El clásico Boca vs. River

El clásico Boca vs. River

El clásico Boca vs. River, la crónica de uno de los espectáculos deportivos que hay que ver antes de morir.

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Son las 5:15 de la madrugada del miércoles 25 de enero y para que comience el partido que van a disputar los jugadores faltan diecisiete horas. El nuestro, el de los hinchas, acaba de empezar: salgo de mi casa en Buenos Aires, enciendo el auto y arranco hacia la ruta. Somos treinta mil personas de distintas partes de la Argentina a las que una fuerza centrípeta nos arrastra en coches, aviones o autobuses hacia un estadio de fútbol en la provincia del Chaco, mil kilómetros al norte de la Capital Federal, a una vegetación frondosa e ignorada por las guías de turismo, a uno de esos lugares a los que Dios les soltó la mano si es que la había tendido alguna vez. Pero juegan River y Boca, y nos tomamos tan en serio el fútbol que somos felices en el absurdo. Un superclásico en la selva podría ser una historia de realismo mágico, pero esta vez es literal.

Atravieso una ciudad que bosteza. A las 5:23 llego a la Panamericana, una autopista de ingreso y egreso de la capital, que a su vez conecta con las carreteras que comunican con el norte del país, y en medio de la oscuridad me pregunto, y me vuelvo a preguntar, qué estoy haciendo. ¿Elijo ser parte de esta fuerza invisible que me subyuga y me empuja hacia lo desconocido, o River es un magnetismo que me determina sin pedir permiso? Es lo contrario a una recriminación: es, casi, una apología. Como cada vez que viajo para ver a mi equipo, dejo atrás una semana en la que tuve que hacer malabares para congeniar horarios de trabajo y, más difícil aún, convencer a mi pareja de que conducir durante doce horas (de ida) para ver noventa minutos de un espectáculo que se televisará en directo podrá ser, según su punto de vista, una locura, pero desde mi punto de vista la locura sería quedarme en Buenos Aires.

¿Qué es un Boca-River? La respuesta de enciclopedia, el gran clásico del fútbol argentino, resulta ociosa. En la previa de cada partido, la prensa nacional suele erotizarse con el recuerdo de un artículo publicado en 2004 por la revista mensual deportiva de The Observer, un periódico dominical inglés, que recomendaba cincuenta actividades deportivas para hacer antes de morir: jugar un partido de polo montado sobre elefantes en Nepal, bucear en Belice, correr la maratón de Nueva York y, en primer lugar, aunque aclarando que la lista no seguía ningún criterio de orden en particular, mirar un Boca-River. Nadie en la Argentina subrayó que no se trataba de un ranking, sino de una antología sin prioridades establecidas, y el River-Boca pasó a ser considerado «el primer espectáculo deportivo que hay que ver antes de morir según el periodismo europeo».

De acuerdo con la definición de la publicación inglesa, «la rivalidad entre Boca Juniors y River Plate es la más intensa en el fútbol argentino y, quizás, en América Latina: el partido es un derroche de color, ruido y energía. Buenos Aires tiene la mayor concentración de equipos de cualquier ciudad del mundo, y River y Boca son los más importantes. Boca es original de la zona portuaria, por lo que su apoyo es la clase trabajadora. Al principio de la historia, River se alejó de esa zona a un distrito de clase más alta y cuenta con una base de fanáticos un poco más ricos, de ahí su apodo, los Millonarios. Una de las tribunas del estadio de Boca es muy extraña. Se asemeja a cajas apiladas una encima de otra. Su apodo, la Bombonera, la caja de bombones, es el adecuado. Cuando más se llena de fanáticos es el día del clásico. Boca y River, además, tienden a producir los grandes nombres del fútbol argentino. Maradona estuvo en Boca y una gran cantidad de las estrellas han surgido de River. A pesar de que venden a Europa la mayoría de sus mejores jugadores, en ningún lugar del mundo hay tanta pasión por un partido como aquí».

La nota, impecable desde el registro emotivo (The Observer da a entender que un River-Boca no tiene testigos en las tribunas, sino partícipes), resbala en un par de inexactitudes históricas y coyunturales. No es cierto que a River le digan los Millonarios porque sus hinchas son —supuestamente— más ricos que los de Boca, sino porque al comienzo de los años treinta, cuando el profesionalismo empezaba a regir en el fútbol local, el club gastó un dineral desacostumbrado para la época en la compra de dos futbolistas, los delanteros Carlos Peucelle y Bernabé Ferreyra. Las otras falencias del artículo son anacrónicas: en los ocho años que pasaron desde que el artículo fue publicado, el fútbol local se ha desnutrido, y Boca y River —al igual que el resto de los equipos— ya casi no venden jugadores a Europa. No sólo la cosecha de talentos parece haberse secado, sino que además cambiaron las reglas del mercado internacional: los jugadores más prometedores ya no necesitan debutar en Primera para cruzar el Atlántico: también pueden hacerlo de adolescentes. El caso más drástico es el de Lionel Messi, que se probó en River cuando tenía doce años, en 2000, y los dirigentes del club, por razones nunca aclaradas, no aceptaron las pretensiones de su padre, que pocos meses después se arregló con el Barcelona. Sin embargo, a esa degradación del campeonato doméstico le siguió un fenómeno inverso en las tribunas: cuanto menos juegan los futbolistas, más juegan los hinchas. La falta de goles se tapa con banderas y gritos. Si hay miseria, que no se note.

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