Inquietante viaje en un vuelo de Qatar Airways repleto de botellas de alcohol. Qué sorpresa. Hace unos años la policía del aeropuerto de Jedda, en Arabia Saudita, intentó quitarme una botella de ginebra diciendo que estaba prohibido en todo el país —yo argumenté que la zona internacional del aeropuerto no formaba parte del país, pues hacía escala en Nairobi—, así que imaginé que este viaje a los Emiratos Árabes Unidos, vecinos de los sauditas y muy religiosos también, estaría marcado por aquello que en Colombia se llama «ley seca». Qatar es otro país, lo sé, pero es la misma región, así que al ver rodar el carrito de aperitivos por el estrecho corredor del avión, con una botella de litro de ginebra Beefeater, una de whisky Johnnie Walker y una gigantesca y espigada de vodka, todo a las once de la mañana de un domingo, me entró la duda de si, en lugar de a tierras islámicas, el avión no estuviera yendo a ciudades más etílicas como Helsinki, Moscú o Varsovia. Ni en Aeroflot, que yo sepa, son tan dadivosos con el alcohol, y mucho menos en clase económica.
Tal vez por eso el paraíso islámico es verde (y oro), y las mezquitas de Abu Dhabi o Dubai, como las de todos los países islámicos sunitas, están iluminadas con neón verde (los religiosos sunitas, descendientes de Mahoma, usaban turbante verde, y los chiitas negro). Los alminares, que parecen lápices apuntando a lo alto, lo mismo que las cúpulas o columnatas, se ven brillar desde muy lejos. Esplenden.
Ya llegando, aún desde arriba, las torres de oficinas también brillan con luces azules, naranjas. Algunas son amarillas. Hay unos galpones bajos con bandas de neón rojas cubriendo la parte superior de las fachadas: construcciones simétricas, de un piso. Una de las cosas que más me gustan al llegar a una ciudad es no entender.
En la puerta del avión, una elegante mujer filipina sostiene un iPad a la altura de su pecho y veo mi nombre en la pantalla. «Bienvenido, venga conmigo», dice, y me invita a seguirla, saltando la fila, hasta uno de los bancos de inmigración. Todo es extremadamente limpio y ordenado, empezando por las túnicas blancas e impolutas de los policías de frontera. Pienso que me han confundido con un diplomático, tal vez un banquero. Dios santo, ¡soy sólo un escritor y estoy invitado por una universidad! En la calle me espera un exclusivo BMW con interiores de cuero, focos de colores, aire acondicionado. Las palmeras tienen ristras de bombillos a lo largo del tronco y en las ramas, como racimos de uvas blancas. El breve lapso al aire libre me hace comprender que el invierno está aún lejos, hace mucho calor a pesar de que estamos en noviembre. Ya es noche cerrada y el conductor corre por una autopista vacía, la Airport Road, ¿dónde está la ciudad? Antes de llegar a nada reconocible, el conductor dobla a la izquierda y luego a la derecha. Se detiene frente a un enorme edificio de vidrio y un joven uniformado viene a abrir la puerta. Es el Park Rotana. Una señorita rubia, sin velo, sonríe detrás de un recibidor en madera de teca: «Bienvenido a Abu Dhabi —me dice—. ¿Primera vez?». Es rusa, se llama Katerina. Esto es sólo un hotel, pero el techo del lobby está a diez metros de altura y en el centro cae una lámpara que parece una pieza entera de alabastro. Qué lujo.
Desde el piso catorce veo una hilera de luces del otro lado de un puente. Por lo demás, sólo la noche y esos extraños focos de colores. Es domingo, no se ve un alma, aunque el domingo islámico es más bien el viernes. Estoy en las afueras. Mañana tal vez comprenda algo.
III
La población de la ciudad de Abu Dhabi es pequeña, unas seiscientas mil personas (ochocientas sesenta mil en todo el Emirato), pero sólo 19% son de ahí (esta proporción se da también en Dubai, aunque más poblado, con dos millones y medio de habitantes). El resto son extranjeros que están aquí para servirlos: manejan sus taxis, sus cafeterías y restaurantes, sus hoteles, sus supermercados, puertos y aeropuertos, sus comercios… ¿Trabajan los abudabíes? Claro, pero desde lugares menos visibles, al menos para el viajero que acaba de llegar y apenas ve las calles, los almacenes, algunas tiendas, y reconoce en todas las personas activas rostros asiáticos, eslavos, europeos. El exceso de venias refleja los gustos, el protocolo de los dueños del país. Son amos, más que jefes. Sus impolutas túnicas blancas me intrigan. En lugar del pesado turbante llevan una chalina blanca (keffiyeh) con aro negro en la coronilla, que debía servir para protegerse de la arena levantada por el viento, pero eso parece lejano en este escenario de nubes de mármol y aire acondicionado.
El ingreso anual per cápita de Abu Dhabi en la última década, en promedio, es de cuarenta mil dólares, pero ha llegado a subir hasta noventa mil en algunos años, según el precio del barril. Ahí están los Maserati, Rolls-Royce y Ferrari que serpentean veloces por las avenidas. ¿Cómo actuará la arena sobre sus circuitos electrónicos? La Ferrari construyó un parque de diversiones, el Ferrari Park, cuya máxima atracción es una montaña rusa ultrarrápida que recrea lo que sienten los pilotos de Fórmula 1 en su cabina. Notable que fuera un joven indio de Kerala, botones del hotel y de sueldo ínfimo, quien hablara con semejante entusiasmo de esto: «No se lo puede perder, señor».
La verdad es que a algunos extranjeros de Abu Dhabi, por humildes que sean, les encanta hablar de la riqueza conspicua, aunque no sea de ellos. La tienen cerca, pueden verla y olerla, a veces tocarla, pero el joven de Kerala duerme en un cuarto en el que hay dieciséis camas y una de ellas le cuesta doscientos dólares al mes (la tercera parte de su sueldo), y lo peor: su pasaporte está en manos de sus empleadores. Pero hablar del mármol y el oro y los autos de lujo es un modo de acariciar con palabras ese mundo al que jamás tendrá acceso.
«No se lo puede perder, señor», me repetí en la mente y sentí compasión al alejarme de ese pobre joven nacido en Cochi —Kerala es para mí el Caribe de la India—, que daba enfáticas trapeadas a una superficie que, a primera vista, parece mármol travertino. Extranjeros, inmigrantes, residentes. La comunidad más grande en todos los Emiratos es la indostánica: India, Bangladesh, Sri Lanka y Pakistán. También filipinos y malayos.
Salgo a dar una vuelta, hace calor. En un supermercado francés acabo hablando con Rashid, un marroquí de cincuenta y seis años que vive acá desde hace doce. «Abu Dhabi es monótono, no hay mucho que hacer —me dice—, son muy religiosos, muy conservadores… Uno se deslumbra con los edificios, el lujo y el dinero, pero la vida es triste, al menos para mí». La vida es triste en todas partes, pienso, pero sigo escuchándolo, en silencio. He aquí uno que no se deslumbra con el brillo del oro. Tras reflexionar un segundo, Rashid se anima a decir: «Es mejor Dubai, hay incluso bares y discotecas». Él gana dos mil dólares al mes, más o menos, pero paga ochocientos de alquiler.
IV
Hace cincuenta años este islote era un arenal en el que vivían cuarenta y seis mil personas, algo en realidad inimaginable: en palafitos, los pescadores ricos, y el resto en caravanas nómadas que arreaban cabras y camellos. ¿Qué había en los mercados? Pescado y carne de cordero. Dátiles. Verduras traídas de los oasis de Al Ain, perlas. Sobre todo perlas.
La familia real, los Al Nahyan, proviene de una enorme tribu beduina —los bani yas— con ramificaciones en todos los oasis de la región, pero originarios de uno llamado Liwa, cerca de la actual frontera con Arabia Saudita. Una zona fértil mucho más grande que los oasis pintados por los románticos del siglo XIX (como el húngaro Antal Ligeti o el mismísimo Iván Aivazovski), pues contenía cincuenta pueblos y hoy aloja a más de cien mil personas. En las fotos satelitales parece un enorme bigote en mitad del desierto. De ese lugar, en el siglo XVIII, emigró el clan Al Nahyan, una subtribu, hacia los villorrios de Dubai y de la actual Abu Dhabi, donde al parecer, según la tradición, había gacelas o venados y un poco de agua dulce. El misterioso nombre de Abu Dhabi quiere decir «padre de la gacela», por un cazador de gacelas que andaba por ahí (¿es imaginable una gacela en este lugar?).
En la segunda mitad del siglo XIX, los británicos abrieron capitanías en ambas aldeas para proteger la ruta comercial que venía de la India, pues había ataques frecuentes a caravanas y barcos. Le decían la «costa de los Piratas» y alguien debía poner orden. Claro: pasando el estrecho de Ormuz está ya el Mar Arábigo, y casi en línea recta Bombay. Por ahí debió pasar Phileas Fogg con su mayordomo Passepartout —Cantinflas, en la película— en La vuelta al mundo en 80 días. Los ingleses hicieron de ambas aldeas algo más relevante, pero en el siglo siguiente, cuando la India obtuvo su independencia, en 1947, el interés bajó de intensidad. O mejor: cambió de objetivo.
La historia del petróleo comenzó antes, en 1936, con concesiones de prospección a compañías británicas, y en 1958 surgió el géiser negro y ya no se detuvo nunca más. Los ingleses se fueron en 1968 y la independencia de la región se proclamó en 1971. Con el tiempo se supo que debajo de ese inhóspito arenal yacía la tercera reserva de petróleo del mundo, una décima parte de todo el que hay en el planeta. La flora, el plancton y las algas sumergidas hace millones de años volvían a emerger. Algo de lógica había en eso, y por ese mérito Abu Dhabi quedó como la capital de los siete emiratos (Abu Dhabi, Dubai, Fujairah, Ajman, Ras al-Khaima, Sharjah y Umm al-Qaiwain).
V
La sede de la Universidad Zayed, concebida directamente por el presidente de los Emiratos Árabes y emir de Abu Dhabi, el jeque Khalifa bin Zayed Al Nahyan —lo que equivale a decir que es estatal—, tiene un campus recién construido y reluciente que, visto desde afuera, parece un estadio cubierto. Una especie de huevo metálico gigante. Una nave espacial de diecinueve hectáreas que, al final, cuando la terminen, albergará veintiocho edificios, un centro deportivo, edificios residenciales y un centro de convenciones.
Mis anfitriones me explican que el estudio es gratuito para los nacionales y que el campus está dividido en dos zonas simétricas e idénticas: de un lado las mujeres, del otro los hombres. Por ser visto como «profesor» puedo pasar de una a otra, así que veo a las alumnas con sus velos y túnicas negras sentadas en el suelo, leyendo, repasando apuntes, moviendo sus dedos con agilidad sobre tabletas o computadoras, riéndose y vociferando en grupo. Excepto por los atuendos, la atmósfera universitaria es la misma de otros lugares.
«Las familias deben tener la seguridad de que sus hijas van a estar protegidas acá —me dice un profesor—, por eso el emir decidió que el patio central no se abriera a los estudiantes, y esto a pesar de que tiene una división con el lado masculino». Si vemos ese patio fuera de contexto pensaríamos más en un hotel cinco estrellas que en una universidad: palmeras, fuentes, caminos de agua.
Un poco más tarde hablo ante un grupo mixto de jóvenes y mujeres abudabíes de la escuela de estudios diplomáticos —en el doctorado, en ciertos casos, pueden estar mezclados— sobre las relaciones entre el intelectual y el poder en América Latina, y me llevo varias sorpresas. La primera, como es lógico, es que semejante tema le interese a alguien en ese lugar. Luego una alumna me pregunta por Borges, argumentando que es su escritor favorito. Todos han leído a García Márquez y un poco menos a Vargas Llosa o a Carlos Fuentes. Todos conocen a Neruda y algunos a Octavio Paz. Otra alumna quiere saber si hay una lucha por los derechos de las mujeres en América Latina. Esto me sorprende y le digo que sí. Menciono a Gabriela Mistral. Me explican que uno de los proyectos a medio plazo del gobierno emiratí es establecer relaciones diplomáticas directas con América Latina, de ahí su interés, y en efecto veo que su formación es buena.
«Están invirtiendo en educación —me dicen—, transformar los petrodólares en conocimiento es otro modo de fertilizar, de sembrar riqueza».
La Universidad Zayed tiene programas en inglés de alta calidad, en Abu Dhabi y Dubai, y universidades internacionales como la de Nueva York (NYU) o La Sorbona ya abrieron sedes acá, en inglés y francés. Un dato curioso: el novelista francés Jérôme Ferrari, ganador del Premio Goncourt de 2012 con su novela El sermón sobre la caída de Roma, es profesor de Filosofía en el Liceo Francés de Abu Dhabi. Por cierto que el español, en estas regiones futuristas, brilla por su ausencia.
¿Esta educación abierta, laica e internacional, no acabará por chocar con la tradición religiosa y social emiratí? Claro que sí. La joven estudiante que, desde su velo negro, me pregunta por los derechos de las mujeres en América Latina, en realidad está preguntando por los suyos propios. También Amnistía Internacional se hizo preguntas al respecto (informe de 2010). Y más cosas que estos jóvenes ya deben estar planteándose, por ejemplo, ¿qué hay de la palabra «democracia»? En los Emiratos no hay partidos políticos ni, obviamente, elecciones. Los asuntos políticos y económicos se resuelven en familia y todos los ministros y altos cargos del Estado son parientes. Si Abu Dhabi es el que manda es por la famosa «regla de oro» (el que tiene el oro impone las reglas) al ser el más rico, y porque de ahí era el gran patriarca de la independencia, Zayed bin Sultán Al Nahyan, papá del actual emir y tío o hermano de la mayoría de los miembros del gobierno de los otros emiratos.
Sin elecciones ni partidos políticos, basados en el linaje y la tradición religiosa y sostenidos por la enorme riqueza, hay que decir que los emiratíes de hoy tampoco se sienten oprimidos. No existen los impuestos, el extraordinario superávit hace que la renta petrolera modernice el país sin que nadie tenga que pagar nada. Es una zona de libre comercio, pero eso sí, todo lo decide el emir. Su fortuna personal se calcula en dieciocho mil millones de dólares, pues el dinero del país y el suyo propio se confunden, pero la gran cantidad de inversión hace que nadie se cuestione nada. Quiero decir: «por ahora», pues tras ver a los estudiantes intuyo que las nuevas generaciones querrán cambios.
Hay otro tema incómodo: los derechos de los inmigrantes. Los asiáticos, que son mayoría, vienen a trabajar en condiciones casi de esclavitud, en hacinamiento y con bajos salarios (aunque más altos que en sus países de origen). Además, como en todos los países de la región hay pena de muerte y la blasfemia se considera un delito, así que los que pertenecen a otras religiones deben andarse con cuidado y cerrar la boca.
Uno de ellos es Meleth Ganesán, de profesión taxista y residente en Abu Dhabi hace dos años. «El hinduismo es la segunda religión de los Emiratos por la cantidad de trabajadores de la India —me dice—, pero acá en Abu Dhabi no hay templos. Tenemos que ir a Dubai, allá hay cuatro, pero obviamente no alcanzan porque somos casi dos millones». Meleth y toda su comunidad se preparan para celebrar el Diwali, la conmemoración de la muerte del malvado Narakasura en manos de Krishna, según la tradición hinduista. «Mire cómo la mayoría de comercios ya tiene adornos de luces —me dice—, es porque son hindúes los que trabajan ahí». Los hijos de los inmigrantes nacidos en suelo emiratí no tienen derecho a la nacionalidad, y hay muchos jóvenes indios que nunca han estado en el país del que son nacionales, pues nacieron en Dubai o Abu Dhabi y no pueden pagarse un viaje a la India. Sólo existe el ius sanguinis (derecho de sangre). Sólo es emiratí el hijo de emiratíes.
VI
Como es un país tan joven, los Emiratos Árabes están aún hoy construyendo sus grandes monumentos. Lo que supuso la Catedral de Colonia en Alemania, que se acabó en el XIX después de siete siglos de trabajos (ciento sesenta metros de altura), las Pirámides de Egipto o la Gran Muralla china, podrían ser los equivalentes de algunas de las obras que se han concluido hace poco en Abu Dhabi o Dubai.
Es el caso de la Gran Mezquita de Abu Dhabi, una suerte de montaña de mármol blanco. Los alminares, las cúpulas, la plazoleta, las columnatas y corredores. Todo lo que es de color dorado es de oro. Nueve mil kilos de oro de veinticuatro quilates, lo que equivale a decir: de la pureza más alta que existe en la naturaleza. ¿Y todo esto para qué? Para fundir las puntas de las cúpulas, las medialunas que esplenden al sol señalando el cielo, pero también los capiteles de las columnas que imitan racimos de dátiles (algo maravillosamente kitsch). «Esta gente está haciendo historia», dice en español alguien, filmando con su teléfono. Pienso que la Historia, con mayúscula, la hacemos nosotros. La otra, la normal, ocurre de todas maneras. Observo los detalles de las flores engastadas sobre el mármol, como en el Taj Mahal. Un río de personas entra y sale.
Si hay algo que odio en los monumentos de cualquier parte del mundo son los guías, que nos derriban con su profusión de datos, y la verdad es que los de esta mezquita se dan un banquete: 57 cúpulas y una fachada de 90 000 metros cuadrados, para las cuales se usaron 220 000 metros cúbicos de piedra y 110 000 metros cúbicos de mármol blanco sivec o macedonio traído de Yugoslavia. En la sala central hay una alfombra iraní que mide 5 600 metros cuadrados y en la que trabajaron 1 300 tejedores. De lo alto cae la mayor lámpara de araña del mundo, hecha en Alemania, con 10 metros de diámetro y 15 de altura, confeccionada en oro, plata y cobre. Se calcula que 250 000 personas trabajaron durante 14 años en la construcción, muchos de los cuales, por cierto, en condiciones bastante al límite del derecho internacional del trabajo. Probablemente con un régimen parecido al que tuvieron los trabajadores de los faraones de Egipto. Para mi gusto, lo más rabiosamente kitsch y llamativo son los relojes en forma de flor con la hora de varias capitales, hechos de madreperla, mármol y nácar. La guía que explica y señala todo esto es una bella joven rusa y habla en francés. Me gusta su acento y la escucho.
El Palacio de los Emiratos, en Abu Dhabi, es otro de estos respetables disparates. Un alucinado hotel cuya construcción no costó sino tres mil millones de dólares y que hoy maneja la cadena internacional Kempinski. Obviamente ahorraré a los lectores su descripción, para no incurrir en el pecado acumulativo de los guías; sólo diré que al verlo brillar desde lo alto, más precisamente desde el bar Ray’s, parece un rubí gigante, como si un meteorito hubiera caído en ese lugar.
Por cierto que el bar Ray’s es uno de los sitios donde se puede beber alcohol en Abu Dhabi, en el piso 62 de la Torre Jumeirah y Etihad, pero sobre todo es lugar de encuentro de ejecutivos extranjeros con bellas y muy sonrientes señoritas eslavas, tailandesas y de otras latitudes. El dinero atrae todas las formas de la libre empresa. Las modalidades más antiguas del capitalismo están representadas y se ejercen en esta rica península.
VII
El viaje en carro hasta el emirato y la ciudad de Dubai se hace en apenas dos horas, cruzando el desierto, en el mismo automóvil elegante y cómodo de la llegada, aunque ya me voy acostumbrando al lujo. El músculo de la sorpresa también se entrena y, al llegar, una suite del Crowne Plaza, en la zona de Festival City, ya me va pareciendo lo normal.
La charla en la universidad es completamente diferente a la de Abu Dhabi. No es en un salón de clase sino en un pequeño auditorio y vienen las autoridades del departamento de literatura. Todos son estadounidenses. Para ellos, me dicen, venir a enseñar acá es una aventura que vale la pena por muchos motivos, uno de ellos el económico: ganan algo más de ocho mil dólares mensuales, no pagan impuestos y la universidad les da la casa. Pero no en residencias universitarias. Mi anfitrión, por ejemplo, lleva siete años viviendo nada menos que en los apartamentos de la cadena Intercontinental de hoteles. Tienen un pasaje al año de regreso a su país para toda la familia y tres meses de vacaciones. Muy atractivo. Todo esto a cambio de vivir en Dubai, que es realmente una ciudad más internacional y cosmopolita que Abu Dhabi. Y esto a causa de su quiebra, me dicen.
Los faraónicos proyectos inmobiliarios del emir Mohammed bin Rashid Al Maktoum, que además es primer ministro del país, llevaron al emirato a la bancarrota en 2010, y esto hizo que se buscara convertir la ciudad en destino turístico, por muchas vías. «Fue un descalabro con consecuencias positivas —me dice un profesor—, pues se le apostó, por ejemplo, a lo cultural y artístico: se abrieron galerías, se creó una feria de arte internacional». Todo esto suena muy bien. «Claro —me dice otro—, el único problema es que aquí hay censura en el arte y en la cultura en general, y eso es algo incómodo para todos los que vienen». Coincidimos en ese privilegio que otorga ser un país rico: la censura es sólo «incómoda». Muchas galerías europeas estarán dispuestas a dejar en París o Londres sus telas más arriesgadas con tal de hacer acá buenos negocios.
Entre los delirios arquitectónicos del emir, como el famoso hotel vela Burj Al Arab, de siete estrellas, el conjunto de islotes artificiales de World Islands o el Dubai Mall, está en primer lugar la Burj Khalifa (torre Califa), la más alta del mundo, con sus 828 metros. La veo del otro lado de un brazo de mar, desde mi hotel, y me impresiona su extraña forma: parece un rayo, y en efecto, con el sol que se hunde por detrás, la visión es apocalíptica.
Justo la imagen que me hago de Dubai: una ciudad de Blade Runner, ¿cuántos rascacielos tiene? Centenares, pero la torre Califa le saca al menos medio cuerpo al resto. Me dicen que en la parte más alta hay apartamentos pero que nadie quiere vivir ahí. En el piso 163, por ejemplo. A esas alturas ya prácticamente no hay vista, se ven sólo las nubes y existe el peligro de que un avión choque contra tu casa. Además, subir y bajar se complica, y esto a pesar de que tiene cincuenta y siete ascensores: casi mil metros de diferencia entre la puerta y la calle acaban con la presión arterial.
En el parque que está delante de la torre, junto a un lago y el centro comercial Dubai Mall, encuentro una escultura de Botero. Es un burro, y me parece el complemento perfecto para la espigada torre. Una silueta filiforme y algo histérica que sube hacia el cielo, señalando la modernidad y la victoria del capital, versus un burro de pueblo colombiano, la imagen de la tradición, tal vez de la pobreza que también los emiratíes conocieron, hace apenas medio siglo.
Al día siguiente viajo de vuelta. El conductor me recomienda hacer compras en el aeropuerto, pues es «el duty free más grande del mundo». Pero mi sorpresa ya se agotó, excepto por algo: delante mío, en la fila de abordaje, veo a un rico emiratí con tres mujeres y una criada filipina. A esta pobre no le dan los brazos para sostener las bolsas con las compras de las esposas, que hablan por celular incansablemente (probablemente con sus madres o hermanas). Y poco después, desde lo alto, veo alejarse ese extraño mundo sin estar muy seguro de haberlo comprendido. Algo que también me alegra.\\