El revés de la trama
En enero de 2015, un día antes de comparecer ante el Congreso de la Nación para detallar sus acusaciones contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el fiscal Alberto Nisman apareció muerto en su departamento, en un episodio que aún genera ecos y las más diversas hipótesis.
Yo estuve allí, como muchos otros, el día mismo en que ocurrió, el 18 de julio de 1994, cuando todo era confusión, escombros, cadáveres, cordones, policías, rescatistas, y nosotros tratando de treparnos a edificios vecinos o postes para ver mejor.
Sin embargo, con el pasar de los años, de estos 21 años, recuerdo cómo lo vi un mes después, cuando sólo un grupo de viejos periodistas, de esos que van quedando de lado en las redacciones, se presentó a cubrir el primer aniversario. Había un enorme agujero separado de la calle por una tapia. Me asomé a mirarlo. Era aterrador, uno de esos abismos de los que hablan las novelas, como si la bomba hubiera excavado un túnel hacia el centro de la tierra. Sólo una endeble tapia se interponía entre la ciudad y esa boca infernal.
En los meses que siguieron rellenaron el hueco, alzaron un enorme edificio encima y lo rodearon de columnas y casetas, cámaras y guardias. Pero todavía está allí, estoy seguro: ese hoyo aterrador, esas fauces abiertas, dispuestas a tragarnos.
Si no nos dejan trabajar
Me esforcé mucho por no escribir sobre el asunto, por eludirlo todo cuanto pude. Sin éxito: también a mí me tragó, una y otra vez. Yo tenía 28 años cuando ocurrió, pero ya había pasado 11 de ellos en la profesión. No quería acercarme al caso porque sabía —como tal vez sabían otros; como deberían de haber sabido muchos— que no había modo de que la Policía o la Justicia o los servicios de inteligencia de Argentina averiguaran jamás qué, cómo o por qué había ocurrido, quiénes habían volado el edificio de la AMIA, corazón de la comunidad judía argentina, quiénes habían matado a 85 personas y herido a más de 300.
Comencé a trabajar como periodista en diciembre de 1983, últimos días de nuestra última dictadura militar (1976-83), primeros días del primer gobierno elegido en muchos años. Ya no había campos de concentración y exterminio, ya no había secuestros y asesinatos en masa. Pero la Policía aún torturaba como método central de investigación. Lo habían hecho por décadas y hasta se habían creado subterfugios para mirar hacia otro lado mientras ocurría. La Policía estaba legalmente autorizada a interrogar a los sospechosos, pero los resultados de esos interrogatorios, que se incorporaban a los expedientes judiciales, no tenían valor de prueba sino de «indicio». Regularmente, los acusados después negaban cuanto habían dicho a la Policía y denunciaban que lo habían hecho bajo coacción. No importaba: al saber cómo se había cometido el delito, los jueces encontraban cómo probarlo sin necesidad de considerar la forzada confesión.
Recuerdo que en esos años solía encontrarme con un subcomisario que me daba información. Cuando sus relatos llegaban a ese momento, su eufemismo era: «Tras un ‘hábil’ interrogatorio…». Ambos reíamos cínicamente. No tendríamos que haber reído. No había de qué reírse.
Luego quitaron a la Policía esta potestad (y a la Justicia, su principal recurso de investigación), y descubrimos que Sherlock Holmes era un invento literario o que, en todo caso, jamás había vivido en la Argentina.
En 1988, en mis primeros años como periodista, una niña de 11 años, Jimena Hernández, apareció muerta en la piscina de un colegio. Los forenses ni siquiera pudieron coincidir en una respuesta a la simple pregunta de cómo había muerto. En su traje de baño había lo que se supone era una mancha de semen. Como lo pusieron en una bolsa plástica, los rastros de ADN se perdieron para siempre. Como no había respuesta, surgieron las fantasías: había una conexión con el gobierno, alguien poderoso ocultaba la verdad.
Y desde entonces, caso tras caso, año tras año, década tras década, lo mismo.
Casi veinte años después, en 2006, una mujer de clase media alta apareció muerta en su casa de un barrio cerrado. Los forenses dijeron que había tenido tenía una vida sexual increíblemente activa —con su hijo, con su suegro, con desconocidos—, y después que no, que todo estaba errado, y que quién sabe quién la había matado.
Un año después apareció muerta una joven, también en su casa. Acusaron a la amiga con la que vivía. Parecía lógico: nadie más estaba allí. Pero luego resultó que los forenses no sabían a qué hora había muerto, y luego nos enteramos de que habían arruinado la oportunidad de determinarlo.
Era lo usual. Los policías recogían cera roja pensando que era sangre, dañaban o destruían pruebas por error, alteraban la escena del crimen por estupidez. Los tribunales eran lentos, burocráticos, faltos de voluntad o llenos de voluntades ajenas, encubrían regularmente las irregularidades de la investigación.
También, más fácil, se podía pagar un soborno. Pero en la mayoría de los casos realmente no hacía falta: era casi imposible terminar en prisión si uno no era pobre.
Grandes ilusiones
El 17 de marzo de 1992, dos años antes del atentado contra la AMIA, un coche bomba explotó frente a la embajada de Israel en Buenos Aires, mató a 22 personas e hirió a 350. Los «expertos» no pudieron ponerse de acuerdo acerca de qué había causado la explosión, ni de cuánto medía el cráter dejado por la bomba, o siquiera si había cráter o no. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, a cargo del caso, adoptó como teoría principal que algo había estallado en el interior del edificio —es decir, algo que tenían los propios israelíes—, pese a que la Organización de la Jihad Islámica, un grupo fantasmagórico conectado con el partido libanés Hezbollah, había reivindicado la autoría del ataque e incluso enviado una filmación de la fachada antes de la explosión para probarlo.
El llamado «caso AMIA» fue una horripilante secuela. Aquel 18 de julio de 1994 una camioneta cargada de explosivos se estrelló contra la sede de la mutual judía AMIA, verdadero corazón administrativo de la comunidad en el barrio céntrico de Once. Con base en testimonios dudosos e informes de los servicios de inteligencia norteamericanos e israelíes, el gobierno de Carlos Menem y el juez del caso, Juan José Galeano, acusaron públicamente a Irán de haber patrocinado el ataque, realizado, dijeron, por Hezbollah. Pero carecían de pruebas reales y parte del gobierno temía las represalias de los iraníes. La investigación judicial y policial era un desastre que iba de fracaso en fracaso; su única pista real, la camioneta, había conducido a Carlos Telleldín, un comerciante de autos robados que no recordaba a quién la había vendido. En una era de fantasías, en la que un peso valía lo mismo que un dólar y el presidente decía que vivíamos en el «Primer Mundo», el gobierno, los agentes secretos y los funcionarios judiciales fabricaron del mismo modo —con fantasía— una «solución» para el caso AMIA. En 1996, sobornaron a Telleldín con 400 mil dólares, provenientes de fondos del Estado, para que dijera que había entregado la camioneta a un grupo de policías corruptos, villanos que se correspondían perfectamente con la imaginación de la clase media argentina. En abril de 1997, se filtró a la prensa una filmación en la que se veía al juez del caso ofreciendo ese dinero a Telleldín. Pero, a pesar de ese video, la clase política, la prensa, la justicia y la opinión pública respaldaron al juez.
Justo después de este escándalo, Alberto Nisman fue designado como fiscal para sostener esa (inventada) acusación contra los policías supuestamente corruptos en un juicio público. No le tocó por azar, o por el capricho de una autoridad a la que nada se le niega. Como me recordó en estos días uno de los que trabajaban en el caso AMIA en esos días (y que no le guarda aprecio al fiscal), Nisman se ofreció una y otra vez, envió mensajes, pidió que le dieran la gran oportunidad que había estado esperando durante años.
Yo había conocido a Nisman entre 1994 y 1995. Era alto, atlético, bronceado y lleno de energías, uno de esos hombres que parecen recién llegados de correr 10 kilómetros y están frescos, listos para lanzarse a la conquista del mundo. Tenía más o menos mi edad, pero mayores ambiciones. Había comenzado su carrera en un juzgado federal en la provincia de Buenos Aires. Su primer gran caso había sido el ataque guerrillero contra el cuartel militar de La Tablada, en 1989, último, agónico y fatal manotazo del equívoco combatiente de los años setenta, Enrique Gorriarán Merlo. Los militares se ocuparon de retomar el cuartel. Como se probó luego, detuvieron, torturaron y asesinaron a algunos de los asaltantes. Nisman y el juzgado en que trabajaba ignoraron esta evidencia.
Pasó a ser secretario de un tribunal superior, la Cámara de San Martín, y se convirtió después en fiscal de tribunales orales, uno de los más recientes pasos en la reforma democrática del aparato penal argentino. En años previos, la investigación estaba a cargo de un juez (con el ‘hábil‘ auxilio de la Policía); después, el mismo juez repartía culpas y penas entre los implicados. Con la introducción de la reforma, los mismos jueces y fiscales seguían a cargo de la investigación, pero la Policía ya no podía interrogar a los sospechosos y la suerte de los acusados se decidía en un juicio oral y público presidido por un panel de tres jueces superiores, ante los cuales presentaban sus casos la acusación y la defensa.
Este cambio puso en crisis los procedimientos ilegales tan extendidos antes. Esos paneles de jueces cuya única función era revisar la evidencia no temían, en muchos casos, anular casos enteros que no les pertenecían. Sostener y defender endebles investigaciones en audiencias públicas se convirtió en una especialidad; Nisman se transformó en uno de estos especialistas.
En 1997, pues, Nisman fue transferido al caso AMIA. Su primer tarea fue «emprolijar» el expediente, tornar presentable un conjunto de falsedades. A ello se dedicó los siguientes cuatro años, mientras el país cambiaba de gobierno y se hundía en una recesión terminal. Para cuando comenzó el llamado juicio oral y público de la AMIA, el 24 de septiembre de 2001, nos hallábamos al borde de una crisis económica, fiscal, política, social y moral que en diciembre derribó al gobierno y a cuatro presidentes interinos que se sucedieron en dos semanas vertiginosas, antes de que Duhalde, el enemigo íntimo de Menem, asumiera la conducción del Estado en enero de 2002.
La mitad del país se hallaba bajo la línea de pobreza, la desocupación había rebasado 20 %, los ahorros de la clase media estaban congelados en los bancos y la gente marchaba por las calles y rodeaba el parlamento pidiendo que les dejaran linchar a los políticos. Correspondía al espíritu de la época, entonces, que el juicio se convirtiera en una gran hoguera de vanidades en la que, en audiencias que se extendieron durante tres años y en las que declararon hasta los periodistas que habían cubierto el caso (yo incluido), el inventado caso AMIA fuera desmenuzado y desmenuzado hasta que nada quedó. Los presuntos testigos negaron sus declaraciones previas; los agentes de la SIDE, relevados de la obligación de secreto, contaron cómo se había pagado el soborno a Telleldín con fondos reservados del Estado. En agosto de 2003 la policía británica detuvo en Londres, por pedido de la Argentina, al ex embajador iraní en Buenos Aires, Hadi Soleimanpour, acusado de ser uno de los organizadores del ataque de 1994; en noviembre, la justicia declaró que los argentinos carecían de evidencias y lo liberó. Era el fin. En diciembre, un tribunal superior removió al juez Galeano del caso y lo asignó a uno de sus colegas, Rodolfo Canicoba Corral. Había un nuevo clima y un nuevo gobierno, presidido por Néstor Kirchner (2003-2007), peronista como Menem pero llegado con la proclamada intención de hacer la política opuesta. Pasaríamos de una crisis terminal a 10 años de prosperidad y crecimiento a tasas chinas, el peso valdría mucho menos que un dólar, y venderíamos interminables toneladas de soja a Brasil y a China.
En septiembre de 2004, 10 años después de que la AMIA volara por los aires, el Tribunal Oral Federal 3 declaró nula toda la investigación del caso y absolvió a los acusados. Como resultado, en los años siguientes el presidente Menem, jefes y agentes de la SIDE, un jefe de la Policía Federal, el juez Galeano, los fiscales Eamon Mullen y José Barbaccia, y el ex presidente de la DAIA, Rubén Beraja, fueron acusados de encubrimiento.
Increíblemente, Nisman sobrevivió; recibió críticas, pero no fue acusado de nada. Por el contrario, él acabó acusando a sus ex colegas, a otros investigadores con los que había trabajado, y al mismo presidente Menem, de encubrimiento. En el fondo, ¿qué se le podía reprochar: que había ignorado la flagrante evidencia? Pero, ¿no se podía decir lo mismo de toda la clase política, el aparato judicial, los periodistas y buena parte de la opinión pública que habían visto la filmación del soborno y pretendido que no mostraba lo que mostraba?
Nisman fue designado fiscal especial para el caso AMIA por Kirchner, pese a las protestas de los familiares de las víctimas que, a partir de entonces, pedirían cada año que lo removieran del cargo. El caso volvió a sus comienzos: Irán, a varios de cuyos funcionarios o ex funcionarios Nisman acusó en un largo pronunciamiento en 2006. No se privó de alguno de los trucos de sus predecesores. Un año antes, había anunciado que sabían quién había estrellado el coche bomba contra el edificio de la AMIA: Ibrahim Hussein Berro, militante de Hezbollah. Nisman dijo que los hermanos de Berro, interrogados en los Estados Unidos, y la única testigo argentina que había visto esa mañana a la camioneta y a su conductor, lo habían confirmado. Poco después, se supo que no era cierto: los hermanos habían declarado que Ibrahim Hussein Berro había muerto en el Líbano, por causa de un ataque israelí, meses después del ataque contra la AMIA, y la testigo argentina negó ante el juez haber reconocido al conductor en la foto que le mostraron de Berro.
Con nuevos testimonios de disidentes iraníes, Nisman pidió que se detuviera e interrogara al ex ministro de Seguridad de ese país, Alí Fallhijan; a Mohsen Rezai, ex comandante de la Guardia Revolucionaria y miembro del consejo asesor de Alí Jamenei; al ex jefe de la Guardia Revolucionaria y posterior ministro de Defensa, Ahamad Vahidi; al ex agregado cultural en la embajada iraní en Buenos Aires y principal sospechoso de haber dado apoyo a los atacantes, Mohsen Rabbani; y al ex tercer secretario en la misma embajada, Ahmad Reza Ashgari.
Las sucesivas administraciones de Néstor y Cristina Kirchner (2007-20015) respaldaron esa acusación, denunciaron a Irán en foros internacionales y apoyaron el pedido de la justicia a Interpol para que emitiera una «alerta roja» (lo más parecido a una orden de arresto internacional) respecto de los cinco sospechosos.
Los temores israelíes por un posible acercamiento entre la Argentina e Irán, sin embargo, no cedían. El 26 de marzo de 2011, José «Pepe» Eliaschev, un periodista argentino con contactos tanto en los Estados Unidos como en Israel y declarado opositor de los Kirchner, denunció en el también opositor diario Perfil que el gobierno negociaba en secreto el fin de la investigación del caso AMIA a cambio de «mejorar sus relaciones económicas con Irán».
Cuando los editores del diario le mostraron el artículo, Nisman opinó: «El hecho y la nota me parecen absolutamente descabellados, absurdos y, además, de imposible cumplimiento. Hacía tiempo que no leía algo tan disparatado. Todo surge de un cable de la Cancillería iraní y tengo leído y conozco sus respuestas en la causa, tanto que por sus posturas no resultan creíbles en nada de lo que hacen y mucho menos en lo que dicen. Es todo muy poco serio».
La ruptura
La denuncia cayó en el olvido hasta que sorpresivamente, el 27 de enero de 2013, la presidenta Kirchner anunció por Twitter que su gobierno había acordado con Irán un memorando de entendimiento para avanzar en la investigación del ataque contra la AMIA. En esencia, el acuerdo consistía en la declarada voluntad de ambas partes de formar una comisión de juristas internacionales respetados a la que presentarían toda la información de que disponían sobre el caso; luego, la comisión emitiría una serie de recomendaciones que ambas partes tendrían en cuenta en sus acciones futuras. En su artículo clave establecía que la comisión acompañaría a las autoridades judiciales argentinas (el juez Canicoba Corral y el fiscal Nisman) a Teherán para interrogar a los acusados iraníes del caso AMIA.
El gobierno argentino quería que los sospechosos fueran interrogados; cumplido ese paso procesal, el juez podría, al fin, acusarlos formalmente, tras lo cual el caso pasaría a un juicio oral y público, a celebrarse en fecha incierta (no es posible en la Argentina el juicio in absentia). El gobierno podría, al fin, mostrar un avance en el vigésimo aniversario del ataque.
El acuerdo provocó una virulenta reacción de las grandes organizaciones judías argentinas (aunque las organizaciones de familiares de las víctimas del ataque lo apoyaban), la oposición política (cuyo método esencial de trabajo es oponerse a todo lo que diga o haga el gobierno), Israel y Estados Unidos, y aunque fue aprobado por el parlamento argentino, donde el oficialismo contaba con la mayoría, terminó por ser declarado inconstitucional por un tribunal. El parlamento iraní jamás lo refrendó. De hecho, Irán, donde el gobierno había cambiado, perdió interés cuando comprendió que la Argentina mantendría en pie las llamadas «alertas rojas» en Interpol sobre sus ciudadanos sospechados.
Nisman, que en años previos había sido un aliado del gobierno, se opuso al memorando. En 2009 había perdido a su interlocutor en el gobierno, el jefe de gabinete Alberto Fernández, forzado a renunciar por otros problemas; en cambio, había encontrado otros aliados que lo respaldaran. Según revelaron los cables diplomáticos divulgados por Wikileaks en 2010, Nisman informaba de cada uno de sus pasos a la embajada norteamericana en Buenos Aires y pedía puntualmente su aprobación. Como escribió en su blog el periodista Santiago O’Donnell, autor de Argenleaks: «(Yo) había descubierto que los cables decían que Nisman recibía órdenes directas de la embajada estadounidense de no investigar la pista siria y la conexión local y de dar por cierta la culpabilidad de los iraníes, aunque ningún juicio se había realizado. Que Nisman le anticipaba sus dictámenes y los fallos del juez Canicoba Corral a la embajada con varios días de anticipación. Que una vez Nisman llevó a la embajada un dictamen de dos carillas y que la embajada lo mandó a corregirlo; Nisman volvió unos días después con un dictamen de nueve carillas que sí fue aprobado por la embajada y recién entonces presentado en la causa. Y que otra vez Nisman pidió perdón tantas veces por no avisar que pediría la captura de Menem (por el encubrimiento del caso AMIA), que los diplomáticos tuvieron que escribir tres cables distintos para dar cuenta de sus sucesivas ampliaciones y de sus promesas de que no volvería a suceder».
Quedaba un único problema: el kirchnerismo no perdona la traición.
En diciembre de 2 014, Cristina Kirchner se preparaba para su último año en el poder sin extensión posible: no podía competir por una reelección y no tenía delfín. En ese contexto, la justicia federal (que se ocupa de las denuncias contra funcionarios) y la ex SIDE, que ahora se llamaba Secretaría de Inteligencia (SI), se habían convertido en problemas para el gobierno, tal como ocurría en cada transición. Se trata de dos áreas pobladas por experimentados operadores que actúan con un nítido sentido de oportunidad: inician investigaciones de alto perfil sobre corrupción justo cuando un gobierno sale y otro entra —es decir, cuando sus puestos están en peligro—.
En diciembre de ese año, el gobierno impulsó una reforma al Código Procesal Penal que incluía el reemplazo de muchos de los fiscales federales existentes y despidió a algunos de los funcionarios históricos de la si. Entre los despedidos se hallaba el poderoso director de área Antonio Stiuso. Por sus capacidades y por su estabilidad a lo largo de décadas, era el contacto privilegiado de los servicios de inteligencia extranjeros, en particular de la CIA.
Era, también, el último aliado de Nisman en el Poder Ejecutivo; lo había sido durante esa década en que trabajaron juntos sobre las ruinas de la AMIA, y ahora lo había perdido. Parecía claro que los días de Nisman en su cargo estaban contados.
Alto en la torre
Según había acordado con su ex esposa, la jueza federal Sandra Arroyo Salgado, Nisman pasaría casi todo el mes de enero de 2015 en Europa para celebrar el cumpleaños número 15 de una de sus hijas.
Pero, según la investigación judicial posterior, el 31 de diciembre compró un pasaje de regreso para el 12 de enero, sin avisar a Arroyo Salgado. Cuando, a horas de partir, Nisman le anunció desde Madrid que volvía a la Argentina, su ex esposa, que estaba en Barcelona con su otra hija, lo fustigó por Whatsapp: «Está claro que mis prioridades están en otro lugar. Para vos lo más importante es la puja de poder y salir en los diarios, revistas y TV».
Ya en Buenos Aires, Nisman envió su propio mensaje por Whatsapp a sus amigos para justificarse: «Debí suspender intempestivamente mi viaje de 15 años [sic] a Europa con mi hija y volverme. Imaginarán lo que eso significa. Pero a veces en la vida los momentos no se eligen. Simplemente las cosas suceden. Y eso es por algo. Esto que voy a hacer ahora igual iba a ocurrir. Ya estaba decidido. Hace tiempo que me vengo preparando para esto, pero no lo imaginaba tan pronto. Sería largo de explicar ahora. Como ustedes ya saben, las cosas suceden y punto. Así es la vida. Lo demás es alegórico. Algunos sabrán ya de qué estoy hablando, otros algo imaginarán y otros no tendrán ni idea… Hasta dentro de un rato. Me juego mucho en esto. Todo, diría. Pero siempre tomé decisiones. Y hoy no va a ser la excepción. Y lo hago convencido. Sé que no va a ser fácil, todo lo contrario. Pero más temprano que tarde la verdad triunfa. Y me tengo mucha confianza. Haré todo lo que esté a mi alcance, y más también, sin importar a quién tenga enfrente. Gracias a todos. Será justicia. ¡Ah! Y aclaro, por si acaso, que no enloquecí ni nada parecido. Pese a todo, estoy mejor que nunca. Jajaja :)».
Los tribunales estaban cerrados por vacaciones. El 14 de enero presentó, en el único juzgado federal de turno una denuncia contra el gobierno que, en esencia, era una versión ampliada en cientos de páginas de la acusación lanzada por el periodista Eliaschev en 2011; de hecho, lo citaba como uno de sus fundamentos (Luego aclararía al diario Perfil, al mismo al que había dicho en 2011 que la denuncia de Eliaschev era un disparate: «Hoy obviamente me tengo que arrepentir. Uno a veces comete errores»).
En la denuncia, Nisman afirmaba que el gobierno, como parte de su entendimiento con Irán, había pactado en secreto, por canales no oficiales, fabricar una versión alternativa del caso AMIA acusando a algún grupo de fascistas locales para poder exculpar a los sospechosos de ese país; a cambio, Irán entregaría petróleo. Como prueba, Nisman ofrecía una serie de conversaciones telefónicas entre un presunto agente proiraní, Jorge Alejandro «Yussuf» Khalil, dos personajes periféricos del oficialismo (el ex líder de un grupo de desocupados, Luis D’Elía, y Fernando Esteche, el líder del provocador grupo de choque «Quebracho»), y un presunto agente de la SI (luego se desmintió que alguna vez haya sido agente), Ramón Allan Héctor Bogado. Y afirmaba que, como parte del acuerdo, el canciller argentino Héctor Timerman había buscado suspender las «alertas rojas» de Interpol contra los sospechosos iraníes.
Desde su presentación, la denuncia ha sido descalificada una y otra vez por quienes han tenido la tarea de evaluarla. Dos jueces, María Servini de Cubría en enero y Daniel Rafecas en febrero, la han rechazado por falta de pruebas. Los líderes de las mayores organizaciones judías se abstuvieron en principio de respaldar a Nisman (cambiarían su posición después) y le pidieron lo mismo: ver las pruebas. Los más importantes juristas de la Argentina opinaron que los hechos expuestos en la denuncia no suponían delito alguno: un acuerdo entre Estados no es judiciable y la supuesta manipulación de la investigación nunca se produjo. El memorando de entendimiento, por otra parte, jamás fue ratificado. El ministro de Economía, Axel Kicillof, explicó que el acuerdo descripto por Nisman «en lo económico es una estupidez»: la Argentina no tiene la capacidad de refinar el petróleo iraní, demasiado pesado, y por ello no está interesada en él; y el gobierno no tiene la potestad de decidir si se envían granos a Irán, ya que su exportación está en manos de empresas privadas. El ex secretario general de Interpol, el norteamericano Ronald Noble, desmintió que Timerman alguna vez hubiera intentado cancelar las «alertas rojas» contra los iraníes: por el contrario, dijo, Timerman había insistido en que se mantuvieran, cosa de la que se quejaba el presunto agente Khalil ante D’Elía en una de las conversaciones grabadas: «El ruso ese de mierda (Timerman) se mandó alguna». En cuanto al plan de hallar unos culpables alternativos del ataque a la AMIA, creando una nueva «conexión local», tal como sugería el líder de Quebracho en las conversaciones telefónicas, jamás ocurrió. De hecho, tal fabricación sólo había tenido lugar más de una década atrás y había sido el propio Nisman quien la había defendido en un juicio público.
Más tarde se revelaría que, en diciembre de 2014, Nisman había dejado, escritos y firmados, otros dos documentos fechados en enero de 2015, uno para el caso en que se aprobase el memorando de entendimiento, otro para el caso en que no. En los dos alababa los esfuerzos de los Kirchner, desde 2003, por lograr que los sospechosos iraníes fueran llevados ante la justicia argentina y reconocía que incluso en sus tratos con Irán habían perseguido ese objetivo. Sólo criticaba que, en la negociación del memorando, habían aceptado «degradar» sus altas aspiraciones iniciales. En cambio, él proponía pedir al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que forzara la extradición de iraníes, algo que, según los entendidos, sólo tenía un antecedente y que no era aplicable en este caso.
Pese a su falta de solidez, la denuncia de Nisman convulsionó a la Argentina y fue reproducida en medios de comunicación de buena parte del mundo. Por segunda vez un presidente argentino era acusado de encubrir uno de los más terribles ataques contra una comunidad judía en los últimos sesenta años. No tenía fundamentos, pero encajaba perfectamente con la percepción creada tras la firma del memorando de entendimiento de 2013: que el gobierno de Cristina Kirchner había llegado por razones oscuras a un acuerdo con Irán para dar una «solución final» al caso AMIA.
Nisman se alistó para detallar sus acusaciones ante el Congreso argentino el lunes 19 de enero, invitado y celebrado por la oposición. El sábado se encerró en su departamento, en una torre lujosa del exclusivo barrio de Puerto Madero de la ciudad de Buenos Aires, para prepararse, según sus colaboradores.
Uno de sus custodios relataría luego que en esos días Nisman le había pedido que le consiguiera un arma. Ese sábado por la tarde, Nisman recurrió a un peculiar colaborador de su fiscalía, Diego Lagomarsino, encargado de cuidar las computadoras, quien cobraba por ellos la cifra de 3 400 dólares mensuales, cifra inigualada en cargos similares, e inexplicable. Según Lagomarsino, Nisman le pidió su pistola Bersa calibre .22 para, llegado el caso, defender a sus hijas (que no estaban en la Argentina). Lagomarsino regresó a su casa, al otro lado de la ciudad; la buscó, atravesó de nuevo la ciudad, y se la dejó.
A la mañana siguiente, domingo 18, los custodios se alarmaron porque Nisman no aparecía. A las 11 de la mañana, subieron hasta la puerta de servicio del departamento y descubrieron que los diarios aún estaban afuera. Pidieron a una de sus secretarias que lo llamase. Como no recibió respuesta, la secretaria recurrió a otra, quien también llamó y tampoco obtuvo respuesta.
Fue el turno de los custodios de atravesar la ciudad para buscar a la madre de Nisman, quien poseía otro juego de llaves. La madre volvió con ellos y subieron por el ascensor de servicio. Ella abrió el cerrojo superior, pero no pudo abrir el inferior porque había una llave colocada adentro. Decidieron subir por el ascensor principal, para lo cual necesitaban un código. Atravesaron de nuevo la ciudad para buscarlo en la casa de la madre de Nisman, y otra vez para regresar al departamento. Utilizaron el código, pero no funcionó. Recurrieron entonces, más sencillamente, a los empleados de la torre, que accionaron el ascensor, pero al llegar al piso de Nisman la puerta principal no se abrió: estaba trabada desde adentro.
Al fin, después de algunas otra vueltas, recurrieron nuevamente a los empleados de la torre, que llamaron a un cerrajero. Era tarde en la noche cuando el cerrajero abrió fácilmente la puerta de servicio.
El departamento estaba a oscuras, ordenado y limpio. Por la puerta del baño se filtraba sangre. Tuvieron que empujar con fuerza para entrar: el cuerpo sin vida de Nisman, con la pistola de Lagomarsino en la mano, trababa la puerta.
Ya nadie cree en la palabra pública, provenga del gobierno, la oposición, la justicia o la prensa; ese vacío es ocupado por la fantasía.
Los detectives salvajes
La investigación formal de la muerte de Nisman, iniciada de inmediato en medio de un furor social, se orientó desde el comienzo hacia la teoría de un suicidio. No había indicios de que nadie más hubiera estado allí, ni de resistencia o lucha alguna del fiscal con un posible atacante. Había recibido el disparo a quemarropa, centímetros por arriba de la oreja, de una pistola que él mismo se había procurado horas antes.
Pero en la Argentina ya nadie cree en la palabra pública, provenga del gobierno, la oposición, la justicia o la prensa; ese vacío es ocupado por la fantasía, y a ella nos entregamos todos. La presidenta fue la primera. Desde su cuenta de Facebook, como una fanática de una serie policial, elaboró teorías: primero, que fue un suicidio; en su segunda entrega, se inclinó por el asesinato; en un discurso a todo el país, sugirió incluso que el asesino bien podría haber sido Lagomarsino, notorio opositor que en el pasado la había insultado por Twitter y que, dijo, «tenía una íntima relación con el fiscal y fue la última persona que lo vio con vida»; o acaso el ex agente Stiuso, un villano hecho a la medida de los acontecimientos, a quien acusó de haber entregado datos falsos al fiscal. «La verdadera operación contra el Gobierno era la muerte del fiscal después de acusar a la Presidenta, a su Canciller y al Secretario General de La Cámpora de ser encubridores de los iraníes acusados por el atentado terrorista de la AMIA», teorizó.
Muchos (más de la mitad de los consultados por la encuestadora Poliarquía) creen que Nisman cometió un suicidio inducido por otros, aunque nadie puede explicar cómo podrían haberlo convencido de que se matara. Se fabulan teorías con base en datos aislados o tergiversados. ¡El cerrajero declaró que la puerta de servicio estaba abierta! (pero olvidan que la había abierto la madre de Nisman). ¡Había un borrador de la denuncia tirado en el canasto de la basura del departamento y en él Nisman pedía la detención de Cristina Kirchner! (pero olvidan que el mismo Nisman lo había descartado). ¡La fiscal Viviana Fein, que investiga la muerte de Nisman, desmintió que existiera ese borrador! ¡El jefe de Gabinete, Capitanich, rompió ante las cámaras los diarios que contenían toda referencia al borrador! ¡La fiscal Viviana Fein se corrige y pide disculpas: sí existe el borrador! (el jefe de Gabinete no pide disculpas, pero poco después renuncia). Un senador kirchnerista, Salvador Cabral, explica en público que Lagomarsino mató a Nisman tras una «festichola»: se trató, detalla, de «un crimen pasional entre un amor homosexual, donde el marido, que es el flaquito este que le llevó la pistola, encontró en situaciones amorosas al muerto y le pegó un tiro en la cabeza, amorosamente».
La prensa internacional toma los más atractivos argumentos de la prensa opositora local y, tal vez creyendo que el musical Evita, de Andrew Lloyd Webber, es un relato histórico, escribe su secuela: una mujer desquiciada y veleidosa hereda el poder de su marido y, en la cima de su poder, mata a un valiente fiscal que intenta exponer sus oscuros tratos con el terrorismo internacional.
Los fiscales federales, cuyos empleos se ven amenazados por el gobierno, convocan a una marcha silenciosa en homenaje a Nisman que se convierte en una prueba de fuerza contra el gobierno. Uno de los principales convocantes es el fiscal Germán Moldes, un ex funcionario de Menem acusado por los familiares de las víctimas del caso AMIA de obstaculizar su investigación. Un día antes de la marcha, aparece, de la nada, una testigo del operativo policial en el departamento de Nisman y dice que el operativo fue un desastre, que contaminaron la escena del crimen, que borraron pruebas. La fiscal Fein se enfurece y brama, diciendo que la testigo tendrá que probarlo. La testigo se desdice. La ex esposa de Nisman, la jueza Arroyo Salgado, afirma que lo mataron por encargo el sábado por la tarde, cuando Lagomarsino estaba allí, pero bloquea el análisis de los teléfonos y computadoras de su ex marido que parecen demostrar que estaba vivo el domingo por la mañana. Por razones de privacidad, dice.
Todas las evidencias físicas sugieren que Nisman se quitó la vida, pero nadie, hasta ahora, ha podido encontrar un motivo verosímil para que lo hiciera. Por otra parte, una opinión pública curtida en el cinismo por años de falsedades (y una opinión internacional que cree a Cristina Kirchner capaz de cualquier cosa) está convencida de que hubo alguna clase de asesinato por encargo, pero nadie puede explicar cómo, excepto en una película de Hollywood, pudo el asesino entrar sin ser visto, hallar un arma que el fiscal había pedido apenas horas antes y usarla en su contra sin que se resistiera. Menos, todavía, se entiende cómo Lagomarsino habría matado a Nisman y borrado toda huella, pero dejado un arma registrada a su nombre en el lugar.
En vez de enfrentar estas dificultades, libramos una batalla en el interior de nuestra imaginación, una dura batalla por imponer uno u otro villano: Cristina, Stiuso, Lagomarsino, la CIA, los iraníes. Nos es más fácil imaginar grandes conspiraciones que admitir la suma de nuestras pequeñas miserias.
Ya no importa cómo concluya la investigación: Nisman quedará condenado al enigma, como tantos otros, por este sistema del que esperaban tan altas recompensas.
Nosotros seguiremos escurriéndonos por ese agujero abierto hace 21 años. Todavía está allí, estoy seguro, justo bajo nuestros pies.
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