Son las 5:15 de la madrugada del miércoles 25 de enero y para que comience el partido que van a disputar los jugadores faltan diecisiete horas. El nuestro, el de los hinchas, acaba de empezar: salgo de mi casa en Buenos Aires, enciendo el auto y arranco hacia la ruta. Somos treinta mil personas de distintas partes de la Argentina a las que una fuerza centrípeta nos arrastra en coches, aviones o autobuses hacia un estadio de fútbol en la provincia del Chaco, mil kilómetros al norte de la Capital Federal, a una vegetación frondosa e ignorada por las guías de turismo, a uno de esos lugares a los que Dios les soltó la mano si es que la había tendido alguna vez. Pero juegan River y Boca, y nos tomamos tan en serio el fútbol que somos felices en el absurdo. Un superclásico en la selva podría ser una historia de realismo mágico, pero esta vez es literal.
Atravieso una ciudad que bosteza. A las 5:23 llego a la Panamericana, una autopista de ingreso y egreso de la capital, que a su vez conecta con las carreteras que comunican con el norte del país, y en medio de la oscuridad me pregunto, y me vuelvo a preguntar, qué estoy haciendo. ¿Elijo ser parte de esta fuerza invisible que me subyuga y me empuja hacia lo desconocido, o River es un magnetismo que me determina sin pedir permiso? Es lo contrario a una recriminación: es, casi, una apología. Como cada vez que viajo para ver a mi equipo, dejo atrás una semana en la que tuve que hacer malabares para congeniar horarios de trabajo y, más difícil aún, convencer a mi pareja de que conducir durante doce horas (de ida) para ver noventa minutos de un espectáculo que se televisará en directo podrá ser, según su punto de vista, una locura, pero desde mi punto de vista la locura sería quedarme en Buenos Aires.
De acuerdo con la definición de la publicación inglesa, «la rivalidad entre Boca Juniors y River Plate es la más intensa en el fútbol argentino y, quizás, en América Latina: el partido es un derroche de color, ruido y energía. Buenos Aires tiene la mayor concentración de equipos de cualquier ciudad del mundo, y River y Boca son los más importantes. Boca es original de la zona portuaria, por lo que su apoyo es la clase trabajadora. Al principio de la historia, River se alejó de esa zona a un distrito de clase más alta y cuenta con una base de fanáticos un poco más ricos, de ahí su apodo, los Millonarios. Una de las tribunas del estadio de Boca es muy extraña. Se asemeja a cajas apiladas una encima de otra. Su apodo, la Bombonera, la caja de bombones, es el adecuado. Cuando más se llena de fanáticos es el día del clásico. Boca y River, además, tienden a producir los grandes nombres del fútbol argentino. Maradona estuvo en Boca y una gran cantidad de las estrellas han surgido de River. A pesar de que venden a Europa la mayoría de sus mejores jugadores, en ningún lugar del mundo hay tanta pasión por un partido como aquí».
Pero el cambio más relevante en relación con lo publicado por The Observer es que, en términos de rabiosa actualidad, si el fútbol sólo se midiera por el fixture de la temporada actual, Boca-River dejó de existir. Por primera vez en sus ochenta años de atmósfera explosiva, el superclásico es una burbuja de silencio. El 26 de junio de 2011, las placas tectónicas se desestabilizaron: River, el equipo con más títulos nacionales, el forjador de varios de los mejores futbolistas del país, perdió contra Belgrano de Córdoba y descendió a Segunda División, un ostracismo al que nunca había sido condenado. Fue un electroshock para sus quince millones de creyentes: la gente lloraba en las tribunas, en las calles y en las casas más fastuosas y las más paupérrimas de un país en el que 10% más rico de la población reúne 30% de los ingresos y el 10% más pobre se queda con 1.8%. Los argentinos sólo tienen equidad en el sentimiento por su equipo. De inmediato, el gobierno percibió la marea de tristeza y elaboró un antidepresivo social: en su rol de dueño de los derechos televisivos del fútbol, y preocupado por la pérdida de rating que supondría el Titanic riverplatense, el Poder Ejecutivo les planteó a las autoridades del fútbol que el torneo de Primera División tendría que jugarse con cuarenta equipos en vez de los veinte habituales. River, aunque había descendido, no iba a descender. Era, también, una política de Estado tres meses antes de las elecciones en las que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner intentaría llegar a un segundo mandato. Sólo la rabiosa reacción de los hinchas, en especial de los del propio River, que veían doblemente estropeado su honor —genera más compasión un ascenso por decreto que un descenso deportivo—, dio vuelta atrás la medida. La pérdida de categoría se hizo efectiva, y el superclásico entró en un paréntesis: hasta que River no ascienda a Primera, el Boca-River sólo podrá jugarse en el limbo que configuran los partidos amistosos. Y ese regreso oficioso, programado para fines de enero durante el receso de los torneos de Primera y de Segunda, llegó en el paisaje menos esperado: Chaco.
A las 6:10, mientras los camiones de carga que enfilan hacia Buenos Aires por los carriles de enfrente se sobrepasan como mariposas, sale el sol. Al iluminarse, la ruta se convierte en un prólogo del Boca-River que los futbolistas jugarán esta noche: por disposición de los organismos de seguridad, a la altura del kilómetro ochenta, tenemos que bifurcarnos. Los hinchas de Boca seguirán hacia Chaco por la Ruta 9, y los de River nos desviamos por la 14. La policía no necesita pedir un certificado de pertenencia: a nadie le interesará circular por la ruta enemiga. Allá ellos, acá nosotros. Dos ramales, dos brazos, dos sentimientos que, finalmente, novecientos veinte kilómetros al norte, volveremos a confluir. Podremos alejarnos, pero nunca separarnos. Boca y River somos el yin y el yang.
Es curioso: una de las pocas racionalidades que pude mantener con relación a River fue mi perpetua indiferencia hacia los torneos de verano, esos partidos sin valor deportivo a los que los clubes se terminan engrillando para paliar sus extraordinarios pasivos económicos y cuyos únicos ganadores son las empresas televisivas y los gobernadores y ministros de turismo de la sede elegida. Ni siquiera en la etapa más exitosa de River, en los años noventa, estos amistosos me generaron el cosquilleo que me repiquetea cada vez que mi equipo juega un partido formal. Nunca había viajado para dejarme mentir por una clase de espectáculo a la que no le creo nada. Pero en toda esta jornada, en la madrugada que se acaba de ir, ahora que atravieso los puentes que cruzan el delta del río Paraná, en el resto de la mañana y de la tarde que me esperan en la ruta, y en la noche trepado a las tribunas del estadio, sé que voy a la caza del partido al que jamás podría faltar. Si me dijeran que sólo podría asistir a un partido de River desde aquí hasta mi muerte, levantaría la voz y respondería: «Entonces voy a este River-Boca en el Chaco».
Atrás quedó el tiempo en el que me ruborizaba asumir el estado de desdicha al que, en somatización con mi equipo, había caído. Después de algunas charlas con mi analista y de haber escrito mucho sobre el tema, finalmente acepté que, en paralelo a la mayor tragedia de mi club, el descenso fue uno de los peores momentos de mi vida. No el más triste, ni el más doloroso ni el más injusto, pero sí uno muy difícil de superar. Durante nuestras últimas semanas en Primera División, cuando nos deslizábamos por un tobogán al infierno, descubrí un estado de alienación que jamás pensé que el fútbol podría provocar. En cada uno de esos domingos, pero especialmente en los días de entre semana en los que me seguía carcomiendo lo que había sucedido en el último partido y ya comenzaban a corroerme las desgracias que temía que sucederían en el siguiente, tuve miedo de estar volviéndome loco: River dejó de importarme y pasó a desesperarme. Hablaba solo en el supermercado, me peleaba con mi pareja, no quería volver a mi casa después de esos empates o derrotas con gusto a hiel, faltaba a reuniones sociales en las que sabía que habría hinchas de otros equipos y entraba al hospital en el que estaba internado mi padre maldiciendo al director técnico del equipo, Juan José López, porque en vez de poner a un delantero algo torpe pero voluntarioso (Mariano Pavone), insistía con el delantero más desafortunado del mundo (Rogelio Funes Mori). Y, en mi irascibilidad, varias veces intenté preguntarme qué era, realmente, lo que tanto me aterraba de la posible caída de River a la B. Porque no era un equipo de fútbol el que se estaba yendo a la B, era yo.
Yo siempre me había ido a la B. Todos los días, o casi: cuando murió mi vieja, cuando se enfermó mi viejo, cuando me metieron los cuernos, cuando me despidieron del trabajo, cuando a los veinte años me di cuenta de que me iba a quedar pelado, cuando juego a la pelota y soy incapaz de hacer un pase de dos metros, cuando siento que tengo treinta y siete años y no hice nada trascendente, cuando se me rompe la computadora recién comprada y cuando pasan cuarenta y cinco minutos y el bus sigue sin aparecer en la parada. Lo único que siempre me mantenía al margen de esas derrotas cotidianas era River. River no perdía nunca. River era más fuerte que mis angustias. River le ganaba a los miedos y a las neurosis que no le cuento a nadie. River estaba ahí cuando las mujeres me dejaban. River era mi revancha cuando los jefes y las empresas me basureaban. River era mi alivio. Pero un día, River se fue a la B, y mi único costado irrompible se desvaneció. Yo me seguí yendo a la B como siempre, como todos los días, pero River dejó de ser mi factor desagraviante y me tocó respaldar a quien nunca me había fallado, por eso voy al Chaco. Para agradecer. A River. Porque River también soy yo. River son los jugadores pero, sobre todo, somos los hinchas.
El carrusel de los superclásicos de verano comenzó en enero de 1974 en Mar del Plata, cuatrocientos kilómetros al sur de Buenos Aires, la ciudad balnearia preferida por la mayoría de la clase trabajadora porteña y bonaerense para sus vacaciones. Desde entonces, todos los años —salvo muy pocas excepciones, la última en 1994— hubo al menos una edición del Boca-River a orillas del Océano Atlántico. En 1993 fue una orgía: entre el 23 de enero y el 13 de febrero se jugaron cuatro partidos. Mendoza, mil kilómetros al oeste de Buenos Aires, se consolidó como otra sede habitual de los ensayos de pretemporada. Y también Córdoba y Salta, e incluso Miami, alternaron la organización en algunas ocasiones. Chaco nunca.
El primer Boca-River posterior al descenso se transformó en una comedia de enredos, esa peculiar forma de género dramático. El presidente de River, Daniel Passarella, único argentino bicampeón del mundo en Argentina 78 y México 86, invocó razones de seguridad y opinó a finales de diciembre de 2011 que no debía jugarse. Las mofas de los hinchas de Boca, temía, podían ser mortales: el fútbol argentino convive con un monstruo que ya causó doscientas sesenta víctimas en los estadios y sus alrededores. «Es un riesgo inútil, puede haber problemas, nosotros no nos haremos cargo de la seguridad», dijo. El técnico de River, Matías Almeyda, intensificó esa teoría: un superclásico con uno de los dos equipos en la B sería un escenario de violencia. «Me da miedo lo que pueda pasar. Los hinchas van a viajar igual, sea donde sea, se van a encontrar en la ruta, en las estaciones de servicio. Uno tiene sangre y la cargada no se soporta. Juguémoslo en Miami», propuso, también a finales de 2011, y ratificó a comienzos de 2012: «¿El hincha de River se va a bancar las cargadas?, ¿nosotros en el hotel nos vamos a bancar eso? Va a ser un desastre».
Pero la dirigencia de River, que ya había cobrado el contrato del partido por adelantado, nunca amagó con devolver el dinero, las palabras de Passarella y Almeyda fueron más la apertura de un paraguas que una acción preventiva contra la violencia. Mar del Plata, esta vez, no quiso organizar el partido. «Tendríamos que militarizar la ciudad y las playas», se resignaron sus funcionarios durante las reuniones en las que esbozaron un plan de cómo tendría que configurarse el operativo de seguridad. Pero un superclásico es muchas cosas: también una forma de hacer política y de posicionarse para, algún día, ser presidente de la nación. Jorge Capitanich, gobernador de Chaco —una de las provincias más pobres del país— y uno de los funcionarios más cercanos a Cristina Fernández de Kirchner, vio un atajo: es de los hombres que sueñan con la Casa Rosada.
Según agrupaciones políticas opositoras a Capitanich, Chaco pagó dos millones de dólares por este primer clásico con River en la B: la cotización de los dos equipos, el traslado y el alojamiento de los planteles, el jet privado para los políticos de fuerzas aliadas, la fiesta a la que fueron invitados los periodistas, las refacciones en el estadio, los carteles electrónicos en las tribunas, la empresa que organizó el partido, los dos mil policías del operativo de seguridad, el caché privado de los jefes de las barras bravas y decenas de gastos menores. Con apenas un poco más de esfuerzo, la gobernación también podría haber convocado al Barcelona de Messi y enfrentarlo, por ejemplo, contra una selección provincial: el precio de los catalanes por un amistoso ronda los dos millones quinientos mil dólares. Sin embargo, un futbolero argentino promedio, si tuviera que optar entre las posibilidades de ver a Messi o a el Boca-River, elegiría el superclásico. Alrededor de la pelota fecunda un amor tribal: los fanáticos son hinchas de sus equipos, no del fútbol. La cotización de todos los jugadores de Boca es similar a la de Dani Alves, un defensor del Barcelona valuado en cuarenta y siete millones de dólares, y la del plantel completo de River es inferior, pero hay otras razones que terminaron igualando los gastos finales. Por ejemplo, un factor que no existe en España: las barras bravas, dueñas de la violencia y la seguridad en las tribunas argentinas. Y como había pánico de que el estadio, sus inmediaciones y las rutas entre Buenos Aires y Resistencia, la capital del Chaco, se transformaran en una guerra de guerrillas, la gobernación se aseguró un alto al fuego: pactó con los generales de ambos bandos, los líderes de las hinchadas, y les pagó para asegurarse el cese temporal de las hostilidades. No sólo eso: también les consiguió alojamiento en puntos opuestos de la ciudad. Según la prensa, además, los jefes viajaron en avión una semana antes para sellar el acuerdo.
«Los barras se han comunicado con el gobernador de la provincia. Tengo entendido que los chicos vienen a alentar a su equipo y que no hay voluntad de enfrentamiento con el equipo adversario», blanqueó Marina Kapetinich, doblemente relacionada con Jorge Capitanich: además de ser su prima, también ejerce la presidencia interina del club Sarmiento de Chaco, espacio de poder local de la familia y en cuyo estadio se jugará el partido. En realidad, el gobernador es el presidente electo de la institución que participa en la Cuarta División del fútbol argentino (Torneo Argentino B). Y aunque en los últimos meses pidió una licencia, sigue tomando las decisiones más fuertes y deslinda a su prima a un segundo lugar. Como, según reconoció la misma Kapetinich, hablar con los barras.
Ya cerca del mediodía, los migrantes riverplatenses que avanzamos hacia lo desconocido dejamos atrás la Ruta 14 a la altura de Chajarí y, bajo un sol que hiere, entramos a la 119, un camino lleno de pozos que hace honor a nuestro presente: el asfalto es de segunda categoría. Mejor mirar hacia las banquinas, donde las banderas y las cintas rojas se multiplican, y esta vez no es por River: llegamos a la provincia de Corrientes, tierra del Gauchito Gil, un campesino del siglo XIX con boleadoras, bombachas y pañuelo al hombro que, a más de ciento veinte años de su asesinato, se recicló en el santo popular más venerado del país. Millones de argentinos le piden milagros al gaucho sanador. Eso es ser hincha también: una cuestión de fe, una continua invocación celestial. Las carreteras que nos tocaron a las dos parcialidades son, además, una alegoría de la realidad de ambos equipos: Boca, que en diciembre salió campeón de Primera División, transita por la provincia de Santa Fe, una extensión de la Pampa húmeda, tierra fecunda de soja, maíz y trigo y planicies ganaderas. El motor económico del país. Los de River, en cambio, atravesamos la Mesopotamia, una geografía delimitada por los ríos Uruguay, Paraná e Iguazú: nos rodea el agua, estamos aislados.
Doscientos kilómetros más allá, el alisado de la Ruta 123 es, otra vez, impecable: aparecen y desaparecen ciudades y pueblos con raíces guaraníes, Curuzú Cuatiá, Pay Ubre e Itá Corá, la tierra deja de ser marrón y se hace roja, y en medio de la nada, allá al fondo, como si fuera un espejismo, se percibe una caravana. Un par de kilómetros más adelante los alcanzo: son cinco ómnibus, algunas combis, autos particulares, y un par de móviles policiales como escoltas. Son los barrabravas de River, autodenominados los Borrachos del Tablón, los peregrinos que trasladan la paz y la guerra y que avanzan a ritmo sostenido, sin poder detenerse: en determinadas provincias les han prohibido bajarse en gasolineras y bares. Las hinchadas del fútbol argentino, que también son saqueadoras de locales ubicados al costado de la ruta, están lejos de ser un grupo de borrachines improvisados. Configuran un ejército armado con servicios de inteligencia propia: usan radios móviles para comunicarse entre sí, y tienen comunicación directa a través de ellas con actores referenciales de la política, la policía y la justicia nacional. Es un momento de adrenalina: primero paso tres autobuses que van con las ventanillas abiertas repletos de hinchas en cueros, me quedo transitoriamente en medio de la caravana a la espera de que se descomprima el carril inverso, eludo un minuto después a las furgonetas protegidas en medio de la caravana (donde posiblemente están guardadas las banderas y los bombos, esos trofeos de guerra que jamás deberán quedar en manos del enemigo), acelero para sobrepasar a un par de autos particulares en los que deben viajar algunos jerarcas, dejo atrás a los dos primeros autobuses con los barrabravas y, como último acto, al patrullero de la policía. A mis espaldas podría haber quedado un rastro de azufre.
A las 16:10 llego a Corrientes, la capital homónima de la provincia: grupos de hinchas de River toman cerveza para combatir el calor junto a la Costanera, un bellísimo pulmón urbano frente a un Paraná tan ancho que la orilla de enfrente se aleja a más de doscientos metros. Es, en cierta forma, el punto final al viaje de ida: Resistencia espera algunos kilómetros más allá del río. En el hostal correntino en el que hice la reserva hay dos amigos, uno es de River, el otro de Boca. El partido de la noche será el punto final a sus vacaciones en el norte argentino: después de más de dos semanas de compartirlo todo, durante noventa minutos verán el mundo desde una visión antagónica. Lo luminoso de un lado será apocalíptico del otro, y viceversa: hasta el día siguiente estará prohibido hacerse bromas. El sol empieza a esconderse cuando cruzo el Paraná, que hace de frontera provincial, y entro a la provincia del Chaco. Desde lo alto del puente General Manuel Belgrano, la panorámica es fabulosa: una descomunal cantidad de árboles, una geografía subtropical, una enorme extensión de quebrachos, algarrobos, palos borrachos, ceibos, jacarandás y palmeras. Al noroeste, imperceptible desde aquí, está el Impenetrable, un monte de árboles espinosos y cactus al que su nombre define: la vegetación es su trinchera. Allí sólo sobreviven, en condiciones dignas de un desastre humanitario, algunos integrantes de la comunidad indígena wichi. Las diferencias son iguales para todos.
Así como el presidente y el técnico se oponían a jugar el clásico amparados en la supuesta violencia que generaría la diferencia de categoría, el resto de los dirigentes de River alegó otro tipo de incompatibilidad y se negó a que sus jugadores viajaran al Chaco en el mismo avión que los de Boca: pronosticaban, y tenían razón, que en el aeropuerto de Resistencia habría cuatro mil personas, dos mil de cada equipo, esperando a las estrellas. Un nuevo foco de conflicto. La organización, sin otra alternativa, debió dividir a los planteles en dos vuelos diferentes: uno a la mañana y el otro a la noche, ambos el día anterior al partido. Ya en Resistencia, el alojamiento sería una nueva discordia para la delegación de River que, por orden de Passarella, tampoco debía compartir su estadía con otros huéspedes ni siquiera con los hinchas de su mismo equipo. Pero en la ciudad hay un solo hotel cinco estrellas que, al no poder ser blindado para veinte futbolistas, un cuerpo técnico y un puñado de dirigentes, pasó a estar ocupado por los jugadores de Boca, además de los clientes habituales. Los de River fueron derivados a un establecimiento menos glamuroso, un dos estrellas, lo que generó nuevas quejas en la comitiva, aunque en vano: los organizadores, en una silenciosa revancha por haber tenido que pagar dos vuelos chárter, uno para cada equipo, explicaron que la ciudad ya estaba colapsada. «¿Acá nos mandan?», bramaron algunos jugadores cuando llegaron al hotel.
Del estadio, en cambio, nadie se quejó. Era un lujo, el único en la Argentina con dos pantallas gigantes, una en cada cabecera. El más moderno del país, inaugurado en mayo de 2011 con un partido entre la Argentina y el Paraguay. Ese día, de tan multitudinario, quedó gente en la calle (gente que incluso había comprado su entrada), pero nunca más volvió a llenarse: cada vez que juega en la Cuarta División nacional, Sarmiento de Chaco no convoca a más de siete mil personas. En un clásico provincial contra Chaco For Ever, se movilizan a lo sumo quince mil. Es un estadio sospechado de cultivar los mismos fines políticos que deportivos. Una plataforma de campaña: los arcos como urnas y los goles como votos en una provincia cuya principal actividad económica es la administración pública. Según publicó el diario Crítica de la Argentina en 2009, Resistencia es la ciudad del país con mayor cantidad de indigentes y la capital provincial más paupérrima de la Argentina, con 49% de pobres y un PIB per cápita siete veces menor al de Buenos Aires: dos mil dólares contra catorce mil.
También Resistencia le hace honor a su nombre: es un lugar que le rinde culto a la épica del esfuerzo por un futuro mejor. Por primera vez desde que salí de mi casa veo banderas y camisetas de Boca que fluyen junto a las de River. En Buenos Aires no podría pasar: cuando el clásico se juega en la Bombonera o en el Monumental, los hinchas peregrinan al estadio por accesos diferentes. Quien se equivoque lo pagará con su cuerpo. Son las 19 horas, faltan tres para el partido, y una multitud se agolpa para retirar sus entradas frente a la sede del club Sarmiento, sobre Juan Domingo Perón al 1600, una calle que una cuadra más allá, desde el 1700, se hace de tierra. El Estado argentino no es sinónimo de cloacas, veredas ni asfalto.
Las entradas se agotaron hace pocas horas. Habían salido a la venta un mes antes, pero las plateas laterales eran más caras que, justamente, ver al Barcelona en España: costaban ciento sesenta dólares. La demanda fue raquítica y, dos semanas después, pasaron a cien. El pulso no cambió, y siete días más tarde bajaron a cincuenta y siete. Recién se agotaron veinticuatro horas antes del partido: la recaudación, estimada originalmente en un millón quinientos mil dólares, quedó en un millón cien mil. Con el ticket en la mano, camino hacia el estadio y atravieso las vías abandonadas de un ferrocarril que hace muchos años conectaba Chaco con Buenos Aires y que, como casi todos los ramales, cerró en los años noventa. De haber seguido funcionando, hoy habría sido a la inversa y habría conectado Buenos Aires con Chaco: esta noche, como correr una maratón en Nueva York, jugar un partido de polo sobre elefantes en Nepal o bucear en Belice, uno de los cien eventos deportivos para ver antes de morir hace resplandecer el estadio de Resistencia.
La economía informal se multiplica paso a paso. Algunos venden sándwiches caseros y otros se ofrecen a cuidar los coches, las motos y, sobre todo, las bicicletas que se acumulan en las inmediaciones del estadio. Entonces me acuerdo de que algunos amigos de River deben estar llegando en un chárter que alquilaron y que salía desde Buenos Aires a las 17 horas: cada uno tuvo que pagar cuatrocientos treinta dólares. «Nunca hice esta locura, pero sentía que ahora había que hacerla», me dijo Rodrigo, uno de esos dementes, uno de nosotros, los treinta mil fanáticos a los que una fuerza centrípeta nos arrastra hacia ese estadio cuya silueta ahora descubro, justo debajo del helicóptero de la televisión que sobrevuela la ciudad y, acaso por primera vez en la historia, le muestra Chaco a veintinueve millones de hogares de diecinueve países de Latinoamérica. Sé que es uno de esos días que ninguno de nosotros olvidará. Vendrán años más o menos afortunados, pero dentro de un par de décadas seguiremos recordando el cosquilleo de haber pasado el último control policial, haber entrado al trote a la cancha y haber afinado las gargantas para un partido de nuestro equipo, en un clásico y en un lugar impensable. Subo a la tribuna y, cuando faltan cinco minutos para que empiece el partido, un muchacho chaqueño de veinticinco años me confiesa: «Es la primera vez que veo a River. Anoche me costó dormir. Estaba nervioso, daba vueltas en la cama». Y diecisiete horas después de haber salido de mi casa, termino de entender qué es un River-Boca.
Sabré después que los jugadores de River se bajaron del ómnibus y llegaron a la zona de vestuarios simulando que los rodeaba una atmósfera hedionda: se aprietan la nariz y se abanican con las manos. Aludían a un inmemorial apodo de los hinchas de Boca: Bosteros, apelativo proveniente de la bosta de caballos que, según el mito, se acumulaba en La Boca, uno de los barrios de la clase trabajadora de Buenos Aires.
En la cancha, el arquero de Boca, Agustín Orión, sale al campo a estirar los músculos y, cuando se asegura de que ninguna cámara lo sigue, queda enfrente de la platea enemiga y se toca los genitales: alude al mote de Gallinas que reciben los militantes de River por la supuesta falta de hombría que el equipo en 1966 mostró en la final de la Copa Libertadores de ese año. River ganaba dos a cero ese partido contra Peñarol de Uruguay, pero perdió cuatro a dos y, al domingo siguiente, Banfield lo recibió con una gallina dentro de su cancha.
Entran al estadio los barrabravas: Los Borrachos del Tablón —los de River— y El Jugador Número 12 —los de Boca—. Son recibidos como héroes de guerra por el resto del público. Es una variante futbolera de la definición del presidente de Estados Unidos, Franklin Roosevelt, sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza y sus secuaces: «Serán unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta». Cada barra despliega sus bombos y banderas en una cabecera: después de haber viajado por diferentes rutas y alojarse en puntos alejados de Resistencia, vuelven a quedar cara a cara. Están a cien metros, lo que separa de arco a arco, pero no habrá más que un intercambio de amenazas costumbristas. Esta noche, su negocio consiste en no pelearse. A veces la paz es otra forma de violencia.
Los futbolistas de River habían jugado con las palabras. «Les vamos a ganar dos a uno», había dicho el uruguayo Carlos Sánchez. «Si les ganamos, se les viene la noche», pronosticó Alejandro Domínguez, y el Apocalipsis recayó sobre él: a los quince minutos le tiró una patada al árbitro y se fue, expulsado. Los de Boca vencieron dos a cero y demostraron que la distribución de la riqueza futbolística también se reparte de manera desigual: su gente, que no paró de recordar un segundo su reciente título en la A y la desgracia de River en la B, encontró otro motivo de jactancia.
A los de River, sin embargo, no nos importó: siempre preferiremos nuestro infierno de la B antes que su paraíso bostero. En cuanto a mí, podría haberme reprochado: para qué hice semejante viaje o para qué gasté tanto dinero o para qué inventé ilusiones de triunfo. Pero, por supuesto, no lo hice.
A las 5:15 horas del día siguiente salí del hotel, encendí el auto, arranqué hacia Buenos Aires y calculé cuántos días faltaban para mi próxima vez junto a River. Los futbolistas perdieron el partido. Pero nosotros siempre estamos jugando. //