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<i>Dahomey</i>: el lirismo de un pasado victorioso

<i>Dahomey</i>: el lirismo de un pasado victorioso

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
<i>Dahomey</i> se trata de todas estas sociedades sometidas por el poder político extranjero y condenadas por ello a ser una sucursal, hasta que recuerden su fuerza primigenia e infinita.
16
.
12
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La cineasta francesa Mati Diop convirtió una travesía de restitución de la dignidad y el poder del imaginario beninés en una procesión de profundo carácter cívico.

La definición de cine popular es complicada: si el arte popular es el que emerge de los pueblos —como lo que desdeñosamente llamamos “artesanías”—, tendría que ser igual en el terreno de las imágenes. Sin embargo, son las películas de Tom Cruise las que consideramos populares, no debido, claro, al entorno desde el cual se producen —una élite económica—, sino por la amplitud de sus consumidores: un público tan vasto que muchas veces no se divide por clases, género, orientación y otras condiciones que, fuera de la sala de cine, segmentan a las sociedades. 

El cine militante de los años sesenta y setenta emergió (motivado por las luchas de liberación en todo el mundo y por el abaratamiento de los medios de producción cinematográficos) para enfrentar a la industria y su control capitalista de las imágenes. Jean-Luc Godard hizo un llamado a esta batalla en su cortometraje Caméra-oeil (1967) y, desde Argentina hasta Mauritania, el cine respondió como pudo. Sin embargo, al tratarse de un esfuerzo revolucionario, los cineastas militantes crearon un cine popular en sus valores de producción (o más o menos, ya que lo realizaban muchas veces intelectuales educados en Europa, aunque a partir de medios modestos), pero no en sus formas, que tendían a agredir al cine popular y su público. 

En medio de la lucha, Djibril Diop Mambéty, de Senegal, empezó a hacer películas de inspiración godardiana —aunque no militante—, como su clásico Touki Bouki (1973), que narra una escapada a la Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), pero para sus años finales se orientó hacia algo más ligero, sin por ello carecer de poesía. Su última película, La petite vendeuse de soleil (1999), muestra la cotidianidad de una niña que vende periódicos. En ella, la precariedad se manifiesta seguido pero no es motivo para la pornomiseria sino para la aventura, quizá porque se trata de una película que encontró su inspiración en el público al que aspiraba llegar.

Dahomey, cine como acto cívico
Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro.

La cineasta francesa Mati Diop es sobrina de Mambéty y lo ha homenajeado en su propia filmografía; por ejemplo, en el cortometraje Mille soleils (2013), que regresa a los protagonistas de Touki bouki, o en su primer largometraje, Atlantics (Atlantique, 2019), cuyo romance evoca algo de Mambéty y del primer Godard, pero las suyas han sido películas con una carga política más notable. Atlantics está atravesada por la migración y la pobreza, y su más reciente documental, Dahomey (2024), abarca de manera sucinta (el metraje alcanza poco más de una hora) el colonialismo en África, el saqueo, las reparaciones, la identidad cultural y mucho más. Entre estos aspectos políticos sobresale el hecho de que Diop no cae en idealizaciones, salvo tal vez una sola: la mirada atónita de una sociedad ante el pasado que le robaron. Dahomey, entonces, no representa un cine popular en su producción; tal vez tenga algo de ello en sus intenciones, pero quizá no debamos llamarla popular, sino cívica, por observar la relación de un pueblo y su cultura. Diop, como Mambéty, filma a quienes deberían ser sus espectadores.

Te recomendamos leer: "Desmoronado como si fuera un montón de piedras. El Pedro Páramo de Rodrigo Prieto"

En 2021, el Gobierno de Francia regresó a Benín 26 piezas de arte que había robado durante el siglo XIX. Lo que en aquel entonces perteneció al reino de Dahomey le fue devuelto a una república democrática. En su película, Diop describe los resultados de este proceso, pero no se interesa por la labor de los diplomáticos o por hacer un recuento pormenorizado de la historia. Ella es cineasta y deja la labor informativa a quienes tengan el rigor para realizarla, porque su interés está en concebir preguntas y observar fenómenos. Incluso hay momentos de fantasía suscitados por una de las piezas, cuya perspectiva nos comparte Diop mediante una voz monstruosa. También percibimos, como esta figura, la oscuridad que la abruma en las noches o en las cajas donde la ponen para viajar de vuelta a casa.

Dahomey evade el didacticismo y nos permite inferir las ideas a partir de los fragmentos que vemos y oímos. La pieza 26, una estatua del rey Ghézo, narra su confusión, su dolor en el exilio con más poesía que precisión: “Está tan oscuro en este lugar extranjero, que me perdí en mis sueños”. Diop busca que los pasajes del Musée du Quai Branly–Jacques Chirac en París representen una cárcel en la que se halla encerrado este ser divino que congrega a todo el reino de Dahomey en su forma belicosa. Obviamente Diop no fabrica nada, ya que sus imágenes documentales son recogidas en los espacios donde se desarrollan los hechos, pero el montaje muestra los objetos, los lugares, de una forma tan expresiva que esboza lirismo hasta con los artefactos más triviales.

Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro, como al momento de ver una estatua que se le atraviesa a la cámara. El sonido de la pieza siendo arrastrada es como el de un tanque, y sus fauces abiertas, que pasan apenas por encima de la lente, comunican la dignidad y el poder del imaginario beninés. En ese momento, para el espectador occidental más educado por los estereotipos, tendrían que venirse abajo los prejuicios pero, de nuevo, no es este el miembro de la audiencia que más le importa a Diop, sino el beninés, y el de cualquier país colonizado en pugna por recuperar los objetos de su cultura. 

El carácter cívico de Dahomey (al menos en un sentido estético-político) brota sobre todo en tres aspectos. El primero es visual: Diop parece conmovida por las imágenes de la gente beninesa mirando las piezas. De hecho, uno de estos planos, el de un antropólogo observando con atención los detalles de una estatua, da forma al póster de la película. Hay un asombro y un orgullo en esas miradas que, al menos de forma simbólica, invierten la sumisión que impuso Europa en el sur global. Estas piezas no solo valen por ser los residuos de un pasado que los franceses violaron, sino también por significar la grandeza de un pueblo que, aunque sufrió la derrota, resistió. Una diplomática estadounidense cuya abuela le contaba sobre el rey Ghézo es captada por Diop pidiendo a los televidentes que vean las piezas que regresaron a Benín “para amarse a sí mismos”.

La película no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas de su antigua grandeza.

A pesar del romance nacional, ya adelantaba que Diop no se deja seducir por las idealizaciones, y esto nos lleva al segundo aspecto que le da a Dahomey un carácter cívico: las escenas de discusión entre los estudiantes de la Universidad de Abomey-Calavi, quienes problematizan el evento con posturas fascinantes y muchas veces opuestas. Para unos, todo esto es un reencuentro con la cultura local después de vivir distraídos por la televisión y el cine occidentales; otros no se sienten tan conmovidos porque, si bien los franceses robaron piezas de arte, en Benín permanece un patrimonio inmaterial que vemos en los bailes y la música de bienvenida a los tesoros que vuelven de Europa.

Hay estudiantes proselitistas que ven la repatriación como un logro del presidente Patrice Talon, y otros que les recuerdan que el proceso llevaba décadas de haberse iniciado. Otros más ven un insulto en el regreso de solo 26 piezas, cuando los franceses poseen alrededor de siete mil, y algunos llegan a cuestionar el valor de que estas viajen de un museo en Francia al Palais de la Marina, en Cotonou: lo que pertenece al pueblo debe estar siempre a su alcance. Esto último marca el tercer aspecto cívico, y el más importante, aunque limitado: Dahomey no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas, y así participar del orgullo y el escepticismo. Claro, se necesita de un estreno cercano o de una conexión a internet para ver la película en MUBI, pero Dahomey presenta de todos modos una alternativa que acerca la memoria a la gente.

Por supuesto que la película puede someterse a los mismos cuestionamientos que la repatriación. Por ello, cabe preguntarse: ¿realmente es para todos?, ¿sus intenciones podrán alcanzar a su público? Ya serán cuestiones que sus espectadores discutan al terminar los créditos, pero en mi experiencia Dahomey abre diálogos que normalmente acaban disueltos por las exportaciones mediáticas de países más poderosos. A los mexicanos también nos han saqueado; igual que a los peruanos, a los griegos, a los egipcios. Dahomey se trata de todas estas sociedades sometidas por el poder político extranjero y condenadas por ello a ser una sucursal, hasta que recuerden esa fuerza de la que nos habla, en los últimos momentos de la película, el rey Ghézo: “Veintiséis [su nombre de inventario] no existe. En mí resuena la infinidad”.

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La cineasta francesa Mati Diop convirtió una travesía de restitución de la dignidad y el poder del imaginario beninés en una procesión de profundo carácter cívico.

La definición de cine popular es complicada: si el arte popular es el que emerge de los pueblos —como lo que desdeñosamente llamamos “artesanías”—, tendría que ser igual en el terreno de las imágenes. Sin embargo, son las películas de Tom Cruise las que consideramos populares, no debido, claro, al entorno desde el cual se producen —una élite económica—, sino por la amplitud de sus consumidores: un público tan vasto que muchas veces no se divide por clases, género, orientación y otras condiciones que, fuera de la sala de cine, segmentan a las sociedades. 

El cine militante de los años sesenta y setenta emergió (motivado por las luchas de liberación en todo el mundo y por el abaratamiento de los medios de producción cinematográficos) para enfrentar a la industria y su control capitalista de las imágenes. Jean-Luc Godard hizo un llamado a esta batalla en su cortometraje Caméra-oeil (1967) y, desde Argentina hasta Mauritania, el cine respondió como pudo. Sin embargo, al tratarse de un esfuerzo revolucionario, los cineastas militantes crearon un cine popular en sus valores de producción (o más o menos, ya que lo realizaban muchas veces intelectuales educados en Europa, aunque a partir de medios modestos), pero no en sus formas, que tendían a agredir al cine popular y su público. 

En medio de la lucha, Djibril Diop Mambéty, de Senegal, empezó a hacer películas de inspiración godardiana —aunque no militante—, como su clásico Touki Bouki (1973), que narra una escapada a la Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), pero para sus años finales se orientó hacia algo más ligero, sin por ello carecer de poesía. Su última película, La petite vendeuse de soleil (1999), muestra la cotidianidad de una niña que vende periódicos. En ella, la precariedad se manifiesta seguido pero no es motivo para la pornomiseria sino para la aventura, quizá porque se trata de una película que encontró su inspiración en el público al que aspiraba llegar.

Dahomey, cine como acto cívico
Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro.

La cineasta francesa Mati Diop es sobrina de Mambéty y lo ha homenajeado en su propia filmografía; por ejemplo, en el cortometraje Mille soleils (2013), que regresa a los protagonistas de Touki bouki, o en su primer largometraje, Atlantics (Atlantique, 2019), cuyo romance evoca algo de Mambéty y del primer Godard, pero las suyas han sido películas con una carga política más notable. Atlantics está atravesada por la migración y la pobreza, y su más reciente documental, Dahomey (2024), abarca de manera sucinta (el metraje alcanza poco más de una hora) el colonialismo en África, el saqueo, las reparaciones, la identidad cultural y mucho más. Entre estos aspectos políticos sobresale el hecho de que Diop no cae en idealizaciones, salvo tal vez una sola: la mirada atónita de una sociedad ante el pasado que le robaron. Dahomey, entonces, no representa un cine popular en su producción; tal vez tenga algo de ello en sus intenciones, pero quizá no debamos llamarla popular, sino cívica, por observar la relación de un pueblo y su cultura. Diop, como Mambéty, filma a quienes deberían ser sus espectadores.

Te recomendamos leer: "Desmoronado como si fuera un montón de piedras. El Pedro Páramo de Rodrigo Prieto"

En 2021, el Gobierno de Francia regresó a Benín 26 piezas de arte que había robado durante el siglo XIX. Lo que en aquel entonces perteneció al reino de Dahomey le fue devuelto a una república democrática. En su película, Diop describe los resultados de este proceso, pero no se interesa por la labor de los diplomáticos o por hacer un recuento pormenorizado de la historia. Ella es cineasta y deja la labor informativa a quienes tengan el rigor para realizarla, porque su interés está en concebir preguntas y observar fenómenos. Incluso hay momentos de fantasía suscitados por una de las piezas, cuya perspectiva nos comparte Diop mediante una voz monstruosa. También percibimos, como esta figura, la oscuridad que la abruma en las noches o en las cajas donde la ponen para viajar de vuelta a casa.

Dahomey evade el didacticismo y nos permite inferir las ideas a partir de los fragmentos que vemos y oímos. La pieza 26, una estatua del rey Ghézo, narra su confusión, su dolor en el exilio con más poesía que precisión: “Está tan oscuro en este lugar extranjero, que me perdí en mis sueños”. Diop busca que los pasajes del Musée du Quai Branly–Jacques Chirac en París representen una cárcel en la que se halla encerrado este ser divino que congrega a todo el reino de Dahomey en su forma belicosa. Obviamente Diop no fabrica nada, ya que sus imágenes documentales son recogidas en los espacios donde se desarrollan los hechos, pero el montaje muestra los objetos, los lugares, de una forma tan expresiva que esboza lirismo hasta con los artefactos más triviales.

Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro, como al momento de ver una estatua que se le atraviesa a la cámara. El sonido de la pieza siendo arrastrada es como el de un tanque, y sus fauces abiertas, que pasan apenas por encima de la lente, comunican la dignidad y el poder del imaginario beninés. En ese momento, para el espectador occidental más educado por los estereotipos, tendrían que venirse abajo los prejuicios pero, de nuevo, no es este el miembro de la audiencia que más le importa a Diop, sino el beninés, y el de cualquier país colonizado en pugna por recuperar los objetos de su cultura. 

El carácter cívico de Dahomey (al menos en un sentido estético-político) brota sobre todo en tres aspectos. El primero es visual: Diop parece conmovida por las imágenes de la gente beninesa mirando las piezas. De hecho, uno de estos planos, el de un antropólogo observando con atención los detalles de una estatua, da forma al póster de la película. Hay un asombro y un orgullo en esas miradas que, al menos de forma simbólica, invierten la sumisión que impuso Europa en el sur global. Estas piezas no solo valen por ser los residuos de un pasado que los franceses violaron, sino también por significar la grandeza de un pueblo que, aunque sufrió la derrota, resistió. Una diplomática estadounidense cuya abuela le contaba sobre el rey Ghézo es captada por Diop pidiendo a los televidentes que vean las piezas que regresaron a Benín “para amarse a sí mismos”.

La película no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas de su antigua grandeza.

A pesar del romance nacional, ya adelantaba que Diop no se deja seducir por las idealizaciones, y esto nos lleva al segundo aspecto que le da a Dahomey un carácter cívico: las escenas de discusión entre los estudiantes de la Universidad de Abomey-Calavi, quienes problematizan el evento con posturas fascinantes y muchas veces opuestas. Para unos, todo esto es un reencuentro con la cultura local después de vivir distraídos por la televisión y el cine occidentales; otros no se sienten tan conmovidos porque, si bien los franceses robaron piezas de arte, en Benín permanece un patrimonio inmaterial que vemos en los bailes y la música de bienvenida a los tesoros que vuelven de Europa.

Hay estudiantes proselitistas que ven la repatriación como un logro del presidente Patrice Talon, y otros que les recuerdan que el proceso llevaba décadas de haberse iniciado. Otros más ven un insulto en el regreso de solo 26 piezas, cuando los franceses poseen alrededor de siete mil, y algunos llegan a cuestionar el valor de que estas viajen de un museo en Francia al Palais de la Marina, en Cotonou: lo que pertenece al pueblo debe estar siempre a su alcance. Esto último marca el tercer aspecto cívico, y el más importante, aunque limitado: Dahomey no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas, y así participar del orgullo y el escepticismo. Claro, se necesita de un estreno cercano o de una conexión a internet para ver la película en MUBI, pero Dahomey presenta de todos modos una alternativa que acerca la memoria a la gente.

Por supuesto que la película puede someterse a los mismos cuestionamientos que la repatriación. Por ello, cabe preguntarse: ¿realmente es para todos?, ¿sus intenciones podrán alcanzar a su público? Ya serán cuestiones que sus espectadores discutan al terminar los créditos, pero en mi experiencia Dahomey abre diálogos que normalmente acaban disueltos por las exportaciones mediáticas de países más poderosos. A los mexicanos también nos han saqueado; igual que a los peruanos, a los griegos, a los egipcios. Dahomey se trata de todas estas sociedades sometidas por el poder político extranjero y condenadas por ello a ser una sucursal, hasta que recuerden esa fuerza de la que nos habla, en los últimos momentos de la película, el rey Ghézo: “Veintiséis [su nombre de inventario] no existe. En mí resuena la infinidad”.

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<i>Dahomey</i> se trata de todas estas sociedades sometidas por el poder político extranjero y condenadas por ello a ser una sucursal, hasta que recuerden su fuerza primigenia e infinita.
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La cineasta francesa Mati Diop convirtió una travesía de restitución de la dignidad y el poder del imaginario beninés en una procesión de profundo carácter cívico.

La definición de cine popular es complicada: si el arte popular es el que emerge de los pueblos —como lo que desdeñosamente llamamos “artesanías”—, tendría que ser igual en el terreno de las imágenes. Sin embargo, son las películas de Tom Cruise las que consideramos populares, no debido, claro, al entorno desde el cual se producen —una élite económica—, sino por la amplitud de sus consumidores: un público tan vasto que muchas veces no se divide por clases, género, orientación y otras condiciones que, fuera de la sala de cine, segmentan a las sociedades. 

El cine militante de los años sesenta y setenta emergió (motivado por las luchas de liberación en todo el mundo y por el abaratamiento de los medios de producción cinematográficos) para enfrentar a la industria y su control capitalista de las imágenes. Jean-Luc Godard hizo un llamado a esta batalla en su cortometraje Caméra-oeil (1967) y, desde Argentina hasta Mauritania, el cine respondió como pudo. Sin embargo, al tratarse de un esfuerzo revolucionario, los cineastas militantes crearon un cine popular en sus valores de producción (o más o menos, ya que lo realizaban muchas veces intelectuales educados en Europa, aunque a partir de medios modestos), pero no en sus formas, que tendían a agredir al cine popular y su público. 

En medio de la lucha, Djibril Diop Mambéty, de Senegal, empezó a hacer películas de inspiración godardiana —aunque no militante—, como su clásico Touki Bouki (1973), que narra una escapada a la Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), pero para sus años finales se orientó hacia algo más ligero, sin por ello carecer de poesía. Su última película, La petite vendeuse de soleil (1999), muestra la cotidianidad de una niña que vende periódicos. En ella, la precariedad se manifiesta seguido pero no es motivo para la pornomiseria sino para la aventura, quizá porque se trata de una película que encontró su inspiración en el público al que aspiraba llegar.

Dahomey, cine como acto cívico
Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro.

La cineasta francesa Mati Diop es sobrina de Mambéty y lo ha homenajeado en su propia filmografía; por ejemplo, en el cortometraje Mille soleils (2013), que regresa a los protagonistas de Touki bouki, o en su primer largometraje, Atlantics (Atlantique, 2019), cuyo romance evoca algo de Mambéty y del primer Godard, pero las suyas han sido películas con una carga política más notable. Atlantics está atravesada por la migración y la pobreza, y su más reciente documental, Dahomey (2024), abarca de manera sucinta (el metraje alcanza poco más de una hora) el colonialismo en África, el saqueo, las reparaciones, la identidad cultural y mucho más. Entre estos aspectos políticos sobresale el hecho de que Diop no cae en idealizaciones, salvo tal vez una sola: la mirada atónita de una sociedad ante el pasado que le robaron. Dahomey, entonces, no representa un cine popular en su producción; tal vez tenga algo de ello en sus intenciones, pero quizá no debamos llamarla popular, sino cívica, por observar la relación de un pueblo y su cultura. Diop, como Mambéty, filma a quienes deberían ser sus espectadores.

Te recomendamos leer: "Desmoronado como si fuera un montón de piedras. El Pedro Páramo de Rodrigo Prieto"

En 2021, el Gobierno de Francia regresó a Benín 26 piezas de arte que había robado durante el siglo XIX. Lo que en aquel entonces perteneció al reino de Dahomey le fue devuelto a una república democrática. En su película, Diop describe los resultados de este proceso, pero no se interesa por la labor de los diplomáticos o por hacer un recuento pormenorizado de la historia. Ella es cineasta y deja la labor informativa a quienes tengan el rigor para realizarla, porque su interés está en concebir preguntas y observar fenómenos. Incluso hay momentos de fantasía suscitados por una de las piezas, cuya perspectiva nos comparte Diop mediante una voz monstruosa. También percibimos, como esta figura, la oscuridad que la abruma en las noches o en las cajas donde la ponen para viajar de vuelta a casa.

Dahomey evade el didacticismo y nos permite inferir las ideas a partir de los fragmentos que vemos y oímos. La pieza 26, una estatua del rey Ghézo, narra su confusión, su dolor en el exilio con más poesía que precisión: “Está tan oscuro en este lugar extranjero, que me perdí en mis sueños”. Diop busca que los pasajes del Musée du Quai Branly–Jacques Chirac en París representen una cárcel en la que se halla encerrado este ser divino que congrega a todo el reino de Dahomey en su forma belicosa. Obviamente Diop no fabrica nada, ya que sus imágenes documentales son recogidas en los espacios donde se desarrollan los hechos, pero el montaje muestra los objetos, los lugares, de una forma tan expresiva que esboza lirismo hasta con los artefactos más triviales.

Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro, como al momento de ver una estatua que se le atraviesa a la cámara. El sonido de la pieza siendo arrastrada es como el de un tanque, y sus fauces abiertas, que pasan apenas por encima de la lente, comunican la dignidad y el poder del imaginario beninés. En ese momento, para el espectador occidental más educado por los estereotipos, tendrían que venirse abajo los prejuicios pero, de nuevo, no es este el miembro de la audiencia que más le importa a Diop, sino el beninés, y el de cualquier país colonizado en pugna por recuperar los objetos de su cultura. 

El carácter cívico de Dahomey (al menos en un sentido estético-político) brota sobre todo en tres aspectos. El primero es visual: Diop parece conmovida por las imágenes de la gente beninesa mirando las piezas. De hecho, uno de estos planos, el de un antropólogo observando con atención los detalles de una estatua, da forma al póster de la película. Hay un asombro y un orgullo en esas miradas que, al menos de forma simbólica, invierten la sumisión que impuso Europa en el sur global. Estas piezas no solo valen por ser los residuos de un pasado que los franceses violaron, sino también por significar la grandeza de un pueblo que, aunque sufrió la derrota, resistió. Una diplomática estadounidense cuya abuela le contaba sobre el rey Ghézo es captada por Diop pidiendo a los televidentes que vean las piezas que regresaron a Benín “para amarse a sí mismos”.

La película no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas de su antigua grandeza.

A pesar del romance nacional, ya adelantaba que Diop no se deja seducir por las idealizaciones, y esto nos lleva al segundo aspecto que le da a Dahomey un carácter cívico: las escenas de discusión entre los estudiantes de la Universidad de Abomey-Calavi, quienes problematizan el evento con posturas fascinantes y muchas veces opuestas. Para unos, todo esto es un reencuentro con la cultura local después de vivir distraídos por la televisión y el cine occidentales; otros no se sienten tan conmovidos porque, si bien los franceses robaron piezas de arte, en Benín permanece un patrimonio inmaterial que vemos en los bailes y la música de bienvenida a los tesoros que vuelven de Europa.

Hay estudiantes proselitistas que ven la repatriación como un logro del presidente Patrice Talon, y otros que les recuerdan que el proceso llevaba décadas de haberse iniciado. Otros más ven un insulto en el regreso de solo 26 piezas, cuando los franceses poseen alrededor de siete mil, y algunos llegan a cuestionar el valor de que estas viajen de un museo en Francia al Palais de la Marina, en Cotonou: lo que pertenece al pueblo debe estar siempre a su alcance. Esto último marca el tercer aspecto cívico, y el más importante, aunque limitado: Dahomey no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas, y así participar del orgullo y el escepticismo. Claro, se necesita de un estreno cercano o de una conexión a internet para ver la película en MUBI, pero Dahomey presenta de todos modos una alternativa que acerca la memoria a la gente.

Por supuesto que la película puede someterse a los mismos cuestionamientos que la repatriación. Por ello, cabe preguntarse: ¿realmente es para todos?, ¿sus intenciones podrán alcanzar a su público? Ya serán cuestiones que sus espectadores discutan al terminar los créditos, pero en mi experiencia Dahomey abre diálogos que normalmente acaban disueltos por las exportaciones mediáticas de países más poderosos. A los mexicanos también nos han saqueado; igual que a los peruanos, a los griegos, a los egipcios. Dahomey se trata de todas estas sociedades sometidas por el poder político extranjero y condenadas por ello a ser una sucursal, hasta que recuerden esa fuerza de la que nos habla, en los últimos momentos de la película, el rey Ghézo: “Veintiséis [su nombre de inventario] no existe. En mí resuena la infinidad”.

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La definición de cine popular es complicada: si el arte popular es el que emerge de los pueblos —como lo que desdeñosamente llamamos “artesanías”—, tendría que ser igual en el terreno de las imágenes. Sin embargo, son las películas de Tom Cruise las que consideramos populares, no debido, claro, al entorno desde el cual se producen —una élite económica—, sino por la amplitud de sus consumidores: un público tan vasto que muchas veces no se divide por clases, género, orientación y otras condiciones que, fuera de la sala de cine, segmentan a las sociedades. 

El cine militante de los años sesenta y setenta emergió (motivado por las luchas de liberación en todo el mundo y por el abaratamiento de los medios de producción cinematográficos) para enfrentar a la industria y su control capitalista de las imágenes. Jean-Luc Godard hizo un llamado a esta batalla en su cortometraje Caméra-oeil (1967) y, desde Argentina hasta Mauritania, el cine respondió como pudo. Sin embargo, al tratarse de un esfuerzo revolucionario, los cineastas militantes crearon un cine popular en sus valores de producción (o más o menos, ya que lo realizaban muchas veces intelectuales educados en Europa, aunque a partir de medios modestos), pero no en sus formas, que tendían a agredir al cine popular y su público. 

En medio de la lucha, Djibril Diop Mambéty, de Senegal, empezó a hacer películas de inspiración godardiana —aunque no militante—, como su clásico Touki Bouki (1973), que narra una escapada a la Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), pero para sus años finales se orientó hacia algo más ligero, sin por ello carecer de poesía. Su última película, La petite vendeuse de soleil (1999), muestra la cotidianidad de una niña que vende periódicos. En ella, la precariedad se manifiesta seguido pero no es motivo para la pornomiseria sino para la aventura, quizá porque se trata de una película que encontró su inspiración en el público al que aspiraba llegar.

Dahomey, cine como acto cívico
Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro.

La cineasta francesa Mati Diop es sobrina de Mambéty y lo ha homenajeado en su propia filmografía; por ejemplo, en el cortometraje Mille soleils (2013), que regresa a los protagonistas de Touki bouki, o en su primer largometraje, Atlantics (Atlantique, 2019), cuyo romance evoca algo de Mambéty y del primer Godard, pero las suyas han sido películas con una carga política más notable. Atlantics está atravesada por la migración y la pobreza, y su más reciente documental, Dahomey (2024), abarca de manera sucinta (el metraje alcanza poco más de una hora) el colonialismo en África, el saqueo, las reparaciones, la identidad cultural y mucho más. Entre estos aspectos políticos sobresale el hecho de que Diop no cae en idealizaciones, salvo tal vez una sola: la mirada atónita de una sociedad ante el pasado que le robaron. Dahomey, entonces, no representa un cine popular en su producción; tal vez tenga algo de ello en sus intenciones, pero quizá no debamos llamarla popular, sino cívica, por observar la relación de un pueblo y su cultura. Diop, como Mambéty, filma a quienes deberían ser sus espectadores.

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En 2021, el Gobierno de Francia regresó a Benín 26 piezas de arte que había robado durante el siglo XIX. Lo que en aquel entonces perteneció al reino de Dahomey le fue devuelto a una república democrática. En su película, Diop describe los resultados de este proceso, pero no se interesa por la labor de los diplomáticos o por hacer un recuento pormenorizado de la historia. Ella es cineasta y deja la labor informativa a quienes tengan el rigor para realizarla, porque su interés está en concebir preguntas y observar fenómenos. Incluso hay momentos de fantasía suscitados por una de las piezas, cuya perspectiva nos comparte Diop mediante una voz monstruosa. También percibimos, como esta figura, la oscuridad que la abruma en las noches o en las cajas donde la ponen para viajar de vuelta a casa.

Dahomey evade el didacticismo y nos permite inferir las ideas a partir de los fragmentos que vemos y oímos. La pieza 26, una estatua del rey Ghézo, narra su confusión, su dolor en el exilio con más poesía que precisión: “Está tan oscuro en este lugar extranjero, que me perdí en mis sueños”. Diop busca que los pasajes del Musée du Quai Branly–Jacques Chirac en París representen una cárcel en la que se halla encerrado este ser divino que congrega a todo el reino de Dahomey en su forma belicosa. Obviamente Diop no fabrica nada, ya que sus imágenes documentales son recogidas en los espacios donde se desarrollan los hechos, pero el montaje muestra los objetos, los lugares, de una forma tan expresiva que esboza lirismo hasta con los artefactos más triviales.

Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro, como al momento de ver una estatua que se le atraviesa a la cámara. El sonido de la pieza siendo arrastrada es como el de un tanque, y sus fauces abiertas, que pasan apenas por encima de la lente, comunican la dignidad y el poder del imaginario beninés. En ese momento, para el espectador occidental más educado por los estereotipos, tendrían que venirse abajo los prejuicios pero, de nuevo, no es este el miembro de la audiencia que más le importa a Diop, sino el beninés, y el de cualquier país colonizado en pugna por recuperar los objetos de su cultura. 

El carácter cívico de Dahomey (al menos en un sentido estético-político) brota sobre todo en tres aspectos. El primero es visual: Diop parece conmovida por las imágenes de la gente beninesa mirando las piezas. De hecho, uno de estos planos, el de un antropólogo observando con atención los detalles de una estatua, da forma al póster de la película. Hay un asombro y un orgullo en esas miradas que, al menos de forma simbólica, invierten la sumisión que impuso Europa en el sur global. Estas piezas no solo valen por ser los residuos de un pasado que los franceses violaron, sino también por significar la grandeza de un pueblo que, aunque sufrió la derrota, resistió. Una diplomática estadounidense cuya abuela le contaba sobre el rey Ghézo es captada por Diop pidiendo a los televidentes que vean las piezas que regresaron a Benín “para amarse a sí mismos”.

La película no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas de su antigua grandeza.

A pesar del romance nacional, ya adelantaba que Diop no se deja seducir por las idealizaciones, y esto nos lleva al segundo aspecto que le da a Dahomey un carácter cívico: las escenas de discusión entre los estudiantes de la Universidad de Abomey-Calavi, quienes problematizan el evento con posturas fascinantes y muchas veces opuestas. Para unos, todo esto es un reencuentro con la cultura local después de vivir distraídos por la televisión y el cine occidentales; otros no se sienten tan conmovidos porque, si bien los franceses robaron piezas de arte, en Benín permanece un patrimonio inmaterial que vemos en los bailes y la música de bienvenida a los tesoros que vuelven de Europa.

Hay estudiantes proselitistas que ven la repatriación como un logro del presidente Patrice Talon, y otros que les recuerdan que el proceso llevaba décadas de haberse iniciado. Otros más ven un insulto en el regreso de solo 26 piezas, cuando los franceses poseen alrededor de siete mil, y algunos llegan a cuestionar el valor de que estas viajen de un museo en Francia al Palais de la Marina, en Cotonou: lo que pertenece al pueblo debe estar siempre a su alcance. Esto último marca el tercer aspecto cívico, y el más importante, aunque limitado: Dahomey no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas, y así participar del orgullo y el escepticismo. Claro, se necesita de un estreno cercano o de una conexión a internet para ver la película en MUBI, pero Dahomey presenta de todos modos una alternativa que acerca la memoria a la gente.

Por supuesto que la película puede someterse a los mismos cuestionamientos que la repatriación. Por ello, cabe preguntarse: ¿realmente es para todos?, ¿sus intenciones podrán alcanzar a su público? Ya serán cuestiones que sus espectadores discutan al terminar los créditos, pero en mi experiencia Dahomey abre diálogos que normalmente acaban disueltos por las exportaciones mediáticas de países más poderosos. A los mexicanos también nos han saqueado; igual que a los peruanos, a los griegos, a los egipcios. Dahomey se trata de todas estas sociedades sometidas por el poder político extranjero y condenadas por ello a ser una sucursal, hasta que recuerden esa fuerza de la que nos habla, en los últimos momentos de la película, el rey Ghézo: “Veintiséis [su nombre de inventario] no existe. En mí resuena la infinidad”.

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<i>Dahomey</i> se trata de todas estas sociedades sometidas por el poder político extranjero y condenadas por ello a ser una sucursal, hasta que recuerden su fuerza primigenia e infinita.

<i>Dahomey</i>: el lirismo de un pasado victorioso

<i>Dahomey</i>: el lirismo de un pasado victorioso

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La cineasta francesa Mati Diop convirtió una travesía de restitución de la dignidad y el poder del imaginario beninés en una procesión de profundo carácter cívico.

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La definición de cine popular es complicada: si el arte popular es el que emerge de los pueblos —como lo que desdeñosamente llamamos “artesanías”—, tendría que ser igual en el terreno de las imágenes. Sin embargo, son las películas de Tom Cruise las que consideramos populares, no debido, claro, al entorno desde el cual se producen —una élite económica—, sino por la amplitud de sus consumidores: un público tan vasto que muchas veces no se divide por clases, género, orientación y otras condiciones que, fuera de la sala de cine, segmentan a las sociedades. 

El cine militante de los años sesenta y setenta emergió (motivado por las luchas de liberación en todo el mundo y por el abaratamiento de los medios de producción cinematográficos) para enfrentar a la industria y su control capitalista de las imágenes. Jean-Luc Godard hizo un llamado a esta batalla en su cortometraje Caméra-oeil (1967) y, desde Argentina hasta Mauritania, el cine respondió como pudo. Sin embargo, al tratarse de un esfuerzo revolucionario, los cineastas militantes crearon un cine popular en sus valores de producción (o más o menos, ya que lo realizaban muchas veces intelectuales educados en Europa, aunque a partir de medios modestos), pero no en sus formas, que tendían a agredir al cine popular y su público. 

En medio de la lucha, Djibril Diop Mambéty, de Senegal, empezó a hacer películas de inspiración godardiana —aunque no militante—, como su clásico Touki Bouki (1973), que narra una escapada a la Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), pero para sus años finales se orientó hacia algo más ligero, sin por ello carecer de poesía. Su última película, La petite vendeuse de soleil (1999), muestra la cotidianidad de una niña que vende periódicos. En ella, la precariedad se manifiesta seguido pero no es motivo para la pornomiseria sino para la aventura, quizá porque se trata de una película que encontró su inspiración en el público al que aspiraba llegar.

Dahomey, cine como acto cívico
Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro.

La cineasta francesa Mati Diop es sobrina de Mambéty y lo ha homenajeado en su propia filmografía; por ejemplo, en el cortometraje Mille soleils (2013), que regresa a los protagonistas de Touki bouki, o en su primer largometraje, Atlantics (Atlantique, 2019), cuyo romance evoca algo de Mambéty y del primer Godard, pero las suyas han sido películas con una carga política más notable. Atlantics está atravesada por la migración y la pobreza, y su más reciente documental, Dahomey (2024), abarca de manera sucinta (el metraje alcanza poco más de una hora) el colonialismo en África, el saqueo, las reparaciones, la identidad cultural y mucho más. Entre estos aspectos políticos sobresale el hecho de que Diop no cae en idealizaciones, salvo tal vez una sola: la mirada atónita de una sociedad ante el pasado que le robaron. Dahomey, entonces, no representa un cine popular en su producción; tal vez tenga algo de ello en sus intenciones, pero quizá no debamos llamarla popular, sino cívica, por observar la relación de un pueblo y su cultura. Diop, como Mambéty, filma a quienes deberían ser sus espectadores.

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En 2021, el Gobierno de Francia regresó a Benín 26 piezas de arte que había robado durante el siglo XIX. Lo que en aquel entonces perteneció al reino de Dahomey le fue devuelto a una república democrática. En su película, Diop describe los resultados de este proceso, pero no se interesa por la labor de los diplomáticos o por hacer un recuento pormenorizado de la historia. Ella es cineasta y deja la labor informativa a quienes tengan el rigor para realizarla, porque su interés está en concebir preguntas y observar fenómenos. Incluso hay momentos de fantasía suscitados por una de las piezas, cuya perspectiva nos comparte Diop mediante una voz monstruosa. También percibimos, como esta figura, la oscuridad que la abruma en las noches o en las cajas donde la ponen para viajar de vuelta a casa.

Dahomey evade el didacticismo y nos permite inferir las ideas a partir de los fragmentos que vemos y oímos. La pieza 26, una estatua del rey Ghézo, narra su confusión, su dolor en el exilio con más poesía que precisión: “Está tan oscuro en este lugar extranjero, que me perdí en mis sueños”. Diop busca que los pasajes del Musée du Quai Branly–Jacques Chirac en París representen una cárcel en la que se halla encerrado este ser divino que congrega a todo el reino de Dahomey en su forma belicosa. Obviamente Diop no fabrica nada, ya que sus imágenes documentales son recogidas en los espacios donde se desarrollan los hechos, pero el montaje muestra los objetos, los lugares, de una forma tan expresiva que esboza lirismo hasta con los artefactos más triviales.

Diop crea momentos de contemplación con ventanas, reflejos, jardines y hasta una rejilla de aire acondicionado, pero también hay majestuosidad a cuadro, como al momento de ver una estatua que se le atraviesa a la cámara. El sonido de la pieza siendo arrastrada es como el de un tanque, y sus fauces abiertas, que pasan apenas por encima de la lente, comunican la dignidad y el poder del imaginario beninés. En ese momento, para el espectador occidental más educado por los estereotipos, tendrían que venirse abajo los prejuicios pero, de nuevo, no es este el miembro de la audiencia que más le importa a Diop, sino el beninés, y el de cualquier país colonizado en pugna por recuperar los objetos de su cultura. 

El carácter cívico de Dahomey (al menos en un sentido estético-político) brota sobre todo en tres aspectos. El primero es visual: Diop parece conmovida por las imágenes de la gente beninesa mirando las piezas. De hecho, uno de estos planos, el de un antropólogo observando con atención los detalles de una estatua, da forma al póster de la película. Hay un asombro y un orgullo en esas miradas que, al menos de forma simbólica, invierten la sumisión que impuso Europa en el sur global. Estas piezas no solo valen por ser los residuos de un pasado que los franceses violaron, sino también por significar la grandeza de un pueblo que, aunque sufrió la derrota, resistió. Una diplomática estadounidense cuya abuela le contaba sobre el rey Ghézo es captada por Diop pidiendo a los televidentes que vean las piezas que regresaron a Benín “para amarse a sí mismos”.

La película no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas de su antigua grandeza.

A pesar del romance nacional, ya adelantaba que Diop no se deja seducir por las idealizaciones, y esto nos lleva al segundo aspecto que le da a Dahomey un carácter cívico: las escenas de discusión entre los estudiantes de la Universidad de Abomey-Calavi, quienes problematizan el evento con posturas fascinantes y muchas veces opuestas. Para unos, todo esto es un reencuentro con la cultura local después de vivir distraídos por la televisión y el cine occidentales; otros no se sienten tan conmovidos porque, si bien los franceses robaron piezas de arte, en Benín permanece un patrimonio inmaterial que vemos en los bailes y la música de bienvenida a los tesoros que vuelven de Europa.

Hay estudiantes proselitistas que ven la repatriación como un logro del presidente Patrice Talon, y otros que les recuerdan que el proceso llevaba décadas de haberse iniciado. Otros más ven un insulto en el regreso de solo 26 piezas, cuando los franceses poseen alrededor de siete mil, y algunos llegan a cuestionar el valor de que estas viajen de un museo en Francia al Palais de la Marina, en Cotonou: lo que pertenece al pueblo debe estar siempre a su alcance. Esto último marca el tercer aspecto cívico, y el más importante, aunque limitado: Dahomey no aspira solo a narrar una travesía, sino a dar a su público, en distintas partes de Benín y del mundo, la oportunidad de visitar mediante imágenes las piezas, y así participar del orgullo y el escepticismo. Claro, se necesita de un estreno cercano o de una conexión a internet para ver la película en MUBI, pero Dahomey presenta de todos modos una alternativa que acerca la memoria a la gente.

Por supuesto que la película puede someterse a los mismos cuestionamientos que la repatriación. Por ello, cabe preguntarse: ¿realmente es para todos?, ¿sus intenciones podrán alcanzar a su público? Ya serán cuestiones que sus espectadores discutan al terminar los créditos, pero en mi experiencia Dahomey abre diálogos que normalmente acaban disueltos por las exportaciones mediáticas de países más poderosos. A los mexicanos también nos han saqueado; igual que a los peruanos, a los griegos, a los egipcios. Dahomey se trata de todas estas sociedades sometidas por el poder político extranjero y condenadas por ello a ser una sucursal, hasta que recuerden esa fuerza de la que nos habla, en los últimos momentos de la película, el rey Ghézo: “Veintiséis [su nombre de inventario] no existe. En mí resuena la infinidad”.

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