Joe Biden no es suficiente
Joe Biden ganó en Wisconsin y logró con ello devolver al partido demócrata los 10 votos del Colegio Electoral que Hillary Clinton perdió en la elección de 2016. Sin embargo, la coalición que lo llevó al triunfo está lejos de ser un grupo compacto con exigencias homogéneas. Una crónica sobre la reacción que provocó la victoria del demócrata entre los jóvenes del estado de Wisconsin.
“They call me Radical”, respondió con voz grave y profunda cuando le pregunté su nombre. Sus largas rastas negras recogidas en una cola de caballo se sacudían al ritmo del rap que sonaba a los pies del capitolio de Wisconsin. Había unas 60 personas reunidas esa noche: algunas portaban carteles contra Trump, otros bailaban para entrar en calor o aguardaban abrazados en las escalinatas del edificio, que es la sede legislativa del estado.
—¿Por qué te llaman Radical? —le pregunté.
Su sudadera amarilla con la leyenda “CUENTEN CADA VOTO” resaltaba bajo su rostro de piel oscura y barba negra.
—Porque creo que cualquier medio posible es válido para conseguir la justicia, —me respondió, subiendo la voz como para que sus compañeros lo escucharan.
—¿Incluso la violencia?
—Cualquier medio posible —me confirmó, sonriendo, mientras seguía moviéndose al ritmo de “Savage” de Megan Thee Stallion. Segundos después, aclaró:
—Nosotros nunca vamos a ser los que inicien la violencia. Pero sí nos vamos a defender. Yo no voy a ser de esos que se quedan filmando con el celular mientras un policía mata a un negro.
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«Radical» es el seudónimo que usa para los eventos públicos y al interior de los Black Umbrellas (Paraguas Negros). Los fundadores de esa organización se conocieron en las calles de Madison durante las protestas de junio, que detonó el asesinato de George Floyd en Minneapolis a manos de un policía que lo sometió contra el asfalto hasta la asfixia. “Desde entonces nos juntamos todos los días para trabajar por nuestra comunidad”, me contó Radical. “Hacemos de todo: recaudamos dinero para darle comida y ropa a quienes lo necesitan, organizamos eventos para generar conciencia sobre el racismo, hablamos con legisladores y defendemos a nuestros hermanos cuando vemos que la policía está abusando”. Los Black Umbrellas llevaban más de 120 días reuniéndose en ese mismo lugar, el “campo de batalla,” como le llaman ellos. Pero esa no era una noche cualquiera. Era martes 3 de noviembre y el grupo esperaba los resultados de la elección presidencial, mientras Estados Unidos se iba a dormir sumido en la incertidumbre. — ¿Qué candidato te gusta? —le pregunté. —Ninguno —me respondió en seco. —¿No crees que ninguno de ellos sea peor que el otro? —Ah, eso es distinto. Trump es un pinche racista que se ha dedicado a esparcir odio. Tenemos que sacarlo de la Casa Blanca. Pero eso no quiere decir que las cosas vayan a cambiar simplemente porque llegue Biden. Aunque los métodos que defiende Radical no sean los que apoya la mayoría, una parte importante de la comunidad afroamericana comparte su decepción ante las opciones en la boleta y coincide en que una derrota del Partido Republicano en la elección presidencial no es suficiente para creer que la justicia racial va a mejorar. “Los funcionarios no hacen cosas sólo por buena voluntad”, me asegura John Eason, profesor de sociología de la Universidad de Wisconsin (UW). “Si no tenemos protestas y activistas presionando, no habrá un cambio en las políticas públicas. Para que Biden se mueva hacia una agenda que tenga verdadera equidad racial, va a tener que haber presión. Él sigue siendo un hombre viejo y blanco; es parte de su ethos personal”, concluye Eason, quien es también fundador y director del Laboratorio de Justicia de la UW. La mañana siguiente, el centro de la ciudad de Madison lucía desierto. Las calles vacías y los comercios cerrados evidenciaban la preocupación por que las protestas sociales pudieran salirse de control, un temor que se había extendido durante meses. Tablones de madera cubrían los ventanales de las calles aledañas al Capitolio de Wisconsin y, sobre ellos, decenas de consignas en grafiti: “Que muera el capitalismo”, “Alto al silencio, alto a la violencia”, “Defendamos a la infancia negra”, “Retiren los fondos a la policía”. Dibujos, poemas, esténciles y pósters acompañaban los grafitis para terminar de dar a la ciudad el aspecto de una sede de guerra civil. Esa tensión no era reciente ni estaba sólo vinculada al proceso electoral. Los tablones y los grafitis aparecieron con las protestas del verano y desde entonces se han convertido en parte de la escenografía cotidiana, como un recordatorio permanente de las injusticias raciales que existen en el país y, particularmente, en ese estado. Wisconsin ha sido catalogado en múltiples rankings como el peor lugar para vivir para los afroamericanos con base en criterios de disparidad salarial, disparidad educativa, encarcelamientos masivos y falta de acceso a vivienda. A unos kilómetros del Capitolio, el ambiente era distinto. Los colores de los árboles entre los edificios de la Universidad de Wisconsin cubrían desordenadamente la gama completa de la transición otoñal, del verde lima a los troncos pelones, pasando por el rojo intenso y el ocre. El lago Mendota bordea los límites de la Universidad y la enmarca como si fuera una costa. Afuera del Sindicato de Estudiantes, cientos de jóvenes de licenciatura estaban sentados sobre el pasto de la explanada. Al ver a un primer grupo cuyos integrantes tenían los ojos clavados en sus computadoras, me acerqué, con la certeza de que estarían siguiendo los resultados de la elección. Me equivoqué. En realidad, tomaban clases en línea, obligados a mantenerse fuera de las aulas por la Covid-19. La elección no lo es todo. La vida cotidiana seguía su curso y, con ella, los exámenes y las clases de química, matemáticas y literatura inglesa. Pero la política les importa: la mayoría de ellos votó por primera vez este 2020 y aceptaron inmediatamente hablar del tema. Esa no era una noche cualquiera. Era martes 3 de noviembre y el grupo esperaba los resultados de la elección presidencial, mientras Estados Unidos se iba a dormir sumido en la incertidumbre. Rachel tiene una actitud ligera que va bien con su pelo alborotado y su suéter holgado de estambre color oliva. Cuando me acerqué, estaba sentada comiendo lunch con cuatro amigas a las orillas del parque. Creció en California y sus padres siempre han votado por el Partido Demócrata. Su padre es el Fiscal de Distrito del condado de Santa Clara y su madre es juez federal. Creció escuchando hablar de política en su casa. –Elizabeth Warren era mi favorita –dijo cuando le pregunté a quién le hubiera gustado ver en la boleta–, pero sabía que una persona tan liberal como ella no iba a ganarle a Trump y por eso voté por Biden en ambas ocasiones. En la elección interna y en la de ayer. Ben, del otro lado de la explanada, guardaba sus libros para irse a su departamento. Sus padres son judíos iraníes que tuvieron que salir huyendo de su país por la persecución religiosa. Ellos siempre han sido republicanos, pero Ben votó contra Trump. “No estoy de acuerdo con algunas de las posturas más progresistas del Partido Demócrata en materia económica, pero no puedo apoyar a un presidente racista o que le cierra la puerta a los inmigrantes como mi familia”, me dijo con una mirada muy seria. Unos metros a la izquierda, echados sobre el pasto, J.C. y su novio hablaban de la elección. –Mi papá es el único republicano serio que conozco –dijo J.C. Ella y su padre tienen una muy buena relación y comparten el gusto por el campismo, pero tienen diferencias políticas. –Durante las elecciones primarias –continúa–, le hablé para preguntarle si votaría por alguno de los precandidatos demócratas si estuviera en la boleta contra Trump. Cuando me dijo que Biden, supe que tenía que votar por él para convencer a más republicanos moderados, aunque a mí el que me gustaba era Bernie Sanders. Las historias siguen. Prácticamente todos los estudiantes con quienes hablé votaron por Biden, pero ni uno solo parecía emocionado con su ya previsible victoria. –¿Por qué crees que los estudiantes demócratas no están emocionados? –le pregunté a Karla, una joven socialista que está recolectando firmas para los Socialdemócratas de América cerca del área. Su jumper color rojo y su pañoleta multicolor le daban un aspecto amigable a su rostro cubierto de pecas. –La gente ya se dio cuenta de que este modelo no funciona. Está muy bien que pierda Trump, pero en mi generación estamos preocupados porque no podemos pagar la universidad, por el cambio climático y porque la riqueza se concentra en manos de un grupo cada vez más pequeño. Eso no lo va a cambiar Biden. Joe Biden ganó en Wisconsin y logró con ello devolver al partido demócrata los 10 votos del Colegio Electoral que Clinton perdió en la elección de 2016. Sin embargo, la coalición que llevó a Biden al triunfo en el estado está lejos de ser un grupo compacto con exigencias homogéneas. Para Karla y J.C., Biden no es suficientemente socialista; para Rachel, no es suficientemente liberal; para Ben, no es suficientemente moderado; y para Radical, Biden no está suficientemente comprometido con la justicia racial. Para ninguno de ellos es suficiente. Y, como era de esperarse, del otro lado del espectro el escenario es aun más complejo para el presidente electo. Cien kilómetros al norte de Madison, sobre la carretera 26 con dirección a Green Bay, Anne Marie vive en una casa de madera vieja que alguna vez fue azul. En el camino que conduce a Rosendale, los campos de trigo pintan un horizonte de dorado, que sólo interrumpen vacas y enormes tractores estacionados. La casa de Anne Marie está casi a la entrada del pueblo y se hace notar por las banderas y letreros de apoyo a Trump en las ventanas. Esa mañana, cuando llamé al timbre y me presenté, las tendencias ya señalaban una victoria inevitable para Biden a nivel nacional. –Estoy realmente decepcionada de los resultados –me dijo mientras se acomodaba el catéter que le transmitía un medicamento para dilatar los vasos sanguíneos. Anne Marie, de 24 años, es alta, robusta y tiene la piel color leche. Sus ojos tristes me sugerían una historia dolorosa que ella misma me confirmó. –Hasta hace un año, trabajaba haciendo pruebas de calidad en una fábrica de jugos cercana, pero hace un año me diagnosticaron hipertensión pulmonar –me dijo con un suspiro y desviando la mirada. Su enfermedad no tiene cura y sabe que difícilmente podrá volver a trabajar el resto de su vida. Ahora pasa el día frente al televisor o la computadora, porque cualquier otra actividad le cansa demasiado. En el condado de Fond du Lac, donde está el pueblo de Rosendale, Trump se llevó el 62% de los votos. –Aquí todos somos republicanos –me explica–, pero es porque nosotros sí nos informamos de lo que está pasando en el país. La gente en las ciudades está tan ocupada que no tiene tiempo para hacerse un criterio propio y cree todo lo que dicen los medios. –¿Crees que podría haber un fraude? –le pregunto, haciendo alusión a las denuncias de Trump, que ya llevaban un par de días en los medios. –El fraude ya sucedió –me respondió–. Los medios se dedicaron toda la campaña a decir mentiras de Trump y a encubrir la realidad sobre Biden. Los demócratas no saben por quién votaron. Biden tiene demencia senil y no será él quien tome las decisiones. A los pocos minutos, el padre de Anne Marie salió de la casa y nos encontró en el porche hablando. George llevaba gorra y chamarra verdes de los Packers de Green Bay. Después de explicarle el motivo de la entrevista, me miró fijamente en silencio por unos segundos. –Biden es un lunático –dijo finalmente–. Nos van a gobernar los demócratas radicales, ya lo verás. Y si el tipo muere, que es muy probable, por su edad, será Kamala. ¡Imagínate!: ¡una socialista! —¿Usted cree que hubo fraude? —le pregunté. —Por supuesto. Los demócratas se han dedicado años a registrar votantes muertos y migrantes indocumentados. Luego se despidió rápido y anunció que tenía que partir rumbo al trabajo. Antes de irme, le pregunté a Anne Marie sobre las protestas contra la brutalidad policiaca racista. –Claro que las vidas de los negros importan, pero también las de los hispanos, las de los asiáticos y las de los blancos –me dijo en tono de reproche–. Los manifestantes quieren que todo en Estados Unidos se trate de ellos y no les importa usar la violencia. Han destruido estatuas, oficinas de gobierno, comercios; quieren quitarle los fondos a la policía… y ahora resulta que no podemos decirles nada porque son negros. Anne Marie no es un caso excepcional. A pesar de que el 93% de las manifestaciones fueron pacíficas, las imágenes de los edificios vandalizados y los autos en llamas se convirtieron en un efectivo artículo de propaganda de la campaña de Trump. Después de la elección, 88% de los votantes republicanos señalaba que las protestas contra la violencia racial influyeron en su decisión electoral. Los carteles de “Defendemos a la Policía” son casi tan populares en Rosendale como los letreros a favor del presidente. Para Karla y J.C., Biden no es suficientemente socialista; para Rachel, no es suficientemente liberal; para Ben, no es suficientemente moderado; y para Radical, Biden no está suficientemente comprometido con la justicia racial. Para ninguno de ellos es suficiente. La confirmación del triunfo de Biden llegó cuando ya estaba de regreso en Washington D.C. Las calles se llenaron de euforia cuando los medios confirmaron la noticia. Grupos de jóvenes se rociaban cerveza en la calle, la gente gritaba, los automovilistas tocaban el claxon en señal de victoria. Se escuchaban repetidamente el himno de Estados Unidos, consignas contra Trump y clásicos americanos como YMCA. D.C., una ciudad donde 93% de los ciudadanos votaron por el Partido Demócrata, se perdía en el frenesí de la victoria ese sábado 7 de noviembre. —¿Qué les emociona? —le pregunté a dos jóvenes latinas que celebraban con playeras de Biden frente a la Casa Blanca. —¡Que Trump se va! —me contestó una. —¡Por fin terminó la pesadilla! —respondió la segunda. Aunque la euforia era embriagante, sería también pasajera. En esta ciudad, las explosiones de sentimientos políticos son intensas y mediáticas, pero difícilmente trascienden el ciclo noticioso. Pienso en las decenas de veces que he recorrido esas mismas calles durante el último año: acompañando a manifestantes que acusaban a Trump de corrupción y querían sacarlo de la presidencia antes de la elección; a migrantes indocumentados que exigían un camino a la ciudadanía; a quienes lloraron la muerte del activista John Lewis y, después, a quienes lloraron la de la juez Ruth Bader Ginsburg; a las mexicanas que denunciaban desde aquí la violencia feminicida; a los adolescentes que marcharon junto a Greta Thunberg en defensa del medio ambiente; y a las multitudes que inundaron las calles en el verano en protesta contra el racismo sistémico. En efecto, la emoción se apagó pronto. Al día siguiente, la ciudad regresó a la vida cotidiana y, justo una semana después, miles de personas del bando opuesto se reunían en estas mismas calles para marchar contra lo que consideran un fraude electoral. Los carteles de Biden habían sido sustituidos por banderas de Trump, imágenes religiosas, playeras con dibujos de armas y cientos de letreros que exigían que se volvieran a contar los votos. Joshua es de Texas. Tomó un vuelo esa mañana para poder estar en la marcha y mostrarle su apoyo al presidente Trump. –Ésta es una batalla del bien contra el mal –me dijo mientras caminamos. Tiene 19 años y ésta fue la primera vez que votó. Lo hizo, como toda su familia, por el Partido Republicano. Su atuendo estaba cargado de símbolos: una gorra roja con la leyenda “Make America Great Again”, una pequeña Biblia en la mano y una playera con el versículo de Josué 1:9, en el que Dios le dice a Josué (Joshua, en inglés) que se esfuerce y sea valiente. –Si se confirmara la evidencia de fraude y de todas formas le dieran el triunfo a Biden, rezaría para ver qué es lo que Dios quiere que haga –dijo–. Me costaría trabajo tomar un arma, pero también sé que en distintos momentos de la historia, Dios ha inspirado a los hombres a luchar. Continuó hablando con la mirada al frente, siguiendo a la multitud: –Si nuestros padres fundadores no hubieran peleado contra los británicos, no tendríamos este país donde millones de personas han encontrado la libertad. —¿Sabes de otras personas que ya se estén organizando para una rebelión armada? —le pregunté. —Sí, hay mucha gente —me aseguró, sin darme datos precisos. Ninguno de los manifestantes a los que entrevisté me dio datos precisos sobre el supuesto fraude; nadie parecía tener pruebas, pero tampoco dudas al respecto. Cuando mucho, se quejaban de una elección mal organizada y repetían algunas teorías de conspiración: “Los conteos se detuvieron a la mitad de la noche”; “A mí me llegaron dos boletas y a mi esposo, cuatro”; “A mi primo en Arizona le dieron un plumón que rompió la boleta a la hora de marcarla, por la humedad. Su voto no contó”; “Las máquinas de Georgia fueron las mismas que se usaron en Venezuela para hacer fraude a favor de los socialistas”. Pero incluso de ese lado de la contienda, la emoción pasó pronto. Horas más tarde, la capital estadounidense había vuelto a la realidad pandémica. Sin oficinistas, estudiantes ni turistas, las calles lucían vacías. El silencio apareció como recordatorio de que la elección no había resuelto la crisis de salud. Los restaurantes y comercios del centro de Washington seguían cerrados y había personas pidiendo dinero afuera de la estación de metro de China Town. Volví a hablar con Radical el lunes por la tarde. Me contestó apurado. Él y los Black Umbrellas estaban repartiendo comida y alimentos en comunidades marginadas de negros en Wisconsin. Una parte del país seguía sin creer que Biden fuera el presidente electo, mientras que para la otra, el ganador simplemente no era buena noticia suficiente. Los Estados Unidos de América siguen siendo los mismos.
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