Chávez, con el porvenir a la espalda

Chávez, con el porvenir a la espalda

Los mejores días del presidente Hugo Chávez parecen haber quedado atrás.

Tiempo de lectura: 21 minutos

I.
«¡Uh, ah, Chávez no se va! ¡Uh, ah, Chávez sí se va!», gritó el hombre mientras atravesaba un costado de la Plaza Bolívar en el centro de Caracas. Hace cinco años, en este mismo lugar, que representa para muchos el corazón simbólico de Venezuela, ni siquiera los más desprevenidos espectadores hubieran permanecido indiferentes a consignas de adhesión o repudio al presidente. Llevados por el impulso ciego de la polarización, que ha desgarrado a la sociedad venezolana, habrían tomado automáticamente partido a favor o en contra. Pero esta tarde de principios de noviembre nadie hizo el más mínimo gesto. Los viejos continuaron en los bancos viendo pasar el tiempo. Los novios siguieron comiéndose a besos como si fuera la última vez. Los padres vieron jugar a sus hijos con una pelota. E incluso los militantes chavistas, uniformados con camisetas rojas, permanecieron conversando sus asuntos sin prestar atención al hombre que siguió cruzando la plaza mientras gritaba lo que ya se oía como desvarío: «¡Uh, ah, Chávez no se va! ¡Uh, ah, Chávez sí se va! ¡Uh, eh, Chávez ya se fue!».

Pese a lo corto de mi visita a Caracas, había apartado unas horas para visitar el centro. Diez días antes, la noche de mi llegada desde Cambridge, Massachusetts, donde vivo actualmente, asistí a una cena en casa de un amigo. Entre los comensales se encontraba un encumbrado funcionario de la alcaldía del municipio Libertador, comandada por el alcalde chavista Jorge Rodríguez. Comentó lo difícil que era mejorar la calidad de vida en ese municipio del oeste de la ciudad, donde vive cerca de un tercio de la población y que tiene algunas de las barriadas más populosas. En una redistribución de competencias, el alcalde había sido despojado de autoridad para intervenir en problemas cruciales como la seguridad pública y el transporte. Le pregunté entonces en qué destacaba la gestión del alcalde. «Podemos decir que hemos rescatado los espacios públicos para devolvérselos a la gente —aseguró rotundo—. Si no me crees, date una vuelta por el centro para que veas que no lo reconocerás».

Le pedí a mi amiga la poeta Nidia Hernández que me acompañara. En el trayecto en metro pude comprobar que el hacinamiento que se vive no es una metáfora. Ni siquiera en el subterráneo de la ciudad de México había visto tal nivel de apretujamiento. En el corto viaje recordé aquello que, en referencia al metro del DF, el cronista postapocalíptico Carlos Monsiváis calificaba de álgida lucha por el oxígeno y el centímetro.

Ciertamente, el centro ha mejorado. Hace cinco años se encontraba en franca ruina y parecía el escenario de una película apocalíptica, atestado por vendedores informales, con paredes cariadas por la suciedad y los grafitis políticos, vitrinas rotas, fachadas desvencijadas, una sólida hediondez a orina y heces, en tanto que omnipresentes adictos al crack mendigaban la próxima dosis gesticulando con sus dedos quemados y sus negras encías. Ahora se advierte que las fachadas de los edificios históricos han sido refaccionadas y pintadas de colores llamativos. Los cafés, que habían desaparecido para dar lugar a tugurios de apuestas, han vuelto a algunas esquinas, y con ellos un aire a normalidad y vida urbana. Incluso hay unas sencillas chocolaterías donde se vende muy buen chocolate socialista. Lo evidente, en todo caso, es que el trabajo es todavía muy elemental para cantar victoria sobre la barbarie que reina en Caracas desde hace dos décadas.

Pero había ido a la Plaza Bolívar también para tomarle la temperatura a la situación política. Traté de sacarle conversación a algunas personas sin mucho éxito. Todas parecían querer evitar que la realidad saboteara el disfrute de su tiempo. Al fin Nidia y yo nos sentamos en un largo banco junto a un grupo de mujeres que conversaban. Tanteé a la mujer a mi lado. Su nombre era Tibisay Ochoa y había trabajado en un banco de vivienda durante veinticuatro años. Dijo estar esperando a su hija, que estaba en clases de catecismo en la iglesia de Santa Capilla, situada en la esquina norte de la plaza. Iba vestida con jeans y camiseta fucsia.

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