Siempre periodista

Siempre periodista

Jorge Lanata tiene muchas famas: de hombre problemático, explosivo, excesivo e inconforme.

Tiempo de lectura: 36 minutos

Es miércoles, son las ocho de la mañana y la ciudad de Buenos Aires se despereza. El pronóstico del clima dice que debería estar muy nublado, pero miente: a esta hora la ciudad está barnizada por una luz azul que presagia un día de sol. A esta hora y en un cuarto en el que el sol no tiene cómo llegar, sentado a la cabecera de una larga mesa, el periodista argentino Jorge Lanata —metro noventa, ciento veinte kilos, saco con cuadros escoceses, camisa color crema, corbata amarilla, pantalón beige y gafas con marco de carey— fuma el sexto Benson & Hedges, de los cuarenta y cinco que fumará ese día, y se suena la nariz con pañuelos de papel. Delante de él, sobre la mesa, un cenicero. Detrás, un tacho de basura. Pero él arroja con idéntica indiferencia pañuelos usados y cenizas al suelo, sobre la alfombra gris. A su alrededor, unas diez personas muy animadas —computadoras, smartphones, diarios y revistas en mano— preparan el programa de radio que pondrán al aire dentro de dos horas. Casi sin moverse, doblado sobre la mesa y aspirando su cigarro con desgano, Lanata parece un gigante abatido. Aunque lo cierto es que hasta ahora nada —nada: ni los excesos ni la muerte ni las ganas de morir—, parece haber podido con él. Tiene cincuenta y dos años y lleva treinta y nueve de batallas periodísticas. Y en pocos días será la persona de la que más se hable en su país, la Argentina.

Hizo, durante los últimos veintisiete años, lo que cualquier otra persona no podría hacer en dos o tres vidas: co fundó y dirigió un diario (Página/12) que se volvió mito al combinar desenfado con investigación periodística; hizo un programa de radio (Hora 25) cuyas grabaciones se traficaban como un pequeño tesoro para iniciados, además de otros cuatro  (Rompecabezas, Lanata AM, Lanata PM y ahora Lanata sin filtro); produjo y condujo ciclos televisivos (Día D, La luna, Después de todo, Detrás de las noticias, y ahora Periodismo para todos); realizó documentales para televisión (Bric, 26 personas para salvar al mundo); publicó nueve libros periodísticos y de ficción (La guerra de las piedras, Polaroids, Historia de Teller, Cortinas de humo, Vuelta de página, Argentinos, Adn, Muertos de amor); realizó una película documental (Deuda); fundó tres revistas (Página/30, Ego y Veintiuno); creó otro diario (Crítica de la Argentina); llevó el periodismo al teatro de revistas (La rotativa del Maipo) y ganó más de treinta premios.

 

 

Todo —todo: su trayectoria, su vida— iba a ser puesto a prueba en los próximos días. Aunque nada se sabía cuando lo vi por primera vez, ese miércoles 10 de abril de 2013 en el que ahumaba a su equipo en la oficina de producción de Radio Mitre, la radio del multimedios argentino Clarín en la que hace Lanata sin filtro, uno de los programas más escuchados de la radio más escuchada de la Argentina. Apenas entré, giró en su silla, me extendió una mano enorme y envolvente como un abrazo, y me clavó la mirada. Lanata mira a los ojos con una mirada que dice: «Qué bueno verte», y con una timidez que desmiente la grandilocuencia que tiene con una cámara o un micrófono delante. Yo acababa de leer un libro que lo pintaba como el periodista más amado y más odiado de la Argentina. Sabía de su intimidad sexual, de sus diez años de consumo de cocaína, de las veces que había querido acabar con su vida y de las que la vida había querido acabar con él, de su descontrol con el dinero, de sus gastos compulsivos y del trauma por los más de treinta años que su madre había pasado postrada y enferma. Sabía demasiado. Él, obviamente, no sabía nada de mí. Fue incómodo darle la mano a alguien en semejante inferioridad de condiciones.

Cuando, el 12 de septiembre de 1960, Jorge Ernesto Lanata nació, hacía años que lo esperaban. María Angélica Álvarez, de treinta y siete años y Ernesto Eduardo Jaime Lanata, de cuarenta, habían perdido, siete años antes, un embarazo de mellizos. Eran, para los usos y costumbres de la época, padres ya mayores, y el antecedente de la pérdida les había dejado un miedo punzante. Así, durante sus primeros siete años, Jorge Lanata fue todo lo protegido y estimulado que un niño puede llegar a ser. «Era el más consentido y el más brillante», contó Carmen, su tía, hermana de su padre, cuando recordó aquellos tiempos para el libro Lanata. Secretos, virtudes y pecados del periodista más amado y más odiado de la Argentina (Margen Izquierdo, 2012) escrito por el periodista Luis Majul. «Comparado con mis hijos, parecía un príncipe —dijo—. Venía a los cumpleaños de sus primos con guantes blancos».  Pero una tarde de 1968 la madre del niño de los guantes blancos se descompuso en la cocina de su casa y la vida, tal como Lanata la conocía, dejó de ser. Muchos años después, una noche de julio del año 2000, en Día D, uno de sus programas de televisión, él mismo leyó, sin levantar la vista del papel que sostenía en sus manos, parte de esa historia: «Recién el jueves pasado supe, con certeza, el nombre de la enfermedad que mi madre sufrió durante los últimos treinta y dos años. Se llamaba meningioma y es una especie de tumor cerebral. Fue un meningioma lo que le sacaron de la cabeza un día de 1968 en un quirófano del Sanatorio Mitre. Las diecinueve horas de cirugía le dejaron terribles secuelas: todo el costado de su cuerpo quedó casi paralizado y desde entonces mamá está anudada a una tortuosa cuadriplejia y su cerebro perdió la capacidad de formar palabras; aunque no la de emitir sonidos: puede decir que no, o que sí, o que ¡Uuuauu! O ¡Eeehhh! Sonidos, pero no articular otra cosa más que su voz. Hace treinta y dos años que me comunico así con ella. Del mismo modo, con miradas y monosílabos. Con palabras que no son».

Después del ataque, y mientras su padre se transformaba en enfermero de tiempo completo, él fue alojado en la casa de su otra tía, Nélida, hermana de su madre. «Nélida fue como mi mamá, de ella heredé el pesimismo, la visión dark de la vida —me dirá Lanata una noche, en el estudio de su casa—. Y el sentido del humor lo heredé de mi mamá. Mi vieja estaba en una silla de ruedas y se cagaba de risa de las cosas. A la vez, mi viejo tenía todo un quilombo con el peso de la palabra que yo también heredé».

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