Tiempo de lectura: 4 minutosLa noche del 14 de enero, la Fiscalía General de la República anunció que no ejercerá acción penal contra el exsecretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, por lo tanto, no será juzgado en nuestro país por supuestos vínculos con el narcotráfico. Hoy, la mayor parte de la discusión pública se centra en la decisión a favor del general o en las faltas de ortografía en los mensajes de Blackberry interceptados por la DEA. El gran problema es que así pasamos por alto la omisión de la FGR de investigar en un sentido mucho más amplio los vínculos de las autoridades mexicanas –estatales y federales, civiles y militares– con el narco en Nayarit, en un caso que en 2019 colocó tras las rejas en Estados Unidos a quien fue fiscal de esa entidad, Édgar Veytia. Cienfuegos pudo o no haber participado, pero los hechos dejaron en territorio mexicano una estela de delitos impunes y víctimas sin acceso a la justicia.
Tenemos, por un lado, a Nayarit que, según la Subsecretaría de Derechos Humanos de Segob, encabezada por Alejandro Encinas, se encuentra en el grupo de estados con más narcofosas del país. Por otro lado, a varios miles de kilómetros, en EUA, tenemos al exfiscal estatal cumpliendo una sentencia de 20 años de prisión por aceptar sobornos del cártel H-2 y ayudarlo a producir y traficar entre 2013 y 2017 heroína, cocaína, metanfetamina y marihuana desde esa entidad al país vecino. La madeja de indagatorias respecto a este caso soltó un hilo que, de acuerdo con la DEA, lleva al titular de la Sedena durante el sexenio de Enrique Peña Nieto. Por ahora, esto último no es asunto juzgado. Sin embargo, ni entonces ni ahora, nuestro sistema de procuración de justicia ha llevado ante un juez a funcionario público alguno involucrado con el narco y su violencia en Nayarit. De ningún nivel. Ni civil ni militar. Ni grande ni pequeño. A nadie que se sepa. Es un hecho que se cometieron delitos federales serios, pero no fue ni la entonces PGR ni la hoy FGR quienes realizaron las investigaciones que lograron la sentencia contra Veytia −quien se declaró culpable de las acusaciones−. Lo hicieron en conjunto la DEA, el FBI y HSI (Homeland Security Investigations).
El contexto de la acusación contra Cienfuegos es el siguiente: Fue detenido en Estados Unidos en octubre de 2020 en cumplimiento de una orden de arresto emitida por la jueza Vera M. Scanlon en agosto de 2019. Para conseguir esa orden, un Gran Jurado, al que la Fiscalía de Nueva York presentó elementos de prueba, determinó que había causa probable para acusar a Cienfuegos de tráfico de drogas a Estados Unidos y lavado de dinero –en colaboración con el cártel H-2 de Nayarit– y para llevarlo a juicio en una corte federal. En una audiencia posterior, otra jueza, Carol B. Amon, sería la encargada de valorar los datos de prueba presentados por la fiscalía.
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Sin embargo, el proceso penal no llegó a este punto. El general se libró o, mejor dicho, lo libraron del juicio. Se salvó de que una jueza, ajena a las pugnas políticas en México, hiciera su valoración de la evidencia. Esto no pasó porque el gobierno mexicano intercedió por Cienfuegos. Con el argumento de que las instituciones de nuestro país no fueron informadas de la investigación contra el exfuncionario, la Secretaría de Relaciones Exteriores solicitó que el militar fuera enviado de regreso a México con el compromiso de dejar el proceso en manos de la FGR. La fiscalía estadounidense retiró los cargos con el sorpresivo argumento de que había “consideraciones sensibles e importantes de política exterior” que sobrepasaban el interés del gobierno de EUA de enjuiciarlo. Con Cienfuegos en territorio mexicano, a quienes lo cuestionaron en conferencia de prensa sobre si la medida se trataba de una maniobra para favorecer al general mediante la impunidad, el presidente López Obrador pidió: “Tengan confianza […] Estamos sentando las bases de una nueva forma de impartir justicia”.
El balón quedó entonces en las manos de la FGR, y una parábola viene a cuento:
Érase una vez un niño al que no le gustaba hacer su tarea. Su coartada de siempre era culpar a sus compañeros de equipo de no compartirle uno material u otro. Llevaba tiempo saliéndose con la suya. Llegó el día en que sus omisiones quedaron en evidencia. Lo enviaron a casa con un problema especialmente complicado, uno que no podía despacharse rápido y al mismo tiempo resolverse bien. Uno de sus compañeros le compartió un acordeón, eran unas notas mal hechas y en desorden, de algo le podían servir. Pero el niño esperaba mucho más que eso. Sin decir más, se tomó algunas semanas y entregó su encargo. Al ser cuestionado por no resolver el problema, arremetió contra el autor de las notas desordenadas, lo acusó de hacer un trabajo deficiente. El niño pretendía que le mandaran toda la tarea resuelta.
El niño es la FGR y el acordeón, el material recopilado por la DEA y enviado al gobierno mexicano por el entonces fiscal general de Estados Unidos, William Barr. Aunque la fiscalía mexicana tiene como uno de sus fines institucionales investigar y esclarecer delitos federales –entre ellos, el tráfico de drogas, que normalmente ocurre aparejado del tráfico de armas de fuego, asesinatos y desapariciones forzadas–, el fiscal reclamó que no le hayan enviado toda la evidencia que inculpa a Cienfuegos; quería que le enviaran la tarea hecha. Por si fuera poco, entre los defensores de la decisión de la FGR existen varias ideas equivocadas: que los indicios de la DEA tenían que ser suscritos tal cual por Gertz como única evidencia, que la fiscalía no podía realizar su propia investigación y, peor aún, que esta no podía ampliarse a otros funcionarios mexicanos posiblemente involucrados.
Cuando el presidente y el canciller dieron una explicación pública sobre la decisión de la FGR, Marcelo Ebrard lanzó una pregunta fundamental. Le dio al clavo. “Ah, ¿para que haya credibilidad tiene que haber una condena (contra Cienfuegos)?” Mi respuesta es: no necesariamente, pero la credibilidad sí depende de una investigación sólida y hoy no puede afirmarse que la tengamos respecto de lo que ocurrió en Nayarit.
Las investigaciones sobre las organizaciones dedicadas al narcotráfico con origen en nuestro país y actividades transnacionales simplemente no ocurren. Tradicionalmente, las ha hecho el sistema de justicia estadounidense; aquellas contra Osiel Cárdenas, exlíder del cártel del Golfo y fundador de los Zetas, y contra Joaquín Guzmán Loera, exjefe del cártel de Sinaloa, son un par de ejemplos. Y esa es la tragedia para la justicia en México. Fieles a una costumbre infame, las autoridades mexicanas parecen negadas a investigar tanto a narcotraficantes, como a políticos y funcionarios que colaboran de una u otra forma con ellos. No hay investigación más difícil que la que no se quiere hacer.