El plan era así: mi hermano, mi cuñada y mis sobrinas llegarían en mayo. Los llevaría a León y a Granada. Subiríamos al volcán Cerro Negro, nos deslizaríamos en sus laderas cenizas. Nadaríamos en las siempre tibias aguas de la laguna de Apoyo. En Granada, pasearíamos en una lancha por el lago Cocibolca, en medio de las isletas que se formaron hace siglos tras una erupción del Mombacho. Caminaríamos por las callecitas empedradas de la ciudad. Luego iríamos a León, almorzaríamos en un antiguo monasterio convertido en hotel. En el centro del hotel, un tupido jardín con una fuente de piedra en la mitad. A una cuadra de ahí, visitaríamos la colección de arte moderno de la Fundación Ortiz Gurdián. También iríamos a la casa donde vivió Rubén Darío, ahora un museo donde se puede ver su uniforme de diplomático, algunos manuscritos, varias fotografías.
Subiríamos. Deslizaríamos. Nadaríamos. Pasearíamos. Caminaríamos. Iríamos. Visitaríamos.
Serían días bajo la sombra del Masaya, el Momotombo, el Mombacho, el Telica y el Cerro Negro.
El plan era así.
El hotel El Convento, de León, cerró sin dar pistas sobre cuándo volvería a abrir. Igual la Fundación Ortiz Gurdián, con sus cuadros, sus esculturas y las nuevas salas de exposición, que recién estaban siendo descubiertas por los visitantes. Nekupe, uno de los resorts más caros del país, despidió a sus empleados y anunció el fin de sus operaciones. Entre abril y junio llegaron menos de 80 mil extranjeros a Nicaragua. Entre abril y junio del año anterior se recibieron más de 160 mil. Muchos de los turistas de aquellos meses no habían leído las noticias o les habían restado importancia. Después de todo, Nicaragua era el país “más seguro de Centroamérica”. Pronto, los consulados en Managua empezaron a recibir a ciudadanos con planes frustrados: la pareja de europeos que venía de luna de miel y no conseguía llegar a la pequeña ciudad donde habían planificado pasarla, el grupo de amigos surfistas que fue despojado de todas sus pertenencias en el camino de regreso a Managua, los turistas que llegaban a un país en conflicto y se sentían estafados… En julio llegaron muchos menos. España, Brasil, Perú, Francia y Alemania elevaron sus niveles de alerta y recomendaban a sus ciudadanos cancelar sus planes de visita.
Otros lugares que había visitado en Nicaragua pronto cerraron las puertas. Aquel hotel de Matagalpa, el Selva Negra, donde pasamos una Navidad muy fría y feliz, ya no funcionaba. Igual en el que nos quedamos un par de noches en Granada, sólo por el gusto de amanecer en una ciudad distinta a 40 minutos de casa. En julio, una tercera parte de los 2 500 restaurantes que estaban registrados en la Cámara Nacional de Turismo (Canatur), no había vuelto a abrir. Más de 70 mil trabajadores del sector turístico quedaron desempleados. Era más de la mitad de la gente que tendía camas, cortaba fruta para el desayuno, servía mesas, guiaba a los turistas por los paseos y recibía con una sonrisa a los viajeros. La misma cámara decía que el 80% de los hoteles pequeños del país había cerrado. En Managua, vi restaurantes que abrían durante una semana y cerraban durante dos, en una intermitencia que anunciaban por las redes sociales. Otros, también en las redes, rogaban a sus clientes por una visita para seguir operando un día más.
Con el paso de las semanas empecé a perder noción de lo que ocurría. Era demasiada tristeza. Era difícil seguir el hilo de cuántos muertos, cuántos heridos, cuántos. En un extremo, el 18 de abril, hacia adelante un panorama cada vez más sombrío, más macabro. Lo que en su día había sido tremendo —la muerte de Álvaro Conrado, un niño de 15 años que había llevado agua a las barricadas— terminó palideciendo frente al horror que vendría: chicos de 14, niños de 12 asesinados de rodillas en la calle. En la marcha del día de las Madres, decenas vieron a sus hijos caer muertos al piso después de que los francotiradores instalados en el estadio de béisbol apuntaran a sus cabezas. Luego seis miembros de una familia, entre ellos dos bebés, murieron quemados en un incendio causado por paramilitares. La familia Pavón —Oscar, Maritza, Alfredo, Mercedes, Daryeli y Mathías—, que tenía la única casa de dos pisos de una zona popular, impidió que un francotirador subiera a su tejado para apuntar a los manifestantes que pasarían por ahí y por eso prendieron fuego a su casa, con ellos dentro. Un bebé murió el día del Padre, por la bala disparada por un paramilitar. La escuela había suspendido clases dos meses antes del tiempo programado y los niños volverían a su nuevo año escolar en agosto. Encerrada en casa, cada mañana salía de la cama para revisar la etiqueta #SOSNicaragua en Twitter.
Pensaba mucho en Masaya. En la ciudad y en el volcán. Pensaba en esas calles desordenadas, el lugar donde nacieron dos amigas mías, donde vivían los abuelos de una amiga de mi hijo, la ciudad de las flores, de los bordados y de las artesanías. Pensaba en el volcán, en ese peligro con el que los masayas conviven con tranquilidad.
El fraile Francisco de Bobadilla creía que en el Masaya estaba la boca del infierno. Me contaron esta anécdota en el pequeño museo que está en la subida al cráter. Al principio me hizo gracia la descripción. Yo, que hace tiempo dejé de creer en cielos e infiernos figurados, había terminado viviendo cerca de la puerta del averno. Cuando subí al cráter vi una cruz: una réplica de la que Bobadilla colocó ahí al intentar exorcizar al volcán de los demonios que creía que lo habitaban. Las crónicas de la época, en la biblioteca virtual Enrique Bolaños, pintan un cuadro de horrores.
Esos hombres —que habían cruzado un mar rezando para no hallar monstruos marinos, que iban detrás de El Dorado— escalaron esta montaña negra y miraron lo que yo veía: un lago de lava. Ese reverberar de líquido caliente. En Quito, en la iglesia de La Compañía, los jesuitas colocaron un cuadro que representa al infierno y habita las pesadillas de miles de niños quiteños. Al ver el interior del volcán a las cinco de la tarde, cuando una bandada de chocoyos bulliciosos llegaba para dormir en las cuevas del interior del cráter, pensé en que la paleta de colores del cuadro de La Compañía es la del interior del Masaya.
Cuando el Masaya lanzó sus piedras al aire —rocas calientes saltando hacia afuera del cráter como palomitas de maíz en una olla destapada— en 2001, la Defensa Civil cerró el acceso al volcán durante una semana, mientras los vulcanólogos del Instituto Nicaragüense de Estudios Territoriales (Ineter) vigilaban su comportamiento. Luego el volcán volvió a estar listo para recibir visitas.
Subir al volcán es un trámite: hay que hacer fila en la carretera, esperar a que se abran las puertas del Parque Nacional Masaya y conseguir un permiso para subir. Todo en grupos y siempre acompañados por un guardaparques que hace correr un cronómetro apenas bajan del auto y se asoman al cráter. Los turistas no pueden quedarse más de cinco minutos, por la emisión de gases. Luego, abandonan el borde de la Boca del Infierno, llenos de recuerdos y con un montón de fotos del día que vieron un río de lava.
Un cronómetro que permite cinco minutos de exposición a los gases. Un parque que hace una breve pausa de siete días debido a una tormenta de rocas calientes. Cada día al Masaya llegaban casi 400 peregrinos para asomarse al cráter vivo. Mientras en la vecina Costa Rica la erupción del Poas en abril de 2017 desencadenó una tragedia económica —por seguridad se cerró durante meses el paso a los 400 mil turistas que dan trabajo a la región cada año—, en Nicaragua a los volcanes activos se los trata como animales hermosos y salvajes. Uno se aleja un poco para mirarlos, pero no los pierde de vista.
Entre los conquistadores españoles que llegaron a Nicaragua hubo, eso sí, imaginaciones más felices —y codiciosas— que la de Bobadilla. En 1538 el fraile dominico Blas del Castillo pensó que aquel lago naranja y burbujeante quizá no era el infierno: podía ser oro derretido. El Dorado líquido en una cueva. El fraile bajó al cráter, atado a cuerdas que sostenían decenas de indígenas, sólo para descubrir que no había riquezas en aquel río hirviente y agitado.
Más de 400 años después del fraile español, el explorador estadounidense Sam Cossman descendió al cráter del Masaya enfundado en un traje plateado y armado con cámaras y un montón de sensores. El año que nos mudamos, en 2017, Cossman presentó una página web que permite “bajar” por el cráter del Masaya —verlo y escucharlo, enterarse de la temperatura, presión, emisión de gases y humedad a cada metro del descenso— desde cualquier parte del planeta, siempre que haya una buena conexión a internet.
Un año después de que la página de Cossman estuviera en línea, la ciudad de Masaya comenzó a vivir un infierno distinto. Monimbó, el barrio indígena famoso por haber resistido a un bombardeo en tiempos de Somoza, el barrio donde cada año el sandinismo oficial celebraba el “repliegue táctico” a Masaya —recuerdo de cuando los guerrilleros salieron hacia allá por trochas desde Managua en 1979, para evitar el ataque de la Guardia Nacional del dictador de los setenta—, el barrio que parecía incondicional a Daniel Ortega, ese Monimbó, se levantó contra el gobierno. Utilizaron los adoquines de las calles para edificar barricadas, cavaron zanjas en los cruces de entrada al barrio, fabricaron bombas caseras, construyeron los morteros más grandes posibles.
Monimbó, hasta ese momento, era para mí el barrio de la Virgen del dedito quemado. Sabía de su resistencia en tiempos de Somoza, pero lo que me interesaba era ver aquella imagen. Juanita Bermúdez —la curadora de arte que se enamoró del volcán siendo niña— me contó que, algunos años antes, un párroco recién llegado había mandado a restaurar la imagen de la Virgen y que cuando regresó, con el dedo perfecto, los monimboseños casi lo linchan. “Esa gente es brava. No hay gente tan valiente en este país como la gente de Monimbó”, me había advertido Juanita, nacida en Masaya.
Juanita lo decía por dos cosas. Por la resistencia en los setenta y porque cuenta la leyenda que los antepasados de la gente del barrio se llevaron la imagen de la virgen el 16 de marzo de 1772 al cráter del volcán. En el barrio me contaron que la lava iba a destruir Masaya y Nindirí. Que pusieron a la virgen al frente y la lava le quemó el dedo. Y ahí se acabó la furia del volcán. En marzo, cada año, los feligreses de la iglesia Santa María Magdalena de Masaya sacan a la Virgen de la Asunción de Monimbó para conmemorar ese milagro. Yo pensaba en Monimbó con angustia cada día. Aun cuando parte de Masaya cayó, Monimbó resistía. En julio, a Monimbó entraron 5 500 hombres armados con ametralladoras y lanzacohetes, vestidos con camisetas azules, acompañados de maquinaria pesada. Derrumbaron los tranques, arrasaron con los adoquines y se quedaron amedrentando a los vecinos y cazando a todo aquel que hubiera sido visto apoyando un tranque. Cientos de personas de Monimbó escaparon. Muchos desaparecieron.
Una amiga de Masaya me compartía su angustia por teléfono. No tenía idea de dónde estaban los amigos con los que creció jugando en la calle. Ni el hijo del señor al que toda la vida le compraron hamacas. Me pregunté cómo me sentiría yo si fueran mis amigos y vecinos de la infancia y lloré por y con mi amiga. Pensé en la alegre León, la ciudad de las “griterías”, donde también festejan a la virgen por detener erupciones volcánicas; otra ciudad del turismo de volcanes. Desde ahí se sale hacia los hervideros de San Jacinto, ese lugar donde varios niños de la zona te llevan de la mano entre huecos llenos de lodo hirviente. Desde León también se va hacia el Telica, el volcán donde muchos turistas van a acampar durante la noche después de caminar hacia la cumbre por un poco menos de cuatro horas. Acampar junto al volcán, mirar la lava resplandecer en la noche, sentir el olor de azufre… O, quizá, surfear sobre la arena volcánica del Cerro Negro, como cada día hacían los turistas en las laderas del volcán más joven de Centroamérica: tabla de madera, traje, guantes, gafas para protegerse de la arena. Quería ver la cara de mis sobrinas al subir al volcán. Quería ver la cara de mi hermano: no le había contado lo que se hacía en el Cerro Negro, quería desafiarlo a que se lanzara.
De León me llegaron noticias en junio: uno de mis primeros amigos en Nicaragua, un fotógrafo español y su esposa, estaban haciendo maletas para irse del país. Era el lugar que habían escogido para criar a sus dos hijos. Pero trabajaban en turismo y los turistas —que en 2017 habían dejado 700 millones de dólares en Nicaragua— ya no se encontraban por ningún lado. Ellos querían salir por tierra hasta Costa Rica. Pero la ciudad estaba paralizada. Los barrios habían levantado barricadas para defenderse. El carro de mis amigos no podía salir. Al final, un día encontraron un taxi que los llevó por caminos desconocidos hasta llegar a Managua. Y ahí tomaron el avión. Ellos, sus niños y su perra.
Yo me quedé varada en Managua con una lista de tres volcanes pendientes.
El plan no era así.