Historias de lavanderas
Desde muy temprano, las mujeres de Bomba, Magdalena, un pueblo colombiano que está rodeado por la ciénaga de Zapayán, se van a lavar con una ponchera llena de ropa en la cabeza, una tradición de más 100 años que se alimenta de anécdotas.
Quiero comenzar con un relato que plasmó Eduardo Galeano en El libro de los abrazos, porque me pasó lo que a Diego cuando vio la mar:
“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
—¡Ayúdame a mirar!”
Yo también dije “¡ayúdame a mirar!” cuando vi la ciénaga de Zapayán, aunque no se lo dije a mi padre, se lo grité al Magdalena.
Desde muy temprano, las mujeres de Bomba, Magdalena, un pueblo colombiano de más o menos 1.000 habitantes que está rodeado por la ciénaga de Zapayán, se van a lavar con una ponchera llena de ropa en la cabeza que sostienen con magistral equilibrio.
Cuando llegan a la orilla no comprueban si el agua está fría: se quitan las chancletas, sumergen los pies sin pensarlo dos veces, se dirigen hasta unas piedras planas que están sobre horquetas y ahí descargan las poncheras. Cada mujer tiene la obligación de cuidar la piedra que le corresponde y de cederles un espacio a las que van llegando.
Antes de mojar la ropa, presionan con los manducos las barras de jabón Oro hasta convertirlas en capas delgadas y conformar un ovillo para enjabonarla como se debe.
“A mí me gusta que el jabón ruede por los trapos, eso sí es lavar con sabrosura”, dice Iris Fontalvo, una lavandera robusta y carismática, de 37 años.
Para suscitar la cháchara, como es costumbre, hay una lavandera que pregunta si ya tomaron café. Algunas lo toman antes de lavar y otras prefieren hacerlo al terminar la jornada, pero no falla; quizá, es por eso que lo relacionan con lo sagrado:
—Mujeres, ¿ya tomaron café?
—Todavía no hemos visto a Dios —responden en coro las que no han consumido.
Confluyen el cantar de los gallos y el sonido de los “manducazos”, se encuentra el sol con el olor a jabón, y las historias de las entrañas del hogar pasan a ser jocosas y alentadoras charlas que, con el tiempo, van de boca en boca:
—Volveré a ponerme ropa de color. Vestí de negro más de dos años por la muerte de mamá —dice una lavandera.
—Ya está bueno, hace rato que no goza —responde una lavandera al tiempo que enjuaga una blusa de rayas.
—Esa ropa yo no me la estrené en las fiestas de diciembre ni en las fiestas patronales. Para qué estrenar si tenía el corazón triste. Los pies no me daban ni pa’ bailar, pero ahora sí.
—Goce la vida que no se sabe cuándo nos llame el cementerio.
Son como el periódico del pueblo, siempre le conceden un lugar al mañana:
—Ayer se casó Juana.
—¿Cómo va a ser?
—Sí. Juana fue con sus amigas al baile. Yo las vi pasar en la noche: eran cuatro las que iban, pero en la madrugada pasaron tres. Las cuentas estaban malas, faltaba Juana.
— ¿Se casó con un forastero o con uno del pueblo?
— Por ahí se dice que fue con uno del pueblo.
—Mañana ya sabremos.
Hay instantes en que las anécdotas reposan y un mutismo las invade, y es cuando darle “manducazos” a la ropa resulta para las lavanderas una especie de terapia si recuerdan una voz, pensamiento o canción que las atormente o incomode. Cada prenda de vestir que “manduquean” —apalean— simboliza lo que se olvida por un rato o lo que se quiere dejar atrás por un tiempo indefinido. El manduco —pieza de madera—, además de ser clave para despercudir las vestiduras, viene siendo como un mantra.
“Cuando me quedo en silencio es porque se me viene a la mente hacerles el desayuno a los niños que se van para el colegio y dejar la casa ordenada para irme luego al colegio a vender agua”, comenta Iris.
“Pienso en conseguir el pescado y el arroz”, manifiesta Melva Medina, mujer de 54 años que tiene los brazos tonificados por la fuerza con que emplea el manduco.
Las lavanderas detienen la faena por un rato al divisar que los pescadores se acercan a la orilla para preguntarles si la pesca estuvo buena o mala. Rodean a un pescador veterano al que llaman ‘Juve’ y le lanzan una pregunta:
—Ajá, ¿cómo le fue hoy?
—Vine contento.
Aunque, cuando la jornada estuvo pésima, los pescadores responden a dicha pregunta con dos palabras: “trajimos cansancio”.
La ciénaga de Zapayán es un punto de encuentro para ponerse al día, un escenario construido donde se mira y narra el diario vivir y confluyen todos en paz: los que van a buscar agua para llevarla a casa, los niños que juegan, las garzas vigilantes que se posan en la punta de las canoas, los valerosos pescadores y las lavanderas pujantes.
Día tras días, ante la falta de un sistema de acueducto, hacen de este arduo oficio una tradición de más de 100 años que se alimenta de las historias paridas por la cotidianidad.
Mientras se acomoda su ponchera llena de ropa limpia sobre la cabeza, ya lista para irse a casa, Iris Fontalvo alza su voz y suelta una frase: “Ni si me regalan una lavadora dejaré de venir a la ciénaga”.
Nos es lavar por lavar, es también contarse historias en el agua, historias que no se borran del cuerpo ni de la memoria colectiva.
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