Esta novela cuenta la historia de una mujer que sobrevive, entre el letargo y la tenacidad, en una ciudad portuaria tomada por la peste. Ahí, el mal que acecha tiene la forma de un viento rojo sobre el que se sabe poco.
Con la llegada de la pandemia —en Colombia la primera muerte por covid ocurrió el 16 de marzo de 2020—, la escritora uruguaya Fernanda Trías (Montevideo, 1976), quien vive en Bogotá desde hace seis años, se dio cuenta de que mucho de lo que entonces pasaba —la alerta constante, la incertidumbre, el encierro, el colapso hospitalario, el tiempo difuso— aparecía también en su más reciente novela, Mugre rosa, que terminó de escribir en diciembre de 2019, tres meses antes de que todo estallara. La cuarta novela de Trías, tras Cuaderno para un solo ojo, La azotea, La ciudad invencible y el libro de cuentos No soñarás flores, cuenta la historia de una mujer que sobrevive, entre el letargo y la tenacidad, en una ciudad tomada por la peste. El mal que acecha tiene la forma de un viento rojo sobre el que se sabe poco: un día, dice la mujer que es también la narradora, un manto plateado de peces sin vida cubrió la playa y a partir de ese momento, al parecer a causa de unas algas contaminadas, cada tanto se levanta un olor nauseabundo, suena la alarma y nadie puede salir de casa. “Se veían manos emerger de los edificios y cerrar rápido las ventanas”, dice la mujer que después agrega: “El viento podía colarse hasta por la rendija más angosta y algunos despertaban en medio de un remolino picante y ácido. La piel se descamaba al cuarto o quinto día. Antes, los síntomas se parecían a los de una gripe: tos, debilidad, malestar general”.
“La verdad no lo noté”, dice Fernanda Trías en la pantalla de Zoom, la mañana del 27 de agosto. “Entregué el texto a la editorial y me olvidé del asunto. Estaba escribiendo otra cosa, me había sumergido en la escritura para esquivar el encierro de la pandemia. En mayo o junio de 2020, a la mitad del aislamiento obligatorio en Bogotá, me lo mandaron de la editorial para la lectura final. Lo leí por primera vez en meses y otros lectores me hablaron de todas esas conexiones con la pandemia. Recién ahí me di cuenta de que la novela estaba hablando de nuestro presente, porque en mi mente seguía siendo algo más asociado a la distopía. Al principio sentí cierta desilusión porque yo quería generar un mundo extraño, que el lector se sumergiera en un extrañamiento, y dije: ‘ahora se va a sentir más cercano, parecido al presente’. Pero eso produjo algo interesante porque muchos lectores se acercaron por el reconocimiento de una experiencia compartida, la del encierro y la pandemia”.
En 2015, Fernanda fue invitada a la Feria del Libro de Bogotá tras la reedición colombiana de La azotea (Laguna Libros), su primera novela, que escribió en 1999 a los 23 años y fue publicada por la editorial uruguaya Trilce en 2001. Tras su participación en la feria pospuso un mes la partida de Colombia, luego un año, finalmente decidió quedarse a vivir y ahora es escritora residente de la Universidad de Los Andes y docente de Escritura Creativa.
Mugre rosa transcurre en una ciudad portuaria muy similar a Montevideo, con la rambla, el río, la arquitectura gris y el puerto, —en el resto del país la peste se ve en televisión—. Allí creció Fernanda, escuchando hablar de medicina, del cuerpo aquejado. Dice:
“Mi papá era médico, y desde niña no sólo tengo información, sino que siempre me fascinó entender. Yo vivía en hospitales, crecí en hospitales, jugaba en los pasillos mientras mi papá hacía la ronda o lo acompañaba a visitar a personas que estaban enfermas”.
Esa primera cercanía con la enfermedad se afianzó de 2003 a 2016, trece años en los que Fernanda se dedicó a hacer traducciones médicas. Con el material que tradujo elaboró una lista de términos que llamaron su atención, dos que serían fundamentales para su escritura: carne finamente texturizada, el subproducto cárnico, la mugre rosa que da título a la novela, y el síndrome de Prader-Willi.
Durante la epidemia, la protagonista de Mugre rosa visita a Max, su amigo de la infancia y ahora exmarido, en el pabellón de enfermos crónicos del hospital, un limbo para los infectados a los que la peste no mata ni permite vivir; visita también a su madre, con quien lleva una relación tirante, en una casona de un barrio aristócrata donde aún existe la noción ilusoria de seguridad; y cuida en su propio departamento, en una zona casi en ruinas, a Mauro, un niño con el síndrome de Prader-Willi. Este trastorno genético significa, entre otros síntomas, vivir con una sensación constante de hambre. Ante la escasez de alimento, Mauro suele saciarse con Carnemás, unos vasitos de carne procesada elaborados por una fábrica nacional.
“Parecía un niño inflado a la fuerza, inflado como una llanta que no puede ceder un milímetro más de caucho, los cachetes rechonchos, un ojo que se le cerraba a media asta y la boca diminuta, pero capaz de abrirse para devorar cualquier cosa que tuviera enfrente sin siquiera masticarla. Una boquita de piraña, rápida e imparable. Y sin embargo yo creía conocer a Mauro; me creía capaz de anticipar las cosas que lo pondrían nervioso, que lo harían esconderse dentro de sí como un molusco, resguardado dentro de un cuerpo que era puro instinto. Tal vez por eso Mauro tenía ese efecto tranquilizador en mí”, narra la protagonista.
Investigar sobre Prader-Willi, el síndrome que Trías había anotado en su lista de términos médicos, fue “fascinante, perturbador y doloroso”, dice. “Tuve la intuición de que algún día podría hacer algo con eso, pero no de una manera concreta, nada específico. Lo puse en el archivo, nunca se me olvidó. Cuando surgieron las imágenes de Mugre rosa, empecé a pensar la historia; en el centro había una relación entre un niño enfermo y una mujer y enseguida me di cuenta de que ese niño tenía el síndrome. Vi la dificultad de construir un personaje así: cómo ser verosímil, cómo ser respetuosa y cómo desarrollar una relación entre la mujer y el niño que tiene un lenguaje muy pobre. Leí cosas científicas sobre los genes, las consecuencias físicas, conductuales, del desarrollo y luego sobre la parte humana. Ahí empecé la investigación más profunda de casos reales, padres y niños que daban su testimonio. Después dejé eso de lado, me tomé la libertad de crear al personaje y confié en que lo que había estudiado se iba a transmutar”.
En La azotea, la primera novela de Trías, hay otro padecimiento, más vago: el trastorno mental de Clara, la protagonista. Ella también narra la historia que protagoniza, lo que de inmediato pone en duda la veracidad de los hechos y propicia un enrarecimiento, una especie de desconfianza ante esa voz única que narra. Clara vive con su padre, un hombre que pasa la mayor parte del tiempo en cama, enfermo, y su hija Flor, una bebé que describe como producto del incesto en un departamento que se viene abajo y del que, salvo excepciones forzadas, nunca salen.
“Entonces oí la voz de mi padre, ahora con energía, diciéndome que quería salir, que lo dejara ir a la rambla”, recuerda Clara. “Le habría querido decir a papá que el mundo se hundía, que nosotros éramos el único mundo posible y que, de todas formas, terminaría por odiarlo. Pero me salió otra cosa, incontrolable y llena de furia: No hay rambla ni plaza ni iglesia ni nada. El mundo es esta casa”.
Es ahí, en las relaciones humanas del espacio doméstico, donde Fernanda Trías clava su mirada.
“Me interesan los conflictos de las relaciones afectivas y la familia es el laboratorio perfecto para explorar esos conflictos, porque en lo doméstico, que se supone que es un espacio seguro y el ámbito del amor, es donde se producen las peores cosas: violencias, maltratos, todo tipo de crueldades y lo interesante, lo complejo, es que está entremezclado. La violencia con la que nos topamos afuera puede ser terriblemente cruel, pero es unívoca, no consensuada, evidente, mientras que en la casa se mezcla con las demás emociones. Hay de todo en las familias: envidia, celos, crueldades sutiles, agresividades pasivas, todo ocurre ahí, pero se mezcla con las necesidades, con el deseo de que me quieran, de que me aprueben, y viene la culpa, la vergüenza”.
“Hay lazos que dan vida, pero también son opresivos”, dijo la escritora colombiana Piedad Bonnett en la presentación de Mugre rosa, el pasado 21 de abril. La novela está cargada de una atmósfera turbia que se expande como la niebla que cubre la ciudad antes de que llegue el viento rojo. Un lapso indefinido, amenazante: “Si algo caracterizaba el encierro era esa sensación de no tiempo. Existíamos en una espera que tampoco era la espera de nada concreto. Esperábamos. Pero lo que esperábamos era que nada pasara, porque cualquier cambio podía significar algo peor”, dice la narradora. El presente incierto desde el que la protagonista habla es un regreso a su pasado, los días de playa con Max, su exmarido, su madre tan distante y Delfa, la mujer que la cuidó cuando era una niña — como ella a Mauro— y a la que llamaba “mamá”.
“Ella habla todo el tiempo de la memoria, la memoria como una vasija rota que absorbe los recuerdos, no te los devuelve y hay que tratar de escarbar para recomponerlos”, dice Trías y luego recuerda que, en ambas novelas, Mugre rosa y La azotea, “hay una nostalgia y un miedo a dejar ir esos recuerdos que son los únicos lazos que las unen a las personas que estuvieron en el pasado: a su padre y a su hija; a Max, a su madre y a Mauro. Recuperar esa memoria es recuperar los afectos perdidos”.
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Algo late, un prólogo emocional, es el prólogo que Fernanda Trías escribió a la edición de Laguna Libros de La máquina de pensar en Gladys, una colección de cuentos del escritor uruguayo Mario Levrero, publicada originalmente en 1970. Allí Fernanda escribe: “Mario Levrero fue responsable de buena parte de mi educación literaria”.
“Él no me daba cualquier libro por darme, me conocía, me leía”, recuerda ahora. “Esas amistades literarias pueden transformar a una persona joven que quiere escribir, pero se encuentra con inseguridades y dificultades y necesita un apoyo emocional o espiritual. Los libros me los iba dando a partir de conversaciones que teníamos: ‘Tenés que leer a tal’ y casi siempre daba en el clavo”.
Por Levrero, Fernanda leyó a Witold Gombrowicz: “Yo tenía veinte años y fue fundamental. Esa manera de mirar completamente salida de la realidad entre el delirio y una serie de conexiones que parecen azarosas, pero que el protagonista ve. Eso fue fundamental para la escritura de La azotea, para la paranoia de Clara”. Y descubrió un mundo oculto para ella: el de las escritoras, Katherine Mansfield, Clarice Lispector, Flannery O’Connor, Carson McCullers, Marosa di Giorgio.
“Era una época (1997 – 2000) en la que nadie leía escritoras, nadie, no se hablaba de eso, no estaban en las mesas de novedades ni de clásicos. Entonces yo vivía como si las mujeres no publicaran y eso te cambia la manera en la que pensás y te relacionás con la escritura. Levrero se dio cuenta de que a mí me hacía falta seguridad en mí misma, necesitaba pensarme como escritora”.
La amistad literaria entre Trías y Levrero los llevó a compartir, como escribe Fernanda en el prólogo a La máquina de pensar en Gladys, “[…] buena parte de nuestras fobias. Nos gustaba tanto hablar de libros como de enfermedades y síntomas”, y también “un concepto de la realidad bastante amplio, que incluía los fenómenos paranormales y el mundo de los sueños”.
“Muchas de esas cosas las absorbí sin darme cuenta y son parte de cómo entiendo la escritura e incluso la realidad, porque Mario y yo hablábamos de los sueños tal cual si hubieran ocurrido. Teníamos episodios telepáticos, hablábamos de eso. Claro, yo siempre he escrito más hacia el realismo como se entiende en general, pero me interesa que haya un desplazamiento de la mirada, un extrañamiento”, dice Trías.
Eso corredizo, lo sutil, cierta irrealidad que podría soñarse, lo brumoso del tiempo, es evidente en Mugre rosa. Sin embargo, como escribe Piedad Bonnet sobre la novela: “El lenguaje está cargado de aliento poético, y al mismo tiempo es concreto, sabiamente apoyado en los detalles”. En medio de aquello, aparece Mauro, el niño insaciable, cuyo síndrome quizás actúe como una metáfora del consumismo devastador, pero que, como personaje, es el lazo de la protagonista con la realidad, la razón por la que sale a buscar comida, con quien establece una comunicación real, la promesa, aunque pasajera, de un futuro que merece ser.
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