Tres mil protestas en la nación del arcoíris
Es fácil pensar que una transición política arrojaría un antes y un después muy bien definidos, pero rara vez sucede así. En el caso de Sudáfrica, los fantasmas del apartheid, la pobreza y la desigualdad se aferran con fuerza a la realidad y la han vuelto un camino difícil de transitar
La magia zulú es para protegerlos de la policía. El médico tradicional, o inyanga, prepara agua bendita para que las balas no hieran a quienes marcharán al día siguiente. El ritual de protección impregna su pequeño cuarto con la fragancia herbal del incienso y del mpepo, un arbusto sudafricano utilizado por el inyanga para facilitar su comunicación con los ancestros.
Antes de iniciar la protesta, el inyanga esparce el agua sobre los manifestantes que optan por recibir su amparo. Es el preludio a las demostraciones que, a causa de la ausencia de servicios públicos, se producen casi semanalmente desde hace más de un año en el hostal de Dube, en Soweto, el suburbio negro más grande de Sudáfrica, donde habitan cuatro millones de personas.
Los hostales son complejos residenciales de unos doscientos cincuenta kilómetros cuadrados, con escuetas viviendas de ladrillo, donde habitan cientos de familias. Fueron construidos en los años cincuenta para albergar a los trabajadores que inmigraban de las zonas rurales para trabajar en las minas que rodeaban a Johannesburgo, y que producían la mitad del oro en el mercado mundial. Con el fin del apartheid, la nueva Sudáfrica los olvidó.
Concluido el encantamiento del inyanga, más de trescientos manifestantes agobiados por la falta de electricidad y agua emergen del corazón del hostal hacia las calles aledañas, para ejecutar los cantos y bailes con que paralizan el tránsito.
Son las mismas canciones y las mismas danzas que el 16 de agosto de 2012 interpretaron otros manifestantes en otra huelga: la de Marikana. En esta mina de platino, explotada por la multinacional inglesa Lonmin, miles de mineros que llevaban una semana en paro recibieron el encantamiento guardián de sus inyangas, pero en esta ocasión el conjuro no detuvo las balas.
CONTINUAR LEYENDOLa masacre de Marikana, en la que fueron asesinados por la policía treinta y cuatro mineros, es el episodio más sangriento de violencia estatal que se ha presentado en Sudáfrica desde el 16 de junio de 1976, cuando el gobierno del apartheid mató en Soweto a ciento setenta y seis personas, en su mayoría niños, durante una protesta estudiantil.
Si bien la historia no se repite, a veces rima, y desde hace un año en Sudáfrica hay eventos que parecen versos fatídicos. Mientras que convalece Nelson Mandela, el protagonista más visible en la lucha del pueblo sudafricano por alcanzar la democracia, al país que ayudó a construir aún lo atormentan los espectros de su pasado.
La calavera de un macho cabrío cuelga justo abajo de las palabras pintadas sobre la entrada de la iglesia, Emaqhaweni Temple, o «Templo del Guerrero», en un sincretismo de la iconografía ancestral zulú y el cristianismo apocalíptico de los adventistas. Cada sábado, el hostal de Dube se inunda de personas vistiendo túnicas blancas y pieles de animales.
Algunas descansan sobre el pasto y la tierra, en el patio delantero de la iglesia. Otras llegan desde los pasajes que separan los bloques de este albergue desahuciado en el que no hay recolección de basuras. Los últimos se aproximan desde el lado opuesto de la calle, donde están el KFC (con el rostro emblemático del Coronel Sanders sobresaliendo a diez metros de altura), las tiendas de barrio, dos peluquerías y una estación de gasolina Caltex, que sirve de paradero a las minivans blancas de transporte público que pululan por Johannesburgo y sus alrededores.
Nosotros también llegamos desde el mundo de bullicio que rodea al hostal.
«Su religión les impide tener actividad los sábados, que es el séptimo día bíblico. Deben guardar reposo», dijo mi acompañante, Lucky Sixolo. «Traen la comida que prepararon para todo el día y permanecen sentados sobre sus mantas.»
Lucky estacionó en la entrada del hostal el Audi A6 que conserva desde sus días de holgura económica, antes que su marido cayera en la bancarrota y juntos debieran regresar a Dube, el barrio donde nació hace 53 años. Hoy, el interior de cuero del Audi está cuarteado por grietas que parecen venas varicosas, y Lucky dedica su tiempo libre a solucionar los problemas de servicios públicos que ocasiona la infraestructura casi colapsada de su vecindario.
«Tenemos que esperar que llegue el induna —la palabra significa jefe en zulú—. Él es la autoridad en el hostal. Sin él no podemos ingresar porque aquí todo opera de una manera muy formal —dijo—. Mis padres me criaron diciéndome que los hostales son lugares en los que te asesinan o te violan si entras.»
Los hostales eran lugares tabú y aún lo son.
«Cuando dices que vas al hostal muchos asumen que vas a comprar drogas —me dijo días antes Mfundo Mkhize (Rasik, para sus amigos), un artista que vive en Orlando West, el barrio de Soweto que colinda con Dube—. Fíjate en los números que están pintados en la entrada de algunos recintos, porque son códigos. En los que está el cinco venden mariguana, en los que tienen un siete venden rocas, creo, en los nueve venden Thai White, que aquí se conoce como nyawupe, una droga nueva que mezcla heroína, los retrovirales para el VIH, y no sé qué más.»
A principios de junio, a pocas cuadras de la casa de Rasik se produjo un tiroteo entre la policía y algunos habitantes del hostal.
«Llevaban un mes sin luz y, una noche, unos jóvenes dijeron, vamos a ir a la casa del alcalde local a solucionar el problema. Iba un grupo grande por la calle —dijo Rasik—, y resulta que la policía estaba en su camino. Los policías no estaban preparados y para los jóvenes ellos eran simplemente un obstáculo para llegar al alcalde. Estaba aquí, en la casa, cuando escuché disparos.»
Orlando West y Dube son barrios con casas de ladrillo y patios delanteros que terminan en rejas simples. Aquí las viviendas no están ocultas tras muros de cemento coronados por alambres electrificados o de púas, como ocurre en otros vecindarios de Johannesburgo. La gente se saluda en la calle, hace vida social en la entrada de sus casas, los niños juegan futbol sobre el pavimento en las tardes, y por la noche los jóvenes se entretienen con el ludo, un parchís callejero (pintan el tablero sobre el asfalto y en lugar de fichas emplean tapas de refrescos o de cerveza, de marcas distintas, para distinguir a los equipos).
«Cuando comencé a escuchar los disparos más cerca, le dije a Rasik: ‘Salgamos a la calle’ —añadió su compañera, la joven periodista Taryn McKay, mientras cubría sus manos bajo las mangas del saco de lana. Era invierno—. La mayoría de la gente pensaría en quedarse escondida en su casa, pero escúchame, si oigo que se acerca un tiroteo, el último sitio donde quiero estar es atrapada en mi casa —y rió con sarcasmo—. Al menos si uno está afuera puede moverse.»
El incidente se apagó al poco tiempo, sin heridos ni muertos, y los jóvenes eventualmente regresaron al hostal.
«Cuando vine la primera vez le dije a mi marido antes de salir de casa: ‘Reza por mí. Si vuelvo, agradécele a Dios. Si no vuelvo, al menos dame una sepultura decente’ —dijo Lucky Sixono—. Lo que motivó que rompiera esta barrera fue un problema de alcantarillado, pues se estaba inundando la calle. Fuimos al consejo local y allí nos explicaron que el problema era la gente de los hostales; que las mujeres tapaban las tuberías porque no sabían disponer de las toallas higiénicas.
«Entonces les dije a mis compañeras del comité local que fuéramos al hostal y si era necesario les enseñáramos cómo no bloquear la tubería. Ese día nos pusimos nuestro mejor atuendo, por respeto. Nos cubrimos la cabeza con un turbante y fuimos con falda —dijo sonriendo, mientras actuaba la mímica correspondiente—, y lo primero que hicimos al llegar fue buscar al Induna.»
Se refería al mismo viejo de barba blanca y nariz de duende que ahora se aproximaba sonriendo con una dentadura incompleta. Su atuendo parecía de marinero. Llevaba jeans azules, camisa azul, saco azul, chaqueta azul, y una gorra verde de pescador.
«Induna, vengo con este amigo —le dijo Lucky—. No se ponga celoso». George Mboakaza, el induna del hostal de Dube, me observó sonriendo y asintiendo: «Bienvenido, bienvenido».
«Le estoy contando al periodista cómo nos conocimos. Voy a terminar la historia: para nuestra gran sorpresa, cuando hablamos con él nos dice que el gobierno local les estaba diciendo a ellos, los del hostal, que éramos los vecinos de Dube quienes estábamos tapando la tubería porque no sabíamos arrojar bien las basuras. Es decir, ¡el gobierno estaba aprovechando la barrera entre las comunidades para mentirnos con el mismo cuento! —concluyó—. Bueno, ahora sí, ¿entramos?.»
El hostal de Dube no figura en Google Maps. Si alguien lo busca en la herramienta cartográfica más sofisticada de la historia, tan sólo encontrará un vacío gris dentro de un perímetro de 2.1 kilómetros.
La disposición de los hostales, diseñados en los años cincuenta por los primeros ingenieros sociales del apartheid, parece inspirada en los campos de concentración de la Alemania nacionalsocialista.
Son veinte filas paralelas de bloques con un solo nivel. En total hay 214 bloques de ladrillo: 78 pequeños y 136 grandes. Cada bloque grande mide 37.5 por 7.5 metros y tiene 16 habitaciones. Cada bloque pequeño mide 20 por 7.5 metros y tiene ocho habitaciones. Entre cada fila de bloques hay un pasaje con un ancho de 15 metros y entre cada bloque de una misma fila hay un pasaje con un ancho de 2 metros.
Pero con el fin del apartheid, el orden totalitario devino en negligencia estatal.
Rebaños de cabras y perros solitarios escarban restos de comida entre bolsas plásticas, papel higiénico, latas oxidadas y cajas de cartón que se acumulan sobre el pasto quemado y la tierra de los pasajes; grupos de jóvenes desempleados pasan los días platicando y fumando entre esqueletos de automóviles y fogatas nocturnas; los tejados de zinc están coronados por llantas de caucho o piedras para que el viento no los levante; la pintura de los bloques está descascarada hasta el ladrillo desnudo; los grafitis son mensajes monocromáticos que el tiempo desdibujó («Demo…racy mea…s fre…om t… ch…ose»); un macho cabrío negro de cachos ondulados y pelambre espeso se posa en sus patas traseras para mascar las ramas de un árbol ralo; y al ingresar a algún bloque de piso de cemento y ventanas pequeñas, una mujer africana con sus niños (que en un minúsculo recinto tiene su habitación y cocina impecablemente ordenadas) repite la misma queja: «No tenemos luz, no tenemos agua, aquí no recogen las basuras, acá no llega el gas».
«Al menos cuando estábamos bajo el apartheid, el gobierno se ocupaba de este lugar —dijo el induna mientras miraba a su alrededor—. Ahora estamos completamente abandonados.»
«Estamos sufriendo —dijo una joven mientras cortaba el cabello a sus amigas en uno de los pasajes del hostal—. No tenemos trabajo. No tenemos servicios públicos. No tenemos nada. El gobierno sencillamente está robando nuestro dinero —añadió sacudiendo un brazo, cada vez más animada por la indignación—. No creo en las elecciones, porque los políticos prometen, prometen y prometen cosas, pero luego ganan y se olvidan de nosotros. No soy muy aficionada a Nelson Mandela, y tengo mis razones, pero no las quiero decir.»
Quien critica abiertamente a Nelson Mandela en Sudáfrica corre el riesgo de herir susceptibilidades. Es el héroe de la nación. Desde el 6 de junio, cuando fue internado de urgencias por una infección pulmonar, miles de personas han peregrinado desde distintos rincones del país, y de África, hasta el hospital Medi-Care de Pretoria para dejar un mensaje de solidaridad, un ramo de flores, o sencillamente rendir homenaje con su presencia.
Sin embargo, a puerta cerrada y durante conversaciones entre amigos, también se escuchan otros comentarios. «Nelson Mandela vendió este país al gran capital empresarial —dijo un estudiante de posgrado de Johannesburgo que pidió anonimato—. Durante las negociaciones de transición, aceptó que no hubiera redistribución de la riqueza ni de la propiedad, y que se protegiera el statu quo creado por la élite blanca.»
A pesar de que el país ha tenido un crecimiento económico sostenido, la ONG británica Oxfam publicó que en Sudáfrica la desigualdad es hoy mayor que hace veinte años, cuando cayó el apartheid. Durante el primer trimestre de 2013, el desempleo fue de 25.2%, y el juvenil de 33.5 por ciento.
Según cifras de la policía, en el país se han producido más de 3 000 protestas durante los últimos cuatro años, y según el centro de investigación IQ Municipal Hotspots, entre 2009 y junio de 2013 hubo quinientas treinta y cuatro protestas por la mala prestación de servicios públicos, 25% de ellas en la provincia de Gauteng, donde están Johannesburgo y Soweto. Las protestas recurrentes en el hostal de Dube hacen parte de esta cifra.
A pesar de los cambios políticos estructurales de Sudáfrica, todavía hay puntos ciegos que viven atrapados en el pasado o en el abandono. Los hostales, por ejemplo, son los muertos vivientes del apartheid. Su función es obsoleta, porque a los trabajadores que inmigran ya no se les prohíbe vivir en Soweto; pero sus habitantes tienen pocas opciones mejores que permanecer allí.
«Si hubo un cambio cuando este país alcanzó la democracia no entiendo por qué se sigue usando ese nombre de ‘hostales’ —dijo Kgomotso Ramotse, colega de Lucky Sixono en el comité de vecinos de Dube—. Lo odio, porque trae los recuerdos de la división a la que estuvimos sometidos.
«Cuando el apartheid, aquí sólo podía haber hombres y no podíamos circular libremente —dijo el induna del hostal de Dube—. Tampoco podíamos salir de noche. Cada vez que alguno de nosotros quería recibir una visita tenía que informarles a las autoridades locales. Si la policía te encontraba con alguien cuya entrada no estaba registrada, podías pasar tres años en la cárcel.»
El conjunto de leyes que se conoce como «apartheid» fue la visión y obra de Hendrick Fersch Verwoerd: ministro del interior de Sudáfrica entre 1950 y 1958, y primer ministro de 1958 hasta 1966, cuando fue acuchillado a muerte en la Casa de Asamblea por Dimitri Tsafendas, un mensajero del Parlamento diagnosticado con esquizofrenia.
Tsafendas soportó los siguientes veintiocho años en el pabellón de la muerte, escuchando las ejecuciones que se realizaban en la celda contigua y aguardando su turno. En 1994, el nuevo gobierno de Nelson Mandela aprobó que fuera internado en un hospital psiquiátrico, y falleció en 1999 de muerte natural.
El tapete ensangrentado donde Verwoerd cayó con el cuello apuñalado siguió decorando la Casa de Asamblea hasta 2004, cuando el jefe de mantenimiento concluyó que «estaba muy gastado», y lo botó.
El apartheid creó divisiones étnicas, administrativas y psicológicas en Sudáfrica. El «Gran Apartheid» fragmentó según la ascendencia racial el lugar de residencia, la movilidad y el acceso a la educación. El «Pequeño Apartheid» reglamentaba la vida privada e ilegalizaba las relaciones interraciales. Así, los líderes del Partido Nacional (PN), que gobernó el país de 1948 a 1994, pretendieron materializar el supuesto sueño de autonomía de la nación que representaban: los afrikáner, que descienden de los primeros colonizadores holandeses.
«A veces me siento con los pocos amigos afrikáner que tengo y tratamos de hablar sobre lo que significa ser afrikáner, sin autorebajarnos y sin sarcasmos. Tratamos de hallar una cultura que no esté definida desde el apartheid, pero no lo hemos logrado», dijo Ansie van der Menscht, una contadora de veintinueve años que vive en Johannesburgo.
«Mi padre se suicidó después de las elecciones de 1994, en las que ganó Nelson Mandela, y hace catorce años no hablo con mi hermano, una persona muy racista —Ansie lleva un delgado chaleco de lana gris, y aunque en largas pausas sus dedos se esfuerzan por buscar las palabras adecuadas, como si estuvieran enredadas en el aire, sus ojos azules no se desclavan del centro de mis pupilas—. Si me preguntas qué es un afrikáner, una persona como mi hermano podría decirte que son personas muy fuertes, resistentes a los elementos, que conocen el territorio y la naturaleza —dijo—. Pero todas estas definiciones son muy superficiales. Son para hacernos creer en propiedades creadas por su nacionalismo.»
Los afrikáner son una minoría que rivalizó con los ingleses por el dominio sobre el territorio sudafricano, y que desde el siglo XIX buscó realizar su nacionalismo frustrado. Es un fenómeno histórico similar al de los descendientes de españoles, portugueses e ingleses que fundaron las naciones americanas para el privilegio de sus castas criollas. Sin embargo, a diferencia de América, en Sudáfrica no hubo independencia súbita, sino una sesión gradual de autonomía por parte de la corona inglesa: de colonia a dominio en 1910, y de dominio a independencia legislativa en 1931.
Al tiempo que, durante los años sesenta y setenta, los vientos de cambio internacionales promulgaron la igualdad entre etnias y la emancipación de los pueblos oprimidos en África y Asia, Sudáfrica fue a contravía de la historia, y fueron ilegalizados los movimientos políticos que defendían la igualdad racial. Entre ellos, el Congreso Nacional Africano (CNA), en el que militaba Nelson Mandela, y que hoy es el partido político más grande de Sudáfrica.
Los opositores que no se exilaron fueron arrestados, y la población no blanca, que era más de 80% del país, se convirtió para el gobierno en su enemigo interno. Kory Russel, un amigo estadounidense, comentó que un joven afrikáner de Johannesburgo le dijo durante una conversación animada por el alcohol: «Ustedes los americanos sí lo hicieron bien porque exterminaron a la población nativa».
El 16 de julio de 1976, cientos de niños salieron a las calles de Soweto como protesta contra la medida más reciente del gobierno apartheid: imponer al afrikáner, un dialecto local, como el idioma de instrucción escolar en lugar del inglés.
«Ese día, antes de que comenzara la protesta, los colegios estaban repletos de policías, y los vi entrando a los salones donde estaban los niños pequeños para aterrorizarlos con sus perros —dijo Cynthia Sixono la suegra de Lucky, quien vive a siete cuadras del hostal de Dube—. Yo no sé cómo me armé de valor para enfrentar a los policías, pero les dije: ‘Voy a sacar a mi hijo’. Y eso hice. Él tenía seis años y estaba llorando. Lo traje para mi casa. Llegamos cuando afuera estaban comenzando los gases lacrimógenos. Luego la policía empezó a disparar contra los niños. Yo salí a buscar a mis otros hijos. Fue algo espantoso. Afortunadamente todos sobrevivieron». La cifra exacta de muertos aún es incierta, pero ciento setenta y seis es la que más se repite. La mayoría de ellos tenía entre nueve y diecisiete años.
Para los años ochenta, la dictadura estatal ya había logrado establecer dos Sudáfricas paralelas.
«Yo no entendía bien lo que estaba sucediendo con el CNA y la lucha de Nelson Mandela —me dijo Rupert de Beer, un astrónomo de treinta y siete años que nació en Ciudad del Cabo—. La información estaba muy controlada por la censura oficial y nosotros no interactuábamos con personas negras. Sólo con el servicio doméstico y con trabajadores. Nuestros padres nos llevaban de la escuela, a las zonas para blancos, y de nuevo a la casa. Nunca vimos más que eso».
«Mi padre militaba en el CNA —dijo Kgomotso Ramotse, la colega de Lucky Sixono—. La policía me puso un plástico en la cabeza durante un interrogatorio para hacerme confesar dónde ocultaba su material político. Yo tenía unos diecisiete años. Cada vez que exhalaba este plástico se inflaba; pero cuando inhalaba se metía en mi boca y sentía que me apretaba la garganta. Pensé que iba a morir. Aun así me sostuve firme y nunca delaté a mi padre».
Pero el sistema no soportó más quimeras y barbaries. La resistencia popular que el gobierno no pudo quebrar y la presión de la comunidad internacional obligaron al PN a dar una suerte de autogolpe y reemplazar al entonces presidente Pieter Willem Botha, por el más moderado Frederick Willem de Klerk, que se posesionó el 20 de septiembre de 1989.
«Teníamos que hacer lo que hicimos —me dijo F. W. de Klerk durante una entrevista que hice en 2009 para el diario colombiano El Espectador—. Si, con el beneficio de una mirada retrospectiva, tuviera que volver a tomar todas las decisiones, por supuesto que habría hecho cosas diferentes con respecto a temas estratégicos menores; pero repetiría todas las grandes decisiones. Volvería a liberar a Mandela y a todos los presos políticos, legalizaría a todos los partidos y organizaciones proscritas, iniciaría negociaciones, y de nuevo aceptaría los resultados de las negociaciones, incluso cuando no todo a lo que llegamos fue plenamente aceptable.»
La transición no fue pacífica. Al tiempo que se daban las negociaciones comenzó la llamada Guerra de los Hostales, un conflicto urbano de baja intensidad que amenazaba con desbordarse en guerra civil, y que enfrentó al CNA con el Partido de Libertad Inkatha (PLI), de mayoría zulú, que tenía una fuerte presencia en los hostales.
«La violencia fue por una pelea política entre el CNA y el PLI», dijo el induna del hostal de Dube. El perímetro de los hostales era una sangrienta tierra de nadie: de un lado los zulu partidarios del PLI, del otro sus vecinos, donde había mayor influencia de la tribu xhosa y del CNA. El conflicto fue, además, azuzado por elementos de la ultraderecha que pretendían sabotear las negociaciones.
Las imágenes de esta guerra fueron captadas por cuatro fotoperiodistas que The New York Times apodó como «Bang-Bang Club», por el arrojo con que entraban a estas zonas de conflicto: Kevin Carter, que obtuvo el Premio Pulitzer en 1994 y ese mismo año se suicidó; João Silva, quien ganó un World Press Photo en 2008 y perdió ambas piernas en el 2010, por la explosión de una mina mientras cubría la guerra de Afganistán; Ken Oosterbroek, que murió en 1994 por una bala en el pecho durante la cobertura de la Guerra de los Hostales en el barrio de Thokoza, y Greg Marinovich, quien también recibió una herida de bala ese día, pero sobrevivió. Marinovich fue galardonado con un premio Pulitzer en 1991 por una fotografía en la que partidarios del CNA asesinaban a un zulu que creían era un espía del PLI.
«He estado en varios lugares donde se han cometido masacres: en los Balcanes, en Croacia, en Bosnia; y había algo sobre Marikana que me parecía fuera de lugar —me dijo Greg Marinovich, quien publicó en septiembre de 2012 un artículo que echó abajo la historia oficial sobre la masacre de Marikana—. Haz el mismo recorrido que yo. Cuando estés allá tienes que fijarte en el monte más pequeño, el que queda detrás de donde estaban congregados los huelguistas.»
Lo primero que se ve al llegar a la mina de platino de Marikana son chozas de zinc sobre tierra lunar, suelta e infértil. La mayoría de los asentamientos de sus trabajadores son frágiles estructuras hechizas en corredores de suelo desnudo, basura y polvo. Luego, a la derecha, aparecen las primeras escombreras, las chimeneas, las cintas transportadoras y una hilera de torres de energía.
Sudáfrica produce 73% del platino en el mundo, y en estos treinta y tres kilómetros cuadrados se produjo 0.34% durante 2011 (setecientos cuarenta y ocho kilogramos). Fue el último año en que la mina operó con relativa normalidad.
El 9 de agosto de 2012, un festivo nacional, todos los operadores de perforación de roca se reunieron para concretar el monto del aumento salarial que exigirían a Lonmin, la empresa que explota la mina. Al día siguiente inició la huelga y presentaron sus reclamos a la compañía. Lonmin respondió que sólo trataría el tema con el sindicato.
Sin embargo, el Sindicato Nacional de Mineros (SNM) se negó a canalizar sus peticiones y a proteger la huelga. El SNM ha sido acusado de cercanías malsanas con la gerencia de Lonmin. «Es un asunto complicado —dijo Marinovich—. Hay vínculos entre la oficina de recursos humanos y el sindicato.»
El descontento salarial no ha sido exclusivo a la mina de Marikana. Desde 2011 se ha generado al menos una huelga al mes en el sector minero. La inestabilidad ha llegado al punto que, según Uven Chong, del centro de investigación estadounidense Future Tense, las protestas podrían generar un efecto en cadena, y afectar el desarrollo de tecnologías verdes para la reducción de emisiones de carbono, que son profundamente dependientes del platino y del paladio sudafricanos.
Ante el silencio de Lonmin y del SNM, la huelga creció, y para el martes 14 de agosto había más de tres mil trabajadores protestando en un lugar que llegó a conocerse como «La Montaña»: un otero rocoso que sobresale a unos veinte metros de altura en la planicie yerma de Marikana.
«Yo fui el 15 de agosto porque estaba escuchando todo en la radio y parecía espectacular. Sonaba como en los noventa porque tenían sus lanzas y sus mantas tradicionales durante la protesta —dijo Greg Marinovich—. Mediante contactos logré tener acceso a la Montaña. Hasta entonces no tenía ni puta idea de qué era Marikana, y cuando llegué vi una cantidad sorprendente de vehículos acorazados de la policía. Es cierto, algunos días antes habían matado a dos policías, pero la información al respecto y los hechos eran confusos. Los mineros con los que hablé dijeron que era muy simple lo que pedían. Estaban ganando 4 500 rands (450 dólares, aprox.) y querían 12 500 (1 250 dólares, aprox.). Algo que no esperaban lograr, pero al menos querían negociar. Sin embargo, nadie hablaba con ellos. Los expertos de minería con los que hablé para tener más información dijeron que debía estar al tanto de la situación porque algo iba a pasar.»
El 16 de agosto Marinovich no pudo viajar a la mina. Sin embargo, Chris Molobatse, un investigador de la Fundación Benchmark, que trabajaba en esta comunidad desde hacía algunos años como observador laboral independiente, estuvo ese día. «Yo regresaba a la Montaña luego de una reunión y la policía no me dejó avanzar después de cierto punto. Allí estaban también los periodistas. Vimos que hubo una enorme humareda de gases lacrimógenos, un helicóptero que sobrevolaba la zona, y a las cuatro de la tarde empezamos a escuchar los disparos».
La noticia le dio la vuelta al mundo: treinta y cuatro mineros murieron y setenta y ocho resultaron heridos en enfrentamientos con la policía sudafricana. La historia oficial es que los mineros se abalanzaron en masa contra la policía para agredirla y ésta se defendió. Era lo que parecía confirmar un video que tuvo amplia difusión. Los huelguistas corrían hacia la policía con mazos tradicionales, mientras que ésta abría fuego contra la multitud enardecida.
«Después de la matanza se publicó la cifra: treinta y cuatro muertos. Yo pensé, ¿de dónde salieron treinta y cuatro muertos en las escenas que se vieron por televisión? —dijo Marinovich—. Luego, un académico, Peter Alexander, me dijo que un investigador de su equipo había recogido un testimonio diciendo que hubo otro monte donde también ocurrieron muertes. Fui a Marikana a averiguar, pero nadie quería hablar al respecto. Insistí, hasta que por fin pude llegar al sitio.»
«Sigamos a las cabras», dice Chris Molobatse, quien hace de guía para conducirnos al lugar donde estuvo Greg Marinovich. El rebaño es supervisado por un macho cabrío blanco de cuernos ondulados y pelaje espeso, que sobresale en medio de su hilera díscola. Es poco más del mediodía y nos hemos desviado de la carretera sin pavimentar que atraviesa el complejo minero. Transitamos en un viejo Mazda 323, esquivando arbustos y franqueando zanjas. Desde donde estamos se ve la Montaña a unos quinientos metros. Entre nosotros y ella hay una planicie estéril y la carretera. Delante, este otro monte más pequeño, al que nos estamos acercando.
«Detenga el automóvil —ordena Moloabatse mientras se quita el cinturón de seguridad. Abre la puerta y lo sigo hacia un terreno laberíntico, de rocas que oscilan entre los cuatro metros y un metro de altura—. Esto se llama Wonderkop. ¿Sabe qué significa? Monte de las Maravillas. Le pusieron así por la forma como están puestas las piedras, pero aquí siguen sucediendo maravillas», dice con sarcasmo.
Molobatse lleva negro de los pies a la cabeza: los zapatos, los pantalones de algodón, el cinturón, la camisa de manga corta y la gabardina. Cojea y su voz tiembla. Fuma un cigarrillo tras otro. Tiene algo de cuervo herido este ex sindicalista africano: «Usted quería ver el lugar del que Greg habló en su artículo. Es acá».
«El lugar era apretado, con rocas que formaban encierros. Había una del tamaño de un camión junto a otra del de un auto, con arbustos alrededor y piedras más pequeñas, y comencé a ver letras pintadas sobre ellas. Marcas forenses de levantamientos de cadáveres —dijo Greg Marinovich—.Todo muy extraño. Finalmente hallé la letra N.»
«¿Éste es el lugar donde Greg encontró la letra N?», le pregunto a Molobatse. Reconozco las piedras por una fotografía en su artículo, pero la marca está casi desdibujada, quizás por el tiempo. Ha pasado casi un año desde la masacre.
«Sí, pero ya es difícil ver las letras —dice Molobatse—. Aquí está la marca de donde golpeó la bala. Como ve, es muy baja. Si hubiera venido de lejos no habría golpeado en esta piedra de adentro, sino en la de afuera, o en un lugar más alto.»
«Era imposible que esta persona hubiera recibido un disparo de lejos —dijo Marinovich—. Vi mucha sangre acumulada allí, y aunque era posible que la persona hubiera caído desde la roca alta, y aunque era posible que hubiera llegado corriendo, herida, y aunque todas estas cosas eran posibles, a partir de allí comencé a comparar todas las letras, las marcas de las balas sobre las piedras y su ángulo, y me dije: esto es asesinato. Estas personas fueron cazadas y ejecutadas.»
«El primer grupo al que le dispararon estaba allá, en la Montaña —dice Molobatse—. La policía había puesto alambres de púas en uno de los costados de la Montaña durante la mañana para tratar de cercarlos, pero los huelguistas se quejaron y lograron mantener el otro costado abierto —añade, apuntando con los brazos—. Así que el único lugar al que muchos podían huir era hacia acá. Cuando se acercaron comenzaron a recibir fuego de la policía que estaba de este costado. Fue cuando muchos se ocultaron entre estas piedras, y entonces, la policía se adentró en ellas para dispararles a quemarropa. Aquí asesinaron a unas veinte personas.»
«Traté de hablar con la policía y con el gobierno, pero nadie quería responder preguntas —dijo Marinovich—. Finalmente logré hablar con uno de los médicos forenses por medio de un contacto mutuo y me dijo: ‘Sí, usted está bien encaminado’. Entonces le dije al director del Daily Maverick, publiquémoslo. Eso cambió la narrativa por completo. Aunque la policía negó haber hecho esto, fue exactamente lo que sucedió. Sin embargo, a los que culparon de asesinato fue a los mineros que habían sido arrestados durante la huelga. Fue lo que los fiscales hicieron, porque como la huelga no estaba protegida por el sindicato, cualquier incidente que sucediera durante ella era responsabilidad de los huelguistas. Es una estrategia de intimidación».
Circulamos los recovecos e inspeccionamos los rastros de balas de alto calibre sobre las piedras. Por fin encontramos una marca que parece plenamente visible. Cuando nos acercamos, vemos una letra que está alterada. No se sabe si es era una E, o una F, o una G, o una H, porque todos sus extremos han sido unidos por pintura del mismo color. El signo ya no tiene sentido. Parece un 8 infantil.
«La policía vino luego y alteró las marcas —dice Moloabatse mientras seguimos el recorrido—. Mire, una persona murió aquí. Se ve que alguien estaba escondido y vinieron a matarlo. Éste es el lugar donde ocurrió la matanza sistemática, donde nadie podía ver lo que estaba sucediendo.»
En octubre de 2012, el presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma, creó una comisión de investigación para determinar lo que pasó ese día. La comisión, sin embargo, no tiene una función jurídica: al final sólo podrá presentar un informe y hacer recomendaciones al gobierno.
«Es una broma —dijo Marinovich—. La gente tiene la expectativa de que la verdad saldrá a flote cuando la comisión entregue sus resultados, pero llaman a un testigo al mes y todavía no han citado a quienes tienen los testimonios más valiosos. Está mal dirigida. Escuché que el gobierno le había solicitado al juez que preside la comisión, Ian Farlam, que no publicara el informe hasta después de las próximas elecciones generales.»
El presidente encargado del CNA, el partido que gobierna Sudáfrica, fue miembro de la junta directiva de Lonmin cuando la masacre. Cyril Ramaphosa fundó en 1983 el SNM, el sindicato que se negó a apoyar la huelga, fue el principal negociador de la nueva constitución de Sudáfrica, y es hoy uno de los hombres más ricos del país. En la víspera de la masacre, le envío un e-mail al gerente comercial de Lonmin en el que decía: «Los terribles eventos que se han desenvuelto no pueden describirse como una disputa laboral. Son llanamente criminales y canallas, y así deben caracterizarse […], debe haber una respuesta concomitante para afrontar la situación».
Ramaphosa renunció a la junta directiva de la compañía cinco meses después de la masacre y negó haber sugerido que la policía debía disparar contra los manifestantes. Nadie ha podido explicar, sin embargo, el porqué la matanza.
Seis mineros que estuvieron el 16 de agosto en la Montaña aceptaron dar entrevistas anónimas. Hablaron con desconfianza y mirada escéptica en sus casas de ladrillo gris y piso de cemento. Todos eran jóvenes de entre veinte y treinta y cinco años.
Dijeron que la policía abrió fuego sin motivo aparente ni previo aviso, y que les habían disparado también desde un helicóptero que sobrevolaba la zona. Hablaron de posteriores arrestos nocturnos y abusos por parte de las fuerzas de seguridad. Aunque Lonmin dijo haber aumentado el salario de los trabajadores, todos aseguraron que seguían recibiendo la misma cantidad de efectivo que antes. Uno de los mineros afirmó que sólo habría justicia cuando todos, desde la comisionada nacional de policía, Riah Phiyega, hasta los que dispararon ese día, estuvieran en la cárcel, pero que eso no iba a pasar.
«Un mar de lágrimas no es suficiente para dar cuenta de la profundidad de nuestra desdicha», dijo uno.
«Hay una última cosa que quiero mostrarle. Venga conmigo —dice Molobatse—. Algo de lo que no se habla mucho son los suicidios que han acontecido desde entonces. Siete de los sobrevivientes se han quitado la vida durante el último año.»
«Es posible que la policía los esté asesinando y los haga pasar por suicidas, para eliminar a los testigos», digo mientras lo sigo.
«No. Uno de ellos mató a su esposa y a su hijo, y se pegó un tiro en la cabeza —responde Molobatse. Ahora se detiene y señala hacia el frente—: Otro vino acá, donde fue asesinado su mejor amigo, y se colgó de ese árbol.»
Tiene pocas hojas por el invierno. Una rama gruesa corre paralela al suelo, a una altura de cinco metros, para luego enderezarse hacia el cielo.
«La mejor forma de entender a Sudáfrica es como una sociedad traumatizada» (Taryn McKay).
«Nuestra mentalidad todavía no es libre. Aunque somos libres en el papel, todavía no somos libres en nuestras mentes. El apartheid nos lavó el cerebro» (Kgomotso Ramotse).
«Todo el país necesita terapia» (Ansie van der Menscht).
Cuando se refundó la nación, en 1994, el entusiasmo post apartheid acuñó el término «Nación del Arcoíris», para referirse a la variedad de colores de piel y de etnias que cohabitan en Sudáfrica. Pero esta metáfora optimista tiene un giro siniestro: el arcoíris es el efecto que genera la luz cuando choca contra un prisma que la divide (luz blanca, además). El arco iris es, de hecho, la luz desprovista de unión.
«Ha llegado el momento crítico. El gobierno ha perdido su credibilidad y la policía se comporta como durante el apartheid —dijo Greg Marinovich—. Ahora estamos en una auténtica democracia, pero el poder sigue en manos de las grandes empresas, los altos funcionarios del gobierno y las fuerzas de seguridad.»
Muchos sudafricanos dicen que habrá violencia y en conversaciones desprevenidas unos pocos incluso pronostican guerra civil. Por su parte, Nakedi Mathews Phosa, el tesorero general del CNA, ha dicho que el partido debe moderar sus promesas de campaña o terminará desencadenando su propia «Primavera Árabe».
«En este país la gente siempre dice que la situación está a punto de estallar, o que la revolución está a la vuelta de la esquina, o que el gran cambio está por darse, pero nunca pasa nada —dijo Ansie van der Menscht—. Quizás debamos concentrarnos en derribar nuestras pequeñas barreras cotidianas. Si todo el tiempo estamos pensando en cambiar el sistema, vamos a quedar sepultados por nuestras expectativas.»
El perímetro del hostal de Dube es desde 2006 un barrio fantasma. En la franja que fue una zona de guerra a principios de los noventa hay ahora casas de ladrillo nuevas (con baldosas resplandecientes, estufas, tinas y lavaplatos), céspedes podados, parrillas para asados comunales, mangueras de emergencia, y una vía de pavimento impecable. Son casas que el programa de desarrollo de vivienda de la alcaldía construyó para mejorar las condiciones de vida de los habitantes de los hostales. Sin embargo, nadie las ocupa, pues su arriendo es de setescientos cincuenta rands al mes y en el hostal pagan treinta y cinco rands al mes.
Me dirigí a un grupo de tres jóvenes que estaban sentados en el piso de tierra, fumando en una esquina del hostal, contra las rejas anaranjadas que los separaban de las casas nuevas.
«¿Les gustaría vivir allá?», pregunté.
Miraron al otro lado. «Obvio que sí —respondió uno—. Pero no podemos pagar el alquiler».
«¿Por qué no tumban la reja y ocupan las casas?»
Me miraron como si estuviera loco o fuera imbécil. Entonces recordé un relato de Franz Kafka: «Ante la Ley». En él, un campesino llega ante las puertas de la Ley, que están vigiladas por un guardián. El campesino dice que quiere entrar, pero el guardián le dice que aún no puede, que debe esperar. Transcurren décadas y el campesino repite su solicitud para recibir la misma respuesta. Aguarda. Intenta una tercera vez, ya viejo. De nuevo el guardián da una negativa. Ya convaleciente, el campesino le pregunta al guardián:
«Todos se esfuerzan por llegar a la Ley. ¿Por qué en estos años nadie más que yo ha solicitado entrar?»
«Porque esta puerta estaba asignada sólo para usted», le responde el guardián al campesino moribundo. «Ahora voy a cerrarla». //
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