Hay quienes consideran al Oscar como un premio importante por destacar el cine de la industria más poderosa del mundo. También quienes consideran que cualquier tipo de premio refleja los gustos del jurado en turno. Y para quienes la predilección es inevitable: es el cine que está en todas las pantallas del mundo.
El cine no es subjetivo; más bien es un objeto condenado a la subjetividad y, por eso, las opiniones que damos sobre él y sobre eventos como la entrega del Oscar dependen del lado en el que nos situamos en el pleito interminable por el espíritu de las imágenes. Abundan quienes consideran al Oscar un premio importante por representar el cine destacado de la industria más poderosa del mundo: la hollywoodense. Pero también hay quienes consideramos que cualquier tipo de premio refleja meramente los gustos del jurado en turno, aunque seamos afines a él, y que por ello los reconocimientos son solamente la expresión de una idea particular sobre el significado del cine. En este bando también pensamos que la inmensa atención mediática al Oscar no es más que una expresión de neocolonialismo, porque premios industriales los hay en todos lados —ahí están los Ariel de México; los Goya de España; los Premios Sur de Argentina— y ninguno recibe la misma atención. Alguien dirá que la predilección es inevitable: a final de cuentas el cine de Hollywood está en casi todas las pantallas de la Tierra. Sin embargo, esto es un síntoma de la hegemonía estadounidense que no se debe a la mayor calidad de sus producciones sino a una imposición política. Para muestra está la ley cinematográfica promulgada en México tras la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que eliminó la obligación de proyectar películas nacionales en la mitad de las pantallas del país. Esto prueba que vemos lo que otros quieren que veamos, y que el Oscar sirve para validar eso que quieren hacernos ver.
Frente a esto, el aprecio por una película como Nomadland (2020), nominada este año en seis categorías, adquiere un carácter sospechoso. Su trama cuenta las peripecias de una mujer que prefiere una vida precaria en la carretera por encima de la comodidad que ofrecen los suburbios. Sin embargo, y en aparente contradicción con las ideas de la protagonista, la directora Chloé Zhao nos muestra un almacén de Amazon como un lugar donde el trabajo no es particularmente horrible —a pesar de testimonios de trabajadores que han orinado en botellas para no fallar a sus itinerarios—, y donde se hacen numerosas amistades y se gana buen dinero. Esto replantea la trama, que se revela como una idealización de la pobreza ayudada por una imaginería de postal y una musicalización manipuladora. Las nominadas al Oscar son puntales que refuerzan el statu quo, y más todavía las ganadoras como Green Book (2018), donde un chofer blanco le enseña a un pianista negro a comportarse como un miembro de la comunidad afroestadounidense comiendo pollo frito. Nada de esto es producto de una conspiración sino de las convicciones políticas —y en consecuencia, estéticas— de los miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, que, a su vez, representan la sociedad de donde vienen.
Un síntoma de la hegemonía estadounidense que no se debe a la calidad de sus producciones sino a una imposición política. La ley cinematográfica promulgada en México, tras la firma del TLCAN, eliminó la obligación de proyectar películas nacionales en la mitad de las pantallas del país.
Por eso, en parte, el Oscar ni siquiera premia lo mejor del cine estadounidense. Una película como Never Rarely Sometimes Always (2020), que representa sin sentimentalismo el aborto, fue ninguneada en favor de, por ejemplo, la violenta Promising Young Woman (2020) que, mediante un estilo torpe y abundante en lugares comunes, valida a la policía y glorifica el sacrificio de una mujer para vengar a otra de un acto de violencia sexual. Ni hablar ya de un reconocimiento a figuras vanguardistas como Kelly Reichardt, cuyo western revisionista First Cow (2019) apareció en numerosas listas de lo mejor del año pero no alcanzó una sola nominación. ¿Qué posibilidades le deja esto a artistas todavía más subversivos como Dan Sallitt y Frederick Wiseman? Esta negligencia subraya las objeciones contra las ocho nominadas al Oscar a Mejor Película. Seis de ellas me parecen, al menos, deficientes, y otras dos, Sound of Metal (2019) y Minari (2020), destacan del resto pero no alcanzan una originalidad significativa. La Academia se excusa pretextando las nuevas reglas para elegir a las nominadas, pero la culpa está en la ceguera de sus votantes, que saben hacer películas convencionales, pero no por ello saben apreciar el cine en general. Si en verdad premian el mérito estético, ¿por qué un votante le escribió a Eliza Hittman, la directora de Never Rarely Sometimes Always, un correo electrónico para reclamarle su representación del aborto en una película que ni siquiera había visto? Es natural que las preferencias ideológicas influyan en el gusto, pero es irresponsable que un votante en una premiación tan validada como el Oscar se rehúse a ver ciertas obras por ello y les niegue, incluso, sus méritos técnicos. Judas and the Black Messiah (2020), de Shaka King, representa un caso contrario donde la pugna por la diversidad étnica logró incluir una película protagonizada casi enteramente por un elenco afroestadounidense. Sin embargo su trama sobre los revolucionarios negros que se concentraron en el Partido Pantera Negra de Chicago durante los sesenta se diluye en varias líneas narrativas que trivializan la vida de Fred Hampton, el líder local del movimiento, y que le quitan peso a las ideas subversivas con un lenguaje cinematográfico llano. El caso de The Trial of the Chicago 7 (2020), situada en el mismo contexto espacio-temporal, es todavía más vergonzoso por su sentimentalismo y abundantes clichés de drama de abogados.
Las nominadas son puntales que refuerzan el statu quo. Nada de esto es producto de una conspiración sino de las convicciones políticas —y en consecuencia, estéticas— de los miembros de la Academia, que, a su vez, representan la sociedad de donde vienen.
Ambas contrastan drásticamente con The Inheritance (2020), de Ephraim Asili, que también aborda la revolución negra en Estados Unidos, pero para ello emplea un fascinante estilo didáctico, en el sentido brechtiano, y alusiones al cine marxista de Jean-Luc Godard. ¿La veremos en la ceremonia del año próximo? Probablemente no, y esto se debería a la razón por la que no sólo es deficiente la selección de candidatas a Mejor Película de este año sino porque es deficiente todos los años. Sin duda hay unas nominadas mejores que otras y en la historia se han llegado a colar películas importantes, pero lo que abunda en las preferencias de Hollywood es un cine conservador en su lenguaje fílmico y en sus ideas. No creo que esto cambie cuando la mayoría de los votantes deje de ser blanca o masculina, porque las ideas que tiene una industria multimillonaria no cuestionan el estado de las cosas: lo protegen. Hollywood no hace arte —salvo en valiosas excepciones— sino contenido que complazca al público, y más ahora cuando los algoritmos comienzan a definir los parámetros de creación. Entonces no hay mucho que esperar, ni ahora ni a futuro, porque no serviría una reforma a la Academia sino una transformación en las percepciones del público cinematográfico a nivel mundial. Sin una buena educación de la imagen en las escuelas, y legislaciones que protejan no sólo al cine industrial de cada país sino a todo lo que se produce en él, pasará algo peor que las cuestionables selecciones del Oscar: nos seguirá importando quién lo gane.