La fiebre del aguacate. El fruto de la discordia en Michoacán
Heriberto Paredes
Ilustraciones de Manuel Vargas
La fiebre por cultivar aguacate, fruto originario de Mesoamérica, al costo que sea solo encuentra explicación en su demanda. Estados Unidos compra miles de toneladas y el guacamole es la botana predilecta para ver el Super Bowl. Michoacán, cuna de este cultivo, es un territorio asediado por la violencia, donde los campesinos y pequeños productores se enfrentan a un monocultivo intenso, sequías frecuentes y la sobreexplotación de los recursos naturales. Hoy las ganancias del “oro verde” se antojan millonarias.
A los pocos días de la caída del muro de Berlín, en 1989, las personas que habían vivido en Alemania del Este se encontraron con que los supermercados estaban repletos de plátanos y la gente les regalaba racimos de éstos como gesto de bienvenida al mundo “libre”. Plátanos y chocolates eran, en Europa, símbolo de libertad; del otro lado del mundo, en cambio, en Centroamérica y el Caribe, estaban al centro de una realidad de trabajo forzado, destrucción de comunidades y erosión de la tierra. Modas y crisis no solo van de la mano, sino que forman parte de un ciclo perverso.
El aguacate se encuentra hoy en un cenit de la moda parecido. Lo llaman el “oro verde”, pero quienes lo recolectan trabajan duras jornadas y, en ocasiones, son víctimas de una violencia que no termina; un oro cuya producción conlleva consecuencias graves para el medio ambiente —nada distinto del metal precioso— y pone en riesgo la supervivencia de otras fuentes agrícolas locales, que no pueden competir contra esta agroindustria. Según datos oficiales de Michoacán —el epicentro de este reino en México—, el aguacate deja, año con año, una ganancia de 70 mil millones de pesos tan solo de la exportación directa con la Unión Americana. Existen hoy oficialmente alrededor de 75 mil productores, sin embargo, esta cifra se ha disparado desde 2016, cuando la Asociación de Productores y Empacadores Exportadores de Aguacate de México (APEAM), una asociación civil, registró 20 mil 500 productores afiliados en el país.
Esta tendencia no es reciente. Hacia finales de los ochenta, el mercado estadounidense comenzó a perfilar el aguacate como parte de una dieta saludable, lo que fortaleció la producción interna, específicamente, en California. En ese momento, no había exportación mexicana —incluso estuvo prohibida durante setenta años—, sin embargo, para finales de los noventa, este cultivo emigró en sentido opuesto: la producción estadounidense creció exponencialmente gracias al traslado del negocio a tierras mexicanas, lo que motivó el cultivo local bajo los estándares de calidad norteamericanos. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994 fue crucial y también el fin del veto del producto mexicano. El costo de la producción se redujo y las condiciones climáticas en Michoacán (de clima templado, boscoso y con alto nivel de agua) mostraron ser las idóneas para que el negocio se desarrollara exitosamente.
En algún punto, cuando la idea de las “grasas buenas” de este fruto ya había cundido, a alguien se le ocurrió que comer un pan tostado con aguacate encima era buena idea. La combinación se hizo tan popular que tuvo un alcance mundial y los comerciales televisivos empezaron a promocionarlo como el nuevo desayuno predilecto de este siglo. En Nueva York hay lugares como Avocaderia, que se anuncia como “bar de aguacate” o Avocado Apetit, donde ofrecen menús innovadores a partir de este ingrediente, y lo mismo ocurre en las principales ciudades de países como Francia y Alemania. En la exclusiva cadena de supermercados Whole Foods, en Nueva York, el costo del aguacate Hass es de 1.49 dólares la pieza, mientras que el orgánico tiene un costo de 1.99 dólares; ambos tipos provienen de Michoacán.
El mercado de ese estado está dirigido casi exclusivamente a los millones de toneladas de aguacate que se envían a nuestro vecino del norte. El 26 de enero de 2021, el diario Milenio estimó que cada siete minutos se envía un camión de Michoacán a Estados Unidos para atender la demanda que se calculaba para la más reciente edición del Super Bowl. Según las cifras que se publicaron en El Economista, al final de la temporada de venta (junio de 2020) se alcanzó una cifra récord, de un millón 272 mil toneladas. Otros países, como República Dominicana, Perú y Chile, compiten por estar entre los primeros cinco productores, pero el estado mexicano sigue siendo el “reino” de este fruto, como indica un monumento a la entrada de Tancítaro, a seis horas de la Ciudad de México, una localidad con cerca de 30 mil habitantes y que se considera la capital mundial del aguacate. Esta escultura minimalista representa un aguacate y, a manera de hueso, tiene un globo terráqueo: un homenaje a la fuerza de este negocio, pero también un recordatorio permanente de las disputas que su producción ha generado; de la violencia y la ambición que acompañan a este monocultivo.
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En el centro de Michoacán, territorio lleno de sorpresas y paisajes alucinantes, hay una amplia zona boscosa que rodea lagos como Pátzcuaro y Zirahuén; pero un poco más al sur el clima cambia y se convierte en “tierra caliente”. Justo en la frontera entre lo boscoso y esta región semidesértica se encuentra el clima templado que hace que el aguacate prolifere. A comienzos de los años cuarenta y hasta su muerte, el expresidente Lázaro Cárdenas impulsó la construcción de presas y sistemas de riego para fomentar el desarrollo agrícola de toda la entidad. Así, la producción del aguacate y de otros frutos, como la papaya y el limón, ha sido desde entonces parte de su economía principal.
Con más de 300 kilómetros de costa y 4 millones y medio de habitantes, el estado ha sido y es escenario, además, de la producción y trasiego de drogas naturales y sintéticas; marihuana y metanfetaminas primordialmente, mientras que la cocaína es una de las pasajeras que más recorren los caminos michoacanos. Con los negocios ilegales vienen, desafortunadamente, extorsiones, asesinatos, desapariciones, robos, cobro de impuestos no oficiales y tráfico de armas, aunados a la permisividad y colusión de las autoridades estatales y federales.
Fruto de la división del grupo criminal La Familia Michoacana, Los Caballeros Templarios aparecieron públicamente en los primeros meses de 2011. Con una veta religiosa, en ocasiones adornados con túnicas que replicaban las vestimentas de los templarios medievales, sus integrantes lograron en poco tiempo sembrar el miedo en muchas regiones de Michoacán. Uno de sus negocios más redituables fue la extorsión de diferentes sectores de la población, desde los vendedores de discos pirata en los mercados locales hasta los productores de aguacate y limón, a quienes cobraron cuotas millonarias. A comienzos de 2013, varios levantamientos armados en la región lograron frenar su control, sin embargo, los negocios ilegales permanecen, ahora en manos de nuevas organizaciones, mutaciones de las estructuras previas.
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—Hay una enfermedad de productores del aguacate —dice Abelardo Alvarado, un campesino de 70 años que camina con paso firme hacia la parte trasera de su casa, una construcción de ladrillos de adobe, recubierta casi en su totalidad de pequeñas macetas con plantas decorativas y medicinales. Esta tarde de finales de septiembre de 2020, Abelardo quiere mostrarme la milpa familiar que cultiva y que ahora está en riesgo de perder por la falta de lluvias, que es cada vez más constante.
Huatzanguío es una comunidad campesina llena de árboles en el municipio de Lagunillas, por donde también pasa un tren de carga. La temporada de lluvias está en su recta final, sin embargo, ha sido escasa. “Casi nada”, dice. Se ven con claridad varios cerros que han perdido bosque y, en su lugar, se han cubierto de huertas rectilíneas donde se cultivan aguacates.
Justo antes de llegar al patio trasero de su casa, pasamos por un pequeño huerto de jitomate: toda la cosecha está desecada o podrida, invadida de un color negruzco. Abelardo no sabe la razón. Toma un jitomate echado a perder, lo mira, se lo pasa a su hija que nos acompaña, se frota las manos ansiosamente y continúa andando hasta llegar frente al maíz que cultiva.
—Éstas ya no son fechas para esperar las lluvias. Normalmente, nosotros ya estaríamos cosechando —dice, con los ojos casi escondidos por enfocar la mirada en los surcos del ejido.
Hace poco más de tres años que Huatzanguío ha visto sus tierras ejidales convertirse en huertas de cultivo de aguacate y de diversas moras: fresas, zarzamoras, frambuesas y arándanos, que se conocen allá por su nombre en inglés, berries.
—Antes se cultivaba mucho maíz, frijol, las hortalizas; había algo de ganado… pero ahora empezaron a pelarse esos cerros con el aguacate y con las mentadas berries. Dicen que tienen permisos, pero no entendemos cómo se los dieron —afirma, mientras muestra con orgullo que aún tiene milpa, una parcela que siembra en su casa.
A partir de la reforma al artículo 27 de la Constitución, en 1992, se abrieron las puertas a la privatización de la tierra destinada al uso colectivo y comunal, y a las pequeñas unidades de producción conocidas como ejidos. Hoy en México las comunidades campesinas, indígenas o mestizas, transitan entre estos dos regímenes agrarios. El artículo era un candado para la venta a compradores externos; al quitarlo, la privatización de la tierra (entre 60 y 70% en todo el país) se volvió uno de los factores centrales de la debacle del campo nacional. A partir de este cambio, múltiples empresas (mexicanas y extranjeras) han comprado a bajo costo enormes extensiones de tierra —generalmente, con engaños y presiones violentas, a precios sumamente irregulares e incluso, despojando a sus dueños— para instalar todo tipo de industrias, desde fábricas para producir partes de vehículos hasta huertas aguacateras, pasando por frigoríficos de fruta, unidades habitacionales o centros turísticos privados.
Sumado a este panorama, el reemplazo de los pequeños y variados cultivos por el monocultivo de aguacate ha fatigado y erosionado la tierra, ha acabado con la biodiversidad de las cosechas, además de influir en la especulación del precio en el mercado; ahora la alimentación local ha terminado por ajustarse a la demanda, lo que otros quieren que se cultive. Actualmente, el aguacate es el fruto más cotizado, seguido por las berries, dejando atrás al maíz. Existen varios efectos visibles de esta transformación: la construcción de naves industriales para almacenar o empacar el codiciado oro verde, las sequías más constantes, la destrucción de mantos freáticos y la desaparición de cultivos alimenticios básicos.
Abelardo los observa todos los días. Y aunque existen todavía algunos candados jurídicos en la ley agraria vigente para restringir la compraventa de tierras ejidales, con mucha molestia campesinos como él han visto llegar a gente foránea “mandada para afectarnos” con cultivos de aguacate, arándanos y fresas.
Uno de los mayores signos de esta drástica alteración ha sido el cambio de uso de suelo: las tierras y los bosques se han transformado jurídicamente —y, en ocasiones, ilegalmente— en áreas que se destinan al aguacate. El costo ambiental de este cambio es enorme: un árbol de aguacate consume lo que se necesita para regar ocho pinos.
—Si los árboles frutales como el de papaya requieren entre 15 y 40 litros de agua y se riegan cada tres o cuatro días, si cuentan con buen sistema de riego por goteo, el aguacate, según hemos visto, debe regarse casi diario y requiere ciclos de dos a tres horas con 4 litros por cada planta —relata vía telefónica un campesino que lleva años dedicándose al cultivo de papaya en la costa michoacana.
Muchos municipios reportan la falta de agua en Michoacán, un estado que tiene grandes ríos como el Balsas, el Lerma y el Cupatitzío, que desembocan en afluentes —visibles y subterráneos— que, a su vez, abastecen bosques y lagos. Se trata de un cambio crucial en la vida de las comunidades del “cinturón aguacatero” (desde Tancítaro y Peribán, en el occidente, hasta Zitácuaro, en el oriente), donde históricamente las comunidades han recolectado agua de las lluvias y de manantiales.
Pero las ganancias son multimillonarias. En 2020, la exportación total de aguacate mexicano dejó 3 mil 245 millones de dólares, según el Banco de México (Banxico) y el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA). Éste es el costo de llenar de aguacates los supermercados y los restaurantes de moda: la destrucción de pozos, climas y economías locales.
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De todos los tipos de aguacate que existen (Bacon, Zutano, Reed, Pinkerton, Lamb y Nabal), los dos principales para la exportación son Hass y Fuerte. El Hass es una variante que se introdujo a finales de los ochenta y cuya demanda aumentó notoriamente a partir de los primeros años de los dos mil. Es de cáscara rugosa y de color verde oscuro, y su periodo de cosecha va de primavera a verano; en la temporada de verano-otoño existe una variante llamada Hass Méndez que cubre la enorme demanda de la fruta. El Fuerte es de mayor tamaño y se cosecha de otoño a primavera, aunque tiene la desventaja de madurar con mayor rapidez. Existe, además, el criollo, un fruto que crece de manera natural, sin injertos, y que tiene una cáscara muy delgada —que suele comerse—, y cuya fragilidad vuelve problemático su transporte y empaque. Antes del auge mundial del negocio aguacatero, el criollo era el que se consumía más y muchas familias del campo tenían (o tienen aún) estos árboles en sus patios.
La pandemia no ha reducido la producción aguacatera en México. Al recorrer distintas regiones de Michoacán, es evidente que esta agroindustria no ha parado; por el contrario, sigue expandiéndose. Miles de jóvenes se trasladan diariamente de sus casas a las huertas y completan jornadas laborales de entre ocho y diez horas. Algunos todavía tienen energía para salir a pasear con amigos por la tarde, después de haber terminado. Este paseo normalmente significa vestirse lo mejor posible, subirse a un vehículo y dar vueltas por la plaza del pueblo con la música a todo volumen y cervezas light en mano.
Ésta es la gran fuerza de trabajo que mueve al aguacate, sobre todo, si las huertas pertenecen a empresas empacadoras que tienen los permisos y la capacidad para exportar. Cuando se trata de un negocio familiar es distinto: toda la familia se involucra y, en ocasiones, hay un trato directo entre productor y comprador local. En ninguno de los casos es una vida de lujos, que están reservados para los empresarios con cientos de hectáreas o los dueños de empacadoras. Ellos son los que determinan el precio de compra del fruto para luego exportarlo. Como en todo negocio, el intermediario y el dueño ganan más, mientras que los trabajadores se mantienen en un nivel de ingresos medio o bajo. A pesar de ello, como se trata de un negocio que, potencialmente, puede ser muy exitoso, hay una fiebre por sembrar y la creencia de que con eso se puede hacer mucho dinero.
Lagunillas es de los 39 municipios del territorio aguacatero. Si bien Uruapan se consideraba el punto central de esta masiva agroindustria, ahora es posible ver aguacates hasta en zonas atípicas como Zitácuaro o en las afueras de Morelia, la capital de Michoacán.
—Es imposible entrar a las huertas de aguacate de Lagunillas: están cercadas y sus dueños son muy recelosos —cuenta Agustín, campesino del lugar, ante mi pregunta sobre la posibilidad de visitar alguna huerta grande—. Yo siembro maíz, frijol, chile, calabazas y aguacate, pero no como los que vienen de fuera, que compran tierras y empiezan a destruir el bosque. Yo lo hago en mi terreno y es para el consumo local. Siembro del Hass pero también del criollo. Las personas interesadas vienen y me compran una o dos cajas; a veces llevo a los puestos que venden en mercados pequeños.
Hasta 2020, la cifra de tierras ocupadas para la producción aguacatera era de 140 mil hectáreas, según datos del gobierno estatal. Todo mundo quiere tener su huerta de aguacates, muchas veces sin importar que el clima no sea el adecuado o que escasee el agua: lo que realmente importa es subirse al tren del progreso agrícola. Esta “enfermedad” de productores de aguacate que lo destruye todo es la principal preocupación entre los habitantes de Lagunillas, como Abelardo o Agustín.
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Al noreste de Tancítaro se encuentra un enorme volcán, el Pico de Tancítaro. A su alrededor, lo que antes era una extensión boscosa de pinos y oyameles ahora es un mar de aguacates; los árboles varían en su tamaño, pero en promedio miden tres metros y medio de altura, sobre todo los de la variedad Hass. Para lograr mantener el riego que exigen, se utilizan sistemas de mangueras con agua de los pozos destinados al uso humano o bien, se cavan enormes hoyos rectangulares, conocidos como ollas agrícolas, para captar agua de lluvia. En muchas ocasiones, los campesinos de varias comunidades han descubierto que, en realidad, estos depósitos en forma de piscinas se llenan con el agua destinada a los habitantes.
Zirimondiro es una comunidad de Tancítaro a la que es difícil llegar en auto: tiene calles empedradas y está al pie del volcán. Resguarda uno de los seis manantiales principales del municipio. Su población, cerca de 800 personas de origen campesino, comienza a organizarse para conservar sus recursos naturales y renovar, a través de la reforestación, el legado a las generaciones siguientes. No quieren perder los manantiales que aún sobreviven. El exceso de hectáreas de cultivo de aguacate ha secado los mantos acuíferos y los ojos de agua se están vaciando por abastecer los sistemas de riego y las ollas agrícolas. La aparición de nuevas huertas de aguacate en las cercanías de los manantiales y la entubación ilegal de agua para riego son preocupaciones constantes.
—Era mucha el agua de nuestro manantial. Todavía queda un poco, pero hay que ponerle atención para que siga estando. Cuando descubrimos que había huertas de aguacate al lado de nuestro manantial, decidimos hacer algo para defenderlo —dice Leopoldo, a quien llamaremos así para su protección.
Leopoldo es miembro del Movimiento por la Defensa del Bosque y Cuencas de Agua de Tancítaro (Modebocu), compuesto por familias de ésta y otras pequeñas comunidades vecinas, como Apúndaro o Agua Zarca, donde también hay manantiales. Están en permanente campaña de concientización y hace poco publicaron varios videos en los que explican las distintas estrategias que usan, desde el diálogo directo con los productores que han talado parte del bosque al pie del volcán Pico de Tancítaro, hasta la reforestación directa en las zonas afectadas por la producción irregular del aguacate.
—Sin bosque no hay vida —dice y repite.
Tancítaro ha experimentado episodios de violencia organizada; la extorsión a los principales empresarios dedicados al cultivo del aguacate ha sido la más evidente —como el caso de la familia Bucio, a quienes extorsionaron y, posteriormente, asesinaron a algunos de sus miembros y quemaron una planta empacadora de su propiedad—, pero existen ataques menos difundidos, pues sus víctimas son los trabajadores que cortan el aguacate y los campesinos que defienden el bosque. Mucha de esta violencia se concentró entre 2004 y 2013, años difíciles que antecedieron al surgimiento de las autodefensas, grupos de personas que tomaron las armas entre 2013 y 2014 para combatir a grupos criminales que, en muchas ocasiones, estaban ligados al poder político de Michoacán. De aquellos tiempos, los miembros de Modebocu tienen malos recuerdos:
—No se podía salir después de las seis o siete de la noche, pasaban camionetas de hombres armados y algunas iban cuidando camiones grandes cargados de madera; luego nos enterábamos de que ahí habían sembrado aguacate —continúa Jacinto, vecino de Zirimondiro, quien también prefiere usar seudónimo.
—Nos enterábamos de que a algunos grandes productores los habían secuestrado o nomás los habían matado porque no querían entregar la cuota. Ya no nos sentíamos seguras, nos encerrábamos y perdimos trabajos porque estaba el peligro de que nos desaparecieran —recuerda Lourdes, también en el anonimato.
Nos sentamos en un círculo, en la casa de algunos miembros del grupo. Lourdes prepara café recién molido mientras se escucha cómo, de pronto y fuera de temporada, cae una inesperada lluvia. En ese momento en que las gotas en el techo de lámina son lo único que rompe el silencio, solo podemos pensar que en Tancítaro aún cae agua del cielo, a diferencia de Lagunillas.
Para impulsar la reforestación, Modebocu convence a los dueños de huertas de sustituir algunos árboles de aguacate por pinos u otros árboles similares, como fresnos o cedros que, al consumir menor cantidad de agua, permiten que ésta se filtre a los mantos acuíferos y corrientes subterráneas, y así abastezca los cuerpos de agua de la región.
—En el pasado, el agua corría todos los días —dice Lourdes—: uno podía irse a bañar, no se necesitaba tirar un árbol para comer… se comía hongos y tejocotes, había muchas aves: gorriones, jilgueros y carpinteros; se comía duraznos, peras y zarzamoras silvestres. Problemas, siempre hubo, pero fue hace unos 30 años que todo se puso peor y ya no se podía salir a la calle.
Entre la severa transformación por los productores aguacateros no originarios de Tancítaro y el periodo de 2011 a 2013, cuando los Caballeros Templarios hicieron acto de presencia, el modo de pensar de los jóvenes cambió.
—Ves a los muchachos ahora dando vueltas a la plaza con sus camionetotas, con la música a todo, emborrachándose. Y todos quieren andar así —dice Martín, otra voz que defiende sus recursos naturales, esperando regresar a una vida donde la ambición a rajatabla no sea el motor de Michoacán.
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Ricardo Luna, titular de la Secretaría de Medio Ambiente, Cambio Climático y Desarrollo Territorial (Semaccdet), responde algunas preguntas sobre el cambio de uso de suelo; argumenta que desde el gobierno del estado se está llevando a cabo una serie de acciones para regularizar las huertas y certificar que cuenten con los permisos necesarios. “La Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) dejó de otorgar permisos de cambio de uso de suelo de tierras con vocación forestal y quien diga tener permisos recientes, miente. Estamos atendiendo esta situación”, dice.
Ante las denuncias constantes de huertas sin permisos federales, el gobernador Silvano Aureoles publicó, en 2016, un decreto con una serie de acciones para construir lo que denominan “seguridad ambiental” en el estado. Se creó la Policía Ambiental —identificable por sus patrullas verde con azul—, que vigila las carreteras para evitar el tráfico ilegal de fauna y flora. Se trata de “un cuerpo de seguridad que inspeccione, que vele y resguarde los recursos naturales; especialistas en medio ambiente, que fueron capacitados para saber cómo enfrentar situaciones de defensa o cómo tratar a gentes que pudieran representar un riesgo”, dice Luna. En abril de 2020 se dotó de 64 elementos más a esta división policiaca, sin que se tenga mayor dato de sus resultados, según reportaron el gobierno michoacano, Portal Ambiental y la Agencia Informativa de México.
El decreto también incluye un convenio —que solo 400 de los 75 mil productores han firmado— donde se establecen tres aspectos fundamentales: el compromiso de no instalar huertas sin el permiso de la autoridad; el compromiso de reconvertir a bosque un porcentaje (de 10% a 30%) de cada huerta de aguacate; y la creación de un fondo ambiental al que contribuyan económicamente estos productores, con un monto de hasta 7 mil pesos por hectárea cada año, para apoyar a los ejidos y comunidades que mantienen el cuidado de su territorio boscoso.
“Si esto se logra —continúa Luna— en las 140 mil hectáreas de aguacate que hay en Michoacán [según datos oficiales, aunque los extraoficiales arrojan hasta 200 mil], estaríamos hablando de cerca de 60 mil hectáreas que podemos recuperar con vocación forestal”.
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En Michoacán no dejan llover.
Las sequías son obra humana y han impedido que se completen las cosechas. El cambio del ciclo de agua es uno de los estragos más visibles, una disrupción que ha modificado los ciclos de cultivo.
Ha dejado de llover no solo por la tala excesiva de zonas boscosas y el monocultivo extensivo, sino porque, para resguardar su cosecha, varios aguacateros y freseros han introducido el uso de cañones antigranizo, trompetas azules o plateadas de cuatro metros de largo, semejantes a un cohete sostenido con tres barras de metal, que supuestamente ayudan a aligerar el granizo y así evitar que dañe el cultivo. Con estos cañones, se ha quejado la comunidad, los aguacateros no permiten que llueva.
Ante las quejas que levantaron algunos ejidatarios contra la presencia de productores externos y su responsabilidad en la falta de lluvia, el gobierno estatal estableció, en julio de 2020, una serie de mesas de diálogo en las que no se llegó a ningún acuerdo y, peor aun, trataron como ignorantes a las familias campesinas que luchan por regresar al mundo que conocían.
—En lo que tengo de vida, todo era normal: llovía, venían aguaceros fuertes, corría el agua por las barrancas, se veía el agua por la calle… pero, desde que cayeron aquí los aguacateros y los freseros, empezamos a sufrir de todo. Ya no dejan llover, sino hasta que ellos mandan —dice enojada Ana María Reyes Domínguez, esposa de Abelardo, una voz fuerte en Lagunillas. De sonrisa grande y cabello entrecano, con su delantal de cocina, ha pasado su vida dedicada al campo y a su familia. Recuerda que el gobierno hizo entrevistas a los habitantes y las autoridades los tacharon de no saber nada de agricultura.
La agencia de información Quadratín, La Voz de Michoacán y el Canal 6 del estado han registrado el desmantelamiento de algunos de estos cañones, desde 2018 a la fecha, en municipios como Acuitzio del Canje y Peribán, donde el cultivo del aguacate tiene una larga historia. En las imágenes de sus coberturas se observa cómo caen estas grandes trompetas que diluyen las nubes y espantan la lluvia. Los cañones antigranizo emiten una mezcla de gas acetileno con oxígeno que se comprime en una cámara y se lanza hacia el cielo. La mezcla sube por el aire hasta alcanzar una altura entre los 5 mil y 10 mil metros, y ya arriba, genera una ola expansiva de hasta un kilómetro que desplaza a las nubes. Los grandes y medianos productores han adquirido estos aditamentos a empresas como la española spag (Servicio de Protección Anti Granizo) que tiene presencia al menos en Michoacán, Puebla y Tlaxcala.
No hay consenso sobre la efectividad de estos cañones. Las comunidades han presentado quejas al precatarse de un retraso en el ciclo de lluvias y una disminución considerable en su intensidad, y no solo han generado rechazo por parte de comuneros y ejidatarios, sino también de ganaderos, que ven en esta tecnología un ataque directo al ciclo de la lluvia, que afecta directamente la agricultura de subsistencia y todo el entorno natural. No obstante, hasta ahora no existe una regulación ni están prohibidas su venta e instalación. El gobierno estatal realizó un foro para analizar con la gente los contras y pros, pero en el contexto de la pandemia por la Covid-19 se ha postergado. Como protesta, el 22 de septiembre de 2020 —y a pesar de la recomendación de distanciamiento social— varios agricultores y sus familias bloquearon durante un día el tramo de las vías del tren correspondiente a Lagunillas de la ruta que conecta Estados Unidos con el puerto de Lázaro Cárdenas, también en Michoacán, uno de los puntos cruciales en la conexión comercial entre Asia y América.
—¡Queremos que nos oigan! ¡No nos dejan otra opción! —dice riendo Ana María, campesina y ama de casa que, junto con su esposo, cultiva maíz y frijol: la base de la alimentación mexicana—. Yo le digo a la gente: “No se preocupen, vamos a hacer tortillas de fresa, de aguacate y, en lugar de frijol, le vamos a poner arándanos y vamos a comer bien sabroso, ¡porque ya no habrá maíz!”.
María, que prefiere no dar su apellido por temor a represalias, es una mujer de 35 años, con dos hijos. Participó en las protestas y afirma que, tras la imposición de los cultivos de aguacate y berries, también los ríos y mantos acuíferos se están secando: “Nos quitan el agua de arriba y de abajo”. Dedicada a las labores de la casa, que incluyen la siembra y cosecha de maíz, frijol y chile, teme por sus hijos, a quienes ya les está enseñando que hay que luchar para que llueva otra vez.
José Gutiérrez, un campesino de 40 años con quien converso en un recorrido por los caminos aguacateros, es avecindado de Lagunillas. Con semblante preocupado, recibe constantemente llamadas en las que le informan de alguna afectación a causa de los productores de aguacate o fresas, o de amenazas. Se le nota inquieto: no suelta el teléfono celular. Nos sentamos a la orilla de lo que parece una barranca en las afueras de la localidad. Mientras platico con José, la preocupación se va convirtiendo en algo más cercano a la nostalgia:
—Las corundas y los uchepos escasean por la falta de maíz. La canasta básica de los habitantes tiene a la milpa como la base fundamental y la falta de lluvia hace que esto se altere —dice sobre los alimentos tradicionales de esta región, todos elaborados con masa de maíz. Todo lo que le está sucediendo ahora a la cosecha de este grano repercute directamente en su alimentación.
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A pesar del gran número de llamadas y correos de Gatopardo a distintos funcionarios de la apeam para concertar una entrevista, las puertas nunca se abrieron y esta asociación, fundada en 1997, con sede en Uruapan, mantuvo su silencio y opacidad. Desde que el comercio aguacatero se convirtió en el negocio millonario que es ahora, el temor a las extorsiones, a la imposición de cuotas ilegales y a cualquier agresión de grupos delictivos se expandió entre los productores con mayor capacidad y más tierras, la mayoría, afiliados a la APEAM. Sin embargo, los pequeños propietarios, más desprotegidos, continúan corriendo estos riesgos y ven a sus familias rotas tras una o más desapariciones o asesinatos.
Entre 2010 y 2013, los casos de extorsión por cantidades onerosas amenazaron la vida de los habitantes de Tancítaro, pero la gota que derramó el vaso fue la inseguridad que reportó la usda, a finales de 2012 y comienzos de 2013. El personal de esta asociación, que se encontraba verificando y certificando que toda la producción agrícola que se exporta a su país cumpliera con los estándares establecidos por el TLCAN, argumentó falta de condiciones para continuar su trabajo. De inmediato vino el levantamiento de las autodefensas a fines de junio de 2013, que además contaron con el apoyo e instrucción de grupos similares del municipio de Tepalcatepec.
Los autodefensas fueron grupos de civiles que, con poco armamento, comenzaron a levantarse en el corazón de Michoacán en contra de las organizaciones criminales. Todo comenzó cuando, el 24 de febrero de 2013, en el municipio Buenavista Tomatlán, a casi dos horas de la zona aguacatera de Uruapan y Tancítaro, los ciudadanos armados enfrentaron al grupo de los Templarios. Rápidamente, ganaderos, campesinos y empresarios locales comenzaron a ganar batallas contra los grupos criminales y, al decomisar un número considerable de armas y vehículos, tomaron control total o parcial de las poblaciones donde peleaban. Habitantes de casi todos los municipios de Michoacán solicitaron secretamente su ayuda para combatir a quienes los extorsionaban, secuestraban, violaban y asesinaban. Era imperativo garantizar la continuidad de la agroindustria, por lo que la aparición de las autodefensas se permitió y fue necesaria, hasta cierto punto.
—Ya estábamos cansados de que nos pidieran dinero. Si al jefe de los criminales se le ocurría hacer una fiesta, nosotros teníamos que pagarla y poner a nuestras mujeres; si le querían dar un regalo al patrón, nosotros lo comprábamos; y si nos negábamos, nomás aparecíamos muertos en un camino. A mí me quitaron las huertas que tenía con aguacate. Por eso nos levantamos, para que esta pesadilla acabara—cuenta Luis, un joven autodefensa de Tancítaro.
—Aparecían descuartizados diario, a la luz del día; secuestraban a mucha gente. Mandaron policías federales, pero nada cambió. Se exigía que se diera dinero del presupuesto municipal al crimen organizado. Era un caos. Si construías una casa te quitaban todo; si traías un carro, también. La misma policía secuestraba. Una señora vino y me dijo que se habían llevado a su hijo, y me entregó la gorra de un policía —dice Fray Benicio Zamora Ramírez, exfuncionario del ayuntamiento de Tancítaro, testigo de esta ola de violencia.
El movimiento de autodefensas se expandió, aunque no de manera homogénea, por lo que no en todos los municipios lograron desactivar las células criminales. Con las autodefensas, se reorganizó la seguridad municipal y se llegó al acuerdo con el gobierno del estado de que se crearía una nueva policía; en el caso de Tancítaro, la pagarían a partes iguales del presupuesto municipal y con las contribuciones de los aguacateros. Así nació el Cuerpo de Seguridad Pública de Tancítaro (Cusept), que patrulla hasta el día de hoy, junto con la policía de Michoacán, para proteger las huertas.
Durante el periodo más agresivo de violencia organizada —entre 2010 y 2013—, los autodefensas y los medios de comunicación señalaron a la APEAM como parte del aparato financiero y de organización de los Caballeros Templarios. En una nota publicada por el periódico Excelsior el 6 de mayo de 2014, se afirma que el entonces presidente de la junta directiva de la asociación aguacatera, Sergio Roberto Guerrero, renunció a su cargo luego de difundirse un video en donde aparece en una comida con Servando Gómez Martínez, alias la Tuta, uno de los líderes más visibles de los Templarios. En otras palabras, la estructura administrativa aguacatera había sido infiltrada para servir a otros fines más allá de la agroindustria. Al menos, ésta ha sido la narrativa más común.
Hoy en día, la violencia no ha desaparecido: la diferencia radica en que no afecta a los grandes empresarios del aguacate, sino a los pequeños productores, con el objetivo de despojarlos de sus huertas.
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Agustín del Río es un empresario de Uruapan que rondo los 60 años y se ha alejado de la producción exportadora vinculada a la APEAM. Es un hombre de negocios con una intuición muy afinada para saber dónde hay que estar; por ello, se ha volcado al cultivo orgánico, con un menor uso de agroquímicos y fertilizantes, y un producto más selecto que se ha logrado acomodar, sobre todo, en el mercado europeo, japonés y estadounidense. Un cultivo a menor escala, más cuidado y que requiere mayor inversión. “Se tiene que recuperar la tierra para poder transitar a la mejora de los cultivos, usar mucha materia orgánica. Así se va a tener mejores aguacates, pero eso no se hace de la noche a la mañana”, dice.
Hasta el momento hay seis mil hectáreas de producción aguacatera considerada orgánica, de un aproximado de 150 mil que se registran como de cultivo tradicional a nivel estatal. Estas seis mil comenzaron a usar menos químicos, aunque hacerlo es un poco más costoso. En México no es fácil encontrar este aguacate orgánico; en algunos supermercados venden paquetes de 800 gramos por 69 pesos (cerca de 3.60 dólares).
Luis Herrera trabaja en el Laboratorio Nacional de Genómica para la Biodiversidad del Centro de Investigación y Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (Cinvestav), localizado en Irapuato, Guanajuato. Es la primera persona en hacer transgénesis en una planta y, junto con su equipo de investigación, descifró el genoma del maíz mientras estudiaba su doctorado en Bélgica, en 1983. Ahora, es un actor importante en el futuro del aguacate: con el financiamiento del gobierno federal de la administración de Peña Nieto y la APEAM, y tras ocho años de trabajo, Herrera y su equipo lograron secuenciar en 2019 el genoma del aguacate criollo para editarlo genéticamente y lograr el engrosamiento de su cáscara, la reducción del tamaño de los árboles y, con ello, su alto consumo de agua.
Ahora han hecho un llamado al gobierno de López Obrador para que se incline por estas tecnologías genéticas, que más productores agrícolas tengan acceso a este camino y mejoren su productividad, si bien aún no hay pruebas de su efectividad real ni de su puesta en práctica de manera generalizada. En una entrevista para Horizontal, en 2016, Herrera explicó: “Si queremos mantener la competitividad de los agricultores, tenemos que mejorar la calidad y mantener la productividad; y si no lo hacemos, dentro de 20 años… ya tenemos a Chile, ya tenemos a Perú; tendremos a los chinos, a los australianos, a Nueva Zelanda encima, tratando de quitarnos lugar en el mercado”.
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—Si no tenemos salud, para qué queremos dinero. La salud vale más que todo el oro del mundo —dice Guadalupe Garduño, un campesino de poco más de 50 años, del municipio Carpinteros, en Zitácuaro, una comunidad otomí.
Hace ocho años, optó por otra forma de cultivar el aguacate, sin regirse por el modelo de los grandes productores. En lugar de fertilizantes e insecticidas tóxicos —muchos de ellos, prohibidos—, en ésta y otras huertas se usan repelentes de extracto de ajo o de chile y caldo sulfocálcico (de cal y azufre) como fungicidas.
—Mi huerta antes era convencional, usábamos químicos, y decidimos transformarla a orgánica. Pero no fue fácil. La cosecha bajó y se sufrió poquito, pero ya se está acostumbrando y vamos bien. La decisión de cambiar fue para cuidar el medio ambiente y sacar fruta más sana. Usamos varios extractos de aceite, de vinagre… puros repelentes. No matan, pero sirven para que los gusanitos no dañen la fruta —dice Garduño, que tiene un par de hectáreas para diversos cultivos.
En Carpinteros el bosque es sagrado. La comunidad cuenta con poco más de 600 hectáreas de bosque y, año con año, sus árboles se llenan de mariposas monarca. Ahí, a simple vista es posible observar que una comunidad colindante, con la que comparten este espacio natural, va talando su porción: ese hueco lo llenarán después con nuevos cultivos de aguacate. Sobre esta situación nos cuenta Noé Bernal Ordóñez, que acaba de terminar su periodo como comisariado ejidal. Vivió 15 años como migrante en Estados Unidos y, a su regreso, se dedicó a fumigar con pesticidas. Dice que era veneno.
—En la comunidad también llegamos al acuerdo de que ya no le íbamos a vender tierras a nadie que viniera de fuera. Ese bosque que ven, frondoso, no estaba así; mucha gente se mantenía de ahí, pero paramos eso y empezamos a reforestar. Se le metió pino, cedro y encino. De ahí, se empezó a poner multas a la propia gente de la comunidad que agarraba terreno: por cada metro que alguien cultivaba dentro del bosque, ese mismo metro se le quitaba de otras tierras que tuviera.
Además del bosque, las comunidades pelean por su manantial, de donde proviene el agua que consumen y que sirve para sus cultivos.
—El dinero no nos va a llevar a nada bueno —termina Garduño—. El aguacate no lo es todo.
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