Tiempo de lectura: 6 minutosNuestra historia feminista es larga e intensa en Argentina. En la última década, sobre todo en los últimos seis años, desde la primera marcha Ni Una Menos ocurrida el 3 de junio de 2015 –que se ha replicado cada año desde entonces–, todas sentíamos que las concentraciones y las asambleas iban convocando a cada vez más gente. Y no sólo eso. Con una tradición asamblearia heredera del estallido social de 2001 (que precedió a la renuncia del expresidente Fernando de la Rúa) y una calle diversa y policlasista en el país –donde la política estudiantil se encuentra con la sindical y con la territorial y con muchas más–, pudimos ver cómo nuestro feminismo se nutría de todas esas historias, y que nuestras movilizaciones no eran sólo demostraciones sino lugares de encuentro, debate y conflicto. La nueva ola del feminismo se construía al calor de las movilizaciones populares.
Por eso la crisis provocada por la covid-19 se sintió como una amenaza a esa construcción densa –pero potencialmente frágil– en la que venía trabajando tanto la militancia feminista: sin la posibilidad de encontrarnos físicamente, podía resquebrajarse parte de lo que hacía tan vital y sanguíneo a nuestro movimiento.
Pero eso no ocurrió.
El primer desafío fue el 3 de junio de 2020. Las decisiones de las agrupaciones feministas argentinas fueron diversas, pero el espíritu, bastante similar. Las colectivas más cercanas al gobierno (agrupaciones de partidos o frentes que forman parte de la coalición gubernamental, como el caso de Mala Junta) decidieron intentar formas de movilización a través de internet que no entraran en conflicto con las medidas de aislamiento: “tuitazos” o encuentros virtuales a través de plataformas de streaming. Algunas agrupaciones de izquierda marxista –como Las Rojas y Pan y Rosas– sí organizaron movilizaciones pequeñas en distintos puntos del país. Grupos de algunas decenas de personas se encontraron en el Congreso y en otras plazas de las provincias, con barbijos y distancia social. No hubo nunca la intención de violar el aislamiento, y los cuidados no fueron por temor a la represión policial (que no apareció) sino por un compromiso genuino con el cuidado de la salud de todes. Tanto las intervenciones digitales como las presenciales compartieron una batería de reclamos, aunque destacó la consigna que dice “los femicidios no se toman cuarentena”.
En los primeros meses del confinamiento, las feministas empezamos a cuestionar el simplismo del “quedate en casa” a la luz de algunos datos alarmantes. Entre el 20 de marzo (día en que la cuarentena se decretó) y el 31 de julio de 2020 –según datos oficiales–, se realizaron un promedio de 263 llamados diarios a la línea 144 que atiende las denuncias de violencia de género; en el mismo período de 2019, el promedio de llamados diarios fue de 196, un 25% menos. Hoy sabemos que también los femicidios aumentaron: entre el 20 de marzo y el 14 de mayo –de acuerdo con la Casa del Encuentro–, asesinaron a 49 mujeres, la cifra más alta registrada en los últimos diez años.
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La Ley de Cupo Travesti Trans fue otro reclamo sobresaliente y transversal para el sector público; si bien todavía no es una ley nacional, se convirtió en decreto presidencial el 3 de septiembre de 2020. A diferencia de lo que sucede en otros países de la región, esta causa no es mayormente un reclamo divisivo: el feminismo argentino es trans prácticamente de nacimiento y los sectores transodiantes que disputan esta historia son, por suerte, todavía minoritarios en el activismo. El decreto que se firmó en septiembre está, de hecho, inspirado en la ley de la Provincia de Buenos Aires, conocida como Ley Diana Sacayán, en homenaje a una activista indígena y travesti que militó por ella toda su vida, hasta que la asesinaron en octubre de 2015, un mes después de promulgada la ley. Tanto la Ley Diana como el decreto presidencial de 2020 prescriben que el sector público debe emplear un cupo de 1% de personal trans; la ley que seguimos reclamando propondría un cupo similar para el sector privado.
La crisis provocada por la covid-19 se sintió como una amenaza a esa construcción densa en la que venía trabajando tanto la militancia feminista: sin la posibilidad de encontrarnos físicamente, podía resquebrajarse parte de lo que hacía tan vital y sanguíneo a nuestro movimiento.
La decisión de marchar o no hacerlo se volvió aún más compleja meses después, cuando supimos que antes de terminar 2020 se trataría el Proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo en las Cámaras. En ese contexto, con los casos de covid a la baja (el pico de casos en octubre llegó a los 15 mil diarios, y en diciembre a un rango de entre cuatro y seis mil), y con la cercanía de las fiestas de fin de año, la mayoría de las agrupaciones anunció que tendría presencia tanto en el día de la votación en la Cámara de Diputados (10 de diciembre) como en el correspondiente a la de Senadores (que terminó siendo el 29). Más allá de la convocatoria, la actitud en la militancia fue invitar a cada quien a decidir con responsabilidad si era o no conveniente asistir, respetando también los cuidados por los que todes debíamos seguir haciendo tantos sacrificios.
Estuve en la calle el día de la aprobación definitiva de la ley en Senadores, y puedo atestiguar que, más allá de que, por supuesto, las conductas no eran completamente uniformes, pude circular con mis amigas con barbijo por zonas en las cuales se mantenía una distancia respetuosa. En un país en el que estamos (estábamos) acostumbrados a compartir el mate con cualquier extraño, fue raro no poder circular besando botellas y bocas en la noche que para muchas fue quizás la más importante de nuestras biografías políticas. Pero tuvo su mística, también, andar por la calle enmascaradas, a pesar de todo, encontrándole la vuelta, abrazarnos sin tocarnos las caras luego del interminable discurso del senador José Mayans, que (en un acto muy polémico al interior de su coalición) decidió votar en contra del proyecto; era imposible no sentir anticlimático ese eterno discurso final contrario a un resultado que ya era irreversible al menos una hora antes. Pero, así y todo, la mayoría de nosotras salió. Yo no pasaba una madrugada en la calle con amigas desde hacía casi un año: esa victoria fue además un reencuentro.
Este año, todavía en verano, y con la campaña de vacunación en marcha, la sensación colectiva dice que se repetirá el esquema de las movilizaciones de diciembre pasado: el colectivo independiente Ni Una Menos, uno de los más convocantes del país, al igual que AMMAR (el sindicato de trabajadorxs sexuales de Argentina que convoca, además de a sus afiliades, a muches militantes proputas), Pan y Rosas (la agrupación de mujeres y diversidad del Partido de los Trabajadores Socialistas), Mala Junta y otras agrupaciones de todo el espectro político feminista están convocando al paro y a una movilización al Congreso Nacional y a otros puntos del país este 8M, a las 17 horas.
En un país en el que estamos (estábamos) acostumbrados a compartir el mate con cualquier extraño, fue raro no poder circular besando botellas y bocas en la noche que para muchas fue quizás la más importante de nuestras biografías políticas.
No significa que no haya reservas por parte de algunas agrupaciones que prefieren no convocar abiertamente para evitar multitudes, sobre todo teniendo en cuenta que acaban de regresar las clases presenciales para niveles inicial, primario y secundario (para el 15 de marzo, se espera que todes les niñes y adolescentes vuelvan a las aulas); ese solo hecho ya implica una gran movilización de personas que no estaban saliendo de casa todos los días.
Probablemente la consigna más importante de este 8M se vincule a los femicidios y a la necesidad de reformar las instituciones judiciales y policiales para hacer frente a esta amenaza. Desde principios de 2021, varios casos –entre los que se volvió emblemático el de Úrsula Bahillo– sacudieron al país por una particularidad: las víctimas ya habían denunciado a sus asesinos más de una vez. Según una investigación especial de la periodista Flor Alcaraz para Latfem y Anfibia, las denuncias formales de Úrsula fueron al menos tres. Luego de la primera, el 9 de enero, la madre de Úrsula consiguió que le otorgaran una restricción perimetral, que el acusado Matías Martínez (un policía de licencia) violó tres veces, sin consecuencias. Tres días después del femicidio de Úrsula, el 14 de febrero, Rosita Marina Patagua fue asesinada también por un hombre al que ya había denunciado.
Estos casos pusieron en el centro a la Justicia y, sobre todo, a la policía, de cuyas filas, a su vez, han salido muchos de los femicidas de estas historias tremendas. Para el feminismo argentino, que recién en este gobierno pudo integrarse de forma clara y explícita a las filas del Estado, son momentos de mucha reflexión sobre el futuro y el presente. Permanecen las preguntas: qué es un Estado feminista y cuáles son los muros con los que la militancia choca una y otra vez en su intento de reformar instituciones con historias y legados tristes.