del país con estereotipos y por conservar el humor de televisora mexicana que simboliza la tradición de oprimir.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.
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Ya está en pantallas de cine mexicanas la nueva película del director de La ley de Herodes, que narra el reencuentro de un personaje aspiracionista con su familia salvaje. Aunque Luis Estrada tiene como blanco el actual sexenio, mediante un sentido del humor anticuado, televisivo, termina golpeando sobre todo a la clase trabajadora.

Antes de los sillazos, el mérito: Luis Estrada es el raro cineasta mexicano que no le teme al pasado. Tras un largo desprestigio que aún no acaba, provocado por la colonización europea y estadounidense de nuestros gustos, el cine clásico mexicano ha encontrado en él un raro director que alude sin pena a los héroes de la cartelera nacional.

La ley de Herodes, por ejemplo, contiene un homenaje significativo: el protagonista, Juan Vargas (Damián Alcázar), engaña a un personaje estadounidense presentándose como Emilio Gabriel Fernández Figueroa. Por un lado Estrada mezcla los nombres del director y el cinefotógrafo de Pueblerina (1949), pero además está recordando una alusión idéntica que hizo John Ford en The Searchers (1956): John Wayne se topa con un personaje llamado igual. Quizá por ello Juan concluye, al finalizar la escena, que “¡los mexicanos somos más chingones!”. Importa notar también que el gringo aventajado por Juan es un estereotipo recurrente en el cine mexicano de los años treinta y cuarenta que aparece en la emblemática Allá en el rancho grande (1936) o en la forma de una irresistible prima lejana en Los tres García (1947). El mexicano se chinga a los gringos —pensando en la terminología de Octavio Paz, citado por Estrada en la prensa— ridiculizándolos, engañándolos o con mayor literalidad.

Pero por otra parte, más que estar consciente del pasado, Estrada pareciera venir de él. Sus imágenes del México actual deforman nuestros pueblos y calles hasta parecer una locación de Ismael Rodríguez. Ahí viven alcaldes corruptos, teporochos, madamas y padrotes, trabajadoras sexuales, esposas infieles: una colección de duendes arteros que pareciera fabulada por los gringos que ataca el director, o por la burguesía local, que lleva siglos imaginando a la mexicanidad como huaraches y balaceras, familias golpeadas por un padre borracho. A Paz se le acusa de lo mismo por su Laberinto de la soledad y, sin embargo, cineastas como Alejandro González Iñárritu y Estrada siguen recurriendo a su texto anticuado en busca de una generalización que exprese con elocuencia los prejuicios de su clase. Es ese el pasado en el que vive Luis Estrada: uno donde los viejos lugares comunes e insultos de una élite nacionalista —“por eso estamos como estamos”, “los mexicanos son cangrejos en una cubeta”, “indios patarrajada”— minimizan su propio abuso y encuentran en los de abajo la raíz hedionda que pudre a la patria.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

En La ley de Herodes (1999), crónica amarga del priisimo; Un mundo maravilloso (2006) y El infierno (2010), que acusan la desigualdad y la violencia en los años del PAN, y ahora ¡Que viva México! (2023), un asalto contra el obradorismo, el imaginario de Estrada se ha expresado mediante estereotipos, pero lo que antes fue una obediencia ambigua a frases que uno espera del tío reaccionario en una fiesta, se ha convertido en una película de tres horas cuya argumentación es casi tan ofensiva por su pobreza estética como por su racismo, clasismo y transfobia. En otras palabras, Estrada siempre ha golpeado al poder político, aunque no por eso ha evitado caricaturizar a los pobres; sin embargo en ¡Que viva México! parece ponerse del lado del poder económico para encontrar en los miembros más vulnerables de la sociedad una metáfora en contra del gobierno que dice representarlos.

La trama tiene como protagonista a Francisco Reyes (Alfonso Herrera), apodado, según la clase social, Fran o Pancho. Su mayor pesadilla, como lo evidencia la primera escena, es que se descubran sus raíces en la pobreza ahora que se ha infiltrado en la burguesía gracias a su trabajo en una fábrica, donde despide a trabajadores sin remordimiento. Sus temores brincan a la realidad cuando su abuelo muere y Mari (Ana de la Reguera), su esposa hueca pero rellena de codicia e insultos clasistas, le insiste a Pancho en ir a su pueblo a ver qué herencia le dejó. El reencuentro con su familia salvaje y pedorra —ya ahondaré en eso— incita entusiasmo pero también envidia.

La pobreza no es sinónimo de santidad, ni la riqueza de sadismo, pero Estrada emplea la caricatura en contra de los personajes con desigualdad: los ricos, aunque misóginos, abusivos, intolerantes e ignorantes —acusan a Andrés Manuel López Obrador de comunista—, aparecen apenas a cuadro y exigen mayor simpatía del público al ser acosados por la familia Reyes. Estrada recurre a un esquema similar al de Nuevo orden (2020), en la que vemos algunas acusaciones lanzadas contra la clase dominante pero la mayoría del metraje muestra a sus miembros más inocentes torturados por militares morenos a causa de manifestantes también morenos que se comportan como bestias. En el momento más despiadado, la familia le dice a Pancho, representante de la clase que asciende desde la pobreza: “Tu fracaso es nuestra felicidad”.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

Esta frase representa todo el humor de la película porque no es alegórica sino obvia. Es claro que Estrada parte de la ya cantada idea de la polarización en México para hablar del rencor entre clases, pero más allá de un pleito entre dos extremos azuzados por una figura patriarcal, ¡Que viva México! no tiene mucho que decir de este sexenio en cuanto a sus fracasos más preocupantes. Nada hay de los asesinatos de activistas, de las concesiones neoliberales a empresas explotadoras, o siquiera de la militarización y los destapes al estilo priista. En ocasiones hay golpes directos, aunque simples, en la forma de un tío de Pancho, el alcalde del pueblo, que admite haber brincado de partido en partido hasta llegar a Morena, cuyo sexenio ha acabado con la corrupción. Más adelante aceptará un soborno. Hacia el final de la película, como si hubiera contribuido al guion Gilberto Lozano, el líder de la organización ultraderechista FRENA, veremos un anuncio espectacular que ofrece con temor la leyenda: AMLO 2024-2030.

Lo que Estrada observa con más atención es la familia de Pancho, estereotipada y repugnante, como queda claro viendo al padre hipócrita, Rosendo (Damián Alcázar); la madre abnegada, Dolores (Ana Martín); el hermano con aparentes deficiencias intelectuales, Rosendito (Joaquín Cossio), o los muchos otros cartones entre los que destacan un narcotraficante, una mujer seductora y una mujer trans. Todos se refieren a esta última por su nombre anterior a la transición y el director le da una honorable escena en la que produce el más notorio de muchos chistes de pedos que describen el pensamiento de Estrada con mayor precisión de la que soy capaz. En un aparente intento de validar estos mecanismos, un personaje disfrazado del protagonista en Paris, Texas (1984) se baja el pantalón como Rüdiger Vogler en otra película de Wim Wenders, Kings of the road (1976), y permite descender a una tremenda boa sin ojos ni colmillos. ¡Que viva México!, parecen decir estas imágenes, no es burda ni simplona, sino heredera del Nuevo Cine Alemán, que revolucionó las imágenes en los setenta y ochenta. Me cuesta trabajo equiparar la argumentación antifascista de Germany in autumn (1978) con las caricaturas de Estrada pero soñar no cuesta.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

La distancia se manifiesta espontáneamente en la alegoría escuálida y el sentido del humor que parece atorado en los años 2000, cuando La ley de Herodes triunfó gracias a la consonancia tan subrayada con que los actores pronunciaban “¡pendejo!”. En ¡Que viva México! se suma al sabroso vocabulario nacional el glosario de la cuarta transformación: resuenan el frijol con gorgojo, la polarización, los fifís o la cartilla moral, pero el solo hecho de mencionar estas cosas imita el humor de la televisión, en vez de buscar un lenguaje distinto, más sofisticado, que el de los estilos comerciales. No basta hacer lo mismo de siempre en contra de nuevos blancos para hacer un cine revolucionario.

El gran crítico francés Serge Daney pensaba que el cine ni siquiera necesitaba abordar la política para ser subversivo, si perseguía la originalidad formal y marcaba así su distancia de los medios empleados por los poderosos para apaciguar a las sociedades. Estrada, comprometido con el pasado en algunas de las peores formas posibles, ha hecho con ¡Que viva México! la más reaccionaria de sus películas, pero no por atacar a un gobierno autoproclamado de izquierda, sino por sobajar a la mayoría pobre del país con estereotipos y por conservar el humor de televisora mexicana que simboliza la tradición de oprimir.

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Ya está en pantallas de cine mexicanas la nueva película del director de La ley de Herodes, que narra el reencuentro de un personaje aspiracionista con su familia salvaje. Aunque Luis Estrada tiene como blanco el actual sexenio, mediante un sentido del humor anticuado, televisivo, termina golpeando sobre todo a la clase trabajadora.

Antes de los sillazos, el mérito: Luis Estrada es el raro cineasta mexicano que no le teme al pasado. Tras un largo desprestigio que aún no acaba, provocado por la colonización europea y estadounidense de nuestros gustos, el cine clásico mexicano ha encontrado en él un raro director que alude sin pena a los héroes de la cartelera nacional.

La ley de Herodes, por ejemplo, contiene un homenaje significativo: el protagonista, Juan Vargas (Damián Alcázar), engaña a un personaje estadounidense presentándose como Emilio Gabriel Fernández Figueroa. Por un lado Estrada mezcla los nombres del director y el cinefotógrafo de Pueblerina (1949), pero además está recordando una alusión idéntica que hizo John Ford en The Searchers (1956): John Wayne se topa con un personaje llamado igual. Quizá por ello Juan concluye, al finalizar la escena, que “¡los mexicanos somos más chingones!”. Importa notar también que el gringo aventajado por Juan es un estereotipo recurrente en el cine mexicano de los años treinta y cuarenta que aparece en la emblemática Allá en el rancho grande (1936) o en la forma de una irresistible prima lejana en Los tres García (1947). El mexicano se chinga a los gringos —pensando en la terminología de Octavio Paz, citado por Estrada en la prensa— ridiculizándolos, engañándolos o con mayor literalidad.

Pero por otra parte, más que estar consciente del pasado, Estrada pareciera venir de él. Sus imágenes del México actual deforman nuestros pueblos y calles hasta parecer una locación de Ismael Rodríguez. Ahí viven alcaldes corruptos, teporochos, madamas y padrotes, trabajadoras sexuales, esposas infieles: una colección de duendes arteros que pareciera fabulada por los gringos que ataca el director, o por la burguesía local, que lleva siglos imaginando a la mexicanidad como huaraches y balaceras, familias golpeadas por un padre borracho. A Paz se le acusa de lo mismo por su Laberinto de la soledad y, sin embargo, cineastas como Alejandro González Iñárritu y Estrada siguen recurriendo a su texto anticuado en busca de una generalización que exprese con elocuencia los prejuicios de su clase. Es ese el pasado en el que vive Luis Estrada: uno donde los viejos lugares comunes e insultos de una élite nacionalista —“por eso estamos como estamos”, “los mexicanos son cangrejos en una cubeta”, “indios patarrajada”— minimizan su propio abuso y encuentran en los de abajo la raíz hedionda que pudre a la patria.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

En La ley de Herodes (1999), crónica amarga del priisimo; Un mundo maravilloso (2006) y El infierno (2010), que acusan la desigualdad y la violencia en los años del PAN, y ahora ¡Que viva México! (2023), un asalto contra el obradorismo, el imaginario de Estrada se ha expresado mediante estereotipos, pero lo que antes fue una obediencia ambigua a frases que uno espera del tío reaccionario en una fiesta, se ha convertido en una película de tres horas cuya argumentación es casi tan ofensiva por su pobreza estética como por su racismo, clasismo y transfobia. En otras palabras, Estrada siempre ha golpeado al poder político, aunque no por eso ha evitado caricaturizar a los pobres; sin embargo en ¡Que viva México! parece ponerse del lado del poder económico para encontrar en los miembros más vulnerables de la sociedad una metáfora en contra del gobierno que dice representarlos.

La trama tiene como protagonista a Francisco Reyes (Alfonso Herrera), apodado, según la clase social, Fran o Pancho. Su mayor pesadilla, como lo evidencia la primera escena, es que se descubran sus raíces en la pobreza ahora que se ha infiltrado en la burguesía gracias a su trabajo en una fábrica, donde despide a trabajadores sin remordimiento. Sus temores brincan a la realidad cuando su abuelo muere y Mari (Ana de la Reguera), su esposa hueca pero rellena de codicia e insultos clasistas, le insiste a Pancho en ir a su pueblo a ver qué herencia le dejó. El reencuentro con su familia salvaje y pedorra —ya ahondaré en eso— incita entusiasmo pero también envidia.

La pobreza no es sinónimo de santidad, ni la riqueza de sadismo, pero Estrada emplea la caricatura en contra de los personajes con desigualdad: los ricos, aunque misóginos, abusivos, intolerantes e ignorantes —acusan a Andrés Manuel López Obrador de comunista—, aparecen apenas a cuadro y exigen mayor simpatía del público al ser acosados por la familia Reyes. Estrada recurre a un esquema similar al de Nuevo orden (2020), en la que vemos algunas acusaciones lanzadas contra la clase dominante pero la mayoría del metraje muestra a sus miembros más inocentes torturados por militares morenos a causa de manifestantes también morenos que se comportan como bestias. En el momento más despiadado, la familia le dice a Pancho, representante de la clase que asciende desde la pobreza: “Tu fracaso es nuestra felicidad”.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

Esta frase representa todo el humor de la película porque no es alegórica sino obvia. Es claro que Estrada parte de la ya cantada idea de la polarización en México para hablar del rencor entre clases, pero más allá de un pleito entre dos extremos azuzados por una figura patriarcal, ¡Que viva México! no tiene mucho que decir de este sexenio en cuanto a sus fracasos más preocupantes. Nada hay de los asesinatos de activistas, de las concesiones neoliberales a empresas explotadoras, o siquiera de la militarización y los destapes al estilo priista. En ocasiones hay golpes directos, aunque simples, en la forma de un tío de Pancho, el alcalde del pueblo, que admite haber brincado de partido en partido hasta llegar a Morena, cuyo sexenio ha acabado con la corrupción. Más adelante aceptará un soborno. Hacia el final de la película, como si hubiera contribuido al guion Gilberto Lozano, el líder de la organización ultraderechista FRENA, veremos un anuncio espectacular que ofrece con temor la leyenda: AMLO 2024-2030.

Lo que Estrada observa con más atención es la familia de Pancho, estereotipada y repugnante, como queda claro viendo al padre hipócrita, Rosendo (Damián Alcázar); la madre abnegada, Dolores (Ana Martín); el hermano con aparentes deficiencias intelectuales, Rosendito (Joaquín Cossio), o los muchos otros cartones entre los que destacan un narcotraficante, una mujer seductora y una mujer trans. Todos se refieren a esta última por su nombre anterior a la transición y el director le da una honorable escena en la que produce el más notorio de muchos chistes de pedos que describen el pensamiento de Estrada con mayor precisión de la que soy capaz. En un aparente intento de validar estos mecanismos, un personaje disfrazado del protagonista en Paris, Texas (1984) se baja el pantalón como Rüdiger Vogler en otra película de Wim Wenders, Kings of the road (1976), y permite descender a una tremenda boa sin ojos ni colmillos. ¡Que viva México!, parecen decir estas imágenes, no es burda ni simplona, sino heredera del Nuevo Cine Alemán, que revolucionó las imágenes en los setenta y ochenta. Me cuesta trabajo equiparar la argumentación antifascista de Germany in autumn (1978) con las caricaturas de Estrada pero soñar no cuesta.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

La distancia se manifiesta espontáneamente en la alegoría escuálida y el sentido del humor que parece atorado en los años 2000, cuando La ley de Herodes triunfó gracias a la consonancia tan subrayada con que los actores pronunciaban “¡pendejo!”. En ¡Que viva México! se suma al sabroso vocabulario nacional el glosario de la cuarta transformación: resuenan el frijol con gorgojo, la polarización, los fifís o la cartilla moral, pero el solo hecho de mencionar estas cosas imita el humor de la televisión, en vez de buscar un lenguaje distinto, más sofisticado, que el de los estilos comerciales. No basta hacer lo mismo de siempre en contra de nuevos blancos para hacer un cine revolucionario.

El gran crítico francés Serge Daney pensaba que el cine ni siquiera necesitaba abordar la política para ser subversivo, si perseguía la originalidad formal y marcaba así su distancia de los medios empleados por los poderosos para apaciguar a las sociedades. Estrada, comprometido con el pasado en algunas de las peores formas posibles, ha hecho con ¡Que viva México! la más reaccionaria de sus películas, pero no por atacar a un gobierno autoproclamado de izquierda, sino por sobajar a la mayoría pobre del país con estereotipos y por conservar el humor de televisora mexicana que simboliza la tradición de oprimir.

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Ya está en pantallas de cine mexicanas la nueva película del director de La ley de Herodes, que narra el reencuentro de un personaje aspiracionista con su familia salvaje. Aunque Luis Estrada tiene como blanco el actual sexenio, mediante un sentido del humor anticuado, televisivo, termina golpeando sobre todo a la clase trabajadora.

Antes de los sillazos, el mérito: Luis Estrada es el raro cineasta mexicano que no le teme al pasado. Tras un largo desprestigio que aún no acaba, provocado por la colonización europea y estadounidense de nuestros gustos, el cine clásico mexicano ha encontrado en él un raro director que alude sin pena a los héroes de la cartelera nacional.

La ley de Herodes, por ejemplo, contiene un homenaje significativo: el protagonista, Juan Vargas (Damián Alcázar), engaña a un personaje estadounidense presentándose como Emilio Gabriel Fernández Figueroa. Por un lado Estrada mezcla los nombres del director y el cinefotógrafo de Pueblerina (1949), pero además está recordando una alusión idéntica que hizo John Ford en The Searchers (1956): John Wayne se topa con un personaje llamado igual. Quizá por ello Juan concluye, al finalizar la escena, que “¡los mexicanos somos más chingones!”. Importa notar también que el gringo aventajado por Juan es un estereotipo recurrente en el cine mexicano de los años treinta y cuarenta que aparece en la emblemática Allá en el rancho grande (1936) o en la forma de una irresistible prima lejana en Los tres García (1947). El mexicano se chinga a los gringos —pensando en la terminología de Octavio Paz, citado por Estrada en la prensa— ridiculizándolos, engañándolos o con mayor literalidad.

Pero por otra parte, más que estar consciente del pasado, Estrada pareciera venir de él. Sus imágenes del México actual deforman nuestros pueblos y calles hasta parecer una locación de Ismael Rodríguez. Ahí viven alcaldes corruptos, teporochos, madamas y padrotes, trabajadoras sexuales, esposas infieles: una colección de duendes arteros que pareciera fabulada por los gringos que ataca el director, o por la burguesía local, que lleva siglos imaginando a la mexicanidad como huaraches y balaceras, familias golpeadas por un padre borracho. A Paz se le acusa de lo mismo por su Laberinto de la soledad y, sin embargo, cineastas como Alejandro González Iñárritu y Estrada siguen recurriendo a su texto anticuado en busca de una generalización que exprese con elocuencia los prejuicios de su clase. Es ese el pasado en el que vive Luis Estrada: uno donde los viejos lugares comunes e insultos de una élite nacionalista —“por eso estamos como estamos”, “los mexicanos son cangrejos en una cubeta”, “indios patarrajada”— minimizan su propio abuso y encuentran en los de abajo la raíz hedionda que pudre a la patria.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

En La ley de Herodes (1999), crónica amarga del priisimo; Un mundo maravilloso (2006) y El infierno (2010), que acusan la desigualdad y la violencia en los años del PAN, y ahora ¡Que viva México! (2023), un asalto contra el obradorismo, el imaginario de Estrada se ha expresado mediante estereotipos, pero lo que antes fue una obediencia ambigua a frases que uno espera del tío reaccionario en una fiesta, se ha convertido en una película de tres horas cuya argumentación es casi tan ofensiva por su pobreza estética como por su racismo, clasismo y transfobia. En otras palabras, Estrada siempre ha golpeado al poder político, aunque no por eso ha evitado caricaturizar a los pobres; sin embargo en ¡Que viva México! parece ponerse del lado del poder económico para encontrar en los miembros más vulnerables de la sociedad una metáfora en contra del gobierno que dice representarlos.

La trama tiene como protagonista a Francisco Reyes (Alfonso Herrera), apodado, según la clase social, Fran o Pancho. Su mayor pesadilla, como lo evidencia la primera escena, es que se descubran sus raíces en la pobreza ahora que se ha infiltrado en la burguesía gracias a su trabajo en una fábrica, donde despide a trabajadores sin remordimiento. Sus temores brincan a la realidad cuando su abuelo muere y Mari (Ana de la Reguera), su esposa hueca pero rellena de codicia e insultos clasistas, le insiste a Pancho en ir a su pueblo a ver qué herencia le dejó. El reencuentro con su familia salvaje y pedorra —ya ahondaré en eso— incita entusiasmo pero también envidia.

La pobreza no es sinónimo de santidad, ni la riqueza de sadismo, pero Estrada emplea la caricatura en contra de los personajes con desigualdad: los ricos, aunque misóginos, abusivos, intolerantes e ignorantes —acusan a Andrés Manuel López Obrador de comunista—, aparecen apenas a cuadro y exigen mayor simpatía del público al ser acosados por la familia Reyes. Estrada recurre a un esquema similar al de Nuevo orden (2020), en la que vemos algunas acusaciones lanzadas contra la clase dominante pero la mayoría del metraje muestra a sus miembros más inocentes torturados por militares morenos a causa de manifestantes también morenos que se comportan como bestias. En el momento más despiadado, la familia le dice a Pancho, representante de la clase que asciende desde la pobreza: “Tu fracaso es nuestra felicidad”.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

Esta frase representa todo el humor de la película porque no es alegórica sino obvia. Es claro que Estrada parte de la ya cantada idea de la polarización en México para hablar del rencor entre clases, pero más allá de un pleito entre dos extremos azuzados por una figura patriarcal, ¡Que viva México! no tiene mucho que decir de este sexenio en cuanto a sus fracasos más preocupantes. Nada hay de los asesinatos de activistas, de las concesiones neoliberales a empresas explotadoras, o siquiera de la militarización y los destapes al estilo priista. En ocasiones hay golpes directos, aunque simples, en la forma de un tío de Pancho, el alcalde del pueblo, que admite haber brincado de partido en partido hasta llegar a Morena, cuyo sexenio ha acabado con la corrupción. Más adelante aceptará un soborno. Hacia el final de la película, como si hubiera contribuido al guion Gilberto Lozano, el líder de la organización ultraderechista FRENA, veremos un anuncio espectacular que ofrece con temor la leyenda: AMLO 2024-2030.

Lo que Estrada observa con más atención es la familia de Pancho, estereotipada y repugnante, como queda claro viendo al padre hipócrita, Rosendo (Damián Alcázar); la madre abnegada, Dolores (Ana Martín); el hermano con aparentes deficiencias intelectuales, Rosendito (Joaquín Cossio), o los muchos otros cartones entre los que destacan un narcotraficante, una mujer seductora y una mujer trans. Todos se refieren a esta última por su nombre anterior a la transición y el director le da una honorable escena en la que produce el más notorio de muchos chistes de pedos que describen el pensamiento de Estrada con mayor precisión de la que soy capaz. En un aparente intento de validar estos mecanismos, un personaje disfrazado del protagonista en Paris, Texas (1984) se baja el pantalón como Rüdiger Vogler en otra película de Wim Wenders, Kings of the road (1976), y permite descender a una tremenda boa sin ojos ni colmillos. ¡Que viva México!, parecen decir estas imágenes, no es burda ni simplona, sino heredera del Nuevo Cine Alemán, que revolucionó las imágenes en los setenta y ochenta. Me cuesta trabajo equiparar la argumentación antifascista de Germany in autumn (1978) con las caricaturas de Estrada pero soñar no cuesta.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

La distancia se manifiesta espontáneamente en la alegoría escuálida y el sentido del humor que parece atorado en los años 2000, cuando La ley de Herodes triunfó gracias a la consonancia tan subrayada con que los actores pronunciaban “¡pendejo!”. En ¡Que viva México! se suma al sabroso vocabulario nacional el glosario de la cuarta transformación: resuenan el frijol con gorgojo, la polarización, los fifís o la cartilla moral, pero el solo hecho de mencionar estas cosas imita el humor de la televisión, en vez de buscar un lenguaje distinto, más sofisticado, que el de los estilos comerciales. No basta hacer lo mismo de siempre en contra de nuevos blancos para hacer un cine revolucionario.

El gran crítico francés Serge Daney pensaba que el cine ni siquiera necesitaba abordar la política para ser subversivo, si perseguía la originalidad formal y marcaba así su distancia de los medios empleados por los poderosos para apaciguar a las sociedades. Estrada, comprometido con el pasado en algunas de las peores formas posibles, ha hecho con ¡Que viva México! la más reaccionaria de sus películas, pero no por atacar a un gobierno autoproclamado de izquierda, sino por sobajar a la mayoría pobre del país con estereotipos y por conservar el humor de televisora mexicana que simboliza la tradición de oprimir.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.
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<i>¡Que viva México!</i>, de Luis Estrada, ataca más a los pobres que a la presidencia

<i>¡Que viva México!</i>, de Luis Estrada, ataca más a los pobres que a la presidencia

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Ya está en pantallas de cine mexicanas la nueva película del director de La ley de Herodes, que narra el reencuentro de un personaje aspiracionista con su familia salvaje. Aunque Luis Estrada tiene como blanco el actual sexenio, mediante un sentido del humor anticuado, televisivo, termina golpeando sobre todo a la clase trabajadora.

Antes de los sillazos, el mérito: Luis Estrada es el raro cineasta mexicano que no le teme al pasado. Tras un largo desprestigio que aún no acaba, provocado por la colonización europea y estadounidense de nuestros gustos, el cine clásico mexicano ha encontrado en él un raro director que alude sin pena a los héroes de la cartelera nacional.

La ley de Herodes, por ejemplo, contiene un homenaje significativo: el protagonista, Juan Vargas (Damián Alcázar), engaña a un personaje estadounidense presentándose como Emilio Gabriel Fernández Figueroa. Por un lado Estrada mezcla los nombres del director y el cinefotógrafo de Pueblerina (1949), pero además está recordando una alusión idéntica que hizo John Ford en The Searchers (1956): John Wayne se topa con un personaje llamado igual. Quizá por ello Juan concluye, al finalizar la escena, que “¡los mexicanos somos más chingones!”. Importa notar también que el gringo aventajado por Juan es un estereotipo recurrente en el cine mexicano de los años treinta y cuarenta que aparece en la emblemática Allá en el rancho grande (1936) o en la forma de una irresistible prima lejana en Los tres García (1947). El mexicano se chinga a los gringos —pensando en la terminología de Octavio Paz, citado por Estrada en la prensa— ridiculizándolos, engañándolos o con mayor literalidad.

Pero por otra parte, más que estar consciente del pasado, Estrada pareciera venir de él. Sus imágenes del México actual deforman nuestros pueblos y calles hasta parecer una locación de Ismael Rodríguez. Ahí viven alcaldes corruptos, teporochos, madamas y padrotes, trabajadoras sexuales, esposas infieles: una colección de duendes arteros que pareciera fabulada por los gringos que ataca el director, o por la burguesía local, que lleva siglos imaginando a la mexicanidad como huaraches y balaceras, familias golpeadas por un padre borracho. A Paz se le acusa de lo mismo por su Laberinto de la soledad y, sin embargo, cineastas como Alejandro González Iñárritu y Estrada siguen recurriendo a su texto anticuado en busca de una generalización que exprese con elocuencia los prejuicios de su clase. Es ese el pasado en el que vive Luis Estrada: uno donde los viejos lugares comunes e insultos de una élite nacionalista —“por eso estamos como estamos”, “los mexicanos son cangrejos en una cubeta”, “indios patarrajada”— minimizan su propio abuso y encuentran en los de abajo la raíz hedionda que pudre a la patria.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

En La ley de Herodes (1999), crónica amarga del priisimo; Un mundo maravilloso (2006) y El infierno (2010), que acusan la desigualdad y la violencia en los años del PAN, y ahora ¡Que viva México! (2023), un asalto contra el obradorismo, el imaginario de Estrada se ha expresado mediante estereotipos, pero lo que antes fue una obediencia ambigua a frases que uno espera del tío reaccionario en una fiesta, se ha convertido en una película de tres horas cuya argumentación es casi tan ofensiva por su pobreza estética como por su racismo, clasismo y transfobia. En otras palabras, Estrada siempre ha golpeado al poder político, aunque no por eso ha evitado caricaturizar a los pobres; sin embargo en ¡Que viva México! parece ponerse del lado del poder económico para encontrar en los miembros más vulnerables de la sociedad una metáfora en contra del gobierno que dice representarlos.

La trama tiene como protagonista a Francisco Reyes (Alfonso Herrera), apodado, según la clase social, Fran o Pancho. Su mayor pesadilla, como lo evidencia la primera escena, es que se descubran sus raíces en la pobreza ahora que se ha infiltrado en la burguesía gracias a su trabajo en una fábrica, donde despide a trabajadores sin remordimiento. Sus temores brincan a la realidad cuando su abuelo muere y Mari (Ana de la Reguera), su esposa hueca pero rellena de codicia e insultos clasistas, le insiste a Pancho en ir a su pueblo a ver qué herencia le dejó. El reencuentro con su familia salvaje y pedorra —ya ahondaré en eso— incita entusiasmo pero también envidia.

La pobreza no es sinónimo de santidad, ni la riqueza de sadismo, pero Estrada emplea la caricatura en contra de los personajes con desigualdad: los ricos, aunque misóginos, abusivos, intolerantes e ignorantes —acusan a Andrés Manuel López Obrador de comunista—, aparecen apenas a cuadro y exigen mayor simpatía del público al ser acosados por la familia Reyes. Estrada recurre a un esquema similar al de Nuevo orden (2020), en la que vemos algunas acusaciones lanzadas contra la clase dominante pero la mayoría del metraje muestra a sus miembros más inocentes torturados por militares morenos a causa de manifestantes también morenos que se comportan como bestias. En el momento más despiadado, la familia le dice a Pancho, representante de la clase que asciende desde la pobreza: “Tu fracaso es nuestra felicidad”.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

Esta frase representa todo el humor de la película porque no es alegórica sino obvia. Es claro que Estrada parte de la ya cantada idea de la polarización en México para hablar del rencor entre clases, pero más allá de un pleito entre dos extremos azuzados por una figura patriarcal, ¡Que viva México! no tiene mucho que decir de este sexenio en cuanto a sus fracasos más preocupantes. Nada hay de los asesinatos de activistas, de las concesiones neoliberales a empresas explotadoras, o siquiera de la militarización y los destapes al estilo priista. En ocasiones hay golpes directos, aunque simples, en la forma de un tío de Pancho, el alcalde del pueblo, que admite haber brincado de partido en partido hasta llegar a Morena, cuyo sexenio ha acabado con la corrupción. Más adelante aceptará un soborno. Hacia el final de la película, como si hubiera contribuido al guion Gilberto Lozano, el líder de la organización ultraderechista FRENA, veremos un anuncio espectacular que ofrece con temor la leyenda: AMLO 2024-2030.

Lo que Estrada observa con más atención es la familia de Pancho, estereotipada y repugnante, como queda claro viendo al padre hipócrita, Rosendo (Damián Alcázar); la madre abnegada, Dolores (Ana Martín); el hermano con aparentes deficiencias intelectuales, Rosendito (Joaquín Cossio), o los muchos otros cartones entre los que destacan un narcotraficante, una mujer seductora y una mujer trans. Todos se refieren a esta última por su nombre anterior a la transición y el director le da una honorable escena en la que produce el más notorio de muchos chistes de pedos que describen el pensamiento de Estrada con mayor precisión de la que soy capaz. En un aparente intento de validar estos mecanismos, un personaje disfrazado del protagonista en Paris, Texas (1984) se baja el pantalón como Rüdiger Vogler en otra película de Wim Wenders, Kings of the road (1976), y permite descender a una tremenda boa sin ojos ni colmillos. ¡Que viva México!, parecen decir estas imágenes, no es burda ni simplona, sino heredera del Nuevo Cine Alemán, que revolucionó las imágenes en los setenta y ochenta. Me cuesta trabajo equiparar la argumentación antifascista de Germany in autumn (1978) con las caricaturas de Estrada pero soñar no cuesta.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

La distancia se manifiesta espontáneamente en la alegoría escuálida y el sentido del humor que parece atorado en los años 2000, cuando La ley de Herodes triunfó gracias a la consonancia tan subrayada con que los actores pronunciaban “¡pendejo!”. En ¡Que viva México! se suma al sabroso vocabulario nacional el glosario de la cuarta transformación: resuenan el frijol con gorgojo, la polarización, los fifís o la cartilla moral, pero el solo hecho de mencionar estas cosas imita el humor de la televisión, en vez de buscar un lenguaje distinto, más sofisticado, que el de los estilos comerciales. No basta hacer lo mismo de siempre en contra de nuevos blancos para hacer un cine revolucionario.

El gran crítico francés Serge Daney pensaba que el cine ni siquiera necesitaba abordar la política para ser subversivo, si perseguía la originalidad formal y marcaba así su distancia de los medios empleados por los poderosos para apaciguar a las sociedades. Estrada, comprometido con el pasado en algunas de las peores formas posibles, ha hecho con ¡Que viva México! la más reaccionaria de sus películas, pero no por atacar a un gobierno autoproclamado de izquierda, sino por sobajar a la mayoría pobre del país con estereotipos y por conservar el humor de televisora mexicana que simboliza la tradición de oprimir.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.
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<i>¡Que viva México!</i>, de Luis Estrada, ataca más a los pobres que a la presidencia

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Ya está en pantallas de cine mexicanas la nueva película del director de La ley de Herodes, que narra el reencuentro de un personaje aspiracionista con su familia salvaje. Aunque Luis Estrada tiene como blanco el actual sexenio, mediante un sentido del humor anticuado, televisivo, termina golpeando sobre todo a la clase trabajadora.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Antes de los sillazos, el mérito: Luis Estrada es el raro cineasta mexicano que no le teme al pasado. Tras un largo desprestigio que aún no acaba, provocado por la colonización europea y estadounidense de nuestros gustos, el cine clásico mexicano ha encontrado en él un raro director que alude sin pena a los héroes de la cartelera nacional.

La ley de Herodes, por ejemplo, contiene un homenaje significativo: el protagonista, Juan Vargas (Damián Alcázar), engaña a un personaje estadounidense presentándose como Emilio Gabriel Fernández Figueroa. Por un lado Estrada mezcla los nombres del director y el cinefotógrafo de Pueblerina (1949), pero además está recordando una alusión idéntica que hizo John Ford en The Searchers (1956): John Wayne se topa con un personaje llamado igual. Quizá por ello Juan concluye, al finalizar la escena, que “¡los mexicanos somos más chingones!”. Importa notar también que el gringo aventajado por Juan es un estereotipo recurrente en el cine mexicano de los años treinta y cuarenta que aparece en la emblemática Allá en el rancho grande (1936) o en la forma de una irresistible prima lejana en Los tres García (1947). El mexicano se chinga a los gringos —pensando en la terminología de Octavio Paz, citado por Estrada en la prensa— ridiculizándolos, engañándolos o con mayor literalidad.

Pero por otra parte, más que estar consciente del pasado, Estrada pareciera venir de él. Sus imágenes del México actual deforman nuestros pueblos y calles hasta parecer una locación de Ismael Rodríguez. Ahí viven alcaldes corruptos, teporochos, madamas y padrotes, trabajadoras sexuales, esposas infieles: una colección de duendes arteros que pareciera fabulada por los gringos que ataca el director, o por la burguesía local, que lleva siglos imaginando a la mexicanidad como huaraches y balaceras, familias golpeadas por un padre borracho. A Paz se le acusa de lo mismo por su Laberinto de la soledad y, sin embargo, cineastas como Alejandro González Iñárritu y Estrada siguen recurriendo a su texto anticuado en busca de una generalización que exprese con elocuencia los prejuicios de su clase. Es ese el pasado en el que vive Luis Estrada: uno donde los viejos lugares comunes e insultos de una élite nacionalista —“por eso estamos como estamos”, “los mexicanos son cangrejos en una cubeta”, “indios patarrajada”— minimizan su propio abuso y encuentran en los de abajo la raíz hedionda que pudre a la patria.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

En La ley de Herodes (1999), crónica amarga del priisimo; Un mundo maravilloso (2006) y El infierno (2010), que acusan la desigualdad y la violencia en los años del PAN, y ahora ¡Que viva México! (2023), un asalto contra el obradorismo, el imaginario de Estrada se ha expresado mediante estereotipos, pero lo que antes fue una obediencia ambigua a frases que uno espera del tío reaccionario en una fiesta, se ha convertido en una película de tres horas cuya argumentación es casi tan ofensiva por su pobreza estética como por su racismo, clasismo y transfobia. En otras palabras, Estrada siempre ha golpeado al poder político, aunque no por eso ha evitado caricaturizar a los pobres; sin embargo en ¡Que viva México! parece ponerse del lado del poder económico para encontrar en los miembros más vulnerables de la sociedad una metáfora en contra del gobierno que dice representarlos.

La trama tiene como protagonista a Francisco Reyes (Alfonso Herrera), apodado, según la clase social, Fran o Pancho. Su mayor pesadilla, como lo evidencia la primera escena, es que se descubran sus raíces en la pobreza ahora que se ha infiltrado en la burguesía gracias a su trabajo en una fábrica, donde despide a trabajadores sin remordimiento. Sus temores brincan a la realidad cuando su abuelo muere y Mari (Ana de la Reguera), su esposa hueca pero rellena de codicia e insultos clasistas, le insiste a Pancho en ir a su pueblo a ver qué herencia le dejó. El reencuentro con su familia salvaje y pedorra —ya ahondaré en eso— incita entusiasmo pero también envidia.

La pobreza no es sinónimo de santidad, ni la riqueza de sadismo, pero Estrada emplea la caricatura en contra de los personajes con desigualdad: los ricos, aunque misóginos, abusivos, intolerantes e ignorantes —acusan a Andrés Manuel López Obrador de comunista—, aparecen apenas a cuadro y exigen mayor simpatía del público al ser acosados por la familia Reyes. Estrada recurre a un esquema similar al de Nuevo orden (2020), en la que vemos algunas acusaciones lanzadas contra la clase dominante pero la mayoría del metraje muestra a sus miembros más inocentes torturados por militares morenos a causa de manifestantes también morenos que se comportan como bestias. En el momento más despiadado, la familia le dice a Pancho, representante de la clase que asciende desde la pobreza: “Tu fracaso es nuestra felicidad”.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

Esta frase representa todo el humor de la película porque no es alegórica sino obvia. Es claro que Estrada parte de la ya cantada idea de la polarización en México para hablar del rencor entre clases, pero más allá de un pleito entre dos extremos azuzados por una figura patriarcal, ¡Que viva México! no tiene mucho que decir de este sexenio en cuanto a sus fracasos más preocupantes. Nada hay de los asesinatos de activistas, de las concesiones neoliberales a empresas explotadoras, o siquiera de la militarización y los destapes al estilo priista. En ocasiones hay golpes directos, aunque simples, en la forma de un tío de Pancho, el alcalde del pueblo, que admite haber brincado de partido en partido hasta llegar a Morena, cuyo sexenio ha acabado con la corrupción. Más adelante aceptará un soborno. Hacia el final de la película, como si hubiera contribuido al guion Gilberto Lozano, el líder de la organización ultraderechista FRENA, veremos un anuncio espectacular que ofrece con temor la leyenda: AMLO 2024-2030.

Lo que Estrada observa con más atención es la familia de Pancho, estereotipada y repugnante, como queda claro viendo al padre hipócrita, Rosendo (Damián Alcázar); la madre abnegada, Dolores (Ana Martín); el hermano con aparentes deficiencias intelectuales, Rosendito (Joaquín Cossio), o los muchos otros cartones entre los que destacan un narcotraficante, una mujer seductora y una mujer trans. Todos se refieren a esta última por su nombre anterior a la transición y el director le da una honorable escena en la que produce el más notorio de muchos chistes de pedos que describen el pensamiento de Estrada con mayor precisión de la que soy capaz. En un aparente intento de validar estos mecanismos, un personaje disfrazado del protagonista en Paris, Texas (1984) se baja el pantalón como Rüdiger Vogler en otra película de Wim Wenders, Kings of the road (1976), y permite descender a una tremenda boa sin ojos ni colmillos. ¡Que viva México!, parecen decir estas imágenes, no es burda ni simplona, sino heredera del Nuevo Cine Alemán, que revolucionó las imágenes en los setenta y ochenta. Me cuesta trabajo equiparar la argumentación antifascista de Germany in autumn (1978) con las caricaturas de Estrada pero soñar no cuesta.

¡Qué viva México! (2023), de Luis Estrada.

La distancia se manifiesta espontáneamente en la alegoría escuálida y el sentido del humor que parece atorado en los años 2000, cuando La ley de Herodes triunfó gracias a la consonancia tan subrayada con que los actores pronunciaban “¡pendejo!”. En ¡Que viva México! se suma al sabroso vocabulario nacional el glosario de la cuarta transformación: resuenan el frijol con gorgojo, la polarización, los fifís o la cartilla moral, pero el solo hecho de mencionar estas cosas imita el humor de la televisión, en vez de buscar un lenguaje distinto, más sofisticado, que el de los estilos comerciales. No basta hacer lo mismo de siempre en contra de nuevos blancos para hacer un cine revolucionario.

El gran crítico francés Serge Daney pensaba que el cine ni siquiera necesitaba abordar la política para ser subversivo, si perseguía la originalidad formal y marcaba así su distancia de los medios empleados por los poderosos para apaciguar a las sociedades. Estrada, comprometido con el pasado en algunas de las peores formas posibles, ha hecho con ¡Que viva México! la más reaccionaria de sus películas, pero no por atacar a un gobierno autoproclamado de izquierda, sino por sobajar a la mayoría pobre del país con estereotipos y por conservar el humor de televisora mexicana que simboliza la tradición de oprimir.

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