La crónica de Al Alvarez siguiendo el camino del escalador Mo Anthoine

Épica en la montaña. La crónica de Al Alvarez siguiendo el camino de un escalador

Julian Vincent «Mo» Anthoine fue uno de los mejores escaladores de su tiempo. Durante treinta años completó los ascensos más difíciles en el mundo. En Italia, subió los Dolomitas junto con el escritor y poeta Al Alvarez, el célebre editor de poesía del periódico británico The Observer. Éste es un adelanto del libro Alimentar a la bestia que publica Libros del Asteroide.

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La escalada en roca es uno de los deportes más puros y menos desordenados que existen, y requiere de un equipamiento mínimo: calzado especial, una cuerda, un casco de seguridad y una colección de cintas de nailon y herramientas metálicas —mosquetones, estribos, pitones y fisureros de aleación— que servirán para proteger al escalador en caso de caída. El conjunto completo cuesta relativamente poco, dura años y se puede llevar colgado sin problemas alrededor del cuello y de la cintura. Así que, a diferencia de muchos otros deportes, si algo sale mal la culpa suele ser de uno, no del material. Pero sucede que la escalada, según Mo Anthoine, no es un deporte. «Es un pasatiempo», asegura. «Incluye el placer. Mientras que un deporte, por definición, incluye la competición. Cuando uno escala compite solo contra sí mismo»; esto es: contra la rebelión de los músculos, contra los nervios y, cuando algo falla, contra la falta de entereza. En cierto modo, la escalada es incluso una actividad intelectual, aunque con un requisito indispensable: hay que pensar con el cuerpo. Cada largo plantea una serie de problemas puntuales y específicos: qué agarres usar, y en qué combinaciones, para subir a salvo y consumiendo la menor cantidad de energía posible. Hay que calcular cada movimiento con una suerte de estrategia física, en términos de esfuerzo, equilibrio y consecuencias. Es como jugar al ajedrez con el cuerpo.

Un pasatiempo solitario, entonces, pero que por razones de seguridad generalmente incluye a otra persona. (Algunos escaladores de élite prefieren subir sin asistencia —la disciplina se llama «solo integral»—, pero esta es una actividad de alto riesgo que jamás aspiré a practicar, ni siquiera en mi más alocada juventud.) De modo que el compañero de escalada es casi tan importante como aquello que se va a escalar, sobre todo porque el quién influye en el cómo. Algunos escaladores están tan poseídos por su deseo de completar una vía que todo lo demás les resulta indiferente; ascender con ellos es como ir atado en el exterior de un tren de alta velocidad: llegaremos al destino, sí, pero sin divertirnos demasiado y casi sin disfrutar del paisaje. Otros confían tan poco en sus propias habilidades que solo parecen hallar algo de placer cuando su compañero encuentra dificultades en algún movimiento que a ellos les ha resultado fácil. Otros directamente son peligrosos y se exigen todo el tiempo más allá de sus límites, o no toman las precauciones más elementales. Aquellos que sobreviven y continúan escalando por lo general se van desprendiendo de esos vicios conforme envejecen; pero, hasta que lo logran, la vida en las alturas junto a ellos puede ser desagradable, brutal y corta.

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