Así se ve la Covid-19: Este grupo de radiólogos mira de frente a la enfermedad todos los días
Alejandra Ibarra Chaoul
Fotografía de Alex Reider
En el área de radiología no hay espacio para la tregua. Aquí los doctores interpretan la pandemia a partir de imágenes de pulmones infectados con lo que parecen ser pinceladas de acuarela en movimiento. Es el patrón de la Covid-19. Esta es la tercera entrega sobre lo que sucede al interior del hospital de Nutrición.
El coronavirus se ve como una acuarela en los pulmones, me explica la doctora Denny Lara Núñez, de 30 años, residente de cuarto año en el departamento de radiología, en Nutrición. Frente a la pantalla, tiene las imágenes de los pulmones de un paciente infectado con SARS-CoV2. La acuarela de la que habla se ve muy tenue, como pinceladas de blanco y gris a las orillas de los dos órganos. La mancha que aparece en cada lado, simétrica, tiene unos puntitos blancos esporádicos más opacos. Con el programa que usan, la doctora mueve la imagen y todas estas partículas nebulosas se mueven de arriba abajo como un caleidoscopio.
“Este es el patrón típico de Covid-19”, concluye.
Otra manera de describirlo sería como un cielo nublado con tonos grises de nubes sobrepuestas que presagia una tormenta. No puedo evitar que la representación gráfica de esta neblina que obstruye la respiración me parezca hermosa. Estoy aprendiendo que son los radiólogos los que capturan las imágenes de la enfermedad en los pulmones, entre otras cosas, y esta especialidad médica de la que sabía casi nada, empieza a resultarme fascinante.
“Siempre he visto a la Radiología como otro idioma”, dice Lara Núñez, y empieza a explicarme ese lenguaje de jeroglíficos modernos con los que encuentran diagnósticos.
“Puedo ver las imágenes que alguien más tomó, entenderlas, saber lo que estaba buscando y si encontró algo malo”. Cada captura de los aparatos médicos cuenta una historia. “Todos los radiólogos del mundo podemos entender qué está pasando ahí, pero nadie más.” Imagino a los radiólogos como niños que dibujaron mensajes secretos en papel con jugo de limón, a simple vista invisibles, pero accesibles para quien sepa que el mensaje se revela a contraluz.
Estamos en el cuarto donde normalmente trabajan los médicos radiólogos con cinco estaciones de trabajo, lejos de la zona de urgencias donde llegan pacientes contagiados con coronavirus. Cada una consiste de un escritorio con tres monitores. El de la izquierda, registra el reporte de los órganos de los pacientes, mientras que los dos de la derecha proyectan las imágenes que estudian. La luz de la habitación está apagada y sólo alumbran unos focos azules sobre las paredes, de abajo hacia arriba. Hay cuatro doctores al interior, cada uno enajenado frente a sus pantallas. Lo más parecido que he visto son financieros en estaciones de la bolsa de valores, calculando probabilidades para ganar dinero.
Aquí lo que calculan son probabilidades de supervivencia.
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Radiología ha cobrado un papel crucial en esta pandemia que, para el 3 de mayo, había cobrado dos mil 154 vidas en el país, según números oficiales. Al interior del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán —uno de los hospitales que se transformaron para atender la emergencia—, radiología quedó al 50% del personal después de que varios elementos tuvieran que irse a casa por temas de salud o edad avanzada.
Entre los restantes, capturan imágenes de los pulmones con dos metas. La primera, y más inmediata, es ayudar al equipo de medicina interna a saber qué tan grave está cada uno de sus pacientes infectados y monitorear su evolución. La segunda, es agregar y sistematizar información suficiente para entender qué factores pueden hacer que los pacientes empeoren. Cuando hablo con el equipo de radiólogos, el 28 de abril, han logrado capturar información de entre 500 y 600 pacientes, pero aún no es suficiente para tener resultados.
Además de las tomografías, los radiólogos también ayudan a los médicos a poner sondas de alimentación (tubitos que van de la nariz al estómago), catéteres (mangueritas insertadas en el cuello por las que entran medicamentos y suero) y a tomar radiografías de cada uno para cerciorarse de que la sonda no se vaya al pulmón o que los pacientes estén intubados correctamente. Antonio Hernández, radiólogo de 31 años, cuenta que “vamos a ayudarle a los doctores de medicina interna, que están atendiendo pacientes, a quitarles cargas para que puedan hacer lo que sólo ellos saben (cuándo administrar líquidos, qué medicinas poner, cuándo intubar), y tengan la mente despejada para enfocarse en lo que son expertos”.
Poner sondas y catéteres con el equipo de protección tampoco es fácil.
“Llevo tres años y medio viendo neumonías y neumonías feas”, explica Lara Núñez. Pero con su primer paciente con Covid-19 fue diferente: “vi la tomografía y estaba destruido su pulmón.” Así, viendo el daño, tuvo que entrar a poner un catéter.
Se puso tres guantes por el miedo a contagiarse. Empezó a hacer lo que normalmente realiza de manera mecánica, “y me encontré con algo que no me esperaba: primero, se me empezaron a empañar los goggles y no me podía tocar porque las manos ya las tenía contaminadas. Por donde pude ver, por los espacios a través de los goggles, lo hice. Estos pacientes respiran a una velocidad muy rápida porque tienen muy poco pulmón funcional, entonces se movía mucho y no entendía lo que pasaba. Teníamos una aguja en su cuello. Yo no veía. Estaba sudando, traía la bata encima, el aire acondicionado estaba apagado para no trasmitir el virus por ahí, estaba empapada. Cuando por fin lo logramos, me estaban temblando las piernas y lo brazos”.
Creyó que lo más fácil había pasado, pero “cuando me quité el equipo, me vino todo el estrés del mundo. En ese momento se te olvidan todas las capacitaciones. Me nublé”. La doctora se quitó todo sin seguir el orden que debía y corrió a lavarse tres veces todas las partes del cuerpo que se había tocado. “La primera vez, te puedo decir, que me contaminé toda. Fue horrible.”
Para entrar a terapia intensiva, donde toman las radiografías de los pacientes intubados, usan un carrito portátil que compró el hospital a mediados de abril. “Son unos carritos como de helados, más chiquitos”, me explica Hernández, “y tienen WiFi”. Eso les permite mandar al instante las radiografías desde terapia intensiva al cuarto de radiología de urgencias. En realidad, la distancia entre ambos cuartos es corta, se puede llegar en cuestión de tres minutos, pero salir y entrar implica volver a quitarse y ponerse todo el material de protección personal, lo que incrementa el riesgo de contagio y un desperdicio de material solo para verificar una imagen. En cambio, marcan por teléfono a sus compañeros y confirman si está bien tomada la placa.
Para tomarlas, el doctor pone una tableta sobre el paciente, se aleja un poco y un técnico radiólogo toma el control de encendido. Antes de presionar el botón con el que va a hacer la radiografía, “grita ‘¡va rayooo!’ y todo mundo corre a esconderse de la radiación, es chistoso”, cuenta Juan Alberto Garay Mora, de 31 años, otro médico de radiología.
Ahora está muy organizado el equipo de radiólogos y su función ante la pandemia es muy clara. Pero no siempre fue así. Durante la etapa de reconversión de Nutrición, hace semanas, recuerda Lara Núñez, “todo fue caótico”. Les avisaron que iban a vaciar el hospital y tenían que dar de alta a todos los pacientes. La cantidad de estudios se acumularon para poder estar vacíos y listos para cuando llegara el primer infectado. Trabajaron sin parar durante semanas y de repente todo paró.
“Nos quedamos en el limbo”, dice la doctora.
***
Cuando era niña, mi mamá nos leía a mi hermana y a mí unos libros que se llamaban Los Cinco (traducidos al español del título original The Famous Five). Era una serie de relatos de aventuras y misterios en las que se embarcaban cinco chicos. La colección estaba compuesta por Otra aventura de los Cinco, Los Cinco se ven en apuros, Los Cinco en peligro, y una larga lista de otras circunstancias parecidas. La semana pasada conocí a Los Cinco de Nutrición: un grupo de cuatro hombres y una mujer del staff junior de radiología, que se propusieron como voluntarios para entrar a urgencias y entender cómo evoluciona esta enfermedad en los pulmones. Son los médicos más jóvenes que se graduaron de sus cuatro años de residencia, donde cursaron la especialidad de Radiología, y fueron contratados por el hospital.
Todo empezó en los primeros días de la paulatina reconversión del hospital. A principios de marzo, dos radiólogos junior estaban haciendo un estudio, platicando en la consola de angiografía, donde analizan imágenes. Uno de ellos era Antonio Hernández; el otro, Alejandro Gabutti Thomas, de 33 años, que había regresado de un viaje a Italia un mes antes. Platicaron de cómo veían la situación y lo que le esperaba a México. Empezaron a idear qué podían hacer para adelantarse al problema, antes de que los agarrara en curva.
Se reunieron con otro doctor del staff, David Butrón, de 32 años. Empezaba la noche y bebían café. “Literal como cuando te sientas en una mesa redonda, empezamos con la lluvia de ideas”, recuerda Toño, como le llaman, “qué se va a necesitar, qué puede salir mal, cómo queremos trabajar”. Se sumaron dos médicos más: Mariana Licano Zubieta, de 33, y Juan Alberto Garay Mora, de 31 años. Al final, los cinco decidieron proponerse como voluntarios para cubrir el área de radiología dentro de la zona denominada como Urgencias COVID.
Les pregunto por qué decidieron entrar ahí. “Somos un grupo que prefiere tener el control”, responde con aplomo y voz grave. “Llevamos al menos seis años trabajando juntos. Sabemos que podemos confiar 100% en los otros cuatro”. Además, me dicen, los demás médicos contratados son mayores o tienen bebés en casa. “Nosotros no tenemos esas responsabilidades.” Quizá ante la falta de certeza, lo menos desconcertante para estos doctores fue adelantarse y plantarse frente al virus antes de que éste viniera por ellos.
Ninguno de los Cinco está dentro de las categorías de riesgo, pero comparten un miedo, un común denominador de preocupación: “que exista la mínima posibilidad de que tal vez no vuelvas a ver a tu familia”, dice Toño. Los Cinco son foráneos y todas sus familias están fuera de la Ciudad de México. Toño viene de Tamaulipas; Alejandro de Chiapas; Mariana de Chihuahua; Beto de San Luis Potosí y David de Hidalgo. “Tú sabes que, si tu mamá, tu hermano, se enferman y caen en el hospital, puede que ya no los veas”, agrega esta vez con una voz menos dura.
Presentaron el plan a la jefa del departamento, la Dra. Mónica Chapa Ibargüengoitia, el 17 de marzo. Consistía en que los Cinco entrarían como voluntarios al área de radiología en Urgencias COVID, a tomar imágenes de los pulmones y asistir a los médicos internistas. Mientras no fuera necesario, los residentes se quedarían afuera en el área de consulta externa. Chapa Ibargüengoitia, quien llevaba aproximadamente medio año como jefa del departamento cuando estalló la pandemia, aprobó el plan. “Me ha tocado tomar decisiones padres y ver quién reacciona bien y quién se apanica”, diría después Chapa Ibargüengoitia en entrevista. “Conoces mejor a las personas. No se trata de ser temerarios, es lo que te toca y ya.”
«En la etapa actual que vive México, la Fase de contagio comunitario, las personas están llegando con síntomas muy avanzados. Muchos requieren intubación y el espacio es escaso.»
Una vez en urgencias, los Cinco decidieron juntar información de las imágenes de los pulmones con Covid-19 en una base de datos. En otros países del mundo ya se habían publicado artículos sobre los patrones de la enfermedad: cómo se veía y qué se sabía hasta entonces. Cada uno del grupo leyó todo lo que pudo durante una semana y se reunieron por Zoom. Discutieron hallazgos y decidieron diseñar una base de datos donde, además de registrar lo que observaban en los pulmones, capturaran variables demográficas del paciente y variables clínicas de los síntomas. La base de datos, actualizable en tiempo real sobre un Google Drive, empezó con 10 variables. Ahora tiene más de 20.
Chapa Ibargüengoitia, con una maestría en Ciencias Médicas, los asesoró para definir las variables y cómo registrarlas. A los residentes, quienes están estudiando su especializad desde el primer hasta el cuarto año, les hicieron una plantilla para llenarla con la misma información de manera estandarizada.
La única manera de diagnosticar Covid-19 es mediante una prueba de laboratorio validada por el Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (InDRE). Para realizarla hay que tomar una muestra de nariz o garganta y mandarla al laboratorio. Sin embargo, alrededor del mundo y en México, hay escasez de pruebas. Cuando Nutrición no tenía suficientes para diagnosticar, los radiólogos de Nutrición se preguntaron si una tomografía podía tener las respuestas.
Empezaron a documentar qué casos consideraban positivos basándose solo en las imágenes del pulmón. Para el 8 de abril, tenían 300 tomografías (no todas correspondían a pacientes nuevos, el 10% eran de pacientes repetidos para ver su evolución). Al momento que tuvieron los resultados de las pruebas validadas por el InDRE, con confirmación de Covid-19, las compararon con sus propios resultados. Y coincidió en un 90% de los diagnósticos positivos. Era el principio de la pandemia en México y su sistema de detección era casi perfecto.
A pesar de que China y otros países europeos habían empezado a crear sus propias bases de datos con información de resultados de imagen, “somos pioneros en proactividad e iniciativa en México y Latinoamérica”, dice Beto, orgulloso. “Incluso la Secretaría de Salud les pidió que compartieran sus hallazgos para mandarlos a otros hospitales”, explica Chapa Ibargüengoitia. La idea era que otros hospitales sin suficientes pruebas de diagnóstico pudieran usar el método de imagen para saber qué pacientes tenían Covid-19 y así darles el tratamiento indicado. Sin embargo, muchos hospitales en el país no sólo no tienen pruebas para diagnosticar, tampoco tienen un tomógrafo en urgencias como Nutrición. Algunos más no tienen ni uno.
El grupo ha documentado dos cosas: qué tan dañado está el pulmón y qué tanto coincide con el patrón de la enfermedad en los pulmones. Las categorías de afectación son: negativa, leve (de 0 a 20% del pulmón está dañado), moderada (20 a 50%) y severa (50% o más). En cuanto al patrón, si este coincide o no, los criterios que establecieron son cuatro: negativo, típico (claramente Covid-19), indeterminado (cuando no queda claro) y no compatible (cuando el pulmón está dañado, pero por otra causa como hongos o bacterias).
Al ser una enfermedad tan nueva, agregar información de síntomas y evolución puede resultar crucial para empezar a entenderla. Pero aún es temprano para tener resultados confiables. En términos estadísticos, 500 observaciones no son suficientes. Conforme tengan más casos, planean publicar un artículo de investigación para la comunidad médica.
Conforme avanza la pandemia, se volvió insuficiente el arreglo donde sólo los Cinco y los técnicos atenderían radiología de Urgencias COVID. Ahora tres están adentro y dos analizan las imágenes remotamente desde casa. Tienen que alternarse para que, si uno se contagia, no se enfermen todos. A partir del 28 de abril, mientras alcanzamos el pico de la pandemia en México y el hospital se llena de más pacientes cada vez, empezaron a llamar a los médicos residentes a hacer guardias.
“Todos tienen miedo de ir porque sabes lo que tienen ahí adentro”, me explica la doctora Lara Núñez, una de las residentes a las que ya convocaron. “Me pasó en una guardia. Acabo de ver la tomografía. Ya vi lo que tiene en el pulmón y aun así estás metido ahí una hora con ese paciente, intentándole poner un catéter o tomándole una radiografía, y tú sabes que estás respirando lo que esa persona está exhalando, que es puro virus.”
***
Acordé una cita con tres miembros del grupo para entrar al cuarto de médicos radiólogos de Urgencias COVID. Es un 28 de abril, pasadas las 15:00 horas, y corre el turno de la tarde al interior del hospital. “Tuvimos que ampliarlo”, me dice Beto, “antes solo teníamos dos escritorios”. Ahora hay tres, con tres pantallas cada uno. La habitación es estrecha, oscura como el cuarto de radiología de consulta externa, y tiene una ventana cuadrada con vidrio grueso por donde se puede ver la sala de estudios.
Al centro está el tomógrafo de emergencias: un aparato blanco y grande, con una tabla angosta como una cama, donde se recuestan los pacientes, y encima un anillo o dona grande que toma las imágenes. De la puerta interna que da directo a la sala, cuelgan cuatro caretas de plástico y unos goggles. Junto, hay un diagrama de flujo con nodos de decisión que indican a dónde llevar a los pacientes en diferentes escenarios: si tienen síntomas, si son obesos, si ya se les hizo la prueba de Covid-19. La sala del tomógrafo está aislada del sonido del cuarto.
Traigo una careta de plástico que me regaló mi mamá —que las vende el sobrino de su amiga— y un tapabocas negro de tela de algodón doble con filtro intermedio; se la compré a un colectivo de migrantes deportados que –cuando se quedaron sin trabajo—empezaron a comercializarlas. ¿Es suficiente?, les pregunto. Sí, me dicen. A menos de que entren a tratar a un paciente, solo traen un cubrebocas delgadito de los que se amarran atrás de la cabeza. Yo intento no tocar nada.
Adentro están los radiólogos Beto, Mariana, una doctora residente de primer año y dos técnicos. En el cuarto se escucha, desde las bocinas de una computadora, una canción. “What´s Up?”, de 4 Non Blondes, llena la habitación.
And I scream from the top of my lungs
What’s going on?
And I say heeey hey hey heey hey heeey hey
I said hey! What’s going oooon?
Enfrente tienen la ventanita de vidrio por donde ven la sala de estudios. Adentro hay un paciente, un hombre de cincuenta y tantos años, vestido con la bata de hospital, cubrebocas y calcetines blancos. Camina al aparato donde se recuesta de espaldas, levanta las manos como si lo fueran a catear y una voz masculina pregrabada le da instrucciones mientras la máquina lo mueve hacia el interior de la dona:
Aguante. No respire. Respire normal. Respire profundo.
Se prenden unas luces rojas que marcan su torso, pasan tres segundos y aparecen las imágenes de sus pulmones en las pantallas. Todos, tres médicos y dos técnicos, están congregados alrededor de uno de los escritorios observando los resultados. De primera instancia, uno de los doctores dice que no parece Covid-19. Pero siempre está la posibilidad de que presente síntomas ahora y el patrón aparezca con más claridad hasta después, cuando el daño en sus pulmones haya aumentado.
And I try, oh my god do I tryyyy
I try all the time, in this institutiooon
Los médicos están acostumbrados a discutir casos complicados donde no queda claro si es o no Covid-19, me explican, cuando aparece Alejandro, apresurado.
“Llegaron dos ambulancias, prepárense”, dice parcamente, y la interpretación del paciente que acaba de salir queda pendiente.
Beto y Mariana toman sus batas e inmediatamente cierran la puerta del cuarto. Mariana se recoge el cabello, Beto empieza a colocarse los goggles. Cambia la canción de las bocinas y, como si fuera el soundtrack del equipo de radiología, mientras los voluntarios se preparan para los pacientes que acaban de llegar, resuena:
Pa pa l’ americano tun tun tuntuntun tun tun tuntuntun
Pa pa l’ americano tun tun tuntuntun tun tun tuntuntun
Pa pa l’ americano tun tun tuntuntun tun tun tuntuntun
Pero se abre la puerta, nuevamente, y cambian los planes. Entra un residente. Les pide que vean a su paciente lo más pronto posible.
“¿Está estable?”, pregunta Mariana, pensando en las dos ambulancias que llegaron, calculando a quién atender primero.
“No”, responde el médico, “tiene un nivel muy bajo de oxigenación”.
Mariana le hace una serie de preguntas: edad, número de días con síntomas, nombre.
«El hombre se queda solo con la única compañía de la voz pregrabada que le dicta indicaciones. Aguante. No respire. Respire normal. Respire profundo.»
El internista indica que se trata de un comerciante de la Central de Abasto de más de cincuenta años con síntomas desde hace siete días. La radióloga captura las respuestas en la base de datos, una hoja de Google Sheets con título ABRIL COVID-19. Apenas el domingo anterior, el 26 de abril, la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum Pardo anunció nuevas medidas de seguridad para el principal centro de distribución de alimentos que abastece a la capital, incluidas 120 carpas donde se estaría haciendo la prueba a los 90 mil trabajadores y trabajadoras para identificar casos. Esto vino después de que se detectaran 25 contagios y dos muertes.
Pa pa l’ americano
El beat de electrónica pasa desapercibido o los hace entrar en un trance de concentración donde cada uno de los doctores sabe exactamente qué hacer.
Pa pa l’ americano
Mariana le dice al doctor que traiga al paciente mientras Alejandro se pone la bata azul sobre su pijama quirúrgica, doble guante por encima de la manga de la bata y una careta sobre sus lentes y el tapabocas N95.
Entra la camilla. El paciente trae la bata de hospital sobrepuesta. Tiene dificultades para respirar. Alejandro se acerca con delicadeza a explicar al paciente lo que tiene que hacer. Levanta la mano derecha, le explica algo inaudible, y hace una seña con dos dedos, después con tres. Imagino que le está diciendo cuántos segundos tarda el estudio. Le explica, a señas, que tendrá que levantar los brazos como si se estuviera echando un clavado.
Pa pa l’ americano
Observo desde adentro del cuarto, mientras anoto cada detalle en mi libreta, y mi careta se empaña. Del otro lado de la ventana de vidrio veo que gesticulan, el paciente se mueve, y tose. La música retumba.
Antes de proceder, el doctor le da una pequeña palmada en el hombro, gesto que parece reconfortar al paciente; éste débil, asiente. Y tose. Alejandro empuja la camilla hasta el tomógrafo. El hombre hace un esfuerzo por moverse, rueda de la camilla a la tabla del aparato. Se acuesta boca abajo tosiendo. En el cuarto donde estoy, Mariana le amarra la bata por la espalda a Beto, quien se prepara para entrar a ayudar.
“En los diez años que llevo trabajando aquí,” me dirá Alejandro más tarde, “nunca habíamos hecho tomografías boca abajo”. Normalmente capturan la imagen de la manera más parecida a la realidad, y eso requiere que los pacientes estén boca arriba. Pero hacia abajo pueden respirar mejor y, en casos de Covid-19, ha resultado necesario recurrir a esa postura.
Acercándose a la cara del paciente, quien no para de toser, Alejandro le da unas indicaciones con calma total. Como si el paciente no estuviera enfermo, como si su tos no fuera altamente contagiosa, o no estuviéramos en medio de una pandemia. El doctor termina de explicarle una cosa más, le toca la espalda una última vez, otro gesto que pareciera casi de cariño, y se aparta.
El hombre se queda solo con la única compañía de la voz pregrabada que le dicta indicaciones. Aguante. No respire. Respire normal. Respire profundo. Mientras el aparato captura sus pulmones, el hombre tose, y vuelve a toser, una y otra vez tose. Termina el estudio, los doctores ayudan al paciente a regresar a la camilla y vuelven al interior del cuarto, donde las pantallas ya proyectan las imágenes de los pulmones casi totalmente blancos.
“Deberían de ser negros”, explica Alejandro, “lo negro es aire”. Pero los pulmones de este paciente son todos de tonalidades diferentes de gris y blanco moviéndose en patrones increíbles de nebulosa con puntitos, llenando los espacios donde debería haber oxígeno, de pinceladas de una infección sin cura, todavía incomprensible para los médicos alrededor del mundo.
“Compatible severo”, es la conclusión a la que llega la doctora residente de primer año de radiología, a la que Mariana se encarga de entrenar para que —pandemia o no—, no deje de aprender. Todos coinciden. Compatible severo: el patrón coincide con Covid-19 y la afectación al pulmón es grave. Un consenso en menos de cinco segundos que significa que el hombre al que acaban de sacar en la camilla tiene pocas probabilidades de sobrevivir.
“Se venía ahogando”, explica Alejandro. Una persona sana respira 12 veces por minuto; el paciente respiraba 50.
En un momento de calma, se congregan a discutir el caso que quedo pendiente. El del primero que entró con síntomas respiratorios, pero las tomografías fueron inconclusas. “Parece metástasis pulmonar”, coinciden, refiriéndose a un estado avanzado de cáncer en los pulmones. Lo capturan en la base de datos. Hay que sacarlo del hospital antes de que se contagie. Es raro que un paciente sin coronavirus llegue al interior de Nutrición, al ser un centro COVID; pero en un giro inesperado, éste parece no estar contagiado.
La música, una vez más, ha cambiado.
***
Al inicio de la pandemia, llegaban casos muy selectos con síntomas apenas incipientes. Eran personas que habían ido de viaje, venían de esquiar en Canadá o de Europa, y estaban al pendiente de desarrollar tos, fiebre. Se monitoreaban. En la etapa actual que vive México, la Fase 3 de contagio comunitario, las personas están llegando con síntomas muy avanzados. Muchos requieren intubación y el espacio es escaso. Para el 3 de mayo, había 845 intubados en la Ciudad de México y la capacidad de unidades de terapia intensiva en Nutrición era crítica, según datos abiertos oficiales.
Entra otra paciente.
Una vez más, Alejandro se acerca. Esta vez es una mujer pequeña, de edad mayor, que entra caminando. Y con la misma paciencia, el doctor le explica el procedimiento, con la misma dulzura con la que trató a los anteriores y tratará al siguiente.
Observo las interacciones: le soba la espalda, le habla cerca para que lo escuche, la ayuda a sentarse en la tabla del tomógrafo, como si la careta y la mascarilla y la mano cubierta por los guantes no existieran. La urgencia, el miedo al contagio y el drama desaparecen. Por un instante están sólo el doctor, su paciente y toda la calma y atención del mundo para sacar las tomografías.
Pero la ilusión dura poco.
“Las imágenes”, dice después Alejandro, “sirven para que podamos ver en qué condiciones llega un paciente y por qué empeora”. En radiología, pueden encontrar estas claves que necesitan los médicos internistas; les pueden confirmar si están empeorando porque Covid ocupa cada vez más espacio en sus pulmones o por alguna otra condición previa como piedras en el riñón, algún tumor, o problemas en el hígado.
Suena el teléfono del cuarto.
“Tomografía de urgencias, habla Beto”.
Es hora de entrar a terapia intensiva con la máquina de radiografías portátil. Como quien toma nota de una lista de pedidos, Beto anota los pacientes que necesitan revisión, “cama 20, cama 10” y dicta un nombre para el técnico —por si lo mueven de cama—. Todavía con goggles sobre los anteojos, tapabocas N95, bata y guantes, se dispone a hacer su ronda en terapia intensiva para asistir a los médicos internistas.
“No te tardes tanto”, pide Alejandro.
Pero antes de irse, traen a un paciente más. Necesita tomografía. Es un hombre que viste pants y una playera. Entra tosiendo. Para cuando se acuesta en la cama del tomógrafo, su pecho sube y baja, notablemente agitado. Esta vez entra Beto que trae puesto todo el equipo de protección. Tres segundos después aparecen las imágenes en pantalla. Mariana voltea con la residente de primer año para seguir con su capacitación.
“Compatible moderado”, dice la residente.
“Sí”. Coinciden todos: patrones de Covid; daño medio al pulmón.
Platico con Beto quien me da gel desinfectante para las manos. “Para que vivas lo que vivimos al estar tanto tiempo aquí”, dice refiriéndose a la posibilidad de contagio y a los lavados metódicos de manos que vienen con ello. Desinfectarse cada vez que tocan algo. Este equipo ha estado tratando pacientes de coronavirus por dos meses, y ninguno de ellos se ha contagiado. No es poca cosa, me dicen. Y no. No es poca cosa.
«Estaba sudando, traía la bata encima, el aire acondicionado estaba apagado para no trasmitir el virus por ahí, estaba empapada. Cuando por fin lo logramos, me estaban temblando las piernas y lo brazos.»
Salgo con Beto, quien me explica dónde están los pacientes más graves. Afuera de radiología, frente al área de terapia intensiva, acaban de habilitar un espacio para los nuevos pacientes. Hay alrededor de seis personas en reposets reclinables con tapabocas, juntos, pero solos; nadie tiene familiares que les sostengan la mano. Cada uno tose con ojos entrecerrados. Estarán ahí hasta nuevo aviso o hasta que se desocupe una cama.
En algunos consultorios, sobre el pasillo contiguo, cuelgan unas cartulinas de las manijas de las puertas. SUCIO, en letras rojas con una cruz tachando la leyenda, indica que en el cuarto estuvo un paciente y no ha sido limpiado.
En la entrada de urgencias, todavía hay una ambulancia estacionada. El conductor descansa al interior, cubierto por completo de un traje blanco, con gorro y botas incluidos; lentes oscurecidos y tapabocas azul. “Esos son los trajes chinos”, me dice el doctor.
La ambulancia está en una ballena circular con una jardinera repleta de plantas verdes. Junto, hay una estatua creada por Sebastián, un árbol de la vida metálico e imponente color morado. Los últimos rayos de la tarde bañan toda la escena con luz y, por un momento, me resulta imposible creer que, a escasos pasos de esta quietud absoluta, hay una tormenta alimentada por pulmones infectados que producen ataques de tos incontenibles.
Regresamos.
Al hablar con Toño, le pregunto qué siente. En Nutrición (y en todos lados) se habla de miedo, nervios, preocupación; de todas las cosas que nos angustian cuando pensamos en la precariedad de nuestras vidas y la falta de control ante un virus para el que no hay cura y ha infectado a más de tres millones 500 mil personas; el domingo 3 de mayo, la cifra de defunciones a nivel mundial ascendió a 247 mil 431.
“Yo estoy tranquilo, la verdad”, dice con su tono de voz grave, “pero porque yo soy así, me gusta la adrenalina. Me gusta atender pacientes, los retos y creo que es un muy buen reto. Obviamente tengo en la mente que no me voy a meter a uno arriesgándome. En el momento en que yo no esté seguro, o alguien de mi equipo, las cosas no se hacen y punto”, dice con contundencia. “Independientemente de lo que sea. Si me dicen ‘tiene que entrar tu técnico radiólogo’, y no le dan el N95, no entra. Y punto. ‘Y oye, es que…’ No entra. Y punto. Repórtame, haz lo que quieras. Yo no voy a exponer a mi equipo.”
Antes de salir, hablo un poco más con Alejandro, quien me dice lo que más le desconcierta. “Nadie había visto esto antes”, resume. A diferencia de otras enfermedades donde hay literatura y años de estudios, aquí nadie sabe nada.
“Quizá tengamos que aprender a vivir con estos pacientes el resto de nuestras carreras”, dice resignado.
Hace apenas tres meses que se disparó esta enfermedad en todo el mundo, “y todo cambia”, dice el doctor, “cada día es diferente. Te genera incertidumbre…”, y parece arrepentirse del camino que sus pensamientos han tomado, y revira, “es mejor no pensar en eso”, concluye.
Le acaban de comunicar que está listo un paciente agendado para tomografía y sale del cuarto para adentrarse en el hospital una vez más.
Beto aprovecha para salir a dar la vuelta con el carrito de radiografías.
Mariana continúa actualizando la base de datos.
No hay espacio para la tregua. No hay tiempo para dudar ni parar. Salgo de radiología con la certeza de que apenas presencié un ápice de la nueva realidad al interior de esa habitación donde los doctores sistematizan la pandemia, interpretan imágenes hermosas de pulmones infectados con pinceladas letales de acuarela Covid-19.
Esos doctores que, cada minuto, entretienen la idea de una incertidumbre que amenaza y acecha lo que hacen y que, cada minuto también, deciden apaciguarla haciendo lo que mejor pueden y saben hacer: vencerla.
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