Shalmaneser III, en el Trono de Dais de Shalmaneser III, ca. 824 a.C. Museo Nacional de Iraq.
El otro extremo del código, la reluctancia del saludo que ofrecían mujeres y hombres, que entregaban con asco apenas unos dedos para escurrir el pellejo con la agilidad de una anguila, era también un signo inequívoco. La doxa de las buenas maneras solía insistir en que el “saludo de pescado muerto” era un signo de debilidad de carácter, cuando transmitía por el contrario un decidido desprecio. Por supuesto, pocas cosas simbolizaban tal falta de buena voluntad que rechazar la oferta de la mano, física o metafóricamente. Al amenazar al Movimiento estudiantil de 1968 con la represión, en su quinto informe de gobierno, Gustavo Díaz Ordaz afirmó que ofrecía la mano a los estudiantes diciendo: “Los mexicanos dirán si esa mano se queda tendida en el aire”.[3] La respuesta de las manifestaciones fue como exigir que le aplicaran la prueba de la parafina.
Una de las consecuencias probablemente duraderas de la Covid-19 será la extinción de todo saludo de contacto físico con extraños, igual que el soplar a las velitas del pastel de cumpleaños, un método excelente de contagio de enfermedades. La sentencia de que el apretón de manos “murió aislado y solo en cuarentena” en el mes de abril de 2020 (para usar las palabras de un obituario que le dedicó el New Yorker)[4], se ha extendido ahora al choque de codos —por mandato de la Organización Mundial de la Salud— pues obliga a las personas a acercarse peligrosamente.[5] La forma en que nuestros saludos favorecen la “contaminación cruzada” de patógenos sugiere una especie de pesadilla darwiniana: virus y bacterias utilizan, como expertos tramperos, nuestras principales características culturales como medio de diseminación. Toman ventaja de nuestra vanidad de contar con un pulgar para trazar un camino que va de rozar un escupitajo, a hurgarse la nariz y llevar toda clase de bichos con comida infectada a los labios. Patógenos como el coronavirus están claramente ensamblados en el comportamiento de unos animales sociales que necesitan emitir sonidos guturales a corta distancia, unos a otros, y han cometido el error de pasarse recolectando suciedad de las manos de sus congéneres.
Hera y Ataenea dándose la mano, siglo 5 a. C. Museo de la Acrópolis de Atenas.
Un dato que no deja de perturbarme es la infundada mitología que prevalece en torno al origen histórico del apretón de manos. ¿Cuántas veces no hemos escuchado o leído la extraña teoría de que la función del saludo era demostrar al vecino que “no se sostenía un arma”, incluyendo la fantasía paranoica que atribuye el movimiento de arriba abajo para asegurar que uno no escondía una daga bajo la manga?[6] Esas escenas de folletín tiene las marcas distintivas de los mitos occidentales: su función es difundir la noción autocomplaciente de que la civilización consiste en un ascenso que va de la barbarie a la docilidad, y que detrás de todo atavismo de los modernos está el abuelo que habitaba un tiempo sin ley, vestido de vaquero con armadura.
Un principal problema de esas leyendas es el anacronismo de querer dar a nuestras señas un significado permanente y fijo desde tiempo inmemorial. Sucede que todos los signos (con excepción de las onomatopeyas) siguen ajustándose al descubrimiento del lingüista suizo Ferdinand de Saussure que, a inicios del siglo XX, enseñaba en sus cursos que el “lazo que une el significante al significado es arbitrario”. El sentido de un signo, explicaba, es “inmotivado”. Esa arbitrariedad implica que los usos sociales, como los signos de cortesía, “piénsese en el chino que saluda a su emperador postrándose hasta nueve veces en el suelo”, decía Saussure, están definidos por reglas convencionales y no tienen ningún “valor intrínseco.” Esa misma volubilidad hace que los significados se puedan alterar con el tiempo.[7] Como el propio Saussure expresó muy gráficamente, haciendo mofa de quienes pensaban que inventaban lenguas “lógicas” como el esperanto: “El hombre que pretenda componer una lengua inmutable… se parecería a la gallina que ha incubado un huevo de pato: la lengua creada por él sería arrastrada, le guste o no, por la corriente que arrastra a todas las lenguas.”[8]
Estela funeraria de Thrasea y Euandria, ca. 375-350 b.C.
No hay nada que nos autorice interpretar las señales corporales de otras épocas y culturas con las presunciones que tenemos cuando vamos al cine o al mercado. Aunque el sentido que le atribuimos sólo puede ser hipotético, el relieve asirio del siglo IX a. C. que se aloja en el Museo Nacional de Irak y muestra al rey Shalmaneser III tomar la mano de un dignatario, parece sugerir que monumentaliza un acuerdo o una alianza. Ese contrato, si se quiere, será un significado que quedará sumergido hasta unos dos milenios más tarde. En cambio, el uso más importante que la imagen de estrechar la mano tiene en la antigüedad consiste en plantear una unidad más allá de la vida o la muerte. Hay una abundancia de personajes tomados de las manos en pinturas en vasijas, urnas funerarias y, sobre todo, en relieves de monumentos en la Grecia y Roma antiguas. Aunque esas imágenes suelen tener dos personajes en una posición de diálogo, que se toman la mano implicando su cercanía, ninguno, que sepamos, está dando los buenos días. A pesar de lo opaco de ese gesto, los historiadores y arqueólogos han acabado designándolo con el término griego dexiosis (δεξίωσις) y encuentran en él cierta consistencia, sin dar a escultores y pintores la ventaja de una ambigüedad importante. Por regla general, señalan que los personajes en dexiosis suelen ser los familiares más cercanos, y que parecieran referir más al tiempo que los personajes estuvieron juntos en la tierra y no al cuidado de los muertos en la tumba, o menos aún a cualquier idea de un encuentro ultraterreno. ¿Qué significa entonces que en esos relieves el fallecido estreche la mano de sus amados? La mejor especulación es que esas representaciones funerarias parecieran “simbolizar la unidad de la familia y enfatizar su importancia para la sociedad”[9]. La manera que lo formula Christoph Clairmont es por demás sugerente: las imágenes en dexiosis “son una manifestación del pensamiento de que dos partes hacen juntos un todo, la familia, que la intervención de la muerte no ha conseguido separar, y que como partes de ese todo tienen igual importancia.”[10]
Darse la mano no parece haber sido una iconografía significativa en el siguiente milenio europeo, o de otras sociedades. Cuando vino a reaparecer —tras lo que conocemos como el Renacimiento— sufrió un vuelco de significado: dar fe de un acuerdo, y con frecuencia el de marcar la reconciliación diplomática. En un cuadro histórico de Ámsterdam, depositado en préstamo indefinido en el Rijksmuseum, Bartholomeus van der Helst pintó la celebración que la Guilda de los Ballesteros dio a la paz que trajo el Tratado de Münster (1648) y que puso fin a la Guerra de los Treinta Años entre Holanda y España. A la derecha de la composición, destaca el gesto del capitán Cornelis Witsen estrechando la mano de Johann van Waveren, quien carga en la izquierda una enorme taza de alianza de plata. Ese apretón de manos es una alegoría a la firma de la paz. No era para menos: con el Tratado de Münster, la república holandesa había obtenido un reconocimiento pleno por parte de las potencias europeas. La práctica de esa reconciliación se extendía al ceremonial privado. Según el historiador Herman Roodenburg, hay una multitud de casos en los archivos donde una disputa era zanjada con la intervención de la iglesia calvinista, y tras una variedad de acusaciones y alegatos, se alcanzaba finalmente una reconciliación sellada con “la mano de la hermandad” (hand van broederschap) e incluso con un “beso de paz” (vredekus) seguidos de un ritual donde se exhortaba a las partes a quemar toda discordia en el fuego del amor.[11]
“Then and Now” de Jefferis and J.L. Nichols. Safe Counsel or Practical Eugenics (1922) J.L Nichols & Co., p. 206.
Por asombroso que pudiera resultarnos, es muy probable que el uso del apretón de manos como saludo no haya entrado en el catálogo de las maneras de la sociedad europea, sino hasta los albores del siglo XIX. Sólo a mediados del siglo se volvió común entre las élites, no sin que se advirtiera en un manual francés de buenos modales de 1858 (firmado por la Baronesa de Fresne) que nunca se debía ofrecer la mano a un superior, porque uno se expondría a causar una enorme afrenta.[12]
Al parecer la generalización del dar la mano a cualquier hijo de vecino lo debemos, en última instancia, al igualitarismo de los cuáqueros. La Sociedad Religiosa de los Amigos, fundada por el inglés Jorge Fox, había rechazado ya para inicios del siglo XVIII la obligación de inclinarse ante los superiores, por considerar que la adoración debía ser otorgada exclusivamente a la divinidad. El cuaquerismo es una fe que rechazaba toda jerarquía, y la tendencia de identificar a los otros como “amigos” dictaba una simplicidad cristiana que vino a simbolizarse en el trato de iguales de esta reconciliación extendida y sin pomposidad.[13] Es por tanto más que seguro que, como el traje de dos o tres piezas y el futbol, el gesto de estrechar las manos como saludo plebeyo se haya extendido en la vida moderna desde la Inglaterra de la Revolución Industrial, para luego cruzar el Canal de la Mancha y convertirse en norma de la torva vida moderna. Ese origen británico era todavía consciente para Gustave Flaubert en 1856, cuando en una escena de Madame Bovary especifica su carácter importado. Cuando Léon Dupuis extiende la mano a Emma para despedirse, ésta exclama esforzándose por reír:
—Sea; despidámonos a la inglesa.[14]
No nos angustiemos, pues, si hasta la Iglesia católica ha decretado ya suprimir el dar la mano como “saludo de paz”[15]: en realidad, según múltiples pasajes del Nuevo Testamento, los cristianos primitivos se llamaban a saludar con “ósculo santo” o “de caridad.”[16]
Finalmente, los misántropos hipócritas nos podemos sentir satisfechos de no tener que aferrarnos a esas manos que, sospechamos, hasta hace poco estarían rascando cualquier cosa. Como los nobles del pasado, debemos demandar el privilegio de establecer una demarcación en torno nuestro para dar y recibir caravanas. Bastarán un par de inclinaciones de cabeza para dar trámite al arribo de todo intruso.
[1] Ver por ejemplo: Dorothea Johnson and Liv Tyler, Modern Manners. Tools to Take You to the Top, New York, Potter Stye, 2013, p. 34-41.
[2] En la red hay multitud de reportes de prensa en el años 2017 acerca de las competencias provocadas por el saludo “a la Trump”. Ver: https://www.bbc.com/news/av/world-europe-40081069
[3] Gustavo Diaz Ordaz.
[7] Ferdinand del Saussure, Curso de lingüística general, México, Origen/Planeta, 1985, p. 87-89
[8] Ibid., p. 97.
[9] Lucia Novakova y Monika Pagacova, “Dexiosis: a meaningful gesture of the Classical antiquity”,ILIRIA International Review, July 1016m 6 (1):209p. 209-212.
[10] Christoph W. Clairmont, Classical Attic Tombstones, 8 vols. 1993.Cit en: Peter Liddel and Polly Low, Attic Inscriptions in UK Collections, AIUK Volume 5, 2019. Versión en línea: https://www.atticinscriptions.com/papers/aiuk-5/
[11] Herman Roodenburg, “The ‘hand of friendship’: shaking hands and other gestures in the Dutch Republic”, en: Jan Brewer & Herman Roodenburg, A Cultural History of Gesture, Ithaca, Cornell University Press, 1991, p. 174.
[12] Ibid., p. 176.
[13] Para fundamentar su aserto, Roodenburg cita al cronista originario de los Cuáqueros, William Sewell (1722). Ibid., p. 176.
[14] Gustave Flaubert, Madame Bovary, trad. Juan Paredes. Intr. De Arturo Souto Alabarce, México, UNAM, 1960, p. 113. Citado por Roodenburg en p. 177
[15] “Por coronavirus, Iglesia católica suprime «saludo de la paz» en misas”, El Universal, febrero 28, 2020. https://www.eluniversal.com.mx/nacion/sociedad/coronavirus-mexico-iglesia-catolica-suprime-saludo-de-paz-en-misas
[16] Romanos 16:16; Pedro 5:14.