Sobrevivir a la infancia
Iker Olivares Pérez
Fotografía de Paulina Figueroa
Alma Delia Murillo, una de las narradoras y ensayistas mexicanas más sobresalientes de los últimos años, presenta su segunda novela.
“La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque / aún no ha tocado el suelo” es un verso de Dylan Thomas, el gran poeta británico, que resuena a lo largo de las páginas de El niño que fuimos, la más reciente novela de la mexicana Alma Delia Murillo, porque también evoca la permanencia y la presencia de esos juegos y promesas de
la infancia a lo largo de la vida.
La también ensayista y columnista se define como una “godínez rehabilitada”, aunque no niega la neurosis que le dejaron 20 años de vida corporativa. Su comida emocional favorita es el “bolillo con mantequilla derretida y azúcar”; se ha mudado 18 veces dentro de la Ciudad de México, lo que le ha permitido recorrerla, vivirla, observarla. Lectora voraz y asidua de Cervantes, Calvino, Quignard; autora de la novela Las noches habitadas, el libro de cuentos Damas de caza y de la columna sabatina en SinEmbargoMx, en la que muestra, con ironía, humor y profundidad, su amor por el lenguaje y su capacidad como observadora perenne de los cambios políticos, urbanos, culturales y sociales.
Murillo es una amante irracional tanto de la literatura como de la Ciudad de México y su vocación laberíntica, infinita, esquizoide, de tierra prometida y zona de guerra a la vez. Y en este libro, editado por Alfaguara, se pueden ver todas esas pasiones como telón de fondo de la historia. Se trata de un canto nostálgico y descarnado al pasado y a los pactos interiores hechos en la infancia; una oda a la amistad, y al mapa de heridas que vienen desde niños y trastocan el mundo de los adultos.
La novela sigue la historia de María, Román y Óscar, tres amigos que a los diez años estudiaron juntos en un internado en la Ciudad de México, que lo mismo era un nido (de hecho así pensó en titular la novela), refugio, campo de juego o puente entre abismos. Veinte años después se reencuentran (con toda la suma de sus heridas, pérdidas y gozos) y brotan los recuerdos de esa etapa fundacional que los marcó para siempre, marcados igualmente por la orfandad, la culpa matricida, el abandono, el abuso, los deseos de venganza, la soledad, la carencia y la pobreza que se pega y permanece en la piel, las fantasías de crecer y el asombro por descubrirlo todo.
“Lo que busqué fue hacer una historia expiatoria. En algún momento, los tres personajes hacen algo muy malo y cuando se reencuentran lo hacen para expiar esa culpa que tienen y resolver juntos los asuntos que los marcaron de pequeños. Al contar esa historia, yo me fui reconciliando también con mi propio origen a través de la escritura, y eso es un proceso maravilloso que a veces te rebasa, pues hurgas en el pasado y te enteras de cosas que no sabías que sabías, pero que te hacen conocerte mejor”, dice Murillo.
La historia se desarrolla en las calles de la Del Valle y Centro Histórico, en las diferentes líneas del metro que recorren la ciudad; so pretexto para contar los claroscuros de la ciudad: por un lado una ciudad incitante; y por otro, una oscura, como escribe Murillo en la novela: “Esta ciudad de noche es un gran putero; no hubo lugar en donde no tuviera frente a mí una exhibición de prostíbulo ambulante; en el metro, en los parques, en los estacionamientos y terminales de autobuses”.
También es la novela iniciática que es narrada con inocencia magistral, que recuerda esas lecturas a lo Twain, Verne o Dickens. “Considero que crecer es un acto violento y que, además, somos una generación puente entre dos épocas: aquella de carne y hueso (la de los ochenta en México) donde el juego, la amistad, las aventuras y hasta las venganzas eran analógicas, táctiles, presenciales; versus la época actual donde esos mismos temas ahora son digitales, a distancia, baladís; por ello quería reflejar a través de estos tres personajes de mi novela ese cambio que nos ha tocado vivir”, dice la autora.
Y es que Murillo tiene la virtud de relacionar hechos y tiempos distintos, con una voz que seduce, pues posee la sensibilidad de lograr escribir como hablan los niños y después que esos mismos, ahora “grandes”, cuestionen si “la adultez es una prueba para ver si somos capaces de cumplir los pactos que hicimos cuando éramos niños”, dice.
Y efectivamente la autora, a quien como Pessoa, no le gusta escribir sino “palabrear”, logra en este libro una historia sobre ese proceso violento que es ir creciendo, y de los pactos de esos años que restamos, logramos u olvidamos. Acaso, la respuesta la tenga uno de sus personajes: “Es verdad: todos somos sobrevivientes del niño que fuimos”.
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