Mexican B(order) movies en Tijuana
Federico Mastrogiovanni
Fotografía de Fabio Guttica
¿Las películas en Tijuana son apología de la violencia o cine de acción para compartir en familia?
Los dos tipos están de rodillas con la cara cubierta de sangre y las manos atadas en la espalda. Hay tres hombres parados atrás de ellos; llevan cuernos de chivo, pistolas, fusiles. Sus caras están cubiertas con pasamontañas y paliacates. Guardan silencio. De repente golpean a los dos tipos en la cabeza y las costillas. Frente a ellos está otro hombre más, con una cámara. Graba. Es un hombre de barba que hace preguntas: «¿Cuáles son sus nombres?, ¿con quién trabajan?, ¿quién los protege?, ¿a qué se dedican?». Los hombres de rodillas escupen sangre y contestan las preguntas. Resulta que pertenecen a un grupo criminal que opera en la zona. Se dedican a secuestrar, cobrar derecho de piso y matar gente.
Llega otro hombre armado desde la oscuridad. Levanta una pistola, apunta a la cabeza de uno de los dos tipos hincados, mirándolo a los ojos. Pasan unos segundos, luego su boca se abre para decir: «Pum, pum, pum». Silencio.
«¡Y aquí cortamos! Para mí es buena», grita el hombre de barba detrás de la cámara.
Son casi las dos de la mañana. Estamos en una bodega amplia de la periferia de Tijuana. El frío y la humedad de esta noche de febrero son intensos. La escena sucede en una isla de luz que también es una ínsula de calor. Más allá, todo es oscuro: las siluetas se confunden con los muebles, los juguetes, las cajas amontonadas junto a las paredes altas de la bodega.
Los dos tipos que estaban de rodillas caminan ahora en la bodega. Entran y salen de la isla de luz producida por lámparas Kino de 2 000 watts que descienden de las vigas en el techo. Tienen un guión en las manos. Una mujer pequeña, que trae una caja de maquillaje, se acerca a los hombres y saca una botellita de jarabe Aunt Jemima llena de líquido rojo oscuro. Lo escurre lentamente y con mucho cuidado sobre la cara, los brazos y la camisa de los hombres, mientras ellos repiten en voz baja lo que leen. La mujer les llena la boca con el líquido rojo, les arregla el peinado, la ropa.
Afuera llueve. En un punto, la lluvia arrecia y tamborilea en el techo de lámina de la bodega. Se acabaron ya los cinco minutos de descanso. El escenario se vuelve a animar. Yo soy el tipo de barba, detrás de la cámara, una Red One digital equipada con un set de lentes Carl Zeiss que llevan muchas décadas de trajín. Trato de abrigarme y protegerme con un suéter que resulta insuficiente para la temperatura de Tijuana y busco consuelo en un café del Oxxo.
Después de una semana de grabaciones, hoy es mi último día en el set de Comando X. Ésta es la última escena que voy a ver.
Hace algunos meses me invitaron a Tijuana a participar en la grabación de esta cinta. «Los hermanos López van a grabar una nueva película de acción, se va a llamar Comando X, estaría muy bueno si pudieras contar un poco de este mundo», me dijo Fabio, mi colega fotógrafo que trabaja en Tijuana. «No es como parece, no es como lo cuentan».
Lo que cuentan y lo que se sabe de este cine popular es que habla de narco, de balaceras, que exalta la criminalidad y la violencia o, como sentenció el vocero del presidente Felipe Calderón en ocasión de la prohibición de los narcocorridos en el estado de Sinaloa en mayo de 2011, «encumbra a los más perversos ejemplares de la violencia delincuencial, capaces de masacres inhumanas».
Tuve que esperar dos semanas porque la grabación estaba siempre a punto de empezar, pero los productores no lograban conseguir todo el dinero necesario. La fecha seguía postergándose. Un día finalmente recibí la llamada de mi colega: «Ya hay presupuesto. Empezamos mañana, a ver cuándo puedes llegar». Dos días después, un taco de marlin acompañó mi llegada a tierras tijuanenses. Estaba listo para asistir a la creación de una película que llegará a decenas de miles de personas, que estará llena de emociones, suspenso y diversión; quería ser parte, por un instante, del fabuloso y brillante mundo del videohome.
Lo primero que notas cuando trabajas en una película de bajo presupuesto es que las locaciones son gratis o deben salir muy baratas. Se trata de hacer de la necesidad una virtud: el chiste es encontrar un lugar que también pueda responder a las necesidades del guión, del director, de la historia.
Para filmar Comando X, llego a las ocho de la mañana a un pequeño parque de diversión acuático que parece abandonado. En realidad está en remodelación, me dicen. Es nuestra primera locación. Las albercas son profundas, pero están vacías. No es difícil imaginar decenas de niños jugando. Los toboganes abandonados parecen esqueletos de dinosaurio. Los trampolines son plataformas a un precipicio sin agua.
El ambiente entre los participantes de la película es muy relajado. Los actores no han llegado, pero acá están el director de fotografía y su ayudante, el técnico de sonido y Óscar, el mayor de los hermanos López. Después de años de trabajar junto con su hermano como actor para Baja Films, la empresa de su papá Delfino López, ambos se lanzaron al mundo del cine como productores, creando así Loz Brotherz Productions.
Édgar Luzanilla, el director de fotografía, está buscando el mejor rincón donde hacer las tomas. Me acerco a un hombre alto, con ropa camuflada, una gorra verde militar y una cadena de oro colgada al cuello, que tiene un dije en forma de cuerno de chivo, también de oro, imposible de ignorar.
—Impactante tu collar —le digo para empezar la conversación.
—Es de oro de verdad —me contesta con una sonrisa de orgullo— La gente me reconoce porque mis personajes siempre lo traen puesto. Ya me identifican como el del cuerno de oro.
David es un «veterano» del videohome, lleva más de cincuenta películas en cuatro años. Parece una cifra inventada, pero hay que considerar que Baja Films produce un promedio de doce videohomes por año. Casi siempre sale de mafioso y hoy está esperando para actuar en una escena en la que tienen que matar a un jefe de los malandros.
—¿Qué es lo que van a hacer?
—Es la escena final de la película, nosotros vamos a matar al malo a balazos.
—¿Y ustedes qué son?, ¿buenos?
—Pues, igual somos mafiosos, pero los otros son más cabrones.
En la vida real, David es el titular de una empresa de seguridad privada en Tijuana. La actuación es todavía un hobby, pero le gustaría que su experiencia en el cine tuviera más presencia en su vida.
En las largas esperas entre una toma y otra empiezo a convivir con los artistas que llegaron después y me doy cuenta de que en su mayoría viven en Estados Unidos, en diferentes condados de California. Jaime es un jardinero que viene de San Bernardino. Lleva algunos años actuando en las películas de Óscar. Como casi todos los actores que participan en estas películas, da una pequeña contribución monetaria a la producción. Se ofrecen unos cien dólares por un papel secundario y hasta mil para asegurarse un papel protagónico o semiprotagónico. Los actores profesionales no tienen que pagar, al contrario, reciben un sueldo. Pero con un presupuesto de cinco mil dólares, como en este caso, son pocas las ganancias para todos.
Jaime ha dejado a dos ayudantes como encargados de su negocio de landscaping, para actuar en Comando X. Todos sus amigos y familiares están orgullosos de verlo en la pantalla, con cara de sicario. Cada vez que aparece en un filme, de alguna forma su comunidad participa también en la película.
Estamos a punto de presenciar la muerte de varios malos. Uno de ellos es Richie, el asistente de producción. El escaso presupuesto obliga a que todos los que participan en la película deban ser «multifacéticos». Sonia, la maquillista, también se ocupa de la claqueta cuando Richie tiene que actuar. También actúa el técnico del sonido, Elías, que sueña ser cantante. Está tratando de actuar en algunos bares de Tijuana y ensaya para el papel de Poncio Pilato en el próximo vía crucis de Semana Santa en Tijuana. En escena aparecen también el mensajero del rodaje, Shorty, y el mismo director, Luis Álvarez, y casi todos los miembros del equipo de la filmación.
Richie ha sido acribillado. Cubierto de sangre, toma una pistola de plástico y se alista para grabar las tomas de la acción desde otros puntos de vista. Voltea a ver a Luis.
—Jefe, ¿hasta cuándo agonizo?
—Richie, agonizas hasta que yo te digo «¡mueres!», y ahí me expiras. ¡No antes! Mi vida, Sonia, píntale la punta de la pistola con el plumón negro que tienes, por favor, porque se le ve lo rojo, ¿sí? Listo. ¡Prevenidos!
—Corre el sonido.—Silencio… y… ¡acción!
La camioneta de Luis está llena de paquetes de comida y de ropa manchada de sangre falsa, hecha artesanalmente con colorante y miel, para que sea comestible. Hoy la grabación se tuvo que suspender. Estamos en el quinto día de grabación, el segundo para mí, y ya se acabó el presupuesto. No hay para pagar la semana, y Óscar fue a buscar alguna solución para seguir con la película. Todos habían llegado a la cita, en una calle del centro de Tijuana, para grabar una escena en exteriores frente a una pequeña clínica privada.
Luis fuma sentado en su camioneta, esperando que llegue Óscar, que además tiene que actuar en esa escena. Luis también es guionista de esta película. Antes fue ingeniero de sonido y técnico de efectos especiales.
«Sé que muchos llaman nuestras películas narcofilms, pero a mí me gusta más la definición de cine de compadres. Porque esto hacemos en la realidad. Para empezar, porque no tenemos nada que ver con los grupos criminales. Nosotros tomamos los corridos más populares, los que pegan más, y volvemos a escribir la historia, para sacar un filme. Claro, los temas son las balaceras, las peleas entre bandas o policías, explosiones y matanzas, pero ¿cuál es la diferencia con las películas de acción de Hollywood? Según yo, es que ellos tienen un gran presupuesto y que hablan en inglés. Sabemos que nuestro público está principalmente en Estados Unidos, y que ve nuestras películas en casa, con la familia, porque le da nostalgia. Quiere ver historias que hablen de lugares conocidos, que son familiares, habladas en español, que hagan ver los valores y los defectos de los mexicanos».
La mirada de Luis se mueve continuamente. Tiene urgencia de pagar al personal. Si no termina la grabación, éstos serán tiempo y dinero perdidos. Óscar todavía no llega y no contesta el teléfono.
«Digo cine de compadres porque muchas de las historias que contamos son las que se platican entre compadres: de la realidad que estamos viviendo en México en los últimos años, sobre todo aquí en el norte. Nos habla de esto, de violencia, de criminales, de enfrentamientos armados, son los temas que manejan todos, empezando por los noticieros. Entonces, más que narcofilms se podría hablar de cine de acción, pero con un bajo presupuesto. Muy bajo, pues».
Fabián es de la misma opinión. Es el más joven de los hermanos López. Mientras espera a Óscar, pasa el tiempo con el resto del grupo. Es como si estuviera en medio de una familia grande y no en una producción cinematográfica.
«Lo que pasa es que no tenemos un gran presupuesto —dice—. De hecho, a veces no tenemos presupuesto. Pero nuestro trabajo le gusta a la gente. Llega a las casas de miles de personas que aprecian nuestro esfuerzo. ¿Cuál es la diferencia con las películas de acción gringas? Piénsalo bien. ¿Las historias? ¡Pero son lo mismo! Hay el bueno y el malo, hay un chingo de balaceras, de persecuciones de coches, explosiones y luego el bueno que gana y el malo que pierde. ¿A poco no?».
Óscar llega con una media sonrisa en la cara cansada. Las ojeras son testimonio del cansancio de noches pasadas en el set o revisando el material en su estudio. Un pequeño grupo de personas lo rodea. Una muchacha le pide, emocionada, tomarse una foto. Su novio saca el celular y registra el dichoso momento en que ella abraza a su ídolo. Óscar posa pacientemente, acostumbrado a la notoriedad. A sus veintiséis años ha participado en decenas de películas, casi siempre como protagonista, junto a su hermano Fabián, pero ahora el papel de productor conlleva responsabilidades que antes no tenía.
Lleva poco tiempo en la producción, aunque sea la actividad de la familia desde siempre, pero ya piensa en su primera película como director. «Es un proyecto diferente —me explicó Óscar unos días antes, mientras manejaba hacia el parque acuático. Estaba emocionado—, es como un hijo, la película se llama De cara a la muerte, inspirada en una famosa canción de Gerardo Ortiz. Vamos a tratar de hacerla diferente, un poco más atrevida, y vamos a tener más cuidado en las tomas. Todo lo que he aprendido en estos años en el cine voy a poderlo usar en esta experiencia». Y se enorgullecía cuando subrayaba la impresión de estar en una gran familia un poco rara, más que en una producción de cine. «Soy el único que ha creado un equipo en el que todos nos sentimos como familia. Aquí el producto es de todos, no de la producción. Nadie se siente fuera de la película. Es un reflejo de lo que somos nosotros. Ese enamoramiento que tengo yo hacia mi cine es el que nos mantiene juntos».
Sus colegas y compañeros de trabajo hablan de él como de una persona sencilla, positiva, sobre todo apasionada. Édgar Luzanilla, camarógrafo, director de fotografía con muchos años de experiencia en películas mexicanas y en grandes producciones de Hollywood como Babel, en la que participó como asistente, está impresionado por la pasión desbordada de Óscar. «Es un joven lleno de sueños, que sabe lo que quiere y se entrega totalmente a su trabajo. Cada vez que hablamos de su película se le iluminan los ojos. Es su primer proyecto, está muy clavado. En esos momentos que buscamos cada encuadre, y toda la onda, y se crea esa empatía para lograr las escenas que él necesita y te trasmite su pasión, su fuerza».
Cuando Óscar habla de su película se siente la emoción, el entusiasmo. «Dirigir mi primera película es exaltante —dice Óscar—. Cuando alguien más dirige, el poder creativo es de otra persona, no es tuyo. Pero aquí es diferente. Muchos pensaron que por ser novato no iba a poder y aquí estoy. De cara a la muerte es diferente de las otras, hay una sola balacera que dura cuarenta minutos. Grandísima. Y la idea es que cuando tú estás en una balacera, para el que la vive, es como estar en la Segunda Guerra Mundial. Y el protagonista es esto lo que vive. Es el clímax de su vida, siendo él objetivo de tanta violencia y el que va a morir al final. Lo que queremos transmitir es decirle a la gente: ‘¿Sabes qué…? Una balacera es un lugar donde no quieres estar'».
Tercer día en el set: las grabaciones hoy empezaron más tarde de lo previsto, debido a un problema para encontrar la locación. Por esto hay que quedarse hasta la noche, en lugares diferentes. Todos se ven cansados, pero el clima es alegre y relajado. La escena que ahora se filma tiene lugar en el estacionamiento de una casa. Son las diez de la noche. Un Mercedes-Benz gris llega haciendo chirriar los neumáticos. Salen dos hombres, uno es Luis, herido en una pierna; atrás llega Óscar cargando a Jaime, atado de manos. Están ensayando antes de grabar, pero falta un actor, cuyo papel de guarura es necesario en la escena. Luis parece preocupado. Es tarde, todos quieren ir a descansar.
Se me acerca rápidamente, celular en la mano.
—Oye, güero —me dice—, el actor que tenía que llegar me acaba de hablar, se fue a recoger a su hija a una fiesta y no va a poder llegar. ¿Quieres salir en la película? Es un papel sencillo, ¿te animas?
Bueno, mi papel consiste en decir cinco palabras, pensé. No voy a disparar ni a hacer volar un coche. Me emociona mucho la idea.
—Claro, Luis, no hay problema. Nomás dime qué tengo que hacer.
Me pongo una chamarra negra, aprendo mi papel, me paro junto al jefe, pero me empieza a dar dolor de estómago: es la gastritis. A lo mejor mi decisión fue un poco apresurada. No sé ni de lejos cómo se está frente a una cámara. Siento que me muevo de forma antinatural y torpe. La lengua se me seca y me veo desde afuera como un idiota. Lo único en lo que puedo pensar es que se me ve que no lo hago bien. ¡Todos se van a dar cuenta!
¿Cómo hacen los demás? Se ven muy tranquilos, relajados, aunque no sean actores. Mis compañeros son el dueño de una tienda de regalos, un jardinero, un empleado. Yo ni siquiera me puedo parar bien.
Después de un par de pruebas, Luis, que está en la escena y debe interactuar conmigo, decide iniciar a grabar. Se me va la sangre a los ojos. ¡Voy a ser el guarura de un narco en una película de acción!
Mi escena dura pocos minutos. La adrenalina adormece la gastritis, pero vuelve una vez que termina todo. Édgar se muere de risa por mi interpretación. Me siento avergonzado, luego todos empiezan a burlarse de mí. Y no puedo hacer otra cosa que reconocer lo siguiente: soy uno de los peores actores que hayan pisado el suelo tijuanense desde hace décadas.
Antes de irnos a dormir, pasada la medianoche, Luis se acerca con un cigarrillo prendido en la mano. Espero que me diga que por mi culpa van a tener que volver a hacer la película. En cambio, propone: «Oye, el miércoles tienes que morir. Es fácil, en una balacera te van a matar rápido. Procura no irte, por favor».
«No te preocupes, Luis, mi vuelo sale hasta el viernes. Voy a morir sin duda antes de regresarme a México», le digo.
Hoy es lunes.
El martes no se trabaja. Me parece una buena ocasión para cruzar la frontera e ir a ver dónde se venden estas B movies. Aunque se pueden conseguir en el Walmart, el principal centro de distribución de las películas de los hermanos López es el downtown de Los Ángeles. En Los Angeles Street, entre la cuarta y la quinta calle hay una tienda de videos. Es una de las muchas en esta zona de la ciudad californiana en la que el español (de México) es el idioma oficial. Llego ahí a la hora del almuerzo y, obviamente, el gerente está comiendo. Tengo que dar vueltas porque es justo ésta la tienda la que estoy buscando. De regreso de su receso —y de mi rápida visita a un súper japonés que queda a pocas cuadras—, el empleado me saluda cordial. Aquí, las decenas de películas que han salido en los últimos años están a la vista. Al fondo, una pared está totalmente ocupada por películas con argumento religioso. A un lado de esa pared, una cortina transparente conduce al mundo pecaminoso del cine porno.
Hoy están dos personas solas y una familia: el padre, la madre y los dos hijos de entre cuatro y seis años. El padre pregunta al empleado por las novedades de la semana.
—¿Y qué hay de nuevo de narco?
—Ha salido El principio del infierno y El homicida.
—Dame una y una, porfa.
Las junta a las otras siete de cine mexicano que ya había escogido anteriomente.
Dos de Cantinflas, tres del Santo y Blue Demon y dos de la colección del Chapulín Colorado.
—¿Estás al tanto de todos los nuevos títulos que salen? —le pregunto, mientras sus hijos intentan desmontar un exhibidor de películas de guerra.
—Sí, nos encanta el cine mexicano. Ver películas es una de las cosas que más nos gusta en familia.
—¿Y las ven todos juntos?
—¡Claro! Es cine de acción. A los niños les encantan.
El empleado es un chilango que lleva más de veinte años en Los Ángeles. Cuando le pregunto qué cree él que busca la gente que compra las «películas de narco», contesta sin vacilación.
«La gente busca la acción y busca identificarse. Muchos de los que viven aquí en Estados Unidos no se integran, ni siquiera después de décadas. Mírame a mí, vengo de Observatorio, de chavito me llevaba con los Panchitos, las bandas del DF, llevo media vida aquí y casi lloro cuando alguien me habla de mi barrio. Un mexicano en Estados Unidos quiere ver películas que le hablen de su tierra, acción, balaceras, coches quemados, todo lo que ve un gringo, pero que hable de él, o de lugares conocidos y en su propio idioma. ¿Cuántos mexicanos crees que van al cine aquí a ver películas de acción en inglés? Muy pocos. La mayoría compra videohomes. Estas películas hablan de cosas simples pero que pegan, es el cine popular que siempre ha existido. De hecho, no entiendo todo el escándalo de estos años, porque siempre he vendido películas así. Es más, si te fijas, lo que siempre se vende, a pesar de la crisis, son películas de acción, las de tema religioso y el porno. Si produces cualquiera de estos tres géneros nunca vas a fallar».
«Lo que están tratando de hacer los hermanos López es dar un cambio a este género, en el que ya se repiten las mismas características siempre». La de Édgar Luzanilla es una mirada técnica, de alguien que ama el cine y trabaja en él desde hace mucho tiempo. Estamos en la bodega, a punto de grabar la escena de la ejecución. Faltan pocas tomas para terminar. El café ya está frío y se está acabando.
«Quieren cambiar un poco las cosas, no quiero decir innovar, pero mostrar algo diferente. Muchas veces los productores se sientan en un estilo y no se atreven a cambiar cierto lenguaje que les funciona. Tú tienes tus ideas, tu gusto, te has educado con el cine, quieres ponerle algo diferente, pero llegan y te dicen: ‘Édgar… la toma está muy oscurita, quiero ver las caras’, y pues eso es una cosa que recuerda mucho el lenguaje de las telenovelas, y es lo que el público entiende con más facilidad. Si tú le hablas a un público que no entiende la cinematografía como un arte, sino simplemente quiere ver ‘planitas’ las secuencias, no perder algún detalle, que se le vean las caritas bien iluminadas, es difícil cambiar algo. Y uno como es un rebelde apasionado de la cámara, pues intenta recrear los settings en iluminación, contrastes, encuadres de sus películas favoritas, y trata de darle uno su propia firma. Si no, pues saldrá un producto telenovelesco en vez de que sea todo un arte, y arte es la representación de nuestro espíritu, la manifestación de nuestro espíritu».
Esta producción ha introducido un poco de ironía en la construcción de los personajes; también ha metido situaciones paradójicas, que le quitan seriedad a las historias. Es lo que reivindica el director de Comando X, Luis Álvarez.
«No estamos haciendo ninguna revolución, pero nos gusta la idea de ir poco a poco humanizando estas historias. Juegos de palabras, malentendidos, o crear un personaje como en el caso de El principio del infierno, que es el asistente de un jefe y es gay, y su jefe lo defiende frente al machismo de los demás. Es una forma de leer la violencia con una mirada un poco más sarcástica, más divertida, un poco al estilo de El infierno o Salvando al soldado Pérez, por ejemplo. Y el público parece apreciarlo».
Es jueves en la noche. Ayer se grabó en un estacionamiento frente a un bar de teiboleras. Puros exteriores. Mañana sale mi avión y todavía no me han matado. Y no me van a matar. No sé pudo grabar la escena porque había otras partes importantes agendadas. No sé cómo van a resolver el asunto. Me queda el sentimiento de que algo se ha quedado a medias. Me siento responsable de una incoherencia que evidentemente nadie va a notar. Ese guarura sólo no se va a morir. Me consuela pensar que lograré la inmortalidad de mi personaje, no por la excelencia de mi actuación, sino por razones de presupuesto.
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