Frank O’Hara hizo de su poesía una autobiografía y una transcripción de la ciudad que lo vio nacer.
Frank O´Hara (1926-1966) vivió en Nueva York durante quince años, de 1951 hasta su muerte en 1966 por un accidente automovilístico. En ese tiempo escribió cientos de poemas, varios por día, tecleados a gran velocidad en una Royal portátil. Él era pianista, tocaba a Rachmaninov, y con la misma cadencia, con ritmo frenético y desbordado, hacía poesía.
Creció en Grafton, un poblado rural de clase media instalado en las costas de New England, Massachusetts. De esos años solo hay un par de fotografías; él, vestido de marinero, sentado en el porche de su casa, a lado de sus padres. Sin embargo, ese paraje provincial –la iglesia, los perros, la carpa de cine itinerante– se diluyó sin resistencia con el paso del tiempo y en su lugar vino Harvard, la marina, la universidad de Ann Arbor y finalmente Nueva York, la ciudad a la que llegó tarde, pero que haría suya a través de su poesía con un escrutinio visceral.
O´Hara, quien había pasado toda su vida lejos de las grandes ciudades, llegó a Manhattan en el verano de 1951. Ahí lo recibió Hal Fondren, el pintor Jane Freilicher y John Ashbery, con quien se sumó a la Escuela de Nueva York, un grupo artístico unido por el gen de la espontaneidad y congregado en torno a la figura arquetípica de la gran urbe. Sin embargo, serían dos pintores, Jackson Pollock y Willem de Kooning, frenéticos, glamorosos y brillantes, quienes le dieron a O’Hara la entrada al corazón artístico de Nueva York. Era la época en que las artes en sincronía demandaban una comunidad. El jazz era como la pintura, la pintura como la danza, la danza como la poesía, la poesía como la ciudad.
Rodeado por la escena artística neoyorquina, O’Hara trabajó como vendedor de entradas en el Museo de Arte Moderno (MoMA) donde después fue asistente curatorial. Tuvo un puesto como profesor en The New School, un espacio de escritura critica en Artnews y un quarterly en el que escribiría sobre escultura y pintura; sobre Motherwell y Nakian. «Estos escenarios diarios a veces se tornaban burocráticos y repetitivos, sin embargo era una disciplina y una cotidianidad que él seguramente necesitaba”, escribe su entonces pareja Joe LeSeur en Digresiones a los poemas de Frank O´Hara. El museo, la universidad y el transporte público hacían que O’Hara escribiera poemas sobre la marcha y que sus palabras reflejaran la realidad con la vitalidad con la que lo hacían.
Donald Allen, compilador de The Collected Works of Frank O’Hara, afirma que generar tal cantidad de poesía solo habría sido posible para alguien que escribía a todas horas; tras el mostrador, en los cafés, en las salas de concierto, detrás de las postales de Matisse y sobre las servilletas. Papeles dispersos que, tras su muerte, se encontrarían arrugados o doblados en cajones y correspondencia. Su poesía fue resultado del proceso creativo que acompañó una vida desprovista de métricas y activada por el deseo de constatar, entre datos y horarios, algún suelo bajo el cauce de un mundo a la deriva.
Mucho antes de que la poesía lo volviera famoso, como lo demuestra City Poet: The Life and Times of Frank O’Hara, la biografía que escribió Brad Gooch’s en 1993, la primera gran obra de O’Hara fue su personalidad. Su nariz torcida, rota en su juventud, y su amplia frente, cuña de un hombre sofisticado. Un hombre siempre al teléfono o acostado en un diván debatiendo asuntos estéticos. Le gustaba Rimbaud, pero también los Looney Tunes. Admiraba a Auden por encima de Yeats, y a Poulenc por encima de Wagner. Opiniones decantadas por una personalidad de rasgos pasionales y paródicos, una táctica para retar las convenciones sociales y atraer gente que, como John Ashbery, era capaz de oír todos los matices de su provocación. O’Hara era como su poesía: improvisada, repleta de fintas, pero franca, directa, dispuesta a ser devorada y desechada.
«O’Hara no es un poeta interesado en la permanencia, sino en presentar lo incidental, es decir, en captar la emoción profunda del instante, el detalle significativo», escribe Dan Chiasson en un esclarecedor perfil para The New Yorker.
Es por eso que la ciudad moderna y la escritura de Frank O’Hara son sincrónicas. Sus fisonomías compartidas están plagadas de momentos fugaces y golpes de suerte que, sin ánimo de permanencia, se transforman en avistamientos irrepetibles. Artilugios diseñados para contener un instante y suspender por un momento el paso de las horas: un sandwich de pastrami, los «torsos relucientes» de los trabajadores a la hora del almuerzo, la exuberante exhibición de cerámicas de Joan Miró.
Sus poemas transcriben la ciudad y en ellos se ofrece un conteo exquisito de la realidad, no sin lamentar en tiempo real el paso de las horas. Hoy, la experiencia de leerlos se ha vuelto algo opaca, sus últimos contemporáneos vivos, Ashbery y Freilicher, son ahora hombres viejos, y, por lo tanto, sus evocaciones han adquirido una sensación de época, como el mobiliario y los cortes de pelo de los años cincuenta. Sin embargo, el escrutinio con el que retrató su tiempo no hace de O’Hara un adicto a la realidad, sino un devoto de la transformación artística. Su poesía, compilada hoy en un tomo que desborda todo librero, es producto de un deseo de someter a mimesis todas las dinámicas de una urbe para su preservación.
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