Tiempo de lectura: 4 minutosA la presentación de su primer libro no fueron más que sus editores. Eduardo Antonio Parra era un treintañero que acababa de publicar Los límites de la noche, una serie de nueve cuentos en los que un conjunto de criaturas nocturnas ahogadas de apetitos y deseos anunciaban el que sería su estilo narrativo, uno capaz de bufar brutalidad y destilar erotismo. Aquella tarde de 1996, sin embargo, nadie se acercó a escuchar al periodista Sergio González y al crítico Christopher Domínguez, quienes presentaban al mundo a este nuevo escritor.
La charla fallida ocurría en el bar El hijo del cuervo, donde solían reunirse escritores al sur de la Ciudad de México. Parra había viajado desde Monterrey donde vivía tras escuchar por teléfono a Marcelo Uribe, director de Ediciones Era, decirle durante sus vacaciones familiares en Mazatlán que su libro era publicable. Los límites de la noche eran resultado de tardes despiadadas en las que Parra dejaba sus manuscritos al acecho de Hugo Valdez, Ramón López Castro, Ruben Soto y David Toscana. Los jóvenes obsesionados de la literatura que se autodenominaron grupo Panteón, que pasaban tardes enteras sometidos al descarnamiento de la crítica mutua. Todavía después de seis meses de la presentación, Parra no había perdido la esperanza de la mención en alguno de los suplementos culturales que compraba cada fin de semana, hasta que por fin apareció una reseña en Vuelta, escrita por el mismo Domínguez.
Veinte años después, Marcelo Uribe recordaría en una presentación con el público de un escritor consolidado, que Los límites de la noche se trataba de un libro sorprendentemente perfecto, sin una coma de más, sin un punto faltante. Un libro fundamental en la columna vertebral de su vida editorial. Un libro con el que surgió un escritor.
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Eduardo Antonio Parra creció imaginando los relatos de dos abuelas narradoras. La de Durango le hablaba al niño de personajes norteños que no tenían hacia dónde voltear en medio de desiertos solitarios, y la de Guanajuato le susurraba acerca de historias góticas que involucraban a Dios, el Diablo y el pecado. Ambas cuidadoras tenían su propia respiración mientras se conducían al asombro, y esas respiraciones serían tiempo después una de las aspiraciones del escritor: lograr el ritmo de aquellas palabras lejanas en la ficción de una noche con vida propia, en la que los derrotados y marginales que todos ignoran salen a deambular.
«Ambas cuidadoras tenían su propia respiración mientras se conducían al asombro, y esas respiraciones serían tiempo después una de las aspiraciones del escritor».
Nació en León, Guanajuato, en 1965 a capricho del ginecólogo de su madre. Vivió sus dos primeros años en Celaya, y otros dos en Irapuato. Pero a los cuatro, cuando escuchó hablar del norte y desconocía de territorios geográficos, comprendió que partirían lejos por el trabajo de su padre que era funcionario bancario del Banco del Comercio del Bajío. Entonces llegó a Linares, en Nuevo León, a crecer rodeado de ranchos en los que veía cómo castraban a las reces, a nadar en el río, y a llenarse los ojos de las carreteras por las que viajaba la familia. A los 13 años el carácter nómada resurgió y partieron a Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde no sólo resintió la violencia de la ciudad, sino que la convirtió en su principal obsesión.
“La violencia me fascina en el sentido de que no puedo mover la mirada de ella. Creo que todos los textos que he escrito sobre violencia son una especie de exploración para tratar de encontrar su origen, el origen del mal. Y por supuesto, estoy convencido de que todo eso lo traemos los seres humanos dentro, y que cuando no lo sacamos es porque la reprimimos muy bien con cultura, con educación, pero es parte de la naturaleza”, dijo a Gatopardo el año pasado en la FIL.
Parra tiene una barba crespa y un vozarrón de eco kilométrico, pero eso no impide que pueda convertirse en una prostituta sensual a la que el miedo invade en el carro de un desconocido, en un joven bellísimo en medio de una orgía, o en un frustrado sin oficio desgarrándose entre instintos y pasiones. Es poseedor de una pluma que excava en los orígenes de la violencia, con esa manía ha escrito libros de cuento, como Tierra de nadie (1999), Nadie los vio salir (2001), Parábolas del silencio (2006), la recopilación Sombras detrás de la ventana (2010), Desterrados (2013), y Ángeles, putas, santos y mártires (2014). Y las novelas Nostalgia de la sombra (2012), y Juárez. El rostro de piedra (2008).
«La violencia me fascina en el sentido de que no puedo mover la mirada de ella. Creo que todos los textos que he escrito sobre violencia son una especie de exploración para tratar de encontrar su origen, el origen del mal».
Desde Los límites de la noche (1996) hasta Laberinto (2019), su más reciente novela, las ilusiones fracasadas, las posibilidades del amor y del perdón, y el recuento de dolores y rencores invaden a seres marginales y aparentemente condenados.
“Desde el principio me interesaron muchísimo estos personajes, como los vagabundos, siempre que los veía yo pensaba: tiene una historia que a mí me interesa conocer, y si no conocer, imaginarla y contarla. Es gente que nadie toma en cuenta, que pasa desapercibida. Viven en los bajos fondos. Yo creo que sí podrían sobrevivir en otros niveles. La mayoría de los personajes pueden ser degradados, pueden ser perversos pero siempre hay una pizca de nobleza, una pizca de esperanza en ellos, yo creo que sí podrían dar el estirón”, asegura.
A Eduardo Antonio Parra le atraían los cárteles cuando tenían de por medio la honorabilidad y códigos similares a los de los mafiosos italianos. En un intento por comprender cómo la violencia transforma a sus víctimas, escribió Laberinto un relato hablado desde la nostalgia con que El Profesor y Darío recuerdan, nueve años después, en una cantina el día en que dos bandas criminales arrasaron con su pueblo, El Edén.
“Con la gente invisible y con las víctimas de la violencia cerramos los ojos y volteamos para otro lado. Aunque digamos, ¡Ay, pobrecito, hay que hacer algo!, nadie hace nada. En cambio si lo ves trabajados en una obra literaria te metes en su interior al leer y empatizas y sientes las consecuencias de la violencia que no has vivido, y si te ha tocado, a lo mejor una novela te parece un chiste, pero si no vas a decir ¡oye, sí está bien grueso, hay que pararlo!, concluye el escritor que tiene que irse.