Carta desde Texas: repatriar un cuerpo en tiempos de Covid-19
Wendy Selene Pérez
Fotografía de Omar Vega
En West Dallas, una procesadora de carne y alimentos puso en riesgo a sus empleados y no frenó su producción como muchas otras empresas consideradas como esenciales. En Estados Unidos suman más de 31 mil contagios en este rubro alimenticio, y las cifras siguen en aumento. Tener sueldo o no enfermarse es el dilema de cientos de latinos.
I
Los restos de Hugo Domínguez Aguilar viajaron 1,787 kilómetros al sur. Salieron de la ciudad de Dallas, la más grande del norte de Texas, con destino a La Reforma, Veracruz, un poblado con apenas 2,000 habitantes donde lo esperaban sus padres. Cruzar de un punto a otro, en un mapa, sería como cruzar con un dedo de arriba abajo en línea recta, si no fuera porque se atraviesa el mar del Golfo.
Si los empleados de la funeraria hubieran ido por carretera, habrían manejado cerca de 20 horas, un buen tramo por la autopista 35 East llena de tráileres, algunas veces con vacas en los pastizales a las orillas y cada tanto una gasolinera y negocios de fast-food. Hubieran pasado por Waco, Austin, San Antonio, Rancho Alegre, La Gloria, Falfurrias y, casi al final, McAllen, antes de cruzar la frontera hacia el lado mexicano por Reynosa, en Tamaulipas. De allí habrían tomado las vías 101 y 180 para encontrarse con la playa. ¿Alguna vez Hugo imaginó esta ruta? Oler el mar, sentir la brisa, hacer una pausa sobre la arena y continuar por un camino de espaldas al Golfo. Seguir el aroma dulzón de los mangos por la carretera de Actopan hacia La Reforma. Meterse a las entrañas de la tierra donde había nacido hace 36 años, la tierra que no había vuelto a ver en media vida.
Hugo murió por Covid-19 y sus cenizas viajaron en avión a México metidas en una bolsa dentro de un cofrecito. No hubo alternativa para repatriar su cuerpo. Tamaulipas, el estado por el que se llega a Veracruz, prohibió el manejo de cadáveres embalsamados y ordenó la cremación después de las 12 horas del deceso. Las leyes mexicanas permiten la incineración si han transcurrido 24 horas, pero si existe un riesgo de salud pública puede ser en la mitad de tiempo. Especialistas dicen que una serie de secreciones de fluidos corporales, como las heces, la orina y otros líquidos del cuerpo de una víctima podrían propagar el coronavirus. Así que la funeraria Calvario, en el barrio hispano de Oak Cliff, cremó el cuerpo y entregó las cenizas a su viuda, Blanca Parra. Con ayuda de abogados, ella y el consulado de México en Dallas lograron la repatriación en 19 días.
Dos hombres vestidos de negro llegaron al atardecer de un 14 de mayo a la casa de los Domínguez, en La Reforma, una finca de dos pisos, cancel blanco y fachada color jacaranda. Guillermina Aguilar estaba sola cuando le entregaron las cenizas de su hijo. Al ver a los extraños, los vecinos se acercaron para acompañarla. Su esposo Pablo y su hija Patricia habían ido a la ciudad más cercana a buscar una florería.
Volvieron con crisantemos, otras flores esponjosas que en su pueblo llaman godornices y un arreglo que les dio la tienda. Con eso, velas y una foto de Hugo, pusieron un altar en la sala de su casa para despedirlo.
Su hijo había migrado en 2002, un año después del ataque a las Torres Gemelas. Quería ayudarle a su padre a pagar la deuda de una malograda cosecha de jitomates. Don Pablo era campesino de toda la vida pero no tenía tierras propias. Así que, a los 19 años, aquel chico güero de fajo piteado en las fotos, bigote pequeño y una estatura 1.87, subió esos 1,787 kilómetros al norte, cruzando las aguas del río Bravo.
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West Dallas es una zona con aire decadente, llena de fábricas, gris y solitaria. En los años treinta no pertenecía a la ciudad, era un barrio empobrecido con mayoría de blancos. En sus calles creció la pareja de criminales Bonnie Parker y Clyde Barrow. Ahora 42% de sus habitantes son hispanos y 37% afroamericanos, aunque quizá eso cambie porque está en proceso de gentrificación: entre las fábricas han comenzado a aparecer nuevos y deslumbrantes edificios habitacionales.
El área forma parte de la ciudad y conecta al centro por el elegante puente atirantado Margaret Hunt Hill, diseñado por el arquitecto valenciano Santiago Calatrava. Atraviesa el río Trinity, el más largo del sur de Texas, y desde ahí por las noches pueden verse los rascacielos iluminados del downtown, los más icónicos son la Reunion Tower y el Banco de América, un edificio dos veces más alto que la Torre Latinoamericana de la Ciudad de México. Lejos de este glamour se encuentra Quality Sausage Company.
La fábrica es un rectángulo marrón dentro de un parque industrial con calles tan angostas que los traileros deben maniobrar constantemente para cargar y descargar las mercancías. Afuera un árbol solitario ofrece una sombra generosa en estos días de mayo con más de 36 grados. Pero adentro los empleados trabajan vestidos para un invierno. La mayoría de los obreros son mexicanos y centroamericanos que trabajan hombro con hombro en líneas de producción. Cocinan y empacan pepperoni, cobertura de pizza, albóndigas y otras carnes de cerdo, res y pollo desmenuzado que compran empresas como Pizza Hut, Papa John’s, Subway y restaurantes Chili’s.
Durante la pandemia, al menos tres personas han muerto y 52 más han dado positivo a pruebas de Covid-19 en esta planta de West Dallas, la compañía se niega a reconocer el contagio masivo. La empresa es acusada de obligar a los empleados —la mayoría indocumentados— a presentarse enfermos de coronavirus durante los meses de abril y mayo.
¿Qué pasó en Quality Sausage? Los abogados, familiares de los fallecidos y trabajadores entrevistados por Gatopardo reconfiguran cómo se propagó el virus en esta procesadora de carne.
La primera semana de abril, recuerdan, un empleado de nombre Juan Medina tenía gripe. Había regresado de vacaciones, trabajaba en control de calidad en el área de pepperoni, pero no hubo alarma. En la fábrica, las gripes son frecuentes por la bajas temperaturas que se necesitan para proteger las carnes de contaminación. Enseguida tuvo síntomas la supervisora del segundo turno, Bertha Cervantes, quien apenas regresaba de una hospitalización por diabetes.
Hasta ahí, Quality Sausage podría haber comunicado al personal que Juan y Bertha estaban enfermos. Podría haber realizado pruebas de Covid-19 a quienes tuvieron contacto con ellos. Podría haberles dado mascarillas, guantes, gel antibacterial. Podría haber colocado separadores de acrílico entre un trabajador y otro. Podría haber cerrado la planta antes de la primera muerte. Pero no lo hizo.
«Hugo murió por Covid-19 y sus cenizas viajaron en avión a México metidas en una bolsa dentro de un cofrecito. No hubo alternativa para repatriar su cuerpo.»
La empresa era considerada esencial y hacía un mes —el 13 de marzo— que el estado de Texas y el condado de Dallas habían girado las nuevas reglas: usar cubre bocas, mantener 1.8 metros de distancia, chequeos de temperatura, desinfección de todas las áreas. Crecieron los rumores de que había personas contagiadas, entonces una empleada de limpieza preguntó a sus jefes qué estaba pasando. “No sabemos”, le respondieron. Tampoco la alertaron ni le dieron equipo de protección.
—¿Le dieron guantes o mascarillas?
—¿Guantes? Desde que entré siempre usé guantes, lo que no me dieron fueron mascarillas, eso nunca —responde Julia Pulido, de 61 años, con voz apagada. Y tose.
Ella sigue convaleciente después de dos semanas de hospitalización por Covid-19. Juan Medina también se recuperó, Bertha Cervantes no pudo sobrevivir y murió en mayo.
A mediados de abril, una semana después del primer caso detectado dentro de la fábrica, ya eran muchos los enfermos, sobre todo las mujeres que trabajan en la línea de producción de pepperoni. Y para no frenar la producción, los supervisores enviaron personal de otras áreas donde todavía no tenían contagios. Trabajadores con miedo se resignaron porque les estaban dando 14 horas diarias laborables y tiempo extra los sábados y los domingos, lo que implicaba más dólares en la cartera.
Por esos días la situación para migrantes en otras industrias ya era desesperante, los latinos son el grupo demográfico más afectado por la pandemia: 49% de los hispanos encuestados por el Pew Research Center dijeron en abril que ellos o alguien en su hogar había tenido una reducción de salario o había perdido su empleo. A Lucía Pech, guatemalteca y solicitante de asilo, la habían mandado a casa sin pago en un restaurante tailandés y ya no tenía para mandarle dinero a sus hijos a una aldea cerca de Petén, Guatemala. A la mexicana Norma Galindo sus empleadores le habían suspendido sus servicios como niñera sin darle sueldo. A la mexicana Diana Escudero la habían despedido del Hyatt Regency Richardson, igual que a otras nueve afanadoras; su mamá le preparó una habitación en Chihuahua y cambió las sábanas de la cama por si ella y sus hijos tenían que regresar después de 15 años sin cruzar la frontera.
¿Qué es peor, no tener sueldo o enfermarse? Aquí, en Texas, es el dilema de millones de hispanos desde que inició la pandemia. Es una pregunta compleja: depende a quien se le pregunte, pero también en qué empresa trabaje.
III
Cuenta Blanca Parra que su pareja, Hugo Domínguez Aguilar, compró alcohol y gel antibacterial para su trabajo porque la gerencia de Quality Sausage no le proporcionó. Hablaban por videollamada hasta tres veces por día, porque ella y los niños —uno con autismo— se quedaron en otra casa para protegerse; Hugo le comentaba que cada vez faltaba más personal en el trabajo. Él empezó con dolor de huesos y escalofríos el 15 de abril, sin fiebre, y pensó que era otra gripe por la ventilación fría.
“Lo raro fue la diarrea”, dice Blanca, una ingeniera chaparrita de 46 años. Hugo faltó y le llamaron de Recursos Humanos para ordenarle que se presentara, y además que fuera sábado y domingo porque no tenían gente. Y obedeció. Hugo vivía a un cuarto de hora al sur de la fábrica, en una casa de una planta con jardín al frente y tres árboles. El domingo 19 de abril llegó al trabajo y a las dos horas abandonó el montacargas, dijo que se iba, que tenía fiebre. Los jefes quisieron detenerlo y no pudieron. Cuando estaba en su camioneta le mandó un mensaje a Blanca: “Ya me voy para la casa, mi amor, me siento mal, tengo temperatura, me duelen mucho mis huesos”.
Todavía no sabían que tenía el virus.
La pandemia desnudó las condiciones de trabajo en la procesadora.
Abel Cervantes, también migrante veracruzano, echaba pepperoni a una banda de transportación entre diez y trece horas por día. Los jueves y los viernes, quisiera o no, tenía que cumplir turnos de tiempo extra. Con el brote de Covid-19 en la planta, enfermó él y contagió a su hermano porque dormían en el mismo cuarto rentado.
Miguel Domínguez empezó con tos el 18 de abril y al día siguiente no tuvo apetito. Siguió dolor muscular, de articulaciones y ojos irritados. La peor señal fue el desánimo:
—Ya no me interesaba estar activo, no me interesaba el overtime.
Overtime es el deseado tiempo extra hasta que el cuerpo aguanta. Ganaba 11.50 dólares la hora normal y alguna semana llegó a trabajar hasta 82 horas.
—Es cansado, pero cuando recibes cheques de mil a mil dólares, te da gusto. Yo me quedaba con dinero para mi renta, mi comida y el resto lo mandaba a Veracruz, por si un niño se me enferma, si se requiere comida, zapatos, medicina, si se rompió el boiler. Muchos venemos con la ilusión de tener su casa, un terreno o unos animalitos—dice Miguel.
Tomó Tylenol, pastillas XL3 azules y remedios caseros. Curación en casa, como otros trabajadores lo hicieron.
“Ya me voy para la casa, mi amor, me siento mal, tengo temperatura, me duelen mucho mis huesos”. Todavía no sabían que tenía el virus.
Texas es el estado con el promedio más alto sin seguro médico en Estados Unidos, 17.7%, son 5 millones de personas, estimó la Oficina del Censo en 2018, más del doble que California. Por más barata que sea una consulta, esta puede pasar los 280 dólares. Y si usas un servicio de emergencia más de 350. Si te internan, deberás pagar miles. Y aunque tengas un seguro, ir al médico es caro. Por fortuna, hay pruebas de Covid-19 gratuitas.
Trabajadores de Quality Sausage empezaron a desfilar por el estadio de básquetbol Ellis Davis Field House y el estadio American Airlines —la casa de los Mavericks de Dallas— convertidos en centros de pruebas sin costo. Matías Jiménez dio positivo. Abel Cervantes dio positivo. Hugo Domínguez dio positivo. Miguel Domínguez dio positivo.
Josefina Hernández, una mujer de 53 años de edad y 25 cortando pepperoni, también dio positivo. Dice que en su área no se respetaba la distancia de 1.8 metros ni tenían mascarillas. Al 19 de mayo, un mes después, seguía aislada en su casa, enferma. Estaba dolida porque nadie de la empresa la había contactado y enojada por poner en riesgo a su hija, a su esposo y a su mamá de 92 años.
La fábrica se fue vaciando y la procesadora usó otro anzuelo:
—Nos dieron cheques de mil dólares el lunes 20 de abril. Nos dijeron que el dinero era porque estábamos arriesgando nuestra vida para sacar la producción. Y sí lo estábamos—, cuenta Álex Zelaya, un salvadoreño de 25 años, y muestra el recibo.
Julia Pulido, la mujer de limpieza, entró ese lunes a la oficina de Recursos Humanos a que le tomaran la temperatura como a todo el personal, ella se sentía débil.
—Me dijeron: estás bien. Y me fui confiada de que no tenía la temperatura, pero yo me sentía mal —dice Julia, originaria de Tiquicheo, Michoacán.
Sin cubre bocas, empezó a las 4:30 p.m. con su rutina extenuante: sacar la basura, sacudir, limpiar escritorios, laboratorio, cocina, subir al segundo piso, continuar. Si hubiera sido miércoles, habría tenido que limpiar ocho oficinas más. Terminó entre 1:30 y 2:30 de la madrugada, como cualquier día.
La gerencia entregó mascarillas de tela el 21 de abril, dicen los entrevistados, pero no a todos. Y siguió operando dos días más. Matías Jiménez Martínez, un hombre bailador de 52 años originario de El Jícaro, Veracruz, falleció el 23 de abril y se convirtió en la primera víctima. Sólo hasta entonces, el viernes 24 de abril, Quality Sausage le avisó al personal que cerraría la planta de manera temporal.
Hugo murió al día siguiente, el 25 de abril.
IV
Cuatro meses después de la primera muerte en Estados Unidos por Covid-19, no hay estadísticas oficiales sobre cuántos trabajadores se han contagiado o han fallecido en las procesadoras de carne y alimentos. No se sabe cuántos empleados han caído enfermos porque empresas como Quality Sausage no transparentan la información y las autoridades de algunos estados, como Texas, tampoco. Poco se sabe de estos registros que implican sobre todo a inmigrantes. La organización Food & Environment Reporting Network (FERN) ha contabilizado 31,105 personas contagiadas en 343 plantas procesadoras y empacadoras de todo el país y por los menos 114 muertos.
Tyson Foods, JBS, Cargill y Smithfield Food —el mayor productor de carne de cerdo en el mundo— reportaron brotes masivos de Covid-19 y cerraron algunas de sus plantas, pero no por mucho tiempo. Reabrieron después de que el presidente Donald Trump emitió una orden ejecutiva el 28 de abril para exigirles que siguieran operando y evitar una escasez de carne de res, puerco y aves.
Las pautas de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades para estas empresas han sido las mismas que para las de otros sectores: mascarilla, distancia entre un trabajador y otro, entrega de materiales educativos en los idiomas de origen de sus empleados, uso de plexiglás entre una estación y otra. Pero los trabajadores en las procesadoras están muchas veces hacinados y en condiciones precarias, laboran en sistemas en serie que no permiten el distanciamiento. Más de la mitad de los empleados en la industria de la carne son inmigrantes y más del 40% son de origen hispano, muestra un análisis del Centro de Investigación Económica y Política (CEPR). Mano de obra barata y fuerza laboral que no reclama prestaciones ni derechos.
—Ahora sí son esenciales, cuando antes eran la peste en este país— dijo, mordaz, Blanca Parra durante una protesta afuera de Quality Sausage para reclamar el cierre definitivo de la planta.
Hugo, Matías y Bertha son sólo tres nombres entre 114 víctimas en procesadoras de carne, entre los más de 127,000 muertos (al 28 de junio) en todo Estados Unidos; tres nombres entre los más de 1,407 mexicanos fallecidos en el país.
Esas muertes podrían haberse evitado.
V
Es una mañana soleada a finales de mayo del 2020. El activista Carlos Quintanilla llega a su oficina vestido con traje gris y zapatos de piel negra prolijamente lustrados. Cabello calvo peinado hacia atrás, anteojos bien puestos y mirada circunspecta. Tiene una organización que se llama Acción América y abandera diversas causas latinas. Hace dos años acompañó a la familia del adolescente hispano José Raúl Cruz, asesinado por un policía de la ciudad texana de Farmers Branch. Y ganó el caso. En los últimos días, el activista se ha sumado a las protestas multitudinarias por el asesinato del afroamericano George Floyd en Mineápolis. Es un hombre alto, delgado y moreno que toma el micrófono con facilidad, sale en la televisión, es mediático.
Se acomoda en la silla frente a una computadora de pantalla grande y cuenta cómo ha llegado a tener un listado de 57 contagios de Covid-19 vinculados a Quality Sausage Company: 52 trabajadores y cinco de familiares de empleados. Lo primero que hizo fue escribir en su página de Facebook que tenía información de gente contagiada en esta procesadora de carne, y pedía que le enviaran un mensaje si alguien estaba enfermo o sabía más de la situación interna.
—Al principio nadie habló por miedo —dice y se acomoda una mascarilla azul.
Hugo y Matías eran migrantes indocumentados, lo mismo que otros trabajadores contagiados con Covid-19 en la procesadora. Había desconfianza y temor por el clima discriminatorio y racista avivado desde la llegada de Trump al poder. Poco a poco recibió mensajes de operarios y estos lo contactaron con otros más. Así conoció a Blanca Parra, la pareja de Hugo y la primera en demandar a la empacadora el 4 de mayo ante un tribunal estatal de Texas.
—Si Quality Sausage hubiera tomado las acciones preventivas, Hugo Domínguez estaría vivo. Lo obligaron a trabajar incluso cuando estaba enfermo —dice Quintanilla en un español mezclado con el inglés—. Su prioridad era producir, producir y producir, cumplir con sus obligaciones financieras y su demanda de producto, y se olvidaron de proteger a las personas más importantes para llegar a ese meta.
El despacho de Quintanilla está en un edificio de cristales en Farmers Branch, una ciudad al norte de Dallas con poquísimos habitantes afroamericanos y mayoría de latinos (46%), latinos con un perfil demográfico distinto a los latinos del sur: la mayoría tienen ciudadanía estadounidense, ganan tres veces más que los obreros de Quality Sausage y hablan inglés. El norte del condado de Dallas concentra más riqueza y más servicios. No muy lejos de aquí detuvieron al exsecretario de seguridad mexicano Genaro García Luna en diciembre de 2019, acusado de recibir sobornos del cártel de Sinaloa.
«Más de la mitad de los empleados en la industria de la carne son inmigrantes y más del 40% son de origen hispano. Mano de obra barata y fuerza laboral que no reclama prestaciones ni derechos».
Mientras Quintanilla busca un mensaje en su celular, me distraigo unos segundos mirando por un ventanal a tres albañiles latinos en una azotea trabajando bajo un sol extremo. En Texas, las escuelas pararon, los dentistas cerraron consultorios, los abortos fueron cancelados, pero las construcciones siguieron. En los últimos días de junio, reabrieron bares, restaurantes y buena parte de los negocios; el gobernador Greg Abbott planeaba que otros tantos su sumaran a la nueva normalidad, pero dio marcha atrás cuando el número de infecciones y muertes por Covid-19 se duplicaron.
Vuelvo los ojos a las paredes desnudas de la suite número 304 de Quintanilla y veo de su lado derecho un cuadro enorme de Marlon Brando con aire arrogante, esmoquin negro y rosa roja en la solapa. Es la escena inicial de El Padrino en la que Bonasera se acerca al oído de Vito Corleone y le susurra el castigo que imagina para los agresores de su hija que ha quedado con la cara destrozada. Justicia, le pide justicia.
—¿Qué esperarían de la demanda? —pregunto a Quintanilla, quien además hace campaña para conseguir el 33º distrito congresional en Texas para las elecciones de noviembre.
—Que compensen a las familias y haya un castigo para la empresa. Si Hugo tenía 36 años, hubiera podido trabajar otros 30 años más, so, si él ganaba 40 o 50 mil dólares por año, lo multiplicas por 30 años. Y sumas daños por negligencia, estrés y afectaciones a su familia.
La firma de abogados que lleva el caso es Shayan Elahi y está pidiendo una compensación superior a un millón de dólares para los Domínguez. Aunque Hugo era indocumentado, las leyes laborales en Texas y en Estados Unidos protegen a los trabajadores por igual. Un tribunal ve los argumentos, la evidencia, escucha el testimonio y determina si es culpable o no la empresa, dice Quintanilla. Y él considera que tienen suficiente documentación y testigos para ganar.
Prepara otras tres acciones legales en contra de la procesadora de carne: una por la muerte de Matías Jiménez —cuyas cenizas también fueron repatriadas a Xalapa, Veracruz—, una colectiva y otra por el caso de la empleada de limpieza Julia Pulido.
—Sin los trabajadores inmigrantes, la mayoría de ellos mexicanos, no hay producción, y ellos actuaron con negligencia y avaricia, de una forma descarada y repugnante —dice Quintanilla y mira su reloj, es hora de marcharse.
VI
Quality Sausage reabrió la planta de West Dallas el 8 de mayo y buscó a los trabajadores para que se reincorporaran, advirtiendo que si no volvían no les iban a pagar, enfermos o no. Las dos semanas que cerraron, la fábrica les pagó un sueldo equivalente a 40 horas por semana. Por recomendaciones del Departamento de Trabajo, la compañía llamó a todo el personal para hacerse la prueba de Covid-19 en sus instalaciones, con médicos privados, para saber quién seguía con el virus activo y quién no.
Marcaron el número de celular de Julia Pulido para que se presentara a trabajar, aunque había estado hospitalizada dos semanas y había dado positivo por segunda ocasión. Ese día contestó su hija y les dijo que su mamá todavía se sentía mal y estaba guardando la cuarentena.
—¿Y qué le respondieron? —pregunto.
—Nomás dijeron “Oh”.
Con 61 años, Julia es considerada una sobreviviente. Después de que sus jefes la dejaron expuesta sin protección, la noche del 28 de abril se desmayó mientras cenaba con sus tres hijas. Una ambulancia la sacó inconsciente de su casa y cuando despertó estaba sola en un cuarto del Hospital Metodista de Dallas, donde habían muerto Matías y Hugo días atrás. Ahí pasó el Día de las Madres. La dieron de alta a las dos semanas y quedó debilitada, con la cuenta del hospital sin pagar y con problemas cardíacos. Tiene cita con un cardiólogo en el Parkland, el hospital donde murió John F. Kennedy en 1963, el presidente del sueño americano.
“Ya no te vas a contagiar”, dice Abel Cervantes que le dijeron en Quality Sausage. “Y si estás bien, entra a trabajar mañana, si no vas mañana no te podemos pagar”, le advirtieron después de que la compañía le había realizado una segunda prueba de Covid-19 y había vuelto a salir positivo. El día que lo entrevisté tenía los cachetes colorados y transpiraba, llevaba lentes de sol y por la enfermedad casi no se escuchaba su voz aunque estábamos a menos de dos metros de distancia.
Más empleados contaron de llamadas y advertencias similares por parte de la empresa, pero solo uno volvió al trabajo:
—Si pudiera me iba, pero no me queda de otra, tengo familia que mantener —dice un hombre indocumentado que pidió anonimato.
“Ya no te vas a contagiar”, dice Abel Cervantes que le dijeron en Quality Sausage. “Y si estás bien, entra a trabajar mañana, si no vas mañana no te podemos pagar”.
A los trabajadores irregulares los contrata la agencia Archer Services, LLC., con dirección fiscal en la ciudad fronteriza de Mercedes, muy cerca de Tamaulipas. Los obreros dicen que la agencia les cobró 300 dólares por entrar a Quality Sausage y los registró con nombres de personas que sí tienen un seguro autorizado. Hugo era José Marcelino López en sus cheques de pago y nunca le permitieron declarar impuestos ante el Servicio de Rentas Internas (IRS) con su nombre real.
En los Estados Unidos, ciudadanos y residentes están obligados a declarar sus impuestos cada año, y lo hacen mediante un número de identificación único que todos tienen, que es el Número del Seguro Social. Quienes no tienen un seguro social, pueden tramitar el ITIN, que es el número de identificación de contribuyente individual, así declaran impuestos y reciben algunos beneficios fiscales.
La mayoría de los trabajadores indocumentados rinden cuentas cada año ante el IRS, tienen un ITIN con su nombre real aunque usen un seguro falso. Lo hacen porque es un delito no declarar impuestos y porque tienen la esperanza de que si algún día regularizan su estatus migratorio, sus contribuciones pueden ser utilizadas para sus beneficios de retiro y jubilación. En 2015, por ejemplo, 4.4 millones de inmigrantes rindieron cuentas fiscales con un ITIN y contribuyeron con 23.6 billones de dólares de impuestos, un dinero equivalente a 65% de las remesas enviadas a México en el año 2019.
A pesar de que los inmigrantes indocumentados han pagado impuestos, Trump los excluyó de la entrega de cheques de estímulos otorgados en los últimos meses para encarar los efectos económicos de la pandemia del coronavirus. Mientras otras personas recibieron depósitos de más de 1,200 dólares por una sola ocasión, los indocumentados se quedaron sólo mirando y siguieron al frente de la mayoría de los trabajos esenciales, como Hugo y sus compañeros que siguieron elaborando y empacando pepperoni para pizzas y otras carnes.
Roberto Lozano, el dueño de Archer Services, declinó dar una entrevista para este reportaje; sólo aceptó que Hugo y Matías eran sus empleados y estaba enterado de sus muertes. Bertha no trabajaba con subcontrato. Quality Sausage tampoco respondió a pedidos de entrevista.
VII
Hugo Domínguez Aguilar era un hombre corpulento, de piel blanca y ojos castaños que se perdían debajo de sus arqueadas cejas espesas. En las fotos no sonreía. Su pareja Blanca dice que le avergonzaban sus dientes chuecos. El poco tiempo libre que tenía lo dedicaba a estar con su familia: Jugar nintendo con sus hijos o salir a comer a los restaurantes de Oak Cliff, con calles que parecen ser unos pequeños México. Veintinueve días antes de morir habían festejado su cumpleaños 36 y se preparaban para otra celebración: habían decidido casarse después de años de convivencia. Blanca acababa de recibir la residencia permanente y eso abría el camino para que Hugo saliera de la clandestinidad, de una estadística que supera los 10.5 millones de personas indocumentadas en Estados Unidos.
Pero Hugo soñaba con volver a México.
—Me contaba de un río de agua cristalina en Actopan que se llama el Descabezadero y desemboca en el mar del Golfo. La voluntad de él era que nos muriéramos de viejitos allá, quedarnos allá, era nuestra ilusión. Me enseñaba fotos y me enamoré de ese río bonito. Nomás había que esperar a que crecieran los niños. Construyó una casa allá para nosotros. Todos esos planes que teníamos pasan como un sueño, y duele.
Creció cerca del río, donde comían frijol y maíz recién cosechado, en un pueblo que era verde. Empezó a trabajar a los 13 años en el campo con su padre y su tío, y después cargando mercancías en un triciclo por los cerros del pueblo. Antes de migrar era una chico de piel rosada que danzaba para la Virgen de Guadalupe en las fiestas del pueblo. Migró apenas salió de la adolescencia porque esa tierra fértil se fue poniendo seca. Y si no regresó fue por eso: el ganado se muere, no crece el frijol, los aguaceros son un milagro y las ciudades quedan lejos.
—Acá lo que hace uno es vivir, mi niña —dice su padre Pablo—. Vivir y no hacer nada en la vida. Y allá, que Dios te proteja, progresa uno más, pero trayendo el dinerito para acá.
Allá, Estados Unidos.
«En Estados Unidos viven 12 millones de personas que nacieron en México y 26 millones de segunda o tercera generación; Hugo, como ellos, alimentó el casi 3% del PIB mexicano con el envío de remesas».
Lo más triste para Pablo es que su hijo haya vivido trabajando setenta y ochenta horas por semana, el doble de lo normal, incluso durante la pandemia. Cargar y descargar todas esas horas, cargar y descargar con el cuerpo sobre un montacargas. De hecho, tuvo una operación de várices porque le sangraban con cualquier roce. Horas antes de morir estuvo con su tía María Rosa, que era como su mamá en este país extraño. Hugo la contagió y ella se quedó para cuidarlo. María Rosa le daba masajes con una crema en las piernas. Era un trabajador sin tiempo para comer bien, no hacía ejercicio, no dormía bien. Y muchas veces iba a la procesadora los domingos. Con los años fue contrayendo hipertensión, obesidad y diabetes, tres enfermedades que lo dejaron indefenso ante el coronavirus.
Con su salario mandaba 200 dólares cada quincena a sus papás en Veracruz, que les servían para comprar insulina y otras medicinas; Blanca dice que en Dallas nunca faltó nada en su casa. En Estados Unidos viven 12 millones de personas que nacieron en México y 26 millones de segunda o tercera generación; Hugo, como muchos de ellos, alimentó el casi 3% del PIB mexicano con el envío de remesas.
El acta de defunción dice que falleció a las 5:38 a.m. del 25 de abril en el Hospital Metodista de Dallas, cuarenta minutos después de que una ambulancia lo trasladó con un ataque desesperante de tos seca, falta de oxígeno y fiebre. Subió por su propio pie y los paramédicos lo sentaron en la parte de atrás sin que nadie pudiera acompañarlo.
Le aterraba la idea de morir solo. Y así murió.
Cuando sus cenizas llegaron el 14 de mayo a La Reforma, cinco personas le rezaron el novenario. Al día siguiente acudieron los tíos, los primos, el padrino de comunión. Su hermana Patricia dice que usaron cubre bocas y que el pueblo está tan aislado que no han tenido contagios.
Después de dos días de velar los restos, el sábado sepultaron a Hugo en el panteón del pueblo sobre una colina. Subieron en procesión bajo un sol ardiente. Patricia por delante con una cruz de madera roja hasta el piso, arrastrando los pies, y la seguía un coro de jóvenes con gorras, mujeres con sombrillas y niñas con sombreros de paja.
Guardaron sus cenizas en un cofre blanco con flores frescas que Patricia fue acomodando encima. Antes de cerrarlo para bajarlo a la fosa, don Pablo se acercó a los restos. Con su mano derecha intentó dibujar una cruz en el aire sobre las cenizas, persignando a su hijo. Patricia llegó hasta su padre y con delicadeza le tomó su mano derecha, como si fuera un niño, y le guió los dedos para ayudarlo a bendecir a Hugo. Después cerró el cofre. Tomó a su padre cariñosamente de la espalda y se fue caminando con él hasta un costado. Hugo tenía los ojos de su padre.
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