Hacía tiempo que no iba a una funeraria. La última vez fue en 2015, cuando murió el primero de mis abuelos. Ese día me dije que nunca más iría a un velorio. Aunque respeto a quienes siguen esa tradición de pasar toda una noche o una madrugada llorando a una persona, no le veo mucho el sentido a machacarse el cuerpo de esa forma. Volví recientemente porque un amigo me pidió que lo acompañara. Es hijo único, su madre —quien acababa de fallecer— también lo era, nunca conoció a su padre y sus abuelos están ya muertos. Mi amigo y su madre sólo se tenían uno al otro. Por eso me pidió acompañarlo.
La madre de mi amigo llevaba días internada con covid-19. No pudo superar los embates del virus, pues era paciente de cáncer. El día que falleció, llamaron a mi amigo desde el hospital para comunicarle la noticia. Él llevaba días sin verla porque el protocolo sanitario no lo permite, tampoco pudo hablar con ella en sus últimos días porque ni siquiera tenía fuerza para ello. Lo que hacía era llamar por video a una de las enfermeras que la atendía para que le pusiera la imagen de su madre postrada en una cama rodeada de cables y artefactos que intentaban alargarle la vida. Eran cerca de las siete de la tarde cuando se enteró de la muerte de su madre. Antes de colgar, le dijeron que tenía que ir a esperar el cuerpo a la funeraria y que la enterrarían al otro día en el cementerio.
No quería pasar toda una noche y la madrugada sentado solo delante del cuerpo, así que me llamó. Enseguida me vestí y fui por él. Vivimos cerca, a unas doce cuadras. Una distancia que no me bastó para saber qué decirle, cómo darle el pésame. Estas situaciones me cuestan mucho, nunca sé cómo resolverlas. En la mayoría de los casos lo que hago es estar, abrazar y no decir mucho. De hecho, no creo que haya mucho que decir. Creo que con la presencia, que estando ahí, uno dice más que con cualquier frase.
La funeraria sí nos quedaba lejos de su casa, pero decidimos ir a pie. En el camino hablamos mucho porque hacía meses que no nos veíamos. Somos ese tipo de amigos de la infancia que se ven una o dos veces al año para actualizarnos sobre nuestras vidas, para hablar de cómo vamos. Él me dijo con la muerte de su madre se había quedado verdaderamente solo en la vida. Que sin familia, sin pareja, era el momento de irse a vivir a otro lugar. Cuba se acabó para mí, dijo. Un poco así nos sentimos todos, le contesté. Y le intenté explicar algo que pienso: lo más triste de este país es que vivimos reciclando las emociones de nuestra memoria histórica, porque la realidad es tan perversa, tan oprimente, y el país está tan desmembrado, que se vuelve inevitable, para evadir el caos del presente, aferrarse a las ruinas del pasado, un pasado que tampoco fue la felicidad plena, pero que siempre, como todo pasado, uno limpia y asume como tal.
Yéndote, añadí, me quedaré sin amigos en este país. Eso es lo que tienen los países como Cuba, donde no hay ningún tipo de esperanza y donde la gente no hace más que largarse porque no tiene sentido hipotecar tu vida en un lugar sin mañana. Hubo un tiempo donde la frase “todo el mundo se va”, me parecía exagerada. Era más joven y aún formaba parte de varios grupos de amigos. Pero de pronto, todos esos grupos comenzaron a desintegrarse, a marcharse de la isla: la gente del barrio, los de la secundaria, los del bachiller, los de la universidad, los colegas de trabajo. Un día abrí los ojos y estaba solo, no había nadie más que tú, le dije. De paso, ya que estaba hablando de separaciones forzosas, rectifiqué, le conté que sí tengo algunos amigos que no se han ido de la isla —un verdadero milagro—, pero que era cómo si lo hubiesen hecho, porque en sus trabajos los han obligado a romper relaciones conmigo por ser un “periodista enemigo”.
Esa es una práctica común del castrismo para dinamitar los entornos sociales e íntimos de los que considera sus enemigos: los periodistas independientes, los activistas, los opositores. Hasta ahí llega el totalitarismo cubano con la intención de aislarte, de encerrarte en tu propia circunstancia, al punto de volverte una persona non grata o una “no persona” como decía Orwell. A mi amigo le conté sólo dos experiencias de ese tipo para no abrumarlo más de lo que estaba con su situación. La primera: a un amigo de la universidad, que es presentador y periodista de varios espacios de deportes en la televisión nacional, lo llevaron a una reunión extraordinaria donde lo sancionaron por retwittear una denuncia mía un día que la Seguridad del Estado me había dejado arbitrariamente arrestado en mi propio domicilio. Como sanción le restaron la mitad del salario de ese mes y el acceso completo a internet desde el teléfono de la institución. Y le advirtieron que si volvía a solidarizarse conmigo, podría perder su puesto. La segunda: caminaba con mi carrito de compras por la calle, cuando me tocaron un hombro por detrás. Era un amigo que, mientras me cogía de la mano, me pidió que nos escondiéramos detrás de una columna. Con voz baja, me confesó que unos días antes de encontrarnos, la Seguridad del Estado lo había llevado a un interrogatorio que duró alrededor de tres horas donde sólo le preguntaron por su relación conmigo. El es periodista de un medio de prensa estatal y había sido seleccionado para viajar a cubrir un evento internacional. Los agentes querían saber detalles de nuestra amistad, conocer qué tan amigos éramos bajo el pretexto de que yo había declarado —un embuste— que él era una de mis fuentes. En el interrogatorio, le dejaron claro que era mejor que se alejará de mí. Antes de este pasaje, para protegerse ya había tenido que borrar de su perfil de Facebook las fotos en las que salíamos juntos, había dejado de interactuar conmigo en esa red y de alguna manera también en la vida real. Para poder viajar, sobre todas las cosas, tenía que limpiar su pasado y yo era parte de la basura que podría perjudicarlo. Cuando terminó de confesarme todo aquello, sólo atiné a pedirle una disculpa. Sin darme cuenta, porque aún lo apreció, le propuse tomarnos una cerveza antes que se fuera al evento. A lo que me respondió que mejor no, que ni siquiera le escribiera, porque en el interrogatorio le habían requisado su teléfono para ver con quién mantenía comunicación.
Tanto hablamos que el camino a la funeraria se nos hizo corto. Ya había caído la noche sobre la Habana cuando un apagón volvió la ciudad una boca de lobo. El único momento bonito que tienen los apagones en Cuba no es su final, como se puede llegar a pensar, sino su inicio. Ese segundo en que todo se vuelve oscuridad, en que el calor sube estrepitosamente, en el que la rabia se apodera de los cuerpos y hace que al unísono salgan de las casas un coro de voces que maldicen al gobierno y sus dirigentes con improperios, con ofensas, con malas palabras. Es un momento sublime. Un instante en el que toda la molestia contenida en la garganta de la isla explota y sale disparada hacia afuera como una bala de cañón. Es realmente hermoso escuchar en ese momento lo que verdaderamente piensa la gente del castrismo. Todo se produce en un milisegundo en el que el país no finge, no hay juez y todo está tremendamente oscuro. Es un instante de liberación en el que el gobierno no puede reprimir a nadie.
Con las linternas de nuestros teléfonos entramos a la funeraria. Atravesamos varias salas en las que fuimos descubriendo en la oscuridad rostros llorosos, gente sentada en sillones de cuerdas custodiando el ataúd de su familiar. Nosotros dos atravesando un espacio negro, entre leves sollozos, y descubriendo a nuestro paso con las luces de nuestras linternas rostros desconocidos llenos de dolor. En una de las salas preguntamos a una señora dónde estaba la administración del lugar. Nos indicó y fuimos. Allí fue donde descubrí en la pared los retratos de los hermanos Castro y de Díaz-Canel. Dos funcionarios nos explicaron que el cuerpo de la madre de mi amigo no había llegado del hospital aún y nos pidieron que esperáramos fuera. Una vez llegara, ellos nos avisarían y habilitarían una sala para velarla hasta la mañana siguiente en que sería enterrada. Nos advirtieron que, como la señora había contraído el covid, el ataúd tenía que permanecer cerrado.
Nos sentamos sobre un muro pequeño afuera de la funeraria. Mi amigo me dijo que le hubiese gustado besar por última vez a su madre y ponerle el vestido rojo que a ella le gustaba y que él traía en la mochila. Una hora después vimos llegar un carro fúnebre. Al rato llamaron a mi amigo. Luego salió con el acta de defunción en la mano y me dijo que ya podíamos entrar, que ya su madre estaba dentro de un ataúd en una de las salas.
La electricidad regresó a la medianoche. En ese momento estábamos sentados en sendos sillones. Aproveché ese instante para decirle a mi amigo algo que llevaba tiempo rondándome la cabeza. En los últimos meses ha habido muchas denuncias de cadáveres extraviados o intercambiados. Algunas familias han velado noches enteras a quien creen que es su familiar para luego descubrir, durante el entierro, que era la personas equivocada. El colapso del sistema funerario del país durante la pandemia, sumado al mal funcionamiento del protocolo sanitario que no permite que los ataúdes sean abiertos por los familiares para reconocer los cuerpos, ha provocado muchas confusiones. Entonces, le dije, creo que deberíamos cerciorarnos, que nos den alguna certeza de que es ella a quien tenemos enfrente. Mi amigo me hizo caso y fue a la oficina de los funcionarios. Regresó y dijo: todo ok.
Después nos quedamos dormidos en los sillones hasta que un vendedor de café ambulante nos despertó. Eran casi las seis de la mañana. El entierro estaba previsto para las ocho y media. Salí de la funeraria para comprar unas flores, que luego le colocamos en la tumba. A las nueve ya la habíamos enterrado. Fue bien triste. Sólo estábamos mi amigo y yo cuando cuatro sepultureros bajaron el ataúd y cerraron la tumba. El sol castigaba sin clemencia y nuestros cuerpos casi se evaporaban.
Salimos del cementerio y le pregunté a mi amigo qué iba a hacer ahora. Me dijo que iría a dormir a su casa, pero que le gustaría que lo acompañara para no llegar solo, para no entrar a la soledad sin nadie. A unos metros de su casa, vimos un pequeño tumulto de personas en la puerta. Eran unas diez. Daban pasitos cortos, miraban hacia las casas de alrededor, no paraban de moverse y de hablar entre ellos. Se veían descompuestas y sudorosas como nosotros. Una mujer del grupo nos preguntó si vivíamos en esa casa. Mi amigo respondió que sí. La mujer tomó aire ante la mirada del resto de las personas que también nos miraban con angustia y dijo:“muchacho, enterraste a mi padre, pero el cuerpo de tu madre aún está en el hospital”.