Salvador Irys, que lleva 18 años dirigiendo el Festival Internacional de Diversidad Sexual (FIDS), está acostumbrado a escuchar comentarios negativos sobre piezas de arte que muestran desnudos masculinos o algún acto sexual. El recuerdo le provoca muecas. “No puedo creer que en pleno 2018 los museos aún no acepten desnudos a menos que sean femeninos, tampoco puedo creer que la comunidad LGBT se escandalice ante la imagen del cuerpo de una mujer transgénero”, dice. “A nosotros no nos discriminan por vestirnos de azul o verde, nos discriminan por nuestro deseo sexual y por nuestros cuerpos”, dice Salvador Yris mientras mira con mucha atención la fotografía de un hombre bañándose. Él es originario de Las Choapas, un pequeño pueblo al sur de Veracruz y ese contexto tradicional y conservador, sumado al silencio de su familia sobre el tema, lo llevó a sentir culpa por su sexualidad. Se mudó a la Ciudad de México hace 24 años y la decisión le cambió la vida. Una tarde, recorriendo las calles de la Colonia Santa María la Ribera, las cúpulas de un edificio de hierro y cristal llamaron su atención. Pudo ser la arquitectura o la cantidad de gente que se reunía afuera, pero Salvador piensa que el destino lo guió a la calle Enrique González para encontrarse con el Museo del Chopo. Cuando decidió cruzar la puerta de entrada, cruzó también la puerta del closet. Ese domingo de 1994 había una mesa de debate sobre las elecciones y el movimiento gay. Desde entonces la Ciudad de México ha cambiado mucho, pero el festival intenta conservar su origen provocador. José María Covarrubias, a quien Salvador conoció ese 1994, fue el primer director del festival. “La Pepa”, como lo bautizó la comunidad, tuvo que lidiar con una ciudad donde se reprimía cualquier reunión LGBT a través de una figura legal llamada “faltas a la moral”. A pesar de los obstáculos, Covarrubias fundó en 1982 la Semana Cultural Gay, que años más tarde se transformó en el FIDS.
En 2003, Braulio Peralta escribió en el periódico El Independiente: “Covarrubias despierta envidia, coraje, frustración, egoísmo; sí, pero ha sido motor –en cuerpo y alma– de los últimos quince años de la vida gay pública como ningún otro personaje de la comunidad.” La realidad es que José tenía pocos amigos, uno de ellos fue el reverendo Jorge Sosa, un activista en la lucha contra el SIDA, además de ser un religioso abiertamente gay. Ese mismo año, tras la clausura de festival, el teléfono de Jorge Sosa sonó a la mitad de la noche. Descolgó no por la insistencia si no por el presentimiento. Del otro lado de la línea estaba José María Covarrubias, desde una habitación en el Hotel Lark en la Colonia Santa María la Ribera. En su voz no se percibía miedo, sino seguridad. —He tomado una decisión importante— dijo —una recamarera te llamará en un par de horas. He dejado una carta con tu número sobre la encimera. Cuando recibas la llamada ya habrán encontrado mi cuerpo—. —José, aún tienes mucho por qué vivir— le dijo el reverendo, pero sus palabras sonaron vacías. Antes de colgar, José suspiró en la bocina del teléfono. Jorge lo sintió en el vello de los brazos. —Nuestra lucha ha sido por el derecho a ser nosotros mismos, por el derecho a decidir, y yo ya tomé esta decisión. Adiós, Jorge. Sabrás qué hacer—, dijo José, tajante. Luego colgó. El reverendo buscó en varios hoteles a su amigo, pero cuando recibió la llamada de la recepcionista del Lark, ya era demasiado tarde. Más temprano ese día se había celebrado la clausura del Festival Internacional por la Diversidad Sexual y “La Pepa” de 55 años, había decidido terminar con su vida también. Dos años después, el poeta Juan Carlos Bautista tomó la dirección del festival.
A Salvador Irys la estafeta también le llegó por teléfono. Carlos Monsiváis lo había invitado a su casa para darle una noticia importante. —Salvador, ya hablé con Juan Carlos y es momento de que el festival tenga una dirección más joven. Hemos pensado en ti—, le dijo Monsi, como le llamaba su amiga Elena Poniatowska. Tan pronto salió de la casa y escuchó la puerta cerrarse tras de él, un miedo le despertó la imaginación, como cada año desde ese día. Pensó en los nombres que llenarían el programa de la siguiente edición. El amor por el arte homoerótico lo hizo abrir en 2012 una galería llamada Hazme el Milagrito —que cerró después del sismo del 19 de septiembre del 2017—. Antes y después de la pérdida, sus amigos y una “relación de tres” que formó hace 13 años, le ayudaron a dar forma a todas sus ideas. Desde entonces soportan todas sus histerias y le dan fuerza para continuar con el festival. Para él, la vida es el festival mismo, pero también lo es la amistad o la familia que ha formado con la gente que lo rodea. Cuando nos despedimos, el teléfono celular de Salvador comenzó a timbrar.
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Esta es la historia que hay detrás del Festival Internacional por la Diversidad Sexual.
Salvador Irys, que lleva 18 años dirigiendo el Festival Internacional de Diversidad Sexual (FIDS), está acostumbrado a escuchar comentarios negativos sobre piezas de arte que muestran desnudos masculinos o algún acto sexual. El recuerdo le provoca muecas. “No puedo creer que en pleno 2018 los museos aún no acepten desnudos a menos que sean femeninos, tampoco puedo creer que la comunidad LGBT se escandalice ante la imagen del cuerpo de una mujer transgénero”, dice. “A nosotros no nos discriminan por vestirnos de azul o verde, nos discriminan por nuestro deseo sexual y por nuestros cuerpos”, dice Salvador Yris mientras mira con mucha atención la fotografía de un hombre bañándose. Él es originario de Las Choapas, un pequeño pueblo al sur de Veracruz y ese contexto tradicional y conservador, sumado al silencio de su familia sobre el tema, lo llevó a sentir culpa por su sexualidad. Se mudó a la Ciudad de México hace 24 años y la decisión le cambió la vida. Una tarde, recorriendo las calles de la Colonia Santa María la Ribera, las cúpulas de un edificio de hierro y cristal llamaron su atención. Pudo ser la arquitectura o la cantidad de gente que se reunía afuera, pero Salvador piensa que el destino lo guió a la calle Enrique González para encontrarse con el Museo del Chopo. Cuando decidió cruzar la puerta de entrada, cruzó también la puerta del closet. Ese domingo de 1994 había una mesa de debate sobre las elecciones y el movimiento gay. Desde entonces la Ciudad de México ha cambiado mucho, pero el festival intenta conservar su origen provocador. José María Covarrubias, a quien Salvador conoció ese 1994, fue el primer director del festival. “La Pepa”, como lo bautizó la comunidad, tuvo que lidiar con una ciudad donde se reprimía cualquier reunión LGBT a través de una figura legal llamada “faltas a la moral”. A pesar de los obstáculos, Covarrubias fundó en 1982 la Semana Cultural Gay, que años más tarde se transformó en el FIDS.
En 2003, Braulio Peralta escribió en el periódico El Independiente: “Covarrubias despierta envidia, coraje, frustración, egoísmo; sí, pero ha sido motor –en cuerpo y alma– de los últimos quince años de la vida gay pública como ningún otro personaje de la comunidad.” La realidad es que José tenía pocos amigos, uno de ellos fue el reverendo Jorge Sosa, un activista en la lucha contra el SIDA, además de ser un religioso abiertamente gay. Ese mismo año, tras la clausura de festival, el teléfono de Jorge Sosa sonó a la mitad de la noche. Descolgó no por la insistencia si no por el presentimiento. Del otro lado de la línea estaba José María Covarrubias, desde una habitación en el Hotel Lark en la Colonia Santa María la Ribera. En su voz no se percibía miedo, sino seguridad. —He tomado una decisión importante— dijo —una recamarera te llamará en un par de horas. He dejado una carta con tu número sobre la encimera. Cuando recibas la llamada ya habrán encontrado mi cuerpo—. —José, aún tienes mucho por qué vivir— le dijo el reverendo, pero sus palabras sonaron vacías. Antes de colgar, José suspiró en la bocina del teléfono. Jorge lo sintió en el vello de los brazos. —Nuestra lucha ha sido por el derecho a ser nosotros mismos, por el derecho a decidir, y yo ya tomé esta decisión. Adiós, Jorge. Sabrás qué hacer—, dijo José, tajante. Luego colgó. El reverendo buscó en varios hoteles a su amigo, pero cuando recibió la llamada de la recepcionista del Lark, ya era demasiado tarde. Más temprano ese día se había celebrado la clausura del Festival Internacional por la Diversidad Sexual y “La Pepa” de 55 años, había decidido terminar con su vida también. Dos años después, el poeta Juan Carlos Bautista tomó la dirección del festival.
A Salvador Irys la estafeta también le llegó por teléfono. Carlos Monsiváis lo había invitado a su casa para darle una noticia importante. —Salvador, ya hablé con Juan Carlos y es momento de que el festival tenga una dirección más joven. Hemos pensado en ti—, le dijo Monsi, como le llamaba su amiga Elena Poniatowska. Tan pronto salió de la casa y escuchó la puerta cerrarse tras de él, un miedo le despertó la imaginación, como cada año desde ese día. Pensó en los nombres que llenarían el programa de la siguiente edición. El amor por el arte homoerótico lo hizo abrir en 2012 una galería llamada Hazme el Milagrito —que cerró después del sismo del 19 de septiembre del 2017—. Antes y después de la pérdida, sus amigos y una “relación de tres” que formó hace 13 años, le ayudaron a dar forma a todas sus ideas. Desde entonces soportan todas sus histerias y le dan fuerza para continuar con el festival. Para él, la vida es el festival mismo, pero también lo es la amistad o la familia que ha formado con la gente que lo rodea. Cuando nos despedimos, el teléfono celular de Salvador comenzó a timbrar.
Esta es la historia que hay detrás del Festival Internacional por la Diversidad Sexual.
Salvador Irys, que lleva 18 años dirigiendo el Festival Internacional de Diversidad Sexual (FIDS), está acostumbrado a escuchar comentarios negativos sobre piezas de arte que muestran desnudos masculinos o algún acto sexual. El recuerdo le provoca muecas. “No puedo creer que en pleno 2018 los museos aún no acepten desnudos a menos que sean femeninos, tampoco puedo creer que la comunidad LGBT se escandalice ante la imagen del cuerpo de una mujer transgénero”, dice. “A nosotros no nos discriminan por vestirnos de azul o verde, nos discriminan por nuestro deseo sexual y por nuestros cuerpos”, dice Salvador Yris mientras mira con mucha atención la fotografía de un hombre bañándose. Él es originario de Las Choapas, un pequeño pueblo al sur de Veracruz y ese contexto tradicional y conservador, sumado al silencio de su familia sobre el tema, lo llevó a sentir culpa por su sexualidad. Se mudó a la Ciudad de México hace 24 años y la decisión le cambió la vida. Una tarde, recorriendo las calles de la Colonia Santa María la Ribera, las cúpulas de un edificio de hierro y cristal llamaron su atención. Pudo ser la arquitectura o la cantidad de gente que se reunía afuera, pero Salvador piensa que el destino lo guió a la calle Enrique González para encontrarse con el Museo del Chopo. Cuando decidió cruzar la puerta de entrada, cruzó también la puerta del closet. Ese domingo de 1994 había una mesa de debate sobre las elecciones y el movimiento gay. Desde entonces la Ciudad de México ha cambiado mucho, pero el festival intenta conservar su origen provocador. José María Covarrubias, a quien Salvador conoció ese 1994, fue el primer director del festival. “La Pepa”, como lo bautizó la comunidad, tuvo que lidiar con una ciudad donde se reprimía cualquier reunión LGBT a través de una figura legal llamada “faltas a la moral”. A pesar de los obstáculos, Covarrubias fundó en 1982 la Semana Cultural Gay, que años más tarde se transformó en el FIDS.
En 2003, Braulio Peralta escribió en el periódico El Independiente: “Covarrubias despierta envidia, coraje, frustración, egoísmo; sí, pero ha sido motor –en cuerpo y alma– de los últimos quince años de la vida gay pública como ningún otro personaje de la comunidad.” La realidad es que José tenía pocos amigos, uno de ellos fue el reverendo Jorge Sosa, un activista en la lucha contra el SIDA, además de ser un religioso abiertamente gay. Ese mismo año, tras la clausura de festival, el teléfono de Jorge Sosa sonó a la mitad de la noche. Descolgó no por la insistencia si no por el presentimiento. Del otro lado de la línea estaba José María Covarrubias, desde una habitación en el Hotel Lark en la Colonia Santa María la Ribera. En su voz no se percibía miedo, sino seguridad. —He tomado una decisión importante— dijo —una recamarera te llamará en un par de horas. He dejado una carta con tu número sobre la encimera. Cuando recibas la llamada ya habrán encontrado mi cuerpo—. —José, aún tienes mucho por qué vivir— le dijo el reverendo, pero sus palabras sonaron vacías. Antes de colgar, José suspiró en la bocina del teléfono. Jorge lo sintió en el vello de los brazos. —Nuestra lucha ha sido por el derecho a ser nosotros mismos, por el derecho a decidir, y yo ya tomé esta decisión. Adiós, Jorge. Sabrás qué hacer—, dijo José, tajante. Luego colgó. El reverendo buscó en varios hoteles a su amigo, pero cuando recibió la llamada de la recepcionista del Lark, ya era demasiado tarde. Más temprano ese día se había celebrado la clausura del Festival Internacional por la Diversidad Sexual y “La Pepa” de 55 años, había decidido terminar con su vida también. Dos años después, el poeta Juan Carlos Bautista tomó la dirección del festival.
A Salvador Irys la estafeta también le llegó por teléfono. Carlos Monsiváis lo había invitado a su casa para darle una noticia importante. —Salvador, ya hablé con Juan Carlos y es momento de que el festival tenga una dirección más joven. Hemos pensado en ti—, le dijo Monsi, como le llamaba su amiga Elena Poniatowska. Tan pronto salió de la casa y escuchó la puerta cerrarse tras de él, un miedo le despertó la imaginación, como cada año desde ese día. Pensó en los nombres que llenarían el programa de la siguiente edición. El amor por el arte homoerótico lo hizo abrir en 2012 una galería llamada Hazme el Milagrito —que cerró después del sismo del 19 de septiembre del 2017—. Antes y después de la pérdida, sus amigos y una “relación de tres” que formó hace 13 años, le ayudaron a dar forma a todas sus ideas. Desde entonces soportan todas sus histerias y le dan fuerza para continuar con el festival. Para él, la vida es el festival mismo, pero también lo es la amistad o la familia que ha formado con la gente que lo rodea. Cuando nos despedimos, el teléfono celular de Salvador comenzó a timbrar.
Esta es la historia que hay detrás del Festival Internacional por la Diversidad Sexual.
Salvador Irys, que lleva 18 años dirigiendo el Festival Internacional de Diversidad Sexual (FIDS), está acostumbrado a escuchar comentarios negativos sobre piezas de arte que muestran desnudos masculinos o algún acto sexual. El recuerdo le provoca muecas. “No puedo creer que en pleno 2018 los museos aún no acepten desnudos a menos que sean femeninos, tampoco puedo creer que la comunidad LGBT se escandalice ante la imagen del cuerpo de una mujer transgénero”, dice. “A nosotros no nos discriminan por vestirnos de azul o verde, nos discriminan por nuestro deseo sexual y por nuestros cuerpos”, dice Salvador Yris mientras mira con mucha atención la fotografía de un hombre bañándose. Él es originario de Las Choapas, un pequeño pueblo al sur de Veracruz y ese contexto tradicional y conservador, sumado al silencio de su familia sobre el tema, lo llevó a sentir culpa por su sexualidad. Se mudó a la Ciudad de México hace 24 años y la decisión le cambió la vida. Una tarde, recorriendo las calles de la Colonia Santa María la Ribera, las cúpulas de un edificio de hierro y cristal llamaron su atención. Pudo ser la arquitectura o la cantidad de gente que se reunía afuera, pero Salvador piensa que el destino lo guió a la calle Enrique González para encontrarse con el Museo del Chopo. Cuando decidió cruzar la puerta de entrada, cruzó también la puerta del closet. Ese domingo de 1994 había una mesa de debate sobre las elecciones y el movimiento gay. Desde entonces la Ciudad de México ha cambiado mucho, pero el festival intenta conservar su origen provocador. José María Covarrubias, a quien Salvador conoció ese 1994, fue el primer director del festival. “La Pepa”, como lo bautizó la comunidad, tuvo que lidiar con una ciudad donde se reprimía cualquier reunión LGBT a través de una figura legal llamada “faltas a la moral”. A pesar de los obstáculos, Covarrubias fundó en 1982 la Semana Cultural Gay, que años más tarde se transformó en el FIDS.
En 2003, Braulio Peralta escribió en el periódico El Independiente: “Covarrubias despierta envidia, coraje, frustración, egoísmo; sí, pero ha sido motor –en cuerpo y alma– de los últimos quince años de la vida gay pública como ningún otro personaje de la comunidad.” La realidad es que José tenía pocos amigos, uno de ellos fue el reverendo Jorge Sosa, un activista en la lucha contra el SIDA, además de ser un religioso abiertamente gay. Ese mismo año, tras la clausura de festival, el teléfono de Jorge Sosa sonó a la mitad de la noche. Descolgó no por la insistencia si no por el presentimiento. Del otro lado de la línea estaba José María Covarrubias, desde una habitación en el Hotel Lark en la Colonia Santa María la Ribera. En su voz no se percibía miedo, sino seguridad. —He tomado una decisión importante— dijo —una recamarera te llamará en un par de horas. He dejado una carta con tu número sobre la encimera. Cuando recibas la llamada ya habrán encontrado mi cuerpo—. —José, aún tienes mucho por qué vivir— le dijo el reverendo, pero sus palabras sonaron vacías. Antes de colgar, José suspiró en la bocina del teléfono. Jorge lo sintió en el vello de los brazos. —Nuestra lucha ha sido por el derecho a ser nosotros mismos, por el derecho a decidir, y yo ya tomé esta decisión. Adiós, Jorge. Sabrás qué hacer—, dijo José, tajante. Luego colgó. El reverendo buscó en varios hoteles a su amigo, pero cuando recibió la llamada de la recepcionista del Lark, ya era demasiado tarde. Más temprano ese día se había celebrado la clausura del Festival Internacional por la Diversidad Sexual y “La Pepa” de 55 años, había decidido terminar con su vida también. Dos años después, el poeta Juan Carlos Bautista tomó la dirección del festival.
A Salvador Irys la estafeta también le llegó por teléfono. Carlos Monsiváis lo había invitado a su casa para darle una noticia importante. —Salvador, ya hablé con Juan Carlos y es momento de que el festival tenga una dirección más joven. Hemos pensado en ti—, le dijo Monsi, como le llamaba su amiga Elena Poniatowska. Tan pronto salió de la casa y escuchó la puerta cerrarse tras de él, un miedo le despertó la imaginación, como cada año desde ese día. Pensó en los nombres que llenarían el programa de la siguiente edición. El amor por el arte homoerótico lo hizo abrir en 2012 una galería llamada Hazme el Milagrito —que cerró después del sismo del 19 de septiembre del 2017—. Antes y después de la pérdida, sus amigos y una “relación de tres” que formó hace 13 años, le ayudaron a dar forma a todas sus ideas. Desde entonces soportan todas sus histerias y le dan fuerza para continuar con el festival. Para él, la vida es el festival mismo, pero también lo es la amistad o la familia que ha formado con la gente que lo rodea. Cuando nos despedimos, el teléfono celular de Salvador comenzó a timbrar.
Esta es la historia que hay detrás del Festival Internacional por la Diversidad Sexual.
Salvador Irys, que lleva 18 años dirigiendo el Festival Internacional de Diversidad Sexual (FIDS), está acostumbrado a escuchar comentarios negativos sobre piezas de arte que muestran desnudos masculinos o algún acto sexual. El recuerdo le provoca muecas. “No puedo creer que en pleno 2018 los museos aún no acepten desnudos a menos que sean femeninos, tampoco puedo creer que la comunidad LGBT se escandalice ante la imagen del cuerpo de una mujer transgénero”, dice. “A nosotros no nos discriminan por vestirnos de azul o verde, nos discriminan por nuestro deseo sexual y por nuestros cuerpos”, dice Salvador Yris mientras mira con mucha atención la fotografía de un hombre bañándose. Él es originario de Las Choapas, un pequeño pueblo al sur de Veracruz y ese contexto tradicional y conservador, sumado al silencio de su familia sobre el tema, lo llevó a sentir culpa por su sexualidad. Se mudó a la Ciudad de México hace 24 años y la decisión le cambió la vida. Una tarde, recorriendo las calles de la Colonia Santa María la Ribera, las cúpulas de un edificio de hierro y cristal llamaron su atención. Pudo ser la arquitectura o la cantidad de gente que se reunía afuera, pero Salvador piensa que el destino lo guió a la calle Enrique González para encontrarse con el Museo del Chopo. Cuando decidió cruzar la puerta de entrada, cruzó también la puerta del closet. Ese domingo de 1994 había una mesa de debate sobre las elecciones y el movimiento gay. Desde entonces la Ciudad de México ha cambiado mucho, pero el festival intenta conservar su origen provocador. José María Covarrubias, a quien Salvador conoció ese 1994, fue el primer director del festival. “La Pepa”, como lo bautizó la comunidad, tuvo que lidiar con una ciudad donde se reprimía cualquier reunión LGBT a través de una figura legal llamada “faltas a la moral”. A pesar de los obstáculos, Covarrubias fundó en 1982 la Semana Cultural Gay, que años más tarde se transformó en el FIDS.
En 2003, Braulio Peralta escribió en el periódico El Independiente: “Covarrubias despierta envidia, coraje, frustración, egoísmo; sí, pero ha sido motor –en cuerpo y alma– de los últimos quince años de la vida gay pública como ningún otro personaje de la comunidad.” La realidad es que José tenía pocos amigos, uno de ellos fue el reverendo Jorge Sosa, un activista en la lucha contra el SIDA, además de ser un religioso abiertamente gay. Ese mismo año, tras la clausura de festival, el teléfono de Jorge Sosa sonó a la mitad de la noche. Descolgó no por la insistencia si no por el presentimiento. Del otro lado de la línea estaba José María Covarrubias, desde una habitación en el Hotel Lark en la Colonia Santa María la Ribera. En su voz no se percibía miedo, sino seguridad. —He tomado una decisión importante— dijo —una recamarera te llamará en un par de horas. He dejado una carta con tu número sobre la encimera. Cuando recibas la llamada ya habrán encontrado mi cuerpo—. —José, aún tienes mucho por qué vivir— le dijo el reverendo, pero sus palabras sonaron vacías. Antes de colgar, José suspiró en la bocina del teléfono. Jorge lo sintió en el vello de los brazos. —Nuestra lucha ha sido por el derecho a ser nosotros mismos, por el derecho a decidir, y yo ya tomé esta decisión. Adiós, Jorge. Sabrás qué hacer—, dijo José, tajante. Luego colgó. El reverendo buscó en varios hoteles a su amigo, pero cuando recibió la llamada de la recepcionista del Lark, ya era demasiado tarde. Más temprano ese día se había celebrado la clausura del Festival Internacional por la Diversidad Sexual y “La Pepa” de 55 años, había decidido terminar con su vida también. Dos años después, el poeta Juan Carlos Bautista tomó la dirección del festival.
A Salvador Irys la estafeta también le llegó por teléfono. Carlos Monsiváis lo había invitado a su casa para darle una noticia importante. —Salvador, ya hablé con Juan Carlos y es momento de que el festival tenga una dirección más joven. Hemos pensado en ti—, le dijo Monsi, como le llamaba su amiga Elena Poniatowska. Tan pronto salió de la casa y escuchó la puerta cerrarse tras de él, un miedo le despertó la imaginación, como cada año desde ese día. Pensó en los nombres que llenarían el programa de la siguiente edición. El amor por el arte homoerótico lo hizo abrir en 2012 una galería llamada Hazme el Milagrito —que cerró después del sismo del 19 de septiembre del 2017—. Antes y después de la pérdida, sus amigos y una “relación de tres” que formó hace 13 años, le ayudaron a dar forma a todas sus ideas. Desde entonces soportan todas sus histerias y le dan fuerza para continuar con el festival. Para él, la vida es el festival mismo, pero también lo es la amistad o la familia que ha formado con la gente que lo rodea. Cuando nos despedimos, el teléfono celular de Salvador comenzó a timbrar.
Salvador Irys, que lleva 18 años dirigiendo el Festival Internacional de Diversidad Sexual (FIDS), está acostumbrado a escuchar comentarios negativos sobre piezas de arte que muestran desnudos masculinos o algún acto sexual. El recuerdo le provoca muecas. “No puedo creer que en pleno 2018 los museos aún no acepten desnudos a menos que sean femeninos, tampoco puedo creer que la comunidad LGBT se escandalice ante la imagen del cuerpo de una mujer transgénero”, dice. “A nosotros no nos discriminan por vestirnos de azul o verde, nos discriminan por nuestro deseo sexual y por nuestros cuerpos”, dice Salvador Yris mientras mira con mucha atención la fotografía de un hombre bañándose. Él es originario de Las Choapas, un pequeño pueblo al sur de Veracruz y ese contexto tradicional y conservador, sumado al silencio de su familia sobre el tema, lo llevó a sentir culpa por su sexualidad. Se mudó a la Ciudad de México hace 24 años y la decisión le cambió la vida. Una tarde, recorriendo las calles de la Colonia Santa María la Ribera, las cúpulas de un edificio de hierro y cristal llamaron su atención. Pudo ser la arquitectura o la cantidad de gente que se reunía afuera, pero Salvador piensa que el destino lo guió a la calle Enrique González para encontrarse con el Museo del Chopo. Cuando decidió cruzar la puerta de entrada, cruzó también la puerta del closet. Ese domingo de 1994 había una mesa de debate sobre las elecciones y el movimiento gay. Desde entonces la Ciudad de México ha cambiado mucho, pero el festival intenta conservar su origen provocador. José María Covarrubias, a quien Salvador conoció ese 1994, fue el primer director del festival. “La Pepa”, como lo bautizó la comunidad, tuvo que lidiar con una ciudad donde se reprimía cualquier reunión LGBT a través de una figura legal llamada “faltas a la moral”. A pesar de los obstáculos, Covarrubias fundó en 1982 la Semana Cultural Gay, que años más tarde se transformó en el FIDS.
En 2003, Braulio Peralta escribió en el periódico El Independiente: “Covarrubias despierta envidia, coraje, frustración, egoísmo; sí, pero ha sido motor –en cuerpo y alma– de los últimos quince años de la vida gay pública como ningún otro personaje de la comunidad.” La realidad es que José tenía pocos amigos, uno de ellos fue el reverendo Jorge Sosa, un activista en la lucha contra el SIDA, además de ser un religioso abiertamente gay. Ese mismo año, tras la clausura de festival, el teléfono de Jorge Sosa sonó a la mitad de la noche. Descolgó no por la insistencia si no por el presentimiento. Del otro lado de la línea estaba José María Covarrubias, desde una habitación en el Hotel Lark en la Colonia Santa María la Ribera. En su voz no se percibía miedo, sino seguridad. —He tomado una decisión importante— dijo —una recamarera te llamará en un par de horas. He dejado una carta con tu número sobre la encimera. Cuando recibas la llamada ya habrán encontrado mi cuerpo—. —José, aún tienes mucho por qué vivir— le dijo el reverendo, pero sus palabras sonaron vacías. Antes de colgar, José suspiró en la bocina del teléfono. Jorge lo sintió en el vello de los brazos. —Nuestra lucha ha sido por el derecho a ser nosotros mismos, por el derecho a decidir, y yo ya tomé esta decisión. Adiós, Jorge. Sabrás qué hacer—, dijo José, tajante. Luego colgó. El reverendo buscó en varios hoteles a su amigo, pero cuando recibió la llamada de la recepcionista del Lark, ya era demasiado tarde. Más temprano ese día se había celebrado la clausura del Festival Internacional por la Diversidad Sexual y “La Pepa” de 55 años, había decidido terminar con su vida también. Dos años después, el poeta Juan Carlos Bautista tomó la dirección del festival.
A Salvador Irys la estafeta también le llegó por teléfono. Carlos Monsiváis lo había invitado a su casa para darle una noticia importante. —Salvador, ya hablé con Juan Carlos y es momento de que el festival tenga una dirección más joven. Hemos pensado en ti—, le dijo Monsi, como le llamaba su amiga Elena Poniatowska. Tan pronto salió de la casa y escuchó la puerta cerrarse tras de él, un miedo le despertó la imaginación, como cada año desde ese día. Pensó en los nombres que llenarían el programa de la siguiente edición. El amor por el arte homoerótico lo hizo abrir en 2012 una galería llamada Hazme el Milagrito —que cerró después del sismo del 19 de septiembre del 2017—. Antes y después de la pérdida, sus amigos y una “relación de tres” que formó hace 13 años, le ayudaron a dar forma a todas sus ideas. Desde entonces soportan todas sus histerias y le dan fuerza para continuar con el festival. Para él, la vida es el festival mismo, pero también lo es la amistad o la familia que ha formado con la gente que lo rodea. Cuando nos despedimos, el teléfono celular de Salvador comenzó a timbrar.
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