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Esta foto de estudio se la tomó Alcira en su ciudad natal, Durazno, cuando tenía 18 años. 1942
Antes del trágico 2 de octubre de 1968, Alcira Soust Scaffo estuvo encerrada 12 días en el octavo piso de la Torre de Humanidades de Ciudad Universitaria, fue una de las primeras prisioneras del fatídico ‘68 mexicano.
Alcira, la madre de la poesía mexicana, la que conocía a todos los poetas y a la que todos los poetas conocían, dice Roberto Bolaño en sus novelas Los detectives salvajes y Amuleto. “¿Alcira?, ah sí, la chifladita que estuvo encerrada en un baño cuando entró el ejército en el 68”, me dijo un vendedor ambulante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Alcira Soust Scaffo, la mujer a la que recuerda Elena Poniatowska en el entierro de la escritora Rosario Castellanos: “Peinada con cola de caballo, bajo una lluvia intensa, repartió hojas de papel tamaño carta con poemas de Rosario que ella había mimeografiado. Mojadas, las hojas blancas se convirtieron en sudarios…”.
Para mí Alcira era la hermana de mi abuela Sulma, la tía que se fue a México mucho antes que naciera mi madre y volvió sorpresivamente cuando yo era un niño chico. La de pelo rubio, ojos claros, blusa blanca con flores, que conversaba y tomaba cerveza en la cocina con mis padres. Todavía recuerdo algo de su voz, las palabras silbadas debido a la falta de algunos dientes. “Despierta, mi bien, despierta, mira que ya amaneció, ya los pajaritos cantan, la luna ya se escondió…”, le cantaba a mi hermano menor. Visitaba esporádicamente la casa de mis padres, con un poema de regalo en algún cumpleaños, o a veces llamaba por teléfono pidiendo ayuda para pagar la pensión donde se estaba quedando. Un día de mañana llamaron de un bar para hablar con mi padre. Alcira les había dicho que él iba a pagar las cervezas que se había tomado con unos amigos la noche anterior.
Alguna vez mi abuela me dijo que Alcira no estaba bien porque en México había estado mucho tiempo encerrada en un baño, esas explicaciones que dejan más dudas que certezas. No recuerdo el motivo por el que me lo dijo, si fue por algún comportamiento errático de Alcira o si fue producto de la angustia cuando se perdió el contacto con ella y pasaron los días, los meses, los años. Para mí Alcira también fue a la que, caminando por el centro de Montevideo, busqué en la cara de tantas mujeres durmiendo en la calle y a la que encontré años después en los libros de Roberto Bolaño, de José Revueltas, en el agridulce recuerdo de sus amistades y mis familiares.
La antesala del 68
En los años sesenta, Alcira ya era una figura reconocida en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. No era estudiante, tampoco profesora, pero era una presencia constante en sus pasillos. Ninguno de sus amigos tenía muy claro cómo ni cuándo ella había llegado a México, pero ahí estaba. Su amigo, Cuauhtémoc Medina, curador en jefe del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), ha llegado a decir que “Alcira Soust Scaffo era una práctica. Quienes se acercaban a la poeta encontraban un surtidor de textos y poemas: modestas hojas de papel mimeografiadas con traducciones, biografías, mensajes, el reporte de su entusiasmo por una sinfonía o la invitación a asistir a un evento cultural o una movilización concreta, a veces acompañando el regalo con un simple bolillo o una flor como equivalente nutritivo y perfumado del poema”. Alcira era una activista y su principal arma era la poesía escrita, declamada, traducida, a mano, a máquina, mimeografiada, como fuera, pero la poesía.
Cuando llega la impronta revolucionaria de 1968 a la Ciudad de México, el movimiento estudiantil no escapa a la tendencia internacional y sus movilizaciones en defensa de los derechos y las libertades democráticas son la piedra en el zapato del gobierno del presidente Díaz Ordaz, que ultima detalles para recibir por primera vez a los Juegos Olímpicos. El gobierno toma el mismo camino que tantos otros gobiernos latinoamericanos de la época y la brutalidad de la represión se empieza a sentir cuando el 30 de julio el ejército se encarga de acabar con la ocupación estudiantil en la preparatoria de la UNAM. Destrozan de un bazucazo la puerta del local; se habla de más de mil detenidos y 400 heridos. El protagonismo del ejército en la represión al movimiento estudiantil continuaría y el 18 de septiembre soldados y tanques toman la Ciudad Universitaria de la UNAM.
El filósofo y activista José Revueltas, teórico de cabecera para gran parte del movimiento estudiantil, narra en “Gris es toda teoría (II)” el episodio que años más tarde inmortalizaría Roberto Bolaño en Los detectives salvajes:
Cuando el día 18 entró la tropa en CU, fue recibida por la voz de León Felipe que recitaba con toda potencia de ʻradio humanidadesʼ, como se bautizó al micrófono con el que se transmitían música sinfónica y mensajes revolucionarios, desde el octavo piso. Era Alcira que, de este modo, recibía a los invasores. Cada quien se salvó como pudo y muchos más cayeron presos. Todos pensábamos que Alcira habría sido presa y, ante el silencio de los periódicos, algunos supusimos que estaría en libertad, pero perdimos el contacto.
Ese día en que el ejército entra a la Universidad y se encuentra con los versos del poeta español, que tenía gran amistad con Alcira, es el mismo día en que León Felipe fallece a sus 84 años. El lunes 30 de septiembre, sigue narrando José Revueltas:
Las tropas salen de CU. Robos, destrozos y más abusos que no se pueden atribuir al ejército sino a la policía. En los baños del octavo piso de Humanidades (donde trabajamos todo el tiempo que estuvimos en CU y yo tenía un cubículo) fue encontrada Alcira después de doce días de estar escondida y a punto de morir de hambre. Es terrible y grandioso.
Revueltas desconocía algo que cuenta Alfredo López Austin, destacado historiador del México precolombino y amigo cercano de Alcira, él fue parte del grupo que encontró a Alcira en el baño, quien al verlos no solo no los reconoce, sino que los confunde con policías y les dice que ella estaba ahí porque había ido a un homenaje a León Felipe. Seguramente la necesaria internación, luego de estar 12 días sobreviviendo a papel y agua, fue el motivo de la ausencia de Alcira en la movilización del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, ese mitin contra la represión del movimiento estudiantil que se convertiría en la tristemente célebre Masacre de Tlatelolco. Se habla de 300 a 400 muertos, aunque la cifra no es clara, ya que en ese entonces también se desaparecían los cuerpos.
Alcira, el mito viviente de la UNAM, la persona que todo el mundo volteaba a mirar; sus amigos de la época consideran que no hubo grandes cambios en su personalidad. La Alcira que vivía en lo de amigos, que pasaba noches enteras en alguna cafetería barata escribiendo poemas en las servilletas, la que festejaba las huelgas para poder vivir en la Universidad, ya existía antes del 68.
Por decirlo de otra forma, los problemas de salud mental que Alcira padeció gran parte de su vida comenzaron mucho antes del episodio del 68. Es un hecho no muy bien documentado, que ocurre en 1957, y que implica a Guillermo Santibáñez —novio mexicano de Alcira—, un viaje a alta velocidad y un embarazo avanzado que se termina abruptamente. No está claro si Alcira se tiró del auto en medio de una pelea o si chocaron porque él iba borracho. Lo que sí está claro es que días después Alcira le escribe pidiendo consejos a su amigo Lucas Ortiz (director del Crefal, Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y El Caribe), expresándole tener miedo de “la locura que no tiene sentido” luego de la tragedia que había pasado. A ningún otro de sus amigos le contó lo que había sufrido ni cómo había llegado a México.
Alcira era una maestra destacada, tanto como para viajar becada a México (a un curso de posgrado en el Crefal) y para que su tesis sea la primera que el instituto publica formalmente, a tal nivel que el presidente del tribunal deja constancia que “cuando Alcira afina su capacidad de análisis me he visto como el pescador, ese que quiere seguir con la vista el hilo que se va desdibujando en el agua: llega el momento en que el hilo se pierde, aunque más allá, más hondo, se alcancen a ver los reflejos de plata del pez que merodea”. El presidente no era otro que el maestro uruguayo Julio Castro, a quien la dictadura uruguaya desaparece y asesina en 1977; sus restos se encuentran en 2011 presentando evidencias de tortura y de haber sido ejecutado de un balazo en la cabeza.
Pero nada de esto cuenta Alcira a sus amigos ni su vida en Uruguay ni cómo llegó a México ni su relación con Guillermo Santibáñez ni el trágico episodio que la lleva a esa vida nómada, libre de muchas obligaciones —sí—, pero presa de tantos miedos, frustraciones o incapacidades.
Creo que esta mezcla de sufrimiento, miedos, inteligencia y sensibilidad es lo que hacía de Alcira una persona tan magnética y misteriosa que conquistaba amistades a diario, gente que se emociona al hablar de ella el día de hoy. Marisol Schulz, directora de la Feria del Libro de Guadalajara y amiga de Alcira en los años setenta; así la describe:
Hablar de Alcira es hablar de los años de inquietud política, del despertar de muchos de nosotros que no estábamos conformes con la realidad que nos rodeaba y que convocábamos no solo a marchas sino a grupos de estudio, de lectura, de análisis. Unos años que me marcaron, y que en cierto sentido definieron mi devenir. Y ahí estaba ella, con su acento uruguayo, con sus filias y sus fobias. Su pasión por la poesía de Rimbaud, de Baudelaire, de Eluard, pero también de León Felipe, de Jaime Sabines, a quien ella llamaba cariñosamente ʻJaimitoʼ, y quien me consta era en ese entonces uno de sus protectores, como también lo fueron Bonifaz Nuño, Ricardo Guerra o Alfredo López Austin. Era una mujer culta. Una verdadera activista de izquierda, de la izquierda latinoamericana de aquel entonces, cuando la región seguía asolada por terroríficas dictaduras militares y aquí se sentían los estragos de la Guerra Fría.
En los años ochenta, Alcira sigue siendo una figura destacada en su querida Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Pinta carteles, reparte poemas y participa en todas las movilizaciones. Los días en que el equipo de futbol de los Pumas es local en el Estadio Olímpico Alcira se encarga de recorrer los pasillos de la Facultad con una gran bandera alentando a los estudiantes a seguirla al partido.
Mantiene su vida nómada luego de algunas convivencias conflictivas con amigos y a pesar de varios intentos de sus amistades de conseguirle un lugar propio. No para en su rol de maestra gitana; sigue conversando con los nuevos estudiantes, les enseña poesía. Algunos amigos la recuerdan conversando con quien después sería el subcomandante Marcos (ahora conocido como El Capitán), quien años más tarde recordaría su poesía en una carta a Juan Villoro.
Si bien Alcira publicaba exclusivamente por sus propios canales, de hojas mimeografiadas, fotocopiadas, de acciones performáticas, etc.; formatos de corta vida útil en general, ella igual atesoraba copias de su producción poética, cartas y recuerdos en una caja que estaba a resguardo en el cubículo de una de sus mejores amigas, Ruth Peza, funcionaria de la Facultad. No está claro qué pasó, pero un día en que Ruth llegó a su oficina, la caja de Alcira había desaparecido.
El impacto fue muy fuerte. Alcira se lamentaba que con la desaparición de su caja la habían asesinado. Protestaba por los pasillos de la facultad al punto que las autoridades decidieron internarla contra su voluntad en un hospital psiquiátrico. “Secuestraron a una escritora en la UNAM” tituló un diario. Su ausencia fue notoria, pero pasaron días para que sus amigos se enteraran dónde estaba. Fue Antonio Santos, fundador y dirigente del Consejo Estudiantil Universitario de la UNAM (organización de la que también formaba parte la actual presidenta de México, Claudia Sheinbaum) quien lideró el rescate de Alcira del hospital psiquiátrico, haciéndose responsable ante los médicos y recibiéndola en su casa.
Esta red de contención que se fue formando alrededor de Alcira, integrada por estudiantes, exestudiantes, funcionarios y amigos de antes que llegara a la UNAM también comenzó a ceder. Su salud mental siguió empeorando, las internaciones se repitieron, cada vez era más difícil darle contención.
A fines de los ochenta entablan contacto con mi familia y deciden enviarla a Uruguay, donde aún vivía su madre y sus hermanas. El impacto del reencuentro no fue el mejor, luego de casi 40 años sin verse, la adaptación mutua fue compleja y retomó la vida nómada que llevaba en México. Unos pocos años después de su regreso, la familia perdió contacto con ella. Pasaron muchos años de incertidumbre para confirmar oficialmente su fallecimiento por una infección respiratoria en un hospital público.
“Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo”, escribe Roberto Bolaño sobre Alcira en Amuleto y creo que tiene razón. Alcira fue una madre-amiga para todas las personas mencionadas anteriormente y para muchas más. La profundidad de los vínculos que Alcira generó para que 30 años después de su fallecimiento siga movilizando con sonrisas y lágrimas a muchas de sus amistades es comparable a una relación maternal. Aunque las lágrimas también escondan un sentimiento de culpa que creo fue compartido por todas las personas que formaron esas redes de contención en México y en Uruguay; las amigas, amigos y familiares que se preocupaban de que tuviera donde dormir, que se alimentara bien, que tomara sus medicamentos. El sentimiento de culpa de pensar que quizá no se hizo lo suficiente, que se podría haber hecho más, aunque el Estado y la medicina hayan hecho mucho menos.
Los distintos rescates de la historia de Alcira que se han realizado en los últimos años han servido para que esos sentimientos salgan a flote, se compartan, y que esa culpa vaya sanando en tanto que es compartida; pero también han servido para que de la misma forma en que Alcira decretó su muerte cuando su archivo personal desapareció, hoy podamos decretar que gracias al esfuerzo de sus amistades y familia —quienes encontraron y donaron poemas, cartas, dibujos e inclusive la caja perdida— hoy Alcira está viva en el Centro de Documentación Arkheia de su casa, la UNAM, casa de poetas, filósofos y revolucionarios.
Si quieres oír mi voz
Vamos al campo de espigas
Allí las flores son soles
Y son soles las espigas
Alcira Soust Scaffo
(1924, Durazno, Uruguay – 1997, Montevideo, Uruguay).
Antes del trágico 2 de octubre de 1968, Alcira Soust Scaffo estuvo encerrada 12 días en el octavo piso de la Torre de Humanidades de Ciudad Universitaria, fue una de las primeras prisioneras del fatídico ‘68 mexicano.
Alcira, la madre de la poesía mexicana, la que conocía a todos los poetas y a la que todos los poetas conocían, dice Roberto Bolaño en sus novelas Los detectives salvajes y Amuleto. “¿Alcira?, ah sí, la chifladita que estuvo encerrada en un baño cuando entró el ejército en el 68”, me dijo un vendedor ambulante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Alcira Soust Scaffo, la mujer a la que recuerda Elena Poniatowska en el entierro de la escritora Rosario Castellanos: “Peinada con cola de caballo, bajo una lluvia intensa, repartió hojas de papel tamaño carta con poemas de Rosario que ella había mimeografiado. Mojadas, las hojas blancas se convirtieron en sudarios…”.
Para mí Alcira era la hermana de mi abuela Sulma, la tía que se fue a México mucho antes que naciera mi madre y volvió sorpresivamente cuando yo era un niño chico. La de pelo rubio, ojos claros, blusa blanca con flores, que conversaba y tomaba cerveza en la cocina con mis padres. Todavía recuerdo algo de su voz, las palabras silbadas debido a la falta de algunos dientes. “Despierta, mi bien, despierta, mira que ya amaneció, ya los pajaritos cantan, la luna ya se escondió…”, le cantaba a mi hermano menor. Visitaba esporádicamente la casa de mis padres, con un poema de regalo en algún cumpleaños, o a veces llamaba por teléfono pidiendo ayuda para pagar la pensión donde se estaba quedando. Un día de mañana llamaron de un bar para hablar con mi padre. Alcira les había dicho que él iba a pagar las cervezas que se había tomado con unos amigos la noche anterior.
Alguna vez mi abuela me dijo que Alcira no estaba bien porque en México había estado mucho tiempo encerrada en un baño, esas explicaciones que dejan más dudas que certezas. No recuerdo el motivo por el que me lo dijo, si fue por algún comportamiento errático de Alcira o si fue producto de la angustia cuando se perdió el contacto con ella y pasaron los días, los meses, los años. Para mí Alcira también fue a la que, caminando por el centro de Montevideo, busqué en la cara de tantas mujeres durmiendo en la calle y a la que encontré años después en los libros de Roberto Bolaño, de José Revueltas, en el agridulce recuerdo de sus amistades y mis familiares.
La antesala del 68
En los años sesenta, Alcira ya era una figura reconocida en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. No era estudiante, tampoco profesora, pero era una presencia constante en sus pasillos. Ninguno de sus amigos tenía muy claro cómo ni cuándo ella había llegado a México, pero ahí estaba. Su amigo, Cuauhtémoc Medina, curador en jefe del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), ha llegado a decir que “Alcira Soust Scaffo era una práctica. Quienes se acercaban a la poeta encontraban un surtidor de textos y poemas: modestas hojas de papel mimeografiadas con traducciones, biografías, mensajes, el reporte de su entusiasmo por una sinfonía o la invitación a asistir a un evento cultural o una movilización concreta, a veces acompañando el regalo con un simple bolillo o una flor como equivalente nutritivo y perfumado del poema”. Alcira era una activista y su principal arma era la poesía escrita, declamada, traducida, a mano, a máquina, mimeografiada, como fuera, pero la poesía.
Cuando llega la impronta revolucionaria de 1968 a la Ciudad de México, el movimiento estudiantil no escapa a la tendencia internacional y sus movilizaciones en defensa de los derechos y las libertades democráticas son la piedra en el zapato del gobierno del presidente Díaz Ordaz, que ultima detalles para recibir por primera vez a los Juegos Olímpicos. El gobierno toma el mismo camino que tantos otros gobiernos latinoamericanos de la época y la brutalidad de la represión se empieza a sentir cuando el 30 de julio el ejército se encarga de acabar con la ocupación estudiantil en la preparatoria de la UNAM. Destrozan de un bazucazo la puerta del local; se habla de más de mil detenidos y 400 heridos. El protagonismo del ejército en la represión al movimiento estudiantil continuaría y el 18 de septiembre soldados y tanques toman la Ciudad Universitaria de la UNAM.
El filósofo y activista José Revueltas, teórico de cabecera para gran parte del movimiento estudiantil, narra en “Gris es toda teoría (II)” el episodio que años más tarde inmortalizaría Roberto Bolaño en Los detectives salvajes:
Cuando el día 18 entró la tropa en CU, fue recibida por la voz de León Felipe que recitaba con toda potencia de ʻradio humanidadesʼ, como se bautizó al micrófono con el que se transmitían música sinfónica y mensajes revolucionarios, desde el octavo piso. Era Alcira que, de este modo, recibía a los invasores. Cada quien se salvó como pudo y muchos más cayeron presos. Todos pensábamos que Alcira habría sido presa y, ante el silencio de los periódicos, algunos supusimos que estaría en libertad, pero perdimos el contacto.
Ese día en que el ejército entra a la Universidad y se encuentra con los versos del poeta español, que tenía gran amistad con Alcira, es el mismo día en que León Felipe fallece a sus 84 años. El lunes 30 de septiembre, sigue narrando José Revueltas:
Las tropas salen de CU. Robos, destrozos y más abusos que no se pueden atribuir al ejército sino a la policía. En los baños del octavo piso de Humanidades (donde trabajamos todo el tiempo que estuvimos en CU y yo tenía un cubículo) fue encontrada Alcira después de doce días de estar escondida y a punto de morir de hambre. Es terrible y grandioso.
Revueltas desconocía algo que cuenta Alfredo López Austin, destacado historiador del México precolombino y amigo cercano de Alcira, él fue parte del grupo que encontró a Alcira en el baño, quien al verlos no solo no los reconoce, sino que los confunde con policías y les dice que ella estaba ahí porque había ido a un homenaje a León Felipe. Seguramente la necesaria internación, luego de estar 12 días sobreviviendo a papel y agua, fue el motivo de la ausencia de Alcira en la movilización del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, ese mitin contra la represión del movimiento estudiantil que se convertiría en la tristemente célebre Masacre de Tlatelolco. Se habla de 300 a 400 muertos, aunque la cifra no es clara, ya que en ese entonces también se desaparecían los cuerpos.
Alcira, el mito viviente de la UNAM, la persona que todo el mundo volteaba a mirar; sus amigos de la época consideran que no hubo grandes cambios en su personalidad. La Alcira que vivía en lo de amigos, que pasaba noches enteras en alguna cafetería barata escribiendo poemas en las servilletas, la que festejaba las huelgas para poder vivir en la Universidad, ya existía antes del 68.
Por decirlo de otra forma, los problemas de salud mental que Alcira padeció gran parte de su vida comenzaron mucho antes del episodio del 68. Es un hecho no muy bien documentado, que ocurre en 1957, y que implica a Guillermo Santibáñez —novio mexicano de Alcira—, un viaje a alta velocidad y un embarazo avanzado que se termina abruptamente. No está claro si Alcira se tiró del auto en medio de una pelea o si chocaron porque él iba borracho. Lo que sí está claro es que días después Alcira le escribe pidiendo consejos a su amigo Lucas Ortiz (director del Crefal, Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y El Caribe), expresándole tener miedo de “la locura que no tiene sentido” luego de la tragedia que había pasado. A ningún otro de sus amigos le contó lo que había sufrido ni cómo había llegado a México.
Alcira era una maestra destacada, tanto como para viajar becada a México (a un curso de posgrado en el Crefal) y para que su tesis sea la primera que el instituto publica formalmente, a tal nivel que el presidente del tribunal deja constancia que “cuando Alcira afina su capacidad de análisis me he visto como el pescador, ese que quiere seguir con la vista el hilo que se va desdibujando en el agua: llega el momento en que el hilo se pierde, aunque más allá, más hondo, se alcancen a ver los reflejos de plata del pez que merodea”. El presidente no era otro que el maestro uruguayo Julio Castro, a quien la dictadura uruguaya desaparece y asesina en 1977; sus restos se encuentran en 2011 presentando evidencias de tortura y de haber sido ejecutado de un balazo en la cabeza.
Pero nada de esto cuenta Alcira a sus amigos ni su vida en Uruguay ni cómo llegó a México ni su relación con Guillermo Santibáñez ni el trágico episodio que la lleva a esa vida nómada, libre de muchas obligaciones —sí—, pero presa de tantos miedos, frustraciones o incapacidades.
Creo que esta mezcla de sufrimiento, miedos, inteligencia y sensibilidad es lo que hacía de Alcira una persona tan magnética y misteriosa que conquistaba amistades a diario, gente que se emociona al hablar de ella el día de hoy. Marisol Schulz, directora de la Feria del Libro de Guadalajara y amiga de Alcira en los años setenta; así la describe:
Hablar de Alcira es hablar de los años de inquietud política, del despertar de muchos de nosotros que no estábamos conformes con la realidad que nos rodeaba y que convocábamos no solo a marchas sino a grupos de estudio, de lectura, de análisis. Unos años que me marcaron, y que en cierto sentido definieron mi devenir. Y ahí estaba ella, con su acento uruguayo, con sus filias y sus fobias. Su pasión por la poesía de Rimbaud, de Baudelaire, de Eluard, pero también de León Felipe, de Jaime Sabines, a quien ella llamaba cariñosamente ʻJaimitoʼ, y quien me consta era en ese entonces uno de sus protectores, como también lo fueron Bonifaz Nuño, Ricardo Guerra o Alfredo López Austin. Era una mujer culta. Una verdadera activista de izquierda, de la izquierda latinoamericana de aquel entonces, cuando la región seguía asolada por terroríficas dictaduras militares y aquí se sentían los estragos de la Guerra Fría.
En los años ochenta, Alcira sigue siendo una figura destacada en su querida Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Pinta carteles, reparte poemas y participa en todas las movilizaciones. Los días en que el equipo de futbol de los Pumas es local en el Estadio Olímpico Alcira se encarga de recorrer los pasillos de la Facultad con una gran bandera alentando a los estudiantes a seguirla al partido.
Mantiene su vida nómada luego de algunas convivencias conflictivas con amigos y a pesar de varios intentos de sus amistades de conseguirle un lugar propio. No para en su rol de maestra gitana; sigue conversando con los nuevos estudiantes, les enseña poesía. Algunos amigos la recuerdan conversando con quien después sería el subcomandante Marcos (ahora conocido como El Capitán), quien años más tarde recordaría su poesía en una carta a Juan Villoro.
Si bien Alcira publicaba exclusivamente por sus propios canales, de hojas mimeografiadas, fotocopiadas, de acciones performáticas, etc.; formatos de corta vida útil en general, ella igual atesoraba copias de su producción poética, cartas y recuerdos en una caja que estaba a resguardo en el cubículo de una de sus mejores amigas, Ruth Peza, funcionaria de la Facultad. No está claro qué pasó, pero un día en que Ruth llegó a su oficina, la caja de Alcira había desaparecido.
El impacto fue muy fuerte. Alcira se lamentaba que con la desaparición de su caja la habían asesinado. Protestaba por los pasillos de la facultad al punto que las autoridades decidieron internarla contra su voluntad en un hospital psiquiátrico. “Secuestraron a una escritora en la UNAM” tituló un diario. Su ausencia fue notoria, pero pasaron días para que sus amigos se enteraran dónde estaba. Fue Antonio Santos, fundador y dirigente del Consejo Estudiantil Universitario de la UNAM (organización de la que también formaba parte la actual presidenta de México, Claudia Sheinbaum) quien lideró el rescate de Alcira del hospital psiquiátrico, haciéndose responsable ante los médicos y recibiéndola en su casa.
Esta red de contención que se fue formando alrededor de Alcira, integrada por estudiantes, exestudiantes, funcionarios y amigos de antes que llegara a la UNAM también comenzó a ceder. Su salud mental siguió empeorando, las internaciones se repitieron, cada vez era más difícil darle contención.
A fines de los ochenta entablan contacto con mi familia y deciden enviarla a Uruguay, donde aún vivía su madre y sus hermanas. El impacto del reencuentro no fue el mejor, luego de casi 40 años sin verse, la adaptación mutua fue compleja y retomó la vida nómada que llevaba en México. Unos pocos años después de su regreso, la familia perdió contacto con ella. Pasaron muchos años de incertidumbre para confirmar oficialmente su fallecimiento por una infección respiratoria en un hospital público.
“Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo”, escribe Roberto Bolaño sobre Alcira en Amuleto y creo que tiene razón. Alcira fue una madre-amiga para todas las personas mencionadas anteriormente y para muchas más. La profundidad de los vínculos que Alcira generó para que 30 años después de su fallecimiento siga movilizando con sonrisas y lágrimas a muchas de sus amistades es comparable a una relación maternal. Aunque las lágrimas también escondan un sentimiento de culpa que creo fue compartido por todas las personas que formaron esas redes de contención en México y en Uruguay; las amigas, amigos y familiares que se preocupaban de que tuviera donde dormir, que se alimentara bien, que tomara sus medicamentos. El sentimiento de culpa de pensar que quizá no se hizo lo suficiente, que se podría haber hecho más, aunque el Estado y la medicina hayan hecho mucho menos.
Los distintos rescates de la historia de Alcira que se han realizado en los últimos años han servido para que esos sentimientos salgan a flote, se compartan, y que esa culpa vaya sanando en tanto que es compartida; pero también han servido para que de la misma forma en que Alcira decretó su muerte cuando su archivo personal desapareció, hoy podamos decretar que gracias al esfuerzo de sus amistades y familia —quienes encontraron y donaron poemas, cartas, dibujos e inclusive la caja perdida— hoy Alcira está viva en el Centro de Documentación Arkheia de su casa, la UNAM, casa de poetas, filósofos y revolucionarios.
Si quieres oír mi voz
Vamos al campo de espigas
Allí las flores son soles
Y son soles las espigas
Alcira Soust Scaffo
(1924, Durazno, Uruguay – 1997, Montevideo, Uruguay).
Esta foto de estudio se la tomó Alcira en su ciudad natal, Durazno, cuando tenía 18 años. 1942
Antes del trágico 2 de octubre de 1968, Alcira Soust Scaffo estuvo encerrada 12 días en el octavo piso de la Torre de Humanidades de Ciudad Universitaria, fue una de las primeras prisioneras del fatídico ‘68 mexicano.
Alcira, la madre de la poesía mexicana, la que conocía a todos los poetas y a la que todos los poetas conocían, dice Roberto Bolaño en sus novelas Los detectives salvajes y Amuleto. “¿Alcira?, ah sí, la chifladita que estuvo encerrada en un baño cuando entró el ejército en el 68”, me dijo un vendedor ambulante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Alcira Soust Scaffo, la mujer a la que recuerda Elena Poniatowska en el entierro de la escritora Rosario Castellanos: “Peinada con cola de caballo, bajo una lluvia intensa, repartió hojas de papel tamaño carta con poemas de Rosario que ella había mimeografiado. Mojadas, las hojas blancas se convirtieron en sudarios…”.
Para mí Alcira era la hermana de mi abuela Sulma, la tía que se fue a México mucho antes que naciera mi madre y volvió sorpresivamente cuando yo era un niño chico. La de pelo rubio, ojos claros, blusa blanca con flores, que conversaba y tomaba cerveza en la cocina con mis padres. Todavía recuerdo algo de su voz, las palabras silbadas debido a la falta de algunos dientes. “Despierta, mi bien, despierta, mira que ya amaneció, ya los pajaritos cantan, la luna ya se escondió…”, le cantaba a mi hermano menor. Visitaba esporádicamente la casa de mis padres, con un poema de regalo en algún cumpleaños, o a veces llamaba por teléfono pidiendo ayuda para pagar la pensión donde se estaba quedando. Un día de mañana llamaron de un bar para hablar con mi padre. Alcira les había dicho que él iba a pagar las cervezas que se había tomado con unos amigos la noche anterior.
Alguna vez mi abuela me dijo que Alcira no estaba bien porque en México había estado mucho tiempo encerrada en un baño, esas explicaciones que dejan más dudas que certezas. No recuerdo el motivo por el que me lo dijo, si fue por algún comportamiento errático de Alcira o si fue producto de la angustia cuando se perdió el contacto con ella y pasaron los días, los meses, los años. Para mí Alcira también fue a la que, caminando por el centro de Montevideo, busqué en la cara de tantas mujeres durmiendo en la calle y a la que encontré años después en los libros de Roberto Bolaño, de José Revueltas, en el agridulce recuerdo de sus amistades y mis familiares.
La antesala del 68
En los años sesenta, Alcira ya era una figura reconocida en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. No era estudiante, tampoco profesora, pero era una presencia constante en sus pasillos. Ninguno de sus amigos tenía muy claro cómo ni cuándo ella había llegado a México, pero ahí estaba. Su amigo, Cuauhtémoc Medina, curador en jefe del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), ha llegado a decir que “Alcira Soust Scaffo era una práctica. Quienes se acercaban a la poeta encontraban un surtidor de textos y poemas: modestas hojas de papel mimeografiadas con traducciones, biografías, mensajes, el reporte de su entusiasmo por una sinfonía o la invitación a asistir a un evento cultural o una movilización concreta, a veces acompañando el regalo con un simple bolillo o una flor como equivalente nutritivo y perfumado del poema”. Alcira era una activista y su principal arma era la poesía escrita, declamada, traducida, a mano, a máquina, mimeografiada, como fuera, pero la poesía.
Cuando llega la impronta revolucionaria de 1968 a la Ciudad de México, el movimiento estudiantil no escapa a la tendencia internacional y sus movilizaciones en defensa de los derechos y las libertades democráticas son la piedra en el zapato del gobierno del presidente Díaz Ordaz, que ultima detalles para recibir por primera vez a los Juegos Olímpicos. El gobierno toma el mismo camino que tantos otros gobiernos latinoamericanos de la época y la brutalidad de la represión se empieza a sentir cuando el 30 de julio el ejército se encarga de acabar con la ocupación estudiantil en la preparatoria de la UNAM. Destrozan de un bazucazo la puerta del local; se habla de más de mil detenidos y 400 heridos. El protagonismo del ejército en la represión al movimiento estudiantil continuaría y el 18 de septiembre soldados y tanques toman la Ciudad Universitaria de la UNAM.
El filósofo y activista José Revueltas, teórico de cabecera para gran parte del movimiento estudiantil, narra en “Gris es toda teoría (II)” el episodio que años más tarde inmortalizaría Roberto Bolaño en Los detectives salvajes:
Cuando el día 18 entró la tropa en CU, fue recibida por la voz de León Felipe que recitaba con toda potencia de ʻradio humanidadesʼ, como se bautizó al micrófono con el que se transmitían música sinfónica y mensajes revolucionarios, desde el octavo piso. Era Alcira que, de este modo, recibía a los invasores. Cada quien se salvó como pudo y muchos más cayeron presos. Todos pensábamos que Alcira habría sido presa y, ante el silencio de los periódicos, algunos supusimos que estaría en libertad, pero perdimos el contacto.
Ese día en que el ejército entra a la Universidad y se encuentra con los versos del poeta español, que tenía gran amistad con Alcira, es el mismo día en que León Felipe fallece a sus 84 años. El lunes 30 de septiembre, sigue narrando José Revueltas:
Las tropas salen de CU. Robos, destrozos y más abusos que no se pueden atribuir al ejército sino a la policía. En los baños del octavo piso de Humanidades (donde trabajamos todo el tiempo que estuvimos en CU y yo tenía un cubículo) fue encontrada Alcira después de doce días de estar escondida y a punto de morir de hambre. Es terrible y grandioso.
Revueltas desconocía algo que cuenta Alfredo López Austin, destacado historiador del México precolombino y amigo cercano de Alcira, él fue parte del grupo que encontró a Alcira en el baño, quien al verlos no solo no los reconoce, sino que los confunde con policías y les dice que ella estaba ahí porque había ido a un homenaje a León Felipe. Seguramente la necesaria internación, luego de estar 12 días sobreviviendo a papel y agua, fue el motivo de la ausencia de Alcira en la movilización del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, ese mitin contra la represión del movimiento estudiantil que se convertiría en la tristemente célebre Masacre de Tlatelolco. Se habla de 300 a 400 muertos, aunque la cifra no es clara, ya que en ese entonces también se desaparecían los cuerpos.
Alcira, el mito viviente de la UNAM, la persona que todo el mundo volteaba a mirar; sus amigos de la época consideran que no hubo grandes cambios en su personalidad. La Alcira que vivía en lo de amigos, que pasaba noches enteras en alguna cafetería barata escribiendo poemas en las servilletas, la que festejaba las huelgas para poder vivir en la Universidad, ya existía antes del 68.
Por decirlo de otra forma, los problemas de salud mental que Alcira padeció gran parte de su vida comenzaron mucho antes del episodio del 68. Es un hecho no muy bien documentado, que ocurre en 1957, y que implica a Guillermo Santibáñez —novio mexicano de Alcira—, un viaje a alta velocidad y un embarazo avanzado que se termina abruptamente. No está claro si Alcira se tiró del auto en medio de una pelea o si chocaron porque él iba borracho. Lo que sí está claro es que días después Alcira le escribe pidiendo consejos a su amigo Lucas Ortiz (director del Crefal, Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y El Caribe), expresándole tener miedo de “la locura que no tiene sentido” luego de la tragedia que había pasado. A ningún otro de sus amigos le contó lo que había sufrido ni cómo había llegado a México.
Alcira era una maestra destacada, tanto como para viajar becada a México (a un curso de posgrado en el Crefal) y para que su tesis sea la primera que el instituto publica formalmente, a tal nivel que el presidente del tribunal deja constancia que “cuando Alcira afina su capacidad de análisis me he visto como el pescador, ese que quiere seguir con la vista el hilo que se va desdibujando en el agua: llega el momento en que el hilo se pierde, aunque más allá, más hondo, se alcancen a ver los reflejos de plata del pez que merodea”. El presidente no era otro que el maestro uruguayo Julio Castro, a quien la dictadura uruguaya desaparece y asesina en 1977; sus restos se encuentran en 2011 presentando evidencias de tortura y de haber sido ejecutado de un balazo en la cabeza.
Pero nada de esto cuenta Alcira a sus amigos ni su vida en Uruguay ni cómo llegó a México ni su relación con Guillermo Santibáñez ni el trágico episodio que la lleva a esa vida nómada, libre de muchas obligaciones —sí—, pero presa de tantos miedos, frustraciones o incapacidades.
Creo que esta mezcla de sufrimiento, miedos, inteligencia y sensibilidad es lo que hacía de Alcira una persona tan magnética y misteriosa que conquistaba amistades a diario, gente que se emociona al hablar de ella el día de hoy. Marisol Schulz, directora de la Feria del Libro de Guadalajara y amiga de Alcira en los años setenta; así la describe:
Hablar de Alcira es hablar de los años de inquietud política, del despertar de muchos de nosotros que no estábamos conformes con la realidad que nos rodeaba y que convocábamos no solo a marchas sino a grupos de estudio, de lectura, de análisis. Unos años que me marcaron, y que en cierto sentido definieron mi devenir. Y ahí estaba ella, con su acento uruguayo, con sus filias y sus fobias. Su pasión por la poesía de Rimbaud, de Baudelaire, de Eluard, pero también de León Felipe, de Jaime Sabines, a quien ella llamaba cariñosamente ʻJaimitoʼ, y quien me consta era en ese entonces uno de sus protectores, como también lo fueron Bonifaz Nuño, Ricardo Guerra o Alfredo López Austin. Era una mujer culta. Una verdadera activista de izquierda, de la izquierda latinoamericana de aquel entonces, cuando la región seguía asolada por terroríficas dictaduras militares y aquí se sentían los estragos de la Guerra Fría.
En los años ochenta, Alcira sigue siendo una figura destacada en su querida Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Pinta carteles, reparte poemas y participa en todas las movilizaciones. Los días en que el equipo de futbol de los Pumas es local en el Estadio Olímpico Alcira se encarga de recorrer los pasillos de la Facultad con una gran bandera alentando a los estudiantes a seguirla al partido.
Mantiene su vida nómada luego de algunas convivencias conflictivas con amigos y a pesar de varios intentos de sus amistades de conseguirle un lugar propio. No para en su rol de maestra gitana; sigue conversando con los nuevos estudiantes, les enseña poesía. Algunos amigos la recuerdan conversando con quien después sería el subcomandante Marcos (ahora conocido como El Capitán), quien años más tarde recordaría su poesía en una carta a Juan Villoro.
Si bien Alcira publicaba exclusivamente por sus propios canales, de hojas mimeografiadas, fotocopiadas, de acciones performáticas, etc.; formatos de corta vida útil en general, ella igual atesoraba copias de su producción poética, cartas y recuerdos en una caja que estaba a resguardo en el cubículo de una de sus mejores amigas, Ruth Peza, funcionaria de la Facultad. No está claro qué pasó, pero un día en que Ruth llegó a su oficina, la caja de Alcira había desaparecido.
El impacto fue muy fuerte. Alcira se lamentaba que con la desaparición de su caja la habían asesinado. Protestaba por los pasillos de la facultad al punto que las autoridades decidieron internarla contra su voluntad en un hospital psiquiátrico. “Secuestraron a una escritora en la UNAM” tituló un diario. Su ausencia fue notoria, pero pasaron días para que sus amigos se enteraran dónde estaba. Fue Antonio Santos, fundador y dirigente del Consejo Estudiantil Universitario de la UNAM (organización de la que también formaba parte la actual presidenta de México, Claudia Sheinbaum) quien lideró el rescate de Alcira del hospital psiquiátrico, haciéndose responsable ante los médicos y recibiéndola en su casa.
Esta red de contención que se fue formando alrededor de Alcira, integrada por estudiantes, exestudiantes, funcionarios y amigos de antes que llegara a la UNAM también comenzó a ceder. Su salud mental siguió empeorando, las internaciones se repitieron, cada vez era más difícil darle contención.
A fines de los ochenta entablan contacto con mi familia y deciden enviarla a Uruguay, donde aún vivía su madre y sus hermanas. El impacto del reencuentro no fue el mejor, luego de casi 40 años sin verse, la adaptación mutua fue compleja y retomó la vida nómada que llevaba en México. Unos pocos años después de su regreso, la familia perdió contacto con ella. Pasaron muchos años de incertidumbre para confirmar oficialmente su fallecimiento por una infección respiratoria en un hospital público.
“Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo”, escribe Roberto Bolaño sobre Alcira en Amuleto y creo que tiene razón. Alcira fue una madre-amiga para todas las personas mencionadas anteriormente y para muchas más. La profundidad de los vínculos que Alcira generó para que 30 años después de su fallecimiento siga movilizando con sonrisas y lágrimas a muchas de sus amistades es comparable a una relación maternal. Aunque las lágrimas también escondan un sentimiento de culpa que creo fue compartido por todas las personas que formaron esas redes de contención en México y en Uruguay; las amigas, amigos y familiares que se preocupaban de que tuviera donde dormir, que se alimentara bien, que tomara sus medicamentos. El sentimiento de culpa de pensar que quizá no se hizo lo suficiente, que se podría haber hecho más, aunque el Estado y la medicina hayan hecho mucho menos.
Los distintos rescates de la historia de Alcira que se han realizado en los últimos años han servido para que esos sentimientos salgan a flote, se compartan, y que esa culpa vaya sanando en tanto que es compartida; pero también han servido para que de la misma forma en que Alcira decretó su muerte cuando su archivo personal desapareció, hoy podamos decretar que gracias al esfuerzo de sus amistades y familia —quienes encontraron y donaron poemas, cartas, dibujos e inclusive la caja perdida— hoy Alcira está viva en el Centro de Documentación Arkheia de su casa, la UNAM, casa de poetas, filósofos y revolucionarios.
Si quieres oír mi voz
Vamos al campo de espigas
Allí las flores son soles
Y son soles las espigas
Alcira Soust Scaffo
(1924, Durazno, Uruguay – 1997, Montevideo, Uruguay).
Antes del trágico 2 de octubre de 1968, Alcira Soust Scaffo estuvo encerrada 12 días en el octavo piso de la Torre de Humanidades de Ciudad Universitaria, fue una de las primeras prisioneras del fatídico ‘68 mexicano.
Alcira, la madre de la poesía mexicana, la que conocía a todos los poetas y a la que todos los poetas conocían, dice Roberto Bolaño en sus novelas Los detectives salvajes y Amuleto. “¿Alcira?, ah sí, la chifladita que estuvo encerrada en un baño cuando entró el ejército en el 68”, me dijo un vendedor ambulante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Alcira Soust Scaffo, la mujer a la que recuerda Elena Poniatowska en el entierro de la escritora Rosario Castellanos: “Peinada con cola de caballo, bajo una lluvia intensa, repartió hojas de papel tamaño carta con poemas de Rosario que ella había mimeografiado. Mojadas, las hojas blancas se convirtieron en sudarios…”.
Para mí Alcira era la hermana de mi abuela Sulma, la tía que se fue a México mucho antes que naciera mi madre y volvió sorpresivamente cuando yo era un niño chico. La de pelo rubio, ojos claros, blusa blanca con flores, que conversaba y tomaba cerveza en la cocina con mis padres. Todavía recuerdo algo de su voz, las palabras silbadas debido a la falta de algunos dientes. “Despierta, mi bien, despierta, mira que ya amaneció, ya los pajaritos cantan, la luna ya se escondió…”, le cantaba a mi hermano menor. Visitaba esporádicamente la casa de mis padres, con un poema de regalo en algún cumpleaños, o a veces llamaba por teléfono pidiendo ayuda para pagar la pensión donde se estaba quedando. Un día de mañana llamaron de un bar para hablar con mi padre. Alcira les había dicho que él iba a pagar las cervezas que se había tomado con unos amigos la noche anterior.
Alguna vez mi abuela me dijo que Alcira no estaba bien porque en México había estado mucho tiempo encerrada en un baño, esas explicaciones que dejan más dudas que certezas. No recuerdo el motivo por el que me lo dijo, si fue por algún comportamiento errático de Alcira o si fue producto de la angustia cuando se perdió el contacto con ella y pasaron los días, los meses, los años. Para mí Alcira también fue a la que, caminando por el centro de Montevideo, busqué en la cara de tantas mujeres durmiendo en la calle y a la que encontré años después en los libros de Roberto Bolaño, de José Revueltas, en el agridulce recuerdo de sus amistades y mis familiares.
La antesala del 68
En los años sesenta, Alcira ya era una figura reconocida en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. No era estudiante, tampoco profesora, pero era una presencia constante en sus pasillos. Ninguno de sus amigos tenía muy claro cómo ni cuándo ella había llegado a México, pero ahí estaba. Su amigo, Cuauhtémoc Medina, curador en jefe del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), ha llegado a decir que “Alcira Soust Scaffo era una práctica. Quienes se acercaban a la poeta encontraban un surtidor de textos y poemas: modestas hojas de papel mimeografiadas con traducciones, biografías, mensajes, el reporte de su entusiasmo por una sinfonía o la invitación a asistir a un evento cultural o una movilización concreta, a veces acompañando el regalo con un simple bolillo o una flor como equivalente nutritivo y perfumado del poema”. Alcira era una activista y su principal arma era la poesía escrita, declamada, traducida, a mano, a máquina, mimeografiada, como fuera, pero la poesía.
Cuando llega la impronta revolucionaria de 1968 a la Ciudad de México, el movimiento estudiantil no escapa a la tendencia internacional y sus movilizaciones en defensa de los derechos y las libertades democráticas son la piedra en el zapato del gobierno del presidente Díaz Ordaz, que ultima detalles para recibir por primera vez a los Juegos Olímpicos. El gobierno toma el mismo camino que tantos otros gobiernos latinoamericanos de la época y la brutalidad de la represión se empieza a sentir cuando el 30 de julio el ejército se encarga de acabar con la ocupación estudiantil en la preparatoria de la UNAM. Destrozan de un bazucazo la puerta del local; se habla de más de mil detenidos y 400 heridos. El protagonismo del ejército en la represión al movimiento estudiantil continuaría y el 18 de septiembre soldados y tanques toman la Ciudad Universitaria de la UNAM.
El filósofo y activista José Revueltas, teórico de cabecera para gran parte del movimiento estudiantil, narra en “Gris es toda teoría (II)” el episodio que años más tarde inmortalizaría Roberto Bolaño en Los detectives salvajes:
Cuando el día 18 entró la tropa en CU, fue recibida por la voz de León Felipe que recitaba con toda potencia de ʻradio humanidadesʼ, como se bautizó al micrófono con el que se transmitían música sinfónica y mensajes revolucionarios, desde el octavo piso. Era Alcira que, de este modo, recibía a los invasores. Cada quien se salvó como pudo y muchos más cayeron presos. Todos pensábamos que Alcira habría sido presa y, ante el silencio de los periódicos, algunos supusimos que estaría en libertad, pero perdimos el contacto.
Ese día en que el ejército entra a la Universidad y se encuentra con los versos del poeta español, que tenía gran amistad con Alcira, es el mismo día en que León Felipe fallece a sus 84 años. El lunes 30 de septiembre, sigue narrando José Revueltas:
Las tropas salen de CU. Robos, destrozos y más abusos que no se pueden atribuir al ejército sino a la policía. En los baños del octavo piso de Humanidades (donde trabajamos todo el tiempo que estuvimos en CU y yo tenía un cubículo) fue encontrada Alcira después de doce días de estar escondida y a punto de morir de hambre. Es terrible y grandioso.
Revueltas desconocía algo que cuenta Alfredo López Austin, destacado historiador del México precolombino y amigo cercano de Alcira, él fue parte del grupo que encontró a Alcira en el baño, quien al verlos no solo no los reconoce, sino que los confunde con policías y les dice que ella estaba ahí porque había ido a un homenaje a León Felipe. Seguramente la necesaria internación, luego de estar 12 días sobreviviendo a papel y agua, fue el motivo de la ausencia de Alcira en la movilización del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, ese mitin contra la represión del movimiento estudiantil que se convertiría en la tristemente célebre Masacre de Tlatelolco. Se habla de 300 a 400 muertos, aunque la cifra no es clara, ya que en ese entonces también se desaparecían los cuerpos.
Alcira, el mito viviente de la UNAM, la persona que todo el mundo volteaba a mirar; sus amigos de la época consideran que no hubo grandes cambios en su personalidad. La Alcira que vivía en lo de amigos, que pasaba noches enteras en alguna cafetería barata escribiendo poemas en las servilletas, la que festejaba las huelgas para poder vivir en la Universidad, ya existía antes del 68.
Por decirlo de otra forma, los problemas de salud mental que Alcira padeció gran parte de su vida comenzaron mucho antes del episodio del 68. Es un hecho no muy bien documentado, que ocurre en 1957, y que implica a Guillermo Santibáñez —novio mexicano de Alcira—, un viaje a alta velocidad y un embarazo avanzado que se termina abruptamente. No está claro si Alcira se tiró del auto en medio de una pelea o si chocaron porque él iba borracho. Lo que sí está claro es que días después Alcira le escribe pidiendo consejos a su amigo Lucas Ortiz (director del Crefal, Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y El Caribe), expresándole tener miedo de “la locura que no tiene sentido” luego de la tragedia que había pasado. A ningún otro de sus amigos le contó lo que había sufrido ni cómo había llegado a México.
Alcira era una maestra destacada, tanto como para viajar becada a México (a un curso de posgrado en el Crefal) y para que su tesis sea la primera que el instituto publica formalmente, a tal nivel que el presidente del tribunal deja constancia que “cuando Alcira afina su capacidad de análisis me he visto como el pescador, ese que quiere seguir con la vista el hilo que se va desdibujando en el agua: llega el momento en que el hilo se pierde, aunque más allá, más hondo, se alcancen a ver los reflejos de plata del pez que merodea”. El presidente no era otro que el maestro uruguayo Julio Castro, a quien la dictadura uruguaya desaparece y asesina en 1977; sus restos se encuentran en 2011 presentando evidencias de tortura y de haber sido ejecutado de un balazo en la cabeza.
Pero nada de esto cuenta Alcira a sus amigos ni su vida en Uruguay ni cómo llegó a México ni su relación con Guillermo Santibáñez ni el trágico episodio que la lleva a esa vida nómada, libre de muchas obligaciones —sí—, pero presa de tantos miedos, frustraciones o incapacidades.
Creo que esta mezcla de sufrimiento, miedos, inteligencia y sensibilidad es lo que hacía de Alcira una persona tan magnética y misteriosa que conquistaba amistades a diario, gente que se emociona al hablar de ella el día de hoy. Marisol Schulz, directora de la Feria del Libro de Guadalajara y amiga de Alcira en los años setenta; así la describe:
Hablar de Alcira es hablar de los años de inquietud política, del despertar de muchos de nosotros que no estábamos conformes con la realidad que nos rodeaba y que convocábamos no solo a marchas sino a grupos de estudio, de lectura, de análisis. Unos años que me marcaron, y que en cierto sentido definieron mi devenir. Y ahí estaba ella, con su acento uruguayo, con sus filias y sus fobias. Su pasión por la poesía de Rimbaud, de Baudelaire, de Eluard, pero también de León Felipe, de Jaime Sabines, a quien ella llamaba cariñosamente ʻJaimitoʼ, y quien me consta era en ese entonces uno de sus protectores, como también lo fueron Bonifaz Nuño, Ricardo Guerra o Alfredo López Austin. Era una mujer culta. Una verdadera activista de izquierda, de la izquierda latinoamericana de aquel entonces, cuando la región seguía asolada por terroríficas dictaduras militares y aquí se sentían los estragos de la Guerra Fría.
En los años ochenta, Alcira sigue siendo una figura destacada en su querida Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Pinta carteles, reparte poemas y participa en todas las movilizaciones. Los días en que el equipo de futbol de los Pumas es local en el Estadio Olímpico Alcira se encarga de recorrer los pasillos de la Facultad con una gran bandera alentando a los estudiantes a seguirla al partido.
Mantiene su vida nómada luego de algunas convivencias conflictivas con amigos y a pesar de varios intentos de sus amistades de conseguirle un lugar propio. No para en su rol de maestra gitana; sigue conversando con los nuevos estudiantes, les enseña poesía. Algunos amigos la recuerdan conversando con quien después sería el subcomandante Marcos (ahora conocido como El Capitán), quien años más tarde recordaría su poesía en una carta a Juan Villoro.
Si bien Alcira publicaba exclusivamente por sus propios canales, de hojas mimeografiadas, fotocopiadas, de acciones performáticas, etc.; formatos de corta vida útil en general, ella igual atesoraba copias de su producción poética, cartas y recuerdos en una caja que estaba a resguardo en el cubículo de una de sus mejores amigas, Ruth Peza, funcionaria de la Facultad. No está claro qué pasó, pero un día en que Ruth llegó a su oficina, la caja de Alcira había desaparecido.
El impacto fue muy fuerte. Alcira se lamentaba que con la desaparición de su caja la habían asesinado. Protestaba por los pasillos de la facultad al punto que las autoridades decidieron internarla contra su voluntad en un hospital psiquiátrico. “Secuestraron a una escritora en la UNAM” tituló un diario. Su ausencia fue notoria, pero pasaron días para que sus amigos se enteraran dónde estaba. Fue Antonio Santos, fundador y dirigente del Consejo Estudiantil Universitario de la UNAM (organización de la que también formaba parte la actual presidenta de México, Claudia Sheinbaum) quien lideró el rescate de Alcira del hospital psiquiátrico, haciéndose responsable ante los médicos y recibiéndola en su casa.
Esta red de contención que se fue formando alrededor de Alcira, integrada por estudiantes, exestudiantes, funcionarios y amigos de antes que llegara a la UNAM también comenzó a ceder. Su salud mental siguió empeorando, las internaciones se repitieron, cada vez era más difícil darle contención.
A fines de los ochenta entablan contacto con mi familia y deciden enviarla a Uruguay, donde aún vivía su madre y sus hermanas. El impacto del reencuentro no fue el mejor, luego de casi 40 años sin verse, la adaptación mutua fue compleja y retomó la vida nómada que llevaba en México. Unos pocos años después de su regreso, la familia perdió contacto con ella. Pasaron muchos años de incertidumbre para confirmar oficialmente su fallecimiento por una infección respiratoria en un hospital público.
“Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo”, escribe Roberto Bolaño sobre Alcira en Amuleto y creo que tiene razón. Alcira fue una madre-amiga para todas las personas mencionadas anteriormente y para muchas más. La profundidad de los vínculos que Alcira generó para que 30 años después de su fallecimiento siga movilizando con sonrisas y lágrimas a muchas de sus amistades es comparable a una relación maternal. Aunque las lágrimas también escondan un sentimiento de culpa que creo fue compartido por todas las personas que formaron esas redes de contención en México y en Uruguay; las amigas, amigos y familiares que se preocupaban de que tuviera donde dormir, que se alimentara bien, que tomara sus medicamentos. El sentimiento de culpa de pensar que quizá no se hizo lo suficiente, que se podría haber hecho más, aunque el Estado y la medicina hayan hecho mucho menos.
Los distintos rescates de la historia de Alcira que se han realizado en los últimos años han servido para que esos sentimientos salgan a flote, se compartan, y que esa culpa vaya sanando en tanto que es compartida; pero también han servido para que de la misma forma en que Alcira decretó su muerte cuando su archivo personal desapareció, hoy podamos decretar que gracias al esfuerzo de sus amistades y familia —quienes encontraron y donaron poemas, cartas, dibujos e inclusive la caja perdida— hoy Alcira está viva en el Centro de Documentación Arkheia de su casa, la UNAM, casa de poetas, filósofos y revolucionarios.
Si quieres oír mi voz
Vamos al campo de espigas
Allí las flores son soles
Y son soles las espigas
Alcira Soust Scaffo
(1924, Durazno, Uruguay – 1997, Montevideo, Uruguay).
Esta foto de estudio se la tomó Alcira en su ciudad natal, Durazno, cuando tenía 18 años. 1942
Alcira, la madre de la poesía mexicana, la que conocía a todos los poetas y a la que todos los poetas conocían, dice Roberto Bolaño en sus novelas Los detectives salvajes y Amuleto. “¿Alcira?, ah sí, la chifladita que estuvo encerrada en un baño cuando entró el ejército en el 68”, me dijo un vendedor ambulante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Alcira Soust Scaffo, la mujer a la que recuerda Elena Poniatowska en el entierro de la escritora Rosario Castellanos: “Peinada con cola de caballo, bajo una lluvia intensa, repartió hojas de papel tamaño carta con poemas de Rosario que ella había mimeografiado. Mojadas, las hojas blancas se convirtieron en sudarios…”.
Para mí Alcira era la hermana de mi abuela Sulma, la tía que se fue a México mucho antes que naciera mi madre y volvió sorpresivamente cuando yo era un niño chico. La de pelo rubio, ojos claros, blusa blanca con flores, que conversaba y tomaba cerveza en la cocina con mis padres. Todavía recuerdo algo de su voz, las palabras silbadas debido a la falta de algunos dientes. “Despierta, mi bien, despierta, mira que ya amaneció, ya los pajaritos cantan, la luna ya se escondió…”, le cantaba a mi hermano menor. Visitaba esporádicamente la casa de mis padres, con un poema de regalo en algún cumpleaños, o a veces llamaba por teléfono pidiendo ayuda para pagar la pensión donde se estaba quedando. Un día de mañana llamaron de un bar para hablar con mi padre. Alcira les había dicho que él iba a pagar las cervezas que se había tomado con unos amigos la noche anterior.
Alguna vez mi abuela me dijo que Alcira no estaba bien porque en México había estado mucho tiempo encerrada en un baño, esas explicaciones que dejan más dudas que certezas. No recuerdo el motivo por el que me lo dijo, si fue por algún comportamiento errático de Alcira o si fue producto de la angustia cuando se perdió el contacto con ella y pasaron los días, los meses, los años. Para mí Alcira también fue a la que, caminando por el centro de Montevideo, busqué en la cara de tantas mujeres durmiendo en la calle y a la que encontré años después en los libros de Roberto Bolaño, de José Revueltas, en el agridulce recuerdo de sus amistades y mis familiares.
La antesala del 68
En los años sesenta, Alcira ya era una figura reconocida en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. No era estudiante, tampoco profesora, pero era una presencia constante en sus pasillos. Ninguno de sus amigos tenía muy claro cómo ni cuándo ella había llegado a México, pero ahí estaba. Su amigo, Cuauhtémoc Medina, curador en jefe del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), ha llegado a decir que “Alcira Soust Scaffo era una práctica. Quienes se acercaban a la poeta encontraban un surtidor de textos y poemas: modestas hojas de papel mimeografiadas con traducciones, biografías, mensajes, el reporte de su entusiasmo por una sinfonía o la invitación a asistir a un evento cultural o una movilización concreta, a veces acompañando el regalo con un simple bolillo o una flor como equivalente nutritivo y perfumado del poema”. Alcira era una activista y su principal arma era la poesía escrita, declamada, traducida, a mano, a máquina, mimeografiada, como fuera, pero la poesía.
Cuando llega la impronta revolucionaria de 1968 a la Ciudad de México, el movimiento estudiantil no escapa a la tendencia internacional y sus movilizaciones en defensa de los derechos y las libertades democráticas son la piedra en el zapato del gobierno del presidente Díaz Ordaz, que ultima detalles para recibir por primera vez a los Juegos Olímpicos. El gobierno toma el mismo camino que tantos otros gobiernos latinoamericanos de la época y la brutalidad de la represión se empieza a sentir cuando el 30 de julio el ejército se encarga de acabar con la ocupación estudiantil en la preparatoria de la UNAM. Destrozan de un bazucazo la puerta del local; se habla de más de mil detenidos y 400 heridos. El protagonismo del ejército en la represión al movimiento estudiantil continuaría y el 18 de septiembre soldados y tanques toman la Ciudad Universitaria de la UNAM.
El filósofo y activista José Revueltas, teórico de cabecera para gran parte del movimiento estudiantil, narra en “Gris es toda teoría (II)” el episodio que años más tarde inmortalizaría Roberto Bolaño en Los detectives salvajes:
Cuando el día 18 entró la tropa en CU, fue recibida por la voz de León Felipe que recitaba con toda potencia de ʻradio humanidadesʼ, como se bautizó al micrófono con el que se transmitían música sinfónica y mensajes revolucionarios, desde el octavo piso. Era Alcira que, de este modo, recibía a los invasores. Cada quien se salvó como pudo y muchos más cayeron presos. Todos pensábamos que Alcira habría sido presa y, ante el silencio de los periódicos, algunos supusimos que estaría en libertad, pero perdimos el contacto.
Ese día en que el ejército entra a la Universidad y se encuentra con los versos del poeta español, que tenía gran amistad con Alcira, es el mismo día en que León Felipe fallece a sus 84 años. El lunes 30 de septiembre, sigue narrando José Revueltas:
Las tropas salen de CU. Robos, destrozos y más abusos que no se pueden atribuir al ejército sino a la policía. En los baños del octavo piso de Humanidades (donde trabajamos todo el tiempo que estuvimos en CU y yo tenía un cubículo) fue encontrada Alcira después de doce días de estar escondida y a punto de morir de hambre. Es terrible y grandioso.
Revueltas desconocía algo que cuenta Alfredo López Austin, destacado historiador del México precolombino y amigo cercano de Alcira, él fue parte del grupo que encontró a Alcira en el baño, quien al verlos no solo no los reconoce, sino que los confunde con policías y les dice que ella estaba ahí porque había ido a un homenaje a León Felipe. Seguramente la necesaria internación, luego de estar 12 días sobreviviendo a papel y agua, fue el motivo de la ausencia de Alcira en la movilización del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, ese mitin contra la represión del movimiento estudiantil que se convertiría en la tristemente célebre Masacre de Tlatelolco. Se habla de 300 a 400 muertos, aunque la cifra no es clara, ya que en ese entonces también se desaparecían los cuerpos.
Alcira, el mito viviente de la UNAM, la persona que todo el mundo volteaba a mirar; sus amigos de la época consideran que no hubo grandes cambios en su personalidad. La Alcira que vivía en lo de amigos, que pasaba noches enteras en alguna cafetería barata escribiendo poemas en las servilletas, la que festejaba las huelgas para poder vivir en la Universidad, ya existía antes del 68.
Por decirlo de otra forma, los problemas de salud mental que Alcira padeció gran parte de su vida comenzaron mucho antes del episodio del 68. Es un hecho no muy bien documentado, que ocurre en 1957, y que implica a Guillermo Santibáñez —novio mexicano de Alcira—, un viaje a alta velocidad y un embarazo avanzado que se termina abruptamente. No está claro si Alcira se tiró del auto en medio de una pelea o si chocaron porque él iba borracho. Lo que sí está claro es que días después Alcira le escribe pidiendo consejos a su amigo Lucas Ortiz (director del Crefal, Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y El Caribe), expresándole tener miedo de “la locura que no tiene sentido” luego de la tragedia que había pasado. A ningún otro de sus amigos le contó lo que había sufrido ni cómo había llegado a México.
Alcira era una maestra destacada, tanto como para viajar becada a México (a un curso de posgrado en el Crefal) y para que su tesis sea la primera que el instituto publica formalmente, a tal nivel que el presidente del tribunal deja constancia que “cuando Alcira afina su capacidad de análisis me he visto como el pescador, ese que quiere seguir con la vista el hilo que se va desdibujando en el agua: llega el momento en que el hilo se pierde, aunque más allá, más hondo, se alcancen a ver los reflejos de plata del pez que merodea”. El presidente no era otro que el maestro uruguayo Julio Castro, a quien la dictadura uruguaya desaparece y asesina en 1977; sus restos se encuentran en 2011 presentando evidencias de tortura y de haber sido ejecutado de un balazo en la cabeza.
Pero nada de esto cuenta Alcira a sus amigos ni su vida en Uruguay ni cómo llegó a México ni su relación con Guillermo Santibáñez ni el trágico episodio que la lleva a esa vida nómada, libre de muchas obligaciones —sí—, pero presa de tantos miedos, frustraciones o incapacidades.
Creo que esta mezcla de sufrimiento, miedos, inteligencia y sensibilidad es lo que hacía de Alcira una persona tan magnética y misteriosa que conquistaba amistades a diario, gente que se emociona al hablar de ella el día de hoy. Marisol Schulz, directora de la Feria del Libro de Guadalajara y amiga de Alcira en los años setenta; así la describe:
Hablar de Alcira es hablar de los años de inquietud política, del despertar de muchos de nosotros que no estábamos conformes con la realidad que nos rodeaba y que convocábamos no solo a marchas sino a grupos de estudio, de lectura, de análisis. Unos años que me marcaron, y que en cierto sentido definieron mi devenir. Y ahí estaba ella, con su acento uruguayo, con sus filias y sus fobias. Su pasión por la poesía de Rimbaud, de Baudelaire, de Eluard, pero también de León Felipe, de Jaime Sabines, a quien ella llamaba cariñosamente ʻJaimitoʼ, y quien me consta era en ese entonces uno de sus protectores, como también lo fueron Bonifaz Nuño, Ricardo Guerra o Alfredo López Austin. Era una mujer culta. Una verdadera activista de izquierda, de la izquierda latinoamericana de aquel entonces, cuando la región seguía asolada por terroríficas dictaduras militares y aquí se sentían los estragos de la Guerra Fría.
En los años ochenta, Alcira sigue siendo una figura destacada en su querida Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Pinta carteles, reparte poemas y participa en todas las movilizaciones. Los días en que el equipo de futbol de los Pumas es local en el Estadio Olímpico Alcira se encarga de recorrer los pasillos de la Facultad con una gran bandera alentando a los estudiantes a seguirla al partido.
Mantiene su vida nómada luego de algunas convivencias conflictivas con amigos y a pesar de varios intentos de sus amistades de conseguirle un lugar propio. No para en su rol de maestra gitana; sigue conversando con los nuevos estudiantes, les enseña poesía. Algunos amigos la recuerdan conversando con quien después sería el subcomandante Marcos (ahora conocido como El Capitán), quien años más tarde recordaría su poesía en una carta a Juan Villoro.
Si bien Alcira publicaba exclusivamente por sus propios canales, de hojas mimeografiadas, fotocopiadas, de acciones performáticas, etc.; formatos de corta vida útil en general, ella igual atesoraba copias de su producción poética, cartas y recuerdos en una caja que estaba a resguardo en el cubículo de una de sus mejores amigas, Ruth Peza, funcionaria de la Facultad. No está claro qué pasó, pero un día en que Ruth llegó a su oficina, la caja de Alcira había desaparecido.
El impacto fue muy fuerte. Alcira se lamentaba que con la desaparición de su caja la habían asesinado. Protestaba por los pasillos de la facultad al punto que las autoridades decidieron internarla contra su voluntad en un hospital psiquiátrico. “Secuestraron a una escritora en la UNAM” tituló un diario. Su ausencia fue notoria, pero pasaron días para que sus amigos se enteraran dónde estaba. Fue Antonio Santos, fundador y dirigente del Consejo Estudiantil Universitario de la UNAM (organización de la que también formaba parte la actual presidenta de México, Claudia Sheinbaum) quien lideró el rescate de Alcira del hospital psiquiátrico, haciéndose responsable ante los médicos y recibiéndola en su casa.
Esta red de contención que se fue formando alrededor de Alcira, integrada por estudiantes, exestudiantes, funcionarios y amigos de antes que llegara a la UNAM también comenzó a ceder. Su salud mental siguió empeorando, las internaciones se repitieron, cada vez era más difícil darle contención.
A fines de los ochenta entablan contacto con mi familia y deciden enviarla a Uruguay, donde aún vivía su madre y sus hermanas. El impacto del reencuentro no fue el mejor, luego de casi 40 años sin verse, la adaptación mutua fue compleja y retomó la vida nómada que llevaba en México. Unos pocos años después de su regreso, la familia perdió contacto con ella. Pasaron muchos años de incertidumbre para confirmar oficialmente su fallecimiento por una infección respiratoria en un hospital público.
“Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo”, escribe Roberto Bolaño sobre Alcira en Amuleto y creo que tiene razón. Alcira fue una madre-amiga para todas las personas mencionadas anteriormente y para muchas más. La profundidad de los vínculos que Alcira generó para que 30 años después de su fallecimiento siga movilizando con sonrisas y lágrimas a muchas de sus amistades es comparable a una relación maternal. Aunque las lágrimas también escondan un sentimiento de culpa que creo fue compartido por todas las personas que formaron esas redes de contención en México y en Uruguay; las amigas, amigos y familiares que se preocupaban de que tuviera donde dormir, que se alimentara bien, que tomara sus medicamentos. El sentimiento de culpa de pensar que quizá no se hizo lo suficiente, que se podría haber hecho más, aunque el Estado y la medicina hayan hecho mucho menos.
Los distintos rescates de la historia de Alcira que se han realizado en los últimos años han servido para que esos sentimientos salgan a flote, se compartan, y que esa culpa vaya sanando en tanto que es compartida; pero también han servido para que de la misma forma en que Alcira decretó su muerte cuando su archivo personal desapareció, hoy podamos decretar que gracias al esfuerzo de sus amistades y familia —quienes encontraron y donaron poemas, cartas, dibujos e inclusive la caja perdida— hoy Alcira está viva en el Centro de Documentación Arkheia de su casa, la UNAM, casa de poetas, filósofos y revolucionarios.
Si quieres oír mi voz
Vamos al campo de espigas
Allí las flores son soles
Y son soles las espigas
Alcira Soust Scaffo
(1924, Durazno, Uruguay – 1997, Montevideo, Uruguay).
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