Hay Festival Xalapa: Una fiesta de las ideas
Entre el 2 y el 5 de octubre se llevará a cabo la cuarta edición del Hay Festival en Xalapa, Veracruz. Como ya es tradicional en este festival estarán presentes escritores, periodistas, editores, músicos, científicos, divulgadores culturales e intelectuales de diferentes nacionalidades.
RAY LORIGA
Por Pável Granados / Fotografiado por Quim Llenas en Madrid
Hace tiempo atravesé el desierto de Baja California Sur en camión y un joven escritor, Iván Gaxiola, me dijo: «Para que no te aburras te voy a contar una historia». Comenzó, entonces, un relato fascinante. Un mundo en el que se vende una droga para olvidar. Los presos, en las cárceles, una vez que la toman, no saben por qué están encerrados y exigen ser liberados. El olvido exorciza la culpa. Un vendedor de esta sustancia, viaja promoviendo el olvido, y un día se pregunta: «¿Habré tomado yo la droga para olvidar? ¿Qué habrá sido de mi pasado?» Y decide investigar. «Bueno, aquí me bajo», me dijo Iván al llegar a La Paz. «¡No, por lo menos dime quién es el autor de esta historia!». «Ah, se llama Ray Loriga».
—Por ese lugar estuve. Ya fui alguna vez —me dice Ray Loriga por teléfono, él en la tarde de Madrid, yo en la mañana de la Ciudad de México—. Lo bonito de las historias es que se las cuentas a alguien. Y alguien se las cuenta a alguien. Pasamos la vida contándonos historias.
Precisamente esta característica suya ha despertado un interés inusitado desde su primera novela, Lo peor de todo, aparecida cuando tenía 25 años. En ella disecciona la personalidad de un adolescente, sus gustos, sus amigos y la cultura española a mediados de los años ochenta. Entonces llamó la atención su estilo de ideas claras y directas. No era, sin embargo, un desconocido, pues ya entonces se había dado a conocer en revistas como El Europeo y El canto de la tripulación, expresiones literarias de «la Movida». Sí, ese momento cultural originado en Madrid que vivió la libertad posterior a la muerte de Franco de una manera más bien explosiva, con una ansiedad por las manifestaciones artísticas más provocadoras, el punk, el realismo sucio (Bukowski, Carver), el rock en inglés… En Ray Loriga se nota esa renuencia a ser fácilmente clasificado. Cuando todos los críticos opinan que España se ha abierto a la cultura del mundo, él defiende su herencia española y se pone a hablar de Pío Baroja y de santa Teresa. Y sin embargo, Héroes (1993) es una novela en la que prodiga los elementos de su formación artística, libros, discos de vinil, películas y televisión.
CONTINUAR LEYENDOCuando Ray Loriga dice que ya no se puede escribir igual después de la existencia de la televisión, parece recordar las palabras de Italo Calvino, quien decía que el reto de la literatura es encontrar cosas que sólo ella, con sus recursos, puede decir. De Ray Loriga también se puede decir que es un plantador de historias. Un buen narrador es un motivo de inspiración, un árbol del que salen siempre sugerencias. Y, en su caso, un estilo del que con toda naturalidad brotan tramas y subtramas. Se suceden referencias a libros de filosofía, a la música, al cine… Como si quisiera huir de lo local y ser desesperadamente global. Su carrera está relacionada de manera íntima con el cine, sus novelas se han convertido en guiones: su novela Caídos del cielo (1995) se convirtió en la cinta La pistola del hermano (1997); ese mismo año, colaboró con Pedro Almodóvar con el guión de Carne trémula, y en 2004, para Carlos Saura escribió El séptimo día. Es natural, pues su narrativa —formada por nueve novelas y cuatro libros de relatos— es particularmente cinematográfica. Platico con él porque pronto estará en Xalapa en el Hay Festival, que convoca autores de todas partes del mundo con sus «conversatorios»: sesenta minutos para platicar, hasta que un edecán aparece con una rosa blanca, señal de que han terminado. Los cuatro días que dura llenan la ciudad de Sergio Pitol de fiestas, conferencias, exposiciones, conciertos y la oportunidad de hablar con decenas de escritores.
—¿Sabes el tema que vas a tratar?
—Me temo que tendré que hablar de mí en algún momento. El tema que más me aburre. Y creo que también hablaré de literatura en general y de otros autores a los que admiro: de la Biblia a Rubem Fonseca, pasando por Foster Wallace, Conrad, Javier Marías, Vila-Matas, Kerouac, Cole Porter, quien escribía cosas que se cantaban.
—No sabía que te gustaba Porter.
—Si no te gusta Cole Porter es que no tienes idea de nada. Si hay algo parecido a un dios en mi vida es Cole Porter.
De Ray Loriga —mirada penetrante, rostro que parece delineado con hachazos, voz ronca— se podrían deducir muchas cosas, menos que sea capaz de cantar las canciones frívolas y alegres de Cole Porter. A mí me sugiere a un lector de los beats, un admirador del rock, de Bob Dylan, un autor que extrae su inspiración del cine negro, quizá de Huxley y su mundo feliz. Podría pensarse que es un autor de efectismos, hecho para impresionar. Y sin embargo, no es así. Hay, en su obra, una insólita e inteligente reflexión sobre la felicidad como ideología, de la personalidad como resultado del capitalismo. Las dos son una especie de espejismo en medio del desierto del poder y del mercado.
Loriga ha recibido las mismas críticas que los escritores cosmopolitas mexicanos, o que los autores de la Literatura de la Onda, por su falta de interés por España como tema literario. Manuel Vázquez Montalbán escribió: «Los personajes de Loriga, parecen venir de una galaxia cultural en la que no existe la literatura ni la cultura española». Pero es difícil encasillar, porque parece que tiene como costumbre contradecir. A lo mejor, en eso se parece a Miguel de Unamuno, quien decía: «¿De qué están hablando, para oponerme?» Si su personalidad se pudiera comparar con el de algún actor de Hollywood, le quedarían James Dean o Johnny Depp, desconcertantes, intencionalmente decepcionantes, enfants terribles, jóvenes eternos. En su caso, Loriga es impuntual, desenfadado, contradictorio, amante del alcohol y tema habitual de las revistas de escándalos. Tuvo dos hijos con la cantante Christina Rosenvinge, y vivió con ella por 14 años, hasta que la dejó por la modelo Eugenia Silva. La hemerografía de su corazón es amplia, aunque un poco superficial. Todo lo contrario de sus libros, de una gran consistencia de forma y fondo. El más reciente, el que acaba de llegar a México es Za Za, emperador de Ibiza (Alfaguara), una especie de comedia de enredos algo trágica (pues están relacionados los cárteles de la droga) y una suma de aforismos llenos de cinismo.
—Tu libro es una combinación muy fascinante entre el ensayo y la novela.
—Sí, lo has dicho muy bien. No sé cómo mejorarlo: entre el ensayo y la novela. Es la idea de una cosa que jamás sucedió, no puedo decir por qué no sucedió, porque destruiría el libro para los que no lo han leído. Es un poco un retrato de mi idea de la literatura, es decir un vuelo acerca de la nada, pero dentro de las cosas. Y es un retrato de un personaje que es más o menos tan idiota como yo. He tenido muchos personajes idiotas en mi carrera, algunos sin nombre. Y éste es otro, el tal Za Za. Es el reflejo que la situación provoca en el mundo… Una personalidad no es más que un espejismo, y como eso lo acaba viendo el resto del mundo. Es decir, si el personaje es plano, es tonto, refleja el resto del mundo.
—Za Za es un dealer retirado que no sabe cómo llegó a su presente. Un día toma conciencia y se da cuenta de que su destino no era ése, no se identifica con el niño que fue. Es un personaje que no cree en la infancia como destino. ¿Tú tampoco?
—Yo no creo en la infancia como destino, no, he dicho que vale como principio. Creo que la infancia está bien puesta en su sitio. Alguien más listo que nosotros, que no sé si es Dios, ha puesto la infancia donde estaba y la vejez en donde está. Pienso que eso está bien diseñado y, en cualquier caso, aunque estuviera mal diseñado, es el diseño que tenemos. Mientras, se intenta transitar entre esos dos lugares, la subida y la bajada.
—Tu personaje se siente un poco desligado de su infancia.
—Es que se va retirando de la infancia a cada paso. Es inevitable. Yo todavía sueño que sigo escondido. Cuando era pequeño, nos pusimos a jugar al escondite con unos primos. En el juego del escondite la idea es que nunca te encuentran. Y yo a veces creo que todavía sigo escondido, como aguantando respiración, leyendo sólo los latidos de mi corazón. Escondido. Pero tomando en cuenta que ya te han encontrado, ya te han descubierto y que la infancia se acabó. Y tienes que seguir caminando de alguna manera, tristemente, hacia la vejez, como sea.
—Za Za no logra ser un personaje entrañable. Es un poco plano, pero hay una cosa que atrae mucho: la historia que se le impone a él. Todo ocurre a sus espaldas. Tiene la novela unos momentos de gran potencia poética, pero también de gran conocimiento de la economía, parece ser que tú estás creando un proceso económico. Pareciera que casi se oyen frases del Capital de Marx, como cuando se dice que una vez que una cosa tiene precio, todo puede tenerlo. ¿Tú intención también fue hablar de un proceso enconómico, del mercado de la droga?
—Sí, en gran medida. Y, políticamente, lo que está sucediendo en el mercado de la droga. Qué es el mercado de la droga que supone que hasta los suizos sean tan listos. Por qué tienen que comer todos esos colombianos de un producto que podemos reproducir. Por qué no contratamos unos químicos cojonudos que reproducen las drogas sintéticas y dejamos muertos, más muertos de hambre todavía, a todos los plantadores. Cuando un negocio introduce tanto dinero como las drogas a un país muy listo como lo es Suiza, se dice «¿y por qué no lo hacemos nosotros?».
—¿Y la situación ahorita en España?
—Según la página de la DEA [Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos] ha entrado más droga en España que en toda Europa, por un mismo sitio. Cuando lo publica la DEA, que desclasifican muy tarde, la movida ya está en otro sitio. Sigue entrando mucha droga por España evidentemente. Lo que significa poder político, poder económico. Tienes que pagar a muchos policías, a muchos ayuntamientos, a muchos alcaldes. Y no sé si a muchos reyes, esto no lo digo por este rey que se nos va ni por el que viene: los reyes no se llegan a enterar de esto, pero del rey para abajo hay mucha gente que sabe, que cuenta con ese dinero.
—¿La legalización de la droga significaría prosperidad mayor para España?
—A mí España no me importa. Me importa tanto como Colombia, como México, como África. Y la legalidad de la droga es muy complicada. Es un tema muy complejo. Lo lógico sería que cada ciudadano libre y bien educado, en un sistema de educación sensanto, pudiese tomar sus propias decisiones. Eso sería lo ideal. Pero es casi impensable, un mundo perfecto que no existe. Pero lo ideal pasaría por las decisiones y responsabilidades propias.
¿Es Ray Loriga un escritor de culto? Eso depende de la pereza mental de los críticos y de su apuro por salir rápido de un apuro. Quizá por modestia, quizá para despistar, a él le gusta esta clasificación. Quizá sea algo que se usa en el marketing para promoverlo. Una especie de escritorcontraseña, una puerta de entrada a géneros no muy demandados, algo así como una posesión porque creemos que nada más nosotros lo hemos leído. El «autor de culto» es algo así como darle a los lectores un boleto de entrada exclusiva a una fiesta a la que cualquiera puede entrar. El mercado también aprovecha que muchos lectores quieren poseer un espacio propio, de lecturas para unos cuantos. Los temas de Ray Loriga están acordes con el gusto de las editoriales: historias exportables, traducibles, cultura global. Me pregunto si todavía es posible quedar fuera y si todavía tiene sentido la discusión de la literatura que no está condicionada por el mercado. Felicidad y poder. Poder y mercado. Mercado y felicidad. Son combinaciones que se repiten y que sin embargo parecen nuevas.
—Pienso que la felicidad esta sobrestimada. La felicidad como euforia está sobrestimada.
—Los felices de tu libro son tontos.
—A lo mejor todo el mundo quiere ser tonto. Yo no lo sé, yo no lo quiero ser.
—Hay algo de Un mundo feliz de Huxley ahí, en tu libro.
—Sí, evidentemente, Huxley es un referente, como George Orwell, como son todas las distopías, pensando en un mundo que parece absurdo y que curiosamente es idéntico al poder.
—Ése es un aspecto que se me hace particularmente bien trazado en tu novela, el tema del poder. Pero un poder invisible, que maneja todo.
—Mi idea es que el poder es una maldad extendida. No hay un malo de James Bond. Hay muchos malos, a selección de otros malos. Es un poder extendido y una maldad extendida, que supone que cada uno de nosotros prefiere estar al otro lado. Y el otro lado es el poder. Al que le dejan ir, va y no vuelve. Y eso es el poder. Digamos «el otro lado de la fuerza», como decían en Star Wars. Si puedes ser poderoso y hacer daño a los demás para tu propio beneficio, la mayoría de las personas tomamos o tomarían esa decisión. Todos y cada uno de nosotros. Ése es el problema, es un problema ético. No es un problema de posición o de poder. Es un problema ético.
—¿El poder es malo pero fascinante?
—Evidentemente, quién no quiere estar del lado que domina las cosas, en vez del lado de los que sufren las cosas.
—Y tú eres, en ese sentido, un anarquista
—Anarcoide. Digamos madrilista y anarcoide. Con esa definición me quedo contento: madrilista y anarcoide.
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JOUMANA HADDAD
Por Alejandra González Romo / Fotografiada por Maya Alameddin en Beirut
Joumana Haddad dice que hoy ser árabe requiere, ante todo, dominar el arte de la esquizofrenia. Para ella, haber nacido en Beirut en 1970 significa estar dividido en dos y tener prohibido expresar lo que realmente se es y se piensa. Ser árabe significa además enfrentarse a lo que llama «una serie de atolladeros»: sexismo, analfabetismo, extremismo religioso, misoginia, poligamia, homofobia, desesperanza, la tragedia de Palestina y la condescendencia de Occidente. De alguna forma Haddad, desde niña, logró sobreponerse a lo que de ella esperaba su familia, no musulmana, pero sí cristiana y conservadora, y una sociedad donde la mayoría de las mujeres no tienen muchas opciones de desarrollo profesional. Encontró en la biblioteca de su padre la inspiración para liberar su mente, aún entre las sirenas y los bombardeos que marcaron su infancia durante la guerra en Líbano. La escritora reconoce en Justine o los infortunios de la virtud, del Marqués de Sade —que leyó a los doce años y en francés— su bautismo en la subversión.
Haddad es una mujer atea que defiende en voz alta y con palabras escritas la libertad sexual y la igualdad entre hombres y mujeres; es políglota, traductora y periodista. Escribe poesía, ensayos, un blog, y es editora de la sección cultural de An Nahar, uno de los periódicos más liberales de su país. Fundó y dirigió además, Jasad, una de las pocas publicaciones eróticas del mundo árabe. Se imprimió trimestralmente entre 2009 y 2011 en Líbano; en el resto de los países de la región estuvo censurada. Después de sus dos primeros años, la revista tuvo que ponerse en pausa, en espera de un apoyo financiero que difícilmente encontrará. Como editora de Jasad, Haddad recibió amenazas de muerte, violación y lapidación, además de toda clase de insultos. La primera vez que presentó su revista en la feria del libro de Beirut, hubo asistentes que destruyeron sus carteles y protestaron ante los organizadores del evento. Hezbolá, que tenía su stand de libros justo frente al de ella, intentó boicotear su participación sin lograrlo. Al año siguiente volvieron a encontrarse; sus stands fueron colocados, de nuevo, frente a frente. En Jasad se publicaba periodismo de investigación sobre temas como la poligamia, los matrimonios forzados y la virginidad; pero también historias eróticas y testimonios.
Su libro Yo maté a Sherezade, de 2011, es un manifiesto feminista y en favor de la secularización, que ya se estudia como tal en la Universidad Americana de Beirut. «Ser una mujer escritora en un país árabe significa hacer frente, con frecuencia, a la sospecha insultante de que un hombre escribe a tu sombra lo que publicas bajo tu nombre», afirma en el libro. El cuestionamiento de su identidad aparece de forma recurrente en su obra.
—Todo es problemático dentro de lo que implica ser una mujer libanesa. A veces me pregunto cómo sería si no hubiera nacido aquí. Quizás mi vida sería menos interesante, pero tal vez sería feliz. Y en este punto de mi vida ya no sé qué prefiero —dice en una entrevista telefónica—. Cuando me llega la carta de una chica diciendo que mis palabras la han inspirado para luchar por sus derechos, entonces pienso que tal vez ser feliz sea menos importante que contribuir a que las cosas cambien en este país.
Apenas unas horas antes de otorgar esta entrevista, Haddad recibió un correo electrónico de una joven jordana de catorce años agradeciéndole haber escrito el libro. Al correo adjuntó una fotografía de ella misma y le escribió: «Quiero que sepas que este velo que llevo no es mi elección y que un día voy a quitármelo». Más allá de conmoverla, este gesto tiene muchos otros significados para la escritora.
Haddad recibe también muchas cartas de hombres. La última provino de un joven yemení que trabaja en la biblioteca de una universidad, y que recibió una llamada del director pidiéndole buscar y sacar del catálogo el libro Superman es árabe, publicado por Haddad este año, pues lo consideraba peligroso para la comunidad estudiantil por presentar como tragedias e «invenciones desastrosas» al machismo, el monoteísmo, el pecado original, el matrimonio y la castidad. En él, la escritora se muestra preocupada de que la Primavera Árabe haya sido simplemente «otro invierno» en lo que respecta a los derechos de la mujer.
—Me ha dicho que lo encontró, se lo llevó a su casa para leerlo, y descubrió con gusto que hay alguien que comparte las ideas que, con frecuencia, él tiene que esconder en su país —cuenta la escritora, antes de confesar entre risas que leer aquel texto la alejó por un momento de su percepción de los hombres árabes como una causa perdida.
Haddad es una escritora fugitiva, ajena; afirma que el haber nacido en Líbano es sólo una coincidencia. No hay nada que la enorgullezca de ser árabe, y con Beirut tiene un trato cordial, pero distante. «No hay amor entre nosotras, ni complicidad siquiera», escribe. Líbano es considerado el país más moderno de la región árabe; pero para Haddad, eso es decir muy poco. «Beirut es la reina de las contradicciones, mártir y puta, con velo y emancipada, ambigua y equívoca, traicionera y leal», afirma en Yo maté a Sherezade. Sin embargo, ha decidido no abandonarla.
—Cuando uno lucha desde el exterior hay una parte de tu credibilidad que se pierde, creo en los cambios que se hacen desde el interior y es por eso que me he quedado; pero en estos días la situación me parece cada vez más desesperanzadora. Tal vez en unos años termine por irme a escribir a otra parte —dice.
Ella pertenece a muchos lugares al mismo tiempo, y eso se refleja en las cinco lenguas en las que habla y escribe.
—Cuando inicio un libro o una poesía, me abandono a la lengua en la cual llega la idea inicial —dice.
De los 16 libros que ha publicado, 11 son de poesía. En Espejos de las fugaces, de 2010, reúne explicaciones poéticas, científicas y religiosas a los suicidios de varias poetas, y a la forma en que decidieron hacerlo.
—Mi abuela y mi tía se quitaron la vida, entonces yo viví con esa realidad desde muy pequeña. Muchos de los poetas que amo lo han hecho también, y yo lo respeto muchísimo. Pienso que es un derecho: decidir el momento en el que quieres irte.
Para Haddad, los poetas no son ni oscuros, ni pesimistas, sólo sensibles, carentes de piel protectora. Ella es alegre, divertida, bromista, valiente y una feminista femenina y vanidosa, pero no tiene problema en decir que para ella, todos los poetas verdaderos son suicidas, aún sin consumarse como tales.
—Claro que estoy hablando también, y sobre todo, de mí misma. Yo no tengo el equipaje para ser feliz o serena —afirma.
Sin embargo, y a pesar de su ateísmo, cree que la muerte puede ser el inicio de otra vida. Joumana Haddad piensa un momento antes de decir: «Somos una conciencia, y esa conciencia no se muere».
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KATIE KITAMURA
Por Guillermo Sánchez Cervantes / Fotografiada por Guadalupe Ruiz en Nueva York
Escribir ficción es como aguantar la respiración. Es contener el aliento. Para Katie Kitamura, un escritor puede pasar un año escribiendo y un día se da cuenta de que en realidad no tiene absolutamente nada. Escribir ficción es siempre un proceso exhaustivo, dice y repite la escritora norteamericana de origen japonés. De 35 años, está vestida con una blusa blanca y el cabello negro recogido. Sonríe frente a la pantalla cuando se conecta a Skype una tarde de julio pasado. Responde desde Nueva York donde reside junto con su esposo, el también novelista y periodista británico Hari Kunzru. Detrás de ella, apenas se alcanzan a ver los muros grises de una habitación, un librero y las sábanas arrugadas de una cama deshecha.
—Pero me encanta hacerlo, escribir todos los días y generar palabras en una página que no sabes si al final funcionará. Puedes estar escribiendo un libro pero sin la certeza de tener algo que sirva: la incertidumbre —dice frente a la computadora.
Kitamura ha llamado la atención por esa voz «austera y psicológicamente versada» que —según escribió Rob Nixon en The New York Times— «retrata la reserva que sus personajes muestran de manera física y verbal». Formada como bailarina en Princeton, estudió literatura y después un doctorado en el London Consortium, con una tesis sobre la estética de la vulgaridad en la novela norteamericana. Debutó en 2009 con una novela sobre artes marciales, The Longshot, editada por Simon & Schuster y finalista del prestigioso Young Lions Fiction Award que entrega The New York Public Library. Su vocación como narradora la confirmó en 2012 con su segunda novela, Gone to the Forest, que fue aclamada por la crítica. Salman Rushdie la comparó con los trabajos de J.M. Coetzee y Nadine Gordimer «por capturar el dolor a muerte de un mundo colonial capturado por una prosa oscura y obsesiva. Es una escritora por derecho propio». Ahora Sexto Piso la pública bajo el título En el bosque, una novela que se propone deshacer el discurso colonial, masculino y dominante de la opresión.
—No sé para qué escribo. No tengo la respuesta aún. Pero es la única cosa que sé hacer. Escribir es como una manera de regular la ansiedad, la asfixia. Escribir es un trabajo solitario —dice.
Empezó a escribir ficción a finales de sus veinte. Pensó que sería una profesora de literatura enclaustrada en aulas universitarias. Cuando terminó su tesis doctoral en Londres, descubrió que quería algo diferente, así que comenzó a escribir. Llegó a la ficción de manera azarosa, con el psicoanálisis. Impartía un curso de escritura cuando comenzó a trabajar como consultora creativa de la serie documental The Pervert’s Guide to Cinema que filmaba la cineasta Sophie Fiennes en 2006 para Channel 4 del Reino Unido. Se trataba de un proyecto que recorría las películas icónicas de la cinematografía, con trabajos de Alfred Hitchcock, David Lynch y los hermanos Marx, a través de un análisis psicoanalítico a cargo del filósofo Slavoj Žižek.
—El cine no te da lo que deseas, te dice cómo desearlo. Al estar involucrada en el guión, descubrí que tenía todas las herramientas para construir personajes con todas las facetas que la ficción necesita.
Nació en California en 1979, hija de una pareja de inmigrantes japoneses que llegó a Estados Unidos en busca del sueño americano. Fue la primera integrante de su familia en nacer en el extranjero; todos tienen nombres japoneses y ella fue la primera en llevar uno que sonaba «americano», como el buque naval USS Katie (SP 660) que patrullaba las costas de Virginia durante la primera guerra mundial, o el pueblo Katie del estado de Oklahoma, con 348 habitantes.
—Mis padres estaban hartos de que pronunciaran mal sus nombres, así que me pusieron uno muy norteamericano. Soy la única persona en toda mi familia extendida con un nombre que no suena japonés. Soy estadounidense, no soy «japonesa estadounidense». Crecí como estadounidense y me veo a mí misma como una escritora estadounidense —dice.
Su esposo Hari Kunzru —elegido en 2003 por la revista Granta como uno de los mejores escritores jóvenes del Reino Unido— es mitad inglés y mitad indio. Por lo que su pequeño hijo de un año y medio de edad tiene raíces de muchos lugares: no es ni de uno, ni de otro.
—Ahora en Estados Unidos están muy ocupados con las categorías: «asiático», «afroamericano», «latino». Y mi pequeño hijo no encaja en ninguna de ellas. Yo crecí, por ejemplo, con muchos estereotipos sobre las mujeres. Algunos son más fuertes para las asiáticas. Está la idea de que son sumisas, y es el filtro a través del cual te mira la gente. Mi hermano, un japonés que creció en Norteamérica, tuvo que desarrollar su masculinidad en un ambiente en el que se cree que los asiáticos son débiles. Estoy segura de que eso ha afectado mi trabajo de varias maneras —dice.
Cuando daba clases de escritura en 2006, sus alumnos la cuestionaron con inquietudes sobre cómo abodar los temas de identidad en piezas de ficción. Estaba el caso de la trinitense Dionne Brand que, a partir de su experiencia como inmigrante en Canadá, escribe una novela generacional en el Toronto contemporáneo, What We All Long For. «Katie, creo que no se nos permite escribir desde el punto de vista de un africano o una mujer, si somos hombres y blancos», le increpó un estudiante. Para Kitamura, lo maravilloso de la ficción es que permite escribir desde cualquier punto de vista. Le parece terrible el consejo que dan muchos escritores anglófonos a los jóvenes: que escriban sobre sus experiencias y del mundo que conocen. Ella, en cambio, siempre ha querido escribir sobre experiencias diferentes a las suyas. Tal vez por eso esté interesada en personajes masculinos como los que pueblan sus novelas.
—Ha salido mucha literatura sensacional de los temas poscoloniales. El lado malo es que surgió esta idea mal concebida de que sólo te está permitido escribir acerca de lo japonés si tienes ojos razgados. Si hiciera caso a eso, yo tendría que escribir sobre una «japonesa estadounidense» todo el tiempo y es justamente la clase de novelas que no quiero escribir.
—Sería demasiado fácil.
—Exacto. La novela que haría felices a mis agentes literarios sería una sobre los campamentos de concentración para japoneses en California, o una novela que empezara con la guerra mundial en Japón y hablara de la bomba atómica. Esos territorios son muy cómodos y no me interesan.
Gone to the Forest llegó a las manos del editor Eduardo Rabasa gracias a una recomendación del editor Geoff Mulligan, del sello británico The Clerkenwell Press. Leyó la novela en menos de dos días y le pareció brutal. Le remitió a Steinbeck, a Kipling y hasta Orwell. «Kitamura aborda el colonialismo desde el punto de vista del opresor y de una manera llena de sutilezas, nada estridente. No hay una prosa exuberante, sino cautelosa», dice Rabasa, quien la publicó en Sexto Piso bajo el título En el bosque, traducida por Jesús Gómez Gutiérrez.
La novela sigue el destino de una familia extranjera que lleva más de cuarenta años viviendo en una colonia en tierras remotas, un país imaginario. Su protagonista es Thomas, un joven que vive con su padre y una docena de sirvientes en una inmensa propiedad familiar. Son dueños de una piscifactoría y sus tierras recorren todo el horizonte que se mira desde la casona, desde donde se ve un volcán enorme que amenaza con hacer erupción. Para la familia, las relaciones de dominación con los criados son algo natural e inevitable. Por eso cuando escucha en la radio que se desatará una guerra civil a cargo de los nativos, apenas entiende el discurso: las palabras le suenan «pastosas» y cargadas de ira, «tonterías guturales». «En el bosque no está ubicada en ningún lugar ni en una época específicos. Es un microcosmos. Muchos me han contado que al leerla, se imaginan que están leyendo una historia que remite a lugares distintos. Es un tono bastante oblicuo, neutro, que tiene que ver con la decisión de narrar», comenta Rabasa.
—Pensé en muchos países a la vez cuando la escribía —dice Katie Kitamura—. Está en Argentina geográficamente, en Kenia y Zimbawe políticamente, en la India culturalmente. Es una mezcla de lugares y pedacitos de sus lenguajes, la manera en la que hablan y se contraponen entre ellos. Busqué desestabilizar la locación. Estaba interesada en escribir una novela que cuestionara la «realidad» con un lugar imaginado. En tiempos de cultura digital e internet, todo está cortado y puesto contra lo otro, yo quería una novela así.
En la novela, mientras se desvanece el poderío colonial «eurocéntrico» a causa de la revolución, aparece Carine, una chica que llega a la piscifactoría con un vestido con volantes, el cabello ondulado y los labios «esmeradamente pintados de rojo». El padre de Tom ha decidido arreglar un matrimonio entre él y ella. Pero ante la incapacidad de Tom por seducirla, el padre —una caricatura del patriarca poderoso y pedante— termina por convertirla en su amante y establece un triángulo amoroso en un intento desesperado por aferrarse a alguna forma de poder. Tom se convierte entonces en un personaje débil, incapaz de tomar cualquier decisión para defender sus tierras de la revolución o la mujer que le habían destinado como esposa. Los editores de Kitamura estaban muy nerviosos respecto a este personaje porque no representaba el héroe convencional.
—Tom es un hombre pasivo, no toma decisiones, y la gente quiere que los personajes sean activos, que tengan un viaje emocionante. Uno de mis editores me cuestionó: «Katie, ¿acaso puede él lograr algo?» Se trata de un hombre paralizado por un padre dominante. Es un personaje difícil de querer, que está sufriendo por ser un hombre y lo encuentra imposible. No funciona dentro del arquetipo de masculinidad.
En el bosque se centra en la relación de cómo un hombre se comporta frente a otro. Pero este mundo masculino está lleno de grietas. Al final, está destinado a desaparecer. Y Kitamura plantea un derrumbe en dos planos. Primero está la guerra civil a manos de los nativos que arrebatan cualquier tipo de privilegios a los extranjeros. Después, ese enorme volcán que se mira en el horizonte, que amenaza con hacer erupción y cubrir toda la región bajo sus cenizas. El volcán se convierte entonces en un símbolo de la destrucción.
—Buscaba crear esa tensión de destruir el tejido de una realidad ficticia. Es un mundo políticamente inestable, se está deshaciendo. Yo quería escribir sobre el acto de decaer. No busqué narrar esta novela a través de los nativos, sino a través de los colonos, quise apoderarme de esa perspectiva blanca, ese animal blanco que muere, para quedarme ahí y verlo morir. Es todo lo que quería hacer. Ese mundo tenía que quedarse sepultado bajo el volcán.
—¿Entonces ese animal blanco que muere —el de la colonización— también es un hombre y heterosexual?
—Sí. Sobre todo porque ya no queda claro qué es ser un hombre hoy en día, ese modelo del que habla la serie de televisión Mad Men, cuando estaba muy claro qué era serlo. Ahora esta época que vivimos, nos vuelve libres.
Kitamura crea entonces una imagen potente. Ese animal moribundo que sigue pateando, a través de personajes que se niegan a cambiar su orden. El animal del colonialismo que se niega a transformarse y elige, antes que eso, la muerte. Los personajes de Kitamura se niegan a cambiar, el patriarca se convierte en una caricatura y el héroe —Tom— es incapaz de evitar el derrumbe. Para el editor Eduardo Rabasa: «El animal prefiere morir antes que renunciar a su naturaleza. Lo que remite a esa famosa frase de Jean Paul Sartre sobre que el colonialismo es ante todo un fenómeno mental».
—Ahora estoy terminando el borrador de mi siguiente historia con tintes apocalípticos, tiene cerca de ochenta mil palabras y no sé si tenga algo que sirva para un libro que sea publicable. Te digo, escribir ficción es un acto exhaustivo.
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MARÇAL AQUINO
Por Arturo Lezcano / Fotografiado por José Antonio Cruz en la Ciudad de México
Quien frecuenta la línea 1 del metro de São Paulo debería andarse con cuidado. Por allí acecha un hombre alto, cargado de hombros, de barba moteada de canas y cara de aquí no ha pasado nada. Suele estar de pie, cerca de las puertas. Aunque lleva auriculares, están apagados, de manera que escucha todas las conversaciones y está listo para convertir a cualquier pasajero en el personaje de su próxima novela. Se llama Marçal Aquino y es uno de los nombres indispensables de la literatura brasileña del cambio de siglo. En sus libros, varios de ellos llevados al cine, la violencia es el reflejo de la degradación social en su país. Habla de amor a través del sexo, cuenta aventuras de criminales que inspiran ternura y traza historias policiacas sin policías, en los suburbios de São Paulo o en pequeñas ciudades fronterizas. Y para hacer todas esas cosas, se nutre de la realidad. Y lo hace, por ejemplo, escuchando conversaciones ajenas en los vagones de metro de la línea 1.
—No creo en la inspiración. Dependo de la gente para escribir. Y la calle me da todo lo que necesito.
Aquino sale a cazar historias reales, regresa a su casa y escribe: un párrafo en media hora o tres capítulos durante una noche en vela. Y lo hace al terminar los trabajos que le dan de comer, como guionista de televisión. Todo sin prisa: hace diez años que no publica. Pero él, lentamente, sentado en el sillón de su estudio, sigue escribiendo esas historias a resguardo del caos de la ciudad que las crea.
La casa de dos plantas está en la cuesta de un barrio clásico de São Paulo, con chalets superpuestos a un horizonte dentado por rascacielos con helipuerto. El distrito se llama Vila Mariana y ha sido el hábitat de Marçal Aquino en los últimos treinta años. Al atravesar un pequeño patio se accede a la vivienda, con una sala acogedora de paredes cubiertas de libros y videos, un televisor grande y una escalera hacia el piso de arriba. En el medio hay un sofá donde Aquino lee, mientras un perro juega alrededor y una postadolescente se prepara para salir. Una familia de padre separado, hija y mascota en una casa tranquila, en un barrio tranquilo, una pesada mañana de marzo. La estampa inspira de todo menos el laboratorio de ficción criminal donde se pergeña una obra corta pero avasalladora: además de tempranas incursiones en poesía y literatura juvenil, Aquino, de 56 años, ha publicado cuatro libros de cuentos, una antología y tres novelas. La última ha sido traducida al alemán, el francés y el español. Yo recibiría las peores noticias de tus lindos labios (Océano, 2012) ha causado entusiasmo en México: agotó la primera edición de cuatro mil ejemplares en poco más de dos meses, sin haber publicado antes en el país y sin más promoción que el «boca-oído». Por eso ahora se preparan allí los lanzamientos de otras dos novelas suyas, comenzando por El invasor. A Martín Solares, escritor mexicano y editor de Océano, se le caen los elogios de la boca: «Para mí, la sorpresa más grande que he recibido como editor me la dio Yo recibiría las peores noticias de tus lindos labios. Sin duda es una de las mejores novelas de amor que he leído en mi vida, y es una de las pocas que están contadas como novela policiaca. Es de los pocos libros que están a la altura de El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain, por el lado policiaco, y de las historias de amor que han escrito Sándor Márai, Milan Kundera o Michel Houellebecq».
En Brasil lo celebran por su singularidad frente a otros narradores de su generación. Así lo define Valéria Lamego, periodista y responsable de la editorial Verso Brasil: «Marçal es una voz única, porque trata la violencia y la pobreza sin los clichés habituales de las novelas policíacas». Cuando a Aquino se le pregunta por el carácter de su narrativa, él asiente. Con la pierna cruzada y anteojos de leer sobre las rodillas, comienza a hablar rápido y hace gestos veloces aunque, al mismo tiempo, su tono es calmado.
—Dicen que soy un autor policial, pero creo que en mis obras se visitan otros territorios. No es un juicio de valor, sino de lucidez. Sé lo que hago.
—¿Pero no tienes un estilo?
—El estilo es la confesión de un límite.
Nació en 1958 en una hacienda cerca de Amparo, una ciudad rodeada de montañas a 140 kilómetros de São Paulo, hoy con 70 mil habitantes, entonces con bastantes menos. Le tocó ser el número seis de diez hermanos, nacidos entre 1944 y 1966. Su padre, Luiz Gonzaga de Aquino, hoy de noventa y cinco años, venía de una familia de cafeteros pero la bolsa de Nueva York estornudó en 1929 y la monocultura paulista se quedó tiritando puesto que los norteamericanos eran los primeros compradores del café brasileño.
—Mi padre siempre dice que una noche se acostó como patrón y al día siguiente se despertó como empleado. El crash paró todos los negocios, el banco tomó la plantación y entonces mi padre empezó a trabajar solamente como administrador.
En ese entorno, pero tres décadas después, nació Marçal. Cuando tenía seis años, la familia se trasladó al casco urbano de Amparo y ahí se crió la prole. Hay un policía, un tornero mecánico, tres camioneros, varias amas de casa. Y un escritor.
—¿Cómo sale un escritor de una casa sin libros?
—Mi recuerdo básico es que no había televisión, pero había cine. Con cinco años vi mis primeras películas. Crecí escuchando historias de gente que se juntaba por las noches a hablar, pura tradición oral.
Su madre, doña Benedita, tiene diez hijos y casi un siglo de memoria vívida. Entre las vicisitudes de setenta años en familia consiguió mantener un taller de costura y fue empleada de la plantación que administraba su marido. Y vio crecer entre cómics al sexto hijo, «el más especial», según cuenta por teléfono desde Amparo.
—Marçal es el que menos trabajo me dio. Mientras todos se iban al río a nadar, él se quedaba leyendo o dibujando. Cuando llegaba del colegio se ponía con las historietas, primero a leerlas y luego a dibujar. Leía eso, porque libros no teníamos. Hasta que descubrió la biblioteca del pueblo.
Sin tutela ni orientación, Marçal empezó a leer a ciegas. Entre los miles de ejemplares de una biblioteca que él recuerda como si fuese la de Alejandría, escogió a Nietzsche con trece años y a Machado de Assis con catorce.
—Empecé muy tarde a leer libros, por los once o doce años. Yo creía que iba a dibujar. Pero poco después descubrí la literatura, y entendí que todo, el cine, el cómic y las historias de mi padre estaban contenidas en los libros. Allá por los dieciséis años dije: quiero ser escritor. Pero eso no era una profesión. Así que con quince años fui a trabajar en una escribanía como auxiliar, pasando documentos a máquina. Luego, a los 17, entré a trabajar en un hospital psiquiátrico. Empecé en la farmacia y terminé haciendo pequeñas obras de teatro para usar como terapia de los pacientes. Hasta los 22 estuve allí.
—¿Quién te dio ese trabajo a esa edad?
—El director del hospital era amigo de mis padres y necesitaba que alguien anotase el suministro de medicamentos. Trabajar cinco años a esa edad en un sitio así te hace encarar el concepto de locura de manera diferente. Se difumina el límite entre lo que es real y lo que no.
Por lo demás, su vida era la de cualquier joven de una ciudad del interior. Vivía con sus padres, tenía una novia de toda la vida, salía a beber con los amigos. Pero, mientras tanto, incubaba relatos escabrosos, montaba andamios narrativos extraños. Cuatro años después de renunciar al hospital escribió Onze Jantares, un cuento en el que un escritor relata lo que ve a su alrededor en un hospital psiquiátrico: «Estaba sentado en un patio de cemento y miraba una nube, una de las cosas que más le gustaba hacer en ese lugar. Otra era conversar con una enfermera de ojos azules que atendía en su pabellón. Pero ella sólo hablaba de Akineton, Anatensol, Gardenal, Dienpax (…) A la derecha del escritor estaba un viejo que había matado a su mujer a hachazos y luego había incendiado su casa».
El estudio de Aquino es un cubículo de un metro y medio por unos cuatro y medio. Hay dos pantallas de ordenador, un fax y una biblioteca gigante. Aquí y allá hay reproducciones de los relojes derretidos de Dalí. Hay una imagen de san Marçal y una lámina de san Jorge. Discos de Baden Powell y Aretha Franklin. Y cientos de libros: Cardoso Pires y Onetti, sus preferidos. Carver en inglés. Piglia, Pedro Juan Gutiérrez. Y, claro, Rubem Fonseca, el maestro del cuento y la novela negra brasileña, su ídolo. Desde la ventana del despacho ve el resto de su casa a través de un pequeño patio interior. Pegado a la pared, casi en la puerta, está el sillón de orejas donde se sienta a escribir.
—Tengo que estar solo, porque buceo. Escribo en una posición cómoda para la pierna que sostiene el cuaderno. Necesito tener un horizonte de muchas horas para adelante, aunque no las use. Y entonces comienzo.
Así escribe, a mano y en soledad, desde que se mudó, con 22 años, a estudiar periodismo en Campinas, en las afueras de São Paulo, y vivía en una pensión donde no podía hacer ruido con la máquina de escribir. Hasta ese momento había estado escribiendo en el periódico de su ciudad, pero tuvo que irse.
—Por el sindicato de periodistas. Tenía que estudiar periodismo para ejercer. Así que me fui a estudiar periodismo. En lo técnico no aprendí nada, más bien fue el contacto con un mundo de estudiantes que no conocía.
Además de estudiar y escribir periodismo, hacía poemas y mantenía correspondencia con otros jóvenes autores de Brasil, en un movimiento subterráneo de poetas preinternet. Al terminar la facultad, trabajó como asesor de un político amigo. Finalmente, con 27 años, se mudó a São Paulo para siempre. Sobrevivir no era fácil y él multiplicaba los trabajos. Era periodista de día, y de noche hacía y rehacía sus propios textos.
—Me presenté a trescientos concursos literarios, y debí de ganar unos treinta. Había muchos por aquella época.
En uno de esos concursos, el galardón incluía la publicación y así fue como se publicaron tres mil ejemplares de su primer libro de cuentos, As fomes de setembro, y con ese dinero editó su segundo libro, Miss Danúbio. Era 1991. Ese año publicó también A turma da Rua Quinze, una novela infanto-juvenil que sigue siendo lectura obligatoria en las escuelas públicas y que entonces le sirvió de anclaje a la literatura mientras trabajaba primero en O Estado de São Paulo, como corrector, y luego en el Jornal da Tarde, como reportero.
—En Estadão mejoré el idioma al corregir palabras. En Jornal aprendí a desarrollar personajes. Una vez entrevisté a un justiciero que me dijo airado: «¡No maté a dieciséis, como andan diciendo! Maté sólo a nueve». Ése era mi Brasil, el que yo veía en la periferia de São Paulo. Era como un gran far west. Así me salieron cuentos para los primeros libros, en los que la realidad alimentaba la ficción.
Dejó el periodismo de planta, empezó a ser freelance y a trabajar como redactor publicitario para empresas y multinacionales. Entre 1989 y 1996 compartió su vida con la que sería madre de su hija, Alice. Su hija vive con él desde hace cinco años. Tiene veintiuno, cinco tatuajes, y habla de su padre como si fuera un compañero de piso:
—Él siempre está en casa trabajando. Muchas veces se queda en su oficina y yo en mi cuarto y no interferimos en la vida del otro. Ya sé que si está de noche ahí arriba, en el despacho, está escribiendo.
Además de Alice, Marçal tiene a Teresa Dos. Teresa Dos es una perrita salchicha. Tiene nombre de secuela porque hubo una Teresa, igual a esta.
—En este momento de la vida no creo que viva con otra mujer, me gustan la soledad y la rutina con mi hija y mi perra. Y cuando quiero relajarme, salgo.
Pero las salidas para relajarse parecen parte de su metódica rutina. Además de ir al cine, va todos los martes a un bar llamado Mercearia São Pedro, donde se enzarza hasta altas horas en tertulias con amigos escritores y cineastas. Todo lo demás puede cambiar, pero eso no.
—Esto pasa todo el tiempo. Vengo aquí, acaricio a la perra, hablo un rato con la hija de Marçal, él pone café, un whisky, y luego me da a leer un cuento. Es increíble, porque vivo la creación literaria de un tipo con una inteligencia y una habilidad tremendas para contar una historia.
Beto Brant, cineasta, llega a casa de Aquino con una bolsa roja de la Berlinale al hombro, gafas de montura negra y cincuenta años que parecen cuarenta. Es, por orden de importancia, amigo de Marçal, su primer lector y su adaptador cinematográfico. Con él construyó, sobre un relato llamado Os matadores, una película en 1997. Poco después convenció a Aquino de detener la escritura de su primera novela, O invasor, para hacer un guión sobre ese argumento: dos socios en una empresa que contratan a un matón para que se deshaga de un tercer socio. Aquino accedió y la película se estrenó cinco años más tarde, en 2002. Ganó premios en el festival de Sundance y entonces Marçal retomó O invasor, que publicó ese mismo año. El resultado fue un texto de cien páginas en el que se mezcla la violencia del ideólogo rico y el ejecutante de periferia. Marçal acababa de ganar, en el año 2000, el prestigioso Premio Jabuti por el libro de cuentos O amor e outros objetos pontiagudos. Sérgio Rodrigues, en la revista Veja, lo colocó aquel año como «el mejor cuentista brasileño después de la generación de Luiz Vilela, Sérgio Sant’Anna y Sergio Faraco». Otros críticos lo empezaron a señalar como heredero de Rubem Fonseca.
Su segunda novela, escrita en solo cincuenta y cuatro días, se llamó Cabeça a prêmio y se publicó en 2003 (será traducida y publicada al español el año que viene con el nombre de Tu cabeza tiene precio), y en ella presenta los rasgos ya característicos de su obra: asesinos, fronteras, Brasil como lejano oeste. Narra con flashforward y flashbacks, hilvanados como si su literatura fuera una aguja con un ojo gigantesco por donde el hilo discurre suave como la seda, con frases cortas y concisas, sin enjuiciar a los asesinos o los culpables.
Esos años en los que se publicaron las dos primeras novelas fueron de alta exposición mediática, por los libros y también por el cine. Y, sin embargo, fueron sus peores años en lo económico.
—Yo iba día a día, ganaba algo de dinero y pensaba sólo en la literatura. Pero esa fue una época muy mala, con deudas y sin llegar a fin de mes. Era el problema del freelancer. Vivía siempre con el crédito rápido del banco. Tengo recuerdos muy difíciles. Hasta que se abrió algo inesperado. En 2007 me llamó TV Globo para ser guionista de plantilla.
Escribe a cuatro manos junto a Fernando Bonassi, otro escritor de su generación. Se trata de series policiacas que él prefiere llamar «dramas criminales». Durante tres temporadas se emitió Força Tarefa, una serie para el horario nocturno. Este año comenzó O Caçador, y por estos días está empezando a escribir una nueva serie que aún no sabe de qué va. Sólo sabe que hay un hueco en la parrilla del canal para abril de 2015, y que eso le dará el sueldo que garantiza la estabilidad para escribir sus libros. Dice Marçal que en Brasil, como en tantos otros países, la literatura sólo alimenta el alma.
Son cuadernos de universitario, de diferentes colores. Pautados, de ciento veinte hojas. En cada uno hay fechas, dibujos, párrafos, algunos con caligrafía ininteligible, otros de limpia escritura. En uno aparece el nombre de una ciudad: Goiania. Y debajo: 9/10/2002. Marçal acerca la vista tratando de entender lo que dice debajo: algo sobre boxeo y lucha libre, nada que tenga sentido. Sin embargo, el 13 de octubre se lee en portugués: «No vale la pena explicar. No lo vas a entender. A veces, como en un sueño, veo el día de muerte».
—Ésa es la apertura exacta de lo que luego se convirtió en la tercera novela, Yo recibiría las peores noticias de tus lindos labios. Como vi que iba a más, seguí escribiendo esa misma noche. Dos días después hay un dibujo mío de una escena, a las 19:30 del 15 de octubre. Escribí nombres de personajes hasta que me fue saliendo el primer capítulo enterito. Aparece Lavinia, la protagonista, hasta que termino el capítulo el 18 de octubre. En cierto momento entendí que ese texto sería una novela y la titulé con una frase que había escrito dos años atrás y que subtitulé como «verso malo de bolero»: «Yo recibiría las peores noticias de tus lindos labios».
La novela, publicada en 2005, cuenta la historia de un fotógrafo paulista que vive medio huido en una ciudad minera de la Amazonia y se enamora de una ex prostituta casada con un pastor evangélico, hasta que sobrevienen tragedias varias. El libro se convirtió en su mayor éxito de ventas dentro de los números que se mueven para autores nacionales en Brasil, nueve ediciones, más de 20 mil libros vendidos desde su lanzamiento hasta hoy, cuando aún se vende impulsada por la película, estrenada en 2012.
El diario O Globo abrió a finales de 2007 una plana completa saludando al «enano de Marçal». Era la bienvenida a una novela cuya publicación Aquino prometía para poco después. Pero ese libro nunca llegó. Cuatro años más tarde el periodista y escritor Nelson Motta cerró una de sus columnas en el mismo periódico expresando un deseo para el nuevo año: «Que 2012 nos regale un nuevo libro de Marçal Aquino». Pero ese año Aquino tampoco publicó nada.
—Llevo diez años sin publicar y no me angustia, ya dejé dos libros en el camino. Uno tenía hasta título, O grande circo humano. Pero no salió. Mi editor sería el único que me podría reclamar, pero él es inteligente y no me mete presión. Yo soy mi primer lector, si no me gusta, no publico. Soy mucho más lector que escritor. De todas maneras, siempre digo que en el juicio final espero entrar en la fila de los escritores.
Cuando dice que está cerca de entregar una novela alejada de su temario habitual, «un romance libertino y de época en el Río de la colonia», aparece su perra, Teresa Dos, con la boca negra de tinta y un bolígrafo a medio masticar entre los colmillos. Al acercarse al sofá deja un mapa negro indeleble en el tapiz. Marçal, como si fuese rutina, va a buscar una toallita de bebé y se pone a limpiarlo. Luego se lamenta en voz alta, para que lo oiga Teresa Dos, tira la toallita y vuelve a sentarse.
—El libro que abandoné, O grande circo humano, era sobre un enano que llega a ser presidente de una multinacional y que empieza a contar su historia a un periodista. Quiere a una mujer que lo quiera como es. La encuentra. Y él le dice: quiero tener un hijo. La mujer recula, porque le entra miedo de tener un hijo enano, y lo termina engañando. Y se queda embarazada de otro hombre. Y entonces nace un enano.
—¿Y no vas a continuar, para publicarlo?
—No. Ahí se quedó. ¿Vamos a comer?\\
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