Espartaco (1960) de Stanley Kubrick.
Kubrick había aprendido a jugar al ajedrez con su padre a los 12 años en el distrito neoyorquino del Bronx. Su inteligencia y su afán perfeccionista impulsaron una competencia que le permitió disfrutar (y ganar algo de dinero) en las timbas que se celebraban en Washington Square. En su juventud fue asiduo de clubes como el Marshall y el Manhattan que tanto amó Capablanca, así como del Chess & Checkers House, donde rodaría una secuencia de su película Atraco perfecto. Había descubierto que el ajedrez, más allá de la guerra, es útil para construir analogías.
En Lolita (1962) hay una escena —que Nabokov, otro gran aficionado, no había escrito en la novela— en la que James Mason juega una partida con la madre de su objeto del deseo y toma su dama (queen, en inglés). Ya saben, Freud y en botella: advertencia de fantasías pedófilas. En el rodaje de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964) encontró en el juego una nueva aplicación: la de domesticar leones. El actor George C. Scott, uno de los tipos más conflictivos de Hollywood, no le respetaba. Consideraba esa película, que empezaba como un thriller político y se iba transformando en una sátira de la amenaza nuclear, un proyecto destinado al fracaso. Entonces Kubrick recurrió al tablero y Scott, animal competitivo, no se pudo resistir al desafío. Bastaron un par de partidas para que el disidente descubriera que el ajedrez es el camino más corto ideado por la filosofía para la humildad. A partir de entonces, el actor dejó de ser un problema.
Pero si el ajedrez cobra importancia en la obra de Kubrick es en su odisea espacial, en la que con los 64 escaques nos explicó todo lo que iba a pasar. La escena clave de 2001, más allá de monos y cosmonaves bailando Strauss, es una partida que juegan en un tablero electrónico el astronauta Frank Poole y HAL 9000, la supercomputadora de la Discovery.
Según cuenta Hugo Vargas en su libro Fianchetto, Kubrick quiso reproducir una partida real que fuera “rápida y hermosa” y eligió una disputada en 1910 en un café de Hamburgo entre A. Roesch y Willi Schlage. Ya antes había deslizado otro homenaje al ajedrez en la película llamando Smyslov al personaje del científico ruso en honor al séptimo campeón mundial Vasili Smyslov.
Este es el diálogo en español de la lucha entre el hombre y la máquina:
HAL: El alfil toma el peón.
POOLE: ¡Gran jugada! Torre a rey uno.
HAL: Lo siento, Frank, pero se equivoca. Dama a alfil tres, el alfil toma la dama, el rey toma al alfil, mate.
POOLE: Creo que tienes razón, sí. Me rindo.
HAL: Gracias por una partida tan entretenida.
Una odisea en el espacio (1968) de Stanley Kubrick
Lo más interesante de la secuencia es que un jugador de cierto nivel advierte, observando la planilla, errores ajedrecísticos en el proceder de HAL, ejemplo de la inteligencia total. Teniendo por medio al hipercontrolador Kubrick, un desliz así parece imposible. Por lo tanto, no estamos ante una simple representación de una partida, sino ante un mensaje encriptado con el que el director nos demuestra que va por delante del espectador. Kubrick desvela el verdadero secreto que esconde el ajedrez: la amenaza. En ese diálogo HAL juega de farol con el fin de analizar la capacidad de reacción de su contrincante. O quizás su error sea una pista oculta de la degeneración que el ordenador empieza a sufrir y que lo convertirá en un asesino en el tramo siguiente de la película.
En 2020 no hay ámbito de nuestra existencia que no quiera ser alterado por la capacidad de cálculo del mundo digital, eso no debe inquietarnos (aún). Mientras los ordenadores simplemente nos derroten no habrá ningún problema, porque eso significa que el cerebro humano seguirá siendo la medida de todas las cosas por sus errores. Nuestra claudicación frente a las máquinas en capacidad de cálculo no es relevante. Pero, como explica el neurocientífico alemán Henning Beck, lo que sí habría de preocuparnos es si un día nuestro smartphone nos dice mientras estamos jugando una partida en el autobús camino del trabajo que está aburrido y que prefiere jugar a otra cosa.
Si HAL representa la emancipación de la inteligencia artificial del hombre, la máquina con la que se enfrentó Napoleón en junio de 1809 es la fragilidad del ego humano. Quizás ambas cosas estén relacionadas. HAL y el Turco son el principio del Waterloo que todos llevamos dentro.
En esos días ni Austria, con la que estaba en guerra, ni Prusia ni Rusia, juntas o por separado, habían podido hacer frente a la Grande Armée que conquistaba Europa. Al oeste, Inglaterra dominaba los mares desde la batalla de Trafalgar, pero aún no era un peligro terrestre para los intereses franceses. El único problema de Napoleón estaba en la “úlcera española”, como él la llamaba, una rebelión popular que estaba poniendo en riesgo la corona de su hermano José.
Un Napoleón eufórico recibió la invitación para acudir al palacio vienés de Schönbrunn. Allí tendría la oportunidad de enfrentarse al Turco, el ingenio mecánico que no solo sabía jugar al ajedrez, sino que era casi invencible. Como él. Pocos días antes, el militar corso había vencido en Wagram a los austriacos en una batalla decisiva en la que perdió casi 30.000 hombres, 12 águilas y 21 cañones.
«La intención de Kubrick era revolucionar el cine épico con un viaje en el tiempo. Era tanto su entusiasmo que su director de fotografía llegó a decir que el cineasta sabía lo que había hecho Napoleón todos los días de su vida».
Antes de batir a los restos del enemigo en Znaim y sentar las bases de una alianza con Viena, que se consolidaría con su boda con María Luisa, hija del emperador de Austria, quería ganar a la máquina que había derrotado a varios reyes y demostrar que el Antiguo Régimen había muerto y los valores de la Revolución Francesa dominaban el mundo. Su rival iba a ser un autómata creado en 1769 para deleite de la corte austriaca que ya había manchado sus manos, como una guillotina de sangre azul, venciendo a María Teresa de Austria, Catalina II de Rusia y José II de Habsburgo.
Para Napoleón, como para todos los imperios, el ajedrez era muy importante. Francia era la superpotencia de esos años tanto en la guerra como en el juego de la guerra, pese a la desaparición de Philidor, muerto cuando Bonaparte era apenas un general de brigada desconocido y asiduo jugador en el Café de la Régence. Philidor había sido de los pocos elegidos que habían conseguido vencer al Turco. Napoleón eso lo tenía presente.
Del ajedrez del emperador apenas se conservan vestigios. Existe el registro de varias partidas que presuntamente disputó, como la que le enfrentó a madame de Remousat horas antes de la ejecución de su enemigo el duque de Enghien, aunque esto parece más un cuento sado-erótico, o la que jugó con el general Henri-Gatien Bertrand.
El régimen napoleónico, muy sensible al “estado de ánimo” del pueblo, desarrolló una campaña de publicidad tan poderosa que sus resortes aún hoy inspiran a muchos políticos. Bajo la batuta del asesor imperial Vivant Denon, cada casa de Francia tenía un retrato, un juego de porcelana o un busto de yeso del primero de los franceses. Todos los periódicos y artistas ensalzaban sus virtudes (muchas) y escondían sus vergüenzas (también muchas) gracias a un sistema de subvenciones sincronizado con la censura. La misma madame de Staël, enemiga de Napoleón, reconoció la eficacia de la labor propagandística. En su texto An appeal to the Nations of Europe against the Continental System describe que no había ninguna casa en Europa donde no se hubiera hablado nunca de Bonaparte. Así que no es de extrañar que su reputación como ajedrecista fuera muy superior a la que merecía la fuerza de su juego.
La expectación en el palacio de Schönbrunn ante la llegada del sire era enorme. En este encuentro olvidado por los grandes libros de Historia se ocultaba la esperanza de la vieja Europa de humillar al hombre al que no había podido derrotar en el campo de batalla.
Lolita (1962) de Stanley Kubrick
El guion final del Napoleón de Kubrick no recoge aquel enfrentamiento con el Turco, pero de cierta forma está presente en su estructura. Kubrick lo sabía todo del corso. En la biblioteca de su casa en Inglaterra almacenaba el material editado en inglés sobre el personaje y su época y había negociado con el gobierno de Rumanía la colaboración en el rodaje de 50.000 soldados de sus Fuerzas Armadas. Las batallas de la película serían filmadas con ejércitos reales para plasmar con mayor realismo los movimientos de tropas.
Para contar su historia, Kubrick quiso que el espectador viera lo mismo que Napoleón vio en el palacio de Schönbrunn. Para el director no eran suficientes la dirección artística y de vestuario, era necesario plasmar ese mundo sin electricidad. Quería ser el prometeo que mostrara a los espectadores del siglo XX cómo era la luz napoleónica. Para ello se propuso iluminar los interiores de la película con luz natural, es decir con velas, y evitar así la sobreiluminación artificial con la que Hollywood saturaba las películas de época. Lo que podía parecer un capricho estético escondía una complejidad técnica nunca antes desafiada.
Para sacar adelante este reto Kubrick llegó hasta la NASA. La agencia espacial de Estados Unidos utilizaba lentes Zeiss en el programa Apolo que acababa de poner al hombre en la Luna, las cuales, forzando la máxima emulsión disponible, podrían usarse para rodar con una luz ínfima. Consiguió un juego y compró una cámara Mitchell BNC sin visor réflex para que el ingeniero Ed Di Giulio implantara las ópticas.
Con la misma luz soñada por Kubrick, Napoleón se plantó ante el Turco. Como en cada espectáculo del autómata diseñado por el inventor Wolfgang von Kempelen, lo primero que se hacía era abrir una trampilla frontal y otra trasera para que los escépticos examinaran con un candelabro el engranaje de la máquina y descartaran cualquier trampa.
Hay cronistas que dicen que Napoleón y el Turco jugaron dos partidas, otros que tres, pero lo cierto es que solo la última está documentada. Para tantear a su rival, el emperador comenzó su juego con un movimiento ilegal. La respuesta levantó suspiros de asombro. El autómata giró la cabeza en modo de desaprobación y su brazo, siempre el izquierdo y en ángulo recto, colocó la pieza emponzoñada en el lugar correcto.
El Turco estaba compuesto por una caja de madera, de más de un metro de largo, 65 centímetros de ancho y 80 de alto. Detrás de ella se sentaba un maniquí, ataviado con turbante y ropa oriental que justificaban su nombre, y sobre la mesa un tablero de ajedrez con sus piezas. Unas ruedas facilitaban su transporte, mientras poleas y palancas articulaban el movimiento de una estructura que necesitaba que alguien le diera cuerda para ponerla en marcha.
«En 1969, Stanley Kubrick era el Napoleón de la industria cinematográfica. Nunca nadie gozó de tanta libertad creativa como de presupuesto en Hollywood».
La partida que ha llegado hasta nosotros muestra una derrota contundente del ser humano. Como HAL en 2001, el Turco advertía al hombre más poderoso que sus días estaban contados. Dicen, los austriacos, claro, que el emperador abandonó airado el palacio. El historiador del ajedrez Antonio Gude describe con mucho humor la competencia ajedrecística de Napoleón en esa partida: “Realmente, sire, mejor que os dediquéis a la guerra de verdad…”. Esa destrucción del ego que se produjo en el más brillante caudillo militar desde Aníbal daba el inicio a una serie de catastróficas desdichas que nublaron su visión.
Una máquina demostró mejor que cualquier ejército su incapacidad para gestionar la derrota, o lo que es lo mismo, la enfermedad de la victoria.
En el tablero de la política europea, en lugar de firmar tablas con Inglaterra, Napoleón decidió asfixiarla. Someter al enemigo a una rendición total cuando pudo haber negociado. Si París hubiera permitido a Londres comerciar con el continente y dar vía libre a su imperio marítimo, habría firmado un tratado ventajoso. Pero hizo lo contrario. Exigió a sus aliados que bloquearan el tráfico mercantil. Un error geopolítico que le llevó a perder la dama y jugar en desventaja. La dama del tablero de Europa era Rusia. Sin saberlo, con ese bloqueo Napoleón forzaba al zar Alejandro a reiniciar la lucha contra Francia porque la economía rusa dependía de las mercancías inglesas. En lugar de defender sus flancos, un obcecado Bonaparte decidió invadir el país más grande del mundo. Estaba seguro de que una victoria rápida en Rusia obligaría a negociar a Inglaterra.
Sin embargo, los otros jugadores sí habían aprendido de sus errores anteriores. El zar, que había hecho el ridículo comandando sus ejércitos en Austerlitz, la gran victoria napoleónica de 1805, dio un paso atrás para ceder el liderazgo militar a Kutúzov, un general bebedor y putero tan inteligente como pragmático. El frío y la táctica rusa de repliegue acabarían con el mejor ejército de la época. El resto era una cuenta atrás contra el destino, que esperaba en los campos húmedos de Waterloo.
Un Waterloo que también le llegó a Kubrick.
“Waterloo es una película tan tonta. No facilitará las cosas, pero al final, estoy seguro de que lo conseguiremos”, escribió Kubrick a Felix Markham, profesor de Oxford, el 19 de abril de 1971. En estas líneas se refería al film de Dino de Laurentiis que se había estrenado en la Navidad del 70. Una superproducción europea con un reparto internacional. Rod Steiger (Napoleón), Christopher Plummer (duque de Wellington) y Orson Welles (Luis XVIII) eran las bazas de esta cinta sobre los Cien Días finales del imperio, desde el regreso del emperador del destierro de la isla de Elba hasta la batalla que da título al film.
Kubrick tenía razón y la película es fallida. El público así lo vio y Waterloo fue un fracaso en taquilla.
La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick.
En esa carta enviada a Markham está esa misma ceguera que Kubrick no había entendido en Napoleón. Sin saberlo, él mismo fue presa de ella porque sobrestimó sus fuerzas. Pensaba que su prestigio salvaría un proyecto que iba a protagonizar Jack Nicholson. Pero el dinero es cobarde, más en un estudio de cine, y el temor a un nuevo Waterloo canceló la producción ante su incredulidad. El Napoleón de Kubrick había muerto antes de la primera toma. Un crítico cursi la bautizó como “la mejor película de la historia jamás filmada”.
El guion de la película es como las memorias de Napoleón escritas en su confinamiento en la isla de Santa Elena. El emperador, temeroso del poder de la propaganda inglesa, sin tropas a las que mandar y sabedor como nadie de que la historia la escriben los vencedores, quiso contraatacar con la discutible esperanza de posteridad que da la palabra escrita.
La única terapia contra la frustración carcelaria que encontró en esa roca del Atlántico Sur fue el ajedrez, que practicaba a media tarde, justo antes de la cena. Los rivales eran sus fieles y, mientras evocaban la nostalgia de un pasado que fue mejor entre maniobras militares y cortesanos que luego serían traidores, debió recordar la pelea contra el autómata en el palacio de Schönbrunn.
Cuando el hastío y el arsénico acabaron con Napoleón en 1821, los tiempos de gloria del Turco eran un recuerdo. De los salones palaciegos había pasado a jugar en ferias de segunda fila. Es fascinante comprobar que ninguna de las almas de esta máquina, quince en total, revelara nunca su secreto.
El diseño de Von Kempelen permitía que un hombre se metiera dentro del autómata y pudiera deslizarse por un falso fondo y así esconderse cada vez que el presentador abría la trampilla para enseñar el engranaje. El fondo del tablero principal tenía un resorte bajo cada escaque del tablero y cada pieza contenía un imán. Cuando Napoleón levantó cada una de sus piezas en la partida de 1809, un resorte caía a su posición inicial. Cuando situaba la pieza en otra casilla, otro resorte era atraído. Este sistema permitía al operador saber qué pieza había sido movida y dónde. A su vez, este reproducía la jugada en un tablero pequeño y preparaba su estrategia.
«La intención de Kubrick era revolucionar el cine épico (nunca consideró Espartaco una creación suya sino una obra de encargo que hizo tras el despido del realizador Anthony Mann) con un viaje en el tiempo que ningún espectador hubiera imaginado.»
El alma mecánica que venció a Napoleón en junio de 1809 era el reputado ajedrecista austriaco Johann Allgaier.
Cuando Europa se cansó del autómata, el show viajó a Estados Unidos en busca de nuevos ingresos. En 1836, el escritor Edgar Allan Poe publicó un artículo titulado El jugador de ajedrez de Maelzel (su dueño por aquel entonces) en el que planteaba la hipótesis del hombre infiltrado cuando el Turco hizo una exhibición en la ciudad de Baltimore. Maelzel, quizás sintiéndose descubierto, quiso seguir exprimiendo la gallina de los huevos de oro en Cuba como primera parada de un tour por Hispanoamérica, pero la muerte repentina de su secretario William Schlumberger arruinó el plan. Se cree que Schlumberger, muy buen jugador, era quien manejaba esos días el autómata. Sin su principal valor, la compañía circense se disolvió y Maelzel se embarcó de vuelta masticando su ruina y enfermo de fiebre amarilla. En el viaje no salió del camarote aislado en su alcoholismo. Antes de llegar a puerto, la tripulación encontró su cuerpo sin vida y lo arrojó al mar.
Tras pasar por distintos dueños, el Turco terminó olvidado en un almacén del Museo Chino de Filadelfia. El 5 de julio de 1854 fue devorado por un incendio.
Kubrick habría deseado que un incendio hubiera acabado con su Napoleón antes que la firma cobarde de un productor de Hollywood. Como su final no fue honorable ideó una venganza que, como los recuerdos de Napoleón en Santa Elena, defendiera su sueño en el juicio de la posteridad. Su último éxito, La naranja mecánica (1971), generaba en los cines tanto dinero como polémica. Su versión de violencia en la adaptación de la novela de Anthony Burgess escandalizó y generó entre sus fans una deriva psicodélica que hizo que incluso recibiera amenazas de muerte. Para evitar riesgos, y a pesar del dinero recaudado cada día, el director se permitió retirar la película de los cines ingleses. Sus productores no se atrevieron a discutir una decisión nunca antes vista en un cineasta. Kubrick era quien mandaba. Ese golpe de estado del 18 de brumario, que lejos de derribarle afianzó su poder en la industria, garantizaba la realización de su nuevo proyecto: la adaptación de una novela ambientada en el siglo XVIII. Y esta vez sí rodaría con las innovaciones que había desarrollado años antes. El público vería por fin su anhelada luz napoleónica.
Barry Lyndon, estrenada en Londres el 11 de diciembre de 1975, es una precuela del Napoleón soñado. Una venganza estética. No gustó al público ni a la crítica. Para mí es la mejor película de Stanley Kubrick.