Tiempo de lectura: 5 minutosCuando Gerardo Estrada habla sobre el 2 de octubre, lo hace con palabras y gestos de esos que añaden más a la conversación que la voz, como si en sus ojos o en sus manos se proyectara una película completa. Mientras toma un café en la sala de su casa, ubicada en el tranquilo barrio de Santa Catarina, al sur de la Ciudad de México, cuenta que hace 50 años cuando vio las luces de bengala y escuchó los helicópteros pasar por encima de su cabeza en la plaza de Tlatelolco —ese presagio de la tragedia que aparece descrito en libros, películas, reportajes y series— él no supo leer lo qué estaba pasando. Tampoco tuvo claro que pasó cuando escuchó las primeras balas. “Yo estuve ahí en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre, pero también estuve en la marcha de julio y el 28 de agosto; luego en la Manifestación del Silencio y en la toma de Rectoría. Yo viví el 68 de cerca”, dice.
En ese emblemático año Gerardo Estrada tenía tan sólo 22 años y era estudiante de Sociología. Con claridad recuerda y parece revivirlo mientras lo describe, cómo es que esa tarde del 2 de octubre se le erizaron los vellos de la nuca cuando la plaza se convirtió en un mar de gente corriendo. Un mar de gente corriendo por su vida. Quizá por instinto, él también corrió. Cuenta que un soldado con una bayoneta en las manos, con toda la pinta de ser el enemigo, le dijo: “corre, sálganse de aquí”.
Gerardo corrió tanto y tan rápido esa tarde que en medio de aquel caos alcanzó a esconderse dentro de uno de los 11, 916 departamentos que conformaban en 1968 el Conjunto Habitacional Nonoalco. Con una pequeña carcajada, que no es precisamente de felicidad. vuelve a aquel momento que quizás le salvó la vida. “Alguien me abrió la puerta y desde ahí presencié unas escenas como de la película Rojo Amanecer”. No dice más, es un tema que le ha costado superar.
Esa noche, según lo reportado por algunos medios extranjeros y el propio Octavio Paz, la cifra de muertos —que aún no es precisa— alcanzó las 350 personas. Además, mil 350 personas fueron detenidas arbitrariamente. Solo por protestar. Solo por disentir.
Hace una semana Jaime Rochín director de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas reconoció que la masacre de Tlatelolco, donde participó el ejército, la policía y grupos paramilitares como el Batallón Olimpia, fue un crimen de Estado. Este órgano se convirtió —más vale tarde que nunca— en la primer institución gubernamental del país en aceptar las violaciones de derechos humanos de esa noche.
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Estrada coloca delicadamente su taza de café sobre una mesa, cuenta cómo es que pasó esa noche trágica, encerrado en aquel departamento, pensando, entre muchas otras cosas, que tenía un par de boletos para asistir a un recital de danza al día siguiente. Lo dice intentando cambiar de tema, pero luego lo retoma. “Hasta hace poco entendí por qué pasó lo que pasó. Fue porque, la verdad, a pesar de todas las imágenes que aún vemos, el 68 fue una fiesta. Una fiesta de la juventud, algo que incomodó al mundo de los adultos, al mundo del poder autoritario”, dice.
Gerardo Estrada, que actualmente tiene 72 años y es maestro en la facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, escribió hace diez años el libro 1968, Estado y Universidad y la editorial Grijalbo lo reeditó conmemorando el 50 aniversario del Movimiento Estudiantil. Gerardo cuenta que lo escribió como un ejercicio de catarsis, aunque el 68 lo ha acompañado y lo ha obsesionado toda la vida.
“A pesar de que siempre he tratado el tema, para escribir este libro me costó alejarme de mis emociones, tuve que hablar con los protagonistas, con los líderes políticos y leer otros testimonios para no ver el hecho desde una ventana, busqué ser lo más objetivo posible”, dice serio y acomodándose unos grandes lentes sin armazón. Una de las primeras preguntas que se formuló fue: ¿por qué varios países que no tenían un Díaz Ordaz tuvieron también un 68?
Una de sus primeras conclusiones fue que la cultura había cambiado la forma en que los jóvenes se relacionaban con un presente nada alentador. Un presente de guerras, de pobreza, de segregación racial, de autoritarismo. “Durante esos años cambió el cine con la Nouvelle Vague, la música con The Rolling Stones o The Beatles. Llegó la revolución sexual que trajo la píldora anticonceptiva que liberó al cuerpo e influenció la danza y la pintura, pero también impulsó al feminismo. Durante esos años también cambió la literatura con autores como José Agustín o Carlos Fuentes que escribían y hablaban cómo y para los jóvenes”, dice Gerardo.
Menciona también que había mucho temor de que el rock o la música en inglés borrara la cultura mexicana. “Pero en México la cultura es muy fuerte, las fiestas siempre acaban con Mariachi o boleros o Luis Miguel, todas”.
Durante ese fugaz verano de 1968 que muchos llamaron primavera, porque la libertad había florecido, una de las consignas que repetían los estudiantes era “llevar la imaginación al poder” y la cultura parecía haberlo logrado. De pronto resonaba más lo que tenían que decir los jóvenes que los políticos, y a ellos no les gustó mucho esa idea.
“El 68 me puso en la realidad, donde la política es el poder y el poder es ejercerlo. Aunque considero a la inteligencia como un arma, me di cuenta de su debilidad frente al Estado, que ante cada intento de diálogo por parte de los estudiantes, respondía con un acto autoritario”, dice Estrada.
Admite que su generación fue ingenua cuando decía “seamos realistas, pidamos lo imposible”.
“A 50 años del movimiento creo que hay que retomar la esencia de las luchas del 68, porque muchas de ellas no han culminado. Si le preguntaras, por ejemplo, a una mujer, te dirá que desde el feminismo falta mucho por hacer, como encontrar igualdad de salario o justicia. Persiste también la discriminación racial, esa que sufren muchos mexicanos en Estados Unidos. Esas son luchas que los jóvenes tendrán que retomar y enfrentar“ remata.
Gerardo Estrada.
Hace tres semanas Gerardo asistió al 50 aniversario de la Marcha del Silencio y vio orgulloso a una nueva generación “más despierta y menos ingenua que se unió a la protesta con una evidente actitud crítica y ciudadana. El 68 logró ese espíritu universitario”, afirma.
Gerardo hace un breve viaje en el tiempo y compara las movilizaciones, me dice que ha habido cambios, aunque no tantos. Relata que cuando él fue a la marcha que el rector Barros Sierra encabezó, había tanques y soldados con ametralladoras que los esperaban a la altura de la avenida Félix Cuevas y el Parque Hundido para no dejarlos avanzar hacia el centro de la Ciudad. Ahí no habría diálogo. El gobierno estaba decidido a acabar con el movimiento para salvar su imagen ante el mundo y conservar ese poder de partido único que solo cambió tres décadas después.
Mientras nos despedimos, Gerardo me dice que recientemente vio un documental sobre la matanza donde se ve cómo un tipo con un guante blanco dispara desde uno de los edificios de Tlatelolco hacia abajo, hacia la plaza. Me lanza una idea: “Yo pienso que habría que investigar y probar que la matanza fue resultado del desmadre de la policía mexicana. En el mitin estaba la policía secreta, el batallón Olimpia, la policía judicial y el ejército. Yo creo que el ejército únicamente tenía intenciones de dispersarnos —a mí uno de los soldados me dijo corre cuando empezaron los balazos— y la policía fue la que inició todo”, afirma.
“No había estudiantes armados como se dijo días después. Quienes dispararon fueron ellos, y eso derivó en una matanza”, agrega. “Esa hipótesis la teníamos Marcelino Perelló, Luis González de Alba y yo, pero fuimos muy criticados por ella. Aún me queda la duda de quién dio la orden para el bazucazo que destruyó la puerta barroca de la Escuela Nacional Preparatoria y que inició todo esto. No hay ningún documento que lo aclare, de eso estoy seguro”, remata.