El caso del Dr. Favaloro
En Argentina se le venera como al Che Guevara o a Maradona, y es equiparado con la Madre Teresa, Mahatma Gandhi y Nelson Mandela. ¿Por qué René Favaloro, salvador de incalculables vidas, decidió terminar con la suya?
Cinco minutos antes de morir, René Favaloro se puso la pijama, caminó unos pasos hasta el comedor y dejó siete sobres blancos sobre la mesa: una carta para su secretaria privada, Diana Truden, cuarenta y seis años menor que él, con quien estaba a punto de casarse, y otras a nombre de sus sobrinos, sus amigos de la infancia, «las autoridades competentes» y su empleada doméstica, Ramona Giménez, a quien agradecía por los años de servicio y dejaba una carta de recomendación.
Eran las primeras horas de la tarde del sábado 29 de julio del año 2000 cuando en su departamento de Palermo, un barrio de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, fue hasta el baño, cerró la puerta y dejó una nota pegada en el espejo. A esa hora, en el escritorio del entonces presidente de la nación, Fernando de la Rúa, había otra carta que nadie llegaría a leer a tiempo. El cirujano que había desarrollado la técnica del bypass aortocoronario, que sólo en Estados Unidos salva setecientas mil vidas por año, estaba a punto de apretar el gatillo del revólver calibre treinta y ocho que apuntaba a su corazón.
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—Cuando murió René estábamos todos en mi casa. Nos llamó un político ofreciéndonos un cajón presidencial con una gran bandera y hacerse cargo de la Fundación —dice Roberto Favaloro—. Y lo mandamos a la puta que lo parió.
La puteada del sobrino de René Favaloro retumba en el silencio de su oficina. Roberto es el director de la Fundación Favaloro, uno de los centros médicos más avanzados de Argentina y Latinoamérica, donde cada año se atiende a medio millón de pacientes y se realizan alrededor de tres mil cirugías coronarias y trasplantes cardiacos, de médula ósea, pulmonares, hepáticos y renales. Roberto ocupa el lugar que perteneció a su tío desde la creación de la Fundación, en 1975, hasta el día de su muerte. Algunos médicos y familiares aseguran que él era la debilidad de René: el hijo que nunca tuvo.
—René fue hasta el último día como mi padre —dice Roberto mientras deja deslizar su cuerpo por el respaldo del sillón.
CONTINUAR LEYENDOA primera vista, el parecido con su tío resulta asombroso: tiene el mismo cabello blanco y tupido, lleva siempre el ceño fruncido y la misma expresión de eterna amargura.
—Creo que René sabía cuál sería su final, aunque era como Don Quijote y quizá sentía que podía seguir luchando.
Habla pausado, con oraciones cortas, y dice que nunca escuchó que su tío mencionara la posibilidad de suicidarse, que siempre se manifestaba a favor de la vida. Por eso, en un primer momento, la familia pensó que podía tratarse de un homicidio y tardaron quince días en cremarlo.
—Los valores que tenía René eran peligrosos: honestidad y pasión hoy son términos subversivos.
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René Favaloro tenía siempre el ceño fruncido y la mirada de quien atraviesa un vendaval, la mandíbula cuadrada, los pómulos bajos, el cabello cano —peinado prolijamente hacia atrás—, el gesto de amargura. Había nacido el 12 de julio de 1923 en un barrio humilde de empleados de la industria frigorífica de la ciudad de La Plata, El Mondongo, cincuenta y cinco kilómetros al sur de la ciudad de Buenos Aires. Su padre, Juan Bautista Favaloro —ebanista—, le enseñó desde muy pequeño las técnicas para trabajar la madera, y durante las vacaciones de verano pasaba horas con su hermano Juan José, tres años menor, haciendo artesanías en el taller familiar donde, a pesar de las necesidades económicas, el arte era más importante que el dinero. La madre, Geni Ida Raffaelli —modista—, siempre contaba que a los cinco años René acompañaba a su tío doctor, Arturo Cándido Favaloro —el único con educación universitaria en una familia de inmigrantes sicilianos—, durante las visitas domiciliarias a los pacientes, y decía que él también sería médico. Cuando caía la noche, le gustaba vagar por los bosques y las plazas. «Tuve tiempo de corretear y robar los primeros besos furtivos entre las sombras nocheras de los amores chiquilines y conocer después a esa mujer que el hombre encuentra en su juventud, con la que transita los caminos del amor total y siente hasta el tuétano, por primera vez, la marca del sexo», escribió en Recuerdos de un médico rural (Torres Agüero Editor, 1980). Eso habrá sentido en el colegio secundario cuando se enamoró de una compañera de aula, María Antonia Delgado —Tony—, e iniciaron un noviazgo intenso.
Su deseo de niño empezó a cumplirse en 1941: se inscribió en la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de La Plata y ya en primer año pensaba que con un poco de esfuerzo podía ser el mejor de la clase.
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La consagración como cirujano en Estados Unidos, el aporte a la Medicina con el desarrollo del bypass, la decisión de renunciar a ingresos millonarios para volver a su país y crear un centro de avanzada que estuviera al nivel de los mejores del mundo pero al alcance de toda la comunidad, sus denuncias contra los manejos del sistema de pagos de las obras sociales y finalmente su suicidio hicieron de René Favaloro una víctima emblemática de la corrupción política argentina de la última década del siglo pasado.
Durante mucho tiempo, Favaloro fue el personaje que todos los políticos argentinos querían tener a su lado en la foto. Varios candidatos a la presidencia intentaron tenerlo como compañero de fórmula. Cuatro presidentes le ofrecieron el cargo de ministro de Salud. Y aunque haya muerto hace más de una década, en algunas encuestas que se realizaron en Argentina para medir el nivel de honestidad de celebridades, su nombre aparece por encima del de la Madre Teresa, Mahatma Gandhi y Nelson Mandela. En un concurso televisivo que buscaba al representante del «gen argentino», recibió más votos que Diego Armando Maradona y el Che Guevara. Más de cuatrocientas mil personas dijeron que les gustaba la página de Facebook que alguien creó con su nombre, y todos los días le escriben mensajes como estos: «Grandes ideales, perseverancia, gran capacidad de lucha, sabiduría y nobleza: siempre lo han distinguido. Por eso su paso por la vida ha dejado huellas». «Doctor, cuánta falta nos hace hoy usted que fue uno de los últimos patriotas».
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En 1950, en Jacinto Arauz, un pueblo humilde de un poco más de mil habitantes en la zona más desértica de La Pampa, seiscientos kilómetros al oeste de Buenos Aires, el único médico que había, Dardo Rachou Vega, se enfermó y tuvo que abandonar el lugar para realizarse un tratamiento en Buenos Aires. El tío de René Favaloro, antiguo poblador de la zona, pensó en su sobrino que recién había terminado los estudios universitarios y le ofreció el trabajo por tres meses. En Buenos Aires, Favaloro pensó que los tres meses pasarían rápido y que ser médico rural sería una buena oportunidad para sumar experiencia. Una tarde de mayo de 1950 partió con una valija y algunas pertenencias. Y al poco tiempo empezó a reorganizar el sistema de salud del pueblo. Enseñó a las comadronas que asistían los partos a hervir los hilos y a utilizar alcohol para desinfectar las heridas, y logró bajar la mortalidad infantil. Tomó muestras de sangre a todos los habitantes, armó una lista clasificada por tipo y factor y creó un banco de sangre viviente —formado por potenciales donantes— disponible las veinticuatro horas. Cuando había una cirugía programada, se comunicaba con los que tenían el mismo grupo y factor que el paciente y los mantenía en alerta. Cumplidos los tres meses, el doctor Rachou volvió a Arauz y le ofreció a Favaloro continuar en el pueblo. Favaloro viajó a La Plata para casarse con su novia Antonia y, al final de la luna de miel, se instaló definitivamente en Jacinto Arauz. El hermano, Juan José, que se había recibido de médico en La Plata, siguió sus pasos y se sumó al equipo de trabajo.
—Jacinto Arauz lo marcó y lo cambió mucho —dice el sobrino, Roberto, mientras se refriega los ojos con las manos en un gesto de cansancio.
Favaloro transformó una casona vieja en una clínica con veintitrés camas y una sala de cirugía. Enseñó a prevenir enfermedades y organizó charlas abiertas a la comunidad en las que brindaba pautas para el cuidado de la salud. Y a los que no tenían dinero, los atendía gratis.
—El lugar se convirtió en un centro tan importante que viajaban de otras ciudades más grandes para operarse con él.
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—Y en pueblo chico, las hazañas del nuevo médico rural empezaron a comentarse en cada esquina.
Hay varias leyendas de la cirugía cardiovascular, pero René fue el más creativo.
Es una tarde de junio de 2012, y el lugar, un consultorio privado de Recoleta, un barrio de clase alta de Buenos Aires. Mariano Favaloro es primo de René. Lleva el cabello y los bigotes blancos, las gafas caídas hasta el vértice de la nariz y tiene voz grave, de locutor.
—Después del suicidio, todos los años me invitan a un programa de televisión para hablar de René. Pero la última vez dije que no. No voy más. Estoy cansado.
Se queda unos segundos en silencio. Dice que ésta será la última entrevista en la que hablará de su primo.
—Mi mujer no quiere que hable más de la muerte de René. Piensa que algunas de las cosas que yo diga pueden dañar su imagen.
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Era fanático del futbol y del club Gimnasia y Esgrima de La Plata. Tenía algunas cábalas, como ir a los entrenamientos de su equipo. Y si algún domingo ganaba, a la semana siguiente volvía a la misma hora y estacionaba el auto en el mismo lugar. Le gustaba la historia latinoamericana, salir de pesca, hablar de próceres independentistas como José de San Martín, detenerse a mirar los campos al costado de la ruta. Era generoso, prolijo, temperamental, meticuloso y humilde. Los que lo conocieron decían que tenía una personalidad arrolladora y un carisma increíble y se tomaba la vida en serio. En las fotos de los diarios y las revistas se le ve siempre serio: vestido con un delantal blanco sentado delante de una biblioteca repleta de libros, o de traje hablando frente a sus colegas en un congreso de medicina.
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La experiencia en Arauz duró doce años. Cada vez más deslumbrado por los avances de la cirugía torácica que leía en las revistas que recibía del extranjero, en 1962 pensó que para ser el mejor debía ir a perfeccionarse donde habían comenzado a realizar operaciones cardiacas de alta complejidad. Consiguió una carta de recomendación y ese mismo año se integró al staff del Departamento de Cirugía Torácica de la Cleveland Clinic Foundation, de Ohio, Estados Unidos. Su función consistía en ordenar el quirófano y cumplir guardias cada cuarenta y ocho horas. Y de a poco, se fue ganando la confianza del director del instituto. Luego de cinco años de estudio y trabajo en la Cleveland Clinic, se convenció de que podía operar y utilizar la vena safena —ubicada en la pierna— como si fuera un parche, en la cirugía de pacientes que llegaban de urgencia con síntomas como angina de pecho o un ataque cardiaco y presentaban arterias del corazón obstruidas.
El 9 de mayo de 1967, Favaloro realizó la primera operación exitosa de bypass, ante una enfermedad que hasta ese momento se cobraba más de medio millón de vidas al año sólo en Estados Unidos y marcó ese día como uno de los más importantes de la historia de la cardiología mundial. Sin embargo, después de catorce intervenciones llegó a la conclusión de que el método tenía sus limitaciones y debía perfeccionarlo. En la intervención número quince logró anteponerse a la zona obstruida con otro conducto y consiguió sacar sangre nueva y fresca directamente desde la arteria aorta, que sale del corazón. A esa técnica —el puente aortocoronario—, que a principios del siglo pasado el investigador y médico francés Alexis Carrel había probado en animales y Favaloro se encargó de perfeccionar, se le conoció en todo el mundo como «bypass Favaloro». Él lo explicaba así: «Aquel día me sentí como si fuera un plomero que entraba a una casa donde los caños estaban tapados. Puse caños nuevos y, de pronto, un torrente de linda sangre oxigenada fluyó al corazón».
En 1968, la Cleveland Clinic comenzó aplicar el bypass en forma sistemática. Un año después, las operaciones de bypass llegaron a quinientas setenta. Favaloro transmitió su experiencia en congresos a los que concurrían cardiólogos de todo el mundo y editó un libro, Tratamiento quirúrgico de la arteriosclerosis coronaria, que fue traducido a varios idiomas.
Aunque la técnica del bypass no había sido su idea primigenia, el mérito de Favaloro fue esforzarse por perfeccionarla, salvarla de todos sus defectos y realizarla en reiteradas ocasiones hasta conseguir su estandarización a nivel mundial.
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No era un hombre de muchas amistades. Escapaba rápido de las reuniones sociales y las fiestas. Si lo invitaban a cenar, nunca se quedaba después de las once de la noche. Cuando no trabajaba, viajaba a congresos de medicina. Y cuando no viajaba, leía alguno de los libros y revistas de investigación científica que siempre tenía apilados en la mesa del comedor de su casa. A los setenta y siete años, cumplía con las mismas obligaciones que los médicos residentes. Si había alguna urgencia, era el primero en llegar. Con la familia, recuerda el sobrino, era divertido. Uno de sus pocos amigos fue Carlos Penelas, un poeta que editó más de veinte libros y a quien Favaloro quiso conocer después de leer su libro Conversaciones con Luis Franco (Ediciones de Poesía, 1978).
—Te espero el miércoles a las doce en mi casa —dice Penelas por teléfono—. Sé puntual porque no voy poder darte más de una hora de entrevista.
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Después de consagrarse en Estados Unidos con la técnica del bypass, en 1971 Favaloro pensó que podría levantar un centro médico como la Cleveland Clinic en Argentina. Una tarde de octubre rechazó una oferta de dos millones de dólares anuales para quedarse en Estados Unidos y redactó una carta dirigida al jefe de cirugía cardiovascular. «Querido doctor Effler: como usted sabe, no existe cirugía cardiovascular de calidad en Buenos Aires. Los pacientes se van a diario a San Pablo o a Estados Unidos. Algunos tienen suficiente dinero para viajar, pero otros deben realizar tremendos esfuerzos económicos (un paciente tuvo que vender su casa) […] Una vez más el destino ha puesto sobre mis hombros una tarea difícil. Voy a dedicar el último tercio de mi vida a levantar un Departamento de Cirugía Torácica y Cardiovascular en Buenos Aires».
Aunque sabía que a los cuarenta y siete años lo más conveniente era permanecer en la Cleveland Clinic, el deseo de ser reconocido en su país pudo más que la razón. Dos días después, el doctor Effler le respondió por escrito: «Querido René: tu carta no me ha sorprendido, no obstante me ha desilusionado profundamente […] La pérdida será tremenda. Ya que no tengo ilusiones de tener otro Favaloro. Podré, en los próximos diez años de mi carrera, estimular a jóvenes emprendedores a que traten de alcanzar tu récord».
Con la ayuda de su hermano y un equipo de colaboradores, en 1975 creó la Fundación Favaloro, que funcionaba como un anexo del Sanatorio Güemes, de Buenos Aires. Tenía como eje central desarrollar un plan de salud para que, con un aporte mínimo de todos los ciudadanos, se pudiera operar a cualquier persona en cualquier hospital público en forma gratuita. Otros objetivos eran poner un tope a las ganancias de los médicos y de los laboratorios, obtener para la fundación un apoyo estatal fuerte y atender también los sectores más humildes de la población. De todos los objetivos, sólo pudo cumplir con los dos últimos.
Sabía que sin el apoyo económico de los gobiernos no podía concretar su proyecto de medicina comunitaria, y por eso, en 1976, después de oponerse al golpe militar que depuso a Isabel Martínez de Perón y mientras el país comenzaba a vivir la década más violenta de su historia, fue una de las primeras personalidades de la ciencia y la cultura en visitar al dictador Jorge Videla.
«Yo creo que detrás de la dictadura militar están todos los argentinos», dijo Favaloro en abril de 1982, entrevistado por un canal de televisión, unos días antes de viajar a las Islas Malvinas para presenciar la asunción del entonces gobernador militar Mario Benjamín Menéndez.
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La casa de Carlos Penelas, un departamento antiguo del centro de la ciudad de Buenos Aires, parece la de un anticuario. En las paredes no hay lugar para más libros y adornos: portarretratos, cuadros, diplomas, angelitos de cerámica, caballitos de mar moldeados en porcelana, tapices y figuras de bronce.
—La única ambición de Favaloro era la medicina —dice Penelas, cruzado de piernas en un sillón floreado—. Y en eso era muy competitivo. Pero cuando lo veías en un momento tranquilo, era otra persona. Un hombre formidable. Lo que pasaba era que siempre estaba con los dedos en el enchufe. Tenía una preocupación permanente por el país y una idea de patria. Le molestaba mucho cuando le decía que todos los gobiernos robaban, aunque creo que en el fondo coincidíamos en muchas cosas. En la primera charla que tuvimos, en 1978, casi sin conocerme pero sabiendo de mi formación anarquista por mi libro que había leído, sacó una tarjeta con su nombre y me dijo: «Carlos, llévala en el bolsillo. Si te detienen, pedí que me llamen a mi casa o donde sea». Y ése fue un gesto que no me voy a olvidar más.
Penelas se pone de pie y camina hasta la cocina. Dos minutos más tarde vuelve con dos tazas de café y dice que detrás de toda esa energía también había en Favaloro un mundo afectivo muy complejo, cierto fatalismo, ciertos elementos autodestructivos y, por cierto, contradicciones.
—Como cuando fue a Malvinas. ¿Pero cómo hacía para no ir? Si necesitaba préstamos del gobierno o el aval financiero. Favaloro me decía: «Me tienen agarrado de los huevos».
Había soñado con levantar un centro médico de avanzada en Buenos Aires, pero no había tenido en cuenta un detalle: a diferencia de lo que ocurría en Estados Unidos, en Argentina no existía una ley que permitiera a las empresas descontar impuestos de las donaciones.
—Si hay que recordar a Borges cuando hablaba bien de Pinochet, mejor no recordarlo. A Favaloro, salvando las distancias, hay que recordarlo por lo que hizo con el bypass, la docencia y la investigación.
Penelas se toma unos segundos, hace silencio y mira la hora en su reloj como si estuviera apurado.
—Todo lo que quieras saber está en mi libro.
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Una tarde primaveral, en el cuarto piso del edificio de la Fundación, en la oficina que alguna vez perteneció a René, Roberto Favaloro toma café y dice que no cree que su tío haya tenido que ver en algo con los militares.
—Sí sé que durante la dictadura ayudó a escapar a mucha gente del país. Como él era conocido, venían a pedirle ayuda. En aquellos años, que tu nombre apareciera en una agenda ya era peligroso. Yo en ese momento no estaba en Argentina porque había ido a estudiar a Estados Unidos.
Unos días después, un doctor que trabajó y compartió durante más de diez años consultorio con René, Mario Racki, dice que Roberto fue uno de esos nombres que aparecieron en una agenda y que René lo ayudó a escapar del país:
—Roberto militaba en la agrupación política de izquierda Montoneros y lo habían encontrado repartiendo panfletos. Los militares le dijeron a René: «Doctor, si a su sobrino no lo saca del país, lo matamos». Y lo mandó a Estados Unidos. Roberto le debe la vida y unas cuantas cosas a su tío. Gracias a su contacto con las Fuerzas Armadas, René salvó a muchas personas. Y éste creo que es un capítulo de su vida que debería saberse.
«—¿Ayudará la vuelta de la democracia?
«—Quiero ser optimista, siempre lo he sido… Espero que Dios o el destino nos haga ver la luz, pero si la vamos a hacer como la estamos haciendo, sin hablar con claridad, no creo. Todos tenemos que ir al altar de la patria a confesar los errores que cometimos, que no son exclusivos de los militares. Veo que vuelve la demagogia que tanto mal le hizo al país, ya casi ni se habla mal del peronismo, por temor a que vuelva a ser gobierno».
Así respondía Favaloro en un reportaje publicado en enero de 1983 en la edición número 97 de la revista Humor, que sería secuestrada antes de salir a la venta por orden del gobierno militar.
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Siempre cercano al poder de turno, en 1983 apoyó públicamente la candidatura del radical Raúl Alfonsín, y durante su presidencia la Fundación obtuvo subsidios millonarios y el aval del Estado para solicitar créditos en el Banco Interamericano de Desarrollo. En 1989, durante la presidencia del peronista Carlos Menem, fue nombrado asesor ad honórem del Ministerio de Salud y Acción Social, y su nombre circuló entre los candidatos a vicepresidente para acompañarlo en la reelección. En 1998, durante la presidencia del radical Fernando de la Rúa recibió diecisiete millones de dólares anuales para mantener su proyecto de medicina gratuita y solidaria.
—Favaloro quiso hacer un proyecto fenomenal que podía funcionar en Suecia o Finlandia. No acá —dice Penelas con el ceño fruncido, mientras camina por el living de su casa—. Porque acá todo era un negocio. Los préstamos nunca llegaban enteros. Este país era de una corruptela feroz. Todo está en mi libro.
En la biografía póstuma Diario interior de René Favaloro (Editorial Sudamericana, 2003), Penelas escribió: «Favaloro vio cómo, mientras el país se estaba derrumbando, sus sueños se congelaban y era presa de la rapiña, el desmérito y el total olvido de la ciencia. En el campo de la medicina, que para él era un santuario, se instaló el imperio de lo económico y del liso y llano mercantilismo».
Ahora, Penelas vuelve a mirar su reloj.
—Discúlpame, pero me tengo que ir a buscar mi nuevo libro de poesía.
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Sus colegas médicos conducían autos importados: Mercedes-Benz, Audi, BMW. Favaloro prefería manejar un modesto Renault 12, hasta que un día se quedó sin frenos y lo cambió por otro de igual valor: un Peugeot 504. Era obsesivo. Tenía una memoria admirable y le costaba delegar funciones. Se acordaba de todos los detalles y de la historia clínica de pacientes que no veía durante meses. Su equipo médico cobraba un salario fijo de la Fundación, pero Favaloro nunca cobró un sueldo: vivía del dinero que recibía de empresarios a los que atendía en su consultorio privado. Operaba con la misma entrega al múltiple campeón de Fórmula 1 Juan Manuel Fangio —le hizo cinco bypass— y a un indigente. Decía en sus conferencias que él no era el médico de los ricos: «De esa clase de gente atenderé sólo diez por ciento».
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Con el apoyo de un subsidio aprobado en el Senado, en 1992 inauguró en la ciudad de Buenos Aires el Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular de la Fundación Favaloro. Un edificio de trece pisos, cuatro mil quinientos metros cuadrados y un valor estimado en cincuenta y cinco millones de dólares, situado a pocas cuadras del Congreso. Allí, a contramano del sistema de salud y de la forma de trabajar de las clínicas privadas, primero operaba a sus pacientes y después facturaba ese servicio a las obras sociales. En 1998, el Laboratorio de Investigaciones Básicas, que había sido creado en 1980, dio lugar a la Universidad Favaloro, donde se formarían cardiólogos y cirujanos de China, España, Alemania, México y toda Latinoamérica. Los alumnos de primer año estaban obligados a trabajar en los barrios más necesitados. «No hay vacaciones. En primer año, van a las villas miserias. En tercer año van al Hospital Thompson, donde la inmensa mayoría de los pacientes son realmente pobres. Y en el último año, durante tres meses, tienen que ir a lugares humildes; van a Catamarca, Santiago del Estero, Tucumán, Salta. Tienen que convivir con la comunidad. No van al hospital, van a ponerse al lado de ese médico rural para que vean el problema social», dijo en su última conferencia académica dictada en el Congreso Nacional de Cardiología desarrollado en Argentina, en junio de 2000.
—Vení, quiero mostrarte algo —dice Roberto Favaloro y señala una de las tantas placas que están colgadas en una de las paredes de su oficina:
«El amor y patriotismo a su tierra hizo que Norteamérica perdiera a uno de los mejores cirujanos del mundo», dice en inglés una placa de bronce que lleva la firma de uno de los pioneros en la cirugía cardiovascular, el doctor Dwight Harken.
En este edificio, en 1993, Roberto realizó el primer trasplante pulmonar doble de Argentina. Cinco años más tarde, también aquí se le colocó un corazón artificial a un paciente que fue, en América Latina, el que más tiempo resistió en esas condiciones hasta que apareció un donante.
En 1998, Argentina entró en una crisis económica profunda. Las prestadoras de salud comenzaron a atrasarse en los pagos y la deuda que mantenían con la Fundación llegó a dieciocho millones de dólares. Desde cargos jerárquicos de algunas obras sociales le insinuaron a Favaloro que si quería cobrar, debía «ceder» diez por ciento. La crisis continuó apretando y el Estado suspendió el subsidio que mantenía con la Fundación.
—Cuando nos sacaron el subsidio empezaron los problemas —dice el sobrino—. Ese dinero representaba un tercio de nuestro presupuesto.
La Obra Social para Jubilados y Pensionados de la República Argentina (PAMI, Por una Argentina con Mayores Integrados) acumuló una deuda de ciento noventa y cinco facturas sin pagar por un valor de un millón cuatrocientos mil dólares y la Fundación empezó a atrasarse en el pago de créditos y los sueldos de sus mil doscientos empleados. René se negó a pagar cualquier tipo de coima para que las obras sociales le liberaran los pagos. El periodista Pablo Calvo, del periódico Clarín, escribió en el libro La muerte de Favaloro (Editorial Sudamericana, 2003) que un día René se sintió derrotado y alguien lo vio llorar en un pasillo del edificio del PAMI. Ese mismo año falleció su mujer y entró en una profunda depresión.
—Antonia era muy buena e incomprensiva con el trabajo de René —dice su primo Mariano Favaloro—. Cuando se fueron a Arauz fue su gran colaboradora. Pero después, en el último tiempo, estaba un poco más quejosa porque René se iba de la casa a las siete de la mañana y volvía a las diez de la noche.
—Creo que no había sido feliz con Antonia —dice Penelas—, pero con su muerte empezó a faltar el olor a sopa en la casa.
En 1999, Favaloro pidió ayuda económica al entonces presidente De la Rúa y a un grupo de empresarios. Pero desde el gobierno no respondieron los llamados. Una conocida magnate y filántropa argentina, Amalia Lacroze de Fortabat, le envió una caja de champaña. Y en la Fundación comenzó a funcionar un Comité de Crisis integrado por los sobrinos Roberto y Liliana Favaloro y los médicos Héctor Rafaelli y Eduardo Raimondi, que le pedían que cediera su lugar de director y se tomara unos meses de vacaciones.
—René siempre decía que estaba arrepentido de haber regresado a la Argentina —dice Roberto—. Tendría que haber hecho algo con cincuenta camas para operar a un sector de personas. Porque era ineludible que iba a terminar dependiendo del Estado.
Unos meses después de la muerte de Antonia, Favaloro inició un romance a escondidas con una de sus secretarias, Diana Truden, cuarenta y seis años menor. Al principio se encontraban en la esquina, después comenzaron a salir juntos de la Fundación y hasta planificaron casarse. «Él estaba muy deprimido. Yo cursaba el traductorado de inglés, me quedaba estudiando en la oficina hasta las nueve de la noche. A veces charlábamos, y en una de esas charlas me dijo: ‘Me siento atraído por vos. Así empezó todo'», le dijo Diana Truden a la revista Gente en el año 2000.
—La relación con Diana era un poco complicada por los prejuicios y porque, a medida que se acercaba el casamiento, los problemas económicos de la Fundación se acrecentaban —dice el sobrino—. Nosotros siempre estuvimos a favor. Diana hoy sigue trabajando en la Fundación y es una persona excelente.
Sin embargo, una semana después, el doctor Racki cuenta otra versión:
—A los sobrinos y nietos les cayó muy mal la idea del casamiento. Y lo maltrataron.
Penelas dice que había personas que estaban de acuerdo con el casamiento y otras que no:
—Algunos se acercaban a Favaloro por obsecuencia y le decían qué bárbaro, setenta y siete años y con una mujer de treinta y uno. En general, la sociedad le permite este tipo de cosas a un poeta o a un músico. Pero a un médico no. Y él lo sabía. Nunca apoyé esa relación. ¿Los motivos? Pregúntele a Diana.
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—Trabajar con René fue una de las experiencias más extraordinarias de mi vida —dice por teléfono el doctor Mario Racki—. Muchas veces venían a verlo personas humildes con problemas cardiacos y él les decía: «Yo la voy a operar, quédese tranquila». Ésa era su frase de cabecera y siempre la cumplía.
En una de esas charlas de consultorio, dice Racki, René le anunció que se venía una crisis económica terrible, tan devastadora como un terremoto. Y le contó, también, que estaba apesadumbrado porque la Fundación se encontraba en una situación económica delicada.
Un día antes de suicidarse, el viernes 28 de julio de 2000, René Favaloro se reunió con su sobrino y le confirmó que se casaría el 17 de agosto. A las seis de la tarde, luego de operar a una paciente, se retiró de la Fundación con su novia Diana. Compraron comida y fueron hasta la casa de René. El sábado desayunaron y ajustaron detalles de la boda. Favaloro, que tenía setenta y siete años, se estaba cuidando en las comidas porque quería bajar la panza. Le preocupaba también no poder cumplir con el pedido de Diana, que quería que la acompañara en las clases de salsa.
Ese mediodía, Diana fue hasta su casa a buscar una valija con ropa —de regreso prepararían las invitaciones a la boda— y René dijo que iba a ir hasta La Plata a visitar a su familia. Pero eso nunca sucedió.
«Cuando volví, me extrañó que no estuviera su auto, pero pensé que había llegado temprano y lo había guardado —declaró Diana Truden en la causa judicial que investigaba el suicidio de Favaloro—. De pronto recordé algo: en enero de ese año, 2000, cuando volví de un viaje por África, me dijo: Me voy a suicidar. No puedo vivir sin esta relación, pero tampoco puedo sacrificarte. Se refería a la diferencia de edad. Hablamos y decidimos seguir, le pedí que nunca más hablara de suicidio, y me lo prometió. Pero la situación de la Fundación le angustiaba. No tiene arreglo, decía. Los últimos balances fueron negativos, y el 28 de julio se le murió un paciente que operó ese mismo día. Para colmo, me mostró una lista del personal de la Fundación que sería echado: la mayoría, amigos entrañables que empezaron con él. En mi casa, esperé a mi hermano Pedro, cargamos dos valijas y la computadora, y a las cinco menos cuarto de la tarde llegamos a la casa de René. Las llaves estaban puestas por dentro. Le llamé dos veces por mi celular, pero respondió el contestador automático. Toqué el timbre muchas veces. Por fin, Pedro pudo empujar la llave, y entramos. René estaba muerto. Yo no sabía que tenía un arma…».
En la tarde fría de un sábado invernal, la noticia de la muerte de René Favaloro, producto de un disparo en el corazón, conmocionó a la sociedad argentina. Los periódicos y los semanarios le dedicaron la portada y el motivo de su muerte despertó una gran incógnita. El entonces presidente de Argentina, De la Rúa, decretó duelo nacional. A la mañana siguiente, en la puerta del edificio de la Fundación, cientos de personas se reunieron para despedirlo entre lágrimas y flores. La familia solicitó al juez que tomara muestras de ADN para prevenir la aparición de un hijo no reconocido. Una investigación publicada en el Clarín reveló que Favaloro había dejado una herencia de catorce departamentos, dos casas, dos campos, una cuenta bancaria con miles de dólares, un libro inédito terminado y siete cartas de despedida.
Doce años después del suicidio de René, desde su oficina a cargo del Departamento de Comunicación e Imagen Institucional de la Fundación Favaloro, Diana Truden dice por teléfono que no habla con la prensa y que la entrevista que salió publicada unos días después de la muerte de René no fue tan así.
—Dije dos palabras y armaron una nota.
La voz suena suave, dubitativa y cortante.
—Creo que los sobrinos son las personas más indicadas para hablar del doctor. Recomiendo que el que quiera saber realmente sobre la vida de Favaloro lea los libros que él escribió.
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En un programa de televisión emitido en agosto de 2000, dos médicos amigos, Tulio Huberman y Bernardo Boskis, cargaron contra el subdirector del periódico La Nación, José Claudio Escribano, por haber publicado un día después de la muerte una carta que Favaloro le había enviado con un mes de anticipación, en la que decía que estaba pasando uno de los momentos más difíciles de su vida: «Me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir con nuestra tarea. Yo no vivo de homenajes, me duran unos momentos». El entonces presidente De la Rúa reconoció también que su secretaria había recibido una carta de Favaloro un día antes de su muerte. Pero explicó que a sus manos llegó un día después del suicidio. La carta decía: «Estimado Fernando: te escribo estas líneas porque nuestra Fundación está al borde de la quiebra […] Necesitamos alrededor de seis millones de pesos. No tengo conexiones con el empresariado argentino […] Te escribo desde la desesperación. Nunca en mi vida estuve tan deprimido».
Con el correr de los años, el juez que llevaba la causa de la muerte de Favaloro, Daniel Turano, liberó algunas de las cartas que Favaloro había dejado en hojas membretadas con su nombre y apellido. Un fragmento de una de ellas decía: «Estoy cansado de luchar y luchar, galopando contra el viento, como decía don Ata. No puedo cambiar. No ha sido una decisión fácil pero sí meditada. No se hable de debilidad o valentía. El cirujano vive con la muerte, es su compañera inseparable, con ella me voy de la mano. Sólo espero no se haga de este acto una comedia. Al periodismo le pido que tenga un poco de piedad […] En la Fundación ha comenzado a actuar un comité de crisis con asesoramiento externo. Ayer empezaron a producirse las primeras cesantías. Algunos, pocos, han sido colaboradores fieles y dedicados. El lunes no podría dar la cara. Una vez más reitero la obligación de cremarme inmediatamente sin perder tiempo y tirar mis cenizas en los montes cercanos a Jacinto Arauz». Otra, que le dejó a su secretaria, la mujer con la que estaba a punto de casarse, decía: «Diana: ha llegado el momento de la gran decisión. Tú no eres culpable de nada. Mis proyectos se han hecho pedazos […] Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia […] Te he amado con locura. Estaré pensando en ti hasta el último segundo». En un fragmento de la carta que dejó para sus amigos y familiares, manifestó su voluntad inquebrantable de no pagar coimas: «El proyecto de la Fundación tambalea y empieza a resquebrajarse. Hemos tenido reuniones con mis colaboradores más cercanos […] me aconsejaban que, para salvar a la Fundación, debemos incorporarnos al sistema; sí, a los retornos; sí, al ana-ana [n. de la r.: un código que indica que hay que repartir una mercancía], pondremos gente a organizar todo. Hay especialistas que saben cómo hacerlo. Aclararemos que vos no sabés nada, que no estás enterado. En estos momentos, a esta edad, terminar con los principios éticos que recibí de mis padres, mis maestros, mis profesores, me resulta extremadamente difícil. No puedo cambiar. Prefiero desaparecer».
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En el cuarto piso de la Fundación, Roberto Favaloro se sienta otra vez en el sillón y dice que el Comité de crisis nunca planteó pagar coimas.
—Era un tema aritmético de reducción de personal. Cerramos un piso y medio: casi cien camas.
El número de empleados bajó de mil doscientos a ochocientos. Muchos de los despedidos fueron profesionales con los que René mantuvo una relación de amistad. No podíamos seguir así. Eran doctores cercanos porque habían sido compañeros de estudio y demás, pero con la diferencia que René tenía setenta y siete años y parecía de sesenta y siete, y los otros de noventa y siete. Era cuestión de sobrevivir, o morir.
En 2001, el primo de René, Mariano Favaloro, sintió que en la Fundación había cambiado la esencia impuesta por su creador y presentó su renuncia. Lo siguió Penelas, el vocero, con una carta que decía que, fallecido su entrañable y admirado amigo, había advertido que la Fundación comenzaba transitar por caminos que a su entender no se compadecían con el pensamiento de Favaloro. El doctor Mario Racki y su esposa —también doctora— formaron parte de la lista de despedidos. Tres años después, en 2004, el entonces presidente de Argentina, Néstor Kirchner, declaró el 12 de julio como Día de la Medicina Social, en homenaje a Favaloro.
La Fundación llegó a deber un año de salario a los médicos y tres meses a los enfermeros. Tuvieron que pasar cinco años del suicidio de René Favaloro para que comenzaran a equilibrarse los números. El apellido se transformó en la marca de una línea de alimentos saludables y, en la Fundación, se empezaron a realizar cirugías estéticas: lifting facial, aumento de senos y lipoaspiración de abdomen.
—Ese año empezamos a repuntar y a abrir camas para cumplir con otras ideas que tenía René —dice su sobrino—, como la de realizar trasplantes de médula ósea e intestino.
—¿Usted sabe por qué se suicidó René?
—Ayyy, si yo supiera. Fueron múltiples causas. La más grande fue esta Fundación que era como su hijo. Creo que si yo fuera René y tuviera esos problemas a los setenta y siete años, pensaría: «Llegaré a los ochenta y dos años para ver todo solucionado, o mejor que se encarguen los que vienen atrás». No sé, uno puede hacer muchas conjeturas.
El teléfono celular no para de vibrar sobre la mesa. Roberto mira la pantalla y aprovecha para tomar otro sorbo de café.
—Antes de matarse, René dejó una carta para Diana, una para la señora que trabaja en la casa, otra para todos, otra para no sé quién…
—Y también dejó una para usted.
—Sí, es cierto, y no sé por qué.
—¿Se puede saber qué dice esa carta?
—No, no se puede.
Y ésas son sus últimas palabras de esta tarde. //
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